Un Domingo

Gabriel Miró


Cuento


Sigüenza y sus amigos miraron la noche, honda y desoladora de los campos.

Los fanales del tren, esas lamparillas que se van desjugando, y el aceite turbio, espeso y verdoso remansa en el fondo del vidrio cerrado; esas lamparillas que dejan un penoso claror en las frentes, en los pómulos, quedando los ojos en una trágica negrura, y alumbran la risa, la tribulación, el bullicio, el cansancio de gentes renovadas que parecen siempre las mismas gentes; esas lamparillas daban sus cuadros de luz a los lados del camino, y doraban un trozo, un rasgo del paisaje: una senda que se quiebra en lo obscuro, un casal todo apagado, un árbol que se tuerce en la orilla de un abismo... Todas las noches reciben la rápida lumbre, y muestran su soledad, su desamparo.

¿Dónde estarán?, se pregunta Sigüenza asomándose, y busca amorosamente en la noche la senda, la casa y el árbol, todo ya perdido. Y entretanto, siguen los fanales viejecitos del tren avivando caminos, árboles, majadas, soledades, que luego se sepultan para siempre.

A lo lejos, tiemblan las luces de un pueblecito del llano. Se apiñan, se van ensartando primorosamente. Se desgranan como chispas y centellas del leño enorme, viejo y renegrido de la tierra.

Hace mucho tiempo, cuando estas luces comenzaban a arder, parose un carro en un portal. Salió un buen nombre con un atadijo, después una mujer ancha y fuerte con una cesta, gritando avisos y mandados a los hijos que se quedaban divirtiéndose con un gorrión de nido; la avecita brincaba por las baldosas de la entrada, pisándose las alas, doblando los piececitos hacia atrás, porque se los lisiaba la pihuela de un hilo gobernado por una rapaza.

El matrimonio iba en busca del tren. Se acomodaron en el carro. Era entonces la hora en que van las madres a la tienda para mercar el aceite de la cena, y vuelven los hombres de la labor campesina, y los ganados de pacer, y los leñadores con sus costales frescos y olorosos.

Arribará a la estación cuando todo el lugar duerma. La estación de este pueblo es un edificio ceniciento, menudo, silencioso, perdido en el yermo, bajo un collado remoto.

Sigüenza ha visto al pobre matrimonio en los angostos andenillos. Le parece pesaroso, desventurado, rendido; temen grandes males, desconfían del tren, de los viajeros, de los empleados, de todo.

El pueblecito sigue exhalando en la noche un vaho, un polvo pálido, luminoso, un temblor de luciérnagas.

Sigüenza y sus amigos fuman contentos y habladores. Viajan sólo para pasar el día siguiente del domingo en la paz de los campos; no se proponen nada. Les aguarda la emoción de un pueblo y de un paisaje desconocidos. Dormirán en el lugar. Han de recorrer sus calles; de las casas sale la claridad de una alcoba de enfermo o de deleite, de una sala de viejecita que reza y pasa el rosario de sus recuerdos, de un escritorio de hidalgo que cavila en su hacienda empeñada o piensa en el hijo que partiose desgarradamente por ese mundo. Atravesando una fosca rinconada, verán un muro enrojecido por el hogar de una tahona frontera. Oirán sus pisadas sobre las losas de una calleja donde ruge el agua de una escondida acequia. Llegados a la plaza, les envuelve la espesa negrura de los muros de la iglesia; encima de la torre, en los claros de las espadañas, palpitan limpias, desnuditas y frías las estrellas. ¿No están al pie de los palacios de Aldonza Lorenzo? Y aunque lejos del Toboso, ha de surgir para su mirada la figura larga, cansada, estrecha del valiente y enamorado caballero, transido de emociones, guiado por el embuste y bellaquería.

...No madrugan Sigüenza y sus amigos como era su intento. Ciegan las calles de blancura, de azul y de sol; zumban de gentes vestidas de domingo. Pero estos hombres venidos de sus besanas y vinales, aunque hablen, bullan y se golpeen alegres, tienen en sus vidas una huella de silencio, de quietud, una rigidez de voluntad que en la holgura del día de fiesta les produce un hastío ciego y triste, y ofrece un contraste que Sigüenza relaciona someramente con el amplio blancor de sus camisas sobre la carne enjuta y torrada.

Los niñitos van mudados, muy alegres porque no hay escuela, pero andan encogidos y medrosos dentro de sus galas. Al salir les advirtieron a gritos terribles que no podían correr, ni revolcarse, ni tocarse siquiera, y si comen una confitura, una fruta que les zuma, se miran con espanto sus manos, se tuercen, se doblan para que el gotear caiga en la tierra... Esos niños, cuyas morenas mejillas parecen erisipeladas, desolladas por los relumbres del jabón del domingo, se van observando las medias gordas, las gorritas con un áncora bordada, un poco marchita... y hablan de un hermanito muerto, y dejan en el día inmenso y luminoso del domingo un sentimiento de la alegría que nos entristece.

Las entradas de los artesanos, apagadas y mudas; las forjas, ciegas; los tornos o telares, en reposo; los comenzados trabajos, en espera y obscuridad, todo paseado por un gato Huesudo que sabe y se aprovecha de la soledad de los talleres; todo, hasta la limpieza de precepto del sábado, huele a faena, a deber, a semana, un olor que anticipa la visión de las futuras semanas, iguales, ásperas... ¡Señor!

Esta es la casa de una vieja que no sabe los dineros que tiene. ¡Millones y millones! Va a misa de alba, y ya no sale más...

Las bisagras, cerraduras y armellas de puertas y ventanas son de plata maciza.

Sigüenza y sus amigos se allegan al cancel y tocan la plata calentada de sol. Desde dentro, les acechan los criados de la señora.

...Caminan por una callejita retorcida y solitaria. Un lebrel, acostado bajo una reja volada, se lame resignadamente la herida de un brazuelo; las moscas, moscas lugareñas, de una implacable terquedad, vuelan rodeándole la sangre. Un haz glorioso de luz enseña mejor su lacería. Después se queda inmóvil, oye los pasos, se le tienden encima las sombras de aquellos hombres y el perro no les mira; sigue en su quietud solemne y fatal de alimaña de tumba egipcia. Y por esta calle hórrida pasa también el domingo; es como un silencio dentro del silencio.

Aparece la grandeza del paisaje, dorado y umbroso, quieto y azul; casales morenos entre frescura de arboleda; caminos blancos; hazas rojizas; los almendros y olivos poblando generosamente el secano y las laderas; las cumbres de la serranía, serenas y rotundas, llenas de la gracia del día. Lejos, un castillo; bajo, la llanada de viñas y frutales, que exhala un vaho que se trasparenta rizadamente. Una ondulación de montañas muy remotas. Y todo el campo está en una soledad de descanso. Si pasa y canta un pájaro le parece a Sigüenza que su vuelo y su cantiga tienen en el domingo más pureza, y recuerda la lágrima de luz de la estrella errante...

Y Sigüenza y sus amigos caminan prometiéndose un contento, una confianza en la vida; son sencillos y fuertes; han buscado las agrestes hermosuras, los olores de salud. Ríen, gritan, corren creyéndose poseídos del júbilo de la Naturaleza, pero en lo hondo de sus almas pasa una vena sutil que parece dulce y tiene un escondido sabor amargo; es como el silencio del domingo dentro del ancho silencio de siempre en aquellos lugares.

No recuerdan determinadamente nada, no quieren traer el pasado a sus corazones, y he aquí que, de cuando en cuando, les llega un aleteo, un rancio aroma de otro tiempo, el que ha oreado la frente de alguien que ha muerto y han sentido un alma lejana que, un día, al pasar a su lado, les dejó su tristeza... ¡Qué tiene, Señor, el domingo de irremediable, de evocación, de horizonte callado, infinito, de sonrisa resignada de madre!

...Después de la comida fueron al castillo. Está en una sierra rubial, a la entrada de un gollizo de montes poderosos. Es el castellar del señor conde de Luna. Le quedan dos torreones de esquinas afiladas que dejan en el azul su línea de oro; le ciñen pedazos de muros de almenas rotas, cavas cegadas de hierbas viciosas donde bizarrea el gallo y a veces se quedan cluecas las gallinas de la ermitaña. Las prisiones, las salas o cuadras de guardia, los pasadizos y escaleras son de sillares de pedernal en toda su rudeza de trozos de montañas, traídos de las excelsas claridades a la lobreguez. Sólo por las heridas de las aspilleras penetra cansadamente la luz.

Sigüenza y sus amigos suben los peldaños ahondados por los pies de la soldadesca, por pies feroces, pies heroicos; sienten, bajo las bóvedas agobiosas de sepulcro, toda la pesadumbre del recio pasado, y se atropellan por llegar pronto a lo alto, y salen delirantes a la gloria de la tarde.

Los pájaros de las ruinas huyen despavoridos.

¡El domingo, un domingo hecho de palidez y melancolía, parece que se tiende como una niebla sobre las soledades, soledades aradas, feraces, raídas, llanas, hoscas!

Ellos se dicen que quizá su mirada es la única mirada que recoge la emoción campesina; y tal vez sus corazones se estremecen de su soledad en la grandeza. Pero mirando descubren el blancor del enjalbiego de la casuca de la ermitaña. La vivienda está labrada en el castillo. La parra levantina cuelga sus guirnaldas, pone su delicioso amparo en el dintel. Enfrente, asomado a una desgarradura del adarve, se perfila el cuerpo menudo, liso y enlutado de una viejecita.

Y Sigüenza y sus amigos bajan de la Historia roquera para acercarse a esta alma del yermo. Ella les acoge serenamente; les da sillas de esparto. Su habla es frágil; parece que venga de muy lejos. Plega los bracitos encima de su vientre, se acomoda en una almena como en una ventana, y sus ojos grises y gastados caminan por toda la tarde.

Las ropas de luto de la viejecita son también ropas disanteras; las alpargatas, el pañuelo, el delantal, todo es de lo nuevo y guardado para los domingos.

De rato en rato se vuelve y les mira. No serán del pueblo aquellos señores. Vinieron a comer y divertirse por las huertas, ¿verdad?

Los señores alaban la hermosura de aquellos campos.

—¡Una hermosura, una hermosura!... —se queda repitiendo la buena mujer.

Y con una mano seca, tostadita, rugosa, que tiene agarrada una llave enorme, se enjuga los lagrimales.

Luego, sonriéndoles con una sonrisa que no es de ella, una sonrisa fría y sumisa para los señores que pueden venir a holgarse en aquel apartamiento, les convida a ver la ermita.

Es una ermita pobre y olvidada. Ella es la ermitaña porque le dan casa y los pegujales de las laderas; cría gallinas, y el marido trabaja en el Molino Nuevo.

Sigüenza le pregunta la razón de sus ropas negras.

La viejecita se las mira y le dice:

—Son por una hija. Va para tres años que falta. La bajaron por el sendero que habrán traído los señores; pasa por aquí abajo. ¿Lo ve? ¡Ese!

Con la llave traza en el azul los repliegues y travesuras del caminito.

—...Allí, a la revuelta del olmo, tuvieron que pararse; era va una moza de dieciocho años. ¡Me llevaba de alta tanto como esta llave! ¡Qué hija perdimos! Desde esta piedra se ve hasta el cementerio; se ha de ver por fuerza... ¡Aquello!

Y su brazo trémulo señala un lejano cercadillo del hondo, con un ciprés recortado agudamente sobre el fuego del crepúsculo; pero los ojos de la mujer, muy abiertos, mostraban una ansiedad obscura porque no lograban llegar a su deseo.

—...Yo, mientras avío la casa, salgo y me asomo. Por las tardes aquí me siento; después viene mi marido, y aquí nos salen las estrellas...

Sigüenza y sus cantaradas hablan de las tardes de los domingos en las ruinas del conde de Luna.

Ella les mira, les mira.

—...Por la tarde la bajaron... ¿Ven el camino?

¿No son para esta mujer todas las tardes un domingo eterno?

...Sigüenza y sus amigos se marchan.

Desde la revuelta del olmo alzan los ojos.

En la desgarradura del adarve se perfila menudamente la viejecita. Y hay en su silueta la expresión de toda su paz, y en su mano siempre se ve la llave que mide la estatura de la hija muerta...


Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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