La Expiación de mi Madre

Giorgos Viziinos


Cuento



Capítulo 1

Annoula era nuestra única hermana, el niño mimado de la familia; todos la querían, pero más que todos nuestra madre. En la mesa la hacía sentar siempre a su lado; le daba la mejor parte de lo que debíamos comer, y mientras que para vestirnos, se utilizaban los antiguos trajes de nuestro difunto padre, Annoula los estrenaba siempre nuevos. Lo mismo pasaba con los estudios; nunca se la forzaba; Annoula iba á la escuela ó se quedaba en casa á su capricho, lo cual no se nos permitía á nosotros, bajo ningún motivo.

En cualquiera otra familia tan marcadas preferencias provocaran celos peligrosos entre los hijos, sobre todo siendo éstos pequeños; por lo que á mí toca, en la época en que comienzo este relato, apenas tenía siete años, y era mayor que ella, pero nos hallábamos convencidos de que el amor de nuestra madre por Annoula, en el fondo, era imparcial é igual para todos. Considerábamos tales privilegios como las manifestaciones exteriores de un sentimiento de compasión hacia la pequeñita, y hasta nos lo explicábamos perfectamente, porque Annoula desde sus más tiernos años había sido débil y enfermiza. Todos cedíamos gustosos la preferencia á nuestra hermanita, y á la verdad, se lo merecía. Nunca fué arrogante ni imperiosa con nosotros; antes al contrario, á todos nos prodigaba iguales muestras de afecto. Recuerdo perfectamente sus grandes ojos oscuros, sus cejas arqueadas y juntas que parecían más negras cuánto más pálido su semblante.

A medida que su enfermedad se agravaba, más amante y cariñosa se volvía para con nosotros. A menudo guardaba las frutas que los vecinos le regalaban para refrescarla y nos las daba cuando volvíamos de la escuela. Pero esto lo hacía siempre á hurtadillas porque nuestra madre se enfadaba de vernos comer á mandíbula batiente, lo que deseaba que tan sólo gustase su hija.

La enfermedad de Annoula empeoraba cada día y nuestra madre se concentraba cada vez más en ella. Desde la muerte de nuestro padre no salía del recinto del hogar, porqué viéndose jóven viuda, no quiso nunca hacer uso de la libertad que todo el mundo concede, hasta en Turquía, y que en rigor conviene á una madre de numerosa familia. Más desde el día en que Annoula guardó cama, dejó de lado este exagerado pudor y comenzó á correr de casa en casa, para pedir en todas partes consejos y medicinas para su querida enfermita.

El barbero principal de nuestro barrio, que era el sólo médico conocido del vecindario, no salía de casa. En cuanto le veía, debía yo de correr á toda prisa á casa del bakal (droguero), pues nunca se acercaba á la enferma sin haber vaciado su botellita de raki.

—Hija mía, ya soy viejo, decía á mi madre, que se impacientaba algunas veces; si yo no bebo, no veo bastante claro.

Y en verdad que no mentía; porque cuanto más bebía, mejor sabía distinguir la gallina más gruesa de nuestro corral, para llevársela al marcharse. Aunque al fin mi madre se cansó de valerse de sus remedios, no por eso dejaba de pagarle regularmente y sin chistar; por un lado, para no descontentarle, por otro, para oir al menos de su boca el consuelo de que Annoula se curaría muy pronto. Y en efecto, aquel imbécil, creyendo sus órdenes puntualmente ejecutadas, afirmaba que la niña no tardaría en curarse, y hallaba que la enfermedad seguía exactamente la marcha que su ciencia había previsto. Lo cual era también verdad en el sentido de que nuestra pobre hermana empeoraba cada día.

Entonces nuestra madre pareció olvidarse de que tuviera otros hijos; la enfermedad de su hija mayor la convirtió en una mujer totalmente distinta.

En nuestro pueblo, toda enfermedad que deba ser considerada como natural, ó ha de ceder á los conocimientos elementales del país, ó termina luego con la muerte. Si se prolonga mucho, toma luego para las gentes, un carácter sobrenatural, y entonces recibe el nombre de mal maligno. En tal caso creen que el enfermo, ó se ha sentado en algún lugar frecuentado, ó atravesado de noche un río, ó tropezado con un gato negro, que no debió ser tal gato, sino el mismísimo demonio disfrazado.

Mi madre era más piadosa que supersticiosa, y como es natural no creía en prejuicios de este género, negándose constantemente á emplear los sortilegios y exorcismos que se le recomendaban, por temor de cometer un pecado. Poco á poco, con todo, se dejó influir á medida que se agravaba la enfermedad de su hija, el amor maternal venció al temor del pecado y la religión tuvo que pactar con la superstición. Suspendió, junto con una cruz, un amuleto al cuello de Annoula que contenía sentencias mágicas para exorcizar los demonios; después vinieron las aguas milagrosas y tras ellas los hechizos y sortilegios de todo género; de las oraciones de los sacerdotes, pasaba á los maleficios y encantos de las brujas; pero todo en vano.

La enferma se agravaba más y más y nuestra madre se volvía desconocida. No se cuidaba de lavar nuestra ropa, ni de remendarla, ni de nada. Una mujer muy anciana, llamada Venecia, que de muchos años antes vivía en casa, se ocupaba de nosotros tanto como lo permitía su avanzada edad. Durante días enteros nuestra madre se ausentaba con Annoula. Tan pronto iba á enredar en un zarzal tenido por sagrado, un pedazo de vestido de la enferma, con la esperanza de que el mal se quedaría enganchado allí, como recorría las pequeñas iglesias de las cercanías, cuya fiesta se celebraba, llevando un cirio de cera virgen que con sus propias manos había hecho, á la medida exacta de la enfermita; pero todo inútilmente; la enfermedad de nuestra hermana se presentaba incurable.

Cuando todos los medicamentos, todos los medios se agotaron, recurrió al último recurso que en tal circunstancia se emplea. Tomó á su hijita casi moribunda ya y la condujo ella misma á la iglesia. Mi hermano mayor y yo la seguimos llevando sobre nuestras espaldas los colchones. Allí sobre las losas de mármol de la iglesia, delante de la imagen consagrada de la Virgen, tendimos aquellos colchones y en ellos echamos á nuestra hermana. Todo el mundo decía que tenía el mal maligno, y la enferma misma comenzaba á creerlo. En este caso era preciso que permaneciera durante cuarenta días y cuarenta noches en la iglesia, hasta verse libre de aquel gusano roedor que, decían, desgarraba interiormente sus entrañas. Lo sagrado del lugar, la vista de las santas imágenes, el perfume del incienso, ejercieron de pronto una excelente impresión en el espíritu melancólico de la pobre enferma, porque en los primeros momentos se reanimó y hasta se puso á bromear con nosotros.

—¿Á cual de tus hermanos quisieras tener para jugar contigo? le preguntaba tiernamente mi madre; ¿á Christaki ó á Yorghi?

La enferma le dirigió una mirada maligna expresiva, como si quisiera echarle en rostro su indiferencia para con nosotros, y le respondió lentamente y pesando las palabras:

—¿Cuál de los dos? Ninguno sin los demás. Me hacen falta todos mis hermanos.

Mi madre se sintió tocada en su corazón y calló.

Momentos después conducía á la iglesia á nuestro tercer hermano, el cual sólo estuvo allí aquel primer día; enseguida los despidió á todos y se quedó sola conmigo.

Capítulo 2

Me acuerdo todavía como si fuera ahora, de las impresiones que esta primera noche pasada en la iglesia causó en mi joven imaginación. La luz incierta de las lámparas suspendidas delante de las sagradas imágenes iluminaba apenas las gradas que están frente la puerta del santuario, y convertían las tinieblas que nos rodeaban en algo más imponente que la misma obscuridad. Siempre que la escasa llama de una lámpara vacilaba, me parecía ver á la imagen que pretendía iluminar, tomar vida y agitarse, cual si quisiera despegarse del cuadro y descender al suelo, con sus rojas vestiduras y el gran nimbo de oro, alrededor de su semblante impasible y de lija mirada. Cuando el viento frío de la noche silbaba á través de las altas ventanas, sacudiendo la vidrieras, pareciame que los muertos tendidos alrededor de la iglesia se levantaban y trepaban desde fuera por los muros intentando penetrar en su interior. Temblando de terror, esperaba á cada instante ver un esqueleto que se inclinaba delante de mi para calentar sus manos heladas en el brasero encendido á nuestro lado. Callaba, sin embargo, y disimulaba todas mis inquietudes á mi madre, porque amaba con delirio á mi hermana, y consideraba como favor señalado haberme dejado cerca de ambas. Mi madre me hubiera mandado al punto á casa, si echara de ver que tenía miedo.

Con firmeza más que heroica, dominaba pues mis terrores, cumpliendo todos los días con el mayor celo mis deberes consistentes en encender el fuego, acarrear el agua, y barrer la iglesia durante los días de la semana. En los de fiesta y los domingos, cuando se celebra el oficio que precede á la misa, conducía por la mano á mi hermanita para que permaneciera de pie en tanto que el sacerdote leía el Evangelio á la puerta del santuario, y tendía además sobre las losas la alfombra en la cual se echaba la enferma, de bruces, á fin de que el cura que llevaba el Santísimo Sacramento, pasara encima de ella. Al terminar la misa colocaba su almohada enfrente la puerta izquierda del santuario, para que pudiera aguardar arrodillada á que el celebrante, al quitarse uno á uno sus ornamentos sacerdotales, los fuera poniendo encima de ella. Después el sacerdote con la santa cuchara, le hacía sobre el rostro la señal de la cruz.

«Por tu cruz, oh Cristo, fué derribada la tiranía; abatido el poder del enemigo, etc.»

La pobre enferma se lo dejaba hacer todo y con su semblante pálido y enflaquecido, su andar vacilante y lento, se ganaba la conmiseración simpática de todos los asistentes, que deseaban también vivamente su curación. Mas ¡ay! esta curación no venía nunca: muy al contrario; la humedad, el frío, lo extraño del lugar, la impresión de las noches pasadas en la iglesia, ejercieron una influencia fatal en la paciente y agravaron su estado al punto de llegar á inspirar ya las más serias inquietudes.

Todo esto volvía á nuestra madre cada vez más taciturna. No abría la boca sino por Annoula. Un día me acerqué á ella sin que me viera, mientras rogaba de rodillas delante de la imagen del Cristo.

—Llévate de mis hijos, decía, el que tu quieras, pero déjame á mi hija. Bien lo reconozco; te acuerdas de mi pecado, y para castigarme, me vas á tomar mi niña: ¡hágase tu voluntad!

Siguió á esta súplica un profundo silencio. Después, tras de algunos momentos, en que oía caer sus lágrimas gota á gota sobre el mármol, un suspiro prolongado se escapó del fondo de su pecho y añadió:

—¡Te he llevado dos hijos míos; allí están á tus pies!… Pero ¡déjame, déjame mi niña!

Cuando hirieron estas palabras mis oídos, un terrible escalofrío recorrió todo mi cuerpo; mis oídos zumbaron y va no quise oir nada más. Y sin pensar que mi madre pudiera observarlo, me salí precipitadamente de la iglesia, sollozando con amargura. Aquella oración me había parecido peor que una maldición. Quería á mi madre con delirio; creía que me amaba mucho, pues me acariciaba siempre, y me llamaba con ternura su pobre pequeñuelo, porque mientras crió durante dos años á mi hermano mayor, á mí me destetó muy pronto á causa del nacimiento de Annoula. Más entonces me acordé también de que mi padre me nombraba y llamaba con más frecuencia que mi madre.

—¡Oh! me decía, ¡mi padre si que me amaba! Mi madre no me ama. No quiero volver á la iglesia.

Y bañado en lágrimas me escapé hacia mi casa.

No tardó mi madre en unírseme el mismo día con la pequeña paciente, porque el sacerdote, temeroso de que muriera en la iglesia, la había obligado á llevársela consigo.

Cuando volví á verla, mi madre me acarició mucho; ora me tomaba en sus brazos, ora me cubría de besos repetidas veces, todo lo cual en mucho tiempo no había hecho. Hubiérase dicho que quería pedirme perdón de lo que olvidaba en su desesperación; ¡que yo era su hijo!

Aquella noche, sin embargo, no pude cerrar los ojos; tan conmovido estaba. Echado en la cama me esforzaba en tener cerrados mis párpados, pero con los oídos atentos al menor movimiento, á la menor palabra de mi madre. Ella como siempre, permanecía levantada, velando á la cabecera de la enferma. Sería cerca de media noche, cuando la oí ir y venir por el cuarto. De pronto me figuré, equivocadamente, que se hacía la cama para descansar un ratito. Poco después la oí cantar con voz baja y tono quejumbroso, un myrologo: era el myrologo de mi padre. Antes de la enfermedad de Annoula, lo cantaba muy á menudo; ahora era la primera vez que lo oía.

Recuerdo perfectamente al hombre que lo compuso: un bohemio tostado por el sol, andrajoso, muy conocido en los alrededores por su talento de improvisador. Paréceme verle todavía con sus cabellos negros y aceitosos, sus ojuelos vivos y ardientes, su pecho desabrochado y cubierto de vello. Sentado á la parte de dentro de la puerta de entrada de nuestra casa, rodeado de vasijas de cobre que había reunido para estañarlas, con la cabeza inclinada hacia la espalda, acompañaba su triste canto con los quejumbrosos sones de su lira de tres cuerdas. Mi madre delante de él, de pie, con Annoula en sus brazos, escuchaba atentamente, con los ojos arrasados en lágrimas. Yo estaba muy juntito á ella, pegado á su falda y ocultando mi rostro en sus pliegues, porque tan dulce como el canto, era horrible el aspecto del cantor. Cuando mi madre hubo aprendido de memoria su triste lección, desanudó la punta del pañuelo que llevaba sobre su cabeza y sacó de él dos pequeñas piezas de oro, y se las entregó, y no satisfecha aún, fue á buscar para el bohemio pan y vino y todo cuanto pudo hallar en la casa, para darle de comer. Mientras que tomaba su almuerzo abajo, en el patio, mi madre, arriba, á media voz, repetía el canto para fijarlo bien en su memoria. Quedaría sin duda satisfecha de su ensayo, pues en el momento en que iba á marcharse el bohemio, corrió hacia él y le regaló un vestido de mi padre.

—Que tu marido descanse en paz, le dijo aquél, al marcharse, admirado de tan inesperada generosidad.

Esta era la lamentación que mi madre cantaba aquella noche y que escuchaba yo, dejando deslizar en silencio mis lágrimas, y sin atreverme á moverme. De pronto sentí el olor del incienso.

—¡Ah! pensé en mis adentros, ¡habrá muerto la pobre Annoula! y salté de la cama. Extraña escena contemplaron mis ojos; la enferma respirando penosamente como siempre; sobre su cama un traje de hombre completo; á la derecha un taburete cubierto con un paño negro y sobre el un vaso lleno de agua, y a ambos lados, dos cirios encendidos. Mi madre de rodillas, incensaba los objetos, los ojos fijos en la superficie del agua. Debí ponerme extraordinariamente pálido cuando, al observarme, corrió hacia mí presurosa para tranquilizarme.

—No tenias nada, hijo mío, díjome en voz baja; este es el traje de tu padre; ruega también tú para que venga á curar á nuestra Annoula, v al mismo tiempo me hizo poner de rodillas junto á ella.

Yo exclamé entonces sollozando: ¡Vén padre mío, vén y llévateme en lugar de Annoula!

Al decir estas palabras dirigí á mi Madre una mirada llena de amargura, no sólo porque la reciente escena de la iglesia me hacía sentir más la pérdida de mi padre, sino para demostrarle también que sabía que en su oración, había ofrecido mi vida en cambio de la de mi hermana.

No comprendía, insensato, que de esta suerte aumentaba la desesperación de mi madre. Cuanto debió desgarrar su corazón la oración aquella de la iglesia y, sin embargo, yo le daba á entender que había sorprendido su secreto!

No dejó ella traslucir nada y continuó incensando los objetos que tenía delante; después dejó el incensario y fijó de nuevo los ojos en el agua.

De pronto una mariposita blanca dando vueltas alrededor del vaso, le tocó con sus alas y movió ligeramente la superficie del agua. Mi madre se inclinó piadosamente haciendo la señal de la cruz, como se hace en la iglesia cuando pasa el Santísimo Sacramento.

— Persígnate también, hijo mío, añadió en tono bajo y con gran emoción , sin levantar los ojos; obedeciéndole yo maquinalmente.

Cuando la mariposita se hubo perdido en la obscuridad del cuarto, exclamó:

—¡Ha pasado el alma de tu padre!

Respiró entonces profundamente ye levantó contenta, siguiendo todavía con sus ojos la mariposa. Luego bebió un poco de aquella agua y me la dió también á beber. Acordéme en aquella sazón que otra vez, antes de la enfermedad de Annoula, nos hacía beber cuando nos despertábamos del agua de aquel vaso, diciendo que nuestro padre había bebido de él; y acordéme bién que cuantas veces hacía mi madre esto, quedaba tan alegre y contenta durante todo el día, como si le hubiera sobrevenido una dicha misteriosa.

Mientras pensaba que esta escena se habría repetido á menudo durante nuestro sueño, se acercó mi madre al lecho de Annoula. La paciente no estaba ni dormida ni por completo despierta, tenía sus párpados medio cerrados, y sus ojos, en cuanto podía vérseles, lanzaban un extraño brillo al través de sus largas y espesas pestañas. Con suma precaución alzó mi madre aquel débil cuerpecito, y en tanto que con una mano la sostenía por las espaldas, con la otra la presentaba el vaso á sus marchitos labios.

—¡Ea, amor mío, le decía, bebe un poquito para curarte!

La enferma, con los ojos cerrados siempre, dio á entender que había oído estas palabras con una pálida y dulce sonrisa que entreabrió sus labios. Tragó algunas gotas de aquella agua que en efecto, debía curarla, pues apenas hubo mojado con ella sus labios, abrió los ojos hizo esfuerzos llenos de angustia para respirar. Un ligero suspiro se escapó de su pecho; después cayó pesadamente en los brazos de mi madre. ¡Mi pobre hermana se veía ya libre de sus males!

Muchas personas habían criticado en otro tiempo á mi madre, porque en tanto que los extraños se lamentaban en alta voz sobre el cuerpo de su marido, ella derramaba silenciosa y taciturna, amargas lágrimas. La pobre obraba así por temor de ser acusada de falta de reserva y de no ser comprendida, porque, como va dije, quedó viuda muy joven. Mas cuando mi hermana murió, bien que no tenia mucha más edad, no pensó en lo que dirían las gentes de sus lamentos desgarradores. Todo el vecindario acudió en masa á consolarla, más su dolor era terrible y verdaderamente inconsolable.

—Se volverá loca, decían muchos, al pasar delante de nuestra puerta.

—Dejará sus hijos en la calle, añadían otros, al vernos descuidados y andrajosos, mientras nuestra madre pasaba los días sentada, vencida por el dolor, entre la tumba de mi hermana y la de mi padre. Fueron precisos mucho tiempo y los consejos del sacerdote para que volviese sobre sí y se acordara de que tenía otros hijos.

Capítulo 3

Cuando al fin volvió á tomar mi madre la dirección de nuestra casa, vió entonces á que estado nos había reducido la enfermedad de nuestra hermana. Se puede decir que cuanto dinero teníamos lo habían consumido los médicos y los medicamentos.

Casi todos los tapices y las demás obras de sus manos, vendiéronse bajo precio ó diéronse como regalo á charlatanes y brujas; otros objetos nos fueron robados por esas gentes ú otras de la misma lava, aprovechando el desorden que en nuestra pobre casa reinaba.

Agotáronse bien luego los recursos no nos quedó de que echar mano para comer. Entonces mi madre se puso á trabajar fuera de casa, y por algún tiempo nos mantuvo de lo que ganaba con el sudor de su frente. Poco más tarde mi hermano mayor hubo de dejar la escuela para aprender un oficio y librar á mi madre de una boca más que mantener. Después llegóme el turno de partir para el extranjero y de suprimir otra boca más en la casa. Todo esto hubiera sido sin duda un alivio considerable; pero al propio tiempo que iban mal todos los negocios, que se perdían las cosechas y todo se encarecía, nuestra madre, cuyo trabajo apenas bastaba para su propio sustento, trajo á nuestra casa una niña extraña y se puso á prodigarle más cuidados de los que nunca nos prodigara á nosotros, cuando teníamos su edad v cuando las circunstancias eran mucho más dichosas. Y entretanto que, poco tiempo después, nosotros, sus propios hijos, nos veíamos obligados á expatriarnos, ó á pasar malas noches en los talleres, la pequeña extranjera crecía y gozaba de nuestro hogar, como si fuera su verdadera casa paterna.

Años más tarde las cosechas mejoraron. Lo que ganaban mis dos hermanos era lo suficiente para librar á mi madre de todo trabajo exterior; pero en lugar de guardar este dinero para ella, lo depositaba con objeto de preparar el dote de su hija adoptiva, y ella continuaba ganándose, como siempre con grandes esfuerzos, su sustento.

En cuanto á mí, ausente como me hallaba y lejos, muy lejos, ignoré durante muchos años lo que en casa pasaba. Antes de mi regreso la pequeña extranjera se había hecho grande y se la casó y dotó como una hija de nuestra familia. Su matrimonio fué para mis hermanos una verdadera fiesta; los pobres se veían libres de esta carga unida á tantas otras, y tenían razón de estar contentos, porque aquella muchacha no les manifestó jamás el menor afecto. Hasta ingrata se mostró para quien rodeó su infancia abandonada de más amor que muchos hijos verdaderos no hallan jamás en sus propios padres.

Tenían, pues, motivo mis hermanos de alegrarse; podían esperar que nuestra madre, aleccionada por esta ingratitud no pensaría en exponerse á ella por segunda vez. ¿Más cuál no sería su sorpresa, cuando pocos días después del matrimonio, la vieron que volvía á su casa estrechando tiernamente en sus brazos otra niñita envuelta en sus pañales, y forastera también como la primera?

Todos nosotros sentimos por nuestra madre un respeto profundo. Con todo, la paciencia de mis hermanos llegó á sus últimos límites al tener que tolerar de nuevo la presencia de una niña forastera en el seno del hogar. Probaron, pues, de persuadir respetuosamente á nuestra madre á que abandonara su propósito, pero la hallaron inflexible. Entonces manifestaron claramente su descontento y se negaron á continuar dándole el producto de su trabajo; mas todo fue inútil.

—No me déis nada, les dijo; yo trabajaré para mantenerla y cuando mi Yorghi volverá del extranjero, la dotará y la casará. ¿No lo creéis? Pues él me lo prometió, diciéndome al marcharse: «Yo seré, madre, quien te mantendré A tí y á tu hija adoptiva.»

Yorghi, era yo: la promesa, es cierto, se la había hecho solemnemente antes de mi partida para el extranjero, en la época en que mi madre trabajaba para mantenernos, y en la que la acompañaba ordinariamente, jugando á su lado, mientras se ganaba nuestro sustento en el campo, con gran fatiga. Un día el exceso de calor y de cansancio la desvaneció y la obligó a dejar la penosa labor. Campos á traviesa regresábamos a casa, cuando nos sorprendió una de esas lluvias torrenciales, que en nuestro país son la consecuencia ordinaria de un calor intenso. Teníamos que atravesar un arroyuelo que acrecentado por la lluvia, era un torrente impetuoso. Mi madre me quería llevar sobre sus espaldas, á lo que yo me negué, diciéndole:

—Apenas estás restablecida y me dejarías caer.

Y, levantando mi vestido, entré resueltamente en el agua antes que pudiera detenerme. Bien pronto me convencí de que había contado demasiado con mis fuerzas; apenas tuve tiempo de pensar en volver sobre mis pasos, cuando sentí doblegarse mis piernas, faltarme el pié, caerme y que la corriente me arrebataba como una cáscara de nuez vacía. Todavía me pareció oir un grito, un grito desgarrador de angustia. ¡Después nada más! Aquel grito lo dió mi madre al arrojarse atrevidamente al torrente para salvarme. ¡Como ella no se ahogó por mi causa, es un milagro! porque aquel torrente es uno de los más peligrosos, y sobre todo en aquel lugar.

Mi madre, no bien curada de su desmayo, fatigada por el cansancio, embarazada con su traje de aldeana, bastante pesado para sumergir al hombre de más resistencia, sobre todo al llenarse de agua, no dudó en precipitarse en el terrible elemento y en exponer su vida á un peligro cierto para salvar á su hijo, al hijo, cuya vida ofreció en otro tiempo en cambio de la de su hija! Cuando una vez en casa, me hubo dejado en el suelo, me encontraba todavía atontado. Pero en lugar de acusar mi loca temeridad sólo pensaba entonces en que aquella terrible escena no tuviera lugar si mi madre no se viera obligada á trabajar en casa de los demás.

—¡No quiero que vayas á trabajar á fuera! le dije; y entretanto ella, después de haberme secado, rizaba con sus dedos mis cabellos mojados todavía.

—¿Y quién nos mantendría, hijo mío, si yo no trabajara? me replicó suspirando.

—Yo mamá, le dije con orgullo infantil.

—¿Y á la otra niña?

—También yo.

Mi madre á pesar suyo sonrió, contemplando la actitud heroica que yo había tomado, para decir aquellas sencillas palabras, y cerró la conversación de esta suerte:

—¡Comienza por bastarte á ti mismo y luego veremos!

Poco tiempo después partía para el extranjero.

Todo esto mi madre hacía tiempo que lo había olvidado; yo en cambio jamás olvidé que su amor me había dado por segunda vez la vida. En el fondo del corazón quedó siempre guardada mi promesa.

—Desde hoy, le dije al alejarme, yo cuidaré de mantener á tí y á tu hija adoptiva.

No sabía entonces que un niño de diez años, por grande que sea su buena voluntad, no puede mantener á su madre ni á sí propio; ¿cómo había de conocer las terribles pruebas que me aguardaban y la amargura en que debía sumergir á mi madre con mi ausencia?

Durante largos años, no sólo no pude enviar mi madre ningún socorro, más ni siquiera noticia alguna. Hubo un tiempo en que no sabíamos, yo, si tenía una madre; ella si tenía aún un hijo. Tan pronto le decían que había sucumbido á la desgracia en Constantinopla, como que me había hecho musulmán; que había naufragado en las costas de Chipre, como que mendigaba el pan por las calles… Mi pobre madre trataba de persuadirse de que estas tristes noticias eran falsas, mas al propio tiempo rogaba á Dios, llorando, que me iluminara y me hiciera volver á las creencias de mis padres; á veces importunaba á preguntas á los pobres que pasaban ó á los náufragos que volvían, con el temor de descubrir á su propio hijo bajo sus tristes andrajos; otras, en fin, daba á los pobres algo de su miseria, con la esperanza de que otras caritativas almas harían lo propio conmigo.

¡Sin embargo, cuando se trataba de su hija adoptiva, lo olvidaba todo, y decía á mis hermanos que mi generosidad les causaría un día vergüenza; que yo la casaría y la dotaría… !

Capítulo 4

Felizmente las malas noticias no eran ciertas. Al regresar tras larga ausencia estaba en el caso de poder cumplir mi promesa, sobre todo, preciso es confesarlo, porque mi madre supo contentarse siempre con muy poca cosa.

Mas, en lo relativo á su hija adoptiva, no me encontró tan fácil de acceder como se había imaginado. Muy al contrario; desde mi llegada, traté de obtener, con gran sorpresa su y a, el retorno de la muchacha. No era lo que roe sublevaba su amor á una niña, debilidad muy acorde con mis propios sentimientos y deseos. ¿Qué más hubiera querido yo que encontrar en mi casa una hermana, cuyo dulce semblante y acogida simpática hubieran borrado de mi memoria el recuerdo de mi aislamiento y mitigar la amargura de todas las pruebas por mi sufridas en el extranjero? Nada más grato para mí que contarle mis aventuras, mis lejanas peregrinaciones, mis hazañas, que comprarle los vestidos y las joyas que hubiera deseado, que dotarla, que bailar en sus bodas… Esta hermana me la figuraba grande, hermosa, simpática, inteligente, instruida, lista, en una palabra, como las chicas que había visto en los países por mí recorridos; mas en lugar de ella encontré una cosa mu y distinta; nuestra hermana adoptiva era pequeña, fea, ruin, terca, caprichosa, desagradable y muy corta de alcances, de manera que al primer golpe de vista no me inspiró más que antipatía.

—Devuelve á sus padres á Catalina, dije á mi madre un día que me encontré solo con ella, si tú me quieres, devuélvela, te lo digo de veras. Yo te traeré de Constantinopla otra hija, otra niña hermosa y lista, una alhaja para nuestra casa.

Y le trazaba con animados colores el retrato de la huerfanita que pensaba traerle, y le decía cuánto la amaría.

Cuando levanté los ojos me pasmó ver que gruesas lágrimas se deslizaban silenciosamente por sus mejillas; su semblante era pálido, su dolor inexplicable.

—¡Oh! dijo al fin con expresión de desesperación; creía que tú al menos, amarías á Catalina, pero veo que me he engañado. Tus hermanos no quieren hermana, y tú quisieras otra. ¿Tiene la culpa la pobre niña? Ella es tal cual Dios la hizo; si tuvieras tú una hermana verdadera, fea y de poca inteligencia, la abandonarías por eso en mitad de la calle, para tomar otra que fuese hermosa y gentil?

—No, madre mía, la dije, no por cierto. Pero en tal caso sería tu hija, con la misma razón que yo, mientras que aquélla no nos es nada; es una forastera.

—No, respondió sollozando; no, esta niña no es una forastera; es mía. Yo la tomé á su madre cuando no tenía más que tres meses; yo he consolado su llanto; yo la he envuelto en vuestros propios pañales la he dormido en vuestra cuna; es vuestra hermana, es mi hija.

Después de estas palabras, pronunciadas con voz fuerte y en tono solemne, levantó la cabeza y me miró de hito en hito… Aguardaba sin duda alguna contestación viva de mi parte, pero no dije una palabra. Entonces, bajando los ojos, continuó en voz baja v como platicando consigo mismo:

—¡Ay! ¿qué hacer, pues? Yo también la hubiera querido mejor; pero va lo ves, mi pecado no está perdonado todavía. ¡Hágase la voluntad de Dios! Al decir esto, levantó los ojos llenos de lágrimas al cielo, puso su derecha en su pecho, y así quedó unos momentos sumergida en profundo silencio.

¿Qué pecado habría podido cometer mi madre? ¿Qué pecado que Dios no se lo perdonase? ¿Por qué culpa se sometía voluntariamente á tantos tormentos, para cuidar los hijos de otros que no tenían ninguna cualidad para hacerla feliz, cuyo agradecimiento no era siquiera para ella una recompensa?

—¡Tú debes tener una gran pena en el corazón, madre mía! le dije. Y tomándole la mano se la besaba tiernamente para excusarme.

—¡Sí , me dijo resueltamente; tengo una gran pena sobre mi corazón; tengo un peso muy terrible, hijo mío! Hasta aquí, sólo Dios y mi confesor tenían de él conocimiento; pero tú eres discreto y hablas á veces tan bien como mi confesor. Levántate, vé á cerrar la puerta; acércate y te lo contaré todo; tal vez tú podrás consolarme; tal vez te apiadarás de esta infeliz Catalina y la amarás como á tu propia hermana.

Estas palabras, y más que todo el tono con que las pronunció, turbaron por completo mi espíritu. ¿Qué es lo que mi madre me podría decir que debieran ignorar mis hermanos? Cuanto había sufrido durante mi ausencia, lo conocía va por habérmelo contado ella misma; toda su vida pasada la sabía de memoria… Al sentarme cerca de ella, mis piernas flaqueaban. Mi madre reclinó la cabeza como un condenado que está delante de los jueces con la conciencia de haber cometido un crimen imperdonable.

—¿Te acuerdas de nuestra Annoula? me preguntó, después de algunos momentos de penoso silencio.

—Sí, mamá, le respondí; ¿cómo olvidarla? Era nuestra única hermana; mis ojos la vieron espirar.

—iAh! dijo suspirando; no fué mi única hija. Tú eres cuatro años más joven que nuestro Christaki; un año después de él, tuve á mi primera hija. Eran los días en que se preparaban las bodas de Photy, el molinero. Tu padre hizo retardar el matrimonio hasta haber pasado mis cuarenta días, á fin de que pudiéramos sostener, los dos juntos, la corona nupcial sobre la cabeza de los recién casados. Quería que saliera un poco para darme algunas distracciones, porque tu abuela, hasta mi casamiento, me las vedó todas.

La ceremonia tuvo lugar por la mañana. Por la noche, los invitados estaban reunidos; sonaba el violín; todos comían en el patio; las cántaras de vino pasaban de mano en mano; tu padre, que era animado se había alegrado un poco y me arrojó el pañuelo para invitarme á danzar con él. Cuando le veía bailar, mi corazón se ensanchaba, y como yo era joven, gustaba también mucho del baile. Bailamos, pues, los dos, dirigiendo la danza. Los demás seguían; pero nosotros éramos los que danzábamos más y mejor.

Llegada la media noche, tomé á un lado á tu padre y le dije: «Mira , no puedo permanecer más tiempo aquí; tengo la niña en la cuna, y la pobrecita ha de sentir hambre por necesidad. No quiero darle de mamar delante de todo el mundo y con este hermoso traje. Quédate si quieres, y diviértete todavía; yo vuelvo á casa con la niña.— Está muy bién, replicó tu padre; vén á dar todavía una vuelta conmigo, y luego nos irémos los dos; el vino comienza á subirme á la cabeza y tengo también ganas de marcharme.»

Acabó aquella última danza y nos pusimos en camino. El recién desposado envió al violón á acompañarnos hasta mitad del camino; pero este era largo aún, porque las bodas se habían verificado á un extremo del pueblo. El criado nos precedía con la linterna; tu padre me daba la mano. «Parece que estas fatigada, mujer mía? — Sí, Miguel.— Vaya, un poco de ánimo; bien pronto llegarémos; yo mismo haré la cama; me sabe mal de haberte hecho bailar tanto.—No es nada, le respondí; lo he hecho para darte gusto; a descansaré mañana.»

En esto llegamos á casa. Cambié los pañales e la niña y le di de beber; tu padre hizo la cama. Christaki dormía con la vieja Venecia, que habíamos dejado para guardarle. Nosotros no tardamos en acostarnos. Durante mi sueño parecióme oir llorar la niña. «¡Pobrecita, pensé para mí; no ha quedado hoy satisfecha!» Quería apoyarme en su cuna para darle el pecho, pero estaba tan fatigada que no pude sostenerme. Tomé, pues, á la niña y la puse á mi lado en la cama. El sueño volvió ó apoderarse de mí.

No sé que hora de la noche sería; mas á la primera incierta claridad de la mañana, quise volver otra vez la niña ó la cuna. ¡Qué vi, entonces, Dios mío, en el momento en que iba a levantarla! La niña estaba inmóvil y rígida. Desperté á tu padre, arranqué los pañales de la criaturita; quisimos reanimarla, calentarla. Inútil todo; la pobre estaba muerta.

—¡Has ahogado á mi hija! me dijo tu padre con los ojos llenos de lágrimas. Entonces yo me puse A sollozar, á gritar, pero tu padre, poniéndome su mano en la boca: «¡Silencio, me dijo; qué haces, animal!»— Hacia tres años que estábamos casados y nunca me dijo una sola palabra ofensiva. Aquella noche fue la primera vez. —«Ea, no chilles así.¿Quieres despertar á los vecinos, para que luego vayan contando por todas partes que tú estabas borracha y que has ahogado á tu hija?» Y tenía razón. ¡Que descanse en paz! por que si el mundo lo supiera, debería abrirse la tierra para ocultar en ella mi vergüenza!

Cuando hubimos enterrado á nuestra pobrecita hija, y volvimos de la iglesia, entonces comenzaron las grandes lamentaciones; entonces no me vi obligada a contener mi llanto.—Eres joven aún y tendrás otros hijos, me decían. Pero pasaban días y Dios no me los concedía, y yo me decía á mí misma; Dios me castigó porque no he sido capaz de conservar el ser que me había dado. Y yo tenía vergüenza del mundo y temía á tu padre, porque aun cuando al principio ocultó su dolor y trató de consolarme para darme ánimo, comenzó luego á preocuparse y á volverse taciturno. Tres años pasaron así, sin que el pan que comiera alegrara mi corazón. Viniste á la sazón al mundo… ¡Cuántas peregrinaciones había hecho!… Era al menos un consuelo, pero no completo.

Tu padre hubiera deseado que fueras una hija; así me lo dijo un día.—Bienvenido sea; mas una hija es lo que hubiera querido. — Tén esperanza, le repliqué; cuando Dios me haya perdonado mi pecado, entonces nos dará una hija.

Al marchar su abuela en peregrinación al Santo Sepulcro, envié doce camisas que yo misma había hilado, tres piezas de oro con la efigie de Constantino para que me trajera una indulgencia, y mira, en aquel mismo mes en que tu abuela regresó de Jerusalén con la indulgencia, experimenté los primeros síntomas de mi embarazo de Annoula. A cada momento hacía venir á la comadrona:—Veamos si será niña.—Si lo será, me decía: ¿no lo conoces? ¡Si no cabes en tus vestidos! Y yo me llenaba de alegría oyendo aquellos pronósticos.

Cuando vino al mundo el nuevo sér y fué realmente una hija, respiré al fin. Le dimos el nombre de Annoula, el mismo que había llevado la pobre muerta, para que pareciese que no faltaba nadie en la casa. —¡Dios mío, yo os doy gracias, exclamaba noche y día, yo os dov gracias porque habéis borrado mi vergüenza y mi pecado! ¡Y cuidábamos á la pequeñita Annoula como la niña de nuestros ojos! Tú tenías celos y te consumías, y mi corazón, cuando te oía llorar, se desgarraba. ¿Cómo apartar de mis brazos á Annoula? Nunca me dejaba el temor de que viniera algún accidente. ¡Tu padre, con todo y regañarme, estaba todavía más preocupado que yo! ¡Pobrecita! ¡tantas caricias y tan poca salud! Hubiérase dicho que Dios se arrepentía de habérnosla dado. Vosotros siempre estábais fuertes, sanos, llenos de robustez, no cesábais de jugar; ella, en cambio, siempre tranquila, silenciosa, enfermiza. Al verla tan pálida me recordaba mi primera hija, la muerta, y la idea de que yo la había matado, comenzó á preocuparme otra vez por completo, hasta tanto que vino un día en que la segunda murió también. El que no haya pasado por pena semejante, hijo mío, no puede comprender cuánto mi dolor fué amargo; ya no tenía esperanza de tener otra hija; tu padre había muerto. Si no hubiera podido procurarme otra, creo que me volviera loca. Es verdad que mi primera adoptiva no poseía un corazón muy bueno; con todo, en tanto que la tuve, bien lo viste, la cuidé y la quise, imaginándome que era una hija propia; olvidaba la que perdiera y mis remordimientos se apaciguaban. Dice el proverbio que un niño extraño es para la casa un tormento. Para mí era un consuelo, un alivio, pensando que cuanto más pena me daría para criarlo, tanto más Dios se apiadaría de mí. No te pido ahora otra cosa; no me exijas, pues, que devuelva Catalina á sus padres para tomar otra más hermosa.

—¡No, no, madre mía! exclamé interrumpiéndola. Después de cuanto acabas de decirme, nada te pido. Perdóname; yo te prometo de ahora en adelante amar á Catalina como mi propia hermana, y no decirle nada, nada…

—Que la Virgen te bendiga, hijo mío, me respondió con un suspiro de alivio; porque, ya lo ves, la quiero á esa desgraciada y me duele que se hable mal de ella. ¡Qué sé yo! Por desgraciada que sea, es la voluntad de Dios; me he encargado de ella, y basta.

Capítulo 5

Esta confesión hizo en mi una impresión profundísima, y me dejó reflexionando en lo mucho que había debido sufrir la pobre mujer. Cuánto más virtuosa, cuánto más piadosa, tanto mayores habrían de ser las torturas de su alma. ¡Qué tormento más terrible y cruel! ¡La conciencia del pecado, la necesidad moral de purgarlo y la imposibilidad de hacerlo! Veinte y ocho años hace que aquella mujer desgraciada se atormenta, sin poder calmar sus remordimientos ni en la desgracia, ni en la dicha.

Desde el instante en que conocí esta historia, todos mis pensamientos se concentraron en buscar los medios de consolar el corazón de mi madre, esforzándome en hacerle presente, por un lado, que su pecado no había sido voluntario, y por otro, que la justicia de Dios, siempre misericordiosa, no mide el castigo por el crimen, sino que juzga según nuestros pensamientos y nuestras intenciones. Por un momento creí que mis esfuerzos habían logrado algún resultado. Sn embargo cuando, tras de una ausencia de os años, mi madre vino ú verme á Constantinopla, creí del caso hacer por ella alguna cosa más solemne.

Era yo en aquel momento huésped de una familia influyente, cerca la cual tuve ocasión de conocer particularmente al patriarca Joaquín II. Un día que nos paseábamos juntos por el jardín, conté á este prelado la historia de mi madre, y le pedí que, por medio de su elevada posición y la autoridad moral que acompañaba á sus decisiones, procurara convencer á la pobre mujer de que su pecado le había sido perdonado. El venerable viejo, alabando mi celo por la religión, se apresuró á prometerme su concurso.

Conduje, pues, á mi madre al patriarcado para que se confesara con Su Santidad. La confesión fué larga, y por lo que el Patriarca me dijo, deduje que había debido emplear todos los medios de su sencilla y clara elocuencia para obtener el resultado apetecido. Inútil creo decir cuán grande fué la alegría que experimenté.

Mi madre se despidió del santo varón con la expresión del más sincero agradecimiento, y, al dejar el Patriarcado, parecía tranquila y contenta. Cuando llegamos á nuestra casa, sacó de su vestido una cruz que el Patriarca le había dado, la cual besó y contempló, absorviéndose en sus pensamientos.

—¡Qué hombre más santo es este Patriarca! la dije, ¿no es cierto? Supongo que ahora quedarás completamente tranquila.

Mi madre guardó silencio.

—¿Por qué no me respondes, madre? le dije yo con impaciencia, para asegurarme de que la tranquilidad y la confianza habían recobrado su imperio en su alma.

—¡Qué quieres que te diga, hijo mío! me respondió ella todavía pensativa; el Patriarca es un hombre prudente y santo, conoce la voluntad de Dios, puede perdonar los pecados de todo el mundo, mas después de todo es un monje; no se ha casado nunca, y no puede saber lo que es eso de haber matado á su propio hijo.

Sus ojos se llenaron de lágrimas y me callé.


Publicado el 2 de enero de 2017 por Edu Robsy.
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