Un Vagar de Sigüenza

Gabriel Miró


Cuento


Los que guarden memoria de Sigüenza no necesitan ahora que yo les diga las prendas de este hombre asomado en días remotos a las páginas de un menudo libro. Y los que no le conocen, tampoco lo han de menester para lo que de él ha de referirse en este pegujalillo de mi huerto.


* * *


En tarde primaveral muy alborozada y limpia de cielo, y de quietud dulcísima en su calle, salió Sigüenza, antes de que se le mustiara el ánimo a poder de pensamientos, que si no tenían trascendencia ni hondura filosófica, eran de estrecheza que agobian las más levantadas ansiedades.

—¿Qué haría el mismo Goethe atado con mis sogas? — se dijo el caballero, quizás para disculparse de su cansancio, ¡y solo había peregrinado por su aposento! Nada se contestó de Goethe, para no inferirse el mal de la respuesta. Es verdad que entonces pasaba por su lado la gozosa bandada de muchachos de una escuela, en asueto, porque era jueves. Y esta infantil alegría suavizole de su obscura meditación, y aún le alivió más la vista del cercano paisaje, ancho, tendido, plantado de arvejas y cebadas, ya revueltas y doradas por la madurez, y parecía que todo el sol caído en aquel día estaba allí cuajado y espeso en la llanura, ofreciéndose generosamente a las manos de los así, el campo presentaba idea de abundancia, de paz y bendición.

Sigüenza, ya descuidado y aun alegre, como si toda la tarde fuera suya y hermosa para su íntimo goce, bajó a la orilla del mar. Liso y humillado copiaba mansamente los palmerales costaneros, como las aguas calladas y dormidas de una alberca. Y el caballero sintió pueriles tentaciones de caminar por aquel cielo acostado ante sus ojos. En el horizonte, una isla de gracioso contorno, la amada mansión de un poeta, sonreía melancólicamente, dorada de sol. Durante la mañana la ciñeron velos de brumas, y ahora, en la tarde, se descubría alumbrada, pálida y rosa como un cuerpo desnudo y virginal.

Mirándola se imaginó muy opulento y dueño venturoso de la isla; «vio su» bajel blanco, «su» castellar vetusto, «cubrió» espesamente las peñas de pinares, rumorosos y músicos como las olas...

Una gaviota que se alzó de las aguas, y remontada en el azul, mostró la cándida espuma de su pecho, distrajo a Sigüenza de los embelecos de ínsula y poderío a que frecuentemente le llevaban sus mismos deseos de andante independencia.

Anchamente, con aleteo grande y pausado, volaba el ave del mar. La perdieron los ojos ansiadores del hombre; mas luego volvieron a gozarla. Llegaba del tenue confín, habiendo trazado un magno círculo en las inmensidades. Dio un exultante grito y descendió a la paz de las aguas.

Sigüenza la envidió sin aborrecimiento.

Después entrose en la ciudad, siempre pensando en la gaviota, fiera y solitaria moradora de los azules libres del mar y de los cielos y del silencio de los peñascales.

A su lado pasó una niña humilde y delgadita que llevaba cansadamente en sus brazos un rapaz gordo y esquilado como un cordero, y en cuyos ojillos pegajosos de lágrimas y del sueño se le paraban de esas moscas tenaces, blandas, de los muros y tierra de las calles soleadas.

La detuvo un grupo de amiguitas jugando y conversando de su costura. La niña del rapaz en brazos las miró sin poder sosegar en su canturia y movimiento que acallaban al hermanito. ¡Y esa niña con carga ya de madre, qué ternura y compasión inspiró a Sigüenza!

Volviose. Asomado a la reja de un colegio le estaba mirando un chico. Era un castigado. Se acercó Sigüenza y vio la sala despoblada y triste; olía a delantales y pupitres. En lo hondo, junto a las ventanas de un patio, mondaba guisantes la vieja mujer del maestro; los cristales de sus antiparras resplandecían fieramente.

—¡Tú solo en la escuela! Todos salieron al campo —le dijo suavemente al muchacho, que entonces le miró pasmado. La señora maestra también, y arregazándose el delantal donde tenía la legumbre, se fue aproximando lenta y recelosa.

—Es que estoy castigado, que no me supe ni ayer ni hoy lo del «participio».

Sigüenza pensando, pensando... y se ruborizó. «¡Dios mío, yo no me acuerdo del "participio"!».

La señora quizás tampoco lo supiese. Se lo hubiera preguntado; pero ella le observaba con demasiada severidad, y tomando del brazo al chico llevóselo junto a su silla.

«¡Oh, ni la posible libertad lo era en la niñez! ¡Y por un "participio", Señor!». Hablándose de ese modo, se fue apartando. Un amigo le saludó jovialmente, golpeándole la espalda. Era hombre joven y macizo; siempre le sudaban las manos, el cuello y la frente; tenía los ojos risueños, y un infeliz gesto de malicia en su boca. Y se llamaba Martínez.

Juntos siguieron andando por las calles.

Hatos de cabras se iban parando en los portales. Las esquilas dejaban como una estela de sencillez y vida agreste, de cumbres y sendas amorosas de otero.

Entonces, Sigüenza dijo a Martínez de la fiereza y soledad de las gaviotas: «Yo creo que la de esta tarde me miraba con altiva lástima... Son casi más felices que las mismas águilas; alcanza su señorío a los mares, donde hunden audazmente sus picos y sus cuellos para devorar los peces aún palpitantes... ¡Vayamos a la playa!».

No lo permitió Martínez, que le había escuchado mudo y socarrón. Quería mostrarle, en una cercana casa, algo que Sigüenza habría de considerar como suma de lo maravilloso.

—Pero, ¿qué es? ¿Hombre, o alimaña?

Y el otro, sin responderle, le condujo a una zapatería tenebrosa.

El dueño estaba cosiendo la suela de una bota de paño: En los travesaños de su asiento dormitaba un pájaro grande, viejo, de alas grises, caídas, flojas; una zanca la tenía escondida en el atusado plumón del pecho, que era blanco.

—¡Sigüenza, he aquí una brava gavina!

—¿Esto es gaviota, gaviota? —prorrumpió admirado, incrédulo y desdeñoso el señor Sigüenza.

El enorme pájaro abrió sus ojos y contempló fríamente al hombre.

—Gaviota, gaviota es —afirmó sonriendo el menestral, y tomó un cigarro que le ofrecía Martínez.

—¡Y se resigna al encierro, a esta vida de calle, de zapatería!

La gavina, cansada, mudó de zanca y tornó a dormirse.

—Es todo acostumbrarse, créalo —murmuró el zapatero—. Este animal se come los garbanzos del puchero lo mismo que un loro. Sale conmigo, siguiéndome. Yo la he llevado junto a la mar; la mira y mira; y si me siento, se acerca y me pone la cabezota encima para que la rasque...

...Sin embargo de la seguida risa del señor Martínez y de la pesadumbre de su desengaño, quiso Sigüenza volver a la anchura del mar y a la visión de sus libres aves.

Cerca de la orilla reposaban las barcas pescadoras; de sus mástiles pendían, secándose, las redes. Los marineros guisaban su rancho en los anafes; y el oloroso humo llegó a los dos amigos.

—Sigüenza, ¿no comerías de esas ollas? ¿Verdad que sí?

No lo apetecía Sigüenza; y así lo manifestó sencillamente.

—¡No digas que no; no lo digas! ¡Huele!

Y la nariz de Martínez temblaba, y sus ojos y boca brillaban humedecidos por la gula.

Sigüenza dijo que bueno. ¡De todas maneras no habían de comer!

Y pronunció:

—El Eclesiastés ha dicho: «Todo el trabajo del hombre es para la boca de él; mas su alma no se llenará».

—¡Y casi tiene razón! —exclamó Martínez.

—La tiene enteramente. Se afirma que hemos nacido con especiales y altísimos fines que realizar; pero todos nuestros días y fuerzas se consumen para solo conseguir lo que, según el Evangelio, se nos habrá de dar «por añadidura».

...Llegaba la dulce declinación de la tarde. Todo se bañaba de un azul purísimo; y las lejanas costas palidecían, semejando nieblas dormidas, reclinadas sobre el mar, liso, inmóvil, como de hielo.

Lejos, rompían la soledad del horizonte las blancas alas de un barco velero.

Amaba Sigüenza esos bellos barcos, que le dejaban en su alma inocencia y sueños infantiles.

—¡Oh, blancas y fantásticas apariciones que parecéis traernos la emoción de tierras de misterio!...

—Pues, Sigüenza, no traen sino salazón; casi siempre bacalao.

—¡Martínez! Y lo odió.

«¡Pero qué culpa tenía Martínez!» —Y ya dulcificado, musitó Sigüenza:

—¡Por qué la santa nave del Ideal ha de venir, Señor, cargada... hasta de bacalao, que tanto huele, y hemos de sufrir tan reciamente para solo ver su alada blancura!

—Es que si no sufres —repuso el amigo—, te conviertes en gavina de zapatero, que baja la cabeza para que le rasquen y come garbanzos fríos del cocido... ¡Y qué cocido, Sigüenza, qué cocido se hará en aquella casa!

Sigüenza contempló enternecidamente a Martínez.

Le había resignado y fortalecido el corazón.


Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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