Dolores

Páginas de una crónica de familia

Gertrudis Gómez de Avellaneda


Novela corta



Prefacio

Sr. Director del Diario de la Marina:

Muy Señor Mío y Amigo: Tres meses hace que deseo, y me propongo cada día, comenzar la grata misión que usted ha tenido a bien confiarme, de recrear de vez en cuando con alguna novelita original a los numerosos y constantes suscritores del apreciable periódico que usted dirige. Pero todo mi anhelo de complacerle se ha estrellado hasta ahora en una absoluta falta de tiempo, que usted comprenderá sin duda, puesto que sabe lo que es en la Habana la instalación de un periódico, y que por mi desgracia me hallo metida en esa empresa magna.

Sin embargo, no quiero en manera alguna dar causa para que usted sospeche que pongo en olvido mi promesa, o que me tomo menos interés por su periódico de usted que por el mío; y toda vez que este último logró al cabo ver la luz (¡Dios sabe con qué trabajos!), allí van esos capítulos para comienzo de mi colaboración en el privilegiado Diario, bienaventurado entre todos los de la isla, pues es el único que marcha sin tropiezos y percances.

Sólo pido a usted el obsequio de que haga presente a sus ilustrados suscritores, que—al ofrecerles estas desaliñadas páginas—no abrigo pretensión alguna, como ahora se dice. Declaro desde luego que no soy inventora de los sucesos que en ellas se refieren, ni puedo reclamar como creación de mi humilde ingenio ninguno de las caracteres que juegan en este drama doméstico.

Dolores, mi estimado amigo, existió realmente, como todos los personajes de esta historia, que parece novela, y cuyos principales hechos hallará usted en las crónicas de aquel tiempo; si bien no tan detallados como en otra que yo guardo entre papeles de familia, y de la cual ha sido extractado el extraño episodio que a usted remito, y que acaso me interesa más que interesara al público, por la circunstancia de ser gentes de mi sangre las que descuellan en él.

De todos modos, me lisonjea la esperanza de encontrar benevolencia en los lectores, y en usted la convicción de que no es por falta de buena voluntad el no mandarle otra producción más amena.

Su afectísima amiga, atenta servidora, Q. B. S. M.,


Gertrudis Gómez de Avellaneda

Habana, julio de 1860.

I. El bautizo de un príncipe heredero

Apenas serían las nueve de la mañana del día 12 de enero de 1425, y por cierto no había salido el sol a regocijar la tierra con todo el esplendor y la pompa que reclamaba la gran solemnidad que iba a verificarse en aquel día. Nebuloso se mostraba el cielo, y fría y punzante la atmósfera; cosas no extraordinarias en aquella estación, pero asaz desagradables—y hasta inoportunas—cuando toda la ciudad de Valladolid se aprestaba, llena de júbilo, a festejar grandemente el sagrado bautismo del primer fruto masculino que se dignaba conceder la Providencia al feliz himeneo del D. Juan II de Castilla y doña María de Aragón, su esposa y prima.

Desde los primeros albores del alba, había comenzado en los barrios más tranquilos por lo común en aquella hora, desusado movimiento, que se aumentaba a medida que iba aproximándose el instante solemne de la augusta ceremonia. Donde se hacían más notables la afluencia de gente y el tumulto consiguiente, era en la calle conocida con el nombre de Teresa Gil—honrada entonces por habitar en ella los reyes—y en la Plaza mayor, donde casualmente tenían vecinas sus respectivas moradas los tres poderosos magnates a quienes cabía la alta honra de sacar de pila al heredero del trono. Eran éstos: el condestable D. Alvaro de Luna, conde de Santisteban; el almirante D. Alonso Enríquez; y el adelantado de Castilla, D. Diego Gómez de Sandoval, conde de Castro-Xériz; acompañándoles, como madrinas del excelso reciénnacido, sus esposas, doña Elvira de Portocarrero, doña Juana de Mendoza y doña Beatriz de Avellaneda.

Cada uno de aquellos felices personajes tenía, como era natural, numerosos adictos y enemigos (que nunca faltan ni unos ni otros a los que ejercen autoridad, y se encumbran por cualquier mérito real o caprichosa fortuna), y—según sus sentimientos particulares—cada uno de los apasionados ensalzaba o censuraba la nueva distinción regia, que colmaba de gloria a los que eran objeto de sus esperanzas o envidias. Aquí se oían lamentaciones, allá aplausos: unos se escandalizaban de que se llevase a su complemento el orgullo de D. Alvaro de Luna con honras de que le declaraban indigno, y—complaciéndose en recordar la oscuridad de su origen—pronosticaban desastres increíbles en el reino a causa del favor en que parecía establecido aquel dichoso advenedizo. Otros, por el contrario, ponían por las nubes las cualidades del valido, y aseguraban la creciente prosperidad de Castilla si continuaba dirigiendo con su prudencia y talento el ánimo del monarca. Algunos se admiraban de que no fuese sólo D. Alvaro el honrado con el padrinazgo; muchos llevaban a mal que aceptasen la asociación de aquel favorito, personajes tales como D. Alonso Enríquez y D. Diego Gómez de Sandoval.

—El viejo almirante,—decían los primeros,—sólo debía ocuparse en preparar su viaje a la otra vida, y el bueno del conde de Castro, que siempre se ha mostrado más celoso por el servicio del rey de Aragón que por el bien de Castilla, no merece, en verdad, que se le conceda hoy la más señalada muestra de estimación que puede ambicionar el súbdito más leal por premio de sus sacrificios.

—Un nieto de reyes,—exclamaban al mismo tiempo los de otro bando,—un varón tan ilustre en todos conceptos como lo es D. Alonso Enríquez, no debía tener por compañero en esta merced a un D. Alvaro de Luna.—¿Y el adelantado?—prorumpían a su vez los amigos de éste:—¿es justo que iguale nuestro soberano a ese digno caballero con el aventurero afortunado, que no alcanza otra gloria que la de haber seducido el corazón de S. A.? Nadie, sino don Diego Gómez de Sandoval merecía sostener en la pila bautismal al infante que debe gobernarnos algún día; pues el mismo almirante—magüer de sangre real—no deja de ser un bastardo, cuyos blasones no son legítimos y puros como los que honran la casa del conde de Castro-Xériz.

Tales eran las pláticas que por doquier se escuchaban, y hasta las damas, que iban apareciendo en los balcones entre cortinajes de seda, discutían acaloradamente en pro y en contra de la elección real.

—Las otras madrinas, decían unas, van a quedar deslucidas por la mujer del condestable. Nadie sabe como él ser espléndido cuando quiere, ni dama brilla en la corte que pueda competir, en gracia y en bizarría, con su joven esposa doña Elvira.

—Doña Beatriz de Avellaneda vale cien veces más, replicaban otras; aunque menos joven, es mucho más hermosa, y nunca podrá adquirir D. Alvaro el buen gusto y la natural magnificencia del conde de Castro-Xériz; que al fin nació siendo lo que es, y no ha necesitado aprender los aires de personaje.

—¡Callad! exclamaba otra. Porque tiene sesenta años doña Juana de Mendoza la juzgáis fuera de toda competencia; pues sabed que ni Elvira de Portocarrero—con su rostro afiligranado y su juventud florida,—ni Beatriz de Avellaneda—con su aspecto arrogante y su orgullosa hermosura,—alcanzarán nunca la dignidad natural de la ilustre matrona, que perdiendo con la edad las gracias de la figura, parece haber acrecentado dotes preciosísimas del alma, que la hacen todavía la mujer más amable de Castilla.

En tanto que estas conversaciones se tenían, la calle de Teresa Gil y la Plaza mayor iban llenándose más y más de curioso gentío, y volando rápidamente los instantes se acercaba a toda prisa la hora señalada para trasladarse los padrinos al palacio de los reyes. Verlos salir y examinarlos de cerca era el impaciente anhelo de aquella multitud, que se agitaba en los pórticos, que comenzaba a posesionarse de todo el ámbito de la plaza, y que bien pronto debía refluir y dilatarse por las calles del tránsito hasta las puertas de la real morada, delante de las cuales eran ya numerosos los grupos de cortesanos. Pero ni en el mismo palacio había tanta agitación como en las casas de los padrinos. Todo era en ellas movimiento y vida; todo entrar y salir escuderos y pajes, que en aquel gran día ostentaban la opulencia de sus señores con el lujo de sus costosos trajes. Adornábanse los primeros con terciopelos y damascos, y hasta los criados de inferior categoría se pavoneaban ufanos con sus vestidos de finísima grana; mientras que los principales actores de aquella fiesta solemne se disponían a aparecer en público deslumbrantes con la profusa copia de brocados y pedrerías, que a competencia cargaban en aquellos momentos sobre sus personas, más o menos adornadas de antemano por la pródiga naturaleza.

Eran las diez y media: sólo treinta minutos faltaban para el instante señalado por los reyes para la ceremonia, cuando comenzando a satisfacer la inquieta curiosidad del gentío, se presentaron—antes que los otros—el Almirante y su esposa; saliendo en doradas literas de su morada, rodeados de una brillante comitiva. Magníficas eran las galas de doña Juana de Mendoza, aunque apropiadas a sus muchos años, y con majestuoso continente llevaba todavía el buen D. Alonso Enríquez su rico manto recamado de oro y forrado de riquísimas pieles; pero todo el fausto y la verdadera dignidad que podía notarse en aquella venerable pareja no pudieron fijar sino un momento la atención general, llamada poderosamente hacia la casa del condestable; cuyas macizas puertas se abrieron con ruido de par en par en el instante en que don Alonso y su mujer atravesaban la plaza. Digno de príncipes era ciertamente el lucido séquito que comenzó a salir precediendo a D. Alvaro, y el tumulto de espectadores tuvo necesidad de retroceder y oprimirse para dejar campo al tropel de servidores de aquel suntuoso valido; cuya carroza se dejó ver por fin, ostentando a sus dueños, resplandecientes ambos con el doble brillo de la juventud y de la dicha, que hacían parecer inútiles los otros esplendores que les prestaba la opulencia. Cuando hubieron pasado aquellos personajes y sus respectivas comitivas, todas las miradas se dirigieron únicamente hacia la casa del conde de Castro; pero nada anunciaba en ella la próxima salida de sus habitantes. Ya pisaban los otros padrinos los umbrales regios, y aun no veía aparecer la muchedumbre impaciente que llenaba la plaza, al adelantado de Castilla, que con tan inconcebible tardanza comenzaba a dar pábulo a mil suposiciones más o menos verosímiles. Nosotros—en vez de fatigar al lector con el relato de ellas—le haremos salir de dudas introduciéndole sin ceremonia en lo interior de aquel edificio, delante del cual tanto se afanaba la curiosidad, sin atinar—ni remotamente—con la simple y verdadera causa del retardo que la sorprendía e impacientaba.

En uno de los departamentos de aquella gran casa, más notable por su capacidad que por su construcción, se nos presenta a la vista, amables lectores míos, una graciosa estancia, compuesta de pequeña sala, gabinetito redondo y bonita alcoba. Los dos primeros están tapizados de damasco azul celeste; a la tercera la reviste coquetamente (pásesenos esta palabra) una seda más ligera, de color de perla, sembrada de grandes rosas. Todos los muebles de aquel elegante aposento son de un gusto sencillo y exquisito, poco común en la época. Se ven esparcidas por las sillas del gabinete, en agradable desorden, varias labores femeniles no terminadas aún: sobre la mesa del tocador abundan también mil lindas baratijas—que anuncian el sexo del dueño de aquella estancia—y al fondo de la alcoba se descubre un lecho blanco, delante del cual ha olvidado sin duda la negligente camarera dos zapatillas de terciopelo verde, cuyas breves dimensiones dan testimonio de haber calzado los más pulidos pies que pueden haber hollado la tierra de Castilla.

La puerta de cristal de aquella alcoba tiene en frente otra igual, pero tan cerrada y cubierta por sus cortinillas de tafetán púrpura, que no nos es dado por ahora penetrar más adentro. Nadie aparece por allí: cuando en toda la casa reina bullicio alegre, aquel aposento permanece en calma y en silencio; no interrumpiendo éste sino los gorjeos de dos jilguerillos, que en sus jaulas doradas celebran la claridad del día, desde las dos ventanas que dan paso a la luz en la sala y en el gabinete. La del último, no aclarando la alcoba por su frente (pues está situada a su lado izquierdo, dando vista a un jardín) deja el recinto del lecho en una semi-oscuridad, grata a los ojos y a la imaginación; prestándole un no sé qué de vago y misterioso, que armoniza con aquel dormitorio virginal, en donde el mismo sol parece penetrar respetuoso.

El frío intenso de la estación no se percibe en aquella estancia: se encuentra uno envuelto en tibia y perfumada atmósfera, en aquella atmósfera especial que distingue en todos los países del mundo la mansión habitual de una mujer bella y delicada. La que examinamos nos parece tan característica, que hasta inferimos de ella la edad, la índole y las inclinaciones de su elegante habitadora; y tanto es así, que cuando vemos entrar de repente a una matrona hermosísima,—cubierta de espléndidas galas, que sabe llevar con desdeñoso desembarazo,—nos sentimos dispuestos a exclamar sin vacilación: ¡No es ella!

Pero al nombre de Dolores—que en altavoz articula al llegar al gabinete—se abre de súbito la puertecita de cristal, hasta entonces cerrada, y aparece como encuadrada en su centro la casi ideal figura de una joven de diez y seis años, blanca, esbelta, con cándido traje, y con tal expresión de delicadeza y sensibilidad en la melancólica mirada de sus grandes ojos pardos, que no nos es posible dejar de reconocerla por la apacible deidad de aquel modesto santuario.

—¿Me llamabais, madre mía?—dijo al presentarse, dejando oir una voz que tenía algo de musical, tanta era la suavidad de sus modulaciones.

—¡Siempre encerrada en tu oratorio!—exclamó la dama con tono de reconvención.—¿Has olvidado, Dolores, que estamos a 12 de enero, día en que entrará en el santo gremio de la Iglesia el heredero de Castilla? Son más de las diez, añadió con impaciencia, y aun no te encuentro ataviada.

—Creía,—dijo tímidamente la joven,—que mi dueña os habría hecho saber que me siento indispuesta, y que espero de vuestra bondad y de la de mi señor padre el permiso de no salir de mi cuarto.

—¡Te sientes indispuesta! articuló con voz algo conmovida la condesa de Castro, acercándose a su hija; pero al notar el nacarado brillo de su hechicero rostro, calmóse indudablemente su inquietud maternal, pues añadió con acento menos afectuoso, y aun casi severo :—No estas mala, gracias al cielo; lo que te retrae de las distracciones propias de tu edad, lo que nos priva de la compañía de nuestra hija, haciéndola preferir el aislamiento en el propio seno de su familia, es esa tristeza con que te empeñas en afligirnos, y cuyo origen tan cuidadosamente nos recatas.

Dolores se puso pálida, y bajó los ojos visiblemente turbada. Doña Beatriz de Avellaneda prosiguió con más blandura :—Sí, hija mía; estás triste hace algunos meses; todo te enfada, hasta la ternura de tus padres y las caricias de tus hermanos, en cuyos juegos te recreabas antes. De cariñosa y jovial que eras, te has convertido en displicente y desprendida de los tuyos; pero no imagines que a pesar de tu reserva me es desconocida la causa de tan sensible cambio; comprendo el loco afán que fatiga tu pecho, conozco la idea que se ha apoderado de tu mente, y que tanto te domina.

Dolores pasó de la palidez al encarnado de la púrpura, y levantó hasta el semblante de la condesa una mirada medrosa. Doña Beatriz añadió entonces, como compadecida de su desconcierto:

—Eres muy niña, mi querida hija, para pensar en resoluciones graves e irrevocables. Conozco que no obramos con prudencia tu padre y yo al confiar tu educación a la buena abadesa de Santa Clara de Tordesillas, pues de los años pasados en aquel convento nace el disgusto que te inspiran hoy todas las cosas del mundo; sin reflexionar que el exceso es malo aun en lo bueno; que en todos los estados se puede servir a Dios; y que su Providencia—al hacerte nacer de padres ilustres y opulentos, y al dotarte de mil prendas preciosas—ha hecho conocer no estás destinaba a las oscuras virtudes de la vida monástica. Forzoso es, por tanto, que aprendas a reprimir esa exaltación religiosa que te hace suspirar por volver al convento, no concibiendo otra felicidad sino la de tomar el velo abandonando a unos padres que cifran en ti su gloria.

Dolores respiró con más libertad al oir estas palabras, y aunque la emoción con que pronunció las últimas doña Beatriz enterneciese un tanto el corazón de la niña, era fácil comprender que se había disipado de su mente algún recelo doloroso.

—No deseo separarme de vos, madre mía,—dijo inclinándose para besar sus manos:—Dios es testigo de que me reconozco indigna del santo título de esposa suya.

—Si así es,—repuso la condesa,—¿por qué esta mudanza, que llama la atención de todos los de la casa, y que.... —No pudo terminar la frase, pues en aquel instante entró presuroso en el aposento el adelantado de Castilla.

—¿Dónde está mi hija? exclamaba:—hanme dicho que se encuentra enferma.—Dolores le salió al encuentro con amable sonrisa, y el conde de Castro la estrechó en sus brazos, diciendo, entre enfadado y alegre :—¡Maldita sea esa dueña, que me hizo creer que mi ángel padecía!

—No ha sido nada, le aseguró la joven, acariciando su larga y rizada barba; un poco de dolor de cabeza, que ya ha calmado.

—La echamos a perder, D. Diego, con el demasiado mimo, pronunciaba al mismo tiempo la condesa. Ya lo veis: Dolores no quiere participar en este gran día del júbilo de sus reyes y de sus padres.

—¿Por qué, pues, vida mía?—le preguntó el adelantado—con tan afectuoso acento, que contrastaba con su figura varonil y vigorosa, y con el gesto marcial que le era característico.—El Rey hace sala a su corte; se celebrarán justas esta tarde; y por tres días consecutivos tendremos numerosos y brillantes regocijos.

—En efecto, hoy es un gran día,—respondió Dolores con particular expresión; un día muy grande para mí...., para todos, añadió turbándose; por eso mismo os pido el permiso de pasarlo en soledad y oración.

—¡Eso es! ¡en oración! prorumpió casi colérica doña Beatriz de Avellaneda. Nuestra hija, D. Diego, no piensa más que en el cielo, y desprecia todas las cosas de la tierra, inclusos nosotros.

—¡Despreciaros!—exclamó la joven.—¡Oh! Bien sabéis que os amo y os reverencio, madre mía; pero necesito orar hoy más que nunca, para que Dios bendiga este gran día...., para que todo lo que acontezca en él sea próspero y favorable.

Rumor de voces y de cercano tumulto hizo que apenas entendiesen los condes las últimas palabras de Dolores, y volviendo los tres sus miradas hacia los corredores de donde venia el ruido, vieron aparecer—presuroso y casi sofocado—un caballero de buena presencia y lujosamente vestido, el cual gritaba con estentórea voz a los criados que le seguían:—¡Vive Dios, que todos parecéis tontos! ¡Llamad a mi cuñado! ¿Dónde está? ¿Dónde diablos se esconde? ¿En qué piensa mi hermana? ¡Van a dar las once!

Descubrió entonces a los que procuraba, y se lanzó a ellos, diciendo con mayor impaciencia todavía:

—Van a dar las once, ¡voto a Sanes! El condestable y el almirante están ya en palacio; el obispo de Cuenca espera en la capilla al augusto niño que va a cristianar. Sólo por vosotros se aguarda; ¿qué es esto? ¿qué os detiene?

—¡Cómo! ¿decís que van a dar las once? exclamaron a la vez los dos esposos.

—¿Tan descuidados estáis, que no lo sabéis? Por vida mía, que vuestra calma es admirable— ¡A palacio, señores, a palacio; sus altezas esperan!

—Es que, como ya veis—dijo el conde, volviendo los ojos hacia su hija—esta niña no se ha ataviado; rehusa asistir a los regios festejos; y temiendo por su salud....

—Esta niña, interrumpió bruscamente el impaciente caballero, hará en buen hora su voluntad, ya que no sabéis imponerle la vuestra. Sois demasiado blandos con ella; pero no es menester por eso que seáis desatentos con vuestros reyes. ¡En marcha todos! ¡en marcha!

El Adelantado abrazó a su hija, y doña Beatriz la dirigió todavía una última reconvención, aunque acompañándola de una mirada benévola. Don Juan de Avellaneda, señor de Izcar y de Montejo, Alférez mayor del reino, y hermano de la condesa de Castro—(que éste era el personaje que entrara a turbar la conversación de los condes con Dolores)—se sonrió desdeñosamente al observar tantas muestras de paternal cariño, y aun el leve indicio de la materna ternura. Aquella sonrisa, y todo su aspecto, y toda su fisonomía—aunque notables por su nobleza—parecían declarar que los sentimientos suaves no hallarían fácil entrada en el alma de aquel personaje, cuya única pasión debía ser el honor, y su única flaqueza el orgullo. Todos, excepto Dolores, salieron precipitados para dirigirse al palacio, y apenas se vió sola nuestra heroína volvió a encerrarse en su oratorio, donde—puesta de rodillas ante una imagen de la Santa Virgen—repetía con indecible angustia: ¡Sí; éste es un gran día! ¡Todo va a decidirse! ¡mi dicha o mi desgracia! ¡mi vida o mi muerte! ¡Protegedme, divina María, protegedme!

II. Don Juan II y su corte

Terminada que fué la augusta ceremonia, y mientras el tierno príncipe D. Enrique—ya miembro de la Iglesia—dormía apaciblemente en los brazos de su excelsa madre que aun no dejaba su cámara, la nobleza más brillante de Castilla—llenando los salones de la real morada—se apresuraba a felicitar al venturoso padre, cuya sincera y expansiva alegría no podía dejar de comunicarse a sus ilustres cortesanos.

Veinte años contaba solamente aquel monarca, y su afabilidad y agradable fisonomía le atraían el afecto de los mismos que se hallaban menos dispuestos a sentir por él la consideración y el respeto que como a soberano le debían. La inercia y debilidad de su carácter, y el desmedido favor que dispensaba a D. Alvaro, excitaban—como era consiguiente—profundo descontento en sus más grandes vasallos; pero toda clase de desavenencias y de quejas parecía olvidada en el fausto día de que hablamos, siendo el júbilo y la esperanza los únicos sentimientos que animaban a todos.

El Rey se gozaba observándolo, y recorría ufano las salas de su palacio por entre la multitud de caballeros y damas, a quienes dirigía de continuo frases lisonjeras y cariñosas.

—Vuestro tocado es admirable, decía alargando su diestra a la bella esposa del Condestable. Ese brocado verde con estrellas de plata os sienta a maravilla, y si produjese flores la estación en que estamos, las más encendidas rosas y las azucenas más cándidas se marchitarían avergonzadas, al verse vencidas por los colores que ostentáis en el rostro.

—Impaciente estoy por que llegue el momento de comenzar las justas—añadía, volviendo sus halagüeños ojos al joven heredero de la ilustre casa de Hurtado de Mendoza:—seréis de los mantenedores según tengo entendido, mi buen Rui Diez, lo cual equivale a decir que veremos tan mal parados a muchos de los contendientes como lo quedó el embajador de Portugal en el último torneo. ¡Valiente bote le disteis! Yo espero que me concederéis el gusto de preferir hoy el magnífico alazán siciliano, que me ha regalado mi primo el Rey de Aragón, a vuestro revoltoso tordillo árabe; aquél no ha sido todavía regido por ninguna mano castellana, y me place que sea la vuestra la primera.

Antes que pudiera tributarle gracias el que tal obsequio recibía, se apartaba el rey para cumplimentar al bizarro caballero Rodrigo de Narváez, que hablaba en aquel instante con el Dr. Diego Rodríguez.

—Mucho me agrada que hayáis venido a participar de nuestros regocijos, le decía; pero no puedo menos de pensar que por suntuoso que sea el banquete a que tenemos el gusto de convidaros, ha de pareceres menos satisfactorio y honorífico que el que celebrasteis—en honor nuestro y del Infante nuestro excelente tío—cuando tomasteis posesión del gobierno de Antequera. La sombra que os prestaban aquel día las banderas conquistadas, debió seros mucho más lisonjera que la que gozáis ahora bajo nuestro regio techo, y ningún vino os presentaremos que pueda agradaros como el que os suministraron—para brindar por la gloria de Castilla—las propias viñas de los moros.

Terminando este fino cumplido, saludaba el rey—en latín—al Dr. Diego Rodríguez, y corría a asirse del brazo de su primo el infante D. Juan, no sin echar un piropo, de paso, a una de las hermosas hijas del señor de los Cameros, recién casada entonces con su alférez mayor, Avellaneda.

Hablaba familiarmente con el Infante sobre caza y montería, sin dejar por eso de atender a cada uno de los que llegaban a cumplimentarle, teniendo para todos palabras oportunas y corteses, que probaban que si la naturaleza no le había dispensado altas cualidades de príncipe, no le negara, al menos, la de discreto y galán caballero.

Entablaba con los prelados graves y eruditas pláticas; se entretenía con los mancebos en conversaciones de amores y de torneos; daba zumbas sobre sus ciencias ocultas a don Enrique de Villena, encargándole jovialmente sacase el horóscopo del recién nacido príncipe; y se interrumpía de vez en cuando para sermonear severamente al brillante conde de Niebla por el abandono de que se quejaba su consorte doña Violante, desgraciada beldad que no había logrado fijar el voluble corazón de su esposo, ni con las gracias de su figura, ni con las virtudes de su alma, ni con el brillo de su cuna regia .

En medio de todo, no echaba en olvido a su privado: trataba con él de trovas y música—pues ambos se preciaban de hábiles en rimar y en tañer la vihuela—terciando en aquella conversación el apuesto Rodrigo de Luna, sobrino del condestable—joven de diez y ocho a veinte años, de mediana estatura, bellas proporciones, magníficos ojos árabes negros y rasgados, delicada tez, ensortijados cabellos, y muy graciosos modales.—Era también alumno de la gaya ciencia, y por esto, como por su parentesco con D. Alvaro, alcanzaba del rey particular distinción, que sabía justificar mostrándole tanto afecto como deferencia.

Nada agradaba tanto a D. Juan II de Castilla como el hablar de poesía, mayormente si eran sus oyentes o interlocutores el condestable y su amable deudo Rodrigo de Luna; pero en el día que nos ocupa sabía violentarse, abreviando aquellas dulces conferencias para no disgustar a su corte; y ora se acercaba al conde de Medinaceli, ora al de Benavente, aquí informándose de la salud del Maestre de Calatrava—que aun se hallaba convaleciente de unas cuartanas—allá chanceándose con D. Pedro Hernández de Velasco, que parecía algún tanto meditabundo y mohino. En efecto, los aprestos de guerra que hacia el rey de Aragón contra Castilla traían pensativo al camarero mayor: el infante don Juan permanecía todavía en la corte de Castilla, no aspirando—al parecer—á otra cosa que a derrocar a D. Alvaro y a sustituirle en el favor que envidiaba; pero su hermano Alonso V se preparaba a vengar con las armas la prisión del infante D. Enrique, o por lo menos tomaba este pretexto plausible para desfogar contra el castellano la cólera por sus desastres sufridos en Italia. La guerra, por tanto, era un hecho próximo, que no podían dejar de verlos espíritus menos previsores; pero que nada influía en el ánimo del joven monarca cuando celebraba el bautizo de su primogénito, y que viendo en torno suyo tranquilos y afectuosos a tantos magnates turbulentos—cuyas ambiciones y discordias convertían comúnmente su corte en un campo de batalla—se creía en aquel momento el más feliz de los hombres y el más venerado de los reyes.

Jovial, pues, y obsequioso con todos, satisfacía con singular acierto la vanidad de cada uno; mas pudo observarse al cabo que se particularizaban sus atenciones con una persona que hasta entonces no se había contado entre sus predilectas. Era ésta el conde de Castro, con el cual—después de varias vueltas dadas por el salón—se retiró familiarmente al hueco de una ventana; aumentando la sorpresa y la curiosidad que despertó aquel incidente, la circunstancia de ser su alteza quien más gasto hacia en la plática que se entabló, tomando en ella vivísimo interés. Aquella plática—que no pudieron oir los cortesanos—vamos nosotros a referírsela a los lectores, en términos muy semejantes a los que debieron emplearse entre nuestro buen Adelantado y su augusto interlocutor.

—Complacido estoy,—dijo éste,—de haber contraído con vos un parentesco espiritual que nos una más desde este día. Dícenme algunos que sois más adicto a mis primos de Aragón que a mí; pero no temáis, querido Sandoval, que os haga un cargo por ello. Os criasteis desde niño en la casa de mi buen tío D. Fernando; nos hicisteis—durante mi minoría y su tutela—señalados servicios, que él os recompensó debidamente ; le seguisteis a Aragón cuando la Providencia le deparó aquel trono en premio de sus virtudes, y considero muy justo que muerto el Rey, favorecedor vuestro, conservéis por sus hijos los sentimientos de adhesión y gratitud propios de un corazón generoso. Pésame, sin embargo, que por ser sobrado adicto al infante D. Juan participéis de algunas de sus infundadas prevenciones contra personas que me son queridas, y quisiera—á fuerza de mercedes—identificaros con mi persona y con mis intereses; de tal modo que ningún amigo mío dejara de serlo vuestro.

—Señor,—respondió el conde,—vuestra alteza me honra en gran manera al expresarse así; mas crea que no necesita obligarme con nuevos favores para estar seguro de mi profunda lealtad y respetuoso afecto. El infante mi señor, súbdito, como yo, de vuestra alteza, no tiene tampoco otros deseos que los que convienen a vuestra gloria y prosperidad de vuestros reinos; y siendo esto así, los intereses de vuestra alteza y los de su augusto primo no pueden ser diferentes. Por ellos he trabajado hasta aquí, y lo haré del mismo modo en adelante, como buen vasallo y servidor agradecido.

—No me quejo ahora de D. Juan de Aragón,—repuso el rey, algo desconcertado:—tengo bien presente que desaprobó la conducta criminal de su hermano Enrique, cuando por medio de escándalos y violencias pretendió esclavizar mi espíritu a su opresora influencia: no he olvidado, conde de Castro, que el Infante vuestro amigo tomó entonces las armas para defender mi persona y hacer respetar mis derechos; pero sé también que quisiera imponerme como un yugo eterno el precio de aquellas acciones, y que—juzgándose única persona digna de mi favor real—mira con malos ojos a cuantos me merecen aprecio. Por eso os he dicho que me pesa participéis de sus injustas prevenciones, y que deseo dispensaros tales pruebas de mi cariño y de la estima en que os tengo, que no podáis en lo sucesivo abrigar ningún sentimiento que no sea conforme con los míos.

El adelantado hizo una rendida reverencia y tartamudeó una frase que no decía nada; pues el gallardo y belicoso señor de Castro-Xériz no se distinguía por lo elocuente, y aun parece que rayaba en el extremo contrario; no sólo por escasez de verbosidad, sino también por cierto embarazo natural de su lengua, que hacia—según la expresión del cronista—que fuese su habla algún tanto confusa y vagarosa.

Don Juan II, sin embargo, se dió por satisfecho con la respuesta que no había entendido, y prosiguió diciendo:

—Muchas pruebas os he dado de la valía en que os tengo, mi buen Sandoval; pero quiero que reputéis como la mayor la que ahora voy a declararos. He elegido esposo a vuestra hija mayor; y así como habéis tenido la honra de sacar de pila a nuestro Enrique, así tendremos la satisfacción—la reina y yo—de acompañar al altar a vuestra hermosa Dolores.

Don Diego esta vez no tartamudeó siquiera ; la sorpresa que le causó tan honorífica como inesperada manifestación, lo dejó mudo completamente. El rey añadió:

—Id a comunicar a vuestra esposa mi nueva merced; advirtiéndola que antes de que salgáis de mi morada os presentaré yo mismo al yerno que os he escogido, y que es tal como conviene al mejor servicio mío y a la prosperidad vuestra.

—Me siento agobiado bajo tantas bondades,—pudo al fin articular el conde,—y mi mayor placer será manifestar mi perfecta obediencia, persuadido de que vuestro real ánimo se hallará muy distante de querer sea violentada la voluntad de mi hija.

—Podéis estar tranquilo respecto a eso,—respondió el soberano sonriendo:—mi elección está de acuerdo, tal vez, con la que en secreto ha hecho la interesada: el marido que la doy es probablemente el que ella os pediría, a más de ser el que cumple mejor a vuestro provecho. En esta seguridad, no retardéis a doña Beatriz la alegría de saber lo que tenemos concertado, y expresadla bien que el nuevo hijo que le ofrezco es persona tan allegada a mí, tan de mi casa, que ninguna otra encuentro más merecedora de mi afecto y de vuestra estimación.

Al terminar estas palabras, se apartó el rey de la ventana con aire satisfecho, dejando al conde de Castro tan confuso como maravillado. Obedeció, no obstante, la orden dada por su alteza—y hablando en secreto con su mujer—la refirió la conversación que acababa de tener. La sorpresa de doña Beatriz dio lugar prontamente al regocijo. ¡El mismo rey escogía esposo a su hija! Esto era ya señalada honra; pero lo que la orgullosa matrona rumiaba, allá en sus adentros, con cierta ufanía que se le retrataba en el semblante, eran aquellas notables palabras:—El hijo que os doy es persona tan allegada a mí, tan de mi casa., que ninguna otra veo más digna de mi afecto y de vuestra estimación. ¿A qué altas esperanzas no prestaban cimiento tales expresiones del rey? ¡Una persona de su real casa! ¡Una persona muy allegada a la suya augusta! ¡Una persona la más digna de su afecto....! Doña Beatriz pesaba en la recta balanza de su buen juicio cada una de aquellas palabras, y no pudo menos de hallarles grandísima valía, abandonando su alma a las más lisonjeras y altivas presunciones. ¡Un deudo del rey era indudablemente el destinado para marido de Dolores! La condesa se fijó en esta idea. Si el infante D. Juan hubiese sido soltero en aquel entonces, doña Beatriz se hubiera persuadido de que le cabía la honra de tenerlo por yerno; si su hermano D. Pedro no se hallase ausente de Castilla, en él habría pensado la condesa; pero no pudiendo—por las antedichas circunstancias—remontar a tanta elevación sus alegres esperanzas, pasó revista en su mente a todos los deudos del monarca, y no le quedó duda de que—a mal librar y fijándose modestamente en lo menos posible—el individuo que iba a entrar en su familia debía ser alguno de los nietos del almirante D. Alonso Enríquez, primo del rey y el más opulento magnate de Castilla.

No le desagradaba un enlace ordenado por el monarca con aquella casa poderosa, y si bien es verdad que hasta aquel momento se había mostrado propicia a la inclinación que sentía por Dolores el bizarro Gutiérrez de Sandoval, sobrino de su marido, no vaciló entonces en dar señales al rey del júbilo con que había sabido su voluntad soberana.

Comprendiólo D. Juan perfectamente, y llegado el instante de sentarse a la mesa, condujo a ella por su mano a la esposa del Adelantado, y la hizo colocar cerca de sí, mostrándose—en todo el tiempo que duró la comida—tan afable y obsequioso con aquella dama, que los circunstantes—aunque no pudiendo formar ninguna conjetura en detrimento de su austera virtud—comenzaron a sospechar nuevo favoritismo, que debilitase la absoluta influencia ejercida por D. Alvaro, hasta aquel día. Sin embargo, el condestable, lejos de dar indicios de descontento, se asociaba a su amo con la mejor gracia del mundo, colmando de distinciones a los condes de Castro, que le correspondían con más muestras de sorpresa que de agradecimiento.

Concluyó el banquete; la hora de comenzar las justas se iba acercando a más andar, y todos los caballeros cercaron al rey, pidiéndole su venia para ir a prepararse al nuevo festejo.

En aquel momento D. Juan II, procurando prestar a su rostro toda la majestad de que era susceptible, anunció solemnemente a su corte la alianza que había concertado, y de la que debía ser padrino, pronunciando por ultimo el nombre que con ardiente impaciencia esperaban conocer doña Beatriz y su esposo.

Aquel nombre—articulado lentamente por su alteza en alta voz y tono satisfecho—no filé ninguno de los que se prometía la condesa. Rodrigo de Luna era el futuro esposo de Dolores, y al declararlo el rey, tomó por la mano al hermoso mancebo y lo presentó a los condes. Don Diego, todo turbado, se dejó abrazar por su presunto yerno, y correspondió con embarazadas cortesías a los parabienes que le eran dirigidos; doña Beatriz, más encendida que la púrpura de su riquísimo traje, dio las gracias al rey con singular sonrisa, y saludó al joven Luna clavando en el condestable una mirada indescribible, en que se amalgamaban y confundían el odio y el desprecio, el furor y la ironía.

III. Dolores y Rodrigo

Pudiéramos lucirnos, si quisiéramos comenzar este capítulo con la brillante descripción de las magníficas justas celebradas en Valladolid, la tarde del próspero día en que recibió las aguas del bautismo el augusto heredero del trono de Castilla. Pudiéramos consignar aquí innumerables hechos que mostrasen la bravura y destreza que sabían ostentar en aquellas belicosas fiestas los nobles castellanos, y al instante se nos vendrían a la pluma cien clarísimos nombres, como Estúñiga, Arellano, Ponce de León, Mendoza, Guzmán, Osorio, Pimentel, Manrique de Lara, Tovar, Rojas, Girón, Herrera, Enríquez, Velasco, y otros muchos que brillaban entonces en la corte de D. Juan II, y que—con mayor o menor fortuna—han llegado a nuestro siglo, venerables y graves, entre el confuso tropel de las modernas aristocracias. Pudiéramos dar muestras de nuestros conocimientos heráldicos, describiendo menudamente los diferentes blasones que ostentaban tantos ilustres señores; y ni aun nos hallaríamos embarazados para hacer cumplidos retratos de las infinitas beldades que con sus dulces miradas infundían a los contendientes generoso ardimiento, premiándolos después con riquísimas bandas, bordadas por sus manos y desprendidas de su pecho.

Nada de lo que pudiéramos decir diremos, sin embargo: nos hemos propuesto ser lacónicos, por lo mismo de considerar rara esta cualidad entre los novelistas de nuestra época; los cuales suelen tener tan extremado placer en charlar con el pacientísimo público, que alguno conocemos capaz de llenar páginas enteras con la descripción de unas chinelas. Ni ¿qué decir, además, en punto á justas, torneos y otros usos característicos de la Edad Media, después que andan de mano en mano—traducidos a todos los idiomas—los libros de Walter Scott, el más inteligente, el más profundo, el más brillante y elocuente pintor de los tiempos caballerescos? Nosotros dejamos al cuidado de tantos copiantes de brocha gorda como abundan en el mundo, el reproducir toscamente los inimitables rasgos que nos ha trazado con delicioso pincel aquella mano maestra, y confesamos ingenuamente que,—á más de no ser tan orgullosos que intentemos igualarnos al novelista escocés, ni tan humildes que nos contentemos con parodiarle—se nos antoja creer que daríamos pruebas de inoportunos y hasta de impertinentes, si pretendiéramos entretener con pormenores de marciales fiestas y de heroicas galanterías al público de nuestra actualidad; a ese público positivista y bursátil, que nos engañamos mucho si es grande apreciador de los buenos golpes de lanza y de los platónicos amores.

Y no se entienda por lo dicho que somos ciegos admiradores de las pasadas edades, ni mucho menos que intentamos declamar contra aquella en que le plugo al cielo hacernos venir al mundo. Nosotros tenemos una filosofía que nos es propia: creemos que todos los tiempos son lo que deben ser, y que así como en los individuos hay defectos inherentes a sus mismas virtudes (defectos de sus cualidades, como dicen los franceses), así las costumbres de cada época tienen sus excesos y sus extravagancias peculiares, inseparables de lo que poseen de mejor y más poético. No explayaremos más esta idea (si es que es una idea), sino que—temerosos de meternos en honduras—volveremos a tomar sencillamente el roto hilo de nuestra verídica relación; después de declarar con toda ingenuidad que por nuestra parte estamos más por lo presente que por lo pasado; que nos es más grato asistir a las contiendas en que se decide una cuestión de aranceles o de ferro-carriles, que nos hubiera placido ser espectadores de aquellas luchas, muchas veces sangrientas, en que se aplaudían las lanzadas como ahora se aplauden las elaboraciones al vapor. Entonces era el reinado de la espada y de los castillos; a nuestra época le ha cabido la soberanía de las cifras y de las máquinas; quizá llegue día en que logren entronizarse la inteligencia y la virtud, y reservamos para entonces—si estamos en este mundo—el detallar todo lo que tuvieron de grandioso las buenas edades de los mandobles; y aun estas—no menos afortunadas—de las operaciones de bolsa y los corsés sin costuras. Lo que nos importa en este instante es que el lector se sirva atender a los antecedentes de que queremos instruirle, primero que pasar adelante en nuestro comenzado relato.

Cuatro meses antes del día que nos ha prestado argumento para los anteriores capítulos, la casualidad reunió en un sarao con que celebraba sus bodas D. Juan de Avellaneda, a la hija de los condes de Castro y al sobrino del condestable de Castilla. La casualidad los reunió una vez, y el amor supo proporcionarles desde entonces otros muchos encuentros, que a los ojos indiferentes también pudieran pasar por eventuales.

Hasta el momento en que vio por primera vez a la peregrina doncella, había sido el joven Luna voluble galanteador de cuantas beldades brillaban en la corte y aun en regiones menos elevadas, alcanzando—no obstante sus pocos años y sus gustos literarios—la poco envidiable fama de calavera, que sólo tenía por fundamento los multiplicados cuanto pasajeros devaneos a que se había entregado en aquellos primeros años de su precoz juventud. Pero conocerá Dolores, y amarla con aquel amor—único en la vida—que termina de golpe todas las veleidades e incertidumbres del corazón, había sido para Rodrigo la obra de un solo instante. Ella, por su parte, que no conocía otros afectos que los de la piedad religiosa y los que inspira la familia, experimentó nuevas y extraordinarias sensaciones al encontrar su tímida mirada la mirada ardiente del enamorado mancebo, y toda la instintiva resistencia del recato virginal no pudo preservarla de amarle con entusiasmo, como aman generalmente las almas que no se han marchitado todavía, que no han adquirido en la amarga escuela de la experiencia aquella desencantadora desconfianza que extiende su imperio hasta sobre el propio corazón, haciéndonos dudar, no solamente de lo que inspiramos, sino también de lo que sentimos.

Dolores alimentaba en su pecho todas las dulces ilusiones de una primera pasión, que nada teme porque se siente fuerte; que en todo cree porque tiene fe en sí misma; y que no previendo la posibilidad de su fin, llega a olvidarse de su reciente principio, haciéndose como innata e inseparable de la vida.

Pero, a pesar de todo, Dolores no dejaba de comprender que su unión con el que amaba debía encontrar obstáculo en la altivez de su familia, y en especial en la de su madre; cuya alma orgullosa poseía la inflexible firmeza de que en general se juzga desprovisto al bello sexo.

Rodrigo, más feliz, no pensaba lo mismo. Aunque bastante enamorado para conceptuarse indigno de Dolores, lisonjeábase con la idea de que conseguiría su mano, fundando aquella grata esperanza en el ilustre apellido que llevaba, en la no despreciable hacienda que poseía, y en tener por protector y pariente al personaje que más que D. Juan II gobernaba en Castilla. Olvidaba el amante la circunstancia que más preocupaba a su querida para infundirle temores; olvidaba que tanto él como su encumbrado deudo debían la existencia a mujeres de ínfima clase y de no honesta nombradla, a las que sus nobles y libertinos amantes jamás habían honrado con el título de esposas. Acaso no comprendía Rodrigo toda la gravedad que debía tener aquella triste circunstancia a los ojos de la familia con quien deseaba enlazarse, o acaso el alto favor de su tío le parecía una ventaja suficiente a compensar la falta que le plugo al destino poner en su nacimiento. Dolores, como ya indicamos, no participaba de las mismas creencias: afligíala la certeza de que su elección no alcanzaría fácilmente el beneplácito de su padre, y temblaba al pensar en el carácter de su madre, mujer capaz de arrancarse el corazón con sus propias manos antes que dejarle abrigar cualquier sentimiento indigno de su alcurnia o contrario a su razón severa.

La joven se dijo a sí misma primero, y después a su amante, que era absolutamente preciso confiar sus amores al privado, y que éste les alcanzase la protección del rey, única que podía allanar todos los inconvenientes, llevando a feliz puerto sus combatidas esperanzas. Rodrigo—siguiendo tan prudente consejo—abrió su alma al condestable, y vio con indecible regocijo que era acogida su confidencia con ostensibles muestras de satisfacción y agrado. En efecto, la unión de su sobrino con la hija de los condes de Castro parecía un pensamiento dictado por su política. Conocía muy bien D. Alvaro la poca confianza que debe cimentarse en la amistad de los príncipes; no se le ocultaban tampoco los peligros de su situación; y aunque no bramaba todavía la tempestad que le arrojó más tarde de la cima de un escandaloso poder al abismo profundo de una inconcebible desgracia, veíala el favorito formarse ya sobre su cabeza, y agitarse y extenderse sordamente con una rapidez que anunciaba no estar lejano el momento de su primer estallido. El adelantado D. Diego Gómez de Sandoval no era solamente uno de los jefes mesnaderos de más importancia; no era solamente un personaje de la primera distinción, enlazado con muchas familias de poderosa influencia; era, además, el consejero íntimo y respetado de D. Juan de Aragón,—cabeza y alma del partido temible que en contra del condestable comenzaba a organizarse en Castilla.—Unir su familia con la de aquel magnate, debía juzgarse acto de grande acierto por parte de D. Alvaro, y un enlace tan ventajoso—en el sentido político—no lo era menos bajo el aspecto social; pues por la fortuna, como por el nacimiento, Dolores Gómez de Sandoval era uno de los más brillantes partidos de Castilla.

El lector comprenderá, por tanto, sin necesidad de mayores explicaciones, que el condestable no descuidó en manera alguna los tiernos votos de su joven pariente, y ya hemos visto que supo disponer—nada menos que de real orden—el casamiento de los dos amantes, que con tanto acierto le habían confiado su destino.

Dolores esperaba el resultado de los sucesos preparados para aquel día, puesta de rodillas ante las imágenes de su devoción, y contando horas tras horas con febril ansiedad el tiempo que trascurría, cuando vino a interrumpir sus oraciones, y a distraerla momentáneamente de sus pensamientos, su dueña Mari-García.

Era ésta una mujer de cuarenta y ocho a cincuenta años, alta, enjuta, acartonada, de aspecto tan poco femenil que a primera vista se la podía tomar por un hombre disfrazado con traje del otro sexo: para corroborar esta idea presentaba la parte inferior de su anguloso semblante algunos vellos, tan robustos y ásperos que estaban clamando el auxilio de la navaja; y tenía su voz sonidos tan broncos y duros, que más parecía propia para mandar la maniobra de un buque que para dictar consejos a una niña.

Pero si en lo físico disimulaba perfectamente que era mujer la dueña Mari-García, descubríalo en lo moral, pues era imposible hallar otra más curiosa entre las hijas de Eva, asociando a esta cualidad la de regañona, antojadiza y parlera. A pesar de esto último, poseía la completa confianza de sus amos, lo que nos obliga a creer que su locuacidad no perjudicaba en lo más mínimo a su discreción y honradez.

Entró aquella mujer muy despacito en el aposento de Dolores, empujó suavemente la puerta del oratorio, y asomó su barbuda cara al mismo tiempo que la joven volvía con prontitud sus bellísimos ojos, alarmada por el leve rumor producido por las pisadas de la dueña.

—Soy yo,—dijo ésta,—procurando sonreirse. ¿Es posible que os halle de esa manera todavía? Bien está que no quisierais acompañar a vuestros padres a la ceremonia del bautizo y al banquete real, puesto que no os sentíais muy buena en las primeras horas de la mañana; pero tenéis ahora un semblante de salud que encanta la vista, y me parece que es tiempo de pensar en vuestras galas. No presumo que queráis también privaros de asistir a las justas, no teniendo que hacer más que poneros al balcón; pues frente por frente está el tablado—lujosamenete vestido—en que presenciará la fiesta su alteza D. Juan II, y os advierto que muchas damas, convidadas por la condesa, vendrán a casa esta tarde. Como en la presente estación son éstas cortas, el banquete deberá concluirse muy pronto; creo que estaba dispuesto para la una en punto, y van a dar las tres, a cuya hora se debe abrir el palenque; mirad si es preciso que tratéis de aderezaros.

—¡Las tres ya! murmuró Dolores. El rey habrá hablado. ¡Ya lo sabrán todo!

La dueña—que no entendió una palabra de las que entre dientes articuló la joven—sacó del guardarropa un hermoso vestido azul celeste y lo desplegó a su vista, diciendo con mal humor:

—Tanto rezar no conduce a nada; no es sordo ni olvidadizo Dios, nuestro Señor, para que sea menester hablarle incesantemente de una misma cosa. ¿Queréis este traje? Si no, podéis lucir hoy la rica saya de velludo que os regaló vuestro tío hace tres meses, el día que cumplisteis diez y seis años, y que todavía no ha tenido el gusto de veros nunca.

Dolores se puso en pié, sacudiendo con aire melancólico su profusa cabellera color de castaña, y dijo con dulce voz, pero con tono mohino:

—No estoy para fiestas, mi buena María. Después que venga mi madre, después que la haya visto, entonces tal vez me animaré y pensaré en las justas. Dejadme ahora tranquila; os lo suplico.

—Pero cuando venga la condesa, replicó la García, ya no será tiempo de vestiros. ¡Válgame Dios, con una niña de diez y seis años que no gusta de atavíos! Pero no; a mí no me haréis creer, como a vuestra madre, que lo que tanto os preocupa es el deseo de meteros a monja; no por cierto: no se me ha pasado por alto la causa verdadera de esas cavilaciones, y os digo que vale cien veces más vuestro primo Gutiérrez de Sandoval que el mancebito de los cabellos rizados, que siempre anda rondando por la plaza y acechando nuestros balcones.

Dolores se inmutó; pero antes de que tuviese tiempo de responder a la dueña, repentino rumor de pasos y de voces vino a llamar poderosamente la atención de ambas.

—¡Son los condes!—exclamó Mari-García,—soltando sobre una silla el vestido que tenía en la mano.

—¡Mis padres!—articuló débilmente la joven, temblando de pies a cabeza, y poniéndose más blanca que la nieve.

—Corro a recibir a la señora,—dijo la dueña;—bueno será su humor cuando sepa que estáis así todavía.

Y salió, en efecto, cuidándose poco del aspecto verdaderamente alarmante que presentaba Dolores. Quedóse ésta por espacio de diez minutos inmóvil en su sitio, toda absorta en escuchar; pero nada se oía. El ruido causado por la llegada de los condes se había ido calmando progresivamente.

Dolores no pudo resistir a su ansiedad, y salió de puntillas hasta los corredores. Estaban desiertos, y siguió andando cautelosamente, sin saber ella misma adónde se dirigía.

Mari-García, que la había dejado tan bruscamente, pensando que su ama vendría bastante complacida para encontrarse dispuesta a soportar su charla y a contentar algún tanto su curiosidad—refiriendo circunstancias del banquete regio—se sintió tan chasqueada en su esperanza que tuvo a bien recurrir a los escuderos para saber algo, y la condesa y su marido se encerraron solos en el gabinete particular que tenía destinado a su tocador aquella dama.

Dolores, no viendo a nadie, atravesó algunas salas de la vastísima casa, y se halló casualmente delante de la puerta del gabinete mencionado, percibiendo entonces la voz de una persona que hablaba dentro y que reconoció al punto. Se acercó temblando y casi sin respirar hasta la puerta, y pudo escuchar bastante distintamente el diálogo siguiente:

—Os repito (decía doña Beatriz en el instante en que Dolores aplicaba el oído a la cerraja), os repito que es una burla, un ultraje premeditado. Bien sabe el rey que nos es imposible aceptar tan vergonzoso enlace; pero se ha querido escarnecernos, D. Diego; se ha querido humillarnos a la faz de la corte.

—Os engañáis, Beatriz,—respondió el adelantado.—Don Juan II está sobrado ciego para poder medir la distancia que separa a Rodrigo de Luna de la hija de los condes de Castro; ha creído sinceramente que nos hacia honor al proponernos esa alianza. Además, ¿no ha visto a los Portocarreros darse por felices en emparentar con su privado?

—¡Miserables!—exclamó doña Beatriz con tono de desprecio inimitable; añadiendo en seguida:—El rey debe comprender que los Sandovales y los Avellanedas no se asemejan a los Portocarreros, o cualesquiera otros para quienes el caprichoso favor de un príncipe débil sea suficiente a prestar valía a oscuros advenedizos.

—El rey—repuso con amargo acento D. Diego—no piensa en cosa alguna, como no sea en complacer a su valido. ¡Rodrigo de Luna! añadió; no podía su alteza haber destinado a mi hija un esposo que me fuese menos agradable, y que seguramente mereciera más la desaprobación del Infante. ¿Qué dirá D. Juan de Aragón de semejante casamiento?

—Pero ¿es acaso posible? prorumpió la condesa: ¿pensáis que ese casamiento puede verificarse?

—Señora,—respondió el Adelantado, nací vasallo del rey de Castilla, y bien sabéis que ha sido orden suya, orden terminante, que ese enlace se realice.

—La potestad del rey no se extiende a tanto,—exclamó trémula de cólera la altiva doña Beatriz;—no es dueño el monarca del honor de sus súbditos; no puede mandar que se infamen por dar gusto a su ambicioso favorito. Así se lo diréis a su alteza, D. Diego; así se lo diréis.

—Cuando se agita en vos el orgullo jamás escucháis a la prudencia,—repuso el adelantado.—Beatriz, lo que estáis diciendo es un desatino. Yo hablaré con el infante; buscaré medios honrosos y dignos de evadir el terrible empeño en que nos vemos metidos; pero mientras tanto es preciso disimular, mostrando a todos el profundo respeto con que acogemos las órdenes del Monarca.

—¡Nunca! gritó fuera de sí la condesa. Nadie podrá presumir un solo instante que he aceptado con sumisión la ignominiosa propuesta de esa indigna alianza. Tenedlo entendido, D. Diego, y obrad como queráis; pero en el concepto de que antes mataré a Dolores que dársela por esposa al hijo ilegítimo de la verdulera de Tordesillas.

Un grito lastimero y hondo siguió inmediatamente a esta declaración de la condesa; oyóse al mismo tiempo el golpe de un cuerpo contra el pavimento al otro lado de la puerta que separaba aquella estancia de la contigua, y al abrirla los condes hallaron a su hija fría y sin conocimiento delante del umbral,, que ensangrentaba su herida y desmelenada cabeza.

—¡Nos estaba escuchando!—exclamó el Adelantado, bajándose para tomarla en sus brazos.—Nos estaba escuchando, y el estado en que la vemos nos prueba la verdad de lo que asegura el rey.

—¿Qué asegura el rey?—preguntó toda trémula la condesa, mientras limpiaba con su pañuelo la ensangrentada frente de su hija.

—Que esta infeliz ama a Rodrigo, contestó D. Diego; que el marido que él la da es el escogido por ella.

Doña Beatriz se apartó de Dolores con gesto de repugnancia y horror, y en tanto que—a las voces del conde—acudían los criados de la casa y le ayudaban a trasportar al lecho a la pobre niña, aquella mujer orgullosa—retrocediendo hasta el fondo del gabinete—se dejó caer desplomada en un sillón, cubriéndose el rostro con las manos y articulando con ahogado acento:

—Muera en buen hora si es cierto que le ama.

IV. Amor de padre

Los balcones de la casa del Adelantado estuvieron cerrados toda aquella tarde; las personas convidadas para contemplar desde ellos el espectáculo marcial que se ofrecía en la plaza, recibieron aviso a última hora de que un repentino y peligroso accidente sobrevenido a la hermosa hija de los condes de Castro, privaba a aquellos señores del placer de recibirlas.

Así, cuando todo era animación y bullicio delante de la casa de Sandoval, reinaban dentro de ésta la zozobra y la amargura, porque la situación de Dolores adquiría por instantes mayores apariencias de gravedad. Dos horas permaneció privada de sentidos, no obstante habérsele prodigado todos los auxilios posibles, bajo la dirección del Dr. Yáñez, que era reputado uno de los más hábiles discípulos de Hipócrates y Galeno; y cuando se consiguió, por último, hacerla volver en sí, le asaltaron inmediatamente violentas convulsiones, que durante toda la noche tuvieron en indecibles angustias al corazón del alarmado padre.

La condesa, empero, se mantenía en su aposento, contentándose con enviar de rato en rato a su camarera Isabel Pérez para llevarla noticias del estado de la enferma; a quien parecía no creer en peligro alguno verdadero, sino sólo pasajeramente afectada de una sobreexcitación nerviosa.

El médico, por su parte, se encerraba en cierta reserva, que aumentaba las inquietudes del buen Adelantado, que acabó por desahogar su pecho en el del Esculapio en quien ponía su confianza, diciéndole—con el acento de quien se halla resuelto a consumar a todo trance un sacrificio que cree necesario para salvar al objeto que le es más caro en el mundo:

—Doctor, el médico es como el confesor: todo debe saberlo. Esta niña está enamorada, y ha creído que sus padres podrían posponer su felicidad a consideraciones sociales. Cuidadla, asistidla, y sobre todo hacedla comprender que me hallo dispuesto a llevar a cabo cuanto pueda contribuir a su ventura.

Casi en los mismos momentos en que se pronunciaban estas palabras en la alcoba de Dolores, subían las escaleras de la casa D. Alvaro de Luna y su deudo D. Rodrigo, que venían a las primeras horas del día, a informarse, llenos de interés, de la salud de la joven. El conde no vaciló en recibirlos con atenciones casi afectuosas, que referidas a doña Beatriz la causaron un verdadero paroxismo de cólera.

Renunciamos a pintar la' larga y borrascosa escena conyugal que se verificó después; sólo diremos que agotó la condesa cuantos recursos le sugirió su ingenio y cuantas violencias le inspiraba su carácter, para apartar a su marido de la determinación que visiblemente había tomado de sacrificar toda repugnancia de orgullo en las aras de su amor paternal.

—Se trata de la existencia de mi hija, respondía inalterable a todas las reflexiones y reproches que le dirigía la condesa.

—Así, pues—exclamó al fin ella, poniéndosele de pie con ademan de desesperación profunda;—así, pues, ¿estáis resuelto a despreciarlo todo por satisfacer la ambición de unos aventureros y los caprichos de una niña?

—Estoy resuelto (contestó el conde volviéndole la espalda y abandonando la estancia) a hacer feliz a mi hija, cuésteme lo que me costare.

Rarísimas veces sucedía que se opusiese el Adelantado de Castilla a las voluntades de su mujer, con cuyo carácter imperioso observaba, por lo común, los mayores miramientos; pero cuando llegaba el caso de manifestar abiertamente una opinión contraria a la de aquélla, sabía sostenerla con tan fría perseverancia que toda la impetuosidad de la condesa se quebrantaba al fin en su tranquila firmeza. Sabíalo la dama, y comprendió—en la ocasión de que hablamos—la inutilidad de sus esfuerzos. El conde había tomado su resolución y nada era capaz de apartarle de ella.

Mohina y taciturna pasó, por tanto, aquel día encerrada en su aposento, en el que no se permitió entrada sino a su hermano D. Juan—con quien conferenció largamente—y a su favorita Isabel Pérez que de vez en cuando la traía noticias, cada vez más satisfactorias, respecto de la enferma. En efecto, las buenas disposiciones del corazón de su padre habían sido para ella eficaz medicina, y al retirarse aquella noche el doctor Yáñez, no podía menos de ir haciendo científicas reflexiones sobre la poderosa influencia que ejerce la moral sobre lo físico: Dolores había recobrado, como por encanto, con la esperanza en la felicidad de su amor, la posesión de su salud florida.

Atravesaba el Esculapio, pensando en esto, la larga antesala que conducía a la escalera, cuando sintió de repente el roce de una ancha falda sobre el marmóreo pavimento, y oyó la voz de la condesa decirle, casi al oído, con misteriosa entonación: Tengo que hablaros; seguidme.

Una criada que precedía al facultativo, alumbrándole, continuó su camino sin echar de ver la detención de aquél; hasta que se encontró con otro doméstico de la casa, que velaba también en el recibimiento, y que la dijo con galantería:

—¡Hola! ¿Viene la hermosa Juana a pedirme una silla cerca de este fuego? No lo tendréis igual en el cuarto de vuestra señorita, porque he oído decir que hace daño a los enfermos. Llegaos, pues, a calentaros, y decidnos si aun nos tendrán muchas horas de centinela en la escalera. ¿Va a esperar el día el doctor dentro de la casa? Son ya las doce.

Juana volvió entonces hacia atrás sus soñolientos ojos, y exclamó con sorpresa:

—¿Pues qué se ha hecho ese hombre?

Su interlocutor tornó, en vano, a brindarle el atufante calor de la gran copa colocada en medio del recibimiento, pues ella se apresuró a desandar lo andado en busca del doctor Yáñez, á quien no veía. No le halló, sin embargo—como pensaba—ni detenido en los corredores, ni en la cámara de la enferma; pero cuando se acercó al gabinete particular de la condesa, cuya puerta estaba cerrada, percibió que hablaban dentro; y pudiendo más que el sueño la curiosidad femenil, hizo cuanto le era dado para entender las palabras que llegaban confusamente a sus oídos; pues le pareció cosa bastante extraordinaria que una señora tan recatada como su ama se encerrase sola y misteriosamente con un hombre en aquellas horas, por más que los años y la peluca del doctor debiesen alejar toda sospecha de cierto género, aun del ánimo más desconfiado y malicioso.

Imposible le fué a Juana, no obstante el silencio que reinaba en la casa, oir clara y seguidamente la conversación de la condesa y del médico; pero pudo recoger palabras sueltas o truncadas, que trasmitimos a nuestros lectores sin tratar de explicárselas.

—«Sí, doctor, todo antes que ese casamiento ignominioso. Es preciso absolutamente evitarlo.... Haced lo que os he dicho: mi reconocimiento será eterno si vuestra habilidad me ayuda.

—»Pero, señora condesa, si nada de eso nos bastara....

—«Escuchadme, doctor; hay un último aunque terrible recurso....

Aquí la voz de la condesa se hizo ininteligible para Juana, quien sólo pudo entender esta exclamación de Yáñez:—« ¡Es posible, señora! ¿Me proponéis seriamente tan extraña cosa?

—»No hallo otro medio de....

—»Mas para siempre....

—»¡Sí ¡jamás sabrá nadie....

—»Me espantáis, condesa.

—» No hay que vacilar cobardemente. Es menester salvar » a todo trance el honor de mi familia, y vuestra recompensa » será proporcionada a la grandeza del servicio. »

Todavía hablaban dentro del gabinete, y todavía escuchaba a la puerta la curiosa Juana—no obstante el poco fruto que alcanzaba—cuando se vio sorprendida de improviso por Isabel Pérez, que venía entonces del cuarto de Dolores.

—¿Qué haces aquí?—dijo a Juana severamente, aunque cuidando de no ser oída.

—Me pareció que llamaba la señora,—respondió turbada, y me he acercado a oir si estaba, en efecto, en esta estancia.

—Está,—dijo Isabel—mas yo quedo para si llama: vete a acostar, nadie te necesita, y ¡pobre de ti si das en ser espía!

Juana obedeció, aterrorizada instintivamente. Al mismo tiempo se abrió la puerta del gabinete y salió el doctor andando de puntillas; pero con aspecto algún tanto pensativo y más grave que de costumbre, lo cual no atenuaba un no sé qué de egoísta y de hipócrita, que era natural a su fisonomía.

La condesa mandó en seguida que todos se retirasen a descansar, y ella misma se metió en el lecho, después de haber preguntado por su hija, y saber que continuaba durmiendo con tranquilidad, velando su sueño Mari García.

V. La madre y el médico

Al otro día—a las diez de la mañana—Dolores, un tanto pálida, pero completamente libre de sus anteriores padecimientos, estaba incorporada sobre sus almohadas tomando un caldo que le servía su dueña, y el conde y la condesa se hallaban sentados—uno frente a la otra—delante de la cama de la enferma, a quien por fin se dignaba visitar su madre.

—Ha dormido bien, la decía Mari García; cuando la vea el doctor quedará muy contento: estoy segura.

—¿No sientes ninguna incomodidad, hija mía?—preguntó D. Diego, que tenía fijos los ojos en la joven con entrañable cariño.

—¡Ah! no, papá; gracias; estoy mucho mejor,—respondió Dolores, dirigiendo a su padre una afectuosa sonrisa.

—Es menester que te restablezcas pronto,—repuso aquél: ya sabes que tan luego como te encuentres buena debemos celebrar los contratos de tu matrimonio.

La doncella, cuyo descolorido semblante se tiñó de púrpura, extendió su diestra para asir la de su padre y quiso aplicar sus labios sobre ella; mas el conde se levantó al mismo tiempo y la estrechó entre sus brazos.

—¡Padre mío! ¡Amado padre mío!—fué todo lo que pudo articular Dolores; pero el acento de aquellas palabras y la mirada que las acompañó expresaban tan inefable gratitud, que debió inundarse de alegría el corazón del conde.

—¿Has podido dudar,—pronunció conmovido,—de que era tu felicidad el interés primero de mi vida?

—¡Perdonad!—exclamó Dolores, dejando caer la cabeza sobre el seno paternal.—¡Os debo dos veces la existencia! ¿Con qué podré pagaros?

—¡Con ser feliz!—respondió el Adelantado; y se apartó un poco para ocultar el exceso de su enternecimiento.

La condesa nada decía. Sus negros y fulgurantes ojos se fijaban con distracción en un retrato de su padre, que estaba colocado al frente del lecho de su hija, y sus labios contraídos parecían parodiar una sonrisa. En aquel momento entró el médico.

—Vuestra enferma os hace honor, amigo Yáñez,—le dijo el conde, recibiéndole con agasajo.—Su mejoría es visible.

El doctor pulsó a Dolores, que se sonreía con angélica satisfacción, y después de hacerle algunas preguntas se quedó cabizbajo.

—Creo que nada hay que temer,—articuló el conde, observando con desagrado el aspecto del médico.

—En realidad—respondió éste, no sin vacilar un instante,—nada veo que indique un peligro inmediato; pero esta señorita necesita grandes cuidados.

—Hablad con franqueza,—exclamó D. Diego.—¿Os parece que existe motivo para recelar la repetición del accidente?

—No es eso lo que temo—pronunció el facultativo, mirando a la joven con expresión de piedad.—Hay ciertas predisposiciones desgraciadas.... En fin, mi opinión es, señor conde, que debemos evitar a la enferma toda emoción violenta; las impresiones fuertes—aun las de la alegría—pudieran serle funestas. Su pecho está delicado...., muy delicado.

—¿Qué género de vida le aconsejáis?—preguntó entonces la condesa, que parecía tan conmovida como su esposo por las palabras del médico.

—El más tranquilo,—respondió éste.—Nada de agitación física o moral. El campo, los aires puros, las distracciones más sencillas.... Creo conveniente, indispensable, que esta señorita se aleje del tumulto de la corte; que no piense por ahora sino en su salud. Su organización especial requiere extraordinarios miramientos.

El conde vio temblar a Dolores, y se apresuró a decir:

—Mi hija, como sabéis, se casará dentro de breves días: en seguida puede marcharse al campo con su marido, y proporcionarse una vida tan apacible como la convenga.

El médico hizo un gesto, que en cualquiera otra circunstancia hubiera provocado la risa de cuantos le miraban, y exclamó con tono de asombro:

—¡Al campo con su marido?.... ¡Cómo!.... ¿Lo ha dicho así vuesa merced?.... ¿En el estado en que se halla?

Sin duda no he sabido hacerme comprender.

—Pues ¡qué!—preguntó el conde demudado,—¿pensáis....

—Que esta señorita no debe, no puede casarse por ahora,—dijo resueltamente el doctor.

La dueña lanzó un chillido: Dolores acababa de desmayarse en sus brazos.

Un instante después, en tanto que se prodigaban los auxilios acostumbrados a la joven doliente—que empezaba a recobrar sus sentidos—entró a anunciar Isabel Pérez que llegaban a visitar al conde D. Alvaro de Luna y su sobrino, y que un individuo de la real servidumbre venía, al mismo tiempo, a informarse de parte de sus altezas del estado de la enferma.

—Esto no es nada,—dijo el conde, tratando de tranquilizarse a sí mismo.—Voy a decirlo así a los señores de Luna y al enviado del rey. ¿Quieres, hija mía, que se señale el día de mañana para las capitulaciones matrimoniales?

La joven se estremeció dulcemente: un fugaz, pero vivo sonrosado apareció de nuevo en su rostro, y respondió un sí balbuciente, pero rápido.

En seguida, como avergonzada, ocultó la cabeza en el pecho de su dueña, y el conde gozoso miró al médico con aire triunfante y se adelantó hacia la puerta.

—¡Deteneos! gritó doña Beatriz, poniéndose en pie con ademan trágico.—No me compeláis hasta el extremo. ¡Qué! Ese casamiento, que sólo aceptabais como único medio de salvar la vida de vuestra hija, ¿os es ya tan satisfactorio, que lo llevaréis a cabo comprometiendo la misma existencia que tanto aparentabais estimar?

D. Diego volvió los ojos hacia su hija—que le dirigía un gesto suplicante de angustiosa inquietud—y respondió a su mujer:

—El doctor se admiraba ayer de lo mucho que puede el ánimo sobre el cuerpo, y—fundándome en ello—quiero antes que todo ver contenta a mi hija.

Iba a salir de la cámara al terminar su última frase; pero la condesa se le puso delante: su aspecto ostentaba en aquel momento toda la energía del dolor y toda la aspereza de la cólera.

—¡D. Diego!—exclamó con ahogada voz,—mirad lo que hacéis.... tened presente que os he dicho que estoy resuelta a impedir el deshonor de mi casa.

—Beatriz—respondió conmovido, pero inflexible don Diego,—yo os he dicho también que estoy resuelto a salvar a toda costa la existencia de mi hija.—Y salió de la cámara.

—¡Salvar su existencia! repitió con singular acento la condesa.

—¡Oh madre mía! ¡Sí!—dijo entonces Dolores, haciendo esfuerzos para ponerse de rodillas encima de su cama.—Tened lástima de este pobre corazón; no le neguéis el consentimiento que os pide para ser dichoso.

La condesa dió dos pasos hacia su hija, se paró en frente de ella, mirándola con extraordinaria expresión, y pronunció—después de un momento de silencio, durante el cual la joven, arrodillada y con las manos juntas, clavaba en tierra sus hermosos ojos preñados de lágrimas:

—¡Dolores! por mí, por ti, por el honor de tu familia, por cuanto haya más sagrado, te conjuro en este instante que rechaces para siempre esa unión infausta.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! murmuró la doncella, cayendo desfallecida sobre su almohadón.

Doña Beatriz se acercó más: llegó hasta apoyar sus blancas y aristocráticas manos en el borde de la cama, repitiendo:

—Por ti, por mí, por evitar grandes desgracias.... ¡Dolores! es preciso que te niegues a ese casamiento.

—¡No puedo!—respondió ella, llorando amargamente y sin mirar a su madre.

—¿No puedes?....—pronunció doña Beatriz con indescribible tono.

—¡No puedo sin morir!—dijo Dolores.

—¡Pues bien! ¡muere!—exclamó la condesa, estremeciendo el lecho con el temblor de sus crispadas manos.

—¡Dejadme! gritó la joven, incorporándose con espanto. ¡Dejadme, en nombre del cielo, madre mía! Yo amo a Rodrigo, lo amo con toda mi alma, y he luchado en balde contra este sentimiento, más fuerte que mi razón. No me pidáis, pues, que lo sacrifique a vuestro orgullo, porque me es imposible.

—La enferma está delirando,—dijo el médico fríamente.—Dolores lo miró con ojos desencajados, se pasó las manos por la frente y exclamó con indecible angustia:

—¡Oh, Dios mío! ¿querrán hacerme pasar por loca?.... Esto es horrible.

—Tranquilízate,—dijo entonces doña Beatriz,—que pareció haber recobrado súbitamente su calma llena de dignidad.—Sr. Yáñez, volved a la noche a visitar vuestra enferma; ahora necesita reposo.

Diciendo esto, salió con el facultativo, acompañándolo hasta la escalera. Dolores lloró todavía por espacio de doce o quince minutos, sin contestar nada a las reconvenciones que le dirigía la dueña, sobre la falta de modestia y la irreverencia con que había hablado a su madre. Después, rendida por tantas agitaciones y bajo la influencia de una ligera calentura, se adormeció por algunas horas, sin que la dueña cesase de repetir de vez en cuando, a la cabecera del lecho:

—¡Vaya con las niñas del día! ¡Qué obediencia! ¡Qué respeto filial! ¡Pobre condesa! Le sobra razón para no querer por yerno al tunantuelo que ha trastornado de tal modo la cabeza de esta chiquilla. Lo que es yo, por mi parte, tampoco consiento.

Mientras que esto refunfuñaba María, el conde, que acababa de venir de palacio—adonde fué con el condestable y su sobrino para comunicar al rey que al día siguiente se firmarían los contratos—leía un billete del infante D. Juan de Aragón, concebido en estos términos:

« Sé el compromiso en que os halláis con el rey, mi querido conde, y os recomiendo que vengáis a verme antes de resolver cosa alguna. Ese casamiento no debe llevarse a cabo, y yo os indicaré los medios de salir bien del empeño.—Vuestro amigo,

El infante don Juan.»


D. Diego Gómez de Sandoval contestó, sin pensarlo mucho, con las siguientes palabras:

«Alto y poderoso señor: El pesar con que me presto al casamiento ordenado por el rey, se acrecienta ahora viéndome en la necesidad de decir a vuestra señoría que nada puede hacerse para evitarlo. Mi hija ha estado a las puertas del sepulcro, y la he empeñado mi palabra de honor de que mañana se firmarán los contratos: sábelo ya el rey, y cuando recibí el escrito a que tengo la honra de contestar, me disponía a comunicarlo a vuestra señoría pidiéndole su aprobación, que no dudo me dispense, enterado de la situación de las cosas.—B. L. M. de V. S. su humilde servidor,

El conde de Castro Xériz.»

VI. El día de los contratos

Ningunas resoluciones son tan tenaces como las de aquellas personas que rara vez ejecutan sus voluntades. Hay caracteres fuertes—pero perezosos—que por cariño, por prudencia, por indolencia muchas veces, se habitúan a ceder a los espíritus activos y turbulentos con quienes se hallan en contacto, y soportan pacientemente la tiranía a que se han sometido, por la capacidad que reconocen en sí de sacudirla a su placer en el momento en que los excite un interés poderoso. Llegadas las circunstancias solemnes, salen de su apatía con tanta mayor fuerza cuanto ha sido más larga su perezosa inacción, y suelen ser obstinados a medida que han sido inertes.

Esto aconteció a D. Diego Gómez de Sandoval: apenas podía recordar doña Beatriz que en todo el tiempo trascurrido desde que era su consorte se hubiera opuesto seriamente a uno de sus deseos; más bien comprendía, en la circunstancia a que aludimos, que había llegado el caso de ser ella la que se plegase ante una decisión inmutable, expresada con una autoridad harto economizada hasta entonces. La dama se revistió, por tanto, de aspecto grave y resignado, desde la mañana de aquel día en que se fijó el siguiente para la celebración de los contratos; y observándolo D. Diego, redobló las atenciones y el cariño, como para endulzar a su esposa el sacrificio que había impuesto a su orgullo, y que parecía por fin magnánimamente aceptado.

Los dos pasaron la tarde en la alcoba de Dolores, que, aunque fatigada por las vivas emociones de aquel día memorable, continuaba en buen estado—en apariencia al menos—bien que a la llegada de la noche se notase algún recargo en la ligera fiebre que desde algunas horas antes la había asaltado.

El doctor entraba en la cámara de la enferma en los mismos momentos en que la antedicha circunstancia hacia renacer un tanto las inquietudes paternales, y ambos esposos se apresuraron a preguntarle su dictamen. Tomó el facultativo sucesivamente entrambas manos de la joven, pulsándola con detención, y se quedó pensativo.... muy pensativo.

—¿Qué decís? articuló impaciente el adelantado.—¿Está peor acaso?

—El pulso es duro e irregular, murmuró entre dientes el interrogado.

Dolores se incorporó asustada.

—Me siento bien,—dijo con viveza;—debo tener un poco de calentura.... me duele la cabeza.... pero todo pasará; mañana estaré buena.

El doctor la hizo acostar de nuevo, recomendándola silencio y quietud, y no desarrugó el ceño, que observaba temblando el infeliz padre.

—¿Pensáis que sería conveniente una sangría?—dijo al oído de Yáñez.

—No por ahora,—respondió éste; yo permaneceré toda la noche cerca de esta señorita, y—si la situación se agrava—mañana pueden vuesas mercedes llamar otros facultativos de su confianza con quienes consultar.

El conde lo asió del brazo convulsivamente, y—alejándolo algunos pasos del lecho de Dolores—tornó a preguntarle con mayor ansiedad:

—Pero ¿está peor? Decídmelo sin rodeos, Sr. Yáñez. ¿Os parece mal su estado?

El médico, visiblemente conmovido por aquellas interrogaciones, se rascaba la cabeza y tosía, no acertando a explicarse; mas por fin respondió estas palabras, que parecían salir trabajosamente de sus labios:

—La situación es grave...., sí...., ¡muy grave! Pero no hay por qué desesperar, y yo ruego a vuesa merced que disimule sus inquietudes en presencia de la enferma. Es preciso que reine— en torno suyo la más completa tranquilidad.

D. Diego cayó desplomado en una silla, y el facultativo dispuso con aceleramiento una bebida que ordenó se suministrase inmediatamente a la joven, a quien ofreció volver a ver dentro de algunas horas.

Se despidió en seguida, tornando a recomendar silencio y calma.

D. Diego miró a su mujer con ojos desencajados; pero Dolores—como si quisiese disipar la angustia que en ellos se leía—dijo jovialmente, incorporándose en el lecho y sacudiendo su destrenzada y profusa cabellera castaña:

—Me pesa la cabeza cual si tuviese sobre ella la enorme peluca del buen doctor Pero Yáñez. Hacedme el favor, mi querida María, de recogerme los cabellos, y me parece que eso bastará para mejorarme de mi ligera calentura.

La condesa se adelantó a la dueña para cumplir la indicación de su hija, y la besó dos veces mientras sujetaba bajo una cofia de encajes su riquísima melena. En seguida la sirvió por sí misma la tisana preparada por el médico, y don Diego pudo observar—con agradable emoción—que dos gruesas lágrimas, desprendiéndose de los ojos de la madre, se mezclaron con la medicina que apuraba dócilmente la hija.

Cuando la condesa colocaba sobre una mesa el cristal ya vacío, Dolores fijaba en ella sus hermosos ojos, llenos de agradecimiento y de ternura, y acaso en aquel instante sentía remordimientos, recordando la enérgica negativa que había opuesto a los ruegos de la condesa. Acaso el afecto filial—reanimado entonces por las inesperadas muestras del materno cariño—ahogaba momentáneamente los votos del amor, y se preguntaba la joven si no era un crimen sacrificar a su ventura el orgullo de aquella a quien debía la vida. Como quiera que fuese, la enferma—que se incorporara serena y animada—se mostró de repente meditabunda y abatida. Permaneció algunos minutos con la cabeza baja y los brazos cruzados sobre el pecho, luego exhaló hondos y ahogados suspiros, tuvo frecuentes estremecimientos, hasta que—por fin—tornó a acostarse y a dormirse bastante profundamente.

Sin embargo, el despejo y la calma que había manifestado, cuando acababa de expresar el médico tan serias inquietudes, produjeron en el conde benéfica impresión; comenzando a sospechar que exagerase Yáñez la gravedad del accidente, para dar a la curación más valía.

Con este pensamiento, llamó a su mujer a un extremo de la estancia, y sentándose junto a ella, la dijo:

—Paréceme, amada Beatriz, que no hay motivo para entrar en cuidado por cuanto indica el doctor. La niña indudablemente está ya fuera de peligro...., y aun quizá no lo ha tenido nunca tan grande como mi corazón ha temido.

La condesa se encogió de hombros y contestó sonriendo:

—Me alegra que lo conozcáis, pues de ese modo cesaréis de juzgarme una madre sin entrañas, capaz de dejar morir a su hija pudiendo salvarla.

Calló doña Beatriz, y D. Diego comenzó a pasearse agitado de un extremo al otro del aposento. Pensaba que era, en efecto, bastante verosímil que la promesa que había pronunciado hubiese sido arrancada premeditadamente al corazón paternal por las apariencias de un riesgo imaginario; casi se sentía avergonzado de la facilidad con que prestó crédito a las ponderaciones del artificioso médico y a las pavorosas quimeras creadas por su propia imaginación; de modo que al volver a sentarse al lado de su esposa, no pudo menos de decirla con cierto aire contrito:

—Perdonadme, querida Beatriz, el haber tomado—contra vuestro deseo y consejo—una resolución que confieso era merecedora de más detenido examen.

Nada respondió la condesa: suspiró y bajó la cabeza, como si pesase en ella una idea dolorosa. Un instante después dijo a su esposo:

—Puesto que estáis más tranquilo respecto a nuestra hija, ¿por qué no os recogéis y procuráis descansar algunas horas?

—Lo necesito, en efecto, contestó el adelantado; pero quiero aguardar el regreso del doctor: quiero ver si nos dice todavía que es muy alarmante la situación de la niña, y hacerle comprender—por si es que está ganado por los Lunas—que no son necesarios mezquinos y crueles artificios para obligarme a persistir en lo que tengo ofrecido, ni para que contribuya en cuanto alcance al logro de cualquiera otra mira que pueda proponerse el buen Pero Yáñez: de todos modos, no deja de ser antiguo conocido y un médico estudioso y hábil.

—Tenéis razón, fué todo lo que repuso doña Beatriz, quien levantándose al mismo tiempo, se acercó de puntillas al lecho de la enferma y la observó algunos minutos con profunda atención.

—¿Qué tal?...., la interrogó su marido, aproximándose con iguales precauciones.

—Duerme,—dijo la condesa,—y siento los pasos del doctor que se aproxima, y que espero nos dirá por último toda la verdad sin rodeos.

Entró el facultativo, en efecto, pulsó a la doliente, examinando con cuidado su semblante a la débil claridad de la única lámpara que daba luz al aposento, y terminado su examen se dejó caer en una silla inmediata sin proferir palabra.

—¡Todavía!—exclamó impaciente el conde:—¡todavía os mostráis desalentado!

—¡Todavía!—respondió secamente el Sr. Yáñez.

—Pero yo no puedo creer que exista gravedad verdadera,—dijo la condesa,—participando, al parecer, del descontento que se veía impreso en el semblante de su esposo.

—¿No miráis su postración? observó el facultativo; por lo demás, no me parece que debemos temer por esta noche ningún suceso desgraciado.

—Pero ¿la halláis de veras muy mala?—dijo con acento ya trémulo el conturbado padre.

El médico le miró con asombro; mas procuró modificar la expresión de su fisonomía al responderle:

—Animo, señor conde: estoy muy lejos de aprobar temores exagerados. Vuesas mercedes pueden irse a descansar; que aun quedan—así lo espero—aun quedan muchas noches para asistir a la enferma, y por hoy yo me encargo de velar a su lado con la dueña.

Era tan violento en aquel instante el temblor que se había apoderado de los miembros del conde, que hubo de apoyarse en los brazos del doctor, el cual lo sacó casi arrastrando de aquella triste estancia, y lo condujo a su aposento, ayudándole doña Beatriz. Pusiéronle en cama—no obstante su maquinal resistencia—y mientras Yáñez le preparaba un calmante, su mujer le decía al oído:

—¿Qué significa esta flaqueza, D. Diego? ¿Olvidáis ya que le conviene a ese hombre ponderar los peligros? La niña no está tan mala como intenta persuadirnos. Velaré cerca de ella, os lo prometo; procurad calmaros; quedaos en— cama: más temo por vos que por Dolores.... tenéis las manos heladas y desencajadas las facciones.

—Es verdad,—dijo el adelantado;—no me siento capaz de escuchar otra vez las funestas palabras del doctor. Por más que me parezcan exagerados sus temores, vuelvo a participar de ellos a pesar mío, y sólo consiento en tomar reposo algunos instantes si ahora mismo mandáis buscar a otro facultativo, cuya opinión consultemos.

—¿Os parece bien que llame a mi hermano, encargándole expresamente que traiga consigo a su médico?

—Sí; hacedlo sin demora, y avisadme cuando llegue: mientras tanto procuraré recobrar mi entereza; dejadme solo.

Doña Beatriz salió en el momento en que el doctor Yáñez servía a su esposo el anunciado calmante. Bebiólo el conde, despidiendo también al médico, y encargándole que no se apartase más de la cabecera de su hija. Pronto iré a acompañaros, añadió; la congoja va pasando.

Cuando quedó solo se tendió en su lecho y desahogó su corazón con repetidos suspiros. Trabajaba por reanimar sus dudas respecto a la sinceridad del médico; pero no podía. Agitábale un vago presentimiento de que el peligro de su hija era más eminente de lo que confesaba el mismo Yáñez; y aumentándose por instantes su zozobra y malestar, resolvió levantarse y volver cerca de Dolores, para observarla por sí mismo. Resolviólo, pero no pudo ejecutarlo. Extraño peso abrumaba su cabeza; crispadores escalofríos recorrían sus entorpecidos miembros; y conoció que no podría dar un paso sin bambolearse como ebrio. Llamó entonces con la campanilla y acudió Isabel Pérez.

—¿Cómo está mi hija?—la preguntó con voz demudada.

—Lo mismo, al parecer, contestó ella. Un paje ha ido a llamar al Sr. de Izcar y a su facultativo; entre tanto el doctor Yáñez le ha dado segunda dosis de su medicamento, y espera, según dice, felices resultados.

—Quisiera levantarme, articuló penosamente D. Diego; pero creo que me está comenzando una gran fiebre. He padecido tanto desde ayer, que nada tiene de extraño.

—Descanse vuesa merced,—dijo la criada;—cubriré la luz para que no se desvele, y vendré a avisarle si ocurre novedad.

—¡Dormir! murmuraba el conde cuando salía de puntillas Isabel, después de cubrir la luz como había indicado.

¡Dormir en medio de tales inquietudes!.... Pero aunque le parecía imposible, cayó muy pronto en verdadero sopor, que si no le procuró completo reposo, entorpeció por lo menos la facultad del pensamiento.

Dos horas próximamente gozó el pobre caballero aquella imperfecta calma; mas salió de ella sobresaltado, pareciéndole que sentía idas y venidas por los vecinos corredores, y que llegaban hasta él confusas exclamaciones. Hizo entonces un esfuerzo supremo y se lanzó del lecho, a que parecía clavado por el abatimiento de sus fuerzas. Corrió instintivamente hacia la cámara de su hija—atravesando oscuros aposentos con el maravilloso acierto de un sonámbulo—y al desembocar en los corredores se encontró a Isabel, que iba a buscarle desatentada.

—¿Qué sucede?—exclamó con ronca voz el desventurado padre.

—La señorita está muy mala ¡muy mala!....—respondió sollozando la doncella, y aun no han venido el Sr. de Izcar y su facultativo.

El conde se lanzó, fuera de sí, hasta el umbral de la estancia en que estaba Dolores, y se halló frente a frente del doctor, que iba a atravesarlo al mismo instante, perdida toda la gravedad afectada que era el carácter de su fisonomía.

—¡Mi hija! gritó el caballero: ¡Dolores! ¿qué es de mi Dolores?

El médico por toda contestación enlazó con sus brazos el robusto talle de D. Diego, procurando alejarlo de aquella puerta fatal. Pero recobró éste por un momento sus gigantescas fuerzas, y arrastrando a Yáñez—como si fuera una pluma—se precipitó dentro.

La condesa, profundamente pálida, estaba en pie delante del lecho de Dolores, y la dueña Mari-García se inclinaba llorosa sobre el cuerpo de la joven, que tenía todas las apariencias de un cadáver.

—¡Mi hija! tornó a gritar el conde, deteniéndose estremecido ante aquel cuadro fúnebre.

—¡Está muerta!—respondió la condesa con acento sordo, pero con pronunciación clara.

—¡Muerta! fué todo lo que pudo articular el infeliz, y cayó en brazos del doctor tan exánime como su hija.

Lo volvían en tal estado a su aposento, cuando llegaron por fin el Sr. de Avellaneda y su médico. Instaló a este último el doctor Yáñez junto al lecho en que depositara al conde, y volvió presuroso a la cama mortuoria, donde se hallaban solos doña Beatriz y su hermano; mientras Mari-García e Isabel Pérez preparaban por su orden las virginales galas con que la joven difunta debía, según el uso, descender a la tumba.

No desmayó el varonil ánimo de doña Beatriz en momentos tan terribles. Ella vistió y adornó por sí misma aquellos restos queridos, sin consentir que la ayudasen en el desempeño de tan triste deber otras sirvientes que la dueña y su doncella favorita. Ella daba, de acuerdo con su hermano, órdenes precisas y terminantes sobre los funerales y el entierro del cadáver en el panteón de su familia, adonde debía ser trasportado, y no se logró apartarla del funesto aposento hasta el instante en que declaró D. Juan que era preciso sacar de él los inanimados despojos de la malograda hermosura.

El Sr. de Avellaneda lo había dispuesto todo con tan grande actividad, que las gentes de la plebe (únicas que comenzaban a circular por las calles de Valladolid a los primeros albores de la mañana) vieron atravesar por ellas el fúnebre convoy, cuando todavía ignoraban todos que aquellas frías reliquias—que se sacaban de la ciudad real, morada entonces de los placeres brillantes—era cuanto quedaba de una de las beldades más perfectas que habían sido su adorno dos días antes.

Un carro magnífico conducía el ataúd, que iba cubierto con ancho manto de raso blanco recamado de oro, y lo escoltaban a caballo D. Juan de Avellaneda y un escudero de éste, llamado Rodrigo de Sepúlveda, siguiéndoles muchos criados de la casa del conde, vestidos de riguroso luto: detrás de ellos se veía una litera blasonada, en que iban el doctor Pero Yáñez y la dueña Mari-García.

A la hora en que los rumores de aquel infausto suceso cundían rápidamente por la ciudad, y llegaban a oídos del infortunado amante que esperaba firmar aquel día los contratos matrimoniales, el cuerpo de Dolores se hallaba ya en la primera parada; donde fueron despedidos como innecesarios los domésticos del conde; quienes regresaron a Valladolid a tiempo aún de poder asistir a las solemnes exequias con las que,—honrando la memoria de la difunta,—elevaba la familia preces fervientes al Altísimo por la eterna felicidad de su alma.

VII. Seis años después

El castillo de Castro-Xériz, en que fundaba su título don Diego Gómez de Sandoval, adelantado de Castilla, no era de las innumerables moradas feudales de que sembró la Edad Media el suelo de la Europa; su arquitectura indicaba a primera vista una obra de los romanos, y los restos que aun subsisten prueban la gran solidez de construcción que caracteriza a los edificios del mencionado origen. En aquella imponente fortaleza tuvo julio César, según aseguran algunos, un punto de apoyo cuando la guerra contra los vándalos; según otros, fué la defensa que exprofeso se formó aquel grande hombre en sus luchas con Pompeyo. Lo que se sabe con más certeza es que en ella gimieron víctimas del rigor de D. Pedro de Castilla dos desventuradas princesas , y que en épocas posteriores sirvió algunas veces de teatro a brillantes fiestas de poderosos magnates; porque situada a siete leguas de Burgos, y dominando la antigua villa cuyo nombre tomó, les parecía digno punto de reunión a los nobles de aquella comarca, que debían a su valimiento la honra de preparar allí suntuosas cacerías y espléndidos banquetes. Los villanos del contorno conservaban por largo tiempo los recuerdos de aquellos regocijos, por la liberalidad que solían usar sus señores en tales ocasiones, y por las inequívocas muestras que dejaban por lo común de la irresistible fuerza de sus galantes caprichos.

Pero en 1431, que es la época de que vamos a hablar, hacia seis años que no alteraba nada la majestuosa calma del soberbio castillo, residencia habitual de la noble señora doña Beatriz de Avellaneda.

Desde que el cielo le arrebató su hija, se había hecho insoportable para aquella dama la tumultuosa vida de la corte, y pocos días después del triste suceso a que hemos aludido, se la vió sepultar su interminable dolor entre los espesos muros de aquel vasto edificio, que no abandonó desde entonces ;por más que se empeñaron en arrancarla de su soledad los deudos y amigos, a quienes apenaba justamente tan prolongado retiro. Profundo era el aislamiento en que vivía allí la desdichada madre; no admitía visitas, no conservaba de su numerosa servidumbre sino a la dueña Mari García y a la doncella Isabel Pérez, y rarísima vez alcanzaba el alcaide de la fortaleza la honra de presentar sus respetos a la afligida señora, que ni aun a su capellán recibía en las habitaciones que ocupaba, limitándose a oir la misa—que hacia celebrar los días de fiesta en su capilla particular—desde una elevada tribuna con espesas rejas.

Las circunstancias de ser el capellán lejano deudo suyo, y el alcaide un servidor antiguo de su casa, no eran parte a que depusiera la condesa su sistema de absoluto retraimiento. El ministro de los altares se resignaba a ella, y Rodrigo de Sepúlveda (que era el alcaide mencionado) no parecía admirado por los más singulares caprichos de aquella ilustre hembra; a cuya familia había consagrado su vida desde los años más tiernos, sirviendo largo tiempo de escudero a don Juan de Avellaneda, por recomendación del cual alcanzara más tarde el honroso cargo que en 1431 desempeñaba lealmente.

El mismo conde de Castro y los hijos que le eran tan amados, se hallaban incluidos en la general proscripción. Doña Beatriz había declarado que todos—sin exceptuar a su esposo—debían respeto a su retiro, hasta que atenuado su dolor; se hallase capaz de volver a la sociedad de las personas queridas. Aunque seis años trascurridos no hubiesen causado en el espíritu de la dama modificación alguna, el complaciente y respetuoso marido se sometía todavía al rígido decreto de una separación indefinida, contentándose con escribir largas y cariñosas cartas, en que agotaba su elocuencia para persuadir a su esposa debía poner término a tan prolongada ausencia.

Doña Beatriz, empero, no cedía jamás: su sombría y taciturna tristeza se esquivaba del influjo poderoso del tiempo, cobrando cada día más grave y adusto aspecto. Pero no era por cierto extraordinaria aquella especie de misantropía, en una pobre mujer que en sólo seis años había perdido sucesivamente una hija adorada en la aurora de su juventud, un hermano querido en toda la fuerza y lozanía de la edad, y un sobrino lleno de porvenir y de esperanzas, citado ya en lo más florido de su vida como ejemplo singular de caballerescas virtudes.

Don Juan de Avellaneda y Gutiérrez de Sandoval habían sobrevivido poco tiempo a la malograda Dolores. Murió el uno casi de repente en los días en que se regocijaba con la halagüeña esperanza de ser en breve padre, y el otro sucumbió en un torneo a manos de D. Alvaro de Luna, condestable de Castilla. Circunstancia era ésta que parecía creada exprofeso para atizar el recíproco aborrecimiento que—sin causa suficiente hasta entonces—dividía a los condes de Castro y a los de Santisteban, desde el funesto suceso que desbarató inesperadamente el' enlace convenido entre aquellas dos casas poderosas.

Don Alvaro, aunque se mostró apenado, cual era natural, por aquella gran desgracia, cobró desde entonces manifiesta aversión a la infeliz familia a quien más directamente lastimaba; ya fuesen aquellas disposiciones caprichoso efecto de su disgusto al verse contrariado por la suerte en uno de sus más declarados deseos; ya las suscitase en el fondo de su alma alguna horrible sospecha, que no quiso nunca comunicar a nadie. Como quiera que fuese, no eran indispensables secretos motivos para explicar la ojeriza del condestable contra el adelantado, y la exacta correspondencia que no tardó en encontrar; pues muchos juzgaban bastante causa la respectiva posición de aquellos magnates, y el estado de las cosas en unos tiempos de parcialidades y revueltas.

El condestable continuaba ejerciendo exclusivo dominio en la voluntad del monarca castellano; el adelantado estaba unido estrechamente a D. Juan de Aragón—ya rey de Navarra—que era entonces la principal cabeza del bando descontento, empeñado en hundir la escandalosa privanza del de Luna.

Aquella facción potente,—que ponía espanto a D. Juan II, pero que no alcanzaba a disminuir su ciega deferencia por D. Alvaro, ni la arrogancia de éste,—había logrado atraer a sus intereses al monarca aragonés, D. Alonso V, y se jactaba con razón de contar en sus filas a los más ilustres magnates de Castilla.

Vencida una vez la potestad real, se había visto obligado el soberbio valido a dejar por algún tiempo la corte; mas su breve destierro sólo sirvió para proporcionarle nueva ocasión de triunfo; porque las disidencias y rivalidades que sobrevinieron entre sus ambiciosos adversarios,—ansioso de heredar cada cual exclusivamente el favor de que todos querían desposeerle,—contribuyeron no poco a facilitar al soberano la vuelta de su privado, que—ausente como presente—continuaba siendo único objeto de su absoluta confianza. El mismo rey de Navarra, el mayor y más temible enemigo de D. Alvaro, cooperó entonces, según pública voz, a su re freso a la corte; ya fuese en venganza de los que osaban disputarle el derecho de sustituirle en el ánimo de D. Juan II; ya que desconfiando de lograrlo, quisiese ganarse por aquel medio el afecto y la gratitud del rey de Castilla y de su amigo. El resultado, empero, no correspondió a tales esperanzas, si las concibió; pues restituido el condestable a su antiguo poderío, se cuidó poco de los buenos oficios del nuevo rey de Navarra, obligándole mal su grado a marcharse a sus estados y a no mezclarse en cosas de los ajenos. Igualmente hizo alejar de su augusto favorecedor a cuantos personajes se habían mostrado contrarios, o siquiera indiferentes a sus intereses particulares, haciéndose entonces, más que nunca, ostensible su orgullo y absoluta su autoridad.

El vengativo D. Juan tornó, como era consiguiente, a encenderse en saña contra aquel altanero advenedizo, y no tardaron en declararse abiertamente las hostilidades de Navarra y Aragón contra Castilla, que encerraba en su propio seno no pocos enemigos de la misma causa que le tocaba defender. Era uno de éstos D. Diego Gómez de Sandoval, que a fuer de ardiente amigo del monarca navarro, necesitó sin duda toda su lealtad de súbdito del castellano para limitarse a una aparente neutralidad; que no siempre supo conservar, y que nunca le pareció sincera al suspicaz condestable. No entra, por cierto, en nuestro plan el trazar en este corto episodio del revuelto reinado de D. Juan II, un cuadro exacto de aquellas luchas que llegaron a encender la guerra entre tres estados de la Península española, cuyos reyes estaban enlazados por estrechos vínculos; sólo diremos lo que a nuestro objeto conviene, y es que D. Diego Gómez de Sandoval perdió la gracia de su rey, y fué considerado por D. Alvaro de Luna como uno de sus más irreconciliables enemigos.

En el año de que hablamos al comienzo de este capítulo, una tregua—que varios sucesos hicieron indispensable—suspendió felizmente las hostilidades entre los tres reinos; pero el conde de Castro no se había resuelto, sin embargo, a presentarse en la corte, continuando retirado en una de sus villas, y únicamente ocupado, como ya dijimos, en escribir largas cartas a su dolorida consorte en solicitud de una reunión, que todavía retardaba la adusta y misantrópica amargura de aquella mujer extraordinaria. El tiempo—que había atenuado con su irresistible poder la desolación del padre—parecía impotente contra la tétrica tristeza del alma de la madre; aunque entre aquellos dos individuos no fuese el más tierno y apasionado el que aparecía entonces más constantemente sensible.

Algunas semanas habían pasado sin que la castellana de Castro Xériz recibiese misivas de su esposo, y ya comenzaba a inquietarla tan desusado silencio, cuando un día se vió turbada de pronto la silenciosa calma de su retiro con la imprevista llegada de aquel personaje. Tan ajena se hallaba la condesa de imaginar como posible semejante infracción de sus severas órdenes, que el adelantado se instaló en el castillo antes de que se repusiera la que lo habitaba de su muda y extremada sorpresa, que pareció mezclarse con alguna turbación. El conde, siempre cortés y sumiso con la que era objeto de su invariable ternura, se apresuró a calmarla.

—Perdonadme, Beatriz mía,—la dijo cuando se vieron solos:—os he desobedecido, y leo en vuestro semblante que dais harta gravedad a mi disculpable falta; mas espero desenojaros completamente al haceros saber las poderosas razones que me han obligado a venir sin vuestro permiso.

—Don Diego, contestó la dama con visible alteración en el acento vibrante de su imperiosa voz; cualesquiera que sean las causas que os hayan traído, creo que no prolongaréis vuestra permanencia en este vasto sepulcro, en que os he rogado me dejéis sumida con mi perpetuo dolor. Os debéis a vuestra patria, a vuestra familia, cuyo honor—nunca mancillado—os toca abrillantar con nuevos timbres; pero yo nada tengo que hacer en el mundo, y sólo ambiciono y os pido la soledad y el descanso.

—Los tendréis, mi querida Beatriz,—repuso el conde;—pero no podéis ya buscarlos en estos sitios. Es absolutamente preciso que abandonemos a Castro Xériz esta misma noche; no existe seguridad para nosotros cerca del rey de Castilla. Estoy en completa desgracia, y no hay tiempo que perder si hemos de ponernos a cubierto de los golpes de su enojo, que atiza asaz diligente el conde de Santisteban.

—¡El conde de Santisteban!—exclamó la condesa.—¡Siempre ese hombre!.... Decidme, añadió después de un momento de pausa: ¿qué queja tiene de vos el condestable de Castilla? ¿No estuvisteis pronto a enlazar con la suya vuestra estirpe? ¿No os echasteis, por satisfacer su ambiciosa vanidad, aquel borrón, que hubiera sido público y eterno si la muerte no interpusiera para impedirlo su riguroso decreto?

—En nombre del cielo,—dijo el conde,—no mencionéis sucesos que son harto dolorosos para ambos. Pluguiese a Dios que a precio de la flaqueza que me echáis en cara se hubiese podido rescatar la preciosa existencia, que al acabar se llevó consigo toda la felicidad de la mía!

Calló un instante para sobreponerse a su emoción, y luego prosiguió.

—Don Alvaro de Luna jamás tuvo en mí un partidario, ni pudo esperarlo su demencia; mas parece que el infausto acontecimiento a que habéis aludido encendió más nuestros odios recíprocos, y en cuanto a él, pudiera presumirse al observar su declarada saña, que quiere vengarse en mí de la Providencia, que desbarató sus planes. Durante la guerra con Aragón y Navarra he puesto en práctica cuanta prudencia era posible en mi comprometida posición; pero, no obstante, el condestable de Castilla me infama en la corte acusándome de rebelde, y el rey D. Juan II tiende lazos para perderme. Con pretexto de consultarme sobre el pensamiento que tiene de declarar la guerra a los moros de Granada, hame enviado a llamar por dos veces, y cartas que he recibido al mismo tiempo—de personas que me son afectas—me advierten se está tramando mi ruina, y que si me presento en la corte seré preso inmediatamente.

—Marchaos a Navarra, contestó doña Beatriz, y dejadme el cuidado de justificaros. Haré el sacrificio de abandonar mi retiro; iré a la corte, hablaré al rey.

—Nada lograríais con ello, mi buena esposa, replicó tristemente Sandoval. El rey no tiene oídos sino para D. Alvaro de Luna, y apenas sea conocida mi ausencia de Castilla, se aprovechará ese pretexto para encausarme y despojarme de mis fortalezas. En tal persuasión, no puedo consentir en dejaros sola, expuesta a los insultos de un bando furioso, y a las injusticias de un príncipe, ciego instrumento suyo.

Doña Beatriz se turbó visiblemente con esta resistencia de su esposo, y casi consternada exclamó:

—Pero yo no puedo ir con vos...., no puedo absolutamente.

—¿Cuál es, pues, el obstáculo que halláis?—dijo sorprendido el conde.—Explicaos, Beatriz; porque comienzo a encontrar sobrado misteriosa y singular la conducta que observáis conmigo.

La condesa, más y más desconcertada, articuló balbuciente algunas frases sin sentido, y creciendo—á medida de aquel embarazo manifiesto—el descontento y la extrañeza del adelantado, iba a expresarlos sin duda, cuando se hizo percibir leve rumor de cercanas pisadas, y casi instantáneamente el de una puerta que se abría con precaución a espaldas de la condesa. Volvió ésta la cabeza con estremecimiento involuntario, pintándose en su rostro indescribible susto; de tal modo que llamando la atención de su marido siguió maquinalmente la dirección de sus ojos. Mas solo vió a Isabel Pérez, que—asomándose por la puerta entreabierta—dirigía a su señora un gesto significativo; que tuvo, según todas las apariencias, el poder de calmar su inexplicable zozobra; pues aunque al momento desapareció la doncella sin proferir palabra, la condesa se encaró a su marido con aspecto mucho más tranquilo y afectuoso, diciéndole:

—Creo conveniente a vuestros intereses que yo permanezca en Castilla algunos días más, y os empeño mi palabra de seguiros después si no consigo justificaros con el rey. Partid con nuestros hijos, D. Diego; poned en seguridad vuestra persona; mas antes descansad algunas horas cerca de vuestra esposa y aceptad de su mano un corto refrigerio. El conde—pasmado de cuanto observaba desde su llegada al castillo—guardó un instante silencio, y rompiéndolo bruscamente en el momento en que se levantaba su mujer—para ir a dar las disposiciones necesarias al obsequio con que le había brindado—exclamó con amargura:

—¿Estáis, pues, determinada a no acceder á mis ruegos? ¿Persistís en quedaros, después de haberos asegurado que vuestra intercesión no tendrá éxito?

—Os he prometido reunirme a vos en cualquier parte en que os halléis,—respondió la condesa; pero no saldré del castillo sin haber intentado defenderos, confundiendo a nuestros enemigos.

—¿Y si yo os prohibo tan inútil como peligrosa defensa? replicó el conde: ¿si os mando acompañarme, terminando de una vez la caprichosa separación a que me tenéis condenado hace seis años?....

—No os juzgo capaz de emplear la fuerza para arrancarme de este asilo,—dijo doña Beatriz sin alterarse,—y sólo por medio de ella podríais conseguirlo.

El conde, despechado, detuvo a su mujer, que iba a dejar la estancia, y pronunció entre triste y colérico:

—Pues bien; quedaos en buen hora y continuad a vuestro placer la extraña conducta que os habéis propuesto. Parto inmediatamente para alcanzar a mis hijos, que me llevan dos horas de ventaja; pues quiero que entremos juntos en Nájera, que es el punto adonde por de pronto me encamino. Recibid mi despedida, Beatriz, y por si no volvemos a vernos, sabed que os perdono cuanto sufrir me hacéis, y que os agradezco siempre los días venturosos que en otro tiempo me disteis.

Hizo una reverencia a la dama concluyendo esta frase, y tornando a ceñirse su espada salió precipitado del aposento.

Resuelto estaba a abandonar el castillo sin más demora, y con tal intención atravesaba aceleradamente una de las galerías, llamando a grandes voces al alcaide para comunicarle sus órdenes, cuando le salió al encuentro la dueña Mari García, a la que no había vuelto a ver desde la muerte de Dolores. Tan flaca y cadavérica se encontraba después de aquella época la desgraciada vieja, que apenas pudo reconocerla el conde. Ella debió observarlo, y se apresuró a decirle:

—Soy Mari-García, Sr. D. Diego, o mejor diré, soy un lastimoso resto de ella, que está reclamando el sepulcro. Dios, sin embargo, en su infinita piedad no ha querido apagar la última chispa de vida que queda en este cuerpo ruinoso, sin concederme antes el consuelo de ver a vuesa merced y pedir de rodillas su perdón.

—¡Mi perdón!—exclamó el conde:—pues ¿en qué me habéis ofendido?

—Yo lo diré todo,—pronunció María, echando en derredor miradas recelosas: ¡todo! Pero estoy temblando de miedo: me espían, señor.... me temen. La condesa me mataría si me viese hablando con vuesa merced. En nombre del cielo no dejéis este castillo sin darme tiempo para que os revele el cruel secreto que atormenta mi alma. Os interesa en sumo grado conocerlo.

—¡Un secreto! repitió el adelantado, temblándole ya los labios: ¡un secreto de mi mujer!

—Oigo pasos,—dijo María con extrema zozobra;—huyo...., huyo de aquí, señor! Pero no olvidéis lo que os he dicho: no me dejéis morir con un atroz misterio encerrado en el alma.

Apenas concluyó estas palabras, huyó la vieja como lo había indicado—dejando atónito a D. Diego—y casi al instante mismo entró por otro lado la condesa, que seguía a su marido, apenada sin duda por la manera fría y amarga con que habían terminado su primera entrevista, después de seis años de separación dolorosa.

—¿No os detendréis siquiera algunos minutos para tomar un refrigerio?—dijo cariñosamente la dama.

—Sí, contestó el conde inmutado,—sí; descansaré un rato.... Mandad que me dispongan lecho, lejos de vuestro aposento...., para no molestaros. Quiero dormir un poco.

—Antes espero que me haréis en la mesa compañía, tornó a decir doña Beatriz, a cuyos pálidos labios como que quiso asomar una sonrisa.

—Después...., después que repose algunos instantes, replicó D. Diego tartamudeando. Ahora estoy quebrantado...., me siento malo...., necesito estar solo.

El semblante demudado del caballero daba tan evidentes muestras de la verdad de lo que decía, que su esposa—atribuyéndolo al disgusto y enojo que le había causado negándose a seguirle—redobló las demostraciones de cariño, y le condujo por sí misma a la pieza de aquel departamento del castillo en donde se le dispuso la cama. Sirvióle en seguida por su propia mano un ligero refrigerio, y encargándole que se acostase y procurase dormir, lo dejó en la soledad que el conde apetecía.

Ya comprenderá el lector cuan difícil era, sin embargo, que gozase del reposo que le deseaba su cónyuge. Las misteriosas palabras de la dueña excitaban en su corazón sentimientos que le eran desconocidos. La virtud de doña Beatriz y la confianza en ella, que había sabido inspirarle, le preservaron constantemente hasta del menor asomo de celos; mas de improviso—y a pesar de sus propias convicciones—asaltaba aquella pasión tiránica el descuidado pecho del adelantado, causándole tan gran perturbación y tan violenta ansiedad, que llegó a imaginar imposible el soportarla sin morir. Apenas se encontró solo, comenzó a recorrer a largos pasos la espaciosa estancia en que se hallaba, revolviendo entre sí mil confusas ideas, a cual más disparatada, y con tales gestos de asombro y de dolor, que lo hubiera tomado por demente cualquiera que lo hubiese visto durante aquellos momentos de indescribible agitación.

Parábase, empero, de vez en cuando, y prestaba silenciosamente el oído al más leve rumor que imaginaba percibir, esperando que la dueña viniese a buscarlo para darle la explicación de sus singulares anuncios; mas cuando pasó media hora—sin que nadie apareciese a disipar o a confirmar sus recelos—no pudo ya contener su impaciencia, y—abriendo de súbito la puerta—se lanzó fuera del aposento y comenzó a andar sin saber adónde; pero animado con la esperanza de encontrar a la anciana, que acaso estaría acechando la ocasión de hablarle.

Desiertas estaban la varias piezas que recorrió en un momento ; parecía que todos los moradores de aquella parte del señorial edificio se habían hecho invisibles. El conde, cuya anhelante curiosidad iba creciendo a medida que se prolongaba, se decidía ya a llamar a la dueña en altas voces—rompiendo toda clase de miramientos—cuando de pronto se presentó a su vista Isabel Pérez, arrastrando casi a la García, que procuraba en balde defenderse.

—No me dejaré encerrar, es una iniquidad—decía la dueña, agotando sus esfuerzos de resistencia:—gritaré para que lo oiga el conde.

—Desgraciada de vos si no selláis los labios y obedecéis las órdenes de la señora,—respondía en voz baja la doncella.—Se desconfiá de vuestra prudencia, ya lo sabéis, y no tenéis más recurso que ir a la torre y permanecer allí hasta que se marche D. Diego.

—Piedad! Socorro!—exclamó entonces María, con toda la fuerza que pudo hallar en su ya débil pecho.

—¡Silencio, o me obligaréis a que os ahogue!—dijo Isabel asiéndola por la garganta.

—¡A ti, miserable! gritó el conde, precipitándose sobre la confidenta de su esposa, a ti te toca callar si no quieres morir.

VIII. Revelaciones

La prevención era innecesaria: la doncella se había desmayado de susto y yacía en tierra. María, recobrada de su primera sorpresa, corrió a postrarse a las plantas de su amo, y tan grande era en aquellos instantes la agitación y ansiedad de éste, que sin acertar a preguntar cosa alguna, pálido, convulso y azorado, clavaba en la vieja sus delirantes miradas con expresión casi temerosa.

—Señor,—dijo ella después de besarle los pies con humilde rendimiento:—¡defendedme! No permitáis que me quiten este resto de vida que me conserva el cielo para vuestro bien, para que os saque de un engaño cruelísimo y os revele la gran maldad cometida en vuestra casa.

—¡Habla! fué todo lo que pudo articular el caballero. La dueña prosiguió:

—Seis años hace que pesa sobre mi alma este atormentador secreto, y más de dos que al remordimiento se asocia la enfermedad que me ha enviado el cielo para castigar mi culpa. Conociendo mi próximo fin, y anhelando reparar aquélla en cuanto posible sea, hasta había pensado huir del castillo para buscaros y contároslo todo.... la postración de mis fuerzas no me lo ha permitido; pero Dios se digna traeros inesperadamente para que mi buena intención no quede sin cumplimiento.

—¡Habla! volvió a exclamar el conde, sin poder añadir una palabra más.

—Sí, señor; hablaré, continuó la dueña; suceda lo que sucediere, debo hablar ahora.... pero sabed que la condesa me hace espiar, que desconfiá de mí, que acaso se presente aquí cuando menos pensemos.... (y al decir esto arrojaba en torno miradas llenas de espanto).

—¡Habla, vive Dios! gritó de nuevo D. Diego, con tan terrible acento esta vez, que María se quedó por un momento aterrada. Luego—notando que se aumentaba con su silencio la angustiosa impaciencia de su amo—dijo por último, recogiendo sus fuerzas, que parecían próximas a abandonarla:

—Señor, vuestra esposa os ha engañado cruelmente, y la malvada Isabel y yo hemos sido sus cómplices.

—¡Beatriz! ¡Beatriz me ha engañado! prorumpió el conde con tal acento que apenas parecía humano.

—¿No habéis reflexionado nunca,—dijo la vieja,—en las extrañas circunstancias que acompañaron la muerte de vuestra infeliz hija? ¿No os ha llamado la atención que tan pronto arrancasen de vuestra casa los restos que debían seros queridos? ¿Nada os hizo sospechar aquella desgracia, tan de improviso acaecida, y que era lo único que podía desbaratar un casamiento determinado por el rey, aprobado por vos y aborrecido por la condesa? ¡Responderme, señor! ¿No habéis tenido ningún recelo del crimen de que erais víctima?

Al escuchar estas extrañísimas palabras, todas las ideas del conde quedaron trastornadas de repente, y el nuevo e impensado giro que se daba a sus sospechas les prestaba un carácter más grave y extraordinario del que hasta aquel instante tuvieran.

—¡Desventurada!—exclamó, erizándosele el cabello,—¿qué acusación intentas pronunciar? ¿Qué horroroso delirio es el que vas a comunicarme?

—No es delirio, señor,—respondió sollozando la anciana: Lo que os diré será la pura verdad. ¡Ah! ¡Bien pudisteis sospecharla! ¿No conocíais que el doctor Yáñez era un hipócrita avariento y ambicioso, capaz de vender su propia alma? ¿No sabíais que D. Juan de Avellaneda aborrecía de muerte al condestable y a su familia; que miraba como un oprobio el enlace que debía verificarse; y que en su corazón de acero no hallaban entrada otros sentimientos que los del honor y el orgullo? ¿No os pareció inexplicable la resignación de la condesa, después de haberos declarado que prefería ver muerta a su hija a verla casada con Rodrigo de Luna? ¿Nada os han dicho tampoco su aparente inconsolable dolor y los seis años de aislamiento que lleva pasados en este castillo?

—¡Calla, monstruo! ¡Calla! gritó el conde aterrorizado. El demonio sin duda te ha sugerido la espantosa idea de que puede una madre asesinar a su hija.

—¡Asesinarla!—dijo la vieja,—no; yo no he dicho eso; pero el crimen cometido no es menos cruel: ¿de qué le sirve la vida a la desgraciada niña? Sepultada en estos muros hace seis años, muerta para el mundo, para el amante que adora, para el padre a quien ama, ¿deberá agradecer mucho a su inhumana madre una vida sin goces, ignorada de todos sus semejantes? ¿No es cien veces más infeliz que si descansara en el sepulcro?

El conde se pasó las manos por los ojos; le parecía que soñaba; que no era cierto nada de cuanto imaginaba estar oyendo. ¡Su hija viva! ¡Su hija allí, cerca de él, sumida por su propia madre en aquel sombrío encierro! Eran tan inauditos aquellos sucesos que no podía aceptarlos como verdaderos, y se confirmó en que estaba demente la reveladora de tan extraño secreto. Esta, empero, prosiguió diciendo con mayor eficacia todavía:

—¡Oh! ¡Sí! más digna de compasión es viviendo que si la hubieran arrancado de una vez de la tierra, que no la merecía. ¡Es un ángel, señor! ¡Si supierais cuánto ha llorado, cuánto ha padecido! Durante el primer año de su supuesta muerte la han tenido constantemente encerrada en una de las torres del castillo, sin que nadie—sino Isabel y yo—tuviésemos entrada en aquella cárcel. Luego su resignación y paciencia inspiraron a la condesa sentimientos más benignos, y consintió en visitar con frecuencia a la pobre víctima, haciendo cuanto creyó oportuno para dulcificar su suerte. Por último, al cabo de tres años, habiéndole jurado solemnemente Dolores que no haría la menor tentativa para descubrir a nadie su existencia, y que se recataría escrupulosamente de todos los que habitan el castillo (excepto el alcaide, que es sabedor de todo), consintió su madre en sacarla de la torre, permitiéndola vivir a su lado en esta parte del edificio que se ha reservado. Desde entonces la angelical criatura se muestra casi contenta, aunque llora todavía siempre que pronuncia vuestro nombre, y se lastima del pesar que sentiréis por su supuesta muerte. Entregada a sus ejercicios religiosos, y sin otra distracción que cuidar de unos pajarillos que alimenta por su mano, y de las flores que ella misma ha sembrado, ve pasar resignada año tras año, sin exhalar la menor queja, siempre respetuosa y tierna con aquella cuyo fatal orgullo la ha condenado a tan mísera existencia. ¿No hubiera sido menos malo—decidme, señor—que en vez de darle el vil médico el licor que le causó aquel profundísimo sueño con que os engañaron, y del cual no salió la desgraciada—veinte horas después—sino para verse sepultada en perpetuo cautiverio; no hubiera sido menos malo, repito, que la hiciera dormir eternamente en este mundo de maldades, para que su alma pura estuviese ya en los cielos entre los ángeles, a quienes se asemeja? ¡Pobre, pobre niña! añadió sollozando la arrepentida dueña; ¡tan hermosa, tan inocente, tan buena,—y enterrada en vida por la misma que le dió la existencia!

Hablaba con demasiado acuerdo y daba sobrados pormenores de los extrañísimos hechos que refería, para que pudiese el conde reputarla loca; y como si aun quisiera el cielo confirmar todavía más la verdad de sus palabras, Isabel—que había vuelto en sí cuando se terminaban las terribles revelaciones—acudió a los pies del conde, implorando su perdón y ratificándolas con las mismas razones que para defenderse alegaba.

Ninguna duda era posible ya. Don Diego, cuyos afectos en semejantes momentos no nos es dado describir, sólo acertaba a exclamar: ¡Mi hija! ¡Mi hija! ¿Dónde está mi hija?

—A vuestra llegada no la dividía del sitio en que visteis a la condesa sino una pared, que quería traspasar con sus ansiosas miradas la desgraciada niña, le contestó la dueña: después esta perversa mujer, que o? pide ahora compasión, y que os presenta disculpas, la encerró en la torre, por más que con muchas lágrimas rogaba la pacientísima víctima se la permitiera veros y oíros, y que la fe de su juramento debiera quitar todo recelo; porque jamás la hubiera quebrantado.

—Aquí están las llaves de la torre, articuló débilmente Isabel; en la de este lado del edificio es donde se encuentra la señorita.

El conde tomó el manojo de llaves con manos trémulas, y salió como loco, sin cesar de exclamar!—¡Mi hija! ¡Mi hija!—Mas apenas hubo andado algunos pasos se encontró frente a frente con la condesa. Palidísimo estaba su semblante—como en el cruel momento en que la vió D. Diego custodiando el exánime cuerpo de Dolores—y con el mismo acento profundo con que entonces la oyó decir: ¡Está muerta!—la escuchó exclamar ahora: ¡Está viva! ¡Está viva y con honra! repitió por dos veces, cruzados entrambos brazos sobre su hermoso pecho y revestida toda su persona de una majestad semi-bárbara. Vos me obligasteis, añadió, a emplear un medio violento, horrible para el corazón de una madre; pero nunca falta el valor en las hembras de mi estirpe, y os he salvado a toda costa de la vergüenza de que fuesen vuestros legítimos nietos despreciable descendencia de los bastardos de Luna. ¡Tal ha sido mi crimen, don Diego Gómez de Sandoval! Os quité vuestra hija por impediros que os quitaseis la honra!.... Para castigarme id a divulgar por el mundo que soy una madre inhumana, que ha tenido por seis años encarcelada a su hija; sacadla en triunfo de este castillo; llevadla ante el favorito del rey, que acaso entonces os concederá su protección en vez de perseguiros; dádsela a Rodrigo a la faz de Castilla, inutilizando mis sacrificios y los que he impuesto con honroso rigor a la infortunada niña, a quien extravió en mal hora una pasión indigna. Hacedlo, conde de Castro Xériz, hacedlo como lo digo, si os asegura vuestro corazón que ha sido culpable el mío.

Tan singularmente enérgicos eran el ademan y el tono con que pronunció la condesa las palabras que acabamos de trascribir, con tan imponente hermosura apareció en aquellos instantes a vista de su marido, y tan convencida se mostraba de haber obrado con heroísmo—en vez de juzgarse criminal—que, en medio de todo el tumulto de sus violentos afectos, se quedó suspenso el caballero; casi dudoso de si debería admirar o aborrecer a aquel coloso de orgullo que tenía delante. Doña Beatriz le indicó con la mano la dirección que debía seguir para llegar a la torre, y se volvió tranquilamente a sus aposentos, después de decirle con acento más blando:

—Espero que me comunicaréis vuestras resoluciones antes de dejar a Castro Xériz.

IX. Partida

¿Nos exigirá el lector ahora que emprendamos la dificilísima tarea de pintar, con fuertes y rápidas pinceladas, el interesante cuanto indescribible cuadro de aquella primera entrevista entre el más tierno de los padres y una hija amantísima, a quien llorara muerta por espacio de seis años? Nosotros confesamos nuestra insuficiencia, y sólo diremos que no mata a nadie la alegría, pues no sucumbió D. Diego al exceso de la suya cuando estrechó entre sus brazos a su adorable Dolores. Aunque era no menos verdadero y profundo el regocijo de ésta, exteriormente al menos aparecía más sosegado; ya fuese porque los sentimientos religiosos que reinaban en su alma la hubiesen enseñado a dominar todo gozo excesivo; ya que después de tan largos sufrimientos fuese el placer como cosa extraña a su corazón, y de que no acertaba a gozar con abandono completo. Cien y cien veces estrechó el conde entre sus brazos con jubiloso delirio a aquella celestial criatura, que—más bella que nunca por el carácter grave y melancólico que había prestado la desgracia a los seductores rasgos de su apacible fisonomía—parecía de una naturaleza superior a la humana, para la que eran mezquinas todas las venturas de la tierra. En los trasportes de la que entonces le otorgaba el cielo, conservaba Dolores una moderación, una modestia, una religiosa calma, que se hacían más admirables que la dulzura y resignación con que había soportado la pasada desdicha.

Trascurridos los primeros momentos de aquella indescribible entrevista—en que D. Diego Gómez de Sandoval se sintió desfallecer muchas veces bajo el peso de su inesperada ventura—púsose Dolores a sus pies, pidiéndole su bendición paternal, al mismo tiempo que absoluto perdón para todos los que habían tenido parte en la injusticia cometida con ella.

Besando con delirio su purísima frente y su aterciopelada cabellera, la bendijo una vez y otra el venturoso padre, vertiendo lágrimas abundantes, aunque a la verdad muy dulces; mas nada respondió a la segunda súplica de la joven; y ella—que también lloraba de ternura al recibir las paternales bendiciones—exclamó al fin con irresistible elocuencia:

—Bendecid ahora a todos los que os han afligido; bendecidlos también, padre mío, y con todo corazón perdonadlos, si queréis que este día—el más fausto y solemne de mi vida—sea para vos el más glorioso.

—¡Perdonar a tus asesinos!—dijo el conde, recobrando el marcial y severo aspecto que junto a su hija deponía.—¡Bendecir a los que sin piedad me destrozaron el alma!

—Por eso se lo pido a vuestra virtud, y no a vuestra justicia,—respondió la joven, siempre de rodillas. Sí, han sido crueles con vos...., acaso también conmigo; pero en algunos había una intención elevada; algunos, padre mío, han creído haceros un bien; y ¿quién puede asegurar que se engañaran? Los otros han obedecido, o fueron seducidos por la codicia; su flaqueza merece compasión. No me levantaré de vuestras plantas sin que me hayáis jurado que los perdonáis a todos; que los bendecís como a mí. En cuanto a la condesa, os pido más todavía; os pido que la améis con mayor cariño que antes, porque os ha probado un grande y ardiente celo, sacrificando por lo que reputaba vuestra gloria los más íntimos sentimientos de mujer y de madre.

—¡Dolores!—exclamó el conde;—eres un ángel y a tus pies debo estar, no tú a los míos. ¡Levántate, hija de mis entrañas! Levántate y manda como soberana. Yo bendigo a cuantos tú bendigas, amo a cuantos tú ames; no tengo voluntad sino la tuya.

—Pues bien,—dijo ella,—enlazando sus brazos con los del caballero; ofrecedme que daréis hoy mismo un abrazo—tan tierno y afectuoso como éste—á la compañera de vuestra vida, a mi querida madre!

—¡Te lo ofrezco! articuló D. Diego, no sin algún esfuerzo.

—Prometedme también, que seréis más que nunca el protector y amigo del buen doctor Pero Yáñez.

—¡Lo seré!....,—dijo el conde,—aunque temblando de cólera al escuchar aquel nombre.

—Hanme dicho, prosiguió Dolores, que pasó a mejor vida mi respetable tío D. Juan de Avellaneda, así como mi primo Gutiérrez de Sandoval. Espero que, pues otra cosa no podemos, rogaremos juntos, padre mío, por su bienaventuranza eterna.

—¡Dios tenga misericordia del señor de Izcar!—dijo don Diego.

—En cuanto al alcaide de este castillo, quiero que le deis gracias por el celo con que os sirve, y que jamás le retiréis vuestra protección y confianza.

—Lo trataré como a un fiel criado,—respondió su interlocutor.

—María, mi pobre dueña, no se apartará de mi lado en los pocos días que le restan de vida. Está muy enferma y necesita mis cuidados.

—Haré cuanto de mí dependa para endulzar sus padecimientos.

—A Isabel Pérez la casaréis con uno de vuestros escuderos, a quien ama hace mucho tiempo y del cual es correspondida. Por afecto y ley que tiene a la condesa ha estado separada de él por espacio de seis años, y es justo que recompenséis tanta lealtad y constancia dándole una dote para su matrimonio.

—Tú lo señalarás, ángel mío.

Tornaron a abrazarse estrechísimamente el padre y la hija, y después dijo aquél:

—Ahora, que te he complacido en todo, compláceme a tu vez, declarándome tus deseos en otros particulares. ¡Escucha! La enemistad de D. Alvaro de Luna y la desconfianza que en contra mía ha sabido inspirar al rey, me habían decidido a alejarme para siempre de la corte, y aun del suelo castellano. Di una palabra, y desistiré de todos mis proyectos y te sacrificaré todos mis resentimientos. ¿Anhelas que te presente a la corte para recobrar tu antiguo rango, tu brillante existencia? Pronúncialo, y olvido las sinrazones de que soy víctima, y vuelo a los pies del rey...., a los del favorito, si es preciso, para implorar su gracia y reconquistarte el puesto que te es debido.

Calló el conde y callaba también Dolores: habíase oscurecido en aquel momento, con la nube de una cavilación triste, el resplandor sereno de su frente, y era más agitado el movimiento—habitualmente tranquilo—de su mórbido seno.

—¡Habla, alma de mi vida! repitió por dos veces el conde, antes que la joven hubiese encontrado en su mente una palabra que al parecer buscaba, hasta que la halló sin duda, pues pronunció muy despacio y sin levantar los ojos:

—Habéis nombrado enemigo vuestro al condestable de Castilla. ¿Ofendisteis en algo a su familia, o es que os ha ofendido ella? ¿Se han roto las relaciones que al parecer debían reinar entre dos casas que estuvieron próximas a enlazarse?

—¡Todas!—respondió D. Diego;—el condestable me aborrece de muerte.

—Mas.... ¿su sobrino?.... —añadió la joven temblándole la voz:—¿su sobrino ha borrado acaso los recuerdos que debían haceros siempre querido de él?

—Su sobrino,—repuso el conde—enternecido por la emoción profunda que experimentaba Dolores—vive muy retirado, y se dedica exclusivamente a las graves obligaciones de su nuevo estado.

—¿Ha contraído, pues, matrimonio? articuló Dolores—con tan débil acento que se necesitó, para entender su pregunta, toda la penetración de la paternal ternura.

—Ha entregado su corazón,—respondió al punto D. Diego, a un dueño más digno que cuantos pudiera buscar por toda la extensión de la tierra; al único, hija mía, que merecía más que tú su constante adoración, consolándole ampliamente de haberte perdido. Rodrigo de Luna es ministro del Señor.

Dolores se puso de rodillas, juntas las manos y elevados los ojos al cielo con expresión sublime, y vuelta después a su padre—que la contemplaba extático—le dijo, sin variar de actitud:

—Lo que él ha hecho, padre mío, obedeciendo la voluntad divina os dice indudablemente cuál debe ser la resolución mía. Muerta estoy para el mundo, y así debo permanecer siempre. No penséis siquiera en hacerme renacer para una vida engañosa, que ninguna felicidad podría darme, y en la cual no entraría sino como involuntaria acusadora de los rigores de mi madre. La gracia que yo os pido, la nueva existencia que os demando—en nombre de la piedad que debo inspiraros—es el sagrado asilo de un solitario convento; donde como esposa de Jesucristo pueda rogarle por vos y mi familia, a la par que le tribute mi agradecimiento por haber purificado—con el fuego eterno de su amor divino—dos juveniles corazones que habían cifrado su dicha en las pasajeras satisfacciones de una pasión terrestre. Escuchad, pues, mi última súplica, ¡oh el más querido y el mejor de los padres! Escuchad esta súplica, que os hace mi alma con más elocuencia que mis labios, y abridme cuanto antes las anheladas puertas de un religioso retiro, donde me presentaréis como una pobre huérfana que os ha sido confiada, sin que jamás se revele que existe todavía vuestra hija. Para Dios y para vos vivirá únicamente. ¿Puede desearse mayor ventura que no existir sino para lo que se ama?

Prorumpió en lágrimas el conde; pero no se negó a los deseos de la joven. Se hallaba completamente dominado por el celestial poder de aquella santa criatura.

Trataron ambos del asunto y convinieron en partir juntos aquella misma noche, y en elegir el padre por punto de residencia la ciudad o aldea de Navarra en que se hallara el convento que prefiriese su hija. Toda la ambición del adelantado de Castilla no tenía en aquellos instantes otro objeto que vivir cerca de Dolores, quien por su parte no indicaba tampoco pensar más que en su familia. El nombre de Rodrigo no volvió a salir de sus labios.

Concluida aquella interesante y patética entrevista, dejó el conde a la joven, acompañada de María, preparando su maleta de viaje; y—habiendo dado al alcaide las órdenes convenientes para la partida—pasó al cuarto de su mujer, procurando prestar a su semblante cuanta apacibilidad le era posible.

Doña Beatriz le vió entrar sin moverse del sillón en que estaba sentada, conservando sin alteración su noble y austero continente.

—Vuestra hija y yo,—la dijo el conde—sin poder reprimir un gesto que revelaba los impulsos que sofocaba en su pecho—vamos a partir muy pronto; apenas oscurezca dejaremos el castillo. ¿Resolvéis por ventura acompañarnos?

—Decidme antes,—le preguntó la dama,—adónde lleváis a Dolores.

—Tranquilizaos,—respondió su marido, sonriendo con amargura. No irá a proclamar con su vida la tiranía de que fuisteis capaz, haciendo gemir a la naturaleza. Vuestra víctima quiere sepultar ese secreto dentro de los muros de un convento, al que no llevará ni aun el nombre que ha debido heredar. Tal es su voluntad, señora, y espero ahora conocer la vuestra.

Doña Beatriz pareció conmoverse, y guardó silencio por algunos instantes. Después dijo con melancólico acento:

—Ningún mortal la merece; el esposo que elige es el único que conviene a ese ángel, que estuvo tan en peligro de ser vilmente profanado. En cuanto a mí, conde, me quedo en Castilla para hacer cuanto mi obligación me ordene a fin de dejar en claro vuestra inocencia, y restituiros la estimación y la confianza del rey.... Cualquiera que sea el éxito de mis tentativas, iré a buscaros donde estáis, cuando deje cumplido aquel deber sagrado; y si entonces no me habéis juzgado mejor, si todavía os encuentro dominado por los sentimientos que en vano os esforzáis por ocultarme ahora, si aun me aborrecéis como a una mujer sin entrañas, y no habéis comprendido que me las he despedazado por afán de vuestro decoro, por anhelo de conservar sin mancha el esplendor de vuestro nombre...., en ese caso, D. Diego, sólo me presentaré a vos para suplicaros me permitáis acompañar a mi hija en el asilo de paz donde va a encerrarse para conquistar la eterna.

¿Se violentó el adelantado para cumplir la solemne promesa que antes empeñara a Dolores?.... No lo podemos decidir; mas es lo cierto que—después de un minuto de vacilación penosa—tendió sus brazos a la condesa, diciéndola con voz conmovida:

—¡Beatriz! Siempre seréis estimada por vuestro esposo como la más austera virtud que existe sobre la tierra, cualesquiera que hayan podido ser los errados consejos de vuestro orgullo.

La condesa se dejó caer entonces de rodillas, y cediendo todo su orgullo bajo el peso de la emoción que la avasallaba, prorumpió en lágrimas, que—si no eran de arrepentimiento—nacían al menos de impulsos más tiernos que los que hasta entonces se habían reflejado visiblemente en su vida.

Don Diego la levantó, abrazándola y concediéndola el permiso, que le pidió, de ir a despedirse de su hija.

Dos horas después—cuando ya la noche envolvía la tierra con sus opacos velos—Dolores y su padre, con sólo Mari García y dos pajes por acompañamiento, emprendían su marcha en medio del más profundo silencio; mientras la condesa prevenía al alcaide lo tuviera todo dispuesto para su partida a Medina del Campo, donde se encontraba a la sazón el rey, y a cuyo punto iba a dirigirse la dama en las primeras horas del siguiente día.

Su salida del castillo no fué, empero, realizada, sin haber tenido antes el dolor de ver delante de sus muros a la gente de armas enviada por D. Juan II, para tomar posesión—en su real nombre—de aquella fortaleza de que se despojaba a su dueño, declarándole desobediente y rebelde.

Conclusión

Hacia fines del año de 1445, o a principios del siguiente (pues no encontramos determinada la época con precisión exacta), se verificó una singularísima coincidencia, cuyo breve relato servirá de conclusión a nuestra verídica historia.

Habían llegado entonces el favor y la arrogancia del condestable de Castilla a aquel punto culminante, desde el cual—no siendo ya posible mayor subida—se hace indispensable el progresivo descenso; cuando no sorprende entre los vértigos consiguientes a tamaña elevación, como con frecuencia acontece, una súbita y estrepitosa caída.

A proporción del crecimiento de crédito y de autoridad que gozaba D. Alvaro, era el amenguamiento de fortuna y de influencia que sufrían sus enemigos, entre quienes se contaban los más ilustres personajes del reino. Don Diego Gómez de Sandoval, uno de ellos, había sido despojado por sentencia de confiscación de los cuantiosos bienes quo poseía en Castilla, y acaso se extendiera a más el rigor de que era objeto, si—como hemos visto en el anterior capítulo—no hubiese buscado asilo cerca del rey de Navarra desde los primeros anuncios de la tempestad que le amenazaba. Pero en el tiempo de que hablamos al comenzar estas líneas, aun era más dura y triste la situación del conde que durante los dilatados años, que había visto pasar en la expatriación, devorando rencores cuya satisfacción le prohibía su lealtad; no obstante que en aquellas épocas de revueltas—en las que aun reinaba toda la anarquía feudal—no se juzgaba con la severidad que usaríamos ahora, a los grandes vasallos que hacían armas contra su soberano. Don Diego, contenido largo tiempo por instintos generosos, hubo de imitar por último a otros magnates castellanos, tomando parte activa en la liga que a todo trance quería acabar con D. Alvaro; y peleando bajo las banderas de Navarra en la batalla de Olmedo—en que la fortuna se les declaró contraria—fué hecho prisionero como otros muchos grandes de Castilla, y encerrado en la torre de Lobatón; donde aun permanecía en los días de que vamos a ocuparnos, no obstante las activas diligencias que en favor suyo practicaba su esposa, acudiendo a Castilla—desde Navarra donde residía—al primer aviso que recibió de aquel infausto suceso.

Mientras era tan amarga la suerte de los condes de Castro y su familia, D. Juan II daba nueva señal de la singular estima que hacia del condestable y de la suya, elevando al arzobispado de Santiago a D. Rodrigo de Luna, aunque pareciese a muchos que aun era joven aquel personaje para tan venerable cargo.

Antes de tomar posesión de su silla, el nuevo prelado quiso—según encontramos consignado en un documento interesante—rendir una última honra a la memoria de aquella que había sido su único verdadero amor, realizando el deseo que por muchos años alimentaba de visitar su sepulcro y rogar al cielo por su descanso, en la misma capilla en que sus restos yacían. Cumplió entonces aquella idea: celebró él mismo de pontifical una solemne misa en sufragio del alma de la que tanto amó, y algunos de los que asistieron a ella aseguraban después, que—terminado el sacrificio incruento del altar—el arzobispo electo de Santiago había permanecido una hora entera puesto de rodillas en muda y fervorosa oración, sobre el blanco mármol de una tumba en que—más de dos siglos después—todavía leyó uno de nuestros progenitores esta larga inscripción en gruesos caracteres góticos:

Aquí yace María de los Dolores Gómez de Sandoval y Avellaneda, hija primogénita de D. Diego Gómez de Sandoval, conde de Castro Xériz, Adelantado de Castilla, Canciller mayor del sello de la puridad, Señor de Lerma, de Nenia, de Osorno, de Cea, de Ayora, de Villafrecho y Gomiel, etc., etc., y de su legítima esposa la nobilísima señora doña Beatriz de Avellaneda. Pasó a mejor vida el día 14 de enero de 1425, a los diez y seis arios, tres meses y once días de su nacimiento.

La coincidencia singular que hemos anunciado a nuestros amables lectores, es que en aquella misma hora que pasó orando Rodrigo sobre la tumba vacía que decoraba tan ostentoso epitafio, se celebraban en un convento de Navarra las humildes exequias de una pobre monja, a cuya sepultura sólo se puso por señal una cruz de madera sin inscripción alguna.

Sin embargo, jamás pasaron cerca de ella las piadosas mujeres de aquella santa comunidad, sin encomendarse con devoción a su hermana en Jesucristo, Sor María De Los Dolores, que descansaba en aquel ignorado sepulcro, y cuyas virtudes—que pudieron admirar en más de catorce años que había vivido entre ellas—les permitían esperar estuviese gozando su alma de la bienaventuranza eterna.


Publicado el 2 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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