Diario de la Desaparición

Cuentos

Gerardo P. Nieves


diario de la desaparición, gerardo p. nieves, ludivan


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Diario

 

 

 

de la

 

 

 

Desaparición

 

 

 

 

 

Gerardo Pastorino Nieves

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Deriva post-coito

 

 

 

 

Las olas se escuchaban desde varias cuadras, parecía amenazando arrebatar los encastres de las ventanas en un acto de furibunda arremetida solo comparable al estallido, en haces de luz, de la mañana próxima, y el silencio, intencional, era guardado para el áspero bramido de su voz incomparable ganara, en un sentimiento de reconciliación, nuestro apartamiento. Era una noche adentro y afuera el mismo trazo carbónico que abrillantaba, ante la ausencia del satélite, una fluorescencia extraterrena que era irradiada por el mismo inmóvil paisaje de la calle a través de los cristales expuestos a la intemperie, tanto como por la desértica lunar de la habitación en semioscuridad, como si la luna se hubiera mudado a nuestras pupilas hartas ya de nubes y de la luz mercurio de la esquina, ávida de zambullirse en la piel de la ciudad tendida sobre la costa.

Los teros quebraron, acuchillando el cristal inerte de un tiempo detenido, toda parodia de congelamiento. Y ella, (o vos), se levantó del níveo descanso enfrentando su desnudez al apuñalamiento estelar de aquella protática luz azul-grisácea. No mas fuiste, (o fue), hasta el vidrio de la mesa donde se dibujaban fatuos cúmulos y te restalló el fósforo tan cerca del rostro que supe que pensabas en el oceánico rumor de tu abandono; y la exhalación del cigarrillo suspendió una nebulosa en el clímax de la luz que fulguraba tu figura resuelta, apenas para rescatarme del efímero cielo en llamas que enseguida sofocóse sobre la mesa. El desamparo entonces había embustido a tu cuerpo la resolución definitivamente y tenté con mi voz un voyager donde iba grabado en oro también mi desnudez. Pero tu cosmos lo engulló serenamente como si contestaras con un vacío inmensamente más profundo que el armagedón subyacente de mis palabras.

A poco la brosca llovizna de los perros era capaz de sobreponer su letanía en el descuajo impenitente del mar, físicamente lejano. El bramante, el olímpico, el inevitable, sólo podía resollar su espíritu lo más lejos de sí posible, pero siempre era inútil como si desconocieran los mortales su reclamo, solo fuera en la casa parte del aire que respirábamos envueltos en el propio reflujo, equidistantes, desconcertadamente; pero el corazón de su propia y tenaz calandraca latía en un solo cuerpo que eras vos, (o ella), mi propio hambre interior, la venganza de un secreto que profanar nuestro reposo no echó a la luz; el tañido que se apaga, orgánicamente, de un eco que se produjo en el silencio, entre dos silencios. Que pudo ser la voz apagada de un sueño que no se puede recordar, el vacío imposible de un cántaro enterrado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El viento de los locos

 

 

 

Cuando arribó la melancolía a la ciudad en un cierzo casi indiferente pero tenaz que recorrió las calles como un fantasma recién llegado, nadie estaba atento para darse cuenta de que lo que acababa de llegar con el acostumbrado hálito norteño era un sentimiento de vacío que había encontrado en el desapego y la impasividad de la desprevenida gente un pecho desahogado donde alojar su destierro. Aunque del otro lado de lo que se dice, donde se va guardando la vida para su desmemoria instante tras instante como en la orilla de un lago, imperceptiblemente, escriben su efímera mudez hasta las más fútiles ondas de la superficie, ya el presagio había alojado su tumor benigno como si de una cotidiana y a la vez  extraña salvedad se tratase.

Apenas sí el cartel del bar de Pepe hizo quejar sus goznes, balanceándose aburridamente en el aire. Apenas la desolada esquina recibió el suave envite del fantasma como una bocanada de oxígeno para el bostezo, con el espacio de su abandonada geografía colmado de otoñal transparencia, volvió a su costumbre de estar. Y de acoger sin significado alguno, otro esmirriado pucho del gesto desaprensivo de Juan, que había alcanzado la entrada para tomar un respiro, no tanto para evadir la conversación de la barra donde ya salía otra vuelta y la voz de Pepe aludía: “No era para tanto, che; Juan”, apremiaba, “que de fresco queda el clima no más”. Y además estaba refrescando, era notable, por lo que hubo que cerrar la puerta de vidrio y mandar la grappa de un saque, y volver a la conversación, y la instantánea apergaminada de aquel momento insufrible exudaba su propio olvido como sobre acuarela que desdibujárase memorablemente.

Acaso no había en el más bajo cielo, el que tragan los vivos, más afectuoso abrigo que la destemplanza de aquella encarnación sobrevenida que padecían los merodeadores de una tarde súbita en que la reminiscencia anidóle desarrapada. No hubo, por otra parte, portento o nimiedad que anticipara la llegada de la melancolía. Más y hasta la muchachada resentía la mala aleación en el ánimo como una desganada ansiedad que urgía en furtivo hervor muy en el fondo de la mixtura fluida de su mocedad, e irrumpió en el bar con una aureola intempestiva y friolenta, pero resuelta.

-Una ficha de pool, Pepe-, dióse por atendido el rubio y después saludó, imitándolo sus compañeros.

-Va de gratis,- despachó Pepe-, a ver si me entibian el boliche-, dijo.

Afuera el yermo de la esquina era una transparencia irresoluble del instante en que el cierzo arribara sin preámbulo. Adentro las voces estaban contenidas o apagadas por el encierro del bar y cuando el rubio rompió con un tacazo como para sacar la blanca de la mesa, fue como el seco martillazo que se le da al último clavo de un ataúd antes de sofocar ese postrero eco en la tierra callada. El mórbido sonido quedó, imposible, tan mudo, encajonado por el silencio de la calle más allá de los cristales de las ventanas, que fue como volver de un sueño en vigilia a la irascible incomodidad de saberlo, también, tanto como insopesable, innegablemente vívido hasta su inmediato recuerdo. Un sinsabor repugnante en el pecho del rubio, un mohín sostenido veleidosamente en las caras de los amigos, una coincidencia abandonada al accidente que quebró la conversación de la barra. Un instante en que volvió a quejarse afuera el cartel colgante abismado en el silencio y ahora sí atravesó el bar y todos pudieron oírlo. Y al rubio le salió una voz sosegada pero como si se le hubiera apagado el ánimo de golpe:

-Pepe, después terminamos la mesa-, dijo ya casi saliendo detrás de otro que había abierto la puerta anticipadamente.

-¿Dónde van?

-A ver cómo está la playa-, soltó uno que estaba contra la pared, abandonando su contacto como huyendo de la propia pusilanimidad.

Y quedó suspendida en la barra la exclamación incertísima de Juan:

-¡Ah…pero!

-Con este clima, no?

-Es el viento de los locos-, concluyó Pepe. Y sirvió otra vuelta.

 

 

El secreto de los cimientos

 

 

 

El coche llegó un día como si hubiera venido de otro planeta en donde la gente, fisonómicamente símil a nosotros, quisiera mudarse para acá. Y se venía anunciando con un escándalo de explosiones desde hacía varias cuadras antes de parar justo, como un presagio muy preciso, frente al campo.

Hacía casi un mes que no llovía y eso había acelerado los trabajos en el árbol, en donde ya había empezado a adquirir su forma definitiva la fortificación de nuestros esfuerzos. Ese verano fue de nuestra atalaya, o del fuerte, como habíamos quedado en llamarle a la casa del árbol.

Aprovechando la hora de la siesta, y que el campo quedaba al lado de la casa y los mayores estaban tranquilos sabiendo de nuestro paradero, empezamos un día, con Joaquín, que vino a pasar a la casa de la playa un mes entero porque es mi mejor amigo, una tarde tras otra, a encaminar la obra de acuerdo a un plano que previamente dibujamos en un papel secreto, al que fuéronsele sumando otros de acuerdo a las modificaciones convenientes que la construcción iba sufriendo a la par de las dificultades que surgían al momento de clavar las maderas, atar las cuerdas, acomodar las ramas del árbol. Hasta que, casi un mes después, teníamos todo un cuaderno secreto al que le pusimos “el libro”, donde era menester el registro de cualquier observación y/o inspiración concebida en las alturas del fuerte, que ya estábamos por terminar con la merecida inauguración todavía a planearse, y desde donde se podía dominar fácilmente con la visa buena parte de la casa y sus fondos boscosos, y casi toda la cuadra de calle. Por lo que los prodigios de nuestra curiosidad eran numerosos y engrosaban a ojos vista el documento.

 

 

 

Cuando llegó aquel vehículo lleno de cabezas, muy despacio y por la mitad de la calle que ardía bajo un sol pleno del que nos protegía el tupido ramaje de nuestra atalaya. Joaquín lo vio primero, aunque ya hacía varios instantes que los dos escuchábamos el pistoneo de la máquina rondando la manzana. Fue a sentarse al borde de la plataforma, dando la voz de alerta, mientras yo traía conmigo el libro para registrar la observación y lo imitaba dejando colgar las piernas en el vacío con el lápiz en una mano.

El cascarudo gigante, dejándose rodar, aproximó su renegrida carcaza hasta la cuneta selvática del campo y allí mismo se detuvo en el borde. Adentro las cabezas, aparentemente, deliberaban en un alboroto general cuando el ruido del motor cesó y la nube de polvo que rodeaba al vehículo se disipaba en el sopor de la tarde. Desde el refugio, a salvo de sus ansiosas miradas, lo dibujamos discutiendo los detalles y nos lo quedamos viendo con expectación e interés mientras sentíamos por dentro el arribo extraterreno  de una ineluctable profecía.

Papá salió por el frente de la casa, inquisidor, y un hombre gordo que estaba exageradamente vestido de camisa blanca y pantalones largos se apeó del auto y fue fatigosamente hacia el, dejando adentro el tumulto de las otras cabezas, que lo seguían con la vista sin dejar de alborotar. Estuvieron intercambiando gestos por unos momentos al borde del terreno y Joaquín y yo nos miramos confiados en que la cosa no pasaría de unas indicaciones de orientación y el cascarudo gigante se llevaría al hombre gordo y a las cabezas alborotadas de vuelta a lo hondo de la tarde infernal de donde habían aparecido.

Pero ése fue uno de los últimos registros del libro secreto antes que terminara el mes de permiso de Joaquín, que nuestra vuelta a la capital nos arrancara de aquella aventura inagotable, que la última página, agregada al siguiente verano a modo de indiscutible epitafio, enseñara para su desmemoria el dibujo de un inexorable rectángulo gris acostado en la hierba…

 

 

 

Géminis

 

 

 

 

 

No tengo que rigidizarme para ponerme a escribir, mi vida sigue siendo la misma de siempre que escriba o no. Pero el delay de los pájaros es en esta tarde tan sutil, delicado como un silencio microscópico, incapaz de sostener su arrullo en la tersura de mi atención. Que ahora es muy difícil no romper con el corazón, ese martilleo incesante, el cristal de todos los trinos.

Embelezado por el tránsito musical que recorre su miel, el sol desciende hacia los altos de otro cielo trasegando su luz de un hemisferio al otro en la placidez de una caricia. Un helicóptero muy lejos excita el bordoneo de los insectos pero ni esto sigue siendo una coincidencia fuera de mí; Diana está echada sobre el césped donde la miel la recorre como convirtiéndola en un grumo. El wiscola está frío y suave, me recuerda hace unas horas cuando el sol dio de lleno en el tanque de agua del patio y creó una marea dorada sobre la panza del parral; las uvas cuando son de oro, como entonces, también son parecidas al delay de los pájaros.

Entonces ahora mismo no hay límites para la distensión y el solaz, la fantasía olvidó que la realidad la incluye como el fruto a su semilla. Incluso es amable la forma en que la vida regresa a casa después de una larga jornada; con el continente reseco por la ciudad, que será encantadoramente restituido, rehumedecido por las aguas públicas; y el encuentro conmigo, que soy la piel de su corazón. Sé que tengo todavía unos minutos y sorbo otro poco del licor frío observando casualmente a Diana que se estira lo más que puede sobre el césped bañado por lo último y más dulce del sol.

Y ahí vengo con mi atuendo empolvado de trajines haciendo reverberar la fatiga en la techumbre del hall. Dejo los papeles del trabajo sobre la mesa del patio casi tirándolos para deshacerme de lo que implican y me saludo de lejos antes de irme al baño. Me veo desaparecer en la sombra de la casa y echo otro trago al wiscola, que ya está aguado. Todavía soy yo; y él; se siente desde aquí el traqueteo de sus movimientos. La rutina de su cuerpo desliza su costumbre por la casa en una desasida reptación que me distrae y la retahíla estragada de mi relato naufraga en su derrotero inevitable, ansiosa.

No tengo que adoptar ese incómodo rictus para escribir porque mi rigidez, que ahora está en la ducha cantando eso de: “no soy un pez, ni…”, cumple, con la obsesión de un condenado, esa adusta exigencia. Pero me gusta nuestro encuentro cuando se desliza la tarde. Tengo tanto qué contarme de lo inasible y tanto qué oír de ese otro mundo sólido que no imagino, que cada vez completamos con mayor prisa el ritual de fusión. Nuestros ojos llenos de dos mundos, que prácticamente no encajan, se encuentran en ese punto en donde son uno los lazos que conectan lo inaceptable del otro. Algo que, no sé si él también percibe, nos está separando. Y me gusta también la autonomía. Aquella farsa tramada en el devenir insoslayable que nos une luego de un distanciamiento elástico hacia lo que a un tiempo es insospechado para la unidad que conformamos.

Entonces entro en la casa abandonando mis escritos, de los que él aún no sabe-, y se molestaría tanto de ser así que correría al medio del patio para ver esconderse el sol llevándose su miel-, atravesando el resguardo del parral seguido por Diana, que también se dirige hacia la puerta de la cocina a reclamar su vianda. Pero antes de atender la cena necesito ir a fusionarme, yo que estoy saliendo del baño amorosamente predispuesto para el ritual.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La ciudad

(una desaparición de)

 

 

 

“Quizá no anhele otra cosa

      que no sea yo y corra

   desprevenido buscándote”.

 

 

 

Desperté empapado en pudor, todavía resintiendo la realidad del sueño que no soltaba mis sentidos. Estaba sentado en la cama con los ojos aún en otra parte y el perfume de un sitio llegándome a través de un velo insoportable, de modo que era como si acabara de llegar a aquel lugar que me era íntimamente familiar y a un tiempo completamente sobrevenido.

Con la estimulación insípida de la arena bajo los pies y la mirada colgada del techo de la habitación, no atinaba a resolver en mi confusa percepción el acertijo de mi paradero. Hasta que muy lentamente las dos sensaciones disfrazadas de un despertar que era como otro sueño, fuéronse abriendo camino en el espacio de mi mente, pero en direcciones opuestas. ¿Volvía a la conciencia naturalmente, por el sendero inequívocamente empantanado de una pesadilla que comenzaba a cobrar sentido, o por el contrario revivía en el inmediato recuerdo de ésta lo que en sus flujos había ahogado mi reposo?

La arena estaba fría pero era suave e insalvable y mis pasos sobre su blanda superficie no forjaban destino calculable en absoluto. Lo que el mar había cobrado para su olvido gigantesco era aún más grande  para la premonición de su ausencia. Solo sé que movía las piernas en un momo irresoluble, sin pretensiones de paso, como para quitarme ese vacío del cuerpo que atraía los rumores hipnóticos de las aguas furiosas.

 

Sin memoria anterior más que la de mi desazón, monté una duna con la vista deslumbrada por la resolana, solo para hallar la baja techumbre de la habitación en donde jugaban maquiavélicamente los reflejos del día simulando el enérgico vaivén platinado del mar por las mañanas, cuando esta maravillosa cotidianeidad precedía mis jornadas con su inevitable presencia. Y supe que por alguna razón extraviada en el sueño, aquel simple portento hundía su magia deliciosa en lo imposible, perdía sus látigos brillantes en una carne oscurecida y omnipotente.

Habré recorrido de esa forma, lidiando entre la vigilia y el sueño, tanto como me fue eterno volver sobre mis pasos en la memoria. Y el mar en ese punto cernía su abrazo alrededor del inmenso páramo que desaparecía en lontananza.

Contemplé la inmensidad sumida en el volumen de las aguas satisfechas y volteándome  volví mi angustia sobre el vacío que callaban las inconmensurables arenas que se perdían hacia el norte. Y volvió mi corazón a palpitar la ausencia que llevóse el reposo de mi fantasía…Allí, yo soñé que existía una ciudad donde vivía y las mañanas, al despertar, me obsequiaban el imposible caleidoscopio del mar reflejado sobre una cama que no es la arena, ni desolación por la que sueño que antes en ella hubo esta ciudad en la que despierto cuando sueño que es verdad lo que creo recordar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La estación de juguete y el juego

 

 

 

Es una pena que la superficie deje ir esas cosas, que la belleza se evapore de su piel cumpliendo con un ciclo que es ineluctable como si fuera impuesto, porque también está aquello que se niega con toda su naturaleza a irse de acá y la pena entonces es que se empieza a poner cada vez más feo y pergenioso. Pero ahora que Tati está tan fresca y apuntando al sol que más no podría ser lo inagotable, embeleza la sombra de mis narinas con su perfume como si la estación con su vaho inevitable a nafta y aceites no existiera sino como un bizarro decorado. Una puesta en escena insabora, estática, como cuando todavía nadie subió al escenario y la quietud y la indiferencia del entorno sencillamente representado pudiera albergar en su cupo casi cualquier cosa. Transeúntes indiferenciables o encargados de los surtidores en monocromáticos mamelucos o enlatados que detienen sus máquinas tan cerca de Tati que ella tiene que subirse al cordón de las expendedoras para no estorbar; solo que todos ellos también están representados en el falsificado trajín de la utilería. Son una sola pieza de cartón, inflexible, remedando el movimiento o imitando a la vida, no sé, envolviendo en sus bambalinas a Tati en el uniforme que le sienta tan bien, aunque lejano a su persona, ajeno completamente a lo que ella es dentro de esas fibras enmascaradotas que intencionalmente también-, trajecito azul entallado, falda corta, camisilla inescrupulosamente blanca-, son utilería.

Ella se acerca y me ofrece una propaganda con la impostura que la arrebata del escenario como si pudiera volar por encima nuestro, allá entre las luces, entre las cuerdas de donde cuelga la estación; su perfume es más fuerte que el tufo de la gasolina y los aceites; su cuerpo es el artífice perfecto de la parodia que se está representando a expensas del protagonismo de su frescura inintencional.

Yo nunca vi realmente a Tati y mucho menos sé si ése sea su nombre, solo sé que en el cuenco sin fondo de sus pupilas merodea como una bestia abisal, cuya lozana hermosura jamás ha sido vista por navegante de miradas alguno, una Tati que es de verdad; la Tati que se abandona a flotar suspendida en la profundidad incorruptible mientras la superficie de ese diáfano mar turquesa agita su inquieta piel dejando entrar el cielo pacíficamente.

Ella sonríe persiguiendo la dramatización como una ola excesivamente encrespada puede de pronto soltar al aire su espuma irisándolo con sus diamantes, pero no se puede tocar esa inmensidad tendida con la proa de una mirada, una vez que se ha sentido recorrer las aguas al pulso fantasma de Tati abismada en su interior, flotando en la fantástica oscuridad de su mundo insospechable. Esa intocable, inimaginable bestialidad marina no conocerá al hombre y el hombre no tendrá de su presencia más conocimiento que el levísimo eco de su imperceptible latido.

Es una pena, Tati, que el tiempo vaya a derrumbar tu exquisita parodia y que seguramente quieras continuar más allá de tu incipiente evaporación. También que el salobre de tu mirada, cuando haya terminado tu papel en la representación, se diluya en el vaho de la gasolina como tu perfume, y cuando se sequen los mares, Tati, hayas huido a otra parte del universo conduciendo tu empecinado instinto por las negras galerías que conectan todos los abismos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Casi en navidad

 

 

 

 

La navidad era preñada de desaparición. Salvo por las luces de colores en las ventanas y los carnavalescos arreglos de los jardines, el espíritu, se podría haber dicho, era dormido en el regazo de una tranquilidad que me dio el talante una tarde para respirar esa ausencia latente. El aire era liviano, preparé el mate y un bolso de mano con algunos papeles para juntar ideas por la calle y salí a la caza de cualquier cosa que no fuera el recuerdo de Ella, (léase “ela”, como la cantante de jazz de los cincuenta).

Como Fitzgerald, que un día desapareció dejando mudos los corazones de medio mundo que repetía los fraseos de su idolatrada voz negra, Ella una tarde calló, palideciendo en mi pecho para llevarse hasta el silencio de su partida disuelto en una lágrima que le colgaba de la tristeza de sus ojos sin llegar a precipitarse. Pero su abandono, todavía inmaterialmente reciente, no había cobrado solidez ni la realidad de un vacío que drenara hacia el mundo circundante mi soledad interior. Mas bien era aún como una fantasmagórica poesía que vestía con su velo desasido-, más aún, todavía con la totalidad de su presencia ya irreparable humedeciendo los pliegues de esa inconsistencia ineluctable-, la descarnada visión de un mundo que proseguía ajeno al desconsuelo, a la indiferencia poética, al desinterés de mi memoria por lo vigente.

Caminaba por el medio de la calle, ahora que todavía se puede, sin hacerle mella al paisaje mientras la tarde temprana parecía no transcurrir y la garganta me urgía una saciedad, cuando volví a notar el desencantamiento y la falta de razón explícita con que la gente decora sus jardines a esta altura del año. Algo, pensé, los empuja a pintarrajear las sombras con el mismo ahínco de una vieja prostituta, para que en ellas no anide la vida con sus fatalidades, no se note el desgaste ineluctable de todos los días. No me detuve en ningún momento a observar, solo era una sensación de vacío que de todas formas no era extraña ni deslucida, por el contrario, una insipidez rebozante, un cuenco de muerte en donde florece la desolación como otra forma de vida zombi. Tragedia grande y griega esta de no poder detener el alud del tiempo, sembrada de pobrezas, moralejas, dinamismo y suertes.

Fue un lindo detalle que el mismo día que te vio irte con los ojos húmedos por el rencor, que no dejaban de buscarme en lo hondo para cauterizar mi desidia, desde la bolsa de basura que cuelga de una columna junto a la cual me quedé parado yéndome contigo por los ojos, una postal navideña destrozada nos dedicara los últimos latidos de su batería atomizando la melodía más triste de su exasperante repertorio. Y todavía creo oír a veces aquel chirriante réquiem de burla cuando te traigo por la memoria desde la última vez que te vi perderte desgarrada de mi impotencia por entre las calles de tu partida.

Las mismas calles que hoy no me llevan por sus galerías de luces y guirnaldas a ninguna parte, están preñadas de mutis y pérdida, por lo que extraviada la inspiración en la evocación de Ella, me detengo en la esquina y, todavía sin reposo en el corazón, boto mis huesos en la entrada de una casa abandonada donde no desacuerdo con la indolencia y el desamparo. Entonces cuento solo y aún con mi dolor y las palabras que no dejan de enhebrar su ristra de congoja, desenfundo el mate para tragar una amargura que no sea Ella y cuento…(ver el principio).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La rutina

 

 

 

La lluvia comenzó de tarde sin prometer su insistencia para nada, así que casi no le prestó nadie la atención y los empleados de la oficina entraban y salían sin preocupación, absortos en sus tareas, sin necesidad de protegerse de la fina precipitación. Algunos, a lo sumo, portaban los papeles de tramitares en una bolsita de nylon y cuando volvían al local la botaban en la papelera sin comentarios y revisaban su cabello en la ventana de acrílico de la caja, donde Cecilia sonreía y a veces les desvolvía muecas a través del propio reflejo. Como cuando volvió el gordo de comprar cigarrillos en la esquina, pero se quedó mirándola a través de la mampara como si detrás de aquella lámina interpuesta no hubiera una criatura concebida en el concierto de las leyes ordinarias de esta tierra.

Abandoné la computadora para proponerle a Julio un café y algo de charla para estirar la última hora de trabajo, ya que tampoco había mucho que hacer de momento y la presión atmosférica, de por sí, sugería el pasatiempo. Cecilia nos vio apartarnos afablemente, como celando, con histrionismo, nuestra libertad; hizo un gesto de desidia con la mano, de no importarle el privilegio. Y contestamos con cara de qué le vas a hacer y ahí se quedó. Pero nos fuimos hablando de ella hasta la cafetera.

Julio era un tipo grande y bueno, expresivamente introvertido, que usaba una colorida corbata ancha para disfrazar su amigable monotonía. Y a mi criterio, infantilmente  enamorado de “piernas bonitas”; o sea, la rubicunda cajera que no hacía mas de dos meses había llegado al staff con aquella sonrisa de seguridad inalterable, aquel abundante pelo rizado que le caía a media espalda como algo de su intimidad que se resistía al uniforme, con aquellas piernas de nuestro solaz que le valieron el secreto apodo entre los compañeros de oficina; aquello de lo que Julio, con razón, estaba prendado.

“Llevále un café”, le sugerí, azuzándolo. Y lo vi partir haciendo equilibrio con el pocillo, absolutamente abstraído en el ensayo de las apropiadas palabras de una declaratoria Terminal que venía arrastrando casi desde hacía dos meses. Algo con lo que yo ya estaba un poco aburrido pero intensamente involucrado.

Con una intempestiva intromisión de la ventolera que afuera se había engendrado en la llovizna, entró el cadete hablando de la lluvia como de una peste. Demandando otro café. Sacándose la campera bastante mojada y sacudiéndola en el pasillo. Un tipo algo simplón, pero de un practicidad personalizada a tal punto que independientemente de la atención que le prestara, abundaba en la tragedia de su mojadura como si de un prodigio irreparable se tratase. Para, después de seguir mi mirada hasta la caja, en donde Julio y Cecilia, rematar su discurso como si ya no importara lo que decía anteriormente:

-¿Encaró?-, era lo suficientemente joven para el término.

-¿Llueve?-, ignoré su curiosidad a propósito, contando letras.

-Pingüinos-, dijo y sin chiste reincidió:-, el gordo la tiene…

La lluvia caía copiosamente, como nunca hubo de esperarse cuando apocadamente comenzó como una garúa típicamente esporádica. Faltaban veinte minutos para la salida y eso sí ya empezaba a tener un tinte de pequeña tragedia porque la oficina cerraba, sí o sí, a las siete y entonces cada uno estaba por su cuenta en la calle. Bajo aquel diluvio. Con el auto de Julio, si todo le iba como era de esperarse, reservado para la cita definitoria, la oportunidad ideal para la conclusión de sus desvelos.

Piernas bonitas me sonrió como si estuviese nerviosa cuando yo retornaba a mi silla y se me resbaló la curiosidad por el rabo del ojo. Pero no parecía preocupada al respecto sino atraída por ser descubierta en una de sus sonrisas más dedicadas. Julio se fue a paso largo hasta los ventanales solo para recortar su enorme figura contra la cortina de agua que arreciaba y tentaba con borrar la vista de la calle ya desierta. Pensé en un héroe épico, repatriado, cuando el hinchado semiperfil me develó inadvertidamente una sonrisa encantada y fugaz. La computadora ganó mi dedicación, pero mi mente siguió ahí con ellos en una actitud de orgullo injustificado y a su vez testificando más allá de la refulgencia de la pantalla, el in-crescendo de la lluvia, que no dejaba de traer una luz desconsolada y opaca.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El mosaico de un milagro

 

 

 

La primera vez que se le ocurrió aquello fue en un almacén del barrio donde la compañía de la luz deja todos los recibos de la zona en una esquina del mostrador para que cada usuario no tenga que ir hasta el centro de  la ciudad a buscarlo personalmente. Con la bolsa de las compras colgando de un brazo se acercó a la pila de sobres mientras hacía con la cabeza un gesto suave de excusarse a la mujer que atendía y sin hacer alboroto ni torpezas comenzó a pasar los recibos con una mano haciendo otro montón al lado. La mujer lo ignoró y fue a sentarse a la otra esquina del mostrador a seguir su tejido.

A poco había olvidado que lo que buscaba era su propia dirección de entre las otras y no hacía mas que chequear, con olvidado afán, nombres y calles de una considerable cantidad de personas que no conocía en absoluto y era lo más seguro que tampoco ellas a él. A pocos sobres de terminar con la pila, aquel abanico inconmensurable de otras vidas que se abría ante sus ojos derramados en la saciedad, había despertado en su soledad la imaginación y la curiosidad hasta el punto de enlace en que ésta última hace deliciosamente paralelo lo que aquella proyecta en su tedio para el único regocijo de su agotamiento.

“Lo ayudo”, le sacó del pensamiento una voz a sus espaldas reclamando con lasitud. Y ante el apremio silencioso de dos o tres personas más que esperaban el turno para buscar sus sobres, dio por finalizado el suyo haciendo la selección definitiva en un santiamén y saliendo del almacén con cierta prisa, que en realidad no tenía, en un mar de entredichas disculpas, sin poder apartar de su asombro el mínimo prodigio de que quizás aquella gente era dueña de alguna de las existencias que había adivinado antes, cuando su desamparo se vio de pronto rodeado del mundano fulgor de la vecindad.

Afuera la tarde era de un gris aburrido que solo avivaban los niños con sus suéteres de colores que eligen las ofertas de lana. Una piedra redondeada de mármol fue a parar casi a sus pies en el propósito de la marchante, pero sin esperar la disculpa que hubiera sido lo acostumbrado, dejó el cuadrante de tierra cruda de la vereda, aturdido por las alternativas de su descubrimiento. La humedad estaba en el aire pero una brisa rápida e intermitente la convertía en un frío de costumbre, casi amigable. Cruzó la calle en un rutinario deslizamiento y en la contemplación de las comunes viviendas por las que pasaba Santos Alejo arriba, comenzó a tener otra vez una nueva visión de todo aquello.

Los plátanos algo deshojados que forman una tenebrosa rectilínea todo por las veredas del suburbio mecían cada tanto sus harapientas copas en un hueco brindis de desolación, y bajo ellos la desdichada figura de su bizarro continente se demoraba en una cavilación recién estrenada resucitando en su interior una soledad contrapuesta extrañamente a aquel paisaje rebosante de casas, cuyos moradores ahora sentía palpitar como antes nunca hubiera pensado que en todas las direcciones habría alguien en otra vida que no la suya a tal punto de no conocerse en absoluta. Y de nuevo se vio rodeado de nombres como cuando buscaba su factura entre la pila de mundos.

Se llevó la mano al pecho sin querer del lado donde había guardado el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta, sintió un alivio que aplomóle el paso huidizo e irguió la cabeza hacia la brisa fría en la que en ese instante venía entremezclado el invierno y los humos de las chimeneas.

Así pasó de largo, ensimismado, frente a la ferretería, olvidando comprar la masilla plástica a como dé lugar antes de volver a la descascarada esquina de Santos Alejo y Roca, porque len julio ya los techos están húmedos y aunque no llueva el agua acumulada en el material gotea día y noche en un latón puesto en el medio del recibidor quebrando la concentración hasta el insomnio, y hasta la del gato, que cuando el latón se llena a medias, no sé si por excentricismo  o para hallarle algún uso le dá el de bebedero, pensó. Pero hallándose ya irremediablemente frente al quejoso portón de la casona.

 

“Será mañana”, se dijo salvando la entrada y atravesando el descuidado jardín sumido en la imaginación de cualquier otra persona haciendo lo mismo, precipitándose  en una simetría descomunal que empezaba a desplegarse en su pensamiento como aquel abanico de otras vidas barajado en el mostrador del almacén, cuyo sortilegio sintió desbaratarse al liberar el cerrojo del propio portal; el gato salió a recibirlo como siempre en un acto de fe reluciente y anonadado.

La soledad era en sí misma un resguardo que enrarecía el aire viciado de encierro y humedad del cascarón de Santos Alejo y Roca, el diálogo interno interrumpido en la translúcida lúdica del animal que se complacía en entreverarle los pasos con el cuerpo lo llevó en andas de un vacío indigente hasta el centro del recibidor, donde se quedó un momento sostenido por el implacable pulso de la gotera del techo. Entonces volvió sobre su camino hasta la ferretería-, sí, mañana-, repitiese y más atrás aún hasta el almacén-, claro, el sobre-, y sacó de la chaqueta la factura de la luz todavía con la vista perdida en las alturas, donde la grieta del techo acababa de descolgar una perla que fue directamente a estrellarse sobre el papel haciéndole aterrizar los ojos sobre el nombre que se leía bajo la ventanita de celofán: otro que no era el suyo.

-¡Pedro!-, exhaló desde el corazón refiriéndose a la mascota que levantó la cabeza emitiendo un apagado y largo maullido-.Pedro-, calculó-, hoy tendremos visitas.

Dejó parsimoniosamente el sobre de camino a la cocina, al lado del teléfono, como si fuera algo muy preciado. Todo esto seguido desde el suelo por Pedro, que parecía igualmente entusiasmado, y preparó té, sin dudar un instante en que los eventos de ese día habían encajado perfectamente len el mosaico de un milagro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El sirviente

 

 

 

En el reloj, las manecillas se desperezaron a eso de las once y diez, cuando la vampiresa aún pernoctaba en la sala obligándome a ingravitar mis movimientos; los vidrios de las ventanas ardían conteniendo a un sol insoportable de plenitud de estío y yo, desde las diez, cuando desperté sofocado por un mal sueño, que no hallaba el tercer tomo de mi diccionario sinonimado, recorría la casa como un ladrón, con pies de ajeno, salvaguardando su narcotizado reposo y mi integridad de escribidor, entretenimiento que tentara el pasado invierno por pura inspiración y convirtiérase luego en codicioso enviciamiento; porque una vez despierta la vampiresa, es imposible hilar una oración entera sin escuchar su medio ronca voz de soprano haciendo cualquier tipo de comentarios acerca de la noche anterior, la siguiente, hasta sobre el futuro de las moscas que hubieran logrado colarse por el remiendo del mosquitero de la cocina, “ya verán”, diciendo, “no meterse con telarañas”; enunciados que soltaba al aire con todo el odio y la resaca de su espabilamiento progresivo, sin el menor respeto por mi pensamiento, por la facilidad con que cualquier sonido, palabra o interrupción se inmiscuye en la inspiración, maldiciendo con desconsiderado extrovertimiento a los cuatro cardinales como al calor del día que por la noche liberan las paredes del apartamento.

Lo único que necesitaba era el diccionario, para volver a sumirme en el herrumbroso silencio de mi pieza hasta las dos de la tarde, hora aproximada en que la vampiresa empieza a despegarse los labios de la inmaculada superficie de sus dientes alargados, un tanto separados, imposiblemente abundantes, hasta parecer en número, inhumanos; produciendo, aún con los ojos cerrados al más ínfimo haz de luz diurna, un chasquido horrible de empantanada masticación que llega hasta mi cuarto aún más seco, lacónico, más asfixiado que de hecho su propósito de precipitar la salivación tiene de morbífico.

Ya había fumado tres cigarrillos durante la infructuosa búsqueda, por casualidad; los encontré sobre el brazo del sillón donde descansa sus huesos mi amada abominación; uno, que se desvaneció en el hipnotismo en el que caí sin darme cuenta, cuando intentaba pasar el brazo por debajo del sillón, no sé si realmente fue absorbido por mis pulmones, o sumóse al espeso aire de la sala olvidado entre los dedos, mientras dejaba, como en un trance asombroso, balancear mi cabeza cerca de la de mi morbosa adoración, observando el portento de la imposibilidad de blancura y opacidad de su amplia frente; cuando su magnetismo ensoñado liberó mi albedrío de las garras del onírico narcisismo, ya lo había apagado sobre una revista dejada sobre la alfombra, aunque todavía conservaba el fósforo apagado en una mano, como si, abismado en su atracción misteriosa, ese trocito miserable de madera hubiera sido el único asidero posible en este mundo capaz de no dejarme caer en el hoyo negro de su insaciable y extraña belleza sin fondo. Entonces tomé dos cigarrillos más del paquete, y los fósforos, no habiendo hallado ni por asomo el volumen deseado de mi diccionario sinonimado bajo el sillón, ni en las inmediaciones del improvisado lecho de la vampiresa. Y conteniendo el aliento, a hurtadillas, pero creo que sin poder despegar los ojos de su flamante cuerpo tendido de lado sobre los abultados almohadones, fui hasta la cocina, en donde sería poco probable haber dejado un diccionario sobre la mesa atiborrada de botellas vacías, a medias algunas, cubiertos sucios, platos apilados, abultadas servilletas, restos de comida abandonados en el hartazgo de la madrugada, también un guante de los que llegan hasta el codo, de mujer, que no recuerdo el uso que recibiera durante el atroz festín. Pero ni allí, ni entre los utensilios de la mesada, ni en las gavetas de los placares repletos de frascos y potes sin nombre, esto último porque gozamos de un extradesarrollado olfato animal, di con el libro que buscaba. Tan solo el lugar idóneo, en una silla contra la pared que sostiene la triple reproducción del jardín de las delicias del Bosco-, regalo de un oscuro primo de sangre de la vampiresa, creo que oriundo de las tierras de Namunnia, donde únicamente se erigen tres castillos como todo vestigio de presencia humana y en ninguno de ellos habita el lejano pariente-, tan solo el lúcido y justo recoveco, éste desde cuya perspectiva se podía dominar la mayor parte del departamento y era sosegado vigilar la calma de la durmiente, encontré para posar mi descompuesto desencanto y darle lumbre a uno de los dos cigarrillos que había conservado todo el tiempo pasando de mano en mano, por lo que estaban un poco ajados como mi última memoria del propósito de la urgencia de encontrar el tercer volumen del diccionario sinonimado de mi pertenencia, mientras pensaba en la posibilidad de engrosar mi diario con la historia del primo de Namunnia.

Desde mi abandono, recostado a la conceptualmente deliciosa pared de la cocina, ya desasido de la idea de retomar la búsqueda, exhalando el humo azul con violencia y agotamiento hacia el techo, me hice con el alargado guante de mujer para distraerme un momento. Su textura era de infinita suavidad, la sensibilidad de su tramado era tan transparente y a la vez de  una sutil pero firme consistencia que entornando los ojos, no pude más que entregarme al deleite mismo de engañar mi sentido del tacto con la fantasía de acariciar uno de los diabólicamente bien formados brazos de su durmiente dueña. No soy un hombre robusto ni de manos grandes por lo que la tela del guante cedió casi con una invitación al envite penetrante de mi extremidad. Las cavidades de los dedos estaban algo aceitosas y olían a comida así que aparté la engalanada mano del rostro y, volviendo a sumergirme en las tinieblas aviesas de mis párpados, remití mi goce al acto de adoptar con esa mano una pose femenina, en tanto que la otra, haciendo de mí mismo, acariciaba fruiciosamente a la enfundada en el guante de la vampiresa, tan levemente, que de inmediato, en terrible concierto con la exquisita tersura de la prenda, obtuve la irreprochable ilusión de estar suspendiendo las yemas de mis dedos sobre la femenina piel apenas aprisionada por el sedoso fetiche de mi adoración, yaciente, a la vez, idea que perturbaba mi mente, sobre el sofá de la sala.

El perverso delirio cuajaba en mi oscuro deleite, al mismo tiempo…apartando distraídamente un poco el pulgar del índice completamente abandonado a la tensión de su tendón, quizá subrepticiamente contraído con delicadeza, mientras el dedo medio, casi acompañando ese vahído angelical, con pretérito desdén, dejaba al anular y al meñique colgar en delicioso reposo sobre el interior de la mano vuelta hacia el cuerpo…si no acurrucaba en el negro espejo de un licencioso agostamiento interior, como a un cisne empetrolado, la femínea docilidad de la mano enguantada ofreciéndose a la otra, la propia, gentilmente desbocada ésta en el ávido apego por una adoración que…recorriendo casi sin tocar los dedos más pequeños y relajados con el interior de las últimas falanges, o allí donde el dorso de la mano se encuentra con el dulce huesecillo de la muñeca, envolviendo el delicado adelgazamiento para con el pulgar contrapuesto trazar círculos por la cara interna más sensible…entregándole con su femenil suspensión, en una subyugación hambrienta, su dádiva imposible, inmolábase a sí misma, negada, masculina dentro del encendido fetiche.

El reloj se acomodó la espalda juntando sobre su máscara las dos negras extremidades, haciendo resonar por todo el piso las doce vértebras de su columna temporal, volviéndome con un sobresalto de mi abyecta automanipulación; el sol colaba sus lenguas encendidas por todos los intersticios de las persianas bajas, tiñendo el espeso aire del encierro, en la semioscuridad del séptimo piso, tomada por el encarnado fulgor, ya casi irrespirable, cuando me deshacía del guante de mujer con una sensación simultánea de estar desvistiendo una saciedad colmada, henchida de gozosa lasitud, y de despojarme rápida y limpiamente , sin mayor contemplación, del enser ya inútil, estrechado, a través de la transpiración y la gratitud de comida, sobre mi brazo a punto de entumecerse. Para abandonar cuanto antes el infierno de la cocina, donde la temperatura hacía regurgitar una burbujeante inmundicia por la boca del desagüe de la pileta, no sin antes echar un vistazo debajo de la mesa, entre las cajas tupidas de revistas anticuadas de donde salían, reformados a posteriori por la extrínseca tendencia exhibicionista de la vampiresa, la mayoría de los exóticos modelos que usa ceñir, con libidinosa misantropía, a su opulenta anatomía; sin obtener hallazgo alguno en la investigación del posible paradero del libraco desaparecido.

 

Con el tranco aéreo, usando como apoyo el sedimento del pesado silencio que reinaba en la sala, yendo hacia mis habitaciones a la retoma de mis escritos ya vertebralmente diluidos en el juego sensual del segundo cigarrillo, recordé el transido descuido de haber dejado el tercero sobre la mesa de la cocina a la sazón de huir a toda prisa del recalentado caldo de su ambiente, cuando las campanillas del timbre pusieron el departamento en vilo con su jaquecosa sonatina, poniendo también en peligro el inmenso reposo de la vampiresa, que con inmensa consternación y reparo, asomándome por sobre su yaciente inhumanidad, verifiqué seguía intacto como si la estridente melodía prodiciosa perteneciera exclusivamente al mundo de los espabilados;  y emitió su última nota cuando al fin quitaba sonoramente el cerrojo de la puerta, todavía inclinado a la altura de la cadera para olfatear que no se tratara de ningún sobrevenido, mientras escuchaba a través de la hoja de madera que el vetusto ascensor volvía a descender con luctuoso, tremendo resuello de su maquinaria.

Para sorpresa de toda expectativa, el ancho pasillo, sumido en el restaño abrasante del aire estancado del edificio, estaba desierto, enseñándome como único indicio de la fuga del hasta unos segundos atrás ignoto llamante, el hueco del ascensor vacío; lejanamente se podía oír, como a través de una pecera llena de arena, sobre la calandraca mezquina de los residentes del piso inferior, los ruidos ininterrumpidos de la calle; y a mis pies reposaba, indigno sucedáneo de un mensajero huidizo que estaba al tanto de las inadaptables costumbres noctívagas de la condesa, el sobre del giro postal de “el esbirro”, como complacíase en llamarlo restándole, con el mote y un simultáneo mohín altanero, levantando aviesamente la ceja izquierda a la vez que contraía arqueando la comisura derecha de los labios, un ápice del poder que ejercía sobre sus protegidas, el suntuoso benefactor; un ser oculto entre las sombras de las bambalinas del escenario vampirezco, presencia que, más allá de lo físico, imponía, rayano a lo sobrenatural, la máxima autoridad con el solo indiscutible alcance y peso de su poder, disponiendo veleidosamente de las caprichosas artes de sus pícaras sometidas, a voluntad innegable.

Hasta donde mi conocimiento del lóbrego personaje ha llegado, siempre casualmente desde luego, ya que su nombre no abandona el mutis de las gargantas atiborradas con sus lujosos brebajes, investigadas por su codiciosa lengua, regurgitantes de los exclusivos manjares que se ofrecen en los opulentos y furtivos saraos que se consuman en consagración de la oscura proclividad, a los que los fámulos tenemos prohibida la asistencia, por supuesto, puedo ser certero en esto solo: su atesorada identidad y bien celados secretos nunca rozarán la condescendiente pulposidad labial de sus leales criaturas, mucho menos la de las que, de las formas más sutiles no lo han sido de alguna manera, ya privadas de la facultad de hacerlo.

Aunque sin interés alguno por el monto de la suma que contenía el sobre sin remitente, al trasluz, cediendo a otro de mis caprichos, la curiosidad, parecióme distinguir que el cheque carecía de firma, como siempre acostumbra la tramposa voluntad de “el esbirro” exigir de sus súbditas el postrero favor de su devota sumisión a cambio de la preciosa rúbrica de su inconfesable identidad; y por lo que estaba casi seguro de que la vampiresa esa noche me dejaría solo para ir tras de la última retorcida solicitud del abominable; oportunidad ésta que mi adoración por la vida íntima de su exuberante fisonomía nunca desperdiciaba, llevándome, en andas de mi rastrera avidez, hasta los pormenores de su guardarropa, siempre en un desorden asombroso: un atractivo caos multicolor que con ansiosa delicadeza mis garras innobles revolvían con la inasible saciedad de sopesar un incalculable botín, donde mi condenada imaginación delectábase, dejando gotear las horas hasta su regreso, volviendo a hinchar, en un abnegado afán de los sentidos todos concertados en la holográfica reconstitución mental de las femeninas formas, el vacío de cada diminuto hallazgo-, a veces de volados crujientes, de suaves encajes, chiffones, acordonados, emballenados, mallados, plastificados o emplumados enseres enredados en tiras de cuero, de plástico con brillantina, con uniones de blandas argollas y broches de pinza, satinados, sedosos triángulos de meticulosa confección que desafiaban el ingenio en la tarea exquisita de recomponer en el aire, ayudado por los dedos, sus simetrías indescifrables-, donde perfectamente cabía la tibieza ausente de las deliciosamente redondeadas turgencias de mi obsesión, acaso en ese preciso instante en el que yo sumergía mi viciosa curiosidad entre los descartes de sus preferencias, entregadas a la artificiosa potestad del incógnito apoderado de sus habilidades.

  Estas ideas me trajeron la noche al pensamiento, anegando con su acogedora tiniebla toda sensación de sofoco o fastidio y el abrazo flamíngeo de los infiernos guardados por el sol entre las paredes del apartamento, cuando volvía, cerrando la puerta detrás mío con el ánimo turbado por la insalvable distancia que me separaba de la concreción de mis delitos de infidencia nocturnos, con el sobre de mi pasaporte al mundo íntimo de la condesa en una mano, con el tercer cigarrillo entre los dedos de la otra, al denso reparo en el que, insufrible, se asfixiaban imperturbables los impenetrables sueños de la vampiresa; que no había modificado, aún milimétricamente, la disoluta pose de mitología marina en que había encastrado su milenario cansancio esta madrugada, con las piernas juntas reposando de lado flexionadas, una sobre la otra, enseñando a la mirada que mi estancada fascinación, en cuyo vértigo apuré el último cigarro, asomaba por sobre la llama del fósforo como la de un animal cercado por indomable incendio, los muslos que brillaban como los lomos de dos delfines enamorados surcarían la inmensa quietud en unas aguas en cuya abisal mansedumbre pareciese zozobrar el torso torneado hacia la supinación, resaltando la prominencia de las costillas, estrechando dócilmente la breve cintura que más que hundida en ese confín, sugeríame la suave superficie del mismo ondulando su piel blanquísima de espumas; la cabeza reposaba olvidada sobre el brazo que desaparecía bajo el manto ensortijado de los cabellos, que llegaban hasta la alfombra en forma de negra cascada, en tanto que el otro brazo, quebrado blandamente por la mitad sobre el del sillón, colgaba en su olvido como una translúcida serpiente narcotizada.

Suspendido en una ensoñación de la vigilia ante el voluminoso espectáculo de la yaciente-, su rostro laso, todavía con rouge rubí en los labios, denotaba las lejanías en que su alma vagaba-, apenas sí podía entrever, más vaticinando que leyendo las levísimas líneas que partían de los lados de su acerada nariz y desaparecían a medio camino entre ésta y la abultada encarnación de su boca, el impetuoso talante y licenciosas maneras de su carácter antojadizo; lo que me trajo a colación del repentino recuerdo de la abandonada búsqueda del diccionario extraviado, la dificultad de retornar al interrumpido afanamiento en mis audacias de escribidor, una vez que mi solicitante adoración, recién llegada de las profundidades de su reposo extraterreno, comenzara, entre los sórdidos chasquidos de su pastosidad bucal, a demandar la sangría helada contra los sinsabores de la noche pretérita, los bártulos para desmaquillarse de memoria, todavía sentada al borde del sillón, el periódico de la tarde, mientras elevaba la rasposa verba de su resaca para quejarse del calor, de la demasiada luz-, cerrar las persianas hasta abajo-, al tanto que restituía la elasticidad de todos los tendones de su cuerpo adorable sobre la alfombra de la sala, previo despejara, yo también, el lugar del regadero de revistas viejas, zapatos, utensilios de belleza, o alguna prenda que hubiese estragado la comodidad de su descanso; no era demasiado tarde, pero si devolvía al momento las divagaciones de mi congestionado intelecto al concilio con mis escritos abandonados-, no hacía mucho que el reloj de pared había desportillado de su campanario un tañido-, con soltura dispondría, dentro de media hora, del tiempo necesario para reparar el tiradero de la cocina, bajar a la ardiente ciudad a reponer provisiones y conseguir el periódico, encender el anacrónico calentador para la ducha reconstituyente de la condesa, y si acaso reenganchar, confiado en la casualidad, la pesquisa del paradero de mi diccionario sinonimado, ya que aún ignoraba, recordando el fin de su necesidad imperiosa, si la palabra meretricio puede aplicarse, o no, a mi persona en relación con los servicios de incondicional servidumbre que presto a la vampiresa, por pura prosternación y enviciada afección por las minucias de su intimidad.

Fue cuando, al borde de las náuseas a causa de la insoportable emanación que despedía mi tercer cigarrillo entre los dedos sombreados con su ámbar grisáceo, su lumbre ya avanzando bajo la línea azul del filtro, bajo la macilenta luminosidad de un belicoso sarcasmo ubicuo, pensé: “tres cigarrillos envenenados”, el título perfecto para la página que mi diario guardaba, todavía casi totalmente en blanco, para acoger el raconto de ese día.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Publicado el 25 de octubre de 2018 por Ludivan.
Leído 17 veces.