Una Jornada del Tiro de Pichón

Deporte

Gabriel Miró


Cuento


Delante del mar, cercado de tapiales blancos, está el Tiro de pichón con su redonda explanada orillada de una red que descansa encima de las algas. El edificio tiene una fachada con adornos de yeso que recuerdan los primores de soplillo o merengue de las tortadas; hay en las cercas una puerta de hierro de prodigiosa traza modernista; fue admirable la paciencia del autor. ¡Cuánto hierro! Una bandera roja llamea bizarramente sobre el azul, avisando que en su recinto se celebra alguna jornada gloriosa.

Dentro, en los grandes alcahaces, las cautivas palomas vuelan, se arrullan, se golpean en las mallas metálicas del techo, por donde asoma el alborozo de la libertad de los cielos. El aire parece estremecido por el hondo y constante arrullo. Se piensa en una granja manchega, en la paz de los molinos reflejados en el sueño de un río.

Esta reposada y campesina emoción suele apartarla el fragor señorial de los automóviles que llegan a la dulce fachada.

Entran damas hermosas, delicadas doncellas, niños, socios muy galanos; todo el patriciado de la ciudad.

Los tiradores descuelgan sus maravillosas escopetas; se aperciben de unos cartuchos largos, enormes, buenos para la caza del león. En esta del palomo enjaulado es posible que no se pasen los mismos riesgos; pero la demasía de la carga del cartucho se halla justificadísima, porque el palomo debe morir dentro de los límites del solar de la red. Si el palomo cae destrozado, pulverizado, fuera de ellos, el palomo muere con el aborrecimiento del que lo mató, mientras sus émulos se alegran.

A pesar de los feroces cartuchos, algunas veces la víctima cae nada más que herida; puede escaparse. Entonces suele salir triscando regocijadamente un perro esquilado con mucha elegancia; en la punta de la cola le tiembla una graciosa borlita de su pelo.

El intrépido juego de los tiradores es de una innegable amenidad. Se enjaula cada pájaro en una caja, que por un ingenioso mecanismo se abre, deshaciéndose. El palomo pasa súbitamente de la prisión a la infinita anchura luminosa, al cielo sin alambres, y vuela... Suena un estampido, después otro, después otro.

También sucede que el palomo, viendo caer las tablas y recibiendo tan de improviso los dones de la libertad, de la vida suya, del cielo, del mismo cielo de los campos, de los sembrados, de los frescos árboles, queda un instante sorprendido de tanta dicha, de que sean tan buenos los hombres, y no vuela... Entonces los tiradores se sacrifican con austera generosidad y abnegación, y no disparan. Una linda bola, una pedrezuela rueda blandamente hacía la quietecita ave, invitándola a subir a su reino infinito del aire. Y el palomo emprende el vuelo... Suena un estampido, después otro...

Desde fuera, sentado en un roído pedral del muelle, contempló Sigüenza otros lances de este deporte.

Un grupo de chicos descalzos hundía las piernas, abrasadas por el sol del puerto, en las aguas verdes, costrosas de ovas y légamo de las escolleras, y se fueron entrando para asomarse a los tapiales del tiro y acechar.

...Surgió una paloma, crujió un disparo y oyose el golpe del ave muerta rebotando en la peña. Otra hundió la menuda grava de la pista. Dando brincos juguetones apareció el perro; su rabo erguido paseaba con altivez la borlita de su punta. Estuvo buscando, y volvió haciendo cabriolas; en su encendida boca le palpitaba todo el palomo; un ala abierta, tendida, le abrazaba, temblando, la garganta ruidosa...

Después subió otro pájaro al azul de la tarde, como un dardo de vida. Se oyen los secos truenos de las bizarras escopetas. No acertaron. Y el ave se interna sobre el mar; llega a perderse en la desolación de las aguas; un aliento inmenso y húmedo moja sus plumas; está rendida de huir, y no halla reposo en las soledades. Y vuelve. Desde lejos ve las montañas, una tranquila arboleda en el abrigo de un barranco; el refugio de un casal campesino. Su pasada prisión se funde en la rubia claridad de la costa... Volaba cansadamente. Pero los tiradores le esperaban, que en el juego les iba el buen nombre y el dinero de las apuestas. Y el palomo pasó ciego y terrero. De súbito le enloqueció el ruido; ya no vio más el amado paisaje lleno de promesas; sentía una presión caliente en su pechuga; quiso mirar, y descubrió los colmillos blanquísimos y agudos de un monstruo que lo soltaba y volvía a cogerlo retozando, y cerró los ojos; lo último que vio fue una graciosa borlita.

Después salió otro palomo perseguido a tiros. Se escondió entre las piedras del muelle; bajo, se deshacían las olas; su sangre brillaba de sol poniente. Se asomaron las cabezas de los chicos descalzos; lo miraban, lo miraban. Seis manos lo agarraron, lo retorcieron, lo aplastaron...

Otra ave huida sintiose desamparada en los tejados de unas casas muy altas; temió la soledad de la noche, y resignadamente buscó la querencia de sus hermanas.

Acabada la tarde, lucieron los fanales de los automóviles; sonaron las bocinas clamorosas, zarzueleras, algunas como gaitas.

Salía el elegante concurso, bullicioso y feliz. Las señoras aspiraban flores que olían al perfume de sus manos; los niños llevaban unos juguetes muy lindos rifados delicadamente por los socios; un tirador traía a cuestas una copa de plata que semejaba hecha en el Toboso.

Han pasado una tarde deliciosa.

Y, sin embargo, Sigüenza sentía una exaltada piedad por los palomos y por los niños.

Afortunadamente, encontró un buen amigo, que le sosegó diciendo:

—Sospecho que eres un hombre ridículo. Tus lástimas son enfermizas; aquí no se matan más que palomos. Guarda, guarda esas querellas y lamentaciones para mejores causas. ¿No sabes que hubo hombres civilizados, europeos, europeos de verdad, explotadores del caucho, que para saber el alcance de su fusil pusieron en fila siete indios, y horadaron las siete espaldas humanas? Pues en la Patagonia chilena sale un europeo con su rifle al hombro por los inmensos prados solitarios. Lejos aparece la medrosa figura de un indígena; y el hombre civilizado, por distraerse, apunta, dispara y el indio cae sepultándose en la frescura de la hierba; los buitres y los pumas son los únicos que encuentran su cadáver. ¿Qué te parece? ¿No es un ser terrible el hombre civilizado?

Todavía dijo Sigüenza:

—Pero, ¿no es inmoral que los niños aprendan a gozar y apetecer la muerte de un palomo?

—No, señor. ¡Hay que ser fuertes y diestros! En la vida es necesario el sacrificio de muchos, de muchos palomos. Preferible es disparar que no sentirse azotado por un rabo con borlita.


* * *


Después se ha sabido que los señores socios del Tiro de pichón sentían un recio enfado y comentaban con mucho desdén las murmuraciones de Sigüenza.

Y Sigüenza contrastó los hechos y sus palabras. Y resultó:

Que era verdad que tuviese el edificio muy linda fachada; y no había injuria en decirlo.

Que era verdad que se invitase a los niños a la matanza de palomos, y que la muerte de los palomos fuese unida a una rifa de juguetes para los niños.

Que era verdad que Sigüenza vio salir un perro esquilado esmeradamente, con una graciosa borlita en la punta de la cola, y que ese perro recogía con mucho alborozo los palomos heridos.

Llegando a este punto, los señores socios acusan a Sigüenza de embustero.

Pues bien, Sigüenza puede jurar, que vio al animalito y que traía borla. Sigüenza no sostiene que ese perro sea un funcionario inamovible del Tiro de pichón. Quizá no asistiese más que una tarde. Pero, una tarde estuvo; y en ella lo vio Sigüenza. No hay fantasía tan poderosa que alcance a fingir una borlita en el rabo de un perro de cazadores, si el perro no tiene borla.

Claro es que si todavía persisten en su enojo por un rabo de perro los socios del Tiro de pichón, Sigüenza, antes que perder la amistad de nadie, prefiere cortarle el rabo al pobre animal.


Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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