I. El festín
La escena es en Megara, arrabal de Cartago, y en los jardines de Amílcar.
Los soldados que este había capitaneado en Sicilia celebraban con un gran banquete el aniversario de la batalla de Eryx. Ausente el jefe, los numerosos soldados comían y bebían a sus anchas.
Los capitanes, calzados con coturnos de bronce, se habían situado en el camino del centro, bajo un velo de púrpura con franjas de oro que se extendía desde la pared de las cuadras hasta la primera azotea del palacio. La soldadesca se desparramaba bajo los árboles, desde los que se veían una porción de edificios de techo plano, lagares, graneros, almacenes, panaderías y arsenales; un patio para los elefantes, fosos para las bestias feroces y una prisión para los esclavos.
Las cocinas hallábanse rodeadas de higueras; un bosque de sicomoros se extendía hasta unos manchones verdes, en los que las granadas resplandecían entre los copos blancos de los algodoneros. Viñas cargadas de racimos trepaban hasta el ramaje de los pinos; un campo de rosas florecía bajo los plátanos; en el césped, de trecho en trecho, se balanceaban las azucenas; una arena negra, mezclada con polvo de coral, cubría los senderos, y en medio, la avenida de los cipreses formaba de un extremo a otro como una doble columnata de obeliscos verdes.
El palacio, hecho de mármol númida, con vetas amarillas, elevaba en el fondo, sobre anchos basamentos, sus cuatro pisos con azoteas. Con su gran escalinata recta, de madera de ébano, adornada en los ángulos de cada peldaño con la proa de una galera vencida; con sus rojas puertas cuarteladas por una cruz negra; sus verjas de bronce, que a ras de tierra le defendían de los escorpiones, y su enrejado de varillas doradas, que cerraban las aberturas en lo alto, se ofrecía a los soldados, con su feroz opulencia, tan solemne e impenetrable como el rostro de Amílcar.
El Consejo había señalado la casa de Amílcar para este festín; los convalecientes que moraban en el templo de Eschmún se habían puesto en marcha al despuntar la aurora, ayudándose con sus muletas. A cada instante llegaban otros comensales, afluyendo de todos los caminos, como torrentes que se precipitan en un lago. Veíase correr entre los árboles a los esclavos de las cocinas, azorados y medio desnudos; las gacelas, balando, huían de los prados; el sol declinaba, y el perfume de los limoneros hacía más pesadas aún las emanaciones de aquella multitud sudorosa.
Hallábanse representadas allí todas las naciones: ligures, lusitanos, baleares, negros y prófugos de Roma. Junto al pesado dialecto dórico, resonaban las sílabas celtas, sonantes como los látigos de los carros de guerra, y las terminaciones jónicas chocaban con las consonantes del desierto, parecidas a gritos de chacales. Se reconocía al griego por su talla menuda, al egipcio por sus altos hombros, al cántabro por sus gruesas pantorrillas. Los carios balanceaban orgullosos las plumas de su casco; los arqueros de Capadocia se habían pintado en el cuerpo, con el zumo de hierbas, anchas flores, y algunos lidios, vestidos con traje femenino, comían con zapatillas y luciendo en las orejas grandes pendientes. Otros, que para más gala se habían pintado de bermellón, parecían estatuas de coral.
Extendíanse a lo largo de los corredores; comían agrupados junto a las mesas o bien echados sobre el vientre, cogían los pedazos de carne, y se hartaban, apoyados en los codos, con la magnífica postura de los leones cuando desgarran su presa. Los últimos en llegar, de pie junto a los árboles, veían las mesas bajas que casi desaparecían bajo los tapices de escarlata, y aguardaban su turno.
No bastando las cocinas de Amílcar, el Consejo había enviado esclavos, vajilla y lechos; en medio del jardín lucían, como en un campo de batalla cuando se queman los muertos, grandes hogueras en que se asaban bueyes. Los panes, polvoreados de anís, alternaban con grandes quesos, más pesados que discos; las cráteras de vino y los cántaros de agua hallábanse colocados en canastillas filigranadas de oro y llenas de flores. La alegría de comer y de beber sin tasa dilataba todos los ojos, y aquí y acullá empezaban las canciones.
Se les sirvió primero aves con salsa verde, en platos de roja arcilla, decorados con dibujos negros; luego, todas las especies de moluscos que crían las costas púnicas; sopas de harina, de habas y de cebada y caracoles con comino, en platos de ámbar amarillo.
En seguida se cubrieron las mesas con carnes: antílopes con sus cuernos, pavos reales con sus plumas, carneros enteros cocidos con vino dulce, piernas de camello y de búfalo, erizos en salsa de azafrán, cigarras fritas y lirones confitados. En gamellas de madera de Tamrapani flotaban, entre azafrán, grandes pedazos de grasa. Todo cargado de salmuera, trufas y asafétida. Pirámides de frutas se desmoronaban sobre pasteles de miel, sin que los cocineros hubieran olvidado servir algunos de los perritos ventrudos y de lana rosada, que se engordaban con caldo de aceitunas, manjares cartagineses de que abominaban otros pueblos. La sorpresa de los nuevos manjares excitaba la avidez de los estómagos. Los galos de largos cabellos recogidos encima de la cabeza, se disputaban las sandías y los limones, que comían con la corteza. Negros que nunca habían visto langosta de mar, se laceraban el rostro con sus rojas antenas. Griegos afeitados, más blancos que el mármol, tiraban detrás de sí las sobras de su plato, en tanto que pastores de Brucio, vestidos con piel de lobo devoraban silenciosamente su ración, sin apartar de ella los ojos.
Iba anocheciendo. Fue quitado el velario que sombreaba la avenida de los cipreses y encendidas las antorchas.
Los vacilantes resplandores del petróleo, que ardía en vasos de pórfido, asustaron a los monos encaramados en los cedros y consagrados a la luna. Sus gritos alegraban a los soldados.
Llamas oblongas temblaban al reflejarse en las corazas de bronce y arrancaban un haz de chispas en los platos, incrustados de piedras preciosas.
Las cráteras, de bordes de espejos convexos, multiplicaban la imagen agrandada de las cosas: los soldados se apretujaban en torno, mirándose embobados y haciéndose muecas para reírse. Por encima de las mesas se arrojaban los escabeles de marfil y las espátulas de oro. Trasegaban los vinos griegos contenidos en odres, los de Campania encerrados en ánforas, los de los cántabros, que se transportan en toneles, y los vinos de azufaifo, de cinamomo y de loto. A causa del líquido vertido el piso estaba resbaladizo. El humo de las viandas subía hasta el follaje, mezclado al vapor de los alientos. Oíase a un mismo tiempo el crujido de las mandíbulas, el ruido de las palabras, de las canciones, de las copas, el estrépito de los vasos campanios rotos en mil pedazos o bien el limpio sonido de las fuentes de plata.
A medida que aumentaba su embriaguez, los soldados se acordaban mejor de la injusticia de Cartago. La República, agotada por la guerra, había dejado que se acumularan en la ciudad todas las bandas de mercenarios. Giscón, su general, había tenido la prudencia de irlos licenciando poco a poco para facilitar el pago de los sueldos; el Consejo confiaba en que acabarían por transigir con alguna rebaja; pero se veía ya en la imposibilidad de pagarles.
Esta deuda se enlazaba en la opinión pública con los tres mil doscientos talentos exigidos por Lutacio, y como Roma, los mercenarios eran un enemigo para Cartago. Así lo entendían ellos, y por esto estallaba su indignación en amenazas y revueltas. Acabaron por solicitar permiso para reunirse a fin de celebrar una de sus victorias, y el partido de la paz cedió, vengándose así de Amílcar, el propulsor de la guerra. Esta había terminado, contra todos sus esfuerzos, si bien temiendo por Cartago había entregado a Giscón el mando de los mercenarios. Designar su palacio para recibirlos era atraer sobre él algo del odio que los bárbaros despertaban. Además, el gasto era exorbitante, y Amílcar lo sufragaría casi todo.
Orgullosos de haberse impuesto a la República, creían los mercenarios que al fin iban a volver a sus hogares con el precio de su sangre en la capucha de su manto; pero sus fatigas, vistas a través de su embriaguez, les parecían prodigiosas y míseramente recompensadas. Se enseñaban unos a otros sus heridas; se contaban sus combates, sus viajes y las cazas de su país. Imitaban los gritos y hasta los saltos de las fieras. Recordaron después a los inmundos reclutadores, y hundían la cabeza en las ánforas, dándose a beber sin tregua, como dromedarios sedientos. Un lusitano, de talla gigante, que llevaba un hombre colgado de cada brazo, recorría las mesas, echando fuego por las narices. Los lacedemonios, que no se habían quitado las corazas, saltaban pesadamente. Algunos avanzaban como mujeres, haciendo gestos obscenos; otros se desnudaban por completo para pelear al modo de los gladiadores, y un grupo de griegos bailaba alrededor de un vaso en el que estaban pintadas unas ninfas, al son de un escudo de cobre que golpeaba un negro con un hueso de buey.
Súbitamente, oyeron un canto quejumbroso, un canto sonoro y apacible, que subía y bajaba en los aires, como aleteo de un pájaro herido.
Era la voz de los esclavos en las ergástulas. Los soldados se levantaron de un salto, para libertarlos, y desaparecieron, para volver trayendo en medio de gritos una veintena de hombres de cara pálida. Cubría su cabeza afeitada un bonetillo cónico, de fieltro negro; calzaban todos sandalias de madera y hacían un ruido de hierro viejo, como las carretas en marcha.
Llegaron a la avenida de los cipreses, donde se perdieron entre la multitud que les interrogaba. Uno de ellos se había quedado de pie, apartado de los demás. A través de los desgarrones de su túnica, se veían sus espaldas surcadas por largas heridas. En actitud pensativa miraba en torno suyo con desconfianza, y bajaba algo los párpados, deslumbrado por las antorchas; pero advirtiendo que ninguno de los soldados le molestaba, dio un profundo suspiro; balbuceó, se sorbió las lágrimas que bañaban su rostro; luego, tomando por las asas un cántaro lleno, lo levantó en el aire con sus brazos cargados de cadenas, y mirando al cielo, sosteniendo siempre la vasija, exclamó:
—¡Salud, ante todo, a ti, Baal-Eschmún, libertador, llamado Esculapio por la gente de mi nación! ¡Y a vosotros, genios de las fuentes, de la luz y de los bosques! ¡Y a vosotros, dioses ocultos bajo las montañas y en las cavernas de la tierra! ¡Y a vosotros, hombres fuertes, de relucientes armaduras, que me habéis libertado!
Y dejando caer la vasija contó su historia. Le llamaban Espendio. Los cartagineses le habían hecho prisionero en la batalla de los Egineses. Como hablaba griego, ligur y púnico, pudo una vez más dar las gracias a todos los mercenarios; les besaba las manos, y acabó felicitándoles por el banquete, aunque muy asombrado de no ver en él las copas de la Legión sagrada. Estas copas, que llevaban una vid de esmeralda en cada una de sus seis facetas de oro, pertenecían exclusivamente a una milicia formada de jóvenes patricios, escogidos entre los de más estatura. Constituían las copas un privilegio, casi un honor sacerdotal, y por eso mismo, los mercenarios las codiciaban entre todos los tesoros de la República. Detestaban a la Legión por las copas, y se había dado el caso de arriesgar la vida por el inconcebible placer de beber en ellas.
Así, pues, mandaron traer esas copas, que estaban depositadas en poder de los Sisitas, compañías de comerciantes que comían reunidos. Volvieron los esclavos sin ellas, porque a tal hora dormían todos los Sisitas.
—¡Que los despierten! —gritaron los mercenarios.
Después del segundo recado, supieron que los Sisitas se hallaban encerrados en su templo.
—¡Que lo abran! —replicaron.
Y cuando los esclavos, temblando, confesaron que las copas estaban en poder del general Giscón, gritaron:
—¡Que las entregue!
Pronto apareció Giscón en el fondo del jardín, con una escolta de la Legión sagrada. Su amplio manto negro, sujeto a la cabeza por una mitra de oro constelada de piedras preciosas, y que colgaba cubriendo el caballo hasta los cascos, se confundía de lejos con las sombras de la noche. No se veía más que su barba blanca, el brillo de su tocado y su triple collar de anchas placas azules que le golpeaban el pecho.
Al verle los soldados, saludáronle con una gran aclamación, gritando todos:
—¡Las copas! ¡Las copas!
Giscón empezó por declarar que las merecían, atendiendo a su valor. Con esto la turba aulló de alegría y aplaudió.
Nadie mejor que él podía decirlo, porque los había capitaneado y había venido con la última cohorte en la última galera.
—¡Es verdad! ¡Es verdad! —respondían todos.
—Sin embargo —siguió diciendo Giscón—, la República ha respetado vuestras divisiones por pueblos, vuestras costumbres, vuestros cultos; sois libres en Cartago. En cuanto a los vasos de la Legión sagrada, son de propiedad particular.
De pronto, al lado de Espendio, un galo se lanzó, por encima de las mesas y fue derecho a Giscón, al que amenazó esgrimiendo dos espadas.
El general, sin dejar de hablar, le dio en la cabeza con su bastón de marfil, y el bárbaro cayó. Los galos aullaban y transmitían su furor a los demás legionarios. Giscón se encogió de hombros; mas palideció. Pensó que su valor personal sería inútil contra aquellos salvajes exasperados. Valdría más dejar su venganza para más tarde, valiéndose de algún ardid; hizo, pues, una señal a sus soldados y fuese lentamente. Al llegar a la puerta se volvió a los mercenarios, gritándoles que se arrepentirían.
Siguió el festín. Pero Giscón podía volver, y cercando el arrabal, que lindaba con las últimas fortificaciones, aplastarlos contra las paredes. Entonces se sintieron solos, a pesar de ser muchedumbre; la gran ciudad que dormía a sus pies, en la sombra, les dio miedo, de pronto, con sus graderías, sus altas casas negras y sus dioses, más feroces aún que su pueblo. A lo lejos brillaban algunos fanales en el puerto y las luces del templo de Kamón. Se acordaron de Amílcar. ¿Dónde estaba? ¿Por qué les abandonaba, hecha la paz? Sus disensiones con el Consejo serían sin duda un pretexto para perderlos. Su odio cayó entero sobre él y le maldecían, exasperándose unos a otros con su cólera. En este momento se formó un grupo bajo los plátanos. Era para ver a un negro que se retorcía golpeando el suelo con sus miembros, inmóviles las pupilas, torcido el cuello y espumeantes los labios. Alguien gritó que estaba envenenado, y todos creyeron estarlo también. Cayeron sobre los esclavos. Se levantó un clamoreo espantoso, y un vértigo de destrucción se apoderó del ejército ebrio. Daban golpes al acaso, destrozaban, mataban; algunos tiraban las antorchas en la enramada; otros, inclinándose en la balaustrada de los leones los mataban; a flechazos; los más atrevidos corrieron a los elefantes, queriendo abatirles la trompa y comer el marfil.
Sin embargo, los honderos baleares, que para saquear más cómodamente, habían doblado el ángulo del palacio, se vieron detenidos por una alta barrera hecha con cañas de las Indias. Cortaron con sus puñales las correas del cerrojo y se encontraron debajo de la fachada que miraba a Cartago, en otro jardín lleno de plantíos artísticamente recortados. Continuadas líneas de blancas flores describían en la tierra azulada largas parábolas, como regueros de estrellas. Los obscuros matorrales exhalaban olores cálidos y suaves. Había troncos de árboles bañados de cinabrio, que parecían columnas sangrantes. En el centro, doce pedestales de cobre sostenían grandes bolas de vidrio; rojizas luces fulguraban en aquellos globos huecos, como enormes pupilas palpitantes. Los soldados se alumbraron con antorchas, tambaleándose en los declives del terreno, profundamente labrado.
Divisaron de pronto un pequeño lago, dividido en muchos estanques por paredes de piedras azules. El agua era tan limpia, tan clara, que las llamas de las antorchas penetraban hasta el fondo, formado por guijas blancas y polvos de oro. Empezó a hervir el agua, y grandes peces de brillantes escamas subieron a la superficie.
Riéndose mucho, los soldados los cogieron por las agallas y los llevaron a las mesas.
Eran los peces de la familia Barca. Todos descendían de esos rapes primordiales que habían puesto el místico huevo en el que se ocultaba la Diosa. La idea de cometer un sacrilegio avivó la glotonería de los mercenarios; pusieron vasos de cobre sobre el fuego y se divirtieron en ver cómo los hermosos peces se debatían en el agua hirviente.
Los soldados habían perdido ya el miedo y volvían a beber. Los perfumes que les caían de la frente mojaban a grandes gotas sus túnicas hechas jirones, y de codos en las mesas, que les parecía oscilaban como navíos, paseaban alrededor sus ojos de borracho, para devorar con la vista lo que no estaba al alcance de su mano. Había quien, andando entre los platos sobre los manteles de púrpura, rompían a puntapiés los escabeles de marfil y las ampollas tirias de cristal. Mezclábanse las canciones al estertor de los esclavos agonizantes entre las copas rotas. Pedían más vino, comida, oro. Gritaban queriendo mujeres. Se deliraba en cien lenguas distintas. Algunos se creían en los baños, a causa del vapor que flotaba en torno de ellos, o bien, mirando al follaje, imaginaban estar de caza y corrían a sus camaradas como a bestias salvajes. El incendio se propagaba de un árbol a otro, y los altos macizos de verdura, de los que se escapaban largas espirales blancas, parecían volcanes que empezaran a humear. Redoblaba el clamoreo; los leones heridos rugían en la obscuridad.
De repente se iluminó la azotea más alta del palacio; abriose la puerta del centro y apareció en el umbral una mujer vestida de negro: la hija de Amílcar. Bajó la primera escalera que bordeaba oblicuamente el primer piso, luego el segundo y el tercero, y detúvose en la última terraza, en lo alto de la escalera de las galeras. Inmóvil y con la cabeza baja, contempló a los soldados.
Detrás de ella y a cada lado estaban dos largas filas de hombres pálidos, vestidos de blancas túnicas con franjas rojas que caían rectas sobre sus pies. No tenían barba, ni cabello, ni cejas. En sus manos, deslumbrantes de anillos, llevaban enormes liras, y todos cantaban con voz aguda un himno a la divinidad de Cartago. Eran los sacerdotes eunucos del templo de Tanit, a los que Salambó llamaba con frecuencia a su casa.
Al fin, la joven bajó la escalera de las galeras, siguiéndola los sacerdotes. Avanzó por la avenida de los cipreses y anduvo lentamente por entre las mesas de los capitanes, que se apartaban al verla pasar.
Su cabellera, empolvada de arena violeta y apilada en forma de torre, a la usanza de las vírgenes cananeas, le hacía parecer más alta de lo que era. Trenzas de perlas pegadas a sus sienes bajaban basta las comisuras de la boca, rosada como una granada entreabierta. Llevaba sobre el pecho un collar de piedras luminosas que imitaban, por sus variados colores, las escamas de una lamprea. Sus brazos, adornados con diamantes, salían desnudos de una túnica sin mangas, constelada de rojas flores, sobre un fondo negro. Anudada a los tobillos llevaba una cadeneta de oro para regular el paso, y su gran manto de púrpura sombría, cortado de un paño desconocido, arrastraba colgante, describiendo a cada paso como una amplia onda que la seguía.
A ratos, los sacerdotes pulsaban las liras de acordes casi ahogados, y en los intervalos se oía el pequeño ruido de la cadeneta de oro con el chasquido acompasado de las sandalias de papiro.
Nadie la conocía. Únicamente se sabía que vivía retirada en prácticas piadosas. Los soldados la habían visto de noche, en lo alto del palacio, arrodillada ante las estrellas, entre torbellinos de pebeteros encendidos. Era la luna la que la había vuelto tan pálida, y algo de los dioses la envolvía como un vapor sutil. Las pupilas parecían mirar a lo lejos, más allá de los espacios terrestres. Andaba con la cabeza inclinada, y en la derecha mano llevaba una pequeña lira de ébano.
La oyeron murmurar:
—«¡Muertos, muertos todos! Ya no vendréis más, obedientes a mi voz, como cuando sentada al borde del lago, os echaba en la boca pepitas de sandía. El misterio de Tanit rodaba en el fondo de vuestros ojos, más límpidos que manantiales. Y llamaba a los peces por sus nombres, que eran los de los meses —Siv, Siyan, Tamuz, Elul, Tischri, Schebar—. ¡Ah! ¡Piedad para mí, Diosa!»
Los soldados, sin comprender lo que ella decía, se apiñaban a su alrededor. Se asombraban de su tocado; pero ella paseaba sobre todos una larga mirada asustada, y luego, hundiendo la cabeza entre los hombros, separando los brazos, les preguntaba muchas veces:
—¿Qué habéis hecho? ¿Qué habéis hecho? ¿No teníais, para hartaros, pan, carnes, aceite, toda la flor de los graneros? ¡Yo había hecho traer bueyes de Hecatompila y enviado cazadores al desierto!
Subía el tono de su voz, sus mejillas se coloreaban, y añadió:
—¿Dónde estáis? ¿En una ciudad conquistada o en el palacio de un amo? ¡Y qué amo! ¡El sufeta Amílcar, padre mío, servidor de los Baales! Vuestras armas, rojas con la sangre de sus esclavos, son las que él ha apresado a Lutacio. ¿Sabéis de alguien en vuestras tierras que sepa dirigir mejor las batallas? Mirad. ¡Los peldaños de nuestro palacio están obstruidos por nuestros trofeos! ¡Seguid incendiándolo todo! Me llevaré conmigo el Genio de mi casa, mi serpiente negra, que duerme allá arriba, sobre hojas de loto. Silbaré y ella me seguirá; y, si embarco en mi galera, correrá sobre la estela de la nave, entre la espuma de las olas.
Palpitaban sus finas narices; aplastaba las uñas contra la pedrería de su pecho. Sus ojos languidecían, y añadió:
—¡Ah, pobre Cartago! ¡Lamentable ciudad! No tienes para defenderte los hombres fuertes de antes, que iban más allá de los mares a levantar templos en las playas. Todos los países trabajaban en torno tuyo, y las llanuras del mar, aradas por tus remos, balanceaban tus cosechas.
La joven empezó a cantar las aventuras de Melkart, dios de los Sidonios y padre de su familia.
Narraba la ascensión a las montañas de Ersifonia, el viaje a Tarteso y la guerra contra Masisabal para vengar a la reina de las serpientes.
—Él perseguía en el bosque al monstruo hembra, cuya cola ondulaba sobre las hojas muertas como un arroyo de plata; él llegó a una pradera en que las mujeres de grupa de dragón estaban alrededor de una gran hoguera, enhiestas en la punta de su cola. La luna de color de sangre resplandecía en un halo pálido, y sus lenguas de escarlata, hendidas como arpones de pescadores, se alargaban encorvándose hasta el borde de la llama.
Sin interrupción, Salambó fue contando cómo Melkart, después de haber vencido a Masisabal, puso en la proa de su nave la cabeza cortada de este:
—A cada oleada, la cabeza se hundía en las espumas; pero el sol la embalsamaba, haciéndola más dura que el oro; los ojos no cesaban de llorar y las lágrimas caían continuamente en el agua.
Cantaba Salambó todo esto en un antiguo idioma cananeo, que no entendían los bárbaros, los cuales se preguntaban qué es lo que ella diría con los gestos espantosos que subrayaban sus palabras. Subidos alrededor de ella, sobre las mesas, sobre los escabeles y en las ramas de los sicomoros, con la boca abierta y alargando el pescuezo, trataban de retener estas vagas historias que oscilaban ante su imaginación, a través de la obscuridad de las teogonías, como fantasmas en las nubes.
Únicamente los sacerdotes sin barba comprendían a Salambó. Temblaban sus manos rugosas, en tanto que pulsaban las liras, a las que de vez en cuando arrancaban un lúgubre acorde; más débiles que viejas mujeres, temblaban a un tiempo, de emoción mística y del miedo que les causaban los hombres. Los bárbaros no se cuidaban de ellos: solo atendían a la virgen cantora.
Pero nadie la miraba como un joven capitán númida, que estaba en la mesa de los jefes, entre los soldados de su nación. Su cintura estaba tan erizada de dardos que ahuecaban su amplio manto, anudado a las sienes por un lazo de cuero, y que flotante sobre sus hombros ensombrecía su rostro, del que no se veían más que las llamas de sus dos ojos fijos. Se encontraba por casualidad en el festín. Por orden de su padre vivía con los Barcas, según la costumbre de los reyes, que enviaban sus hijos a las grandes familias, a fin de preparar futuras alianzas; pero hacía seis meses que Narr-Habas vivía allí, y aún no conocía a Salambó. Sentado sobre los talones y con la barba tocando las astas de sus jabalinas, la contemplaba, inflamadas las ventanas de la nariz, como leopardo agazapado en los bambúes.
Al otro lado de las mesas hallábase un libio de colosal estatura y de cabellos cortos y rizados. Vestía únicamente un sayo militar, cuyos adornos metálicos rasgaban la púrpura del escabel. Entre el vello de su pecho brillaba un collar con una luna de plata. Manchaban su rostro salpicaduras de sangre; apoyado en el codo izquierdo y con la bocaza abierta, sonreía a la cantora.
Dejando Salambó el ritmo sagrado, empleó simultáneamente todos los idiomas de los bárbaros, a fin de enternecerlos con aquella delicadeza de mujer. Hablaba en griego a los griegos; luego se dirigía a los ligures, a los campanios, a los negros, y todos, al escucharla, hallaban en su voz la dulcedumbre de sus patrias. Impulsada por los recuerdos de Cartago, cantaba ahora las antiguas batallas contra Roma; y ellos aplaudían. Se entusiasmaba al resplandor de las desnudas espadas; gritaba con los brazos abiertos. Calló su lira y enmudeció, y apretándose el corazón con las dos manos, quedó por algunos momentos con las pupilas cerradas, saboreando la agitación de todos aquellos hombres.
El libio Matho estaba junto a ella. Involuntariamente, la joven se acercó a él, e impulsada por el conocimiento de su orgullo, le echó en una copa de oro un gran chorro de vino, para reconciliarse con el ejército.
—¡Bebe! —dijo Salambó.
Tomó él la copa, y ya la acercaba a los labios cuando un galo, el mismo que Giscón hirió, le golpeó la espalda, se acercó a él con aire jovial, bromeando en la lengua de su país. Espendio, que allí estaba, se ofreció a traducir las palabras.
—Habla —le dijo Matho.
—¡Los dioses te protegen! Llegarás a rico. ¿Cuándo es la boda?
—¿Qué bodas?
—Las tuyas; porque entre nosotros —explicó el galo—, cuando una mujer da de beber a un soldado, es que le brinda con el tálamo.
No había acabado de decir esto, cuando Narr-Habas dio un salto, y sacando un dardo de la cintura y apoyándose con el pie derecho en el borde de la mesa, lo lanzó contra Matho.
Silbó el dardo entre las copas y, atravesando el brazo del libio, lo clavó en el mantel con tal fuerza, que la empuñadura temblaba en el aire.
Matho se la arrancó aprisa; pero no tenía armas: estaba desnudo. Al fin, levantando con ambos brazos la cargada mesa, se la tiró a Narr-Habas en medio de la turba que se precipitaba a separarlos. Hasta tal punto se apretaban númidas y soldados, que no podían desenvainar las espadas. Matho avanzaba abriéndose paso con la cabeza. Cuando se irguió, Narr-Habas había desaparecido. Le buscó con los ojos, y entonces vio que Salambó también se había ido.
Volvió entonces su mirada al palacio; vio en lo alto que la puerta roja de la cruz negra se cerraba, y se precipitó hacia ella.
Viéronle todos correr entre las proas de las galeras; aparecer luego a lo largo de las tres escaleras, hasta la puerta roja, que empujó de un empellón. Jadeante, se apoyó en la pared para no caer.
Un hombre le había seguido, y en medio de la obscuridad, porque las luces del festín, que daban vueltas, estaban tapadas por el ángulo del palacio. Matho reconoció a Espendio.
—¡Vete! —le dijo.
El esclavo, sin responder, desgarró con los dientes su túnica; arrodillándose luego ante Matho, le tomó el brazo delicadamente, palpándoselo para dar con la herida.
A la luz de un rayo de luna que rompió entre las nubes, Espendio vio en medio del brazo una enorme herida. La cubrió con un ancho vendaje; pero el otro, irritado, decía:
—¡Déjame! ¡Déjame!
—¡Oh, no! —dijo el esclavo—. ¡Tú me has librado de la ergástula: te pertenezco! ¡Eres mi amo! ¡Manda!
Matho, rozando las paredes, dio la vuelta a la terraza, aguzando el oído a cada paso, y hundiendo la mirada por entre las cañas doradas, registraba las silenciosas habitaciones. Por fin, se detuvo, desesperado.
—Óyeme —le dijo el esclavo—, no me desprecies por mi debilidad; he vivido en este palacio y puedo, como una víbora, introducirme por las paredes. Ven; hay en la Cámara de los Antepasados un lingote de oro debajo de cada losa; un camino subterráneo conduce a sus tumbas.
—¡Bah! ¿Qué me importa? —repuso Matho.
Espendio se calló.
Estaban en la azotea. Una sombra enorme se extendía ante ellos; los manchones de la sombra parecían enormes olas de un negro mar petrificado.
En este instante se advirtió una franja luminosa por el lado del Oriente. A la izquierda y muy en lo hondo, los canales de Megara empezaban a rayar con sus blancas sinuosidades la verdura de los jardines. Los techos cónicos de los templos heptágonos, las escaleras, las terrazas, los baluartes, íbanse perfilando en la claridad del alba; y en torno de la península cartaginesa oscilaba un cinturón de blanca espuma, en tanto que el mar, color de esmeralda, parecía como cuajado con el frescor de la mañana. A medida que el rosado cielo iba ensanchándose, se agigantaban las altas casas inclinadas en las vertientes del terreno, y se apiñaban como rebaño de cabras negras que bajaran de la montaña. Las calles desiertas parecían alargarse; las palmeras, que se destacaban saliendo aquí y acullá sobre las paredes, estaban quietas; las cisternas, repletas de agua, simulaban escudos de plata perdidos en los patios; empezaba a palidecer el faro del promontorio Hermeo. En lo alto de la Acrópolis, en el bosque de cipreses, los caballos de Eschmún, al surgir la luz, ponían los cascos sobre el parapeto de mármol y relinchaban del lado del sol.
Surgió el astro, y Espendio, alzando los brazos, dio un grito.
Todo se agitaba en un espacio rojizo, porque como si el Dios se desgarrara, lanzaba a rayos sobre Cartago la lluvia de oro de sus venas. Brillaban los espolones de las galeras, el techo de Kamón parecía irradiado de llamas, y se veían luces en el fondo de los templos, cuyas puertas empezaban a abrirse. Grandes carretas llegadas de la campiña rechinaban en las losas de las calles; los dromedarios, cargados de bagajes, bajaban las rampas. Los cambistas ponían en las encrucijadas las muestras de sus tiendas. Volaban las cigüeñas y palpitaban las blancas velas. Oíase en el bosque de Tanit el tamboril de las cortesanas sagradas, y en la punta de Mapales empezaban a humear los hornos en que se cocían los ataúdes de arcilla.
Espendio se asomó a la terraza; rechinábanle los dientes, y repitió:
—¡Ah, sí..., sí, amo! Comprendo por qué desdeñas ahora el saqueo de la casa.
Pareció que Matho volvía en sí al eco de estas palabras; pero no que las entendiera. Espendio continuó:
—¡Ah, cuántas riquezas! ¡Los hombres que las guardan ni hierro tienen para defenderlas!
Y señalándole con la diestra algunos plebeyos que bordeaban el muelle por la arena, para buscar lentejuelas de oro:
—Mira —añadió—, la República es como esos miserables: encorvada al borde de los mares, hunde en todas las playas sus ávidos brazos, y el ruido de las olas llena de tal modo su oído que no percibe tras ella la pisada de un amo.
Llevó a Matho al otro extremo de la terraza, y mostrándole el jardín, en el que resplandecían las espadas de los soldados, colgadas de los árboles:
—Aquí hay hombres fuertes, exasperados por el odio. ¡Nada les liga a Cartago: ni sus familias, ni sus juramentos, ni sus dioses!
Matho seguía apoyado en la pared; acercándose Espendio, siguió diciéndole en voz baja:
—¿Me entiendes, soldado? Los dos nos pasearemos cubiertos de púrpura, como sátrapas. Nos lavarán con perfumes; yo tendré esclavos, a mi vez. ¿No estás cansado de dormir en el duro suelo, de beber vinagre de los campos y oír siempre la trompeta? Que ya descansarás, ¿no es verdad? Será cuando te arranquen la coraza para arrojar tu cadáver a los buitres; o quizás cuando, apoyándote en un bastón, ciego, cojo y débil, vayas de puerta en puerta contando las hazañas de tu juventud a los niños y a las vendedoras de salmuera. Acuérdate de las injusticias de tus jefes, de los campamentos en la nieve, de las carreras al sol, de las tiranías de la disciplina y de la eterna amenaza de la cruz. Después de tantas miserias, te han dado un collar de honor, así como se cuelga del pecho de los asnos una collera de cascabeles para aturdirlos en su marcha y que no sientan la fatiga. ¡Un hombre como tú, más valiente que Pirro! ¡Ah, si tú quisieras! ¡Ah, qué feliz serías en las grandes salas frescas, al son de las liras, acostado sobre flores, con bufones y con mujeres! ¡No me digas que la empresa es imposible! ¿Acaso los mercenarios no han poseído Regio y otras plazas fuertes de Italia? ¿Quién te lo impide? Amílcar está ausente; el pueblo odia a los ricos; Giscón no puede hacer nada con los cobardes que le rodean. ¡En cambio, tú eres valiente; todos te obedecerán! ¡Mándalos! ¡Cartago es nuestro!: ¡lancémonos!
—No —dijo Matho—; la maldición de Moloch pesa sobre mí. La he sentido en sus ojos, y acabo de ver en un templo un carnero negro que reculaba.
Y añadió, mirando en torno suyo:
—¿Dónde está ella?
Comprendió Espendio la inmensa inquietud que le obsesionaba, y no se atrevió a hablarle más.
Detrás de ellos, los árboles seguían humeando; de sus ennegrecidas ramas caían de tiempo en tiempo esqueletos de monos medio quemados, en medio de los platos. Ebrios los soldados, roncaban con la boca abierta al lado de los cadáveres, y los que no dormían, bajaban la cabeza, deslumbrados por el día. El suelo desaparecía bajo charcos rojos. Los elefantes balanceaban entre las estacas de un parque las sangrientas trompas. En los graneros abiertos se veían sacos de harina esparcidos, y bajo la puerta, una línea espesa de carretas amontonadas por los bárbaros. Los pavos reales subidos en los cedros hacían la rueda y empezaban a gritar.
Sin embargo, la inmovilidad de Matho extrañaba a Espendio. Estaba más pálido que antes; fijas las pupilas, parecía seguir algo en el horizonte, apoyando los codos en el pretil de la azotea. Se asomó Espendio, y acabó por descubrir lo que él contemplaba. Un punto de oro brillaba a lo lejos, entre el polvo, en el camino de Útica; era el cubo de un carro de dos mulas. Un esclavo, a la cabeza del timón, las llevaba de las riendas. En el carro iban dos mujeres sentadas. Las crines de los animales formaban bucles entre las orejas, a la usanza persa, bajo una red de perlas azules.
Las conoció Espendio y contuvo un grito.
Por detrás del carro flotaba al viento un gran toldo.
II. En Sicca
Dos días después, los mercenarios salieron de Cartago.
Se les dio a cada uno una moneda de oro, a condición de que fueran a acampar en Sicca; se les había halagado, además, con toda clase de lisonjas.
—Sois los salvadores de Cartago; pero permaneciendo en ella la reduciríais al hambre y la ruina. La República os pagará más tarde esta condescendencia. Inmediatamente vamos a levantar impuestos; se completará vuestra soldada y se equiparán galeras que os lleven a vuestros países.
No había nada que contestar a tales promesas. Aquellos hombres acostumbrados a la guerra, se aburrían en la paz de una ciudad; no costó trabajo convencerlos, y el pueblo subió a las murallas para verlos partir.
Desfilaron por la calle de Kamón y la puerta de Cirta, todos mezclados en montón: arqueros con hoplitas, capitanes con soldados, lusitanos con griegos. Marchaban a paso largo, haciendo sonar en las losas sus pesados coturnos. Sus armaduras estaban abolladas por las catapultas, y ennegrecidas sus manos por el polvo de las batallas. Broncos gritos salían de las espesas barbas; sus aceradas cotas, desgarradas, entrechocaban con los pomos de las espadas, y por los agujeros del cobre, se veían los miembros desnudos, espantosos como máquinas de guerra. Los montantes, las hachas, los venablos, los gorros de fieltro y los cascos de bronce oscilaban a la vez, con un mismo movimiento. Llenaban la calle hasta el punto de parecer que iban a estallar las murallas; esta interminable masa de soldados armados se deslizaba entre altas casas de seis pisos, cubiertas de betún. Detrás de sus rejas de hierro o de cañas, las mujeres, tapadas con un velo, veían pasar en silencio a los bárbaros.
Las azoteas, las fortificaciones, las murallas, desaparecían bajo la multitud de cartagineses, vestidos de negro, que las llenaban. Las túnicas de los marineros parecían manchas de sangre entre aquella sombría muchedumbre; los niños, casi desnudos, de piel brillante, con brazaletes de cobre, gesticulaban en el follaje de las columnas o en las ramas de las palmeras. Algunos ancianos ocupaban las plataformas de las torres, y de trecho en trecho, un personaje de luenga barba, en actitud soñadora, parecía de lejos, en el fondo del cielo, un fantasma, tan inmóvil como las piedras.
Todos se sentían oprimidos por la misma inquietud: se temía que los bárbaros, considerándose fuertes, tuvieran el capricho de permanecer en la ciudad. Pero se iban con tanta confianza, que los cartagineses se animaron y se mezclaron con los soldados. Se les abrumaba con juramentos y apretones de mano. Había quien les incitaba a que no abandonaran la ciudad, por ardid de política y audacia de hipocresía. Se les echaba perfumes, flores y monedas de plata. Se les daba amuletos contra las enfermedades; pero no sin haber escupido antes tres veces encima de ellos, para atraer la muerte, o encerrado tres pelos de chacal, que vuelven al corazón cobarde. Se invocaba a grito herido el favor de Melkart, y, en voz baja, su maldición.
Vino luego la impedimenta de bagajes, de acémilas y de rezagados. Los enfermos gemían sobre dromedarios; otros se apoyaban, renqueando, en el asta de una pica. Los borrachos cargaban con odres; los voraces, con cuartos de carne, pasteles, frutas, manteca envuelta en hojas de higuera y nieve en sacos de tela. Los había con quitasoles en la mano y loros en los hombros. Hacíanse seguir de dogos, gacelas o panteras. Las mujeres de raza libia, montadas en asnos, increpaban a las negras que abandonaban por los soldados los lupanares de Malqua; muchas daban de mamar a criaturas colgadas del pecho con una correa de cuero. Las mulas, aguijoneadas con la punta de las espadas, hundían el lomo bajo el peso de las tiendas; y había innumerables criados y portadores de agua, macilentos, amarillos por las fiebres y llenos de sabandijas, escoria de la plebe cartaginesa que seguía a los bárbaros.
Así que todos salieron se cerraron las puertas, sin que el pueblo dejara las murallas. El ejército se derramó en seguida por la anchura del istmo.
La soldadesca se dividió en masas desiguales. Las lanzas, al alejarse, parecían altos tallos de hierba, y al fin, todo se desvaneció en una densa polvareda. Aquellos de los soldados que se volvían para mirar a Cartago, no vieron más que sus largas murallas, recortando en el horizonte sus almenas vacías.
Entonces los bárbaros oyeron un gran grito. Creyeron que algunos de sus compañeros, quedados en la ciudad, se entretenían en saquear cualquier templo. Rieron mucho de esta idea y continuaron su camino.
Se sentían alegres de encontrarse, como antes, marchando juntos en campo abierto; los griegos cantaban la vieja canción de los mamertinos:
—Con mi lanza y mi espada, trabajo y siego; yo soy el amo de la casa. El hombre desarmado cae a mis rodillas y me llama Señor y Gran Rey.
Gritaban, saltaban, y los más alegres narraban cuentos; se había acabado el tiempo de las miserias. Al llegar a Túnez, algunos observaron que faltaba una tropa de honderos baleares. No estarían lejos, sin duda, y no se preocuparon más de ellos.
Unos se alojaron en las casas, otros acamparon al pie de las murallas, y la gente de la población vino a hablar con los soldados.
Durante toda la noche viéronse fogatas que iluminaban el horizonte, del lado de Cartago; lumbreras como antorchas gigantes, que se agrandaban en el lago inmóvil. Ninguno, en el ejército, podía decir qué fiesta se celebraba con aquellas luminarias.
Al otro día, los bárbaros atravesaron una campiña cultivada. Las granjas de los patricios se sucedían unas a otras en los bordes del camino; las acequias corrían entre palmerales; los olivos formaban largas líneas verdes; rosados vapores flotaban en las gargantas de las colinas; montañas azules se erguían por atrás. Soplaba un viento caliente. Los camaleones rastreaban por las anchas hojas de las pitas.
Los bárbaros marchaban cada vez con más lentitud. Se disgregaron en destacamentos sueltos o seguían unos tras otros, con largos intervalos. Comían uvas al borde de las viñas, se acostaban en la hierba, miraban estupefactos los grandes cuernos de los bueyes, artificialmente torcidos, las ovejas revestidas de pieles para proteger su vellón, los barbechos que se entrecruzaban formando losanges, las rejas de los arados, como anclas de naves, y los granados que rociaban con silfio. Les deslumbraba esta opulencia de la tierra y esos inventos de la sabiduría.
Por la noche se echaron sobre las tiendas, sin desplegarlas, y dormitando de cara a las estrellas, soñaron con el festín de Amílcar.
Al mediodía siguiente se hizo alto a orillas de un río, entre matas de adelfas. Aquí se apresuraron a dejar lanzas, escudos y cinturones. Se lavaban a gritos, llenaban sus cascos de agua y otros bebían de bruces, entremezclados con las acémilas, a las que se les caía la carga.
Espendio, sentado en un dromedario robado al parque de Amílcar, vio de lejos a Matho, que con el brazo junto al pecho, desnuda la cabeza y la mirada baja, dejaba beber a su mula viendo correr el agua. El esclavo se abrió paso a través de la turba, llamándole:
—¡Amo! ¡Amo!
Apenas si Matho le dio las gracias. Sin preocuparse por ello, Espendio siguió andando detrás de él, y de vez en cuando volvía los ojos inquietos hacia donde estaba Cartago.
Era hijo de un retórico griego y de una prostituta campania. Al principio se había enriquecido vendiendo mujeres; luego, arruinado por un naufragio, había hecho la guerra a los romanos con los pastores del Samnio. Le cogieron prisionero y se escapó; le volvieron a apresar y entonces trabajó en las canteras, se quemó en las estufas, gritó en los suplicios, conoció muchos amos y todo género de miserias. Un día, al fin, desesperado, se lanzó al mar desde lo alto de la trirreme en que bogaba. Marineros de Amílcar recogiéronle moribundo y le encerraron en la ergástula de Megara. Pero como los tránsfugas debían ser devueltos a los romanos, aprovechó el desorden del festín para huir con los soldados.
Durante toda la marcha estuvo cerca de Matho; le llevaba comida, le ayudaba a apearse y de noche le extendía su tapiz bajo la tienda. Matho acabó por conmoverse con estas atenciones, y poco a poco fue haciéndose comunicativo: contó al esclavo su historia.
Había nacido en el golfo de las Sirtes. Su padre le llevó en peregrinación al templo de Ammón. Cazó después elefantes en los bosques de los Garamantes. En seguida se alistó al servicio de Cartago. Le nombraron tetrarca en la toma de Drepanum. La República le debía cuatro caballos, veintitrés medimnas de trigo y la soldada de un invierno. Temía a los dioses y deseaba morir en su patria.
Espendio le habló de sus viajes, de los pueblos y templos que había visitado, y de muchas cosas que él sabía, como fabricar sandalias, venablos y sedas, domesticar animales feroces y cocer venenos.
A veces, interrumpiéndose, brotaba del fondo de su garganta un grito ronco; la mula de Matho apretaba la marcha; las demás se apresuraban a seguirla; luego, Espendio volvía a empezar, agitado siempre por su angustia. Esta se calmó en la noche del cuarto día.
Iban juntos, a la derecha del ejército, por el flanco de una colina. Abajo se prolongaba la llanada, perdida en los vapores de la noche. Las líneas de soldados que desfilaban por abajo producían ondulaciones en la sombra. A veces pasaban por las eminencias de terreno alumbradas por la luna; entonces temblaba una estrella en la punta de las picas, espejeaban por un instante los cascos; desaparecía todo y otros seguían haciendo lo mismo. En lontananza, balaban los rebaños despertados, y algo, de una infinita dulcedumbre, parecía cernerse sobre la tierra.
Espendio, doblada la cabeza y con los ojos entornados, aspiraba a bocanadas el aire fresco; separaba los brazos y movía los dedos para sentir mejor esta caricia que le corría por el cuerpo. Se ilusionaba con nuevas esperanzas de venganza. Se tapó la boca con la mano para contener sus suspiros y, como abstraído, soltaba el cabestro de su dromedario, que andaba a paso acompasado. Matho había vuelto a su tristeza; sus piernas colgaban hasta el suelo, y las hierbas, al restregarse en sus coturnos, producían un chirrido continuado.
Sin embargo, el camino se alargaba sin acabarse nunca. Al extremo de una llanada, se llegaba siempre a una planicie redonda; luego se bajaba a un valle y las montañas que fingían cerrar el horizonte parecían deslizarse conforme iban acercándose a ellas. A trechos surgía un río entre tamariscos, para perderse al volver una colina. A veces se erguía una enorme roca, a manera de proa de una nave o de pedestal de un coloso derribado.
Encontrábanse, a intervalos regulares, pequeños templos cuadrangulares, que servían de estaciones a los peregrinos que iban a Sicca. Estaban cerrados como tumbas. Los libios, para que los abrieran, golpeaban con fuerza la puerta, pero nadie contestaba desde dentro.
Iban escaseando los labrantíos, porque se entraba en un terreno arenoso erizado de matas espinosas. Rebaños de carneros ramoneaban entre las piedras, guardados por una mujer, de talle ceñido por un vellón azul, y que huía dando gritos, al ver entre las rocas las picas de los soldados.
Seguía el camino por una especie de corredor bordeado por dos cadenas de rojizos montículos. De repente un olor nauseabundo hirió el olfato de los soldados, que creyeron advertir algo extraordinario en lo alto de un algarrobo: por encima de las hojas se erguía una cabeza de león.
Corrieron a verlo. Era un león sujeto a una cruz por los cuatro miembros, como un criminal. El enorme hocico le caía sobre el pecho, y sus dos patas anteriores, que medio desaparecían tapadas por las melenas, estaban tan separadas como alas abiertas de un pájaro. Apuntábanse sus costillas, una a una, por debajo de la piel distendida; sus patas traseras, clavadas una encima de otra, aparecían encorvadas; la negra sangre, que manaba entre los pelos, formaba estalactitas bajo la cola que colgaba recta a lo largo de la cruz. Los soldados rieron el encuentro: llamaron al león cónsul y ciudadano de Roma y le tiraron guijarros a los ojos para quitarle los mosquitos.
Cien pasos más adelante vieron otros dos y en seguida una larga fila de cruces con leones clavados. Algunos llevaban muertos tanto tiempo, que solo quedaban en los maderos los restos de los esqueletos; otros, medio roídos, torcían las fauces con una horrible mueca; los había enormes, que se balanceaban en vilo, en el árbol de la cruz, en tanto que sobre sus cabezas revoloteaban bandas de cuervos, sin pararse nunca. Así procedían los campesinos cartagineses cuando apresaban una fiera, creyendo atemorizar a las demás con este ejemplo. Los soldados, dejando de reír, quedaron asombrados. «Qué pueblo es este», pensaban, «que se entretiene crucificando leones.»
Por lo demás, estaban los hombres, los del Norte, sobre todo, vagamente inquietos, enfermos ya; se laceraban las manos con las puntas de los áloes; nubes de mosquitos zumbaban en sus oídos y la disentería empezaba a hacer estragos. Se aburrían de no llegar a Sicca. Temían perderse y entrar en el desierto, la región de las arenas y de los espantos. No querían seguir adelante y muchos tornaron al camino de Cartago.
Al fin, en el séptimo día, después de haber seguido largo rato la base de una montaña, esta torció bruscamente a la derecha y apareció una línea de murallas sobre blancas rocas, confundiéndose con ellas. No tardó en verse toda la ciudad; unos rasos blancos, azules y amarillos se agitaban sobre las murallas en la rojiza tarde: eran las sacerdotisas de Tanit que acudían a recibir a los hombres. Estaban alineadas a lo largo del baluarte, tocando tamboriles, pulsando liras, agitando crótalos; y los rayos del sol poniente, por las montañas de Numidia, pasaban por entre las cuerdas de las arpas que recorrían los brazos desnudos de las vírgenes. A intervalos, cesaba la música y estallaba un grito estridente, precipitado, furioso, continuado; especie de ladrido que las mujeres hacían azotando con la lengua los dos ángulos de la boca. Otras se quedaban acodadas, con la barbilla en la mano, más inmóviles que esfinges, asaetando con sus negros ojos al ejército que iba subiendo.
Por más que Sicca era una ciudad sagrada, no podía contener tanta multitud; solo el templo con sus dependencias ocupaba la mitad. Los bárbaros se establecieron en la llanada; unos disciplinados como tropas regulares, otros por naciones o según su capricho.
Los griegos plantaron en líneas paralelas sus tiendas de pieles; los iberos dispusieron en círculo sus pabellones de tela; los galos construyeron barracas de tablas; los libios cabañas con piedras; los negros cavaron en la arena, con las uñas, fosos para dormir. Muchos, no sabiendo dónde meterse, ambulaban entre los bagajes, y llegada la noche se acostaban en tierra envueltos en sus mantos.
La llanura se extendía alrededor de ellos, bordeada de montañas. Aquí y allá, una palmera se cimbreaba sobre una colina de arena; abetos y encinas manchaban los flancos de los precipicios; la lluvia caía, como una larga banda que la tempestad colgaba, del cielo, en tanto que en el resto de la campiña el cielo seguía azul y sereno; después, un viento tibio lanzaba torbellinos de polvo y un arroyo bajaba en cascadas de las alturas de Sicca, en las que se levantaba, con su tejado de oro sobre columnas de cobre, el templo de Venus cartaginesa, dominadora de la comarca, a la que parecía infundir su alma. Por estas convulsiones de la tierra, por estas alternativas de la temperatura y por esos juegos de luz, la diosa manifestaba la extravagancia de la fuerza junto con la belleza de su eterna sonrisa. Las cimas de las montañas tenían unas la forma de una luna creciente; otras parecían pechos de mujer mostrando sus senos hinchados. Los bárbaros sentían pasar sobre sus fatigas un abatimiento lleno de delicias.
Espendio, con el dinero de su dromedario se había comprado un esclavo. La mayor parte del día lo pasaba durmiendo tendido ante la tienda de Matho. A menudo se despertaba creyendo, en su sueño, oír silbar las correas; entonces, sonriéndose, se pasaba las manos por las cicatrices de sus piernas en el sitio que habían lacerado los grilletes y luego se dormía.
Matho aceptaba su compañía. Siempre que salía, Espendio le escoltaba como un lictor, armado con un espadón; o bien Matho se apoyaba en su espalda, porque Espendio era de baja estatura.
Una tarde que atravesaban juntos las calles del campamento, vieron unos hombres cubiertos con mantos blancos, y entre ellos a Narr-Habas, el príncipe de los númidas. Matho se estremeció.
—¡Dame tu espada! —exclamó—; ¡Quiero matarle!
—Todavía no —contestó Espendio, conteniéndole, porque ya Narr-Habas venía a su encuentro.
Besó el númida sus dos pulgares en señal de alianza, acallando la cólera que tuvo en la embriaguez del festín; luego habló extensamente contra Cartago, pero sin decir lo que le había traído entre los bárbaros.
¿Era para traicionarlos, o en bien de la República?, se preguntaba Espendio; y como esperaba aprovecharse de todos los desórdenes, suponía también a Narr-Habas capaz de todas las perfidias.
El jefe de los númidas se quedó con los mercenarios. Parecía querer intimar con Matho. Enviaba a este cabras gordas, polvo de oro y plumas de avestruz. El libio, desconcertado con estos halagos, no sabía si corresponder a ellas o exasperarse. Espendio le apaciguaba y Matho se dejaba gobernar por el esclavo, pues era un irresoluto, lleno de invencible sopor, como aquel que ha bebido un brebaje que le ha de ocasionar la muerte.
Una mañana que salieron los tres a caza de un león, Narr-Habas ocultó un puñal en su manto. Espendio iba siempre detrás de él y volvieron sin que el númida sacara el arma.
Otra vez Narr-Habas los llevó muy lejos, hasta los confines de su reino. Llegaron a un desfiladero, y allí, sonriendo, declaró que había perdido el rumbo; Espendio lo halló.
Lo más frecuente era que Matho, melancólico como un augur, saliera, no bien aparecía el sol, a vagabundear por la campiña. Se echaba en la arena y permanecía inmóvil hasta la noche.
Consultó, uno tras otro, a todos los adivinos del ejército; a los que observan la marcha de las serpientes, a los que leen en las estrellas, a los que soplan en la ceniza de los muertos. Tragó gálbano, seselí y veneno de víbora que hiela el corazón; mujeres negras cantando, a la luz de la luna, bárbaras canciones, le picaron la frente con estiletes de oro; se cargaba de collares y de amuletos; invocaba, ora a Baal-Kamón, ora a Moloch o a los siete Kabiros, a Tanit y a la Venus de los griegos. Grabó un nombre en una placa de cobre y la hundió en la arena, en el dintel de su tienda. Espendio le oía gemir y hablar solo.
Una noche entró.
Matho, desnudo como un cadáver, estaba acostado boca abajo sobre una piel de león, con la cara entre las manos. Una lámpara suspendida alumbraba sus armas, colgadas sobre su cabeza en el mástil de la tienda.
—¿Sufres? —le preguntó el esclavo—. ¿Qué necesitas? Dímelo.
Y le tocaba en la espalda, llamándole muchas veces:
—¡Amo! ¡Amo!
Al fin, Matho le miró con ojos turbados.
—¡Escucha! —dijo en voz baja, con un dedo en los labios—. ¡Es una maldición de los dioses! ¡Me persigue la hija de Amílcar! Tengo miedo, Espendio —y se apretaba contra su pecho como niño asustado por un fantasma—. Háblame. ¡Quiero curarme! Lo he probado todo. ¿Sabes tú de algún dios más fuerte o de alguna otra invocación irresistible?
—¿Para qué? —preguntó Espendio.
Respondió Matho, golpeándose la cabeza con ambos puños:
—¡Para librarme del hechizo!
Luego decía, hablándose a sí mismo y a largos intervalos:
—Soy, sin duda, la víctima de algún holocausto que ella habrá prometido a los dioses... ¡Me tiene atado a una cadena invisible! Si ando, ella delante; si me detengo, ella también. Sus ojos me queman; oigo su voz. Ella me rodea, me penetra; creo que ha llegado a ser mi alma.
»Y, sin embargo, hay entre nosotros dos como las olas invisibles de un océano sin límites. Ella está lejana y es inaccesible. El esplendor de su hermosura forma a su alrededor un nimbo de luz; a veces creo que no la he visto jamás, que no existe... y que todo es un sueño...
Así lloraba Matho en las tinieblas. Los bárbaros dormían. Espendio, mirando a Matho, se acordaba de los jóvenes que con vasos de oro en las manos, le suplicaban antiguamente, cuando paseaba por las ciudades su tropa de cortesanas. Le tuvo compasión y le dijo:
—¡Sé fuerte, amo! ¡Recurre a tu voluntad y no implores más a los dioses, porque estos no se preocupan de los gritos de los hombres! ¡Lloras como un cobarde! ¿No te humilla que una mujer te haga sufrir tanto?
—¿Acaso soy un niño? —contestó Matho—. ¿Crees que me enternezco por la cara y por las canciones de las mujeres? Las he tenido en Drepanum, y para barrer mis cuadras; las he poseído en medio de los asaltos y cuando vibraba la catapulta... Pero esta, Espendio, esta...
El esclavo le interrumpió:
—Si no fuera la hija de Amílcar...
—No —repuso Matho—. Ella no se parece a las otras hijas de los hombres. ¿Has visto tú sus grandes ojos bajo sus grandes cejas, como soles bajo arcos de triunfo? Acuérdate; cuando apareció palidecieron todas las antorchas. Entre los diamantes de su collar, resplandecía su pecho desnudo; se sentía tras ella como el olor de un templo, y algo se escapaba de todo su ser que era más suave que el vino y más terrible que la muerte.
Quedó embebecido, baja la cabeza y con las pupilas fijas.
—¡Pero yo la quiero, la necesito! Me muero. Pensando que la estrecho en mis brazos, me arrebata una alegría furiosa y, sin embargo, la odio. Espendio, ¡quisiera maltratarla! ¿Qué hacer? Tengo deseos de venderme para ser su esclavo. ¡Tú lo fuiste! ¡Tú podías verla! ¡Háblame de ella! Todas las noches sube a la azotea de su palacio, ¿verdad? ¡Ah, las piedras deben estremecerse bajo sus sandalias, y las estrellas asomarse para verla!
Volvió a enfurecerse, bramando como un toro herido.
Luego, Matho cantó: «Él persiguió en el bosque el monstruo hembra, de cola que ondulaba sobre las hojas muertas como un arroyo de plata.» Y arrastrando la voz, imitaba el estilo de Salambó, y sus manos hacían como que pulsaban las cuerdas de una lira.
A todos los consuelos de Espendio contestaba con los mismos discursos: pasaba las noches entre gemidos y exhortaciones.
Quiso aturdirse con el vino, pero la embriaguez aumentaba su tristeza. Probó distraerse jugando a la taba, y perdió una a una las placas de oro de su collar. Se dejó llevar junto a las servidoras de la Diosa; pero bajó la colina sollozando como quien vuelve de un funeral.
Espendio, por el contrario, se volvía más atrevido y alegre. Veíasele en las cantinas de las enramadas, en medio de los soldados. Componía las corazas viejas, jugaba con puñales e iba a coger hierbas del campo para los enfermos. Era chistoso, sutil, lleno de inventiva y de verbo; los bárbaros se iban acostumbrando a sus servicios, y él se hacía querer de todos.
Se esperaba a un embajador de Cartago que había de traerles en mulas canastillos llenos de oro, y haciendo cálculos, todos dibujaban con los dedos números en la arena. Cada uno se trazaba por adelantado un nuevo plan de vida: unos querían concubinas, esclavos, tierras; otros, esconder su tesoro o arriesgarlo en empresas marítimas. Con esto, los caracteres se agriaban; había continuas disputas entre jinetes e infantes, bárbaros y griegos, y aturdía el oído la voz áspera de las mujeres.
Todos los días llegaban tropeles de hombres casi desnudos, con hierbas en la cabeza para resguardarse del sol; eran los deudores de los cartagineses ricos, obligados a trabajar sus tierras y que se declaraban en fuga. Afluían libios, campesinos arruinados por los impuestos, desterrados y malhechores. Luego venían mercaderes, vendedores de vino y de aceite, furiosos porque no se les pagaba y vociferando contra la República. Espendio les hacía coro. Muy pronto disminuyeron los víveres. Se hablaba de ir en masa sobre Cartago y de llamar a los romanos.
Una noche, a la hora de cenar, se oyeron sonidos lentos y sordos que se iban acercando, y a lo lejos se vio una cosa roja que aparecía y desaparecía en las ondulaciones del terreno.
Era una gran litera de púrpura, con penachos de plumas de avestruz en las cuatro esquinas. Encima de su toldo cerrado oscilaban sartas de cristal con guirnaldas de perlas. Seguían en pos camellos que hacían sonar unos cencerros colgados del pecho, y en torno suyo, jinetes con armadura de escamas de oro que les cubrían desde los hombros hasta los talones.
Detuviéronse a trescientos pasos del campamento, para sacar de la valija que llevaban a la grupa su escudo redondo, su ancha espada y su casco a la beocia. Unos quedaron con los camellos; otros siguieron adelante. Pronto se advirtieron las enseñas de la República: unos bastones de madera azul, terminados en cabezas de caballo o piñas de pino. Todos los bárbaros se levantaron y aplaudieron. Las mujeres se precipitaron a los guardias de la Legión, besándoles los pies.
Avanzaba la litera a hombros de doce negros, que andaban acompasados, a paso corto, pero rápido. Iban de derecha a izquierda, al acaso, embarazados con las cuerdas de las tiendas, por los animales sueltos y por las trébedes donde se cocían los condumios. De vez en cuando, una mano cargada de anillos entreabría la litera, y una voz ronca soltaba palabras injuriosas; entonces, los porteadores se paraban, y luego tomaban otro camino a través del campo.
Al fin se levantaron las cortinas de la litera y apareció sobre un ancho almohadón una cabeza humana, impasible y abotargada. Las cejas formaban como dos arcos de ébano que se unían por las puntas; lentejuelas de oro brillaban en los crespos cabellos, y la cara era tan descolorida, que parecía untada con raspadura de mármol. El resto del cuerpo desaparecía bajo los vellones que llevaban la litera.
Los soldados reconocieron en este hombre así acostado, al Sufeta Hannón, el mismo que había contribuido, con su lentitud, a hacer perder la batalla de las islas Egates. En cuanto a su victoria de Hecatompila sobre los libios, si se condujo con clemencia, fue por codicia —pensaban los bárbaros—, porque vendió por su cuenta todos los cautivos, declarando a la República que habían muerto.
Luego que encontró un sitio cómodo para arengar a los soldados, hizo una señal; se paró la litera, y Hannón, sostenido por dos esclavos, puso los pies en tierra, tambaleándose.
Llevaba botas de fieltro negro, sembradas de lunas de plata. Envolvían sus piernas unas vendas, como de momia, viéndose la carne entre los lienzos cruzados. Desbordaba su vientre en el sayo escarlata que le cubría los muslos; los pliegues de su cuello le llegaban al pecho, como papada de buey; su túnica, pintada de flores, parecía estallar bajo los sobacos; llevaba banda, cinturón y amplio manto negro con dobles mangas enlazadas. La profusión de vestidos, el gran collar de piedras azules, los broches de oro y los pesados pendientes servían solo para hacer más horrible su deformidad. Se le hubiera tomado por un ídolo ventrudo tallado en un bloque de piedra; porque una lepra pálida, extendida por todo su cuerpo, le daba la apariencia de una cosa inerte. Con todo, su nariz, ganchuda como pico de buitre, se dilataba con violencia, respirando el aire; y sus ojuelos, de cejas pegadas, brillaban con brillo duro y metálico. Tenía en la mano una espátula de áloe, para rascarse los pies.
Dos heraldos sonaron sus cuernos de plata, se apaciguó el tumulto y Hannón empezó a hablar.
Empezó haciendo el elogio de los dioses y de la República; los bárbaros debían felicitarse de haberla servido. Pero había que mostrarse más razonables; los tiempos eran duros «y si un amo no tiene más que tres olivos, ¿no es justo que guarde dos para él?»
De este modo, el viejo Sufeta entreveraba su discurso con apólogos y proverbios, haciendo signos con la cabeza para solicitar aprobación.
Hablaba en púnico, y los que le rodeaban —los más alertas a tomar las armas— eran los campanios, los griegos y los galos, y ninguno de ellos entendía nada. Comprendiéndolo así Hannón, dejó de hablar, y balanceándose pesadamente, sobre una y otra pierna, reflexionó.
Se le ocurrió la idea de convocar a los capitanes. Los heraldos gritaron esta orden en griego, lengua que desde Xantippo servía para el mando en los ejércitos cartagineses.
Los guardias apartaron a latigazos la turba de soldados, y pronto llegaron los capitanes de las falanges a la espartana y los jefes de las cohortes, con las insignias de su grado y la armadura de su nación. Se había hecho de noche y un gran rumor llenaba el campo; brillaban hogueras aquí y acullá; se iba de un lado a otro, y todos se preguntaban:
—¿Qué pasa? ¿Por qué el Sufeta no reparte el dinero?
Hannón exponía a los capitanes las infinitas cargas de la República. Su tesoro estaba vacío; el tributo de los romanos la abrumaba:
—¡No sabemos qué hacer!... ¡Es lamentable!...
A ratos se frotaba los miembros con la espátula de áloe, o bien se interrumpía para beber en una copa de plata que le alargaba un esclavo, una tisana hecha con ceniza de comadreja y espárragos hervidos en vinagre; luego se enjugaba los labios con una servilleta de escarlata, y continuaba diciendo:
—Lo que valía un siclo de plata, vale hoy tres sekels de oro, y los cultivos, abandonados durante la guerra, no producen nada. Nuestras pesquerías de púrpura están casi perdidas; las perlas mismas resultan exorbitantes; apenas si tenemos ungüentos bastantes para el servicio de los dioses. En cuanto a cosas de comer, no quiero hablar: es una calamidad. Faltos de galeras, carecemos de especias, y cuesta proveerse de silfio, a causa de las rebeliones en la frontera de Cirene. La Sicilia, de la que se sacaban tantos esclavos, nos está cerrada ahora. Todavía ayer, por un bañero y cuatro pinches de cocina, he dado más dinero que antes por dos elefantes.
Desarrolló un largo pedazo de papiro y leyó, sin pasarse un número, todos los gastos hechos por la República para reparaciones de templos, enlosado de calles, construcción de naves, para las pesquerías de coral, para el engrandecimiento de los Sisitas y para los ingenios de las minas en el país de los cántabros.
Pero los capitanes, así como los soldados, no entendían el púnico, aunque los mercenarios se saludaban en este idioma. Se acostumbraba poner en los ejércitos de los bárbaros algunos oficiales cartagineses que sirvieran de intérpretes; después de la guerra, estos se habían ocultado por miedo a las venganzas, y Hannón no pensó llevarlos consigo. Su voz, además, era demasiado sorda y se la llevaba el viento.
Los griegos, apretados con su cinturón de hierro, aguzaban el oído, esforzándose en adivinar sus palabras, en tanto que los montañeses, cubiertos de pieles como osos, le miraban con desconfianza o bostezaban, apoyados en sus mazas con clavos de cobre. Los galos, distraídos, sacudían bromeando su alta cabellera, y los hombres del desierto escuchaban inmóviles, encapuchados en sus vestimentas de lana gris. Llegaban otros por detrás: los guardias, empujados por la turba, vacilaban en sus monturas; los negros tenían en las manos teas de abeto ardiendo, y el gordo cartaginés continuaba su arenga, subido en un cerrillo de césped.
Ya los bárbaros se impacientaban; se oían murmullos y apóstrofes. Hannón gesticulaba con su espátula; los que querían imponer silencio gritaban más que los demás y aumentaban la confusión.
De pronto, un hombre de pobre apariencia saltó a los pies del Sufeta, arrancó la trompeta a un heraldo, sopló en ella, y Espendio —pues era él— anunció que iba a decir algo importante. Ante esta declaración, rápidamente hecha en cinco lenguas distintas, griega, latina, gala, libia y balear, los capitanes, entre sorprendidos y regocijados, contestaron:
—¡Habla, habla!
Dudó Espendio; tembló; al fin, dirigiéndose a los libios, que eran los más, les dijo:
—¿Habéis oído las horribles amenazas de este hombre?
Hannón no rectificó, porque no entendía el libio, y continuando Espendio, repitió la misma frase en los otros idiomas de los bárbaros.
Estos se miraron asombrados; todos, en seguida, como por tácito acuerdo, creyendo quizás haber entendido, bajaron la cabeza en señal de asentimiento.
Entonces Espendio dijo con voz robusta:
—Ha empezado diciendo que los dioses de los otros pueblos no eran sino quimeras al lado de los dioses de Cartago; os ha llamado cobardes, ladrones, mentirosos, perros e hijos de perras. Sin vosotros, la República no se vería obligada a pagar el tributo a los romanos; por vuestros excesos la habéis privado de perfumes, de aromas, de esclavos y de silfio, porque vosotros os entendéis con los nómadas de la frontera de Cirene. Pero los culpables serán castigados. Ha leído la enumeración de sus suplicios: se les hará trabajar en el empedrado de las calles, en el armamento de los bajeles, en el ornato de los Sisitas; y a otros se les enviará a arañar la tierra en las minas del país de los cántabros.
Lo mismo dijo a los galos, a los griegos, a los campanios y a los baleares. Oyendo los mercenarios los mismos nombres que habían herido sus oídos, se convencieron de que esto era lo que había dicho el Sufeta. Algunos le gritaron: «¡Mientes!» Sus voces se perdieron en el tumulto de los demás. Espendio añadió:
—¿No habéis visto que ha dejado fuera del campamento una reserva de sus jinetes? A una señal acudirán a degollaros a todos.
Volviéronse los bárbaros hacia ese lado, y como entonces se separó la turba, apareció en medio de ellos, avanzando con lentitud de fantasma, un ser humano encorvado, flaco, enteramente desnudo y tapado hasta las caderas por largos cabellos erizados de hojas secas, de polvo y de espinas. Llevaba alrededor de los riñones y de las rodillas manojos de paja, harapos de tela; su piel, blanda y terrosa, colgaba de sus miembros descarnados como andrajos de las ramas secas; sus manos temblaban con un estremecimiento continuo, y andaba apoyado en un bastón de olivo.
Al llegar junto a los negros que llevaban las antorchas, una especie de risa idiota descubrió sus pálidas encías, mientras con ojos asustados contemplaba la multitud de bárbaros alrededor de él.
Pero lanzando un grito de horror, se echó detrás de ellos, escudándose en sus cuerpos y balbuceando; «¡Aquí están! ¡Aquí están!» Señalando a los guardias del Sufeta, inmóviles bajo sus lúcidas armaduras. Piafaban los caballos, deslumbrados por el resplandor de las antorchas que chispeaban en las tinieblas; el espectro humano se debatía ululando:
—¡Los han matado!
A estas palabras, dichas en balear, los baleares se acercaron y le reconocieron. Él repitió:
—¡Sí, muertos todos! ¡Aplastados como uvas! ¡Los hermosos jóvenes, los honderos, mis compañeros, los vuestros!
Se le hizo beber vino y él lloró. Luego se desahogó hablando.
Espendio no podía reprimir su alegría mientras explicaba a griegos y libios las cosas horribles que contaba Zarxas, y que venían tan a propósito. Palidecían los baleares oyendo cómo habían perecido sus compatriotas.
Era una tropa de trescientos honderos, desembarcados en la víspera, y que habiéndose dormido, cuando llegaron a la plaza de Kamón, como los bárbaros habían partido ya, se encontraron indefensos por haber puesto en los camellos sus balas de arcilla, con el resto de los bagajes. Se les dejó entrar en la calle de Sateb, hasta la puerta de encina forrada con placas de cobre, y el pueblo, impetuoso, se volvió contra ellos.
Los soldados recordaron ahora haber oído un gran grito, grito que Espendio no oyó porque iba en la vanguardia.
Los cadáveres fueron puestos en los brazos de los dioses Pateque, que rodeaban el templo de Kamón. Se les reprochó todos los crímenes de los mercenarios: su glotonería, sus robos, sus impiedades, sus desdenes y la matanza de los peces en el jardín de Salambó. Mutilaron horriblemente sus cuerpos; los sacerdotes quemaron sus cabellos, a fin de atormentar su alma; se les colgó en pedazos en las carnicerías; a algunos les arrancaron los dientes y, para concluir, de noche se encendieron hogueras en las esquinas.
Estas eran las llamas que brillaban de lejos sobre el lago. Habiéndose incendiado algunas casas, se tiró por encima de las murallas el resto de los cadáveres y agonizantes. Zarxas se había quedado oculto en los cañaverales del lago; salió luego al campo, siguiendo el rastro del ejército por las huellas del polvo. Por las mañanas se ocultaba en las cavernas; de noche se ponía en marcha, con sus llagas sangrientas, hambriento, enfermo, alimentándose de uvas o de lo que encontraba; hasta que un día vio unas lanzas en el horizonte y las siguió instintivamente, porque ya tenía turbado el juicio con tantos terrores y miserias.
La indignación de los soldados, contenida mientras él habló, estalló ahora como una tempestad; querían matar a los guardias y al Sufeta. Algunos se interpusieron, diciendo que había que oírles y saber si serían pagados. Entonces gritaron todos: «¡Nuestro dinero!» Hannón les contestó que lo traía consigo.
Corrieron a las avanzadas y, empujados por los bárbaros, llegaron los bagajes del Sufeta en medio de las tiendas. Sin esperar a los esclavos, desataron los cestos y encontraron ropas de jacinto, esponjas, raspadores, cepillos, perfumes y punzones de antimonio para pintar los ojos; todo esto de propiedad de los guardias, hombres ricos acostumbrados a estas delicadezas. En seguida se descubrió en un camello una gran cuba de bronce, perteneciente al Sufeta, para bañarse en el camino, porque había tomado toda suerte de precauciones, incluso la de llevar en jaulas comadrejas de Hecatompila, a las que se quemaba vivas para hacer la tisana. Como su enfermedad le aumentaba el apetito, traía además gran cantidad de comestibles y de víveres, de salmuera, de carnes y pescados con miel, en tiestecitos de Comagen y grasa de oca fundida, cubierta de nieve y de paja picada. La provisión era considerable. A medida que se iban destapando las cestas, aparecían más víveres, y las risas aumentaban como olas que se entrechocan.
El sueldo de los mercenarios llenaba unos dos serones de esparto. En uno de ellos se veían esos rodetes de cuero de que la República se servía para ahorrar numerario; y como los bárbaros se extrañaran, Hannón les declaró que las cuentas estaban tan enrevesadas que los Ancianos no habían tenido tiempo de examinarlas. Entretanto, se les enviaba esto.
Entonces lo volcaron todo; mulas, criados, litera, provisiones y bagajes. Los soldados cogieron las monedas de los sacos para apedrear a Hannón. A duras penas pudo este montar en un asno; huyó cogiéndose de las crines, llorando, gimoteando y llamando sobre el ejército la maldición de los dioses. Su largo collar de pedrería le saltaba hasta las orejas. Sostenía con los dientes el manto demasiado largo que llevaba, y de lejos, gritábanle los bárbaros: «¡Vete, cobarde, cerdo, cloaca de Moloch; suda tu oro y tu peste! ¡Más aprisa, más aprisa!» La escolta, en desorden, galopaba a sus lados.
Pero el furor de los bárbaros no se aplacó con esto. Se acordaron de que muchos de ellos que fueron a Cartago, no habían vuelto; sin duda, se les había asesinado. Tanta injusticia, les exasperó; arrancaron las estacas de las tiendas, arrollaron sus mantos, embridaron los caballos: cada cual tomó su casco y su espada, y en un instante estuvo todo dispuesto. Los que no tenían armas, corrieron al bosque a cortar ramas.
Iba haciéndose de día, los moradores de Sicca se lanzaban a las calles. «Van a Cartago», decían, y este rumor se extendió pronto por la comarca.
Surgían hombres de cada camino, de cada barranco. Hasta los pastores bajaban corriendo de las montañas.
Cuando se marcharon los bárbaros, Espendio dio la vuelta a la llanada, montado en un semental púnico y seguido de un esclavo que llevaba un tercer caballo.
Quedaba en pie una sola tienda, Espendio entró en ella.
—¡Levántate, amo, levántate! ¡Nos vamos!
—¿Dónde? —preguntó Matho.
—A Cartago.
Matho saltó en el caballo que el esclavo tenía a la puerta.
III. Salambó
La luna se levantaba a ras de las olas, y brillaban en la ciudad, cubierta de tinieblas, blancuras, puntos luminosos, como la lanza de un carro en un patio, algún pingajo de tela colgado, la esquina de una pared o el collar de oro en el pecho de un dios.
Las bolas de vidrio de los techos de los templos irradiaban aquí y allá, como gruesos diamantes. Pero las informes ruinas, los montones de tierra negra y las huertas formaban manchas más sombrías aún en la obscuridad; abajo, en Malqua, se extendían las redes de los pescadores de una casa a otra, como gigantescos murciélagos que desplegaran las alas. Ya no se oía el rechinar de las ruedas hidráulicas que elevaban el agua al último piso de los palacios; en medio de las terrazas descansaban tranquilamente los camellos, acostados sobre el vientre, al modo de los avestruces.
Los ostarios o porteros dormían en las calles, en el dintel de las casas; la sombra de los colosos se alargaba en las desiertas plazas; a lo lejos, la llama de algún sacrificio seguía ardiendo, y la humareda se escapaba por las tejas de bronce; la pesada brisa traía, con los perfumes de los aromas, los olores de la marina y el vaho de las murallas calentadas por el sol.
Alrededor de Cartago resplandecían las ondas inmóviles, porque la luna desparramaba su luz a un tiempo sobre el golfo ceñido de montañas y sobre el lago de Túnez, donde los flamencos formaban largas líneas rosadas en los bancos de arena; en tanto que más allá, bajo las catacumbas, la gran laguna salada espejeaba como una lámina de plata. La bóveda del cielo azul se hundía en el horizonte, por un lado, en la polvareda de los llanos; por otro, en las brumas del mar; y sobre la cima de la Acrópolis, los cipreses piramidales cercaban el templo de Eschmún, balanceándose y murmurando como las olas que batían lentamente, acompasadamente, a lo largo del muelle, por debajo de las fortificaciones.
Salambó, sostenida por una esclava que llevaba en un plato de hierro carbones encendidos, subió a la terraza de su palacio.
En medio de este recinto había un pequeño lecho de marfil, cubierto de pieles de lince, con cojines de pluma de loro, animal fatídico consagrado a los dioses; y en las cuatro esquinas se levantaban altos pebeteros llenos de nardo, incienso, cinamomo y mirra. La esclava encendió los perfumes. Salambó miró la estrella polar; saludó lentamente los cuatro puntos cardinales, y se arrodilló en el suelo, entre el polvo de azul sembrado de estrellas, a imitación del firmamento. Pegados los brazos al cuerpo, con los antebrazos extendidos y las manos abiertas, mirando a la luna, dijo:
—¡Oh, Rabbetna!... ¡Baalet!... ¡Tanit! —y su voz era quejumbrosa como si llamara a alguien—. ¡Anaitís! ¡Astarté! ¡Derceto! ¡Astoreth! ¡Mylitha! ¡Athara! ¡Elissa! ¡Tiratha! Por los símbolos ocultos, por los sistros resonantes, por los surcos de la tierra, por el eterno silencio y por la eterna fecundidad, dominadora del mar tenebroso y de las cerúleas playas. ¡Oh, Reina de las cosas húmedas! ¡Salud!
Balanceó el cuerpo dos o tres veces y luego hundió la frente en el polvo, alargando los brazos.
Su esclava la levantó despacio, porque era menester, según los ritos, que alguien viniera a alzar al suplicante de su actitud prosternada. Era como asegurarle que los dioses quedaban agradecidos. La nodriza de Salambó no olvidaba nunca este deber piadoso.
Unos mercaderes de la Getulia-Daritiana la trajeron de niña a Cartago, y después de su libertad no quiso en manera alguna abandonar a sus amos, como lo probaba su oreja derecha, perforada por ancho agujero. Una saya de rayas multicolores le ceñía la cintura, bajando hasta los tobillos, donde se entrechocaban dos círculos de estaño. La cara, algo aplastada, era tan amarilla como su túnica. Agujas de plata, muy largas, formaban como un sol alrededor de su cabeza. Llevaba en la nariz un botón de coral, y se mantenía erguida como un Hermes y con los ojos bajos cerca del lecho.
Salambó avanzó al borde de la terraza. Por un momento oteó el horizonte, luego miró a la ciudad dormida, y un suspiro levantó sus senos e hizo ondular de un lado a otro la larga toga blanca que colgaba en torno de ella, sin broche ni cinturón. Sus sandalias de puntas encorvadas desaparecían bajo un montón de esmeraldas, y sus cabellos en desorden henchían una redecilla de hilo de púrpura.
A poco alzó la cabeza para contemplar la luna, y mezclando con sus palabras fragmentos de himno, murmuró:
«¡Qué lentamente ruedas, sostenida por el éter impalpable! El aire se limpia en torno tuyo y el movimiento de tu rotación distribuye los vientos y los rocíos fecundos. Según tú crezcas o disminuyas, se alargan o se achican los ojos de los gatos y las manchas de las panteras. ¡Las esposas te invocan en los dolores del parto! ¡Tú hinchas los mariscos, haces hervir los vinos, pudres los cadáveres, formas las perlas en el fondo del mar!
»Y todos tus gérmenes, ¡oh, diosa!, fermentan en las obscuras profundidades de la humedad.
»Cuando apareces, la quietud invade la tierra; las flores se cierran, las olas se apaciguan, los hombres fatigados extienden el pecho hacia ti, y el mundo, con sus océanos y montañas, se mira en tu cara como en un espejo. ¡Eres blanca, suave, luminosa, inmaculada, auxiliadora, purificante, serena!»
La luna, en cuarto creciente, aparecía entonces sobre la montaña de las Aguas Calientes, en la hendidura de sus dos cimas, del otro lado del golfo. Tenía debajo una pequeña estrella, y alrededor, un círculo pálido. Salambó añadió:
«¡Qué terrible eres, señora!... Por ti nacen los monstruos, los horribles fantasmas, los mentirosos sueños; tus ojos devoran las piedras de los edificios y enferman los monos cada vez que tú te rejuveneces.
»¿Adónde vas? ¿A qué cambias perpetuamente tu forma? Tan pronto, pequeña y encarnada, surcas el espacio como una galera sin mástil; o bien, en medio de las estrellas, pareces un pastor que guarda su rebaño. Brillante y redonda, rozas la cumbre de los montes, como la rueda de un carro.
»¡Oh, Tanit! No me amas, ¿no es verdad? ¡Te he mirado tanto! Pero no; tú corres en el azul y yo permanezco en la tierra inmóvil.»
—¡Taanach, toma tu nebal y toca en tono bajo la cuerda de plata, porque mi corazón está triste!
La esclava levantó una especie de arpa de ébano, más alta que ella, y triangular como una delta, fijó la punta en un globo de cristal, y con los dos brazos la tañó.
Los sones se sucedían, sordos y precipitados como zumbido de abejas, y cada vez más sonoros volaban en la noche con la queja de las olas y el estremecimiento de los grandes árboles en la cima de la Acrópolis.
—¡Cállate! —exclamó Salambó.
—¿Qué te pasa, ama? La brisa que sopla, la nube que corre, todo te inquieta ahora y te agita.
—No lo sé.
—Te fatigas con plegarias demasiado largas.
—¡Oh, Taanach, yo quisiera disolverme como una flor en el vino!
—Quizás consista en el aroma de tus perfumes...
—No —dijo Salambó—: el espíritu de los dioses habita en los buenos olores.
Entonces la esclava la habló de su padre. Se le creía de viaje al país del ámbar, detrás de las columnas de Melkart.
—Pero no vuelve; te convendrá, sin embargo, escoger un esposo entre los hijos de los Ancianos, y entonces tu fastidio se extinguirá en los brazos de un hombre.
—¿Por qué? —preguntó Salambó.
Todos los que ella había visto le causaban horror con sus risas de animal salvaje y sus miembros groseros.
—Algunas veces, Taanach, se exhala del fondo de mi ser como cálidos alientos, más pesados que los vapores de un volcán; siento que me llaman unas voces; un globo de fuego rueda y sube en mi pecho, me ahoga, voy a morir; y luego, algo suave, que corre de mi frente a mis pies, pasa por mi carne... Es una caricia que me envuelve, y yo me siento aplastada como si un dios se extendiera sobre mí. ¡Oh, quisiera perderme en la bruma de las noches, en el chorro de las fuentes, en la savia de los árboles; salir de mi cuerpo, no ser más que un soplo, que un rayo, y subir hacia ti, oh, Madre!
Alzó los brazos lo más alto posible, cimbreando el talle, pálida y ligera como la luna, con su larga vestimenta. Luego volvió a echarse en su lecho de marfil, jadeando. Taanach la pasó en torno al cuello un collar de ámbar con dientes de delfín para ahuyentar los terrores, y Salambó dijo con voz casi apagada:
—Tráeme a Schahabarim.
Su padre no había querido que ella entrara en el colegio de las sacerdotisas, ni que la hicieran conocer nada de la Tanit popular. La reservaba para alguna alianza favorable a su política. Salambó vivía sola, porque su madre había muerto.
Había crecido en las abstinencias, los ayunos y las purificaciones, rodeada siempre de cosas exquisitas, saturado el cuerpo de perfumes, el alma llena de plegarias. Jamás había probado el vino, ni comido carne, ni tocado un animal inmundo, ni puesto los pies en la casa de un muerto.
Ignoraba los simulacros obscenos, porque, aunque cada dios se manifestaba en formas diferentes y cultos, a menudo contradictorios, atestiguaban a la vez el mismo principio, y Salambó adoraba a la diosa en su manifestación sideral. Había ejercido la luna una manifiesta influencia sobre la virgen; cuando el astro iba menguando, Salambó se debilitaba. Lánguida durante todo el día, se reanimaba por la noche. En un eclipse, estuvo a punto de morir.
Pero la Rabbet, celosa, se vengaba de esta virginidad sustraída a sus sacrificios y atormentaba a Salambó con obsesiones, tanto más fuertes cuanto que eran avivadas por una fe sincera.
Sin cesar, la hija de Amílcar se inquietaba por Tanit. Había aprendido sus aventuras, sus viajes y todos sus nombres, que repetía ella sin que les diera significado distinto. A fin de penetrar en las profundidades de su dogma, quería conocer en lo más secreto del templo el viejo ídolo con el magnífico manto del que dependían los destinos de Cartago; porque la idea de un dios no puede desprenderse de su representación; y conocer su simulacro era tomar una parte de su virtud y, en cierto modo, dominarle.
Salambó se volvió porque había oído las campanillas de oro que Schahabarim llevaba en la fimbria de su vestidura.
Subió este las escaleras y se detuvo en el dintel de la terraza, con los brazos cruzados.
Sus ojos hundidos brillaban como lámparas de un sepulcro; sobre su largo cuerpo delgado flotaba la túnica de lino, que hacían pesada los cascabeles que alternaban en sus talones con granos de esmeralda. Tenía los miembros débiles, el cráneo oblicuo, la barbilla puntiaguda; su piel estaba helada al tacto y su amarilla faz, surcada por profundas arrugas, parecía contraída por un deseo o por una eterna tristeza.
Era el gran sacerdote de Tanit, que había educado a Salambó.
—Habla —dijo—. ¿Qué quieres?
—Yo esperaba... Me habías casi prometido...
Salambó se turbaba, pero en seguida repuso:
—¿Por qué me menosprecias? ¿He olvidado algo de los ritos? Tú eres mi maestro; tú me has dicho que ninguna como yo conocía el culto de la diosa; pero hay algo que no quieres decirme. ¿No es así, padre?
Schahabarim se acordó de las órdenes de Amílcar y respondió:
—No; nada tengo que enseñarte.
—Un genio me empuja a este amor. He subido las gradas de Eschmún, dios de los planetas y de las inteligencias; he dormido bajo el olivo de oro de Melkart, patrón de las colonias tirias; he empujado las puertas de Baal-Kamón, iluminador y fertilizador; he sacrificado a los Kabiros subterráneos, a los dioses de los bosques, de los vientos, de los ríos y de las montañas; pero todos están muy lejos, muy altos y son insensibles, ¿comprendes? Mientras que a Ella la siento mezclada con mi vida; llena mi alma y me estremezco con angustias interiores como si ella saltara para escaparse. Paréceme que voy a oír su voz, a ver su rostro; me deslumbran sus rayos y luego caigo en las tinieblas.
Schahabarim callaba. Salambó le imploraba con la mirada. Por fin hizo una señal para que se fuera la esclava, que no era de raza cananea. Desapareció Taanach, y el gran sacerdote, alzando un brazo al aire, dijo:
—Antes que nacieran los dioses, estaban solas las tinieblas y flotaba un soplo, pesado e indistinto, como la conciencia de un hombre que sueña. Este soplo se contrajo, creando el Deseo y la Nube; y del Deseo y de la Nube salió la materia primitiva. Era un agua fangosa, negra, helada, profunda. Encerraba monstruos insensibles, partes incoherentes de formas que habían de nacer y que estaban pintadas en la pared de los santuarios.
»Después, la Materia se condensó: se convirtió en un huevo que se abrió. Una mitad formó la tierra, otra el firmamento. El sol, la luna, los vientos, las nubes, aparecieron y al estallido del rayo se despertaron los animales inteligentes. Entonces, Eschmún se extendió en la estrellada esfera; Kamón irradió en el sol; Melkart, con su brazo, le empujó detrás de Gades; los Kabirim bajaron a los volcanes, y Rabbet, como una nodriza, se dobló sobre el mundo, vertiendo su luz, como una leche, y su noche como un manto.
—¿Y después? —inquirió Salambó.
Le había contado el secreto de los orígenes para distraerla con más altas perspectivas; pero el deseo de la virgen se avivó con aquellas últimas palabras, y el gran sacerdote, cediendo a medias, añadió:
—Después inspiró y gobernó los amores de los hombres.
—¿Los amores de los hombres? —repitió Salambó, soñadora.
—Ella es el alma de Cartago; bien está en todas partes, habita aquí bajo el velo sagrado.
—¡Oh, padre! —exclamó Salambó—, yo le veré, ¿no es verdad? Tú me llevarás. Desde hace tiempo la curiosidad de verle me devora. ¡Piedad! ¡Socórreme! ¡Vamos!
Él la rechazó con gesto vehemente y lleno de orgullo.
—¡Jamás! ¿No sabes que produce la muerte? Los Baales hermafroditas no se descubren más que a nosotros solos, hombres por el espíritu, mujeres por la debilidad. Tu deseo es un sacrilegio; conténtate con la ciencia que posees.
Cayó ella de rodillas, poniendo dos dedos en sus orejas, en señal de arrepentimiento; gemía, anonadada por las palabras del sacerdote, llena a la vez de enojo contra él, de terror y de humillación. Él la miraba de arriba abajo, temblando a sus pies, más insensible que las piedras de la terraza, sintiendo una especie de alegría viéndola sufrir por su divinidad, que tampoco él podía conocer del todo. Ya los pájaros cantaban; soplaba el viento frío, y unas nubecillas corrían en el cielo pálido.
De pronto, el sacerdote vio en el horizonte, detrás de Túnez, como ligeras nieblas que se arrastraban y obscurecían el sol; luego se alzó una gran cortina de polvo gris, perpendicularmente extendida; y en los torbellinos de esta masa numerosa se advirtieron cabezas de dromedarios, lanzas y escudos. Era el ejército de los bárbaros que venía sobre Cartago.
IV. Bajo las murallas de Cartago
Huyendo del ejército iban llegando a la ciudad los aldeanos montados en asnos o corriendo a pie despavoridos y sin aliento. La soldadesca había hecho en tres días la jornada de Sicca a Cartago, con propósito de exterminarlo todo.
Se cerraron las puertas casi al tiempo que llegaban los bárbaros, quienes hicieron alto en medio del istmo, a orillas del lago.
Por de pronto, no se manifestaron hostiles. Muchos se acercaban con palmas en la mano; pero fueron rechazados a flechazos: ¡tal era el terror que inspiraban!
Por la mañana y a la caída de la tarde, los merodeadores vagaban algunas veces a lo largo de los muros. Sobresalía entre ellos un hombre pequeño, envuelto cuidadosamente en su manto y con la cara tapada por una visera muy baja. Pasaba horas enteras mirando el acueducto, con tal persistencia, que sin duda quería engañar a los cartagineses acerca de sus verdaderos designios. Le acompañaba otro hombre, especie de gigante, con la cabeza destocada.
Cartago estaba defendida en toda la longitud del istmo; en primer lugar, por un foso, luego por un glacis de césped, y en último término por una muralla, de treinta codos de alto, con piedras de sillería y doble piso. Tenía cuadras para trescientos elefantes, con almacenes para sus caparazones, maniotas y alimentos; más otras cuadras para cuatro mil caballos con las provisiones de cebada y los arneses; y cuarteles para veinte mil soldados con las armaduras y todo el material de guerra. Las torres se levantaban en el segundo piso, provistas de almenas, y a la parte de afuera había escudos de bronce, colgados de garitos.
Esta primera línea de murallas defendía en primer lugar a Malqua, barrio de la gente de la marina y de los tintoreros. Veíanse los mástiles en que se secaban las velas de púrpura; y sobre las últimas azoteas los hornos de arcilla para cocer la salmuera.
Hacia atrás, la ciudad desplegaba en anfiteatro sus altas casas de forma cúbica. Eran de piedra, o de tablas, de guijarros, de cañas, de conchas y de barro apisonado. Los bosques de los templos formaban como lagos de verdura en esta montaña de bloques diversamente coloreados. Las plazas públicas estaban niveladas a distancias desiguales; innumerables callejuelas se entrecruzaban, cortándolas en sentido longitudinal. Se veían los recintos de tres viejos barrios, ahora confundidos, destacándose como grandes escollos, en los que se alargaban enormes lienzos, medio cubiertos de flores, ennegrecidos, anchamente rayados por el arrojo de las inmundicias, pasando las calles por sus amplias aberturas, como ríos bajo puentes.
La colina de la Acrópolis, en el centro de Byrsa, desaparecía bajo un desorden de monumentos: templos de columnas en espiral, con capiteles de bronce y cadenas de metal, conos de piedra con franjas de azur, cúpulas de cobre, arquitrabes de mármol, contrafuertes babilónicos y obeliscos en punta, como antorchas invertidas. Los peristilos llegaban a los frontispicios; las volutas se desplegaban entre las columnatas; las murallas de granito soportaban tejados de ladrillo; todo esto, encima una cosa de otra, ocultándose a medias, de un modo maravilloso e incomprensible. Se sentía la sucesión de las edades y como el recuerdo de patrias olvidadas.
Detrás de la Acrópolis, en tierras rojizas, el camino de los Mapales, cercado de tumbas, se alargaba en línea recta, desde la ribera a las catacumbas; seguían luego anchas quintas entre jardines; y este tercer barrio, Megara, la ciudad nueva, llegaba hasta los cantiles de la costa, en la que se erguía un faro gigante que resplandecía todas las noches.
Así se desplegaba Cartago ante los soldados acampados en la llanura.
De lejos divisaban los mercados, las esquinas de las calles, y discutían sobre el emplazamiento de los templos. El de Kamón, enfrente de los Sisitas, con tejas de oro; Melkart, a la izquierda de Eschmún, tenía en su techumbre ramas de coral; más allá, Tanit redondeaba entre palmeras su cúpula de cobre; el negro Moloch estaba debajo de las cisternas del lado del faro. En el ángulo de los frontispicios, encima de las murallas, en los rincones de las plazas, en todas partes, se veían divinidades de cabeza horrible, colosales o ventrudas, con vientres enormes o desmesuradamente aplanados, con las fauces abiertas, separados los brazos y en las manos horcas, cadenas o jabalinas. El azul del mar, destacándose en el fondo de las calles, parecía hacer a estas, por un efecto de perspectiva, más escarpadas.
Un pueblo tumultuoso las llenaba de día y noche; los mancebos, agitando campanillas, gritaban a la puerta de los baños; humeaban las tiendas de bebidas calientes; el aire resonaba con la batahola de los yunques; los gallos blancos, consagrados al sol, cantaban en los terrados; mugían en los templos los bueyes destinados al sacrificio; corrían los esclavos con canastillos en la cabeza; y en el atrio de los pórticos aparecía alguno que otro sacerdote vestido con sombrío manto, desnudos los pies, con el gorro puntiagudo.
Este espectáculo de Cartago irritaba a los bárbaros. La admiraban y la execraban; querían a un tiempo destruirla y vivir en ella. Pero ¿qué había en el puerto militar, defendido por una triple muralla? Detrás de la ciudad, en el fondo de Megara, a mayor altura que la Acrópolis, aparecía el palacio de Amílcar.
A cada instante, los ojos de Matho miraban a él. Se subía a los olivos y se doblaba con la mano extendida sobre las cejas. Los jardines se hallaban dentro y la puerta roja, de cruz negra, estaba siempre cerrada.
Más de veinte veces dio la vuelta a las fortificaciones, buscando alguna brecha para entrar. Una noche se echó al golfo y durante tres horas nadó sin descansar. Llegó al final de los Mapales y quiso trepar por el acantilado. Se ensangrentó las rodillas, se rompió las uñas y luego cayó en el agua y se volvió.
Le exasperaba su impotencia. Tenía celos de esa Cartago que guardada a Salambó, como de alguien que la hubiera poseído. A su enervamiento sucedió una acción loca y continuada. Con las mejillas encendidas, los ojos irritados y ronca la voz, se paseaba con paso rápido, a campo traviesa; o bien, sentado en la ribera, frotaba con arena su espadón. Tiraba flechas a los buitres. Su corazón se desbordaba en palabras furiosas.
—Deja correr tu cólera como un carro que rueda —le decía Espendio—. Grita, blasfema, destruye y mata. El dolor se aplaca con sangre, y, ya que no puedes saciar tu amor, alimenta tu odio; este te sostendrá.
Matho volvió a tomar el mando de sus soldados. Les hacía maniobrar implacablemente. Se le respetaba por su valor y, sobre todo, por su fuerza. Además, inspiraba como un temor místico; se creía que de noche hablaba con fantasmas. Los demás capitanes se animaron con su ejemplo, y pronto el ejército se disciplinó. Los cartagineses oían desde sus casas la música de las bocinas que dirigían las maniobras. Por fin, los bárbaros se acercaron.
Para aplastarlos en el istmo se habrían necesitado dos ejércitos que pudieran atacarlos a la vez por atrás y por delante, uno desembarcando en el golfo de Útica y el segundo bajando por la montaña de las Aguas Calientes. ¿Pero qué hacer con solo la Legión sagrada, fuerte, a lo más, de seis mil hombres? Del lado de Oriente, los sitiadores podían juntarse con los númidas e interceptar el camino de Cirene y el comercio del desierto; si se replegaban al Occidente, se levantaría la Numidia. Finalmente, la falta de víveres les haría devastar, tarde o temprano, como la langosta, las campiñas vecinas. Los ricos temblaban por sus hermosas granjas, por sus viñedos y sus cultivos.
Hannón propuso medidas atroces e impracticables, tal como prometer una fuerte suma por cada cabeza de bárbaro, o que con barcos y con máquinas se incendiara su campamento. Por el contrario, su colega Giscón quería que se les pagara; pero a causa de su popularidad, los Ancianos le detestaban, porque temían que el azar les diera un amo, y por temor a la monarquía se esforzaban en atenuar lo que subsistía de ella o la podía restablecer.
Fuera de las fortificaciones había gente de otra raza y de origen desconocido: cazadores de puercoespines, comedores de moluscos y de serpientes. Iban a las cavernas a coger hienas vivas, con las que se divertían haciéndolas correr por la tarde por las arenas de Megara, por entre las ringleras de sepulcros. Sus cabañas de barro y algas estaban junto a los cantiles de la costa, como nidos de golondrinas. Allí vivían sin Gobiernos y sin dioses, todos mezclados, completamente desnudos; a un tiempo débiles y feroces, y desde muchos siglos execrados por el pueblo a causa de sus inmundos alimentos. Una mañana advirtieron los centinelas que todos se habían ido.
Por fin, los miembros del Gran Consejo tomaron una resolución. Fueron al campamento sin collares ni cinturones y en sandalias, como particulares. Andaban con paso tranquilo, saludando a los capitanes o bien parándose a hablar con los soldados, asegurando que todo estaba arreglado y que harían justicia a sus reclamaciones.
Muchos de estos consejeros visitaban por primera vez un campo de mercenarios. En vez de la confusión que se imaginaban, admiraron en todas partes un orden y un silencio espantosos. Un fortín de tierra encerraba al ejército en una alta muralla, inquebrantable al choque de las catapultas. El suelo de las calles estaba rociado con agua fresca; por los agujeros de las tiendas se advertían pupilas salvajes que brillaban en la sombra. Los haces de picas y las panoplias suspendidas los deslumbraban como espejos. Se hablaba en voz baja; temían volcar algo con sus largas togas.
Los soldados pidieron víveres, comprometiéndose a pagarlos con el dinero que se les debía.
Se les envió bueyes, carneros, gallinas, frutas secas y altramuces, más cohombros ahumados; esos excelentes cohombros que Cartago exportaba al extranjero; pero giraban desdeñosamente alrededor de los magníficos animales, y denigrando lo que deseaban, ofrecían por un carnero el valor de un pichón, por tres cabras el precio de una granada. Los comedores de cosas inmundas, haciendo de árbitros, les decían que los engañaban. Entonces echaban mano a la espada y amenazaban con matar.
Los comisarios del Gran Consejo escribieron el número de años que se debía a cada soldado; pero era imposible saber ahora cuántos mercenarios se habían contratado, y los Ancianos se asustaron de la suma exorbitante que habría que pagar. Sería menester vender la reserva de silfio; los mercenarios se impacientarían. Túnez estaba ya con ellos; y los ricos, aturdidos por los furores de Hannón y los reproches de su colega, encargaron a los conciudadanos que si alguien conocía a algún bárbaro fuera a verlo inmediatamente para ganárselo y entretenerlo con buenas palabras. Esta confianza les calmaría.
Mercaderes, escribas, obreros del arsenal, familias enteras se trasladaron al campamento bárbaro.
Los soldados dejaban entrar a los cartagineses, pero por un solo paso, tan estrecho, que no cabían por él más que cuatro hombres en fila. Espendio, de pie, junto a la barrera, les hacía registrar cuidadosamente. Frente a él, Matho examinaba a la multitud, pensando encontrar alguien que hubiese visto en casa de Salambó.
El campamento parecía una ciudad: tal era el gentío y la animación. Las dos muchedumbres distintas se mezclaban sin confundirse; la una vestida de tela o de lana, con gorros de fieltro parecidos a piñas; la otra vestida de hierro y con cascos. Entre criados y vendedores ambulantes, circulaban mujeres de todas las naciones; morenas como dátiles maduros, verdosas como aceitunas, amarillas como naranjas, vendidas por marineros, escogidas en los tabucos, robadas a las caravanas, tomadas en el saqueo de las ciudades; hembras que cuando jóvenes se las abrumaba de amor y cuando llegaban a viejas se las tundía a golpes, y que morían en los viajes, al borde de los caminos, entre los bagajes, con las acémilas abandonadas. Las mujeres númidas se balanceaban sobre sus talones, vestidas de túnicas de pelo de dromedario, cuadradas y de color rabioso; las músicas de la Cirenaica, envueltas en gasas violetas y con las cejas pintadas, cantaban agachadas en las esteras; negras viejas, de pechos colgantes, juntaban, para hacer fuego, estiércol de animal que se secaba al sol; las siracusanas llevaban placas de oro en la cabellera; las lusitanas, collares de conchas; las galas, pieles de lobo; niños robustos, cubiertos de sabandijas, desnudos, incircuncisos, daban a los transeúntes golpes en el vientre con su cabeza, o llegando por detrás, como pequeños tigres, les mordían las manos.
Los cartagineses se paseaban por el campamento, sorprendidos de la multitud de cosas que allí veían. Los más pobres estaban tristes, y los otros disimulaban su inquietud.
Los soldados les golpeaban en el hombro, excitándolos a la alegría. No bien veían un personaje, le invitaban a sus diversiones. Cuando jugaban al disco, se alineaban para aplastarle los pies, y en el pugilato, al primer envite, le rompían una mandíbula. Los honderos asustaban a los cartagineses con sus hondas; los psilos, con sus víboras; los jinetes, con sus caballos. Esta gente, de ocupaciones pacíficas, se esforzaba en sonreír y bajar la cabeza a todos estos ultrajes. Algunos, mostrándose valientes, hacían signos de que querían ser soldados. Se les daba hachas para rajar madera y se les hacía almohazar los animales; se les encerraba en una armadura y los hacían rodar como toneles por las calles del campamento. Y cuando se disponían a marcharse, los mercenarios se tiraban de los pelos con contorsiones grotescas.
Muchos de estos, por necedad o prejuicio, creían a todos los cartagineses muy ricos, y los seguían suplicando que les dieran alguna cosa. Pedían, sobre todo, lo que les parecía bonito: un anillo, un cinturón, sandalias, la franja de una túnica, y cuando el cartaginés, despojado, exclamaba «No tengo nada más. ¿Qué quieres?», ellos contestaban: «Tu mujer.» Otros decían: «Tu vida.»
Fueron remitidas a los capitanes las cuentas militares, leídas a los soldados y aprobadas definitivamente. Entonces reclamaron tiendas, y se las dieron. Después los polemarcas de los griegos pidieron algunas de las hermosas armaduras que se fabricaban en Cartago, y el Gran Consejo votó un presupuesto para esta adquisición. Pero los jinetes entendían que era justo que la República les indemnizara de sus caballos: uno afirmaba haber perdido tres en tal sitio, otro cinco en tal marcha, otro catorce en los precipicios. Se les ofreció garañones de Hecatompila; pero ellos prefirieron dinero.
A continuación pidieron que se les pagara en plata, no en moneda de cuero, todo el trigo que se les debía y al precio más alto que se hubiera vendido durante la guerra, si bien exigían por una medida de harina cuatrocientas veces más de lo que dieron por un saco. Tal injusticia exasperó, pero hubo que pasar por ella.
Entonces los delegados de los soldados y los del Gran Consejo se reconciliaron, jurando por el Genio de Cartago y por los dioses de los bárbaros. Con demostraciones y verbosidad orientales, se dieron excusas y se hicieron caricias. Luego, los soldados reclamaron, como una prueba de amistad, el castigo de los traidores que les habían indispuesto con la República.
Hízose como que no se les comprendía, y se explicaron más claramente, pidiendo la cabeza de Amílcar.
Muchas veces al día salían de su campamento para pasearse al pie de las murallas. Gritaban que se les diera la cabeza del Sufeta y extendían los sayos para recibirla.
Hubiera cedido, sin duda, el Gran Consejo, a no ser por una última exigencia, más injuriosa que las anteriores: pidieron en matrimonio para sus jefes, vírgenes escogidas en las principales familias. Fue una idea de Espendio, y muchos la encontraron sencilla y fácil de ejecutar. Pero esta pretensión de querer mezclarse con la sangre púnica irritó al pueblo: se les significó rotundamente que no les darían ninguna. Entonces gritaron que se les había engañado y que si antes de tres días no llegaba su paga, irían ellos mismos a tomarla en Cartago.
La mala fe de los mercenarios no era tan completa como pensaban sus enemigos. Amílcar les había hecho promesas exorbitantes, vagas, es verdad, pero solemnes y reiteradas. Pudieron creer al desembarcar en Cartago que se les entregaría la ciudad y que se les repartirían sus tesoros; y cuando vieron que apenas se les pagaba su soldada, la desilusión hirió su orgullo tanto como su codicia.
Dionisio, Pirro, Agatocles y los generales de Alejandro, ¿no habían dado el ejemplo de maravillosas fortunas? El ideal de Hércules, que los cananeos confundían con el Sol, resplandecía en el horizonte de los ejércitos. Se sabía que simples soldados habían llevado diademas, y el ruido de los imperios que se desmoronaban hacía soñar a los galos en su bosque de encinas, y al etíope, en sus arenales. Había siempre un pueblo dispuesto a utilizar los valientes; y el ladrón arrojado de su tribu, el parricida errante en los caminos, el sacrílego perseguido por los dioses, todos los hambrientos, todos los desesperados procuraban llegar al puerto donde el agente de Cartago reclutaba soldados. En general, esta cumplía sus promesas; pero esta vez, el exceso de su avaricia la había llevado a una infamia peligrosa. Los númidas, los libios, el África entera iban a caer sobre Cartago. Solo el mar estaba libre; pero aquí se hallaban los romanos; como un hombre asaltado por asesinos, la República sentía la muerte rondar en torno de ella.
Convenía, pues, recurrir a Giscón; los bárbaros aceptaron su intervención; una mañana vieron bajarse las cadenas del puerto y entrar en el lago tres barcos planos, pasando por el canal de la Tania.
A proa del primero se veía a Giscón. Detrás de este, y a más altura que un catafalco, se levantaba una caja enorme, con anillos parecidos a coronas. Aparecía en seguida la legión de intérpretes, peinados como esfinges y con un lorito tatuado en el pecho. Seguían amigos y esclavos, todos sin armas, y tan numerosos que se tocaban los hombros. Las tres barcazas, llenas hasta flor de agua, avanzaban entre las aclamaciones de los soldados, que las estaban mirando.
Así que Giscón desembarcó, los soldados corrieron a su encuentro. Con sacos hizo arreglar una especie de tribuna, y declaró que no se iría sin haberles pagado íntegramente.
Estallaron aplausos, y por largo rato no pudo hablar.
Luego censuró las faltas de la República y las de los bárbaros, que con sus violentos motines tenían asustada a Cartago. La mejor prueba de las buenas intenciones de la ciudad era que le enviaban a él, el constante adversario del Sufeta Hannón. No debían los mercenarios suponer en el pueblo la tontería de querer irritar a los valientes, ni la ingratitud de desconocer sus servicios. Giscón empezó a pagar por los libios. Como estos habían declarado equivocadas las listas, no se sirvió de ellas.
Iban desfilando todos por naciones y abriendo los dedos para significar el número de años; se les marcaba sucesivamente en el brazo izquierdo con pintura verde; unos escribientes introducían la mano en el cofre abierto, y otros, con un estilete, agujereaban una lámina de plomo.
Pasó un hombre que andaba pesadamente, con la pesadez de un buey.
—Sube a mi lado —le dijo el Sufeta, sospechando algún fraude—. ¿Cuántos años has servido?
—Doce —respondió el libio.
Giscón le pasó los dedos por debajo de la mandíbula, porque el barboquejo del casco producía a la larga callosidades. «Tener callos» era tanto como acreditarse de veterano.
—¡Ladrón! —exclamó el Sufeta—, lo que te falta en la cara debes tenerlo eh las espaldas.
Y rasgándole la túnica descubrió un dorso cubierto de llagas sangrientas. Era un labrador de Hippo-Zarita. Le silbaron y fue decapitado.
En cuanto se hizo de noche, Espendio fue a despertar a los libios, y les dijo:
—Cuando los ligures, los griegos, los baleares y los hombres de Italia sean pagados, se despedirán; pero vosotros quedaréis en África, esparcidos en vuestras tribus y sin ninguna defensa. Entonces se vengará la República. ¡Desconfiad del viaje! ¿Creéis en palabras? Los dos Sufetas están de acuerdo. Acordaos de la Isla de los Huesos y de Xantippo, al que enviaron a Esparta en una galera podrida...
—¿Qué haremos? —le preguntaban.
—¡Reflexionad! —contestaba Espendio.
Los dos días siguientes se invirtieron en pagar a la gente de Magdala, de Leptís, de Hecatompila. Espendio visitó a los galos.
—Se paga a los libios; se pagará a los griegos, a los baleares, a los asiáticos, a todos; pero a vosotros, como sois pocos, no se os dará nada. No volveréis a ver vuestra patria. No tendréis barcos. Os matarán para ahorrar la comida.
Los galos fueron a ver al Sufeta, y Autharita, aquel a quien Giscón golpeara en el palacio de Amílcar, le interpeló. Fue rechazado por los esclavos y desapareció, jurando vengarse.
Las reclamaciones, las quejas se multiplicaban. Los más obstinados entraban en la tienda del Sufeta. Para enternecerle le tomaban las manos, le hacían palpar sus bocas sin dientes, sus brazos flacos y las cicatrices de sus heridas. Aquellos que no estaban pagados, y aun los que lo habían sido, pedían otra paga por sus caballos; los vagabundos, los desterrados, tomando las armas de los soldados, decían que se les olvidaba. A cada minuto llegaban torbellinos de hombres; las tiendas crujían, se plegaban; oprimida la multitud entre los fortines del campamento oscilaba, con grandes gritos, desde las puertas hasta el centro. Cuando el tumulto era muy fuerte, Giscón apoyaba un codo en su cetro de marfil y, mirando al mar, permanecía inmóvil, con los dedos hundidos en la barba.
Con frecuencia, Matho se apartaba para conversar con Espendio; luego se ponía frente al Sufeta, y Giscón sentía perpetuamente sus pupilas como dos dardos inflamados asestados hacia él. Desde la multitud se le lanzaban muchas veces injurias; pero no las comprendía. El reparto continuaba y el Sufeta vencía todos los obstáculos.
Los griegos quisieron armar camorra por la diferencia de las monedas; Giscón les dio tales explicaciones que se retiraron conformes. Los negros reclamaron esas conchas blancas usadas para el comercio en el interior de África; les ofreció enviar por ellas a Cartago, y como los demás, aceptaron moneda.
A los baleares se les había prometido algo mejor: mujeres. El Sufeta les dijo que esperaba para todos ellos una caravana de vírgenes; el camino era largo y aún faltaban seis lunas (o meses). Así que estas doncellas estuvieran gordas, limpias y frotadas con benjuí, se las enviaría embarcadas a los puertos de las Baleares.
De repente, Zarxas, hermoso y vigoroso ahora, saltó como un batelero sobre las espaldas de sus amigos, y gritó:
—¿Has reservado algo para los muertos? —y señalaba la puerta de Kamón, en Cartago, que a los rayos del sol poniente resplandecía con sus placas de cobre, de arriba abajo.
A los bárbaros les pareció ver en ella un rastro sangriento. Cada vez que Giscón quería hablar, ellos gritaban. Por fin bajó lentamente y se encerró en su tienda.
Cuando al amanecer volvió a salir, no se movieron sus intérpretes, que dormían al exterior, y a los que se veía de espaldas, fijos los ojos, azulado el rostro y con la lengua fuera de la boca. Salían de sus narices blancas mucosidades y tenían rígidos los miembros, como si les hubiese helado el frío de la noche. Todos llevaban alrededor del cuello una lazada de juncos.
Con esto, la rebelión tomó incremento. Esta matanza de baleares, contada por Zarxas, confirmó las desconfianzas vertidas por Espendio. Se persuadieron de que la República trataba de engañarlos. ¡Era forzoso concluir! Dejarían los intérpretes a un lado. Zarxas, con una honda ceñida en torno a la cabeza, cantaba himnos guerreros; Autharita blandía su recia espada; Espendio hablaba a unos y entregaba a otros puñales. Los más fuertes procuraban pagarse ellos mismos; los menos iracundos pedían que continuara la distribución. Nadie abandonaba las armas, y todas las iras se concentraban en Giscón, con odio tumultuoso.
Algunos se pusieron a su lado. Mientras vociferaban injurias, se les escuchaba con paciencia; pero a la menor palabra en favor suyo, eran apedreados, o por la espalda, de un sablazo, se les cortaba la cabeza. El montón de sacos estaba más rojo que un altar.
Después de la comida, cuando habían bebido vino, se volvían terribles. Era una alegría prohibida bajo pena de muerte en los ejércitos púnicos, y por esto levantaban las copas mirando a Cartago, como burlándose de su disciplina. Luego se volvían contra los esclavos que traían el dinero, y seguía la matanza. La palabra ¡mata!, aunque distinta en cada idioma, era comprendida de todos.
Giscón sabía muy bien que la patria le abandonaba; pero, a pesar de su ingratitud, no quería deshonrarla. Cuando le recordaron que se les había prometido barcos, juró por Moloch proporcionárselos él mismo, a sus expensas, y quitándose su collar de perlas azules, lo arrojó a la multitud en señal de juramento.
Entonces los africanos reclamaron el trigo prometido por el Gran Consejo. Giscón extendió las cuentas de los Sisitas, hechas con pintura violeta sobre pieles de cordero, y leyó todo el que había entrado en Cartago, mes por mes y día por día.
A menudo hacía una pausa, y abría los ojos, como si entre los números leyera su sentencia de muerte.
En efecto, los Ancianos las habían fraudulentamente reducido, y el trigo vendido en la época más calamitosa de la guerra estaba a una tasa tan baja que, a menos de estar ciego, ninguno podía creerlo.
—¡Habla! —le dijeron—. ¡Más alto! ¡Ah! ¡Es que trata de engañarnos! ¡Desconfiemos del cobarde!
Giscón vaciló unos instantes, pero al fin continuó su tarea. Los soldados, aun convencidos de que se les engañaba, dieron por buenas las cuentas de los Sisitas; pero la abundancia que habían encontrado en Cartago les inspiró unos celos furiosos. Rompieron la caja de sicomoro y vieron que estaba vacía en sus tres cuartas partes. Habían visto salir de ella tales sumas que la creían inagotable; Giscón, sin duda, las había escondido en su tienda. Escalaron los sacos, guiados por Matho, y como gritaran «¡El dinero, el dinero!», Giscón respondió al fin: «Que os lo dé vuestro general.»
Los miraba sin pestañear, sin hablar, con sus grandes ojos amarillos y su larga cara, más pálida que su barba. Una flecha, detenida por las plumas, vibraba en el ancho anillo de oro que pendía de su oreja, y un hilo de sangre corría de la tiara por su hombro.
A una señal de Matho adelantaron todos. Espendio, con un nudo corredizo, ató por los puños a Giscón; otro le derribó, y el Sufeta desapareció entre el desorden de la turba que se echaba sobre los sacos.
Saquearon su tienda y en ella encontraron las cosas más indispensables para la vida; y buscando mejor, tres imágenes de Tanit, y en una piel de mono, una piedra negra caída de la luna.
Muchos cartagineses habían querido acompañarle; eran personajes partidarios de la guerra.
Los sacaron de sus tiendas y fueron precipitados en el foso de las inmundicias. Con cadenas de hierro fueron atados por el vientre a sólidas estacas, y dábanles el alimento en la punta de una azagaya.
Autharita, que les vigilaba, los abrumaba con invectivas; como ellos no las entendían, nada contestaban. El galo se entretenía en tirarles guijarros a la cara para hacerles gritar.
Una especie de inquietud se apoderó del ejército al siguiente día. Ahora que la cólera estaba satisfecha, empezaban las inquietudes. Matho sufría una vaga tristeza, pareciéndole que indirectamente había ultrajado a Salambó, porque estos ricos eran como una prolongación de su persona. Matho se sentaba de noche al borde de la fosa, y en los gemidos de los prisioneros encontraba él algo de la voz de la que su corazón estaba lleno.
Los libios eran los únicos pagados, y todos se lo echaban en cara. Al mismo tiempo que se avivaban las antipatías nacionales con los odios particulares, sentíase el peligro de desunirse, porque después de tal atentado, las represalias habían de ser formidables. Había que precaverse de la venganza de Cartago. Eran interminables los conciliábulos, las arengas; hablaban todos y nadie era escuchado; Espendio, locuaz de ordinario, se encogía de hombros ante todas las proposiciones.
Una tarde preguntó a Matho si había fuentes en el interior de la ciudad.
—Ninguna —contestó Matho.
Al otro día, Espendio le llevó al ribazo del lago.
—¡Amo! —dijo el antiguo esclavo—, si tu corazón es intrépido, yo te guiaré a Cartago.
—¿Cómo?
—Jura ejecutar todas mis órdenes y seguirme como una sombra.
Matho, levantando el brazo hacia el planeta de Chabar, dijo;
—¡Lo juro, por Tanit!
—Mañana —repuso Espendio—, al ponerse el sol, me esperarás al pie del acueducto, entre el noveno y el décimo arco. Provéete de un pico de hierro, de un casco sin cimera y de sandalias de cuero.
El acueducto a que aludía atravesaba oblicuamente todo el istmo y era una obra enorme, agrandada más tarde por los romanos. No obstante su desdén a otros pueblos, Cartago les había tomado ese nuevo invento, lo mismo que hizo con la galera púnica; cinco hileras de arcos superpuestos, de abultada arquitectura, con contrafuertes en la base y cabezas de león en las cimas, extendiéndose por la parte occidental de la Acrópolis, iban a hundirse debajo de la ciudad, para derramar casi un río en las cisternas de Megara.
A la hora convenida, Espendio encontró a Matho. Ató una especie de arpón al extremo de una cuerda, la remolineó como una honda, y fijado que fue el hierro treparon uno tras otro por la pared.
Así que llegaron al primer piso, como se caía el arpón cada vez que lo echaban, tuvieron que andar por el borde de la cornisa para descubrir alguna hendidura. La cornisa se iba estrechando a cada hilera de arcos. La cuerda se iba gastando, y en ocasiones amenazaba romperse.
Llegaron finalmente a la plataforma superior. Espendio, de tiempo en tiempo, se doblaba para tantear las piedras con la mano.
—¡Allí es! —dijo—. Empecemos.
Y forcejeando con la palanca que trajo Matho, consiguieron apartar una de las losas.
Vieron a lo lejos un grupo de jinetes que galopaban en caballos sin bridas. Los brazaletes de oro saltaban entre las mangas de sus vestidos. Al frente de ellos iba un hombre coronado con plumas de avestruz y galopando con una lanza en cada mano.
—¡Narr-Habas! —exclamó Matho.
—¿Qué importa? —repuso Espendio.
Y saltó al agujero que había dejado la losa separada.
A una orden suya, Matho probó empujar uno de los bloques; pero por falta de espacio, no podía mover los codos.
—Volveremos —dijo Espendio—; ponte delante —y los dos se aventuraron en el conducto de las aguas.
Andaban mojados hasta la cintura, y pronto hubieron de nadar, tropezando a cada instante con las paredes del canal, que era muy estrecho. El agua corría casi tocando las losas de arriba; se laceraban el rostro. Luego, la corriente los arrastró. Un aire más pesado que el de un sepulcro les oprimía el pecho, y con los brazos altos para resguardar la cabeza y pegadas las piernas, que alargaban lo más que podían, pasaron como flechas en la obscuridad, jadeantes, casi muertos. De pronto, todo se hizo negro delante de ellos y se redobló la velocidad de las aguas. Cayeron.
Así que volvieron a la superficie se mantuvieron durante algunos minutos tendidos de espalda, para respirar deliciosamente el aire. Las arcadas, una tras otra, se abrían en medio de anchas murallas que separaban los depósitos. Todos estaban llenos y el agua caía en una especie de cascada a lo largo de las cisternas. Las cúpulas del techo dejaban pasar por un tragaluz una pálida claridad que se reflejaba en el agua como discos de luz, y las tinieblas del contorno se espesaban sobre las paredes indefinidamente. El más insignificante ruido producía un gran eco.
Espendio y Matho volvieron a nadar, y pasando por la abertura de los arcos, atravesaron muchos compartimentos seguidos. Otras series de depósitos más pequeños se extendían paralelamente a cada lado. Los dos hombres se perdían y volvían a encontrarse. Algo resistió bajo sus talones: era el pavimento de la galería que bordeaba las cisternas.
Entonces, avanzando con grandes precauciones, palparon la muralla en busca de una salida. Pero sus pies resbalaban y caían para volver a levantarse, presa de espantosa fatiga, como si sus miembros se disolvieran en el agua. Sus ojos se cerraron: agonizaban.
Espendio dio con la mano contra los barrotes de una reja. La sacudieron y cedió, dando paso a una escalera cerrada arriba por una puerta de bronce. Con la punta de un puñal apartaron la barra que la abría por fuera; y respiraron el aire libre.
La noche estaba silenciosa y el cielo parecía de una altura desmesurada. Veíanse hileras de árboles a lo largo de las murallas. La ciudad dormía, mientras los fuegos de los centinelas de las avanzadas brillaban como estrellas perdidas.
Espendio, que había pasado tres años en la ergástula, no conocía bien los barrios de la ciudad. Matho conjeturó que para ir al palacio de Amílcar debían tomar a la izquierda, atravesando los Mapales.
—No —dijo Espendio—; llévame al templo de Tanit.
Matho quiso objetar.
—Acuérdate —dijo el esclavo; y alzando el brazo, señaló al planeta de Chabar, que resplandecía.
Entonces Matho se volvió silenciosamente hacia la Acrópolis.
Se arrastraban a lo largo de las líneas de nopales que bordeaban los caminos. Corría el agua de sus cuerpos sobre el polvo de la tierra. Sus sandalias, mojadas, no hacían el menor ruido. Espendio, con los ojos más brillantes que antorchas, registraba a cada paso los matorrales; detrás de él andaba Matho, con las dos manos armadas de puñales, sujetos los brazos cerca de los sobacos por una banda de cuero.
V. Tanit
Cuando salieron de las huertas, se vieron detenidos por la cerca de Megara; pero descubrieron una brecha en la espesa muralla, y pasaron.
El terreno, al descender, formaba como un valle muy ancho. Se hallaron en un sitio descubierto.
—¡Escucha! —dijo Espendio—, y nada temas... Cumpliré mi promesa.
Se interrumpió, como pensando en lo que iba a decir...
—¿Te acuerdas cuando una vez te señalé, Matho, al salir el sol, desde la azotea de Salambó, a Cartago? Aquel día éramos fuertes, pero tú no quisiste oír nada... ¡Amo, hay en el santuario de Tanit un velo misterioso, caído del cielo, y que cubre a la diosa!
—Lo sé —dijo Matho.
—Es un velo divino porque forma parte de la deidad. Los dioses ejercen su poder donde residen. Porque lo posee Cartago, Cartago es poderosa... ¡Te he traído aquí para robarlo!
Matho retrocedió horrorizado.
—¡Vete! ¡Busca otro! No quiero ayudarte en esa acción execrable.
—Tanit es tu enemiga —replicó Espendio—. Ella te persigue, y tú mueres de su cólera. Te vengarás; ella te obedecerá, y serás inmortal e invencible.
Matho bajó la cabeza. Espendio prosiguió:
—Sucumbiremos; el ejército será aniquilado. No tenemos ni escapatoria, ni ayuda, ni perdón. ¿Qué castigo de los dioses puedes temer, si tienes su fuerza en tus manos? ¿O es que prefieres morir en la derrota, miserablemente, al amparo de un matorral, o entre el ultraje de la plebe, en una hoguera? ¡Amo, un día entrarás en Cartago, entre los colegios de los pontífices, que besarán tus sandalias; y si el velo de Tanit te pesa, lo devolverás a su templo! ¡Sígueme! ¡Ven a tomarlo!
Un ansia terrible devoraba a Matho. Hubiera querido poseer el velo sin cometer el sacrilegio. Se decía que quizás podría adquirir su virtud sin necesidad de robar el velo; pero sin llegar al fondo de su pensamiento, deteniéndose en el límite que le espantaba.
—¡Vamos! —dijo, y se alejaron a paso rápido, juntos y sin hablarse.
El terreno iba subiendo y las casas se juntaban. Los dos hombres torcían por calles estrechas y entre tinieblas. Jirones de esparto que cerraban las puertas golpeaban las paredes. En una plaza, los camellos rumiaban ante un montón de heno. Luego pasaron por debajo de una galería cubierta de follaje. Ladraron los perros, pero de pronto el espacio se ensanchó y se encontraron en la parte occidental de la Acrópolis. Por bajo de Byrsa se erguía una negra mole: era el templo de Tanit, conjunto de monumentos y jardines, de patios y antepatios, ceñido por un pequeño muro de piedras secas. Espendio y Matho lo franquearon.
Este primer recinto encerraba un bosque de plátanos, plantados como precaución contra la peste y la infección del aire. Aquí y acullá estaban diseminadas las tiendas en que de día se vendían pastas depilatorias, perfumes, vestidos, pasteles en forma de luna e imágenes de la diosa, con reproducciones del templo ahuecadas en un bloque de alabastro.
Nada tenían que temer, porque en las noches en que el astro estaba oculto, se suspendían todos los ritos; pero Matho se desanimaba y se detuvo ante las tres gradas de ébano que conducían al segundo recinto.
—¡Adelante! —dijo Espendio.
Granados, almendros, cipreses y mirtos, inmóviles como follaje de bronce, alternaban con regularidad; el camino, empedrado de guijarros azules, crujía bajo los pies; abiertas rosas se mecían como cunas en toda la longitud de la avenida. Llegaron ante un agujero oval, cerrado por una verja. Matho, a quien el silencio espantaba, dijo a Espendio:
—Aquí es donde se mezclan las Aguas dulces con las Aguas amargas.
—Yo he visto todo esto —contestó el antiguo esclavo— en Siria, en la ciudad de Mafug.
Por una escalera de seis gradas de plata subieron al tercer recinto.
Un cedro enorme se erguía en medio. Sus ramas más bajas desaparecían bajo montones de estofas y de collares colgados por los fieles. Avanzaron algunos pasos y llegaron a la fachada del templo.
Dos largos pórticos, de arquitrabes que se apoyaban en gruesos pilares, flanqueaban una torre cuadrangular, adornada en su plataforma por una luna en creciente. Sobre los ángulos de los pórticos y en las cuatro esquinas de la torre se elevaban vasos llenos de aromas encendidos. Granadas y coloquíntidas festoneaban los capiteles. Entrelazos, losanges y líneas de perlas alternaban sobre los muros, y un seto de filigrana de plata formaba un ancho semicírculo ante la escalera de marfil que bajaba del vestíbulo.
A la entrada había, entre una estela de oro y otra de esmeralda, un cono de piedra; al pasar por su lado, Matho se besó la mano derecha.
La primera habitación era muy alta, con innumerables aberturas en la bóveda, de modo que al levantar la cabeza se podían ver las estrellas. En todo el contorno de la muralla se amontonaban, en cestas de mimbre, barbas y cabelleras, primicias de adolescentes; y en medio del departamento circular, salía de una repisa el cuerpo de una mujer, cubierta de mamas, gorda, barbuda y con las pupilas bajas; tenía aire sonriente y las manos cruzadas sobre el borde de su gran vientre, pulido por los besos de la multitud.
Después se hallaron al aire libre, en un corredor transversal, en el que un altar de exiguas proporciones se apoyaba en una puerta de marfil que únicamente los sacerdotes podían abrir; porque un templo no era un sitio de reunión del pueblo, sino la morada particular de una divinidad.
—¡La empresa es imposible! —decía Matho—. ¡Volvámonos!
Espendio examinaba las paredes. Quería el velo, no porque tuviera confianza en su virtud —Espendio no creía en el oráculo—, sino porque estaba persuadido de que los cartagineses, al verse sin él, caerían en un gran abatimiento. Dieron la vuelta por detrás, buscando alguna salida.
Veíanse edículos de formas diferentes, bajo bosquecillos de terebintos. Aquí y allá se erguía un falo de piedra y pastaban tranquilamente grandes ciervos, empujando con las pezuñas las piñas que habían caído de las copas de los árboles.
Volvieron sobre sus pasos entre dos largas galerías paralelas, con pequeñas celdas al fondo. De arriba abajo de sus columnas de cedro pendían tamboriles y címbalos. Unas mujeres dormían sobre esteras fuera de las celdas. Sus cuerpos, engrasados con ungüentos, exhalaban olor a especias y a perfumadores apagados, y estaban tan cubiertas de tatuajes, de collares, de anillos, de bermellón y de antimonio que, sin el movimiento del pecho, se las hubiera tomado por ídolos tendidos en el suelo. Los lotos rodeaban una fuente en la que nadaban peces parecidos a los de Salambó; luego, en el fondo, junto a la muralla del templo, se desplegaba una viña de sarmientos de vidrio y racimos de esmeraldas. Los rayos de las piedras preciosas fingían juegos de luz entre las columnas pintadas, sobre los rostros de las durmientes.
Matho se asfixiaba en la cálida atmósfera que irradiaban los tabiques de cedro. Todos estos símbolos de la fecundación, estos perfumes y estos hálitos le abrumaban. A través de los destellos místicos, soñaba con Salambó. La confundía con la misma diosa, y su amor iba en aumento, como los grandes lotos que se despliegan pomposos en la profundidad de las aguas.
Calculaba Espendio el dinero que hubiera ganado en otro tiempo vendiendo aquellas mujeres, y con la vista pesaba, al pasar, los collares de oro.
El templo era tan impenetrable por este lado como por el otro. Volvieron por detrás de la primera cámara. En tanto que Espendio husmeaba, Matho, prosternado ante la puerta, imploraba a Tanit, suplicándola que no le permitiera este sacrilegio. Procuraba ablandarla con palabras acariciadoras, como se hace con una persona irritada.
Espendio advirtió una abertura estrecha encima de la puerta.
—¡Levántate! —dijo a Matho.
Y le hizo adosarse de pie contra la pared. Poniendo un pie en sus manos y luego otro sobre su cabeza, llegó a la altura del ventanal, y por allí desapareció. Matho sintió caer sobre su espalda una cuerda de nudos, que Espendio había arrollado alrededor de su cuerpo antes de aventurarse en la cisterna; y apoyándose con ambas manos, pronto se encontró al lado de Espendio en una gran sala llena de sombra.
Un atentado sacrílego parecía tan imposible, que, por lo mismo, apenas se habían puesto los medios para evitarlo. El terror, más que las paredes, defendía al santuario. Matho, a cada instante, se creía muerto.
En el fondo de las tinieblas brillaba una luz. Se acercaron. Era una lámpara que ardía en una concha, sobre el pedestal de una estatua tocada con el gorro de los Kabiros. Vestía una larga túnica azul sembrada de discos de diamantes, y unas cadenas que se hundían bajo las losas la retenían por los talones. Matho contuvo un grito:
—¡Ah! ¡Hela aquí! ¡Hela aquí!
Espendio cogió la lámpara para alumbrarse.
—¡Qué impío eres! —murmuró Matho.
Pero le siguió. El departamento en que entraron no tenía más que una pintura negra, que representaba otra mujer, cuyas piernas subían hasta lo alto de la muralla. Su cuerpo ocupaba todo el techo. Colgaba de su ombligo un hilo con un huevo enorme, y la alegoría caía sobre la otra pared, con la cabeza hacia abajo, hasta el nivel de las losas, en las que hincaba sus dedos puntiagudos.
Para seguir adelante, apartaron una cortina; pero sopló el viento y la lámpara se apagó.
Anduvieron errantes, perdidos en las complicaciones de la arquitectura. De repente, notaron bajo sus pies una cosa de una extraña suavidad. Brillaban y brotaban chispas; andaban sobre fuego. Espendio tocó el suelo y vio que estaba cuidadosamente alfombrado con pieles de lince; luego le pareció que le rozaba las piernas una cuerda gruesa y mojada, fría y viscosa. Las hendiduras talladas en la muralla dejaban pasar tenues rayos blancos. Avanzaban con esta incierta luz, hasta que al fin vieron una gran serpiente negra, que desapareció rápidamente.
—¡Huyamos! —dijo Matho—. ¡Es ella; la oigo; ella viene!
—¡No! —repuso Espendio—. El templo está vacío.
Una luz deslumbrante les hizo cerrar los ojos. Vieron luego en contorno una infinidad de animales flacos, jadeantes, enseñando las garras y confundidos unos con otros, con un desorden misterioso que daba espanto. Eran serpientes con pies, toros con alas, peces con cabezas humanas comiendo frutas, flores que se abrían en las fauces de cocodrilos, y elefantes con la trompa alzada volando por el cielo como águilas. Un terrible esfuerzo distendía sus miembros incompletos o multiplicados. Parecían querer sacarse el alma alargando la lengua; y todas las formas se encontraban allí, como si el receptáculo de los gérmenes, abriéndose con súbito rompimiento, se hubiera vaciado sobre las paredes de la sala.
Doce globos de cristal azul la rodeaban circularmente, soportados por monstruos parecidos a tigres. Sus pupilas brillaban como ojos de caracoles, y encorvando sus poderosas grupas, se volvían hacia el fondo donde resplandecían, en un carro de marfil, la Rabbet suprema, la Omnifecunda, la última creada.
Escamas, plumas, flores y pájaros le subían hasta el vientre; le servían de pendientes unos címbalos de plata que oscilaban sobre sus mejillas. Sus grandes ojos miraban de hito en hito, y una piedra luminosa, engarzada en su frente en un símbolo obsceno, alumbraba toda la sala, al reflejarse por encima de la puerta, en espejos de cobre rojo.
Matho dio un paso; flojeó una losa bajo sus talones, y las esferas empezaron a girar, los monstruos a rugir; oyóse una música melodiosa y arrulladora como la armonía de los planetas; el alma de Tanit se desbordaba tumultuosa. Iba a levantarse, grande como la sala, con los brazos abiertos. De pronto, los monstruos cerraron las fauces y los globos de cristal dejaron de girar.
Lúgubre modulación onduló por algún tiempo en el aire, hasta que al fin se extinguió.
—¿Y el velo? —dijo Espendio.
No se le veía en ninguna parte. ¿Dónde estaba? ¿Cómo descubrirlo? ¿Lo habrían ocultado los sacerdotes? Matho experimentaba un desgarro del corazón, y como una decepción en su fe.
—Por aquí —murmuró Espendio, guiado por una inspiración.
Llevó a Matho detrás del carro, en donde una hendidura, ancha de un codo, cortaba la muralla de arriba abajo.
Entraron en una pequeña sala redonda, y tan alta, que parecía el hueco de una columna. Tenía en medio una gran piedra negra semiesférica, a modo de tamboril; ardían llamas por encima, y por detrás se levantaba un cono de ébano que ostentaba una cabeza y dos brazos.
A distancia, les pareció una nube cuajada de estrellas; se veían figuras en las profundidades de sus pliegues: Eschmún con los Kabiros, algunos de los monstruos de antes, las bestias sagradas de los babilonios y otras desconocidas. Todo esto pasaba como un manto bajo la mirada del ídolo, y, remontándose desplegado en la pared, se agarraba a los ángulos, ora azulado como la noche, ora amarillo como la aurora; o bien purpúreo como el sol, diáfano y resplandeciente. Era el manto de la diosa, el zaimph santo que no se podía mirar.
Los dos hombres palidecieron.
—¡Tómalo! —dijo al fin Matho.
Espendio no vaciló, y apoyándose en el ídolo, desprendió el velo, que cayó arrastrándose. Matho puso la mano encima, metió la cabeza por la abertura y se envolvió el cuerpo con él, separando los brazos para verlo mejor.
—¡Vámonos! —dijo Espendio.
Matho permanecía con los ojos clavados en las losas. De pronto exclamó:
—¿Y si yo fuera a su casa? ¿No tengo miedo de su hermosura? ¿Qué puede ahora contra mí? Ahora soy más que un hombre. Pasaré por encima de las llamas, andaré sobre las olas del mar. Me siento transportado. ¡Salambó! ¡Salambó! ¡Yo soy tu amo!
Su voz era tonante. Le parecía a Espendio otro hombre de estatura más alta y transfigurado.
Se oyeron pasos, se abrió una puerta y apareció un hombre, un sacerdote, con su alto gorro y los ojos pintados. Sin darle tiempo, Espendio se precipitó a él y le hundió los dos puñales en los costados. La cabeza sonó sobre el pavimento.
Inmóviles como el cadáver, quedaron atentos durante un rato; pero solo se oía el murmullo del viento, por la puerta entreabierta.
Daba esta a un pasadizo. Espendio se metió en él, seguido de Matho, y llegaron al tercer recinto, entre los pórticos laterales, donde estaban las habitaciones de los sacerdotes.
Detrás de las celdas debía haber un camino más corto para salir. Diéronse prisa para encontrarlo.
Agachándose Espendio al borde de la fuente, lavó sus manos ensangrentadas. Dormían las mujeres. Brillaba la viña de esmeralda. Se pusieron en marcha.
Pero alguien, por entre los árboles, corría detrás de ellos; y Matho, que llevaba el velo, sintió varias veces que le tiraban suavemente por abajo. Era un gran cinocéfalo, uno de los que vivían sueltos en el recinto de la diosa. Como si tuviera conciencia del robo, se agarraba al manto. No se atrevían a pegarle, por temor a que redoblara sus gritos; de pronto se aplacó su cólera y trotó a su lado, balanceando el cuerpo, con sus largos brazos colgantes. Al llegar a la barrera, de un salto se subió a una palmera.
Así que salieron del último recinto, se dirigieron al palacio de Amílcar, porque comprendió Espendio que era inútil disuadir a Matho de su propósito.
Tomaron por la calle de los Curtidores, la plaza de Mutumbal, el mercado de hierbas y la encrucijada de Cinasim.
—¡Esconde el zaimph! —dijo Espendio.
Vieron gente, pero nadie les vio a ellos. Al fin divisaron las casas de Megara.
El faro, levantado por la parte de atrás en la cumbre del acantilado, iluminaba el cielo con una roja claridad, y la sombra del palacio, con sus azoteas superpuestas, se proyectaba sobre los jardines como una monstruosa pirámide. Entraron por el seto de azufaifos, cortando las ramas con los puñales.
Aún se advertían los rastros del festín de los mercenarios. Los parques estaban pisoteados; los regatos, secos; las puertas de la ergástula, abiertas. No se veía a nadie en las cocinas ni en las bodegas. Se asombraban de este silencio, solo interrumpido por el bramido de los elefantes que se agitaban en sus maneotas, y el crepitar de la hoguera de áloe que ardía en el faro.
Matho repetía:
—¿Dónde está ella? ¡Quiero verla! ¡Guíame!
—¡Es una locura! —decía Espendio—. Llamará a sus esclavos y, a pesar de tu fuerza, morirás.
Así llegaron a las escaleras de las galeras. Alzó Matho la cabeza y creyó advertir en lo alto una vaga claridad, radiante y suave. Quiso contenerlo Espendio, pero él se lanzó escalera arriba.
Al encontrarse en los sitios donde la viera, el recuerdo de los días transcurridos se borró de su memoria. La veía como cuando cantaba en las mesas y desaparecía y él subía continuamente esta escalinata. Sobre su cabeza, el cielo estaba cubierto de luminarias; la mar llenaba el horizonte; a cada paso que él daba le rodeaba una inmensidad más ancha, y seguía subiendo con la extraña facilidad que se tiene en los sueños.
El ruido del velo rozando contra las piedras le recordó su nuevo poder; pero en el exceso de su esperanza, ya no sabía lo que tenía que hacer; esta incertidumbre le intimidó.
De vez en cuando se asomaba a las celosías cuadrangulares de los aposentos cerrados, y creyó ver en muchos de ellos personas dormidas.
El último piso, más estrecho, formaba como un dado encima de las terrazas. Matho le dio la vuelta lentamente.
Una luz lechosa iluminaba las hojas de talco que tapaban las pequeñas aberturas de la muralla y, que simétricamente dispuestas, parecían en las tinieblas hileras de perlas finas. Reconoció la puerta cuartelada con la cruz negra. Redoblaban las palpitaciones de su corazón. Quiso huir, pero empujó la puerta, y esta se abrió.
En el fondo de la habitación ardía, suspendida, una lámpara en forma de galera; tres rayos de luz de su carena de plata temblaban en los altos artesonados pintados de rojo con franjas negras. El techo era un conjunto de pequeñas vigas doradas que tenían en medio amatistas, y topacios en los nudos de la madera. A los dos lados del ancho aposento aparecía un lecho bajo, hecho de correas blancas; y arcos de bóveda aconchados, que se abrían por la parte de afuera, dejaban ver algún vestido que colgaba hasta el suelo.
Una grada de ónice daba la vuelta a un estanque ovalado, en cuya orilla había unas finas sandalias de piel de serpiente y un jarro de alabastro. Más allá se advertía la huella húmeda de unas pisadas. Se aspiraban aromáticos olores.
Matho andaba sobre losas incrustadas de oro, de nácar y de vidrio; y no obstante el pulimento del suelo, le parecía que se hundían sus pies como si caminara por arena.
Detrás de la lámpara de plata había divisado un gran cuadrado de azur, suspendido en el aire por cuatro cuerdas, y a él se acercó Matho, medio agachado y con la boca abierta.
De cuernos de antílope colgaban anillos y brazaletes; vasos de arcilla refrescaban al aire sobre un tendal de cañas, en la hendidura de la pared. Muchas veces tropezaban sus pies, porque el suelo tenía desniveles tan pronunciados que hacían de la habitación como una serie de aposentos. En el fondo, una baranda de plata rodeaba un tapiz sembrado de flores pintadas. Por fin llegó al lecho colgante, junto al escabel de ébano que servía para subir a él.
Pero la luz cesaba allí, y la sombra, como una gran cortina, no dejaba ver más que el extremo de un colchón rojo en el que asomaba la punta de un piececito desnudo. Matho cogió la lámpara para ver mejor.
Dormía Salambó con la mejilla apoyada en una mano y tendido el otro brazo. Los bucles de su cabellera la cubrían de tal modo, que parecía acostada sobre plumas negras, y su larga túnica blanca se desplegaba blandamente hasta sus pies, siguiendo los contornos del talle. Algo se veía de sus ojos, entre los párpados medio cerrados. Las cortinas, perpendicularmente corridas, la rodeaban de una atmósfera azulada; y el movimiento de su respiración, comunicándose a las cuerdas, parecía columpiarla. Zumbaba un mosquito.
Matho, inmóvil, tenía en la mano la galera de plata; en el mosquitero prendió la llama, y Salambó despertó.
La llamarada se apagó en un abrir y cerrar de ojos. La lámpara de Matho proyectaba en el artesonado grandes ondas luminosas.
—¿Qué es esto? —dijo Salambó.
—Es el velo de la diosa —contestó Matho.
—¡El velo de la diosa! —repitió ella.
Y apoyándose en los dos codos, se asomó trémula. Matho prosiguió:
—¡Yo he ido a buscarlo para ti en las profundidades del santuario! ¡Mira!
El zaimph deslumbraba con su juego de luces.
—¿Te acuerdas? —dijo Matho—. Una noche te apareciste en mis sueños, pero yo no entendía la orden muda de tus ojos. Si la hubiera comprendido, habría acudido, abandonando el ejército: no habría salido de Cartago. Para obedecerte, bajaré por la caverna de Hadrumeto al reino de las Sombras...
Salambó pisaba ya el escabel de ébano.
—¡Perdóname! —añadió Matho—. Eran montañas que pesaban sobre mí y, sin embargo, algo me arrastraba. Traté de venir a tu lado. ¡Sin los dioses, nunca me hubiera atrevido!... ¡Partamos! ¡Has de seguirme, o si no, me quedaré! ¿Qué me importa? ¡Anega mi alma en el soplo de tu aliento! ¡Aplástense mis labios besando tus manos!
—¡Déjame ver! —decía ella—. ¡Más cerca! ¡Más cerca!
Apuntaba el alba y un color vinoso teñía las hojas de talco de las paredes. Salambó se apoyaba desfallecida en los cojines del lecho.
—¡Te amo! —gritaba Matho.
Ella balbuceó:
—¡Dámelo!
Y se acercaron.
Salambó avanzaba vestida de blanco, con los ojos arrobados puestos en el velo. Matho la contemplaba, deslumbrado por los esplendores de su cabeza, y tendiendo hacia ella el zaimph, iba a envolverla en un abrazo. Separó ella los brazos; de pronto, se detuvo, y los dos se quedaron mirándose absortos.
Sin comprender lo que él solicitaba, la sobrecogió un terror súbito y empezó a temblar; hasta que golpeando en una de las pateras de cobre que colgaban en las puntas del colchón rojo, gritó:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Atrás, sacrílego! ¡Infame! ¡Maldito! ¡A mí, Taanach, Kroúm, Ewa, Micipsa, Schavul!
Entre los vasos de arcilla, asomó en la muralla la cara asustada de Espendio, el cual dijo estas palabras:
—¡Huye! Vienen aquí.
Se oyó un gran tumulto en la escalera, y una oleada de gente, entre mujeres, esclavos y criados, se lanzó dentro de la habitación con estacas, rompecabezas, puñales y machetes. Todos quedaron como paralizados de indignación al ver un hombre; las criadas daban alaridos como en un entierro, y los eunucos palidecían bajo su negra piel.
Matho se mantenía detrás de la barandilla, envuelto en el zaimph, como un dios sideral rodeado del firmamento. Los esclavos iban a arrojarse sobre él. Salambó los contuvo.
—¡No le toquéis! ¡Es el velo de la diosa!
Y dando un paso hacia él, alargando su brazo desnudo, prorrumpió:
—¡Maldito seas, ladrón de Tanit! ¡Odio, venganza y dolor! ¡Que Gurcil, dios de las batallas, te destroce! ¡Que Matisman, dios de los muertos, te ahogue! ¡Y que el Otro —el que no se puede nombrar— te queme!
Matho dio un grito, como si le hiriera una espada. Salambó repitió muchas veces:
—¡Vete! ¡Vete!
Se apartó la turba de criados, y Matho, baja la cabeza, pasó lentamente en medio de ellos; al llegar a la puerta se detuvo porque la franja del zaimph se había enganchado en una de las estrellas de oro que esmaltaban el suelo. Dio un brusco tirón y bajó la escalera.
Espendio, saltando de terraza en terraza y por encima de setos y de acequias, escapó por los jardines. Llegó al pie del faro. En este sitio cesaba la muralla, por lo escarpado del cantil. Aquí se tumbó de espalda y con los pies hacia delante se deslizó abajo; ganó a nado el cabo de las Tumbas, dio un largo rodeo por la Laguna Salada y ganó el campamento de los bárbaros.
Había salido el sol, y como un león que se retira, Matho se alejó mirando el camino con ojos terribles.
Hirió sus oídos un indeciso rumor que saliendo del palacio, seguía a lo lejos, del lado de la Acrópolis. Unos decían que habían robado el tesoro de la República en el templo de Moloch; hablaban otros de un sacerdote asesinado. Corría el rumor de que los bárbaros habían entrado en la ciudad.
No sabiendo Matho cómo franquear los recintos, seguía en línea recta. Le vieron y se alzó un clamoreo. Comprendieron todo lo que había pasado: fue una consternación general; luego, una inmensa cólera.
Del fondo de los Mapales, de las alturas de la Acrópolis, de las catacumbas y de las orillas del lago venía un tropel de gente. Salían los patricios de sus palacios; los vendedores, de sus tiendas; las mujeres abandonaban a sus hijos; se echaba mano a las espadas, hachas y bastones; pero les detuvo el mismo obstáculo que a Salambó: ¿de qué modo recobrar el velo? Solo el mirarlo era un crimen; era como los mismos dioses, y su contacto ocasionaba la muerte.
En el peristilo de los templos, los sacerdotes, desesperados, se retorcían los brazos. Los guardias de la Legión galopaban al acaso; había gente en las azoteas, en el torso de las estatuas y en las gavias de los buques. Pero Matho seguía andando, y a cada paso que daba aumentaba la ira, pero también el terror. Vaciábanse las calles al aproximarse él; y ese torrente de hombres que huían, llegaba por los dos lados hasta encima de las murallas. No se veían más que ojos muy abiertos, como para matarlo con la vista; dientes que rechinaban, puños que amenazaban; se oían las imprecaciones de Salambó, que se multiplicaban.
De improviso, silbó una larga flecha, luego otra y una lluvia de piedras; pero los tiros, mal dirigidos por miedo de tocar al zaimph, pasaban por encima de la cabeza de Matho. Convirtiendo el velo en escudo, lo embrazaba hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia adelante y hacia atrás; y a nadie se le ocurría un nuevo sistema de ataque. Andaba cada vez más aprisa, metiéndose por las calles. Al encontrarlas interceptadas con cuerdas, carros o trampas, se volvía atrás. Llegó, finalmente, a la plaza de Kamón, donde murieron los baleares; aquí se detuvo Matho, pálido como un sentenciado a muerte. Estaba perdido; la multitud batía palmas.
Corrió hasta la gran puerta cerrada. Era muy alta, de robusta encina, con clavos de hierro y forrada de cobre. Matho la empujó. El pueblo, gozoso, observaba su impotente furor; entonces, él se quitó una sandalia, escupió encima y golpeó los trofeos inmóviles. Toda la ciudad aulló. Olvidando el velo, iban a aplastarle. Matho miraba en rededor, febril, como poseído del sopor de un hombre embriagado. De pronto, reparó en la larga cadena de la que se tiraba para hacer maniobrar la báscula de la puerta. De un salto se agarró a ella de pies y manos, y, forcejeando, logró abrir las hojas de la puerta.
Así que salió afuera, se quitó del cuello el gran zaimph y lo puso sobre su cabeza, lo más alto posible. El manto, sostenido por el viento del mar, resplandecía al sol con sus colores, su pedrería y la figura de los dioses. Llevándolo así, Matho atravesó toda la llanada hasta las tiendas de sus soldados, mientras el pueblo, encima de las murallas, veía desaparecer la fortuna de Cartago.
VI. Hannón
—¡Debí habérmela traído! —decía por la noche Matho a Espendio—. Debí haberla arrancado de su casa. Nada me lo hubiera impedido.
Espendio no le escuchaba. Echado de espalda, descansaba a sus anchas, al lado de un gran jarro lleno de agua con miel, en la que metía a menudo la cabeza para beber más abundantemente.
—¿Qué hacer? —preguntaba Matho—. ¿Cómo volver a entrar en Cartago?
—No lo sé —contestaba Espendio.
Su impasibilidad exasperaba a Matho.
—¡Tú tienes la culpa! —añadió este—; tú me llevaste y me abandonaste como un cobarde. ¿Por qué te he de obedecer? ¿Crees ser tú mi amo? ¡Ah, prostituidor, esclavo, hijo de esclavo!
Rechinaba los dientes y amenazaba a Espendio con su ancha mano.
El griego no contestaba. Ardía una lámpara de arcilla colgada del palo de la tienda, en la que el zaimph resplandecía colgado de una panoplia.
De pronto, Matho se calzó los coturnos, se puso el peto de hojas de cobre y el casco.
—¿Adónde vas? —preguntó Espendio.
—Volveré. Déjame. ¡La traeré! Si me hacen frente, los aplastaré como víboras. ¡La haré morir, Espendio!... Sí, la mataré; ya lo verás: la mataré.
Espendio arrancó bruscamente el zaimph y lo colocó en un rincón, poniendo encima pieles de oveja. Se oyeron voces, brillaron antorchas y entró Narr-Habas seguido de unos veinte hombres.
Llevaban mantos de lana blanca, largos puñales, collares de cuero, pendientes de madera en las orejas y calzado de piel de hiena; parados en el umbral, se apoyaban en sus lanzas, como pastores que descansan. Narr-Habas era el más hermoso de todos; ceñían sus delgados brazos correas guarnecidas de perlas; una diadema de oro, al par que sostenía por detrás de su cabeza un amplio manto, ostentaba una pluma de avestruz que le colgaba por la espalda. Una continua risa le hacía enseñar los dientes; sus ojos parecían agudos como saetas, y toda su persona tenía un sello de distinción.
Declaró que venía a juntarse con los mercenarios, porque la República amenazaba desde hacía tiempo su reino. Le interesaba ayudar a los bárbaros y les podía ser útil.
—Os proveeré de elefantes, de que están llenas mis florestas, de vino, aceite, cebada, dátiles, resinas y azufre para los sitios; de veinte mil infantes y diez mil caballos. Si me dirijo a ti, Matho, es porque la posesión del zaimph te ha hecho el primero del ejército. Por lo demás, somos antiguos amigos.
Matho miraba a Espendio, que sentado sobre las pieles de carnero, hacía señales de asentimiento. Narr-Habas hablaba poniendo por testigos a los dioses y maldiciendo a Cartago. En sus imprecaciones rompió una azagaya. Su gente dio un gran alarido y Matho, transportado por estas demostraciones, dijo que aceptaba la alianza.
Trajeron un toro blanco y una oveja negra, símbolos del día y de la noche, y los degollaron al borde de una fosa. Cuando esta se llenó de sangre, metieron los hombres sus brazos en ella. Narr-Habas puso su mano en el pecho de Matho, y lo mismo hizo este con Narr-Habas. Repitieron estas señales en la tela de sus tiendas. Pasaron la noche comiendo, y se quemó el resto de la comida, juntamente con la piel, los huesos, los cuernos y las uñas de las reses sacrificadas.
Una inmensa aclamación había saludado a Matho cuando apareció con el velo de la diosa; aun aquellos que no creían en la religión cananea, estaban poseídos de un vago entusiasmo, como si les animara un genio. Nadie se preocupó de cómo fue tomado el zaimph; la forma misteriosa con que fue adquirido fue lo bastante para que los bárbaros legitimaran su posesión. Así pensaban los soldados de raza africana. Los otros, cuyo odio era menos antiguo, no sabían qué resolver. De haber habido barcos, se hubieran marchado en seguida.
Espendio, Narr-Habas y Matho enviaron hombres a todas las tribus del territorio púnico.
Cartago tenía extenuados a todos estos pueblos, con impuestos exorbitantes; las cadenas, el hacha y la cruz castigaban los retrasos y hasta las reclamaciones. Se debía cultivar todo lo que convenía a la República; dar todo lo que pedía. Nadie tenía derecho a poseer un arma; cuando se sublevaba una ciudad, sus habitantes eran vendidos. Los gobernadores eran estimados como lagares, según la cantidad que producían. Más allá de las regiones sometidas a Cartago, estaban los aliados, que solo pagaban un módico tributo; detrás de los aliados vagaban los nómadas, que podían concitarse contra ellos. Por este sistema, las cosechas eran siempre abundantes, las plantaciones soberbias y magnífica la remonta caballar. El viejo Catón, maestro en esto de cultivos y de esclavos, se asombró de ello, noventa y dos años más tarde, y el grito de muerte que repetía en Roma no era sino la exclamación de un celo codicioso.
Durante la última guerra, habían redoblado las exacciones, por lo que las poblaciones de la Libia, casi todas, se habían entregado a Régulo. Para castigarlas, se exigió de ellas mil talentos, veinte mil bueyes, trescientos vasos de polvo de oro, anticipos de granos; los jefes de tribus fueron crucificados o echados a los leones.
Túnez, especialmente, detestaba a Cartago. Más antigua que la metrópoli, no la perdonaba su engrandecimiento. Permanecía frente a sus murallas, acurrucada en el fango, al borde del agua, como un animal venenoso. Las deportaciones, las matanzas, las epidemias, no la debilitaban. Había sostenido a Arcagate, hijo de Agatocles, y provisto de armas a los «Comedores de cosas inmundas».
Aún no habían partido los correos de los bárbaros y ya en las provincias estalló un regocijo universal. Sin esperar a más, se estranguló en los baños a los intendentes de las casas y a los funcionarios de la República; se sacaron de las cavernas las armas que estaban escondidas; con el hierro de los arados se forjaron espadas; los niños aguzaban en las puertas las azagayas; las mujeres daban sus collares, sortijas y pendientes y todo cuanto podía servir para la destrucción de Cartago. Todos querían contribuir a ella de algún modo. Los paquetes de lanzas se amontonaron en los poblados, como garbas de maíz. Se expidieron animales y dinero. Matho pagó pronto a los mercenarios los atrasos de su soldada, y por esta idea de Espendio fue nombrado general en jefe o schalischim de los bárbaros.
Al mismo tiempo, afluían los socorros en hombres: primero, la gente de raza autóctona; después, los esclavos. Fueron secuestradas las caravanas de negros, a los que se armó, y hasta los mercaderes que iban a Cartago se juntaron a los bárbaros creyendo sacar más provecho. Llegaban sin cesar bandas numerosas. Desde lo alto de la Acrópolis veíase cómo aumentaba el ejército.
Los guardias de la Legión hacían centinela en la plataforma del acueducto; y cerca de ellos, de distancia en distancia, se levantaban cubas de cobre en las que hervían torrentes de asfalto. Abajo, en el llano, se agitaba tumultuariamente la multitud de los bárbaros, con la incertidumbre y el vago temor que les inspiraban siempre las murallas.
Útica e Hippo-Zarita rehusaron su alianza. Colonias fenicias, como Cartago, se gobernaban por sí mismas y en sus tratados con la República hacían incluir cláusulas que les favorecieran. Sin embargo, respetaban a su hermana mayor y más fuerte, que las protegía; y no creían que un montón de bárbaros fuera capaz de vencerla; antes bien, que estos serían exterminados. Deseaban mantenerse neutrales y vivir tranquilas.
Pero su posición las hacía indispensables. Útica, en el fondo de un golfo, era el conducto por donde llegaba a Cartago el socorro de fuera. Tomada Útica, Hippo-Zarita, a seis leguas de la costa, haría sus veces, y así avituallada la metrópoli, sería inexpugnable.
Quería Espendio que se emprendiera inmediatamente el sitio; Narr-Habas se opuso, porque deseaba ir primero a la frontera. Tal era la opinión de los veteranos, la de Matho mismo; por lo que se resolvió que Espendio iría a atacar Útica, y Matho a Hippo-Zarita; el tercer cuerpo del ejército, apoyándose en Túnez, ocuparía el llano de Cartago, encargándose de esto Autharita. En cuanto a Narr-Habas, iría a su reino para traer elefantes, y con su caballería limpiar los caminos.
Las mujeres clamaron contra esta decisión, porque codiciaban las joyas de las damas púnicas. También protestaron los libios, porque se les llamó contra Cartago y los llevaban a otra parte. Únicamente partieron los soldados. Matho mandaba a sus compañeros, juntamente con los iberos, los lusitanos, los hombres de Occidente y de las islas; todos los que hablaban griego eligieron por jefe a Espendio, a causa del ingenio que veían en él.
Grande fue el estupor cuando en Cartago vieron moverse el ejército, el cual fue alejándose bajo la montaña de la Ariana, por el camino de Útica, del lado del mar. Una parte quedó delante de Túnez; el resto desapareció y volvió a aparecer al otro lado del golfo, en la linde del bosque, en donde se internó.
Eran quizás ochenta mil hombres. Las dos ciudades tirias no resistirían, después tocaría el turno a Cartago. Un ejército considerable la amenazaba ocupando el extremo por la base, y pronto perecería por hambre la ciudad, porque no podía vivir sin el auxilio de las provincias, ya que los ciudadanos, al contrario que en Roma, no pagaban contribuciones. A Cartago le faltaba genio político. Su eterno afán de ganancia le privaba de la prudencia que da más altas ambiciones. Galera anclada en la arena líbica, se sostenía a fuerza de trabajo. Las naciones, como las olas, mugían en torno de ella; la menor tempestad quebrantaba esa formidable máquina.
El tesoro estaba agotado por la guerra romana y por todo lo que se había gastado y disipado en el trato con los bárbaros; pero se necesitaban soldados, y ningún Gobierno se fiaba de la República. Tolomeo le había negado dos mil talentos. Además, el robo del velo les descorazonaba, como lo había previsto Espendio.
Pero este pueblo, que se sentía odiado, apretaba contra su pecho el oro y los dioses; y su patriotismo era alimentado por la misma constitución de su Gobierno.
En primer lugar, el poder dependía de todos, sin que nadie fuera lo bastante fuerte para acapararlo. Las deudas particulares eran consideradas como deudas públicas; los hombres de raza cananea tenían el monopolio del comercio; multiplicando los beneficios de la piratería con los de la usura, explotando rudamente las tierras, los esclavos y los pobres, se labraban algunas veces una fortuna. Todos podían optar a las magistraturas; y si bien el poder y el dinero se perpetuaban en las mismas familias, se toleraba la oligarquía, porque se abrigaba la esperanza de alcanzarla.
Las sociedades de comerciantes, en las que se elaboraban las leyes, escogían los inspectores de hacienda, quienes al abandonar el cargo, nombraban los cien miembros del Consejo de los Ancianos, dependientes a su vez de la Gran Asamblea o reunión general de todos los ricos. Los dos Sufetas eran un vestigio de reyes, menos que cónsules, y se elegían el mismo día de dos familias distintas. Se les dividía por toda clase de odios, para que se debilitaran recíprocamente. No podían deliberar sobre la guerra, y en caso de vencimiento, eran crucificados por el Gran Consejo.
De suerte que la fuerza de Cartago emanaba de los Sisitas, es decir, de una gran corte en el centro de Malqua, en el sitio donde según la tradición había abordado la primera barca fenicia, habiéndose retirado el mar desde entonces un gran trecho. Era un conjunto de pequeños aposentos de arquitectura arcaica de troncos de palmera con esquinas de piedra y separadas unas de otras para recibir aisladamente las diferentes compañías. Los ricos se amontonaban allí todo el día para debatir acerca de sus intereses y los del Gobierno, desde la busca de la pimienta hasta el exterminio de Roma. Tres veces en cada luna hacían subir sus lechos a la alta azotea que bordeaba el muro del patio, y desde abajo podía vérseles banqueteando en el aire, sin coturnos y sin mantos, con los diamantes de sus dedos, que manoseaban las viandas, y con sus grandes anillos en las orejas, que colgaban entre los jarros; fuertes todos y gordos, medio desnudos, felices, riendo y devorando en pleno azur, como enormes tiburones que se agitan en el mar.
Pero al presente no podían disimular su inquietud y estaban harto pálidos; la turba que les esperaba en las puertas los escoltaba hasta sus palacios para saber alguna noticia. Como en tiempo de peste, todas las casas estaban cerradas; llenábanse las calles y se vaciaban en seguida; subían a la Acrópolis, corrían al puerto; el Gran Consejo deliberaba todas las noches. Por fin, el pueblo fue convocado en la plaza de Kamón y se resolvió llamar a Hannón, el vencedor de Hecatompila.
Era un hombre devoto, astuto, implacable para la gente de África; un verdadero cartaginés. Sus rentas igualaban a las de Barca. Nadie tenía como él experiencia tan probada en cosas de administración.
Decretó el enrolamiento de todos los ciudadanos útiles, puso catapultas en las torres, exigió provisiones exorbitantes de armas y ordenó la construcción de catorce galeras que no se necesitaban. Se hacía llevar al arsenal, al faro, el tesoro de los templos; se veía siempre su gran litera, balanceándose de grada en grada, subiendo la escalinata de la Acrópolis. De noche, en su palacio, como no podía dormir, para prepararse para la batalla, ordenaba, con voz terrible, maniobras de guerra.
Todo el mundo, por exceso de terror, se volvía belicoso. Los ricos, al canto del gallo, se alineaban a lo largo de los Mapales, y remangándose las túnicas se ejercitaban en el manejo de la pica. Pero faltos de instructor, disputaban constantemente. Se sentaban sin aliento sobre las tumbas, y vuelta a empezar. Muchos de ellos se impusieron un régimen; unos, imaginándose que convenía comer mucho para tomar fuerza, se ponían ahítos; otros, molestos por su corpulencia, se extenuaban con ayunos para adelgazar.
Útica había reclamado ya muchas veces el socorro de Cartago.
Pero Hannón no quería partir en tanto faltara un tornillo a la máquina de guerra. Así perdió tres lunas en equipar los ciento doce elefantes que se alojaban en los fuertes; eran los vencedores de Régulo; el pueblo los acariciaba, y mucho se podía hacer con estos viejos amigos. Hannón hizo refundir las placas de cobre con que se les guarnecía el pecho, dorar sus colmillos, alargar sus torres y tallar en la púrpura hermosos caparazones bordados con pesadas franjas. En fin, como sus conductores venían de las Indias, por haber llegado los primeros de aquella parte, ordenó que fueran todos vestidos a la usanza india, esto es, con un rodete blanco alrededor de las sienes y un pequeño calzón de viso, que formaba con sus pliegues transversales, como dos valvas de una concha aplicada sobre los muslos.
El ejército de Autharita seguía delante de Túnez, oculto detrás de un muro hecho con el fango del lago y defendido en la cima por espinosa maleza. Los negros habían erizado allí en grandes estacas horribles figuras, máscaras humanas hechas con plumas de pájaros, cabezas de chacal o de serpientes, que abrían la boca cara al enemigo, a fin de amedrentarle; y estimándose invencibles por este medio, los bárbaros bailaban y hacían juglerías, convencidos de que Cartago no tardaría en sucumbir. Otro que no fuera Hannón, hubiera aplastado fácilmente esa multitud, estorbada por ganados y mujeres. Además, no comprendían ninguna maniobra, y Autharita, desalentado, nada les exigía.
Se hacían a un lado cuando este pasaba mirándoles con sus ojazos azules. Llegado al borde del lago, se quitaba su sayo de piel de foca, desataba la cuerda que ataba su roja cabellera y sumergía esta en el agua. Sentía no haber desertado a los romanos con los dos mil galos del templo de Erix.
A menudo, en la mitad del día, el sol se obscurecía de pronto, y el golfo y la alta mar parecían inmóviles, como plomo derretido. Una nube de obscuro polvo, perpendicularmente esparcido, venía en torbellino; se encorvaban las palmeras, desaparecía el cielo, se oían rebotar las piedras en la grupa de los animales, y el galo, con los labios pegados a los agujeros de su tienda, resollaba de melancolía y de agotamiento. Soñaba con el olor de los pastos en las mañanas de otoño, con los copos de nieve, con los bramidos de los uros perdidos en la niebla, y, entornando los párpados, creía ver los hogares de las cabañas, cubiertas de paja, rielar en los pantanos en el fondo del boscaje.
Otros, a más de él, añoraban la patria, si bien no estaba tan lejana. Los cartagineses cautivos podían distinguir más allá del golfo, en los declives de Byrsa, los toldos de sus casas extendidos en los patios. Pero estaban siempre rodeados de centinelas, y se les tenía atados a una misma cadena. Llevaba cada uno una argolla de hierro, y la multitud no se cansaba de venir a verlos. Las mujeres mostraban a sus hijos sus hermosas túnicas convertidas en andrajos, que colgaban de sus flácidos miembros.
Cuantas veces Autharita miraba a Giscón se acordaba de la injuria que este le había inferido; le hubiera matado, a no ser por el juramento que había hecho a Narr-Habas. Se contentaba con entrar en su tienda, tomar un brebaje compuesto de cebada y comino, hasta caer embriagado, para despertar con la fuerza del sol, devorado por una sed horrible.
Matho sitiaba a Hippo-Zarita.
Esta ciudad estaba protegida por un lago que comunicaba con el mar. Tenía tres recintos, y en las alturas que la dominaban se extendía un muro con torreones. Jamás se había visto Matho en tales empresas. Además, el recuerdo de Salambó le obsesionaba, y soñaba con los encantos de su belleza, como en las delicias de una venganza que le transportaba de orgullo. Era una necesidad de verla, acre, furiosa, permanente. Pensaba en ofrecerse como parlamentario, confiando que una vez en Cartago, llegaría a su lado. A menudo hacía tocar asalto, y sin esperar a más, se lanzaba sobre las defensas de los sitiados. Arrancaba las piedras con las manos, desbarataba, golpeaba, hundía en todo su espada. Los bárbaros se precipitaban en montón; se rompían las escalas con estrépito y se despeñaban racimos de hombres al agua, que rompía en olas sangrientas contra las murallas. El tumulto se debilitaba y los soldados concluían por alejarse, para volver a empezar después.
Matho iba a sentarse fuera de las tiendas; se enjugaba con el brazo su cara manchada de sangre, y vuelto hacia Cartago, miraba el horizonte.
Frente a él, entre olivares, palmeras, mirtos y plátanos, se desplegaban dos anchos estanques que se unían a otro lago, del que no se veían los contornos. Por detrás surgía una montaña entre otras montañas, y en medio del lago inmenso se erguía una isla toda negra y de forma piramidal. Hacia la izquierda, en la extremidad del golfo, montones de arena semejaban grandes olas azules detenidas, en tanto que el mar, plano como un enlosado de lapislázuli, subía incesantemente hasta el borde del cielo. El verdor de la campiña desaparecía en algunos sitios bajo largas placas amarillas; las algarrobas brillaban como botones de coral; caían pámpanos de la cima de los sicomoros; oíase el murmullo del agua; saltaban las alondras crestadas, y los últimos rayos del sol doraban el caparazón de las tortugas, que salían de los juncos para aspirar la brisa.
Lanzaba Matho grandes suspiros. Se acostaba boca abajo; hundía las uñas en tierra y lloraba; se sentía miserable, infeliz, abandonado. No la poseería jamás, ni tampoco podría apoderarse de la ciudad.
Por la noche, solo en su tienda, contemplaba el zaimph. ¿De qué le servía esta prenda de los dioses? Y surgían dudas en el pensamiento del bárbaro. Luego le parecía, por el contrario, que el manto de la diosa pertenecía a Salambó y que una parte de su alma flotaba más sutil que un aliento; y lo palpaba, lo olía, hundía la cara en él, lo besaba gimiendo y se lo arrollaba a las espaldas para forjarse la ilusión de estar cerca de ella.
Otras veces huía de repente. A la luz de las estrellas daba zancadas entre los soldados, que dormían envueltos en sus mantos; y al llegar a las puertas del campamento, se lanzaba a caballo, y dos horas después se encontraba en Útica, en la tienda de Espendio.
Empezaba hablándole del sitio; pero no había venido sino para aliviar su dolor hablando de Salambó. Espendio le aconsejaba que fuera cuerdo.
—¡Rechaza de tu alma estas miserias que te degradan! ¡Antes obedecías; ahora mandas un ejército, y si no conquistamos Cartago, al menos se nos darán provincias y seremos reyes!
Pero ¿por qué la posesión del zaimph no les daba la victoria? Según Espendio, era cuestión de tiempo.
Se imaginaba Matho que el velo pertenecía exclusivamente a los hombres de raza cananea, y en su sutileza de bárbaro, se decía: «El zaimph no hará nada por mí; pero, puesto que lo han perdido, tampoco hará nada por ellos.»
En seguida le atormentaba un escrúpulo. Tenía miedo de ofender a Moloch adorando a Aptouknos, dios de los libios; y preguntaba tímidamente a Espendio a cuál de los dioses sería mejor sacrificar un toro.
—¡Sacrifica siempre! decía Espendio, riendo.
Matho, que no comprendía esta indiferencia, sospechó que el griego tenía un Genio del que no quería hablar.
Todos los cultos, como todas las razas, se encontraban en estos ejércitos de bárbaros, pero se respetaban los dioses ajenos, porque también inspiraban temor. Muchos mezclaban con su religión nativa prácticas extranjeras. Tenían a gala no adorar las estrellas, o bien siendo tal constelación funesta o propicia se la hacían sacrificios; un amuleto desconocido, encontrado por casualidad en un peligro, se convertía en divinidad, o era un nombre, nada más que un nombre, que se repetía sin tratar de comprender lo que podía significar. A fuerza de haber saqueado templos, de ver sinnúmero de naciones y de degüellos, muchos concluían por no creer más que en el destino y en la muerte, y todas las noches dormían con la placidez de las bestias feroces. Espendio había escupido a las efigies de Júpiter Olímpico, y, sin embargo, temía hablar en alta voz en las tinieblas, y no olvidaba nunca calzarse primero el pie derecho.
Frente a Útica levantaba una gran terraza cuadrangular; pero a medida que esta subía, también se agrandaba la fortificación; lo que unos derribaban, casi inmediatamente se veía reedificado por los otros. Espendio economizaba su gente, soñaba planes; procuraba recordar las estratagemas que había oído contar en sus viajes. ¿Por qué no volvía Narr-Habas? Todo eran inquietudes.
Hannón había terminado sus aprestos bélicos. En una noche sin luna hizo atravesar en almadías, a sus elefantes y soldados, el golfo de Cartago. Doblaron luego la montaña de las Aguas Calientes para esquivar a Autharita, y siguieron con tanta lentitud, que en vez de sorprender a los bárbaros por la mañana, como había calculado el Sufeta, se llegó ya muy entrado el tercer día.
Útica tenía del lado del Oriente un llano que se extendía hasta la gran laguna cartaginesa; detrás de ella se abría en ángulo recto un valle entre dos montañas bajas, que de pronto se cortaban. Los bárbaros estaban acampados más lejos, a la izquierda, procurando bloquear el puerto, y dormían en sus tiendas, cuando se presentó el ejército cartaginés, dando un rodeo a las colinas.
Los honderos estaban repartidos en las dos alas. Los guardias de la Legión, con sus armaduras de escamas de oro, formaban la primera línea, con sus pesados caballos sin crines, sin pelo y sin orejas y en mitad de la frente un cuerno de plata para parecerse a los rinocerontes. Entre estos escuadrones, los jóvenes, cubiertos con un pequeño casco, blandían en cada mano una azagaya de fresno; detrás venía la infantería de línea con sus largas picas. Todos estos mercaderes acumulaban en sus cuerpos el mayor número posible de armas; había quien llevaba a un tiempo lanza, hacha, maza y dos espadas, y quienes, como puercoespines, estaban erizados de dardos y ceñían corazas con láminas de cuerno o placas de hierro. En último término iban los armatostes de las máquinas de guerra: carrobalistas, onagros, catapultas y escorpiones, oscilando en carretas arrastradas por mulas y cuadrigas de bueyes. A medida que el ejército se desplegaba, los capitanes corrían a derecha e izquierda, comunicando órdenes, haciendo estrechar las filas y conservando los intervalos. Aquellos de los Ancianos que mandaban, habían acudido con cascos de púrpura, cuyas franjas magníficas llegaban hasta las correas de los coturnos. Sus caras, pintadas de bermellón, brillaban bajo enormes cascos rematados por dioses; y como sus escudos eran de marfil esmaltado de piedras preciosas, parecían soles que pasaban por murallas de cobre.
Los cartagineses maniobraban con tanta pesadez, que los bárbaros, por irrisión, les invitaban a sentarse, gritándoles que irían pronto a vaciarles los gordos vientres, raspar el dorado de su piel y hacerles beber hierro.
En lo alto del mástil o cucaña clavado delante de la tienda de Espendio, apareció la señal, que era un jirón de tela verde. El ejército cartaginés contestó con un estrépito de trompetas, de címbalos, de flautas hechas con huesos de asnos y de tímpanos. Ya los bárbaros habían saltado fuera de las empalizadas. Los combatientes estaban cara a cara, a tiro de las azagayas.
Un hondero balear dio un paso adelante, puso en su honda una bola de arcilla y remolineó el brazo: enfrente se rompió un escudo de cobre, y los dos ejércitos se mezclaron.
Los griegos, pinchando a los caballos en las narices con las puntas de las lanzas, les encabritaron y derribaron a sus jinetes. Los esclavos encargados de disparar piedras las habían cogido tan grandes que no podían lanzarlas lejos. Los infantes púnicos, dando mandobles con sus espadones, descubrían su flanco derecho. Los bárbaros adelantaron sus líneas, degollaban en masa y pisoteaban moribundos y cadáveres, cegados por la sangre que les llenaba la cara. Este montón de picas, cascos, corazas, espadas y miembros dispersos giraba sobre sí mismo, ensanchándose o estrechándose con contracciones elásticas. Las cohortes cartaginesas se vaciaban cada vez más; sus máquinas no podían salir de las arenas; por fin, la gran litera del Sufeta, con arambeles de cristal que se viera al empezar la batalla, oscilando entre los soldados, como una barca sobre las olas, cayó derribada. ¿Habría muerto Hannón? Los bárbaros se vieron solos.
El polvo se había desvanecido, y ya empezaban a cantar victoria cuando he aquí que Hannón apareció en lo alto de un elefante. Iba desnuda la cabeza, bajo un quitasol de viso que llevaba un negro detrás de él. Su collar de placas azules flotaba sobre las flores de la túnica negra; círculos de diamantes ceñían sus enormes brazos, y, abierta la boca, blandía una pica desmesurada, con la punta en forma de loto y más brillante que un espejo. La tierra pareció rajarse, y vieron los bárbaros aparecer en una sola línea todos los elefantes de Cartago, con sus colmillos dorados, las orejas pintadas de azul, cubiertos de bronce y sacudiendo por encima de sus caparazones de escarlata las torres de cuero, y en cada una de estas tres arqueros con un gran arco abierto.
Apenas si los bárbaros conservaban sus armas, y estaban formados al acaso. El terror los dejó helados y quedaron indecisos.
De lo alto de las torres venían los tiros de las jabalinas, de las flechas, de las faláricas y masas de plomo; algunos, para subir, se agarraban a las franjas de los caparazones, pero les cortaban las manos con cuchillos y caían de espaldas con sus espadas. Quebrábanse las picas, y los elefantes atravesaban las falanges como jabalíes entre matas de hierba. Con sus trompas arrancaban las estacas del campamento y lo recorrían de un extremo a otro, derribando las tiendas con sus pechos. Todos los bárbaros huyeron, ocultándose en las colinas que rodeaban el valle por donde vinieron los cartagineses.
Hannón, vencedor, se presentó ante las puertas de Útica. Hizo sonar la trompeta, y los tres jueces de la ciudad aparecieron en las almenas de una torre.
Los habitantes de Útica no querían admitir huéspedes tan bien armados. Al fin, ante la insistencia de Hannón, consintieron en recibirle con una pequeña escolta.
Las calles eran demasiado estrechas para que pasaran los elefantes, y hubo de dejarlos fuera.
Entrado el Sufeta en la ciudad, los notables vinieron a saludarle. Hannón se hizo llevar a los baños y llamó a sus cocineros.
Pasaron tres horas y todavía estaba hundido en el aceite de cinamomo que llenaba una tina; mientras se bañaba comía, sobre una piel de buey, lenguas de flamencos con granos de adormidera sazonados con miel. A su lado, su médico griego, envuelto en una larga túnica amarilla, hacía calentar la estufa, y dos mancebos, doblados en las gradas del baño, frotaban las piernas del Sufeta. Pero los cuidados de su cuerpo no obstaban al amor de la cosa pública, y al mismo tiempo dictaba una carta para el Gran Consejo, al cual consultaba qué castigo terrible se daría a los prisioneros.
—Espera —dijo al esclavo amanuense que escribía de pie, en el hueco de su mano—. ¡Que me los traigan! ¡Quiero verlos!
Del fondo de la sala, llena de un vapor blanquecino, manchado por el resplandor de las antorchas, empujaron a tres bárbaros: un samnita, un espartano y un capadocio.
—Continúa —dijo Hannón, dictando al esclavo.
«¡Regocijaos, luz de los Baales! ¡Vuestro Sufeta ha exterminado a los perros voraces! ¡Bendiciones sobre la República! Ordenad preces en acción de gracias.»
Mirando a los prisioneros, les dijo, con grandes risotadas:
—¡Ah, ah, mis valientes de Sicca! ¡Hoy no gritáis tan fuerte! Soy yo. ¿Me conocéis? ¿Dónde están vuestras espadas? ¡Vaya! ¡Sois unos hombres terribles!
Y amagaba esconderse, como si les tuviera miedo.
—Me pedíais caballos, mujeres, tierras, magistraturas y sacerdocios, quizás. ¿Por qué no?... Pues bien, yo os daré tierras de las que no saldréis nunca. ¡Se os casará en picotas nuevecitas! ¿Vuestra soldada? Se os fundirán en la boca lingotes de plomo. Os pondré en altos puestos, muy altos, entre las nubes, para que se os acerquen las águilas.
Los tres bárbaros, cabelludos y cubiertos de harapos, le miraban sin comprender lo que él les decía. Heridos en las rodillas, se les había cogido echándoles cuerdas, y las gruesas cadenas de sus manos arrastraban sobre las losas. Hannón se indignó de su impasibilidad.
—¡De rodillas! ¡De rodillas! ¡Chacales, mendrugos, miseria, excrementos! —Los infelices no chistaban—. ¡Basta! ¡Callaos! ¡Que se les desuelle vivos, ahora mismo!
Y soplaba como un hipopótamo, girando los ojos. El perfumado aceite desbordaba por la masa de su cuerpo, y pegándose a las escamas de su piel, la hacía aparecer rosada a la luz de las antorchas.
Siguió diciendo:
—Nosotros hemos sufrido mucho calor durante cuatro días. En el paso de Macar se perdieron las mulas. A pesar de su posición, del valor extraordinario... ¡Ah, Demónides! ¡Cómo sufro! ¡Que se calienten los ladrillos y que se pongan al rojo!
Se oyó un ruido de palas y de hornos. Humeó más fuerte el incienso en las anchas cazoletas, y los masajistas, enteramente desnudos, sudando como esponjas, le frotaron las articulaciones con una pasta compuesta de harina, azufre, vino negro, leche de perra, mirra, gálbano y estoraque. Sed intensa le devoraba: el hombre de la túnica amarilla no cedió a este deseo, y alargándole una copa de oro en la que humeaba un caldo de víbora:
—Bebe —le dijo—, para que la fuerza de las serpientes, nacidas del Sol, penetre en la médula de tus huesos y tomes valor, ¡oh, reflejo de los dioses! Tú sabes, además, que un sacerdote de Eschmún observa alrededor del Can las estrellas crueles de donde proviene tu enfermedad, y que ya palidecen como las manchas de tu piel; ¡porque tú no debes morir!
—¡Oh, sí —repitió el Sufeta—: yo no debo morir!
Y de sus labios amoratados se escapaba un aliento más nauseabundo que el olor de un cadáver. Dos carbones encendidos parecían sus ojos, que no tenían cejas; le colgaba de la frente un montón de rugosa piel; sus orejas, separándose de la cabeza, empezaban a alargarse, y las arrugas profundas que formaban semicírculos en torno de sus narices, le daban un aspecto extraño y horripilante, el aire de una bestia feroz. Su voz alterada parecía un rugido.
—¡Demónides, tal vez tengas razón! En efecto, mis úlceras empiezan a cerrarse. Me siento robusto. Mira, mira cómo devoro.
Y menos por gula que por ostentación, y para demostrarse a sí mismo que tenía buen apetito, devoraba rellenos de queso y de orégano, pescados sin espinas, rábanos y ostras, juntamente con huevos, calabacines, trufas y sartas de pajaritos. Mirando a los prisioneros se deleitaba pensando en el suplicio que iba a darles. Sin embargo, se acordaba de Sicca, y la rabia de todos sus dolores se desahogaba en injurias contra los tres bárbaros.
—¡Ah, traidores, miserables, infames, malditos! ¡Me ultrajasteis, a mí, el Sufeta! ¡Sus servicios, el precio de su sangre, como ellos dicen! ¡Ah! ¡Sí, su sangre, su sangre! —Luego, hablando consigo mismo: «¡Morirán todos! ¡No quedará uno solo! Valdría más llevarlos a Cartago...; pero no he traído cadenas bastantes. ¡Que las traigan! ¿Cuántos son? Que vayan a preguntárselo a Mutumbal. ¡Bah! ¡Nada de piedad! ¡Que me traigan en cestas todas las manos cortadas!»
A todo esto, gritos roncos y agrios llegaban a la sala, ahogando la voz de Hannón y el ruido de los platos que le servían. Redoblaron aquellos, y de pronto estalló el bramido furioso de los elefantes, como si empezara otra batalla. Gran tumulto agitaba la ciudad.
Los cartagineses no habían intentado perseguir a los bárbaros. Acampados aquellos al pie de las murallas, con sus bagajes, sirvientes y todo el tren de los sátrapas, se regocijaban en sus hermosas tiendas de bordados de perlas, mientras que el campo de los mercenarios parecía un montón de ruinas en la llanada. Espendio había recobrado su valor. Envió a Zarxas que se avistara con Matho, recorrió los bosques, juntó hombres (las pérdidas no habían sido considerables), y rabiosos de haber sido vencidos sin combatir, reformaban sus líneas, cuando descubrieron una cuba de petróleo, abandonada sin duda por los cartagineses. Espendio hizo traer cerdos de las granjas, los untó de betún, les prendió fuego y los lanzó sobre Útica.
Los elefantes, asustados por estas llamas, huyeron. El terreno era en subida; se les tiraba azagayas, y volvieron atrás, y con los colmillos y los pies destrozaban a los cartagineses, ahogándolos y aplastándolos. Tras ellos, los bárbaros bajaban la colina; el campo púnico, que estaba sin parapetos, a la primera carga fue saqueado, y los cartagineses se vieron aplastados contra las puertas, porque los de Útica no quisieron abrirlas por miedo a los mercenarios.
Apuntaba el día, y del lado de Occidente se vieron llegar los infantes de Matho, al mismo tiempo que los jinetes númidas de Narr-Habas. Saltando por sobre torrentes y maleza perseguían a los fugitivos, como cazadores que cazan liebres. Este cambio de fortuna interrumpió al Sufeta. Gritó para que vinieran a ayudarle a salir del baño.
Los tres cautivos seguían delante de él. Un negro, el mismo que en la batalla llevaba el quitasol, le dijo algo al oído.
—¡Bueno! —respondió el Sufeta—. ¡Mátalos!
El etíope sacó del cinturón un largo puñal y las tres cabezas cayeron. Una de ellas, rebotando entre los restos del festín, fue a saltar en la tina y flotó por algún tiempo, con la boca abierta y los ojos fijos. La luz de la mañana entraba por las hendiduras del muro; los tres cuerpos manaban como tres fuentes una sangre que cubría los mosaicos, arenados con polvo azul. El Sufeta mojó sus manos en este fango caliente y se frotó las rodillas. Era un remedio.
Venida la noche, escapó de la ciudad con su escolta y se retiró a la montaña para reunirse con el ejército, cuyos restos logró encontrar.
Cuatro días después estaba en Gorza, en lo alto de un desfiladero, cuando las tropas de Espendio se presentaron abajo. Veinte buenas lanzas, atacando al frente de la columna, las hubieran detenido fácilmente; pero los cartagineses las dejaron pasar, estupefactos. Hannón reconoció a retaguardia al rey de los númidas. Narr-Habas se inclinó para saludarle, y le hizo un signo que el Sufeta no comprendió.
Regresó a Cartago con mil terrores, andando únicamente de noche y ocultándose de día en los olivares. En cada etapa morían algunos, y todos se creyeron perdidos. Al fin llegaron al Cabo Hermeo, donde los recogieron los bajeles.
Hannón estaba tan fatigado, tan desesperado, sobre todo por la pérdida de los elefantes, que pidió veneno a Demónides, para acabar de una vez. Ya se veía crucificado.
Cartago no tuvo valor para indignarse contra él. Se habían perdido cuatrocientos mil novecientos setenta y dos siclos de plata, quince mil seiscientos veinte y tres shequels de oro, diez y ocho elefantes, catorce miembros del Gran Consejo, trescientos ricos, ocho mil ciudadanos, trigo para tres lunas, un bagaje considerable y todas las máquinas de guerra. La defección de Narr-Habas era cierta; iban a empezar los dos sitios. El ejército de Autharita se extendía ahora de Túnez a Radés. Desde lo alto de la Acrópolis se veían en la campiña largas humaredas que subían al cielo; eran las granjas de los ricos que estaban ardiendo.
Solo un hombre hubiera podido salvar la República. Todos se arrepentían de haberle desdeñado, y el mismo partido de la paz votó los holocaustos para el regreso de Amílcar.
La pérdida del zaimph había trastornado a Salambó. Creía oír de noche los pasos de la Diosa, y se despertaba asustada, dando gritos. Enviaba todos los días comida a los templos. Taanach se fatigaba cumpliendo sus órdenes, y Schahabarim no se apartaba de su lado.
VII. Amílcar Barca
El Anunciador de las Lunas, que velaba todas las noches desde lo alto del templo de Eschmún para señalar con la trompeta las agitaciones del astro, vio una mañana, del lado de Occidente, algo semejante a un pájaro rozando con sus largas alas la superficie del mar.
Era un navío con tres bancos de remos, y llevaba en la proa un caballo esculpido. Se elevaba el sol; el Anunciador de las Lunas se puso la mano delante de los ojos, y empuñando el clarín dio un gran trompetazo sobre Cartago.
Salió gente de todas las casas; no creyendo en las palabras, disputaban, y el muelle se llenaba de pueblo. Al fin fue reconocida la trirreme de Amílcar.
Avanzaba orgullosa y feroz: enhiesta la antena, abombada la vela en toda la longitud del mástil, hendiendo la espuma alrededor de ella; sus gigantescos remos batían el agua con cadencia; a intervalos aparecía la extremidad de la quilla, hecha como reja de arado, y bajo el espolón en que terminaba la proa, el caballo de cabeza de marfil, enderezándose sobre sus dos pies, parecía correr sobre las llanuras del mar.
Junto al promontorio cesó el viento, cayó la vela y se vio al lado del piloto un hombre de pie, con la cabeza descubierta: era él, ¡el Sufeta Amílcar! Llevaba alrededor de los muslos láminas de hierro relucientes; rojo manto pendía de sus hombros, dejando ver los brazos; dos perlas muy largas colgaban de sus orejas, y una barba negra y muy poblada le llegaba hasta el pecho.
La galera iba sorteando los escollos, costeaba el muelle, y la multitud la seguía a lo largo de la escollera, gritando:
—¡Salud! ¡Bendición! ¡Ojo de Kamón! ¡Ah! Sálvanos. La culpa es de los ricos. ¡Quieren hacerte morir! ¡Guárdate, Barca!
Este no contestaba, como si el clamor de los mares y de las batallas le hubieran dejado completamente sordo; pero así que estuvo bajo la escalinata que bajaba de la Acrópolis, alzó la cabeza, y con los brazos cruzados miró el templo de Eschmún. Levantó más la mirada al cielo puro; con áspera voz dio una orden a sus marineros; brincó la trirreme, arañó el ídolo puesto en el ángulo del muelle para contener las tempestades, y en el puerto comercial, lleno de inmundicias, de astillas de madera y de cortezas de frutas, echaba atrás, embistiéndolos, a los navíos amarrados a estacas y rematados por mandíbulas de cocodrilo. Corría el pueblo y muchos se echaron a nado. La galera había llegado ya ante la puerta erizada de clavos. Se levantó esta y la trirreme desapareció bajo la profunda bóveda.
El puerto militar estaba completamente separado de la ciudad. Cuando venían embajadores tenían que pasar entre dos murallas, por un corredor que desembocaba a la izquierda, ante el templo de Kamón. Esta gran plaza de agua, redonda como una copa, tenía un cerco de muelles en los que había dársenas para abrigar los bajeles. Delante de cada una de estas subían dos columnas, con cuernos de Ammón en sus capiteles, lo que constituía una sucesión de pórticos alrededor del puerto. En medio, en una isla, se levantaba la casa del Sufeta del mar.
El agua era tan limpia que se veía el fondo, pavimentado con guijarros blancos. El ruido de las calles no llegaba hasta allí; a su paso veía Amílcar las trirremes que antes había mandado.
Ya no quedaban arriba de una veintena de estas, varadas o con la quilla al aire, con las popas muy altas y las proas abombadas, cubiertas de dorados y de símbolos místicos. Las quimeras habían perdido sus alas; los dioses Pateques, sus brazos; los toros, sus cuernos de plata, y todas medio despintadas, inertes, podridas, pero llenas de historia y exhalando aún el olor de los viajes, como soldados mutilados que volvían a ver a su jefe y parecían decirle: ¡Somos nosotras, somos nosotras!; ¡y tú también eres un vencido!
Ninguno, excepto el Sufeta del mar, podía entrar en la casa-almirante. En tanto no se tenía la prueba de su muerte, se le consideraba siempre como vivo. Los Ancianos evitaban por este medio un jefe más; con respecto a Amílcar, no habían faltado a la costumbre.
El Sufeta entró en las desiertas habitaciones. A cada paso encontraba armaduras, muebles, objetos conocidos y que, sin embargo, le extrañaban; en el vestíbulo se conservaba todavía, en una cazoleta, la ceniza de los perfumes quemados en la partida para conjurar a Melkart. ¡No esperaba Amílcar volver de este modo! Recordó cuanto hiciera y cuanto vio: asaltos, incendios, legiones, tempestades, Drepanum, Siracusa, Lilibea, el monte Etna, la planicie de Erix, cinco años de batallas hasta el funesto día en que, deponiendo las armas, se perdió Sicilia. Después volvía a ver los bosques de limoneros, los pastores con cabras en las montañas grises, y su corazón brincaba al pensar en otra Cartago fundada en otra orilla. Sus proyectos, sus recuerdos zumbaban en su cabeza, aún aturdida por el vaivén del bajel; le abrumaba la angustia, y débil, de pronto, sintió la necesidad de acercarse a los dioses.
Para esto subió al último piso de la casa, y sacando de una concha de oro, suspendida de su brazo, una espátula guarnecida con clavos, abrió una pequeña habitación oval, alumbrada tibiamente por delgadas rodajas negras, empotradas en la muralla y transparentes como vidrio.
Entre las filas de aquellos discos iguales, había agujeros parecidos a los de las urnas de un columbario. Cada uno contenía una piedra redonda, obscura, y que parecía muy pesada. Las personas de espíritu superior eran las únicas que adoraban estas abadires caídas de la luna. Por su caída, significaban los astros, el cielo, el fuego; por su color, la noche tenebrosa, y por su densidad, la cohesión de las cosas terrestres. Una pesada atmósfera llenaba el místico recinto. Arena marina que el viento había empujado sin duda a través de la puerta, blanqueaba en cierto modo las piedras redondas metidas en los nichos. Amílcar, con la punta del dedo, las contó una a una; luego se tapó la cara con un velo de color de azafrán y, cayendo de rodillas, se echó en el suelo con los brazos extendidos.
La luz del día penetraba por los vidrios negros; arborescencias, montículos, torbellinos, contornos de vagos animales se dibujaban en la espesura diáfana; y la luz llegaba terrible y pacífica sin embargo, como debe existir por detrás del sol, en los obscuros espacios de las creaciones futuras. Barca se esforzaba en alejar de su pensamiento todas las formas, todos los símbolos y los nombres de los dioses, a fin de recoger el espíritu inmutable que las apariencias ocultan. Algo de las vitalidades planetarias se infiltraba en él, en tanto sentía hacia la muerte y hacia todos los azares un desdén más sabio y más intrépido. Al levantarse, estaba lleno de un valor sereno, invulnerable a la misericordia y al temor, y como sentía oprimido el pecho, subió a la torre que dominaba a Cartago.
La ciudad se extendía ahondándose en una larga curva, con sus cúpulas, sus templos, sus techos de oro, sus casas, sus palmares, sus bolas de vidrio, que resplandecían como fuego, y sus fortificaciones, que constituían como la gigantesca orla de este cuerno de abundancia que se abría hacia él. Amílcar distinguió abajo los puertos, las plazas, el interior de los patios, el trazado de las calles y los hombres parecían muy pequeños a ras del pavimento. ¡Ah! ¡Si Hannón no hubiera llegado demasiado tarde a las islas Egates! Su mirada se abismó en el límite del horizonte y extendió hacia Roma sus brazos temblorosos.
La multitud ocupaba las gradas de la Acrópolis. En la plaza de Kamón se empujaban por ver salir al Sufeta, y las azoteas se iban poblando de gente; algunos le vieron, le saludaron, y él se retiró, a fin de excitar más la impaciencia del pueblo.
Amílcar encontró en la sala a los hombres más importantes de su partido: Istatten, Subeldia, Hictamon, Jeubas y otros, los cuales le contaron todo lo que había pasado desde la firma de la paz: la avaricia de los Ancianos, la partida de los soldados y su vuelta, sus exigencias, la captura de Giscón y el robo del zaimph; Útica socorrida y luego abandonada; pero ninguno se atrevió a hablarle de los sucesos que le concernían. Y se separaron para volver a verse a la noche en la Asamblea de los Ancianos, en el templo de Moloch.
Acababan de salir, cuando un tumulto estalló junto a la puerta. A pesar de los servidores, alguien quería entrar, y como el ruido aumentase, Amílcar mandó que introdujeran a quien fuese.
Y compareció una negra vieja, encorvada, arrugada, temblorosa, de aire estúpido y envuelta hasta los talones en largos velos azules. Se adelantó hacia el Sufeta, y los dos se miraron. De Pronto, Amílcar se estremeció, y a una orden suya, se retiraron los esclavos. Entonces, haciéndole una señal para que anduviera con precaución, él la llevó por el brazo a una habitación apartada.
La negra se tiró al suelo para besarle los pies; él la levantó brutalmente.
—Iddibal, ¿dónde le dejaste?
—¡Allá abajo, amo!
Y quitándose los velos, se frotó la cara con la manga, y el color negro, el temblor senil, el talle encorvado desaparecieron. Era un robusto anciano, cuya piel parecía curtida por la arena, el viento y el mar. Una borla de cabellos blancos se levantaba sobre su cráneo, como el moño de un pájaro, y con mirada irónica mostraba el disfraz caído en el suelo.
—Hiciste bien, Iddibal; muy bien... ¿Hay alguno que sospeche?
El viejo le juró por los Kabiros que el secreto estaba oculto. No abandonaban su cabaña, a tres días de Hadrumeto, orilla poblada de tortugas, con palmeras en la duna.
—Y conforme a tu mandato, Amo, yo le enseño a lanzar la azagaya y guiar equipos.
—¿Es fuerte?
—Sí, amo, y también intrépido. No tiene miedo ni de las serpientes, ni del trueno, ni de los fantasmas. Corre con los pies desnudos, como un pastor, al borde de los precipicios.
—¡Habla! ¡Habla!
—Inventa trampas para las bestias feroces. La otra luna sorprendió a un águila; la sangre del ave y la del niño caía en el aire en anchas gotas, como rosas volanderas. Furiosa el águila, envolvía al niño con su batir de alas; él la apretaba contra su pecho, y a medida que el ave agonizaba, redoblaban sus risas, sonoras y soberbias como choques de espadas.
Amílcar bajaba la cabeza, deslumbrado por estos presagios de grandeza.
—Pero desde hace algún tiempo se muestra inquieto. Contempla a lo lejos las velas que pasan por el mar; está triste; rehúsa el pan, se informa de los dioses y quiere conocer Cartago.
—¡No, no; todavía no! —contestó el Sufeta.
El viejo esclavo pareció conocer el peligro que asustaba a Amílcar, y añadió:
—¿Cómo contenerle? Necesito prometerle algo, y he venido a Cartago para comprarle un puñal con mango de plata incrustado de perlas.
En seguida contó que habiendo visto al Sufeta en la terraza, se hizo pasar por una de las mujeres de Salambó, para que los guardas del puerto le franqueasen la entrada.
Amílcar quedó un rato pensativo.
—Mañana —dijo al esclavo— te presentarás en Megara, al ponerse el sol, detrás de las fábricas de púrpura, e imitarás tres veces el grito del chacal. Si no me vieras, vendrás a Cartago el primer día de cada luna. ¡No olvides nada! ¡Cuídale! Ya puedes hablarle de Amílcar.
El esclavo volvió a ponerse su disfraz, y los dos salieron juntos de la casa y del puerto.
Amílcar siguió solo y a pie, sin escolta, porque las reuniones de los Ancianos eran siempre secretas en circunstancias extraordinarias, y a ellas se iba misteriosamente.
Primeramente atravesó la parte oriental de la Acrópolis; pasó en seguida por el mercado de hierbas, las galerías de Kinvido y el arrabal de los perfumistas. Las escasas luces se extinguían, las calles más anchas se quedaban silenciosas, y después todo eran sombras que resbalaban en las tinieblas. Aparecían unas, y otras las seguían, y todas se dirigían del lado de los Mapales.
El templo de Moloch estaba edificado al pie de una garganta escarpada, en un lugar siniestro. Desde abajo no se veían más que altas murallas que subían indefinidamente, así como paredes de una monstruosa tumba. La noche era sombría y una bruma gris parecía pesar sobre el mar, que azotaba el acantilado con un ruido de gemidos y de estertores; las sombras desaparecieron poco a poco, como si hubieran pasado a través de los muros.
Pero así que se atravesaba la puerta, se entraba en un vasto patio cuadrangular, con soportales. En medio se levantaba una masa arquitectónica, de ocho pisos iguales, coronada de cúpulas que se apretaban alrededor de un segundo piso, el cual soportaba una especie de rotonda, de la que emergía un cono de curva reentrante, rematado por una bola.
Ardían fuegos en los cilindros de filigrana, adheridos a varales llevados por hombres. Estas luces oscilaban con las borrascas del viento, enrojeciendo los peines de oro que fijaban en la nuca sus cabellos trenzados. Corrían y se llamaban unos a otros, para recibir a los Ancianos.
Sobre las losas, estaban agazapados como esfinges enormes leones, símbolos vivientes del sol devorador. Movían los párpados medio cerrados; pero despiertos por las pisadas y las voces, se levantaban lentamente, yendo hacia los Ancianos, a los que conocían por su traje; se frotaban contra sus muslos, erizando el lomo, con sonoros bostezos, y el vapor de su aliento velaba la luz de las antorchas. Redobló la agitación, se cerraron las puertas, huyeron todos los sacerdotes y desaparecieron los Ancianos bajo las columnas que formaban un hondo vestíbulo alrededor del templo.
Estas estaban dispuestas de modo que reprodujeran por sus rangos circulares, comprendidas las unas en las otras, el período saturniano con los años, los años con los meses, los meses con los días, tocándose al fin con la muralla del santuario.
Aquí era donde los Ancianos dejaban sus bastones de cuernos de narval, porque una ley, siempre observada, castigaba con la muerte al que entrara en la sesión con un arma cualquiera. Muchos llevaban al borde del manto una rasgadura terminada por un galón de púrpura, para demostrar así que al llorar la muerte de sus parientes, no se habían cuidado de sus vestidos; y esta prueba de aflicción impedía que el rasgón se hiciera más grande. Otros guardaban su barba cerrada en un saquito de piel violeta, colgado de las orejas por dos cordones. Todos se juntaron, abrazándose, pecho con pecho. Rodeaban a Amílcar y le felicitaban; hubiérase dicho que eran hermanos que volvían a ver a otro hermano.
Estos hombres eran casi todos ventrudos, de nariz encorvada como la de los colosos asirios; si bien algunos, por sus pómulos más salientes, su estatura más alta y sus pies más estrechos, revelaban un origen africano, de ascendientes nómadas. Aquellos que vivían continuamente en el fondo de sus oficinas, tenían la cara pálida; otros llevaban pintada en ellas algo de la severidad del desierto; joyas extrañas brillaban en los dedos de sus manos, tostadas por soles desconocidos. Conocíanse los navegantes en el balanceo de su andar, en tanto que los hombres agrícolas olían a lagar, a hierbas secas y a sudor de mulo. Estos viejos piratas hacían labrar los campos; estos acaparadores de dinero equipaban navíos; estos propietarios agrícolas sostenían esclavos que desempeñaban otros oficios útiles. Todos eran sabios en disciplina religiosa, expertos en estratagemas, implacables y ricos. Tenían aspecto de estar fatigados por hondas cuitas. Sus ojos, llenos de llamas, miraban con desconfianza, y la costumbre de viajar y de mentir, del tráfico y del mando, daban a todos ellos un aspecto de astucia y de violencia y de cierta brutalidad discreta y convulsiva. La influencia del Dios les ponía sombríos.
Primero pasaron por un salón abovedado, que tenía la forma de huevo. Siete puertas, correspondientes a los siete planetas, describían en la muralla otros tantos cuadrados de color diferente. Pasando otra gran cámara entraron en otra sala parecida.
Un candelabro, enteramente cubierto de flores cinceladas, brillaba en el fondo, y cada uno de sus ocho brazos de oro llevaba en un cáliz de diamantes una mecha de viso. Estaba puesto encima de la última de las gradas de un gran altar, de ángulos terminados por cuernos de cobre. Dos escaleras laterales conducían a su cima aplanada; no se veían las piedras; era como una montaña de cenizas, y algo indeciso humeaba lentamente encima. Más alto que el candelabro y mucho más arriba que el altar, se erguía Moloch, forrado en hierro, con pecho humano horadado de aberturas. Sus alas abiertas se desplegaban en la pared, sus manos alargadas llegaban hasta el suelo; tres piedras negras, incrustadas en un círculo amarillo, representaban tres pupilas en su frente, y con terrible esfuerzo levantaba su cabeza de toro, como para mugir.
En torno de la estancia había asientos de ébano, y detrás de cada uno de estos, un trípode de bronce, formado por tres garras, sostenía una antorcha. Todas estas luminarias se reflejaban en las losas de nácar que pavimentaban la sala, la cual era tan alta que el rojo color de sus paredes, subiendo hasta la bóveda, se hacía negro, apareciendo los tres ojos del ídolo en lo alto, como estrellas medio perdidas en la noche.
Sentáronse los Ancianos en los escabeles de ébano, poniendo encima de su cabeza la cola de su túnica. Estaban inmóviles, con las manos cruzadas en sus anchas mangas, y el enlosado de nácar parecía un río luminoso que, viniendo del altar hacia la puerta, corría bajo sus pies desnudos.
Los cuatro pontífices estaban en medio, dándose la espalda, formando cruz, en cuatro asientos de marfil; el gran sacerdote de Eschmún, con túnica color jacinto; el de Tanit, de lino blanco; el de Kamón, de lana obscura, y el de Moloch, de púrpura.
Amílcar avanzó hacia el candelabro. Dio una vuelta, miró las mechas que ardían, y luego echó sobre ellas un polvo perfumado que hizo aparecer llamas violáceas en el extremo de los brazos.
Se oyó una voz aguda, a la que respondió otra; y los cien Ancianos, los cuatro pontífices y Amílcar, puestos en pie, entonaron un himno, repitiendo siempre las mismas sílabas, y reforzando el sonido subían sus voces, severas y terribles, hasta que de una sola vez se callaron.
Se esperó algún tiempo, hasta que Amílcar, sacando del pecho una estatuita con tres cabezas y azul como el zafiro, la puso delante de él. Era la imagen de la Verdad, el genio de su palabra. Luego la volvió a meter en su pecho, y todos, como poseídos de súbita ira, gritaron:
—¡Los bárbaros son tus amigos! ¡Traidor, infame! ¿Vuelves para vernos morir, no es verdad? ¡Dejadle hablar! ¡No, no!
Así se vengaban de la limitación a que poco antes les había obligado el ceremonial político; si bien habían deseado el regreso de Amílcar, ahora se indignaban de que él no hubiera previsto sus desastres, o más bien, de que no los hubiera sufrido con ellos.
Cuando se apaciguó el tumulto, el pontífice de Moloch se levantó.
—Nosotros te preguntamos por qué no volviste a Cartago.
—¿Qué os importa? —contestó desdeñosamente el Sufeta.
Redobló la gritería.
—¿De qué me acusáis? ¿Acaso llevé mal la guerra? Vosotros habéis visto el plan de mis batallas, vosotros, que decíais que mis bárbaros...
—¡Basta, basta!
Siguió Amílcar en voz baja, para que le escucharan con más atención.
—¡Oh! ¡Esto es verdad! ¡Me he engañado, luces de los Baales, hay valientes entre vosotros! ¡Giscón, levántate!
Y paseando la grada del altar, con los párpados medio cerrados, como si buscara a alguno, repitió:
—¡Levántate, Giscón, tú puedes acusarme; estos te defenderán! ¿Pero dónde estás?... ¡Ah, en su casa, sin duda, rodeado de sus hijos, mandando a sus esclavos, feliz, y contando los collares de honor que la patria le ha dado!
Los Ancianos se encogían de hombros, como flagelados por azotes.
—¡Vosotros no sabéis siquiera si está vivo o muerto!
Y sin cuidarse de los clamores, dijo que al abandonar al Sufeta habían abandonado a la República. La misma paz romana, por ventajosa que les pareciera, era más funesta que veinte batallas perdidas. Aplaudieron algunos, los menos ricos del Consejo, sospechosos de inclinarse hacia el pueblo o hacia la tiranía. Sus adversarios, jefes de los Sisitas y administradores, triunfaban por el número; los más significados de la reunión estaban del lado de Hannón, quien se hallaba sentado al otro extremo de la sala, delante de la alta puerta, cerrada por un tapiz de color jacinto.
Se había pintado con afeites las úlceras de la cara; pero el polvo de oro de sus cabellos le había caído sobre la espalda, formando placas brillantes, que parecían blanquizcas, finas y crespas como vellones. Lienzos embebidos de un craso perfume que goteaba sobre el pavimento, envolvían sus manos, y, sin duda, su enfermedad se había agravado, porque sus ojos desaparecían bajo el pliegue de los párpados. Si quería ver, tenía que doblar hacia atrás la cabeza. Al fin, con voz ronca y odiosa, dijo:
—¡Menos arrogancia, Barca! Todos nosotros hemos sido vencidos. Cada cual soporta su desgracia. ¡Resígnate!
—Dinos más bien —contestó sonriendo Amílcar— de qué modo gobernaste tus galeras contra la flota romana.
—Me empujaba el viento —respondió Hannón.
—¡Haces como el rinoceronte, que patea en su estiércol: te obstinas en tu necedad! ¡Cállate!
Y empezaron a recriminarse por la batalla de las islas Egates. Hannón le acusaba de no haber venido a su encuentro.
—Esto hubiera sido desguarnecer a Eryx. Había que tomar el lago. ¿Quién te lo impedía? ¡Ah, me olvidaba! Los elefantes tienen miedo al mar.
Los adictos a Amílcar celebraron la ocurrencia con grandes risotadas, que hacían resonar la bóveda como si sonaran tímpanos.
Hannón denunció la indignidad de tal ultraje; su enfermedad le sobrevino a consecuencia de un enfriamiento en el sitio de Hecatompila; y el llanto corría por su faz como lluvia de invierno sobre una muralla en ruinas.
Amílcar replicó:
—Si me hubierais querido tanto como a este, ahora reinaría la alegría en Cartago. ¡Cuántas veces no os llamé en mi ayuda! ¡Y siempre me rehusasteis el dinero!
—¡Nos hacía falta! —dijeron los jefes de los Sisitas.
—¡Y cuando mis asuntos iban de mal en peor, bebíamos orines de mulas y comíamos las correas de nuestras sandalias; cuando yo quería que cada brizna de hierba fuera un soldado y formar batallones con la podredumbre de los muertos, me quitasteis el resto de mis bajeles!
—¡No podíamos arriesgarlo todo! —respondió Baat-Baal, dueño de minas de oro en la Getulia Daritiana.
—¿Qué hacíais aquí, en Cartago, en vuestras casas, al amparo de las murallas? Había galos en el Eridano, que convenía empujar; cananeos en Cirene, que hubieran venido, y mientras los romanos enviaban embajadores a Tolomeo...
—¡Ahora le da por alabar a los romanos!... ¿Cuánto te han dado para que los defiendas?
—¡Preguntádselo a las llanuras del Brucio, a las ruinas de Locres, de Metaponto y de Heraclea! Yo he incendiado todos sus árboles, he saqueado sus templos y matado hasta a los nietos de sus nietos...
—¡Eh! ¡Tú declamas como un retórico! —dijo Kapuras (comerciante muy ilustrado)—. ¿Qué es lo que quieres?
—Digo que hay que ser más ingenioso o más terrible. Si el África entera rechaza vuestro yugo, es que sois unos amos débiles que no sabéis uncirlo a su cerviz. Agatocles, Régulo, Cepio, todos los hombres atrevidos, no tienen más que desembarcar para tomarla; y cuando los libios que están en el Oriente se entiendan con los númidas que están en el Occidente, y los nómadas vengan del Sur y los romanos del Norte...
Un grito de horror se alzó.
—¡Oh, entonces os golpearéis el pecho, os revolcaréis en el polvo y rasgaréis vuestros mantos! ¡No importa! Habrá que ir a dar vuelta a la muela en la Suburra y vendimiar en las colinas del Lacio.
Los contrarios se daban palmadas en el muslo derecho para significar su escándalo, y las mangas de sus túnicas se levantaban como grandes alas de pájaros asustados. Amílcar, llevado por su cólera, continuaba de pie en la grada más alta del altar, tembloroso, terrible; levantaba los brazos, y los rayos del candelabro que alumbraba tras él le pasaban entre los dedos como dardos de oro.
—Vosotros perderéis vuestras naves, vuestros campos, vuestros carros, vuestros lechos suspendidos y las esclavas que os frotan los pies. Los chacales dormirán en vuestros palacios, el arado labrará vuestras tumbas. No habrá más que gritos de águilas y montones de ruinas. ¡Tú caerás, Cartago!
Los cuatro pontífices extendieron las manos para apartar el anatema. Todos se habían levantado; pero el Sufeta del mar, magistrado sacerdotal bajo la protección del Sol, era inviolable en tanto no fuera juzgado por la Asamblea de los Ricos. El altar inspiraba miedo. Retrocedieron.
Amílcar no hablaba ya. Fija la mirada, y con el semblante más pálido que las perlas de su tiara, jadeaba, casi asustado de sí mismo y con el espíritu perdido en visiones fúnebres. En la altura en que estaba, todas las antorchas de los pies de bronce le parecían una vasta corona de fuegos a ras de las losas; negra humareda subía por las tinieblas de la bóveda, y fue tan profundo el silencio, durante algunos minutos, que se oía el ruido del mar a lo lejos.
Después, los Ancianos hicieron preguntas. Sus intereses, sus vidas, estaban amenazados por los bárbaros; pero no se les podía vencer sin el socorro del Sufeta, y esta consideración, no obstante su orgullo, les hizo olvidar todo lo demás. Llamaron aparte a sus amigos; hubo reconciliaciones interesadas, acomodamientos y promesas. Amílcar no quería formar parte de ningún gobierno. Todos le conjuraron a cambiar de idea; se lo suplicaban; y como la palabra «traición» se dejara oír, se sulfuró. El único traidor era el Gran Consejo, porque expirando el contrato de los soldados con la guerra, quedaban libres terminada esta; exaltó la valentía del ejército y todas las ventajas que se podrían sacar interesándoles a favor de la República con donaciones y privilegios.
Entonces Magdasan, antiguo gobernador de provincias, dijo, revolviendo sus ojos amarillos:
—Realmente, Barca, a fuerza de viajar, te has vuelto griego, o latino, o no sé qué. ¿Qué recompensas pides para estos hombres? ¡Mueran diez mil bárbaros antes que uno solo de nosotros!
Aprobaban los Ancianos con la cabeza, murmurando:
—Sí; no hay que apurarse: se encuentran mercenarios en todo tiempo.
—Y se les despide cuando se quiere, ¿no es así? Se les abandona, como hicisteis en Cerdeña. Se avisó al enemigo el camino que habían de tomar, como con los galos en Sicilia, o bien se les desembarca en medio del mar. A mi vuelta, he visto la roca blanqueada con sus huesos.
—¡Qué desgracia! —dijo imprudentemente Kapuras.
—¿Acaso no se volvieron cien veces al enemigo? —decían otros.
Amílcar respondió:
—¿Por qué, pues, no obstante vuestras leyes, los llamasteis a Cartago? Y cuando estaban en la ciudad, pobres y en gran número, en medio de vuestras riquezas, ¿no se os ocurrió la idea de dividirlos, para debilitarlos con la desunión? ¡Los despedisteis con sus mujeres y sus hijos, sin guardar un solo rescate! ¡Creíais que se matarían para ahorraros el dolor de mantener vuestros juramentos! Los odiáis porque son fuertes, y a mí también porque soy su jefe. ¡Oh! Lo he conocido ahora, cuando me besabais las manos y os conteníais para no mordérmelas.
Si los leones que dormían en el patio hubieran entrado rugiendo, el clamor no hubiera sido tan espantoso. Pero el pontífice de Eschmún se levantó, y muy encarado y con los brazos abiertos, dijo:
—Barca, Cartago necesita que tú tomes el mando general de las fuerzas púnicas contra los mercenarios.
—Rehúso —contestó Amílcar.
—¡Te daremos plena autoridad! —dijeron los jefes de los Sisitas.
—No.
—Sin limitación de ningún género, sin copartícipes, con todo el dinero que pidas y todos los cautivos, todo el botín y cincuenta «zerets» de tierra por cada cadáver enemigo.
—¡No, no! Porque con vosotros es imposible vencer.
—¡Tiene miedo!
—Porque sois unos cobardes, avaros, ingratos y locos.
—¡Los defiende!... Para ponerse al frente de ellos —agregó alguien— y volverse contra nosotros.
Y desde el fondo de la sala, Hannón aulló:
—¡Quiere hacerse rey!
Entonces todos botaron, derribando los asientos y las antorchas; lanzáronse hacia el altar, blandiendo puñales. Amílcar sacó de las mangas dos anchas cuchillas y, medio doblado, con el pie izquierdo hacia adelante, encendidos los ojos y apretados los dientes, los desafió inmóvil bajo el candelabro de oro.
Resultaba que todos, por precaución, habían llevado armas, lo cual era un crimen. Como todos eran culpables, pronto se tranquilizaron, y volviendo la espalda al Sufeta, bajaron rabiosos de humillación. Por vez segunda retrocedían ante él. Por un rato, permanecieron de pie. Muchos que se habían herido en los dedos, se los llevaban a la boca o se los envolvían en la fimbria del manto; ya iban a marcharse, cuando Amílcar oyó estas palabras:
—¡Bah! ¡Es una delicadeza para no afligir a su hija!
Y una voz más alta, que añadió:
—No cabe duda, porque ella toma sus amantes entre los mercenarios.
Amílcar vaciló, y sus miradas buscaron rápidamente a Schahabarim. Únicamente el sacerdote de Tanit había permanecido en su puesto, y Amílcar vio de lejos su alto birrete. Todos se burlaban en su propia cara. A medida que aumentaba su angustia, redoblaba la alegría de ellos, y en medio de rechiflas, los que estaban detrás, gritaban:
—¡Le han visto salir de su habitación!
—¡Una mañana del mes de Tamuz!
—¡Es el ladrón del zaimph!
—¡Un hombre muy hermoso!
—¡Más grande que tú!
Amílcar se arrancó la tiara, insignia de su dignidad, su tiara de ocho rangos místicos, que llevaba en medio una concha de esmeralda, y con las dos manos, con toda su fuerza, la tiró al suelo; los círculos de oro, al romperse, rebotaron, y sonaron las perlas sobre las losas. Vieron entonces, en la blancura de su frente, una larga cicatriz que se agitaba como una serpiente, entre sus cejas; temblaba todo él. Subió una de las escaleras laterales que llevaban al altar y anduvo encima; lo cual era ofrecerse en holocausto a los dioses. El movimiento de su manto agitaba las luces del candelabro más abajo de sus sandalias, y el fino polvo que levantaban sus pasos le envolvía como una nube, hasta el vientre. Se detuvo entre las piernas del coloso de cobre. Tomó en sus manos dos puñados de este polvo, cuya sola vista hacía estremecer de horror a todos los cartagineses, y dijo:
—¡Por las cien antorchas de vuestras Inteligencias! ¡Por los ocho fuegos de los Kabiros! ¡Por las estrellas, los meteoros y los volcanes! ¡Por todo lo que arde, por la sed del Desierto y la salobridad del mar! ¡Por la caverna de Hadrumeto y el imperio de las Almas! ¡Por el exterminio, por la ceniza de vuestros hijos y la de los hermanos de vuestros abuelos, con la que ahora voy a confundir la mía! ¡Vosotros, los Ciento de Cartago, vosotros habéis mentido acusando a mi hija! ¡Y yo, Amílcar Barca, Sufeta del mar, jefe de los Ricos y dominador del pueblo, juro ante Moloch, de cabeza de toro!...
Esperaban oír todos algo espantoso, pero él dijo, con voz más alta, pero más calmosa:
—¡Que ni yo mismo la hablaré!
Entraron los servidores sagrados de los peines de oro, unos con esponjas de púrpura y otros con palmas. Levantaron la cortina de jacinto extendida ante la puerta, y por la abertura de este ángulo se vio en el fondo de las otras salas el gran cielo rosado, que parecía continuar la bóveda, apoyándose en el horizonte sobre el mar azul. Subía el sol, saliendo de entre las olas, y dando de pronto en el pecho del dios de cobre, dividido en siete compartimentos que formaban rejas, le hizo abrir las fauces de rojos dientes, con horrible bostezo y dilatar sus enormes narices. La luz del día le animaba, le daba un aire terrible e impaciente, como si quisiera saltar afuera para mezclarse con el astro y recorrer juntos las inmensidades.
Las antorchas esparcidas por el suelo seguían ardiendo, alargándose aquí y acullá sobre el nácar, como manchas de sangre. Los Ancianos vacilaban agotados; aspiraban con ansia la frescura del aire, corría el sudor por sus caras lívidas; a fuerza de haber gritado, ya no se oían. Pero su cólera contra el Sufeta no se había calmado, y a modo de despedida le amenazaban, respondiéndoles Amílcar.
—Mañana por la noche, Barca, en el templo de Eschmún.
—Iré.
—Te haremos condenar por los ricos.
—Y yo a vosotros por el pueblo.
—Ten cuidado no mueras en la cruz.
—Y vosotros destrozados en las calles.
Así que salieron del patio, recobraron todos la calma.
A la puerta les esperaban sus cocheros y criados. La mayor parte se fueron en mulas blancas. El Sufeta saltó a su carro y tomó las riendas; los dos animales, retorciendo las colas y golpeando con cadencia las piedras, que rebotaban, subieron al galope la vía de los Mapales; el buitre de plata, en la punta de la lanza del carro, parecía volar: tal era la velocidad del vehículo.
El camino atravesaba un campo salpicado de túmulos, como pirámides, con una mano abierta tallada en medio, como si el muerto enterrado debajo la tendiera hacia el cielo para reclamar algo. Seguían luego cabañas diseminadas, hechas de barro, de ramas, o de varales de juncos, todas ellas en forma cónica, separadas irregularmente por tapias de guijarros, por acequias, por cuerdas de esparto o por setos de nogales y que se amontonaban conforme se iba subiendo a las huertas del Sufeta. Pero la mirada de Amílcar convergía hacia una gran torre cuyos tres pisos formaban tres monstruosos cilindros: el primero construido de piedra, el segundo de ladrillos y el tercero enteramente de cedro, soportando una cúpula de cobre sobre veinticuatro columnas de enebro, de donde caían, a modo de guirnaldas, cadenetas de oro entrelazadas. Tan alto edificio dominaba los que se extendían a la derecha, los almacenes y la casa de comercio, en tanto que el palacio de las mujeres se erguía en el fondo de cipreses alineados como dos muros de bronce.
Cuando el resonante carro entró por la estrecha puerta, paró en un ancho cobertizo, donde los caballos, trabados, comían montones de heno.
Acudieron todos los criados, que eran una multitud, porque por miedo a los soldados habían venido a Cartago los colonos del campo. Los labradores, vestidos con pieles de animales, arrastraban cadenas sujetas a los tobillos; los obreros de manufacturas de púrpura tenían rojos los brazos, como verdugos; los marinos llevaban birretes verdes; los pescadores, collares de coral, y la gente de Megara vestía túnicas blancas o negras, calzón de cuero y gorros de paja, de fieltro o de tela, según su servicio o la industria que ejercían.
Atrás se apretujaba la plebe vestida de andrajos; eran los que vivían sin oficio ni beneficio, lejos de las casas, durmiendo de noche en las huertas, devorando las sobras de las cocinas; roña humana que vegetaba a la sombra del palacio. Amílcar los toleraba, más por precisión que por desdén. Todos, en prueba de alegría, se habían puesto una flor en la oreja; muchos de ellos no habían visto nunca al Sufeta.
Unos hombres, tocados como esfinges y con largos bastones, se lanzaron sobre esta turba, dando golpes a diestro y siniestro, a fin de contener a los esclavos afanosos de ver al amo y que este no se fuera atropellado por el número o molestado por el tufo de los miserables.
Todos estos se echaron boca abajo en el suelo gritando: «Ojo de Baal, florezca tu casa.» Y entre estos hombres así acostados en la avenida de los cipreses, el primer intendente, Abdalonim, con mitra blanca, se adelantó hacia Amílcar, con un incensario en la mano.
Bajaba Salambó por la escalinata de las galeras. Detrás de ella venían todas las mujeres, siguiéndola paso a paso. Las cabezas de las negras formaban grandes puntos negros en la línea de vendas con placas de oro que ceñían la frente de las romanas. Otras tenían en el cabello flechas de plata, mariposas de esmeraldas o largos alfileres que remataban en soles. Sobre estas vestiduras blancas, amarillas y azules, resplandecían los anillos, broches, collares, franjas y brazaletes; se oía el ruido de las sandalias juntamente con el de los pies desnudos que hollaban el entarimado de las gradas, y un eunuco, tan alto que sobresalía sobre los hombros de las mujeres, sonreía complacido. Así que se calmó la aclamación de los hombres, ellas, tapándose las caras con las mangas, lanzaron un extraño grito, semejante al aullido de una loba, tan furioso y estridente, que la gran escalera de ébano, llena de mujeres, parecía vibrar como una inmensa lira.
El viento levantaba sus velos y los menudos tallos de papiro se balanceaban suavemente. Era el mes de Schebar, en pleno invierno. Los granados en flor se destacaban en el azul del cielo, y a través de las ramas aparecía el mar con una isla en lontananza, medio perdida entre la bruma.
Detúvose Amílcar al ver a Salambó. Le había nacido después de habérsele muerto muchos hijos varones. El nacimiento de una hija se consideraba como una calamidad en las religiones del Sol. Los dioses le enviaron un hijo más tarde; pero Amílcar conservaba algo de la amargura de su esperanza fallida y como el eco de la maldición que había pronunciado contra Salambó. Esta seguía andando.
Perlas de variados colores colgaban en largas sartas de sus orejas sobre los hombros y hasta los codos. Su cabellera estaba rizada simulando una nube. Llevaba alrededor del cuello placas pequeñas de oro, cuadrangulares, que representaban una mujer entre dos leones empinados, y su traje reproducía en un todo los arreos de la Diosa. El bermellón de sus labios hacía resaltar la blancura de los dientes, así como el antimonio de los párpados agrandaba sus ojos. Las sandalias, hechas con plumas de pájaro, tenían los tacones muy altos. Salambó estaba extraordinariamente pálida, sin duda a causa del frío.
Llegó al fin junto a Amílcar, y sin mirarle, sin levantar la cabeza, le dijo:
—¡Salud, hijo de Baalim, gloria eterna! ¡Triunfo, placer, satisfacción, riqueza! Tiempo hace que mi corazón está triste y mi casa lúgubre; pero amo que viene es como Tamuz resucitado, y ante tu mirada, ¡oh, padre!, van a esparcirse alegría y vida nuevas.
Tomando de manos de Taanach un pequeño vaso oblongo en el que humeaba una mezcla de harina, manteca, cardamomo y vino, dijo:
—Bebe a placer la bebida del regreso, preparada por tu servidora.
Él contestó:
—¡Bendita seas! —y tomó maquinalmente el vaso de oro que ella le brindaba.
Sin embargo, la miraba con tan áspera atención, que Salambó, temblorosa, balbució:
—Te han dicho, oh, señor...
—¡Sí, lo sé! —dijo Amílcar en voz baja.
¿Era esto una confesión, o se refería a los bárbaros? Amílcar añadió algunas palabras vagas sobre los asuntos públicos que esperaba arreglar solo.
—¡Oh, padre! —exclamó Salambó—; ¡no podrás reparar lo que es irreparable!
Amílcar retrocedió y Salambó extrañaba este asombro; porque ella no se refería a Cartago, sino al sacrilegio que la tenía obsesionada. El hombre que hacía temblar las legiones y al que apenas conocía ella, le asustaba como un dios; lo había adivinado y sabido todo; algo terrible iba a acontecer, y exclamó:
—¡Perdón!
Amílcar bajó lentamente la cabeza.
Por más que ella quería culparse, no osaba abrir los labios, y sin embargo, hervía en deseos de quejarse y de ser consolada. Amílcar reprimía el ansia de quebrantar su juramento. Tenía a orgullo o temor concluir con su incertidumbre, y miraba a su hija de hito en hito, para leer en el fondo de su corazón.
Poco a poco, iba Salambó hundiendo la cabeza entre los hombros, intimidada por esta mirada tan persistente. Él estaba seguro ahora de que ella había caído en el lazo de un bárbaro; y, convulso, la amenazó con los puños. Exhaló Salambó un grito y cayó en brazos de sus mujeres, que se agruparon en torno de ella.
Amílcar dio media vuelta y todos los intendentes le siguieron. Se abrió la puerta de los almacenes y entró en una vasta sala redonda, a la que afluían como los radios al cubo de una rueda, largos pasillos que llevaban a otras salas. Un disco de piedra se levantaba en el centro, con balaustres para sostener almohadones acumulados sobre tapices.
El Sufeta paseó primero a grandes pasos, respirando ruidosamente, pasándose la mano por la frente como aquel a quien molestan las moscas. Sacudió la cabeza, y ante el cúmulo de sus riquezas y ante la perspectiva de los corredores que llevaban a otras salas repletas de más tesoros, se calmó. Placas de bronce, lingotes de plata y barras de hierro alternaban con salmones de estaño traídos de las Casitérides por el mar Tenebroso; gomas del país de los negros desbordaban en sacos de corteza de palmera; y el polvo de oro, apilado en odres, se escapaba insensiblemente por las costuras demasiado viejas. Delgados filamentos, sacados de plantas marinas, colgaban entre linos de Egipto, de Grecia, de Trapobana y de Judea; madréporas, como grandes arbustos, se erizaban al pie de las paredes, y un olor indefinible se exhalaba de los perfumes, de los cueros, de las especias y de las plumas de avestruz atadas en grandes manojos en lo alto de la bóveda. Delante de cada corredor, unos colmillos de elefante en posición vertical, se reunían por las puntas formando un arco alrededor de la puerta.
Amílcar subió al disco de piedra. Todos los intendentes estaban con los brazos cruzados y baja la cabeza, en tanto que Abdalonim ostentaba orgulloso su mitra puntiaguda.
Amílcar interrogó al Jefe de las naves, viejo piloto de párpados comidos por el viento, con blancos copos en la barba, como si llevara con él la espuma de las tempestades. Contestó que había enviado una flota por Gades y Timiamata, para lograr arribar a Eciongaber, doblando el Cuerno del Sur y el Promontorio de los Aromas.
Otras habían navegado al Oeste, durante cuatro lunas, sin encontrar orillas; pero la proa de las naves tropezaba con hierbas, el horizonte resonaba continuamente con el ruido de las cataratas, brumas sanguinolentas obscurecieron el sol, y una brisa impregnada de perfumes adormecía a las tripulaciones; ahora, estas nada podían decir, porque tenían turbada la memoria. Sin embargo, uno había remontado el río de los Escitas, penetrado en la Cólquida, entre los Jugrianes y los Estienos, raptado en el Archipiélago mil quinientas vírgenes y hundido todos los bajeles extranjeros que navegaban más allá del Cabo Estriava, para que el secreto de las rutas no fuera conocido. El rey Tolomeo acaparaba el incienso de Eschebar; Siracusa, El Atia, Córcega y las demás islas no habían dado nada, y el viejo piloto bajaba la voz para anunciar que habían tomado los númidas una trirreme en Rusicada, «porque están con ellos, amo».
Amílcar frunció las cejas; luego hizo seña de que hablara el Jefe de los viajes, que vestía una túnica parda sin cinturón y se envolvía la cabeza en una banda blanca, que pasando por el borde de la boca le caía por detrás sobre la espalda.
Las caravanas habían partido con regularidad en el equinoccio de invierno. Pero de mil quinientos hombres que marcharon a la extrema Etiopía con buenos camellos, odres nuevos y provisiones de telas pintadas, solo volvió uno a Cartago; los restantes habían sucumbido de fatiga o enloquecido por el terror del desierto. Añadía el jefe haber visto, más allá del Arusch Negro, pasado el país de los atarantes y de los monos grandes, reinos inmensos en los que los más ínfimos utensilios eran de oro; un río color de leche, ancho como un mar; bosques de árboles azules, de colinas de plantas aromáticas; monstruos con cara humana vegetaban en las rocas y sus pupilas se secaban como flores. Detrás de los lagos infestados de dragones, unas montañas de cristal soportaban el sol. Otros habían vuelto de la India con pavos reales, pimienta y tejidos nuevos. En cuanto a los que iban a comprar calcedonias por el camino de las Sirtes y el templo de Ammón, sin duda perecieron en los arenales. Las caravanas de la Getulia y de Fazzana suministraron sus acostumbrados ingresos; pero el jefe no se atrevía por ahora a equipar otras.
Comprendió Amílcar que era porque los mercenarios ocupaban la campiña. Con sordo gemido se reclinó sobre el otro codo, y el Jefe de las granjas tenía tanto miedo de hablarle, que temblaba horriblemente, no obstante sus enormes espaldas y sus grandes pupilas rojas. Su cara, roma como la de un dogo, iba coronada por una red de hilos de cortezas; ceñía un cinturón de piel de leopardo con pelos, en el que relucían dos formidables cuchillos.
No bien se volvió Amílcar a él, gritó invocando a todos los Baales. La culpa no era suya, ¡nada podía hacer! Había observado las temperaturas, los terrenos y las estrellas; hecho las plantaciones en el solsticio de invierno, las podas de los árboles en el curso de la luna, inspeccionado a los esclavos, economizado ropa...
A Amílcar le irritaba esta locuacidad; pero el hombre de los cuchillos siguió diciendo atropelladamente:
—¡Ah, amo! ¡Todo lo han saqueado y destruido! Tres mil pies de árboles han sido cortados en Marchala, saqueados los graneros en Ubada y cegadas las cisternas. En Tedes se han llevado mil quinientos gomores de harina; en Marazzana, matado a los pastores, comido los rebaños, quemado la casa, tu hermosa casa de vigas de cedro que tú habitabas en el verano. Los esclavos de Tuburdo, que segaban la cebada, huyeron a las montañas; y los asnos, las mulas, los burdéganos, los bueyes de Taormina y los caballos oringes fueron todos robados, sin que quedara uno. ¡Es una maldición! Yo no sobreviviré a ella —y añadía llorando—: ¡Ah! ¡Si hubieras visto lo colmados que estaban los graneros y lo relucientes de las carretas! ¡Ah, los hermosos carneros! ¡Ah, los hermosos toros!
A Amílcar le ahogaba la cólera, y esta estalló:
—¡Cállate! ¿Acaso soy un pobre? ¡No mientas! ¡Di la verdad! ¡Quiero saber todo lo que he perdido, hasta el último siclo, hasta el último cab. Abdalonim, tráeme las cuentas de los bajeles, las de las caravanas, las de las granjas y las de la casa! Si vuestra conciencia está turbada, ¡ay de vuestras cabezas! ¡Fuera de aquí!
Todos los intendentes salieron a reculones y encorvados hasta el suelo.
Abdalonim fue a tomar en una casilla de la pared cuerdas con nudos, bandas de tela o de papiro y omoplatos de carnero llenos de señales escritas. Puso todo a los pies de Amílcar y en sus manos un cuadro de madera con tres hilos interiores de estaño enhebrados en bolas de oro, de plata y de cuerno, y empezó diciendo:
—Ciento noventa y dos casas en los Mapales, alquiladas a los cartagineses nuevos a razón de un beka por luna.
—No, ¡es demasiado! Alivia a los pobres. Escribirás los nombres de aquellos que te parezcan más audaces, procurando saber si son adictos a la República. ¡Después!
Dudaba Abdalonim, sorprendido de esta generosidad. Amílcar le arrancó de las manos las bandas de tela.
—¿Qué es esto? ¿Tres palacios alrededor de Kamón, a doce kesitath al mes? Pon veinte. No quiero que los ricos me devoren.
El intendente de los intendentes, después de un largo saludo, añadió:
—Prestado a Tigillas, hasta el fin de la estación, dos kikar al tres por ciento de interés marítimo; a Bar-Malkarth, quinientos siclos, con la prenda de treinta esclavos. Doce de estos han muerto en las marismas.
—¡Porque no eran robustos! —dijo riendo el Sufeta—. No importa: si necesita dinero, dáselo. Siempre se debe prestar y a distinto interés, según la riqueza de las personas.
Entonces el servidor se apresuró a leer todo lo que habían producido las minas de hierro de Annaba, las pesquerías de coral, las fábricas de púrpura, el arriendo del impuesto a los griegos domiciliados, la exportación de la plata a Arabia, donde valía diez veces el oro, las capturas de naves, deducción hecha del diezmo para el templo de la Diosa.
—¡Siempre he declarado un cuarto de menos, amo!
Amílcar contaba con las bolas, que sonaban en sus dedos.
—¡Basta! ¿Qué has pagado?
—A Estratónides, de Corinto, y a tres comerciantes de Alejandría, por estas letras que aquí están, diez mil dracmas atenienses y doce talentos de oro sirios. La alimentación de las tripulaciones, a veinte nimes de oro al mes por cada trirreme.
—Lo sé. ¿Cuántas se perdieron?
—Aquí está la cuenta en estas láminas de plomo. Respecto a las naves fletadas en común, como hubo que tirar la carga al mar, se han repartido las pérdidas entre los asociados. Por cuerdas tomadas a los arsenales y que ha sido imposible devolver, los Sisitas han exigido ochocientos kesitaths, antes de la expedición a Útica.
—¡Siempre ellos! —dijo Amílcar, pensativo, quedándose así algún tiempo, como abatido por el peso de todos los odios concitados contra él—. No veo los gastos de Megara...
Abdalonim, palideciendo, fue a tomar en otro casillero unas tablillas de sicomoro, atadas en paquetes con tiras de cuero.
Amílcar le escuchaba, curioso por los detalles domésticos y sometiéndose a la monotonía de la voz que enumeraba cifras, y Abdalonim se desalentaba. De pronto, dejó caer las hojas de madera y se tiró al suelo, de bruces, con los brazos extendidos, en la posición de un condenado. Amílcar, sin emocionarse, recogió las tablillas; y quedó estupefacto al ver que el gasto en un solo día llegaba a un exorbitante consumo de carne, pescados, pájaros, vinos y aromas; más platos rotos, esclavos muertos y tapices perdidos.
Abdalonim, siempre prosternado, le enteró del festín de los bárbaros. No pudo sustraerse a la orden de los Ancianos. Además, Salambó quiso que se prodigara el dinero para obsequiar mejor a los soldados.
Al oír el nombre de su hija, Amílcar se levantó de un salto; rechinando los dientes, se agarró a los almohadones, rasgando las franjas con las uñas.
—¡Levántate! —dijo, y salió.
Seguíale Abdalonim, temblándole las rodillas, hasta que cogiendo una barra de hierro se dio, como un furioso, a levantar losas. Saltó un disco de madera y aparecieron en todo el largo del pasillo muchas de estas anchas coberteras que tapaban las fosas donde se conservaba el grano.
—¡Ya lo ves, Ojo de Baal! —dijo el servidor—, ¡no se lo llevaron todo! Cada una de estas tiene una profundidad de cincuenta codos y está colmada hasta el borde. Durante tu viaje, hice hacer excavaciones así, en los arsenales, en las huertas, en todas partes. Tu casa está repleta de trigo, como tu corazón de sabiduría.
Amílcar se sonrió:
—Está bien, Abdalonim... Pero haz venir más de la Etruria, del Brucio, de donde quieras y al precio que sea. Compra y almacena. Es preciso que yo solo posea todo el trigo de Cartago.
No bien llegaron al extremo del corredor, Abdalonim, con una de las llaves que colgaban de su cinturón, abrió una gran habitación cuadrangular, dividida en medio por pilares de cedro. Monedas de oro, de plata y de cobre, puestas en mesas o en nichos, se amontonaban a lo largo de las cuatro paredes, hasta las carreras del techo. Enormes rimeros de piel de hipopótamo soportaban en los rincones filas enteras de sacos más pequeños; montones de mil millones formaban pilas en el suelo, y aquí y allá, alguna demasiado alta, al romperse, daba la impresión de una columna rota.
Las grandes monedas de Cartago, que representaban a Tanit a caballo, debajo de una palmera, se confundían con las de las colonias, marcadas con un toro, una estrella, un globo o una luna en creciente. Luego se veían dispuestas, en sumas desiguales, monedas de todos los valores, de todas las dimensiones y de todas las épocas; desde las antiguas de Asiria, pequeñas como la uña, hasta las del Lacio, más grandes que la mano; botones de Egina, tablillas de la Bactriana, varillas cortas de la antigua Lacedemonia; muchas de ellas cubiertas de moho o de cardenillo, o ennegrecidas por el fuego por haber sido cogidas con redes o en los saqueos, entre los escombros de las poblaciones. Antes de que el Sufeta se diera cuenta de si todo aquel dinero era proporcional a las ganancias y pérdidas que había oído, reparó en tres jarras de cobre, enteramente vacías. Abdalonim volvió la cara, en señal de horror, y Amílcar, resignado, no dijo palabra.
Atravesando más corredores y salas, llegaron ante una puerta guardada por un hombre atado por el vientre a una larga cadena sujeta a la pared; costumbre romana, recién introducida en Cartago. Habían crecido extraordinariamente su barba y sus uñas, y se balanceaba de derecha a izquierda, con la oscilación continua de los animales cautivos. No bien reconoció a Amílcar, se dirigió a él, gritando:
—¡Perdón, Ojo de Baal! ¡Perdón, mátame! Diez años hace que no veo el sol. ¡En nombre de tu padre, perdón!
Amílcar, sin responderle, llamó con las manos y se presentaron tres hombres; los cuatro, a un tiempo, con todas sus fuerzas, sacaron de los anillos la enorme barra que cerraba la puerta. Amílcar tomó una antorcha y desapareció en las tinieblas.
Era, según se creía, el lugar de las sepulturas de la familia; pero no se veía más que un ancho pozo, abierto para desorientar a los ladrones y que no ocultaba nada. Amílcar hizo girar una piedra muy pesada, y por la abertura que quedó al descubierto entró en un aposento labrado en forma de cono.
Cubrían las paredes escamas de cobre; en medio, sobre un pedestal de granito, se levantaba la estatua de un kabiro, Aletes de nombre, inventor de las minas en la Celtiberia. En la base formaban cruz anchas rodelas de oro y monstruosos vasos de plata, de cuello cerrado, y por tanto inservibles; porque era costumbre fundir de este modo grandes cantidades de metal para imposibilitar las dilapidaciones y los robos.
Con la antorcha encendió una lámpara de minero, fija en el birrete del ídolo, y de golpe, iluminaron la sala luces verdes, amarillas, azules, violáceas, de color de vino y de color de sangre. Estaba llena de piedras preciosas, puestas en calabazas de oro, colgadas como lampadarios en planchas de cobre o en sus bloques nativos al pie de las paredes. Eran piedras grandes arrancadas de la montaña a tiros de honda, carbunclos formados por la orina de los linces, glosopetras caídas de la luna, tianos, diamantes, sandastros, berilos, con las tres clases de rubíes, las cuatro clases de zafiro y las doce clases de esmeraldas. Todas ellas fulguraban a modo de salpicaduras de leche, de hielos azules, de polvo de plata, y lanzaban sus destellos en ondas, en rayos y en estrellas. Las ceraunias, engendradas por el trueno, brillaban junto a las calcedonias, que curan los peces. Había topacios del monte Zabarca para prevenir los terrores, ópalos de la Bactriana, que impiden los abortos, y cuernos de Ammón, que se ponen en los lechos para tener sueños.
Las luces de las gemas y las llamas de la lámpara se reflejaban en los grandes escudos de oro. Amílcar, en pie, sonreía, con los brazos cruzados; deleitándose menos con el espectáculo que con la conciencia de sus riquezas, inaccesibles, inagotables, infinitas. Se sentía un genio subterráneo. Sus abuelos dormían a sus pies, enviando a su corazón algo de su eternidad. Era como la alegría de un kabiro; y los grandes rayos luminosos que herían su rostro, se le antojaban la extremidad de una red invisible que, a través de los abismos, le ligaban al centro del mundo.
Una idea le hizo estremecer, y habiéndose puesto detrás del ídolo, fue directamente hacia la pared. Entre los tatuajes de su brazo examinó una línea horizontal con otras dos perpendiculares, que en cifras cananeas expresaban el número trece. Contó hasta la decimotercera de las placas de cobre, volvió a levantar la ancha manga, y con la mano derecha extendida, leyó en otro sitio de su brazo otras líneas más complicadas, paseando los dedos suavemente, a la manera de un tocador de lira. Finalmente, con el pulgar dio siete golpes y una parte de la pared giró como una sola pieza.
Disimulaba una especie de cava que contenía cosas misteriosas, sin nombre y de un valor incalculable. Amílcar bajó tres gradas; tomó en un cubo de plata una piel de antílope, que flotaba en un líquido negro, y volvió a subir.
Abdalonim andaba ahora delante de él, dando golpes en el pavimento con su alto bastón guarnecido de campanillas en el mango, y gritando, al pasar por cada habitación, el nombre de Amílcar, entre alabanzas y bendiciones.
En la galería circular a la que afluían todos los corredores, estaban acumulados a lo largo de las paredes pequeñas vigas de algumín, sacos de lausonia, pastas de Lemnos y conchas de tortuga llenas de perlas. A su paso, el Sufeta los rozaba con su túnica, sin hacer caso de los gigantescos pedazos de ámbar, materia casi divina, formada por los rayos del sol.
Surgió una nube de vapor.
—¡Empuja la puerta!
Entraron.
Unos hombres desnudos amasaban pastas, cortaban hierbas, agitaban carbones, echaban aceite en jarras, abrían y cerraban pequeñas celdas ovoides cavadas en torno de la muralla, y eran tantos que aquello parecía una colmena. Desbordaban el mirabolano, el bdellium, el azafrán y las violetas. Doquiera estaban diseminadas gomas, polvos, raíces, redomas de vidrio, ramas de lilipéndola y pétalos de rosa; producían asfixia, no obstante los torbellinos del estoraque, que humeaba en un trípode de cobre.
El Jefe de los olores suaves, pálido y larguirucho como un cirio de cera, salió a recibir a Amílcar para aplastar en sus manos un rollo de metopión, en tanto que otros dos hombres le frotaban los talones con hojas de bácaris. Amílcar los rechazó, porque eran cirineos de costumbres infames, pero a los que se consideraba a causa de sus secretos.
Para demostrar su vigilancia, el Jefe ofreció al Sufeta, en una cuchara de electro, un poco de malobatro, y con una lezna pinchó tres bezares indios. El amo, que entendía de estas artes, tomó un cuerno lleno de bálsamo, y después de acercarlo a los carbones lo colgó en su túnica; apareció una mancha obscura, señal de fraude. Miró fijamente al Jefe, y sin decir nada le tiró el cuerno de gacela a la cara.
Por indignado que estuviera por las falsificaciones cometidas en perjuicio suyo, al ver los paquetes de nardo que se embalaban para los países de ultramar, mandó que mezclaran antimonio para que pesaran más.
Tras esto preguntó dónde estaban tres cajas de psagas destinadas para su uso.
El Jefe de los olores declaró no saber nada, porque habiendo entrado soldados, cuchillo en mano, les habían abierto las cajas.
—¿De modo que los temes más que a mí? —gritó el Sufeta, y a través del humo brillaban sus pupilas como antorchas, mirando al hombrón pálido que empezaba a entender lo que se le venía encima—. Abdalonim, antes de ponerse el sol le harás pasar por las varas; que lo vapuleen bien.
Esta pérdida, menor que las otras, le había exasperado; porque a pesar de sus esfuerzos para no acordarse de los bárbaros, los tenía siempre en la memoria. Los excesos de los mercenarios se confundían con la vergüenza de su hija, y poseído de una rabia de inquisición, visitó bajo los cobertizos, detrás de la casa de comercio, las provisiones de betún, de madera, de anclas y cuerdas, de miel y de cera, los almacenes de paño, las reservas de comestibles, la cantera de mármoles y el granero del silfio.
Fue a inspeccionar al otro lado de las huertas, en sus cabañas, a los artesanos domésticos, cuyos productos se vendían. Los sastres bordaban mantos, otros tejían redes, otros peinaban cojines y cortaban sandalias; obreros de Egipto, con una concha pulían papiros; chirriaba la lanzadera de los tejedores y resonaban los yunques de los armeros. Amílcar les dijo:
—¡Forjad espadas! ¡Forjadlas siempre; me harán falta!
Y sacó del pecho la piel de antílope macerada en venenos, para que se le cortase una coraza más sólida que las de cobre e inatacable por el hierro y por la llama.
Al acercarse a los obreros, Abdalonim, con el fin de desviar su cólera, procuraba irritarle contra ellos, denigrando sus trabajos:
—¡Es una vergüenza! Verdaderamente el amo es demasiado bueno.
Amílcar, sin hacerle caso, seguía adelante.
Se desanimó porque grandes árboles, enteramente calcinados, como en un bosque donde han acampado pastores, estorbaban el camino; las empalizadas estaban rotas, se perdía el agua de las acequias y entre linfas fangosas aparecían pedazos de vasos y huesos de monos.
Colgaba de los matorrales tal cual jirón de ropa, y flores podridas formaban un estiércol amarillo debajo de los limoneros. Los criados lo habían abandonado todo, creyendo que el amo no volvería.
A cada paso descubría Amílcar algún nuevo desastre y una prueba de aquello que no quería saber. Pero ahora manchaba sus borceguíes de púrpura hollando inmundicias; y sentía no tener aquellos hombres ante sí, a tiro de catapulta, para hacerlos volar en pedazos. Sentíase humillado por haberlos defendido; era un engaño, una traición, y como no podía vengarse ni de los soldados, ni de los Ancianos, ni de Salambó, ni de nadie, y su cólera necesitaba víctimas, mandó a las minas a todos los esclavos de las huertas.
Temblaba Abdalonim cada vez que le veía acercarse a los parques; pero Amílcar tomó el camino del molino, en donde se dejaba oír una melopea lúgubre.
En medio del polvo, movíanse las pesadas ruedas, es decir, dos conos de pórfido superpuesto, con un embudo el más alto, el cual giraba sobre el de abajo con ayuda de fuertes barras. Con el pecho y los brazos empujaban unos hombres, mientras otros tiraban, uncidos como animales. El roce de las barras había formado alrededor de sus sobacos costras purulentas, como se observa en el crucero de los asnos, y el andrajo negro y deshilachado que apenas cubría sus riñones colgaba de sus piernas como una larga cola. Los ojos estaban rojos, sonaban los hierros de sus pies y todos los pechos resollaban a un tiempo. Tenían en la boca, fijado por dos cadenetas de bronce, un bozal que les impedía comer la harina, y unos guanteletes sin dedos encerraban sus manos para que no la pudieran coger.
A la entrada del amo las barras de madera sonaron con más fuerza. Saltaba el grano al romperse. Muchos cayeron sobre las rodillas; los demás siguieron, pasándoles por encima.
Preguntó por Giddenem, gobernador de los esclavos, y compareció este personaje, mostrando su dignidad en la riqueza del vestido; porque su túnica, hendida por los lados, era de fina púrpura; pesados anillos colgaban de sus orejas, y para juntar las bandas que envolvían sus piernas, subía de los tobillos a la cadera un lazo de oro, como una serpiente enroscada a un árbol. En los dedos, cargados de sortijas, llevaba un collar de granos de piedras negras para conocer los hombres sujetos al mal sagrado.
Amílcar le hizo seña para que hiciera quitar los bozales. Entonces, todos, gritando como animales hambrientos, se echaron sobre la harina, devorándola con la cara metida en el montón.
—¡Los tienes extenuados! —dijo el Sufeta.
Giddenem alegó que esto era necesario para domarlos.
—No valía la pena de enviarte a Siracusa, a la escuela de los esclavos. ¡Haz venir a los demás!
Cocineros, despenseros, palafreneros, corredores, porteadores de literas, hombres de los baños y mujeres con sus hijos; todos se alinearon en el jardín, en una sola fila, desde la casa de comercio hasta el parque de las fieras. Silencio enorme llenaba Megara; todos contenían el aliento. El sol se prolongaba sobre la laguna, debajo de las catacumbas. Graznaban los pavos reales. Amílcar andaba a paso lento.
—¿Qué haré de estos viejos? —dijo—. Véndelos. Hay demasiados galos: son borrachos; y demasiados cretenses: son mentirosos. Cómprame capadocios, asiáticos y negros.
Quedó extrañado del poco número de niños.
—Giddenem, cada año la casa ha de tener nuevos nacimientos. Dejarás de noche todas las habitaciones abiertas para que se junten con libertad.
Hizo que se presentaran los ladrones, los perezosos y los amotinadores. Dictó castigos, con reproches a Giddenem; y este, como un toro, bajaba la cabeza frunciendo las cejas.
—Mira, Ojo de Baal —dijo, señalando a un libio robusto—, a este le han sorprendido con una cuerda al cuello.
—¡Ah! ¿Quieres morir? —preguntó desdeñosamente el Sufeta.
Y el esclavo, con voz intrépida:
—¡Sí! —contestó.
Y sin cuidarse del ejemplo ni del daño pecuniario, Amílcar dijo a los criados:
—¡Lleváoslo!
Quizás abrigaba la intención de un sacrificio, como una desgracia que se infligía para prevenir otras más terribles.
Giddenem tenía ocultos a los mutilados detrás de los otros; Amílcar los vio.
—¿Quién te ha cortado el brazo?
—Los soldados, Ojo de Baal.
A un samnita, que vacilaba como una garza herida:
—Y a ti, ¿quién te ha hecho esto?
Fue el gobernador, que le había roto una pierna con una barra de hierro.
Esta atrocidad imbécil indignó al Sufeta, y arrancando de manos de Giddenem el collar de piedras, dijo:
—¡Maldito sea el perro que hiere al rebaño! ¡Estropeas esclavos, bondad de Tanit! ¡Ah, tú arruinas a tu amo! ¡Que lo ahoguen en el estiércol! ¿Y los que faltan? ¿Dónde están? ¿Los has asesinado como a los soldados?
Tan terrible tenía el semblante que huyeron todas las mujeres. Los esclavos formaron un ancho círculo alrededor de los dos; Giddenem besaba frenéticamente las sandalias de Amílcar; este, en pie, tenía levantados los brazos sobre él.
Con su inteligencia lúcida, como en la más fuerte de las batallas, recordaba mil cosas odiosas e ignominias de que se había apartado; y a la luz de su cólera, como a los relámpagos de una tempestad, veía de un golpe todos sus desastres a un tiempo. Los gobernadores de los campos habían huido, por miedo a los soldados, por conveniencia quizá; todos le engañaban; se contenía demasiado tiempo.
—¡Que los traigan! —gritó—. ¡Que los señalen en la frente con hierro encendido, como a los cobardes!
Trajeron y fueron repartidos en medio del jardín grilletes, argollas, cuchillos, cadenas para los condenados a las minas, cepos que apretaban las piernas, escorpiones y látigos con tres ramales, rematados con garfios de cobre.
Los condenados fueron puestos de cara al sol, del lado de Moloch devorador, echados en tierra en posición supina, y los que habían de ser azotados, atados de pies y manos a los árboles, con dos sayones: uno que daba los azotes y otro que los iba contando.
Silbaban las correas, arrancando la corteza de los árboles. La sangre mojaba como lluvia las hojas, y al pie de cada árbol se retorcía un cuerpo humano hecho una llaga viva. Aquellos que fueron marcados, se arañaban el cutis con las uñas. Se oían crujir los tornillos de madera, resonaban choques sordos; a veces hería el aire un grito agudo. Del lado de las cocinas, entre jirones de ropa y cabelleras tendidas, unos hombres con soplillos avivaban los carbones, y apestaba el olor a carne quemada. Desfallecían los flagelados; pero sujetos por los brazos, doblaban la cabeza, cerrando los ojos. Los espectadores gritaban asustados; los leones, acordándose tal vez del festín, se desperezaban bostezando, al borde de los fosos.
Viose entonces a Salambó en la plataforma de la terraza, corriendo asustada de un lado a otro. La vio Amílcar, pareciéndole que levantaba los brazos hacia él, pidiéndole perdón. El Sufeta, con un gesto de horror, se perdió en el parque de los leones.
Estos animales constituían el orgullo de las grandes casas púnicas. Habían tirado del carro del vencedor, triunfado en las guerras, y eran venerados como favoritos del sol. Los de Megara eran los más fuertes de Cartago. Amílcar, antes de su partida, había exigido a Abdalonim el juramento de que cuidaría de ellos; pero habían muerto mutilados, quedando únicamente tres, acostados en medio del patio, ante los restos de su comida.
Conocieron a Amílcar y se le acercaron. Uno tenía las orejas horriblemente mutiladas; otro, una ancha herida en la pierna; el tercero, el hocico cortado. Le miraban con aire triste, como personas; y el del hocico cortado, bajando la enorme cabeza y doblando las corvas, le acariciaba suavemente con el extremo del muñón llagado.
Ante esta caricia, lloró Amílcar y saltó sobre Abdalonim.
—¡Ah! ¡Miserable! ¡La cruz, la cruz!
Abdalonim se desmayó, cayendo de espaldas.
Detrás de las fábricas de púrpura, cuyas lentas humaredas subían al cielo, sonó un aullido de chacal. Amílcar se detuvo.
Pensando en su hijo, se calmó de pronto, como si le hubiera tocado un dios. Entreveía una prolongación de su fuerza, una indefinida continuación de su persona; los esclavos no comprendían cómo pudo haberse apaciguado tan pronto.
Yendo a las fábricas de púrpura, pasó delante de la ergástula: un caserón de piedra negra rodeado de un foso cuadrado, con un camino alrededor, y cuatro escaleras en las esquinas.
Para acabar su señal, Iddibal esperaba, sin duda, la noche. «No corre prisa», se dijo Amílcar, y bajó a la prisión. Algunos le gritaron: «Vuélvete»; los más atrevidos le siguieron.
El viento agitaba la puerta abierta; entraba el crepúsculo por los estrechos mechinales y veíase adentro cadenas rotas colgadas en las paredes. Era todo lo que quedaba de los cautivos de guerra.
Amílcar palideció extraordinariamente, y le vieron apoyarse con una mano en la pared para no caer.
El chacal gritó tres veces seguidas. Amílcar levantó la cabeza, y cuando el sol se ocultó, desapareció detrás del seto de nopales.
A la noche, en la Asamblea de los Ricos, en el templo de Eschmún, dijo al entrar: «¡Luces de los Baalim: acepto el mando de las fuerzas púnicas contra los bárbaros!»
VIII. La batalla del Macar
Al siguiente día obtuvo de los Sisitas doscientos veinte y tres mil kikar de oro, y decretó un impuesto de catorce shequels sobre los ricos. Hasta las mujeres contribuyeron; se pagaba por los niños, y lo que era más monstruoso, atendidas las costumbres cartaginesas, obligó a los colegios de los sacerdotes a que dieran dinero.
Requisó todos los caballos y mulas y se incautó de todas las armas. A los que quisieron disimular sus riquezas se les vendió los bienes, y para intimidar la avaricia de los demás, dio él solo sesenta armaduras y mil quinientos gomores de harina, tanto como la Compañía del Marfil.
Envió a la Liguria a comprar soldados, tres mil montañeses acostumbrados a combatir osos; se les pagó por adelantado seis meses, a razón de quince minas diarias.
Le hacía falta un ejército; pero no aceptó, como Hannón, a todos los ciudadanos. Rechazó por de pronto a la gente de ocupaciones sedentarias; luego, a los demasiado obesos o de aspecto pusilánime; admitió a los hombres deshonrados, la crápula de Malca, los hijos de los bárbaros y los libertos. En recompensa, prometió a los cartagineses nuevos el derecho completo de ciudadanía.
Su primer cuidado fue la reforma de la Legión. Estos arrogantes jóvenes, considerados como la majestad militar de la República, se gobernaban por sí mismos. Destituyó a los oficiales; trató a todos rudamente, haciéndoles correr, saltar y subir de un tirón la cuesta de Byrsa; lanzar azagayas, luchar cuerpo a cuerpo y dormir al raso. Sus familias venían a verles y les compadecían.
Mandó hacer espadas más cortas y borceguíes más fuertes. Fijó el número de sirvientes y redujo los bagajes, y como se guardaban en el templo de Moloch trescientos pilums romanos, los tomó, a pesar de las reclamaciones del Pontífice.
Con los que habían vuelto de Útica y otros de particulares organizó una falange de setenta y dos elefantes, que hizo formidables. Armó a sus conductores con un martillo y un escoplo para que rompieran el cráneo a estos animales en caso de que huyeran.
No consintió que sus generales fueran nombrados por el Gran Consejo. Los Ancianos le echaban en cara que violaba las leyes; él no les hizo caso; nadie se atrevía a contradecirle; todo se doblegaba a la violencia de su genio.
Él solo se encargó de la guerra, del gobierno y de la hacienda; y con el fin de prevenir acusaciones, pidió para examinador de sus cuentas al Sufeta Hannón.
Hacía trabajar en las fortificaciones, y para tener piedras derribó las viejas murallas interiores, que eran inútiles. La diferencia de fortunas, ya que no la jerarquía de razas, seguía manteniendo separados los hijos de los vencidos y de los conquistadores; los patricios vieron irritados la destrucción de esos muros; pero el pueblo, sin darse cuenta, se regocijaba sin saber por qué.
Armada la tropa, por mañana y tarde desfilaba por las calles, y a cada momento se oía el resonar de las trompetas; en los carros pasaban escudos, tiendas de campaña, picas; los patios estaban llenos de mujeres que hacían hilas y vendajes; unos a otros se infundían valor; el alma de Amílcar llenaba la República.
Dividió sus soldados en números pares, cuidando de poner a lo largo de las filas, alternativamente, un hombre robusto y otro que lo era menos, para que el menos vigoroso o más cobarde fuera llevado y empujado a la vez por su compañero. No obstante, con tres mil ligures y los mejores cartagineses no pudo formar más que una sencilla falange de cuatro mil noventa y seis hoplitas, defendidos con cascos de bronce, y que manejaban picas de fresno de catorce codos de largo.
Dos mil hombres iban armados con un puñal, reforzados con ochocientos jóvenes más, con escudo redondo y espada a la romana.
La caballería pesada estaba compuesta de mil novecientos guardias que quedaban de la Legión, cubiertos con láminas de bronce bermejo, como los clinabaros asirios. Había además más de cuatrocientos arqueros a caballo, de los llamados tarentinos, con birretes de piel de comadreja, hacha de doble filo y túnica de cuero; y mil doscientos negros del arrabal de las caravanas, mezclados con los clinabaros, que debían correr al lado de los caballos, cogidos a las crines. Todo estaba dispuesto y, sin embargo, Amílcar no empezaba la campaña.
A menudo, salía de noche solo de Cartago, y se perdía en la embocadura del Macar, más allá de la laguna. ¿Quería unirse a los mercenarios? Los ligures, acampados en los Mapales, rodeaban su casa.
Los temores de los Ricos parecieron justificados cuando se vio un día a trescientos bárbaros que se acercaban a las murallas. El Sufeta les abrió las puertas. Eran tránsfugas que se acogían a su jefe por temor o por fidelidad.
La vuelta de Amílcar no había sorprendido a los mercenarios; este hombre, según sus ideas, no podía morir. Venía para cumplir sus promesas; esperanza que nada tenía de absurda: ¡tan profundo era el abismo entre la patria y el ejército! Además, no se creían culpables; se habían olvidado del festín.
Los espías que aprehendieron les desengañaron. Fue un triunfo para los exaltados; hasta los tibios se volvieron furiosos. Además, los dos sitios les habían aburrido; nada se adelantaba; era preferible una batalla. Muchos hombres se desbandaban, merodeando por la campiña. A la noticia de los armamentos acudieron, y Matho saltó de alegría:
—¡Al fin! ¡Al fin! —exclamó.
El resentimiento que tenía contra Salambó se volvió contra Amílcar. Su odio veía una presa determinada; y como la venganza era más fácil de concebir, la creía segura; la idea le deleitaba. Al mismo tiempo, estaba dominado por una más alta ternura; devorado por un deseo más agrio. Se veía en medio de los soldados, llevando en su pica la cabeza del Sufeta, y después, en el cuarto del lecho de púrpura, apretando a la virgen entre sus brazos, cubriéndola la cara de besos, acariciando sus largos cabellos negros; estos sueños, que sabía eran irrealizables, constituían para él un suplicio. Se juró a sí mismo, ya que sus camaradas le habían nombrado schalischim, dirigir la guerra; la certidumbre de que no volvería, le impulsaba a ser implacable.
Fue a ver a Espendio, y le dijo:
—Reúne tus hombres; yo llevaré los míos. Avisa a Autharita. Estamos perdidos si Amílcar nos ataca. ¿Me entiendes? ¡Levántate!
Espendio quedó estupefacto ante este decreto autoritario. Matho, por costumbre, se dejaba guiar y se le pasaban pronto los arrebatos; pero ahora, parecía a un tiempo más calmado y más terrible; una voluntad soberbia fulguraba en sus ojos, como la llama de un sacrificio.
El griego no atendía sus razonamientos. Habitaba una de las tiendas cartaginesas bordadas de perlas, bebía bebidas frescas en copas de plata, jugaba al cótabo, dejaba crecer su cabellera y llevaba el sitio con lentitud. Por lo demás, tenía inteligencias en la ciudad y no quería partir, en la seguridad de que esta se rendiría a los pocos días. Narr-Habas, que vagabundeaba entre los ejércitos, se encontraba ahora cerca de él. Apoyó su opinión y llegó a acusar al libio de querer abandonar la empresa, por exceso de valor.
—Vete, si tienes miedo —contestó Matho—; nos prometiste pez, azufre, elefantes, infantes y caballos; ¿dónde están?
Narr-Habas le recordó que había exterminado las últimas cohortes de Hannón; en cuanto a los elefantes, se les estaba cazando en los bosques; armaba los infantes, y los caballos estaban ya en marcha; y el númida, acariciando la pluma de avestruz que le caía por la espalda, giraba los ojos como una mujer y sonreía de una manera irritante. Matho no sabía qué contestarle.
Un desconocido entró donde ellos estaban, sudoroso, asustado, sangrando los pies y desatado el cinturón; la respiración agitaba su flaco pecho como si fuera a hacerle estallar; y hablando un dialecto ininteligible, abría los ojos como si contara una batalla. El rey se echó afuera y llamó a sus jinetes.
Formaron en el llano un círculo alrededor de él. Narr-Habas, a caballo, bajaba la cabeza y se mordía los labios. Por fin, separó sus hombres en dos mitades y mandó a la primera que esperase; con gesto imperioso se llevó los otros al galope y desapareció en el horizonte, por el lado de las montañas.
—¡Señor! —dijo Espendio—: no me gustan estas cosas extraordinarias; el Sufeta, que viene, y Narr-Habas, que va...
—¡Bah! ¿Qué importa? —contestó desdeñosamente Matho.
Era una razón más para unirse a Autharita; pero si se abandonaba el sitio, saldrían los sitiados, los atacarían por retaguardia, y al frente tendrían a los cartagineses. Después de mucho hablar, se resolvió lo siguiente, que fue inmediatamente ejecutado:
Espendio, con quince mil hombres, ocupó el puente del Macar, a tres millas de Útica, y fortificó los ángulos con cuatro torres enormes, con catapultas. Con troncos de árboles, pedazos de roca y montones de espinos y piedras de las murallas cerró todos los caminos y gargantas de las montañas; y en las cumbres puso hierba seca, que se encendería para señales, y pastores acostumbrados a otear de lejos.
Sin duda Amílcar no iría, como Hannón, por la montaña de las Aguas Calientes. Debía pensar que Autharita, dueño del interior, le cerraría el camino. Además, un desastre al principio de la campaña le perdería, mientras que la victoria era probable estando más lejos los mercenarios. Meterse entre los dos ejércitos sería en él una imprudencia, contando con fuerzas inferiores; así, pues, Amílcar, según todas las probabilidades, tomaría las faldas de la Ariana, torcería a la izquierda para evitar las bocas del Macar y vendría en derechura al puerto, donde Matho le esperaría.
Vigilaba de noche a los peones, a la luz de las antorchas; iba a Hippo-Zarita, a las obras de las montañas, volvía y no descansaba. Espendio envidiaba su energía, y Matho escuchaba dócilmente a su compañero en cuanto al manejo de los espías, a la elección de centinelas, al arte de las máquinas y demás medios de defensa. Ya no hablaban de Salambó: Espendio, porque no se acordaba; Matho, por una especie de pudor. A menudo iba del lado de Cartago, para ver de lejos las tropas de Amílcar. Flechaba con sus ojos el horizonte, se echaba de bruces, y en los latidos de sus arterias creía oír el rumor de un ejército.
Dijo a Espendio que si antes de tres días no llegaba Amílcar, iría con todos sus hombres a presentarle batalla. Pasaron dos días; Espendio le contenía; pero en la mañana del sexto, partió.
No menos que los bárbaros estaban los cartagineses impacientes por la guerra; en las tiendas y en las casas había el mismo deseo, la misma angustia; se preguntaban todos qué era lo que detenía a Amílcar. En ocasiones, subía este a la cúpula del templo de Eschmún, y al lado del Anunciador de las Lunas escudriñaba el horizonte.
Un día, el tercero del mes de Tibby, se le vio bajar de la Acrópolis a pasos precipitados. Se alzó un griterío en los Mapales. Bien pronto se llenaron las calles, y los soldados se armaron, entre el llanto de las mujeres, que los abrazaban, yendo a formar a la plaza de Kamón. No se les podía seguir, ni aun hablarles, ni acercarse a las fortificaciones; durante algunos minutos, la ciudad entera permaneció silenciosa como una inmensa tumba; los soldados, apoyados en sus lanzas, y los demás, angustiados.
Al ponerse el sol, salió el ejército por la parte de Occidente; pero en vez de tomar el camino de Túnez o ganar las montañas en dirección a Útica, siguió la costa, llegando en breve a la laguna, en la que las salitreras se reflejaban como enormes espejos de plata olvidados en la ribera.
Fuéronse multiplicando los aguazales; el suelo era cada vez más blando y en él se hundían los pies. Amílcar iba siempre a la cabeza, y su caballo, cubierto de manchas amarillas como un dragón, pisaba el fango haciendo grandes esfuerzos y levantando espuma en torno suyo. Vino la noche; noche sin luna. Algunos gritaron que se iba a la muerte; el caudillo les quitó las armas y las entregó a los criados. El fango se hacía cada vez más hondo; fue preciso montar en los animales de carga o bien agarrarse a la cola de los caballos; los robustos ayudaban a los débiles, y la Legión empujaba a la infantería con la punta de las lanzas. Aumentó la obscuridad; se habían extraviado; todos hicieron alto.
Los esclavos del Sufeta siguieron adelante para encontrar las balizas plantadas por orden de este, de distancia en distancia. Gritaban en las tinieblas, y el ejército les seguía de lejos.
Por fin se pisó tierra firme; luego se dibujó vagamente una curva blanquecina, y llegaron a la orilla del Macar. A pesar del frío, no se encendió fuego.
A media noche se levantaron ráfagas de viento. Amílcar hizo despertar a los soldados, pero sin tocar las trompetas, haciendo que los capitanes les golpearan en la espalda.
Entró en el agua un hombre de alta estatura, y aquella no le llegaba a la cintura; señal de que se podía pasar.
El Sufeta ordenó que treinta y dos elefantes se colocaran en el río, cien pasos más lejos, en tanto que los demás detendrían las líneas de hombres empujados por la corriente; y todos con las armas sobre la cabeza, atravesaron el Macar como entre dos murallas. Se había observado que el viento del Oeste, empujando las arenas, obstruía el río y formaba en toda su anchura una calzada natural.
Este alarde de genio entusiasmó a los soldados y les infundió una confianza extraordinaria. Querían acometer en seguida a los bárbaros, pero el Sufeta les hizo descansar dos horas. No bien salió el sol, los desplegó en el llano, en tres líneas: primero los elefantes, detrás la infantería ligera con la caballería, y en tercera línea la falange.
Los bárbaros acampados en Útica y en las quince millas alrededor del puente, quedaron sorprendidos al ver ondular esta masa. El viento, que soplaba muy fuerte, levantaba torbellinos de arena, como arrancados del suelo, subiendo en grandes capas de color azul, que se rompían para volver a formarse, ocultando siempre a los mercenarios el ejército púnico. Comoquiera que los cartagineses adornaban con cuernos la punta de los cascos, unos mercenarios creyeron ver una tropa de bueyes, en tanto que otros, engañados por el vaivén de los mantos, pretendían ver alas; no faltando quien echándoselas de sabio atribuyera despreciativamente todo esto a una ilusión de espejismo. Sin embargo, algo enorme continuaba avanzando. Pequeños vapores, sutiles como alientos, corrían sobre la superficie del desierto; el sol, ahora más alto, brillaba con más fuerza; una luz áspera y que parecía vibrar entre la profundidad del cielo y los objetos, hacía la distancia incalculable. La inmensa llanura se desplegaba por todos lados, hasta perderse de vista, y las ondulaciones del terreno, casi insensibles, se prolongaban hasta el extremo horizonte, cerrado por la gran línea azul del mar. Los dos ejércitos, fuera de sus tiendas, se miraban; la gente de Útica, para ver mejor, se amontonaba en los baluartes.
Al fin, se vieron muchas barras transversales erizadas de puntas, que se agrandaban y hacían más espesas; montículos negros que se balanceaban, y aparecer de pronto la masa de picas y elefantes.
—¡Los cartagineses! —exclamaron los bárbaros.
Y los soldados de Útica y los del puente salieron en montón, a la desordenada, para caer juntos sobre Amílcar.
Ante este nombre, Espendio tembló: «¡Amílcar! ¡Amílcar!» Matho no estaba allí. ¿Qué hacer? La huida era imposible. La sorpresa, el miedo al Sufeta y, sobre todo, lo urgente de una resolución inmediata, le desconcertaban; se veía traspasado por mil espadas, decapitado, muerto. Pero treinta mil hombres le seguían y confiaban en él; furioso contra sí mismo y confiando en una feliz victoria, se creyó más intrépido que Epaminondas. Para disimular su palidez, tiñó su barba de bermellón, apretó sus grebas y su coraza, bebió una patera de vino puro y corrió hacia su tropa, que se unía a la de Útica.
Ambas divisiones de bárbaros juntáronse con tanta celeridad, que el Sufeta no tuvo tiempo de formar sus hombres en batalla. Los elefantes se detuvieron, balanceando sus pesadas cabezas cargadas de plumas de avestruz y golpeándose las espaldas con la trompa.
En el fondo de los claros que dejaban se veían las cohortes de los vélites; más lejos, los grandes cascos de los clinabaros, con hierros que brillaban al sol, y corazas, penachos y banderas desplegadas. Pero el ejército cartaginés, compuesto de once mil trescientos noventa y seis hombres, parecía ser inferior a este número porque formaba un largo cuadrado, estrecho en los flancos y muy apretado en sí mismo.
Viéndolos tan débiles, los bárbaros, tres veces más numerosos, sintieron una alegría desordenada; no se veía a Amílcar. ¿Estaría allí? No importaba; el desdén que los bárbaros tenían por estos mercaderes avivaba su valor, y antes que Espendio mandara la maniobra, todos la habían comprendido y la estaban ejecutando.
Desplegáronse en una gran línea recta, que desbordaba las alas del ejército púnico, a fin de envolverlo completamente. Pero cuando estuvieron a trescientos pasos, los elefantes, en vez de avanzar, retrocedieron, y los clinabaros, haciendo un cambio de frente, los siguieron; aumentó la sorpresa de los mercenarios el ver que todos los demás hacían lo mismo. Los cartagineses tenían miedo, ¡huían! Una silba formidable estalló en las tropas bárbaras, y Espendio, desde lo alto de su dromedario, gritaba:
—¡Ah, ya lo sabía! ¡Adelante! ¡Adelante!
Cayó una lluvia de azagayas, dardos y tiros de honda. Los elefantes con la grupa acribillada a flechazos galoparon más aprisa; les envolvía una gran polvareda y, como sombras en una nube, desaparecieron.
Pero en el fondo de la masa púnica se oía un gran ruido de pasos, dominado por el son agudo de las trompetas, que tocaban con furia. Este espacio que los bárbaros tenían delante, pleno de torbellinos y de tumulto, atraía como un abismo; algunos se lanzaron. Aparecieron cohortes de infantería y jinetes al galope con otros peones a la grupa.
En efecto: Amílcar había ordenado a la falange que rompiera sus secciones y que pasaran los elefantes y la tropa ligera por estos intervalos, para que cubrieran prontamente los flancos; calculó tan bien la distancia de los bárbaros, que en el momento en que estos llegaban allí, el ejército cartaginés formaba en masa una gran línea recta.
En medio se erizaba la falange compuesta de sintagmas o cuadrados, con diez y seis hombres en cada lado. Los jefes de filas aparecían entre largos hierros agudos que desbordaban desigualmente, porque las seis hileras primeras alargaban las astas cogiéndolas por el medio, y las diez hileras inferiores, apoyándolas en la espalda de sus compañeros, se ponían delante. Las viseras de los cascos ocultaban a medias las caras; las grebas de bronce cubrían todas las piernas derechas; anchos escudos cilíndricos bajaban hasta las rodillas; y esta horrible masa cuadrangular maniobraba en un solo bloque, viva como un animal fantástico y con la regularidad de una máquina. Dos cohortes de elefantes la flanqueaban, haciendo caer la lluvia de flechas pegadas a su negra piel. Los indios, agazapados entre los montones de blancas plumas de avestruz, los retenían con el mango del arpón, y en las torres, otros hombres, ocultos hasta los hombros, se asomaban armados con grandes arcos tendidos y varas de hierro con estopas encendidas. A derecha e izquierda de los elefantes maniobraban los honderos, con una honda ceñida a los riñones, otra en la cabeza, y la tercera en la mano derecha. Venían luego los clinabaros, cada cual con un negro que les alargaba las lanzas entre las orejas de los caballos enteramente cubiertos de oro como los jinetes. A continuación se espaciaban soldados armados a la ligera con escudos de piel de lince y jabalinas en la mano izquierda; y los tarentinos, llevando del diestro dos caballos juntos, y apostados en los dos extremos de esta muralla de combatientes.
A la inversa, el ejército de los bárbaros no había podido conservar su alineación. En todo su enorme frente se habían formado ondulaciones y vacíos, y jadeaban todos, sofocados por la carrera.
La falange se puso en marcha pesadamente, blandiendo todos las picas; bajo este enorme peso, la línea de los mercenarios cedió pronto por el centro.
Entonces, las líneas cartaginesas se abrieron para envolverlos, guiándoles los elefantes. Con las lanzas tendidas oblicuamente, la falange cortó a los bárbaros; se agitaron dos masas enormes; las alas, a tiros de honda y de flecha, los empujaban sobre la falange. Para desprenderse de esta, faltaba la caballería; a excepción de doscientos númidas que arremetieron contra los clinabaros, los demás se encontraron cercados y no podían salir de sus líneas. Inminente era el peligro; urgente una resolución.
Espendio mandó atacar la falange simultáneamente por los dos flancos, a fin de pasar al través; pero las filas más estrechas, replegándose sobre las más largas, se volvieron juntas contra los bárbaros, mostrándose tan terribles como lo era el frente. Herían los bárbaros con su hierro, pero la caballería estorbaba su ataque; en tanto que la falange púnica, apoyada por los elefantes, se apretaba o se ensanchaba, o maniobraba en cuadrado, en cono, en rombo, en trapecio o en pirámide, de frente, a retaguardia, se producía continuamente un movimiento interior, porque los que estaban detrás de las filas corrían a las primeras líneas, y los cansados o heridos se replegaban atrás. Los bárbaros se veían empujados contra la falange: era imposible avanzar; hubiérase dicho un océano en el que bullían garcetas rojas con escamas de cobre, en tanto que los lucientes escudos se apretaban como espuma de plata. A veces, de un cabo a otro, bajaban anchas corrientes, que luego ascendían, manteniéndose inmóvil en medio una pesada masa. Las lanzas se bajaban y se levantaban alternativamente. Todo era una agitación de espadas desnudas, tan precipitada, que solo se veían las puntas; haces de caballería, ensanchándose en círculos, y que volvían a cerrarse, moviendo torbellinos a su alrededor.
Dominando las voces de mando, sonaban en el aire los bélicos clarines y el son de las liras, y las balas de plomo o de arcilla de las hondas, silbando y haciendo saltar las espadas de las manos y los sesos de los cráneos. Los heridos, resguardándose con un solo brazo con su escudo, tendían la espada apoyando el pomo en el suelo; otros, entre charcos de sangre, se volvían para morder los talones de los enemigos. La multitud era tan compacta, el polvo tan espeso, el tumulto tan fuerte, que era imposible ver nada; los cobardes que ofrecían entregarse ni siquiera eran oídos. Cuando las manos estaban vacías, se abrazaban cuerpo a cuerpo; los pechos chocaban con las corazas y los cadáveres caían hacia atrás, con los brazos crispados. Hubo una compañía de sesenta umbrianos que, firmes sobre sus talones, con la pica delante de los ojos, inquebrantables y rechinando los dientes, obligaron a retroceder dos sintagmas a la vez. Los pastores epirotas corrieron al escuadrón izquierdo de los clinabaros y agarraron de las crines a los caballos, volteando sus bastones; los animales, derribando a los jinetes, huyeron por el llano. Los honderos púnicos, repartidos aquí y acullá, estaban sorprendidos. La falange empezaba a oscilar, los capitanes corrían desolados, los cabos de fila empujaban a los soldados; los bárbaros, rehechos, volvían a la carga, y la victoria iba a ser suya.
Pero de pronto sonaron gritos espantosos y rugidos de dolor y de rabia; eran los setenta y dos elefantes, que se precipitaban en doble línea, porque Amílcar había esperado a que los bárbaros estuviesen en montón, para echárselos encima. Los indios los aguijonearon con tal fuego, que la sangre corría por las anchas orejas de los paquidermos. Las trompas, pintadas de minio, se levantaban rectas en el aire, como rojas serpientes; sus pechos estaban armados de un venablo, el lomo con una coraza, los colmillos prolongados con láminas de hierro encorvadas como sables, y, para volverlos más feroces, se les había embriagado con una mezcla de pimienta, vino puro e incienso. Sacudían sus collares de cascabeles y gritaban; los elefantarcas o conductores bajaban la cabeza ante la lluvia de las faláricas que venía de lo alto de las torres.
Con el propósito de resistirlos mejor, los bárbaros se abalanzaron en masa compacta; los elefantes se precipitaron impetuosamente en medio. Los espolones de sus pechos hendían las cohortes como proas de un navío; con las trompas, ahogaban a los hombres o los arrancaban del suelo, entregándolos por encima de sus cabezas a los soldados de las torres; con los colmillos, los despanzurraban, los lanzaban al aire, colgando racimos de entrañas de sus garfios de marfil, como paquetes de cuerdas en los mástiles. Los bárbaros intentaban reventarles los ojos o desjarretarlos; otros, metiéndose bajo los vientres, les hundían la espada hasta la empuñadura y morían aplastados. Los más intrépidos se colgaban a las correas, y entre llamas o bajo la lluvia de dardos y hondas, no dejaban de cortar cueros para que la torre de mimbre cayera como una torre de piedra. Catorce elefantes de los que estaban en la extrema derecha, furiosos por sus heridas, se volvieron a la segunda línea; los indios, con su martillo y clavija, les dieron la puntilla a fuerza de puños.
Las enormes bestias se atropellaron, cayendo unas encima de otras. Fue como una montaña; y sobre este montón de cadáveres y de armaduras, un elefante monstruoso, que se llamaba el Furor de Baal, cogido por la pierna entre cadenas, estuvo toda la noche aullando, con una flecha en el ojo.
Sin embargo, los demás, como conquistadores que se complacen en el exterminio, seguían atropellando, aplastando y encarnizándose en los muertos y en los restos de la batalla. Para rechazar a los manípulos apretados en coronas a su alrededor, giraban sobre los pies de atrás con un movimiento continuo de rotación siempre avanzando. Los cartagineses sintieron aumentar su vigor, y la batalla volvió a empezar.
Los bárbaros cedían; los hoplitas griegos arrojaron sus armas, y el espanto se apoderó de los demás. Se vio a Espendio huir colgado de su dromedario, azuzándolo con dos jabalinas. Todos, entonces, se precipitaron para entrar en Útica.
Los clinabaros, con los caballos cansados, no pudieron detenerlos. Los ligures, extenuados de sed, gritaban que se les llevara al río; pero los cartagineses, puestos en medio de las sintagmas y que habían sufrido menos, hervían de deseo ante la venganza que se les escapaba; ya se lanzaban a la persecución de los mercenarios cuando apareció Amílcar.
Refrenaba con riendas de plata su caballo atigrado, bañado en sudor. Las cintas atadas a los cuernos de su casco flotaban al viento y tenía su escudo ovalado sujeto bajo el muslo izquierdo. A una señal de su pica de tres puntas, se detuvo el ejército.
Los tarentinos saltaron rápidamente de un caballo al otro, y partieron a derecha e izquierda en dirección al río y a la ciudad.
La falange exterminó a placer el resto de los bárbaros. Cuando llegaban bajo las espadas, las víctimas alargaban el cuello, cerrando los párpados. Otros se defendieron a todo trance, pero se les abrumaba de lejos a pedradas, como perros rabiosos. Amílcar tenía encargado que se hicieran cautivos; pero los cartagineses le obedecieron a regañadientes, por el placer que sentían en degollar bárbaros. Como tenían mucho calor, operaban con los brazos desnudos, a manera de segadores; y cuando se interrumpían para tomar aliento, seguían con la mirada a un jinete que galopaba tras un soldado huyendo. Conseguía cogerle de los cabellos, lo tenía así un rato y concluía por derribarle de un hachazo.
Vino la noche. Cartagineses y bárbaros habían desaparecido. Los elefantes que habían huido erraban por el horizonte con las torres incendiadas. Ardían en la obscuridad como faros perdidos en la bruma, y no se advertía otro movimiento en la llanura que la ondulación del río, engrosado por los cadáveres que iban arrastrados al mar.
Dos horas después llegó Matho. A la luz de las estrellas vio largos montones desiguales tendidos en tierra.
Eran las filas de bárbaros. Se apeó y vio que todos estaban muertos; llamó a voces y nadie le contestó.
Aquella mañana había partido de Hippo-Zarita con sus soldados, en dirección a Cartago. El ejército de Espendio acababa de salir de Útica, y los habitantes empezaban a incendiar las máquinas de guerra. Todos se habían batido encarnizadamente; el tumulto que se oía del lado del puente aumentaba de un modo incomprensible. Matho había venido por el camino más corto, a través de la montaña, y como los bárbaros huyeron por el llano, no encontró a ninguno.
A su frente, se levantaban en la sombra masas piramidales, y del lado del río, cercanas y a ras del suelo, se veían luces inmóviles. Era que los cartagineses se habían replegado detrás del puerto para engañar a los bárbaros; el Sufeta había puesto muchas guardas en la otra orilla.
Matho, avanzando siempre, creyó ver enseñas púnicas, porque las cabezas de caballo que no se movían aparecían en el aire, fijas en astas, en listones que no se podían ver; y oyó más lejos un gran rumor, un ruido de canciones y de copas que chocaban.
No sabiendo dónde se encontraba, ni cómo hallar a Espendio, lleno de angustia y perdido en las tinieblas, se volvió más aprisa por el mismo camino. Apuntaba el alba cuando desde lo alto de la montaña divisó la ciudad, con las armazones de las máquinas ennegrecidas por las llamas, así como esqueletos de gigantes junto a las murallas.
Todo reposaba en silencio y en abandono extraordinarios. Entre sus soldados, al borde de las tiendas, hombres casi desnudos dormían de espalda o con la frente en el brazo que sostenía la coraza. Algunos llevaban en las piernas vendas ensangrentadas. Los moribundos movían la cabeza blandamente, en tanto que otros les traían de beber. A lo largo de los caminos estrechos, andaban los centinelas para calentarse, o bien miraban el horizonte, con la pica al hombro, en actitud feroz.
Matho encontró a Espendio recogido bajo un jirón de tela puesto sobre dos palos, con las manos en las rodillas y la cabeza baja.
Estuvieron largo rato sin decirse nada; al fin, Matho murmuró:
—¡Vencidos!
Espendio contestó con voz sombría:
—¡Sí; vencidos!
Y a todas las preguntas respondía con gestos desesperados.
Llegaban basta ellos suspiros y estertores. Matho entreabrió la tela, y el espectáculo de los soldados le recordó otro desastre en el mismo lugar, y dijo:
—¡Miserable!, otra vez...
Espendio le interrumpió:
—¡Tampoco tú estabas!
—¡Es una maldición! —exclamó Matho—. ¡Pero yo le esperaré, le venceré, le mataré! ¡Ah, si hubiera estado aquí!...
La idea de no haberse encontrado en la batalla lo desesperaba más que la derrota. Se quitó la espada y la tiró por el suelo.
—Pero ¿cómo os han vencido los cartagineses?
El antiguo esclavo contó las maniobras. Matho creía estar viéndolas, y se irritaba. El ejército de Útica, en vez de dirigirse al puente, debió ir a atacar a Amílcar por retaguardia.
—¡Lo sé! —dijo Espendio.
—Convenía doblar las filas, no comprometer los vélites contra la falange; dar salida a los elefantes. En último extremo, se podía probar otra vez, nunca huir.
Respondió Espendio:
—Le he visto pasar en su gran manto rojo, con los brazos levantados, más alto que el polvo, como águila que volaba al flanco de las cohortes; a todas las señales de su cabeza, estas se apretaban y se abalanzaban; la multitud nos arrastró el uno hacia el otro; él me miró, y yo sentí en mi corazón como el frío de una espada.
—¿Habrá elegido tal vez el día? —se decía Matho.
Y se hacían preguntas tratando de descubrir qué habría traído al Sufeta en las circunstancias más desfavorables. Hablando de la situación, para atenuar su falta o animarse a sí propio, Espendio dijo que aún quedaba esperanza.
—¡Aunque no la haya, no importa! —dijo Matho—; yo solo continuaré la guerra.
—Y yo también —repuso el griego, muy agitado, brillantes las pupilas y con sonrisa extraña que contraía su cara de chacal.
—¡Volveremos a empezar! ¡No me abandones! Yo no estoy hecho para las batallas al sol: el brillo de las espadas me turba la vista: es una enfermedad: he vivido mucho tiempo en la ergástula. Pero dame murallas que escalar de noche, y yo entraré en las ciudadelas y los cadáveres estarán fríos antes que los gallos hayan cantado. Indícame a alguien, alguna cosa, un enemigo, un tesoro, una mujer..., una mujer, aunque sea la hija de un rey, y la traeré, si lo deseas, a tus pies con prontitud. Me reprochas de haber perdido la batalla contra Hannón y, sin embargo, la gané. ¡Confiésalo! Mi piara de cerdos nos sirvió más que una falange de espartanos.
Y cediendo a la necesidad de rehabilitarse y de tomar el desquite, fue enumerando cuanto hiciera en favor de los mercenarios.
—¡Yo fui quien en los jardines del Sufeta empujé al galo! Más tarde, en Sicca, los concité a todos con el miedo de la República; Giscón los volvió a perdonar, pero yo impedí que hablaran los intérpretes. ¡Ah! ¡Cómo les colgaba la lengua de la boca! ¿Te acuerdas? Yo te llevé a Cartago; yo he robado el zaimph. Yo te he llevado a casa de ella. ¡Yo haré más aún!...; ¡ya verás!
Y soltó la carcajada como un loco. Matho le miraba asombrado. Experimentaba cierto malestar ante este hombre, a un tiempo cobarde y terrible.
El griego añadió en tono jovial, castañeteando los dedos:
—¡Evohé! Después de la lluvia sale el sol. He trabajado en las canteras y he bebido másica en un bajel que era mío, bajo un palio de oro, como un Tolomeo. La desgracia debe servirnos para hacernos más hábiles. A fuerza de trabajo, se rinde la fortuna. Esta ama a los diestros. ¡Ella cederá!
Y tomando del brazo a Matho:
—Amo, los cartagineses están ahora confiados en su victoria. Tú tienes un ejército que no ha combatido, y tus hombres te obedecen. Ponlos delante; los míos, para vengarse, los seguirán. Me quedan tres mil carios, mil doscientos honderos y arqueros, cohortes completas. Se puede formar toda una falange. ¡Vamos!
Matho, abrumado por el desastre, no había imaginado plan alguno para repararlo. Escuchaba con la boca abierta; y las láminas de bronce que ceñían su busto se levantaban con los latidos de su corazón. Recogió su espada, gritando:
—Sígueme. ¡Vamos!
Los exploradores volvieron anunciando que los cartagineses se habían llevado sus muertos, que el puente estaba en ruinas y que Amílcar había desaparecido con su ejército.
IX. En campaña
Pensaba Amílcar que los mercenarios le esperarían en Útica o que se revolverían contra él; y no encontrando suficientes sus fuerzas para dar el ataque o recibirlo, se había dirigido al Sur, por la orilla derecha del río, poniéndose al abrigo de una sorpresa.
Quería, cerrando los ojos sobre la rebelión, separar todas las tribus de la causa de los bárbaros, y cuando tuviera a estos aislados o en medio de las provincias, caer sobre ellos y exterminarlos.
En catorce días pacificó la región comprendida entre Tucaber y Útica, con las ciudades de Tignicaba, Tesura, Vacca y otras del Occidente. Zagar, edificada en las montañas; Asura, célebre por su templo; Djeraado, fértil en enebros; Tajsitís y Hagur le enviaron embajadas. Los habitantes del campo llegaban cargados de víveres, implorando su protección; besaban sus pies y los de los soldados y se quejaban de los bárbaros. Algunos venían a ofrecerle, en sacos, cabezas de mercenarios muertos por ellos, según decían, pero que en realidad habían cortado a los cadáveres; porque muchos se habían perdido en la huida y se les encontraba muertos en los olivares y en las viñas.
Para deslumbrar al pueblo, Amílcar, al segundo día de la victoria, envió a Cartago los dos mil cautivos cogidos en el campo de batalla. Llegaron en largas compañías de cien hombres cada una, con los brazos atados a la espalda con una barra de bronce que les llegaba a la nuca; los heridos, sangrando, corrían también, mientras los jinetes, detrás de ellos, los empujaban a latigazos.
¡Fue un delirio de alegría! Decíase que habían muerto seis mil bárbaros y que la guerra había terminado porque los demás no la proseguirían; se abrazaban en la calle y se frotaba con manteca y cinamomo la cara de los dioses Pateques en acción de gracias, los cuales, con sus grandes ojos, su gordo vientre y los brazos levantados hasta los hombros, parecían vivos en su pintura y participar de la alegría del pueblo. Los ricos dejaban abiertas sus puertas; resonaban en la ciudad los sones de los tamboriles; de noche se iluminaban los templos, y las sirvientes de la Diosa, bajando a Malqua, pusieron tablados de sicomoro en las principales esquinas, y en ellos se prostituían. Se concedieron tierras a los vencedores, se hicieron holocaustos a Moloch, votaron trescientas coronas de oro para el Sufeta, al que sus partidarios proponían otorgarle nuevos honores y preeminencias.
Había solicitado este entablar nuevas negociaciones con Autharita, para canjear al viejo Giscón y demás cartagineses cautivos por los bárbaros prisioneros. Los libios y los nómadas que componían el ejército de Autharita, apenas conocían a estos mercenarios, hombres de raza italiana o griega; y puesto que la República les ofrecía tantos bárbaros a cambio de tan pocos cartagineses, pensaron que los unos no valían nada y los otros mucho. Temiendo una celada, Autharita rehusó.
En vista de esto, los Ancianos decretaron la ejecución de los cautivos, aunque el Sufeta les escribió en contrario, porque contaba incorporar los mejores a sus tropas y excitar por este medio las deserciones. Pero el odio pudo más que su prudencia.
Los dos mil bárbaros fueron atados en los Mapales a los postes de las tumbas, y mercaderes, pinches de cocina, bordadores y hasta las mujeres, las viudas de los muertos con sus hijos, vinieron a matarlos a flechazos. Se les tiraba despacio, para prolongar su suplicio; se bajaba el arma y se levantaba por turno; la multitud se empujaba vociferando. Los paralíticos se hacían conducir en sus camillas; muchos, por precaución, llevaban la comida y allí permanecían hasta la noche; otros pernoctaban en el lugar. Se habían plantado tiendas y se bebía a discreción. Muchos ganaron bastante dinero alquilando arcos.
Después se dejaron en pie las cruces con los cadáveres, que parecían sobre ellas otras tantas estatuas rojas; y la exaltación contagió a la gente de Malqua, de familias autóctonas y de ordinario indiferentes a las cosas de la patria. En reconocimiento de los placeres que esta les proporcionaba, se interesaban ahora en su fortuna, se sentían púnicos, y los Ancianos consideraron como una habilidad haber fundido a todo el pueblo en una misma venganza.
No faltó la sanción de los dioses, porque de todos los lados del cielo acudieron cuervos, describiendo círculos en el aire con roncos graznidos, y formando como una negra nube que continuamente rodaba sobre sí misma. Se la veía de Clipea, de Radés y del promontorio Hermeo. A veces se abría de repente y se alargaba en negras espirales; era un águila que había entre la bandada y luego se iba; en las azoteas, en las cúpulas, en la punta de los obeliscos y en los frontis de los templos se posaban avechuchos con restos humanos en el pico enrojecido.
A causa de la pestilencia, los cartagineses se resignaron a desclavar los cadáveres. Quemáronse algunos de estos; se echaron otros al mar, y las olas, agitadas por el viento norte, los depositaron en la playa, en el fondo del golfo, ante el campamento de Autharita.
Tal castigo atemorizó sin duda a los bárbaros, porque de lo alto de Eschmún se les vio abatir sus tiendas, juntar sus rebaños, montar sus bagajes en asnos y alejarse la horda aquella misma noche.
El plan de los bárbaros era moverse alternativamente de Aguas Calientes a Hippo-Zarita, a fin de impedir al Sufeta acercarse a las ciudades tirias; contando además con la posibilidad de volver sobre Cartago.
En este tiempo, los otros dos ejércitos procurarían llegar al Sur; Espendio, por el Oriente, y Matho, por el Occidente, para unirse los tres y sorprender y cercar a Amílcar. Les sobrevino un refuerzo que no esperaban. Narr-Habas, con trescientos camellos cargados de betún, veinticinco elefantes y seis mil jinetes.
El Sufeta, con el fin de debilitar a los bárbaros, juzgó prudente entretener al númida, lejos, en su reino. Desde Cartago se había entendido con Masgaba, bandido gétulo que deseaba forjar un imperio. Con el dinero púnico, este aventurero había sublevado los estados númidas, prometiéndoles la libertad. Pero Narr-Habas, prevenido por el hijo de su nodriza, cayó sobre Cirta, envenenó a los vencedores con el agua de las cisternas, cortó algunas cabezas, y vino contra el Sufeta más furioso que los bárbaros.
Los caudillos de los cuatro ejércitos se pusieron de acuerdo acerca del plan de guerra. Esta sería larga y debía preverse todo.
Convínose en primer lugar en reclamar el auxilio de los romanos, y se ofreció esta embajada a Espendio, quien, como tránsfuga que era, no se atrevió a aceptarla. Se embarcaron doce hombres de las colonias griegas, en Annaba, en una chalupa de los númidas. Los jefes exigieron de todos los bárbaros el juramento de una obediencia absoluta. Todos los días los capitanes revistaban los vestidos y el calzado; se prohibió a los centinelas usar escudos, porque acostumbraban a apoyarlo en la lanza y dormir en pie; a los que llevaban bagaje se les obligó a desprenderse de él; todo debía ponerse a la espalda, a la usanza romana. Como precaución contra los elefantes, Matho creó un cuerpo de jinetes catafractos, en que hombre y caballo desaparecían bajo una coraza de piel de hipopótamo erizada de clavos; para proteger el casco de los caballos se les puso borceguíes de esparto tejido.
Se prohibió saquear pueblos y tiranizar los habitantes de raza no púnica. Pero como la comarca se agotaba, Matho ordenó distribuir los víveres por cabeza de soldado, sin inquietarse por las mujeres, porque los hombres ya atenderían a sus suyas. Por falta de alimentación, muchos se debilitaron; era un incesante motivo de quejas y de invectivas, porque se quitaban las mujeres por la comida o la promesa de su ración. Matho mandó echarlas a todas, sin excepción, y fueron a refugiarse en el campamento de Autharita, donde los galos y tirios, a fuerza de ultrajes, las obligaron a irse.
Al fin acudieron a Cartago, implorando la protección de Ceres y de Proserpina, porque había en Byrsa un templo con sacerdotes consagrados a estas diosas, en expiación de los horrores cometidos en el sitio de Siracusa. Los Sisitas, alegando su derecho a los despojos, reclamaron las más jóvenes para venderlas; los cartagineses nuevos tomaron en matrimonio las rubias espartanas.
Algunas se obstinaron en seguir al ejército, yendo al flanco de las sintagmas, al lado de los capitanes. Llamaban a sus hombres, les tiraban del manto, se golpeaban el pecho, maldiciéndolos y les mostraban sus hijuelos que lloraban. Este espectáculo ablandaba a los bárbaros; era un estorbo, un peligro. Cuantas veces se las rechazaba, ellas volvían; Matho hizo que las dieran una carga los lanceros de Narr-Habas, y como los bárbaros gritaran que necesitaban mujeres, él les respondió:
—Yo no las tengo.
El genio de Moloch se apoderaba ahora de Matho. A pesar de las rebeliones de su conciencia, ejecutaba cosas espantosas, imaginándose obedecer la voz de un dios. Cuando no podía devastar los campos, los llenaba de piedras para volverlos estériles.
Con reiterados mensajes, excitaba a Espendio y a Autharita a que se dieran prisa. Pero las operaciones del Sufeta eran incomprensibles. Acampó sucesivamente en Eidons, en Monchar, en Tehent; los exploradores creyeron verle en los alrededores de Ischil, cerca de las fronteras de Narr-Habas; y se supo que había cruzado el río arriba de Teburba, como para volver a Cartago. No bien estaba en un lugar, se le encontraba en otro, sin que nadie supiese los caminos que tomaba. Sin librar batalla, el Sufeta conservaba sus ventajas; perseguido por los bárbaros, parecía dirigirlos.
Tales marchas y contramarchas fatigaban más y más a los cartagineses; las fuerzas de Amílcar no se renovaban y disminuían de día en día. La gente del campo le suministraba víveres con más lentitud; encontraba en todas partes una vacilación, un odio callado; y no obstante sus ruegos al Gran Consejo, no le enviaban de Cartago ningún socorro.
Decíase que no lo necesitaba, que era una astucia o quejas inútiles; y los partidarios de Hannón, con tal de perjudicarle, exageraban la importancia de su victoria. Bueno que se hiciera el sacrificio de las tropas que mandaba, pero no se iba a satisfacer siempre sus demandas. La guerra era muy pesada; había costado mucho y por orgullo; los patricios de su facción le apoyaban con tibieza.
Desesperando de la República, levantó por la fuerza en las tribus todo lo que necesitaba para la guerra: grano, aceite, leña, animales y hombres; pero los habitantes no tardaron en emigrar. Los pueblos que atravesaba estaban vacíos; se registraban las cabañas y no se encontraba nada, y una espantosa soledad rodeó al ejército cartaginés.
Furioso este, saqueó las provincias, cegaba las cisternas e incendiaba las casas. Las chispas, llevadas por el viento, incendiaban bosques enteros; rodeaban los valles con coronas de fuego, y había que esperar, para proseguir la marcha bajo el sol ardiente y sobre cenizas calientes.
Algunas veces, en los bordes del camino, veían brillar en un matorral así como pupilas de leopardo. Era un bárbaro acurrucado sobre los talones, y que se había cubierto de polvo para confundirse con el color del follaje; o bien cuando se atravesaba un barranco, los que iban a los flancos oían de pronto rodar piedras, y levantando la mirada veían en la abertura del desfiladero un hombre que saltaba con los pies desnudos.
Sin embargo, Útica e Hippo-Zarita estaban libres, porque los mercenarios no las sitiaban. Amílcar mandó que vinieran en su ayuda. No atreviéndose a comprometerse, le respondieron con vaguedades, cumplimientos y excusas.
Bruscamente se trasladó al Norte, resuelto a entrar en una ciudad tiria, aunque le costara un sitio. Le hacía falta un punto en la costa, con el fin de sacar de las islas, o de Cirene, provisiones y soldados, y se fijó en el puerto de Útica, por ser el más próximo a Cartago.
El Sufeta partió, pues, de Zutín y rodeó el lago de Hippo-Zarita, con prudencia. Muy pronto hubo de formar sus regimientos en columna para subir la montaña que separa los dos valles. Al ponerse el sol bajaban los cartagineses de la cumbre, ahuecada en forma de embudo, cuando advirtieren delante de ellos, a ras del suelo, lobas de bronce que parecían correr por la hierba, y aparecer de repente grandes penachos, oyéndose un canto formidable al son de flautas. Era el ejército de Espendio; campanios y griegos, por odio a Cartago, habían adoptado las divisas de Roma.
Al mismo tiempo, aparecieron a la izquierda largas picas, escudos con piel de leopardo, corazas de lino y espaldas desnudas. Eran los iberos de Matho, los lusitanos, baleares y gétulos; se oía el relincho de los caballos de Narr-Habas, que se extendieron alrededor de la colina; después llegó la turba que mandaba Autharita; los galos, libios y nómadas; y en medio de todos se reconoció a los «Comedores de cosas inmundas», por las espinas de pescado que llevaban en la cabellera.
De esta manera, se habían juntado los bárbaros, combinando sus marchas con exactitud.
Amílcar había amontonado su gente en masa orbicular, de modo que ofreciera una resistencia igual en todas partes. Altos escudos puntiagudos, fijos en tierra, unos al lado de otros, rodeaban a la infantería. Los clinabaros quedaban por la parte de fuera y más lejos, de trecho en trecho, los elefantes. Los mercenarios estaban abrumados de fatiga; valía mejor esperar el día, y seguros de la victoria, pasaron la noche comiendo.
Habían encendido fogatas que deslumbrándolos, dejaban en la sombra al ejército cartaginés, debajo de ellos. Amílcar hizo cavar alrededor de su campo, como los romanos, un foso ancho de quince pasos y de diez codos de profundidad; levantar con la tierra excavada un parapeto, en el que plantó estacas agudas, entrelazadas: al salir el sol, quedaron pasmados los bárbaros al ver a los cartagineses atrincherados como en una fortaleza.
En medio de las tiendas vieron al Sufeta, que se paseaba dictando órdenes. Estaba armado con una coraza gris, recamada de pequeñas escamas; y seguido de su caballo, se paraba de cuando en cuando para señalar algo con el brazo derecho.
Más de un bárbaro se acordó de otros días, cuando al son de los clarines, Amílcar pasaba delante de ellos lentamente, fortaleciéndoles con sus miradas, como con vasos de vino. Les sobrecogió una especie de ternura. Por el contrario, aquellos que no conocían al Sufeta, deliraban con la alegría de capturarle.
Sin embargo, si todos atacaban a la vez, se encontrarían en un espacio tan reducido que se expondrían a una derrota. Los númidas podían lanzarse a través; pero los clinabaros, defendidos por las corazas, los aplastarían; además, ¿cómo pasar la empalizada? En cuanto a los elefantes, no estaban suficientemente amaestrados.
—¡Sois todos unos cobardes! —gritó Matho.
Y seguido de los más valientes, se precipitó contra el atrincheramiento. Le rechazó una lluvia de piedras; porque el Sufeta había recogido en el puente sus catapultas abandonadas.
Este fracaso cambió bruscamente el espíritu movible de los bárbaros. El exceso de su bravura desapareció; querían vencer, pero arriesgándose lo menos posible. Según Espendio, convenía conservar la posición que tenían y someter por hambre a los púnicos. Pero los cartagineses ahondaron pozos y descubrieron agua en las montañas que rodeaban la colina.
Desde lo alto de la empalizada lanzaban flechas, tierra, estiércol y piedras, que arrancaban del suelo, en tanto que las seis catapultas rodaban incesantemente a lo largo de la planicie.
Pero las fuentes podían secarse, agotarse los víveres e inutilizarse las catapultas; los mercenarios, diez veces más numerosos, acabarían por triunfar. El Sufeta ideó entablar negociaciones para ganar tiempo; y una mañana los bárbaros vieron en sus dos líneas una piel de carnero, cubierta de escrituras. Amílcar se justificaba de su victoria; los Ancianos le habían obligado a la guerra, y para demostrar que él mantenía su palabra, ofrecía el saqueo de Útica o el de Hippo-Zarita, a elección de los mercenarios; terminando por declarar que no los temía, porque tenía traidores ganados, gracias a los cuales se adueñaría de los otros pronto y fácilmente.
Turbáronse los bárbaros; esta proposición de un botín inmediato les hacía soñar; temían una traición, porque no suponían un lazo en la arrogancia del Sufeta, y empezaron a mirarse unos a otros con desconfianza. Se medían las palabras y los pasos; la pesadilla les desvelaba por las noches. Muchos abandonaban a sus camaradas; cambiaban a capricho de general, y los galos, con Autharita, se juntaron con los cisalpinos, cuya lengua no comprendían.
Los cuatro jefes se reunían todas las noches en la tienda de Matho, y agachados alrededor de un escudo adelantaban y retrocedían las figuras de madera inventadas por Pirro para reproducir las maniobras. Espendio explicaba los recursos de Amílcar y suplicaba no se comprometiera la ocasión, jurando por todos los dioses. Matho, irritado, gesticulaba. La guerra contra Cartago era cosa personal suya; se indignaba se mezclasen en ella sin querer obedecerle. Autharita adivinaba por su cara lo que decía, y aplaudía. Narr-Habas levantaba la barbilla en señal de desdén; hallaba funestas todas las medidas, y ya no se sonreía, sino que lanzaba suspiros, como si rechazara el dolor de un sueño imposible, la desesperación de una empresa fallida.
En tanto que los bárbaros, dudosos, deliberaban, el Sufeta aumentaba sus defensas; hacía cavar un segundo foso, levantar otra segunda muralla y construir en los ángulos torres de madera; sus esclavos iban a las avanzadas a hundir en el suelo los abrojos. Pero los elefantes, a los que se les había disminuido la ración, se debatían en sus trabas. Para economizar el pasto, ordenó Amílcar a los clinabaros que mataran a los caballos menos robustos. Rehusaron algunos y los mandó decapitar. Se comieron los caballos. El recuerdo de esta carne fresca aumentó la tristeza en los días siguientes.
Del fondo del anfiteatro en que se encontraban encerrados, veían alrededor de ellos, en las alturas, los cuatro campamentos de los mercenarios, llenos de agitación. Circulaban las mujeres con odres a la cabeza, balaban las cabras entre haces de picas, se relevaban los centinelas, se comía en torno de las trébedes; porque las tribus les proporcionaban víveres en abundancia y suponían lo que asustaba su inacción al ejército púnico.
En el segundo día observaron los cartagineses en el campo de los númidas una tropa de trescientos hombres separada de los demás. Eran los Ricos, hechos prisioneros desde el comienzo de la guerra. Los libios los alinearon a todos al borde del foso, y puestos detrás de ellos, disparaban azagayas, sirviéndoles de parapeto el cuerpo de los cautivos. Apenas se podía conocer a estos infelices, a causa del estrago que hizo en ellos la miseria y la inmundicia. Sus cabellos, arrancados a mechones, mostraban al desnudo las úlceras de la cabeza, y estaban tan flacos y terribles que parecían momias envueltas en lienzos. Algunos, temblando, gemían con aire estúpido; otros gritaban a sus amigos que tiraran a los bárbaros. Uno había inmóvil y con la cabeza baja, que no hablaba; su gran barba blanca caía hasta las manos cargadas de cadenas, y los cartagineses, sintiendo en el fondo de su corazón, como un desquiciamiento de la República, reconocieron a Giscón. Por más que el sitio era peligroso, se empujaban para verle. Le habían puesto una tiara grotesca, de cuero de hipopótamo, incrustada de guijarros. Era una ocurrencia de Autharita, pero que disgustaba a Matho.
Amílcar, exasperado, hizo abrir las empalizadas, resuelto a abrirse paso de cualquier modo, y con gran furia subieron los cartagineses unos trescientos pasos. Pero bajó tal ola de bárbaros, que fueron repelidos a sus líneas. Uno de los guardias de la Legión, que se quedó afuera, tropezó en las piedras. Corrió Zarxas y le hundió el puñal en la garganta; retiró el arma y, poniendo la boca en la herida, chupó la sangre a borbotones, entre retozos de alegría y sobresaltos que le sacudían hasta los talones. Después, tranquilamente, se sentó encima del cadáver, levantó la cara, volviendo el cuello para aspirar mejor el aire, como hace el ciervo que acaba de beber en el torrente, y con voz aguda entonó una canción de las Baleares, vaga melodía de modulaciones prolongadas, interrumpida y alternada como los ecos que se responden en las montañas; llamó a sus hermanos muertos, convidándolos al festín; luego dejó caer las manos sobre las rodillas, bajó lentamente la cabeza y lloró. Esta atrocidad causó horror a los mercenarios, a los griegos, sobre todo.
Los cartagineses no intentaron otra salida, pero no pensaron en rendirse, seguros de morir en suplicios.
A pesar de los cuidados de Amílcar, los víveres disminuían de un modo espantoso. No quedaba para cada hombre más que diez kolumer de trigo, tres hin de mijo y doce betza de frutas secas. Ni carne, ni aceite, ni salazones, ni un grano de cebada para los caballos; se les veía bajar el enflaquecido cuello buscando en el polvo briznas de paja pisadas. A menudo, los centinelas de la terraza veían, a la luz de la luna, un perro de los bárbaros que merodeaba bajo el atrincheramiento, en un montón de inmundicias; le tiraban una piedra y, ayudándose con las correas del escudo, bajaban a cogerlo, y luego se lo comían. Otras veces se oían terribles ladridos, y el hombre no subía. En la cuarta diloquia de la duodécima sintagma, tres falangitas se mataron a cuchilladas, disputándose una rata.
Todos añoraban sus familias, sus casas; los pobres, sus cabañas en forma de colmena, con conchas en el umbral de las puertas y una red colgante; y los patricios, sus salones llenos de tinieblas azuladas cuando, en la hora más calurosa del día, sesteaban escuchando el vago rumor de las calles, junto con el murmullo de los árboles de sus jardines; y para regodearse con este recuerdo, entornaban los párpados, que la punzada de una herida volvía a abrir. A cada minuto, ocurría un nuevo alerta; ardían las torres; los «Comedores de cosas inmundas» asaltaban las empalizadas; se les cortaban las manos con hachas, y otros venían; una lluvia de hierro caía sobre las tiendas. Se levantaron galerías con rejas de junco para librarse de los proyectiles. Los cartagineses se encerraron, y no se movían.
Todos los días, el sol que trasponía la colina los dejaba en la sombra desde muy temprano. Al frente y por detrás, subían las faldas grises del terreno, cubiertas de piedras manchadas de un liquen raro; y sobre sus cabezas, el cielo, continuamente sereno, se abría más liso y frío a la mirada que una cúpula de metal. Amílcar estaba tan indignado contra Cartago, que sentía deseos de entregarse a los bárbaros para ir contra ella. Los esclavos, los vivanderos empezaban a murmurar, y ni el pueblo, ni el Gran Consejo, ni nadie daban tan siquiera una esperanza. La situación era intolerable, sobre todo por el convencimiento de que llegaría a ser peor.
Al recibirse la noticia del desastre, Cartago estalló de cólera y de odio contra el Sufeta; se le hubiera execrado menos si se hubiera dejado vencer al principio.
Pero para poder comprar otros mercenarios, faltaban dinero y tiempo. ¿Cómo equipar soldados en la ciudad? Amílcar se había llevado todas las armas. Y ¿quién los mandaría? Los mejores capitanes estaban ausentes con él. Sin embargo, los emisarios enviados por el Sufeta, iban por las calles dando gritos. El Gran Consejo se turbó, y se las arregló para hacerlos desaparecer.
Era una imprudencia inútil, porque todos acusaban a Barca de haberse conducido con blandura. Después de su victoria, debía haber aniquilado a los bárbaros. ¿Por qué les había devastado las tribus? Les había impuesto enormes sacrificios, y los patricios deploraban su contribución de catorce sekel; los Sisitas, sus doscientos veinte y tres mil kikar de oro; los que no habían dado nada se lamentaban como los demás. La plebe estaba celosa de los cartagineses nuevos, a los que se había prometido el derecho de ciudadanía completo; y hasta a los ligures, que se habían batido intrépidamente, se les confundía con los bárbaros y se les maldecía como a estos; su raza venía a ser un crimen, una complicidad. Los mercaderes, en el umbral de su tienda; los peones de albañil, que pasaban con la llana en la mano; los vendedores de palmeras, chorreando sus cestos; los bañeros, en las estufas, y los proveedores de bebidas calientes, todos discutían las operaciones militares. Trazaban con el dedo, en el polvo, planes de campaña; y hasta el último galopín corregía las faltas de Amílcar.
Según los sacerdotes, era el castigo de su obstinada impiedad; no había ofrecido holocaustos, ni purificado sus tropas, había rehusado llevar consigo augures, y el escándalo del sacrilegio reforzaba la violencia de los odios contenidos, la rabia de las esperanzas frustradas. Se recordaban los desastres de Sicilia; todo el peso de su orgullo, tanto tiempo soportado. El colegio de los pontífices no le perdonaba haber dispuesto de su tesoro, y exigió del Gran Consejo que, si volvía el Sufeta, fuese crucificado.
Los calores del mes de Elul, excesivos aquel año, eran otra calamidad. De las orillas del lago venían hedores insoportables, que se mezclaban en el aire con la humareda de los aromas que se quemaban en las esquinas. Continuamente se oían resonar himnos. El pueblo, en oleadas, llenaba las escalinatas de los templos; todas las murallas estaban cubiertas de velos negros; ardían cirios en la frente de los dioses Pateques, y la sangre de los camellos degollados en sacrificio, corriendo a lo largo de los tramos, formaba rojas cascadas sobre las gradas. Un funesto delirio agitaba a Cartago. De las calles más estrechas, de las más miserables, salían rostros pálidos, hombres de cara de víbora y que rechinaban los dientes.
Los clamores de las mujeres llenaban las casas y hacían volverse a los que hablaban de pie en las plazas. En ocasiones, se creía que llegaban los bárbaros; se les había visto detrás de la montaña de Aguas Calientes; estaban acampados en Túnez; y los rumores se multiplicaban, confundiéndose en un solo clamor, al que sucedió un silencio universal. Unos trepaban al frontispicio de los edificios, atalayando el horizonte; otros, echados de bruces en los baluartes, aguzaban el oído. Pasado el temor, volvían a empezar las recriminaciones; pero la convicción de su impotencia los reducía a la tristeza, tristeza que redoblaba cuando, por las tardes, subidos a las azoteas, se inclinaban nueve veces, y con un gran grito saludaban al sol, que se ponía detrás de la laguna lentamente, hundiéndose de golpe en las montañas, del lado de los bárbaros.
Se esperaba la fiesta, tres veces santa, en la que un águila, saliendo de una hoguera, se remontaba al cielo; símbolo de la resurrección del año, mensaje del pueblo al supremo Baal, y considerado como un modo de unirse y participar de la fuerza del sol. El odio hacía que se dejara a Tanit por Moloch el Homicida. La Rabbetna, privada de su velo, parecía despojada de una parte de su virtud. Rehusaba el beneficio de las aguas, había desertado de Cartago; era una tránsfuga, una enemiga. Para ultrajarla, la tiraban piedras; pero insultándola, en el fondo, se la deseaba y quería más.
Todas las calamidades venían, pues, por la pérdida del zaimph. Salambó había, indirectamente, contribuido a ello; se la incluía en el mismo odio al Sufeta, y debía ser castigada. Se extendió por el pueblo la vaga idea de una inmolación. Para aplacar a los Baalim se necesitaba, sin duda, ofrecerles algo de valor incalculable: un ser hermoso, joven, virgen, de noble linaje, casi divino: un astro humano. Todos los días, unos hombres desconocidos invadían los jardines de Megara; los esclavos, temiendo por ellos mismos, no se atrevían a oponérseles. Aquellos no pasaban de la escalera de las galeras, sino que se quedaban abajo, mirando a la última terraza: esperaban a Salambó; y durante horas enteras gritaban contra ella como perros que ladran a la luna.
X. La serpiente
Los clamores del pueblo no asustaban a la hija de Amílcar.
Ella estaba turbada por más hondas inquietudes: su gran serpiente, la pitón negra, languidecía, y la serpiente era, entre los cartagineses, un fetiche nacional y particular. Se la consideraba hija del limo de la tierra porque emerge de sus profundidades y no necesita pies para recorrerla; su marcha recuerda las ondulaciones de los ríos; su temperatura, las antiguas tinieblas viscosas, llenas de profundidad, y el círculo que describe al morderse la cola, el conjunto de los planetas, la inteligencia de Eschmún.
La serpiente de Salambó había rehusado muchas veces los cuatro gorriones vivos que la presentaban a cada luna llena y nueva. Su hermosa piel, tachonada, como el firmamento, de manchas de oro en fondo negro, se había vuelto amarilla, flácida, arrugada y demasiado ancha para su cuerpo; alrededor de su cabeza se extendía un moho algodonoso, y en el ángulo de sus pupilas se veían moverse pequeños puntos rojos. De vez en cuando, Salambó se acercaba a su canastilla de hilos de plata, apartaba la cortina de púrpura, las hojas de loto, el colchón de plumas, y la veía siempre arrollada, más inmóvil que liana seca; y, a fuerza de mirarla, concluía por sentir en su corazón como una espiral, como otra serpiente que le subía poco a poco a la garganta y la estrangulaba.
Estaba desesperada por haber visto el zaimph, y, sin embargo, experimentaba cierta alegría y orgullo íntimo. Un misterio se desplegaba en el esplendor de sus pliegues; era la nube que envolvía a los dioses, el secreto de la existencia universal, y Salambó, horrorizándose a sí misma, sentía no haberlo quitado.
Casi siempre estaba agachada en el fondo de su habitación, con las manos en la pierna izquierda, replegada; entreabierta la boca, y pensativos los ojos. Se acordaba con espanto de la cara de su padre; quería ir a las montañas de Fenicia, en peregrinación al templo de Afaka, donde Tanit bajó en forma de estrella; toda clase de ensueños la asaltaban y conturbaban; vivía en una soledad cada día mayor. Ignoraba lo que era de Amílcar.
Cansada de sus meditaciones, se levantaba, y arrastrando sus pequeñas sandalias, cuyas suelas crujían a cada paso que daba, se paseaba por la gran habitación silenciosa. Las amatistas y los topacios del artesanado temblaban aquí y acullá, como manchas luminosas, y Salambó volvía la cabeza al andar, para mirarlas. Cogía por la boca las ánforas suspendidas; se abanicaba con anchos abanicos, o bien se distraía en quemar cinamomo en perlas ahuecadas. Al ponerse el sol, Taanach retiraba las bandas de fieltro negro que tapaban las aberturas de la pared, y las palomas frotadas de almizcle, como las de Tanit, entraban de golpe, pisando con sus rojos pies las losas de vidrio, entre granos de cebada que las echaba Salambó a puñados, como un sembrador en el campo. Pero a menudo, estallaba en sollozos y se tendía en el gran lecho hecho con tiras de buey, sin moverse, repitiendo la misma palabra, pálida como una muerta, insensible, fría; oyendo el grito de los monos en los palmares y el rechinar de la gran rueda que, a través de los pisos, enviaba un raudal de agua pura a la pila de pórfido.
No pocos días rehusaba comer. Veía en sueños, turbios astros que pasaban bajo sus pies; llamaba a Schahabarim, y cuando este se presentaba, ella no tenía nada que decirle.
No podía vivir sin el consuelo de ver al gran sacerdote, pero se sublevaba interiormente contra este dominio; sentía por él, a un tiempo, terror, celos, odio y una especie de amor, en reconocimiento a la singular voluptuosidad que experimentaba a su lado.
Había adivinado en el sacerdote la influencia de la Rabbet, por su gran habilidad en distinguir los dioses que enviaban las enfermedades. Para curar a Salambó, hacía regar todas las mañanas su aposento con lociones de verbena y abanto; la obligaba a dormir con la cabeza apoyada en una almohada de hierbas aromáticas escogidas por los pontífices; empleó, además, baaras, raíz de color de fuego, que sirven en el septentrión para espantar los genios funestos; y, volviéndose hacia la estrella polar, murmuraba tres veces el nombre misterioso de Tanit; pero Salambó sufría siempre, y aumentaban sus angustias.
Ninguno en Cartago tan sabio como él. En su juventud, estudió en el colegio de los Mogbeds, en Borsipa, cerca de Babilonia; visitó luego la Samotracia, Pesinunte, Éfeso, la Tesalia, la Judea, los templos de los Nabateos, perdidos en los arenales; y recorrió a pie las riberas del Nilo, desde las cataratas hasta el mar. Cubierta la cara con un velo y agitando antorchas, había tirado un gallo negro en una hoguera de sandaraca, ante el pecho de la Esfinge, Padre del Terror. Bajó a las cavernas de Proserpina, había visto girar las quinientas columnas del laberinto de Lemnos y resplandecer el candelabro de Tarento, que llevaba tantas lámparas como días tiene el año; algunas noches recibía a los griegos para interrogarles. No le inquietaba tanto la constitución del mundo como la naturaleza de los dioses; en las armillas del pórtico de Alejandría había observado los equinoccios; acompañado hasta Cirene a los hematistas de Evergeto, que medían el cielo calculando el número de pasos; y ahora llenaba su pensamiento una religión particular, sin fórmula precisa y, por lo mismo, llena de vértigos y de ardores. No creía que la tierra fuera como una piña; la creía redonda, rodando eternamente en la inmensidad, con velocidad tan prodigiosa, que no se advertía su movimiento.
Por la posición del sol encima de la luna, deducía el predominio de Baal, del que el astro no es más que reflejo y figura; todo lo que veía en la tierra le forzaba a reconocer como supremo un principio macho exterminador. Acusaba secretamente a la Rabbet del infortunio de su vida, porque una vez el gran Pontífice, entre el tumulto de los címbalos, le había arrancado bajo una patera de agua hirviente su futura virilidad. Desde entonces, seguía con vista melancólica a los hombres que se solazaban con las sacerdotisas en el fondo de las tinieblas.
Pasaba los días inspeccionando los incensarios, los vasos de oro, las pinzas, los rastrillos para las cenizas del altar y las túnicas de las estatuas, juntamente con la aguja de bronce que servía para rizar los cabellos de una antigua Tanit, en el tercer edículo, cerca de la viña de esmeralda. A las mismas horas corría las grandes cortinas de las puertas del santuario; quedaba con los brazos abiertos y rezaba de rodillas en las mismas losas, en tanto que a su alrededor circulaba por los corredores una turba de sacerdotes con los pies desnudos, envueltos en un eterno crepúsculo.
En la aridez de su vida, Salambó era como una flor en la hendidura de un sepulcro. No obstante, era duro para ella y no la ahorraba penitencias y palabras amargas. Su condición establecía entre ellos como una igualdad de sexo, y compensaba la imposibilidad de poseerla el verla tan hermosa y tan pura. A menudo, comprendía que ella se fatigaba en seguir su pensamiento; entonces se quedaba más triste; se sentía más abandonado, más solo, más vacío.
Algunas veces se le escapaban palabras extrañas, que parecían a Salambó como relámpagos que iluminaran abismos, de noche sobre todo, cuando solos los dos en la azotea, miraban las estrellas, y Cartago se explayaba a sus pies con el golfo y el mar, vagamente perdidos en las tinieblas.
El gran sacerdote explicaba a la virgen la teoría de las almas que bajan a la tierra, siguiendo el camino del sol por los signos del zodíaco. Extendiendo el brazo, mostraba en Aries la puerta de la generación humana, y en Capricornio la de la vuelta a los dioses; Salambó se esforzaba en verlo, porque tomaba estas concepciones por realidades; aceptaba como verdaderos en sí mismos los que eran puros símbolos, y hasta las maneras del lenguaje obscuro del sacerdote.
—Las almas de los muertos —decía este— se resuelven en la luna, como los cadáveres en la tierra. Sus lágrimas componen su humedad; es un lugar obscuro, lleno de fango, de ruinas y de tempestades.
Salambó preguntaba lo que sería de ella.
—Al principio languidecerás, liviana como un vapor que flota sobre las olas; después de pruebas y de angustias largas, irás al hogar del sol, la fuente misma de la inteligencia.
Pero nunca hablaba de la Rabbet. Creía Salambó que era por pudor de la diosa vencida, y llamándola con su nombre común que designaba la luna, multiplicaba sus bendiciones al astro fértil y suave. Por fin él exclamó:
—¡No, no! Ella toma del sol toda su fecundidad. ¿No la ves moverse a su alrededor como mujer amante que corre tras un hombre en el campo?
Y sin cesar exaltaba la virtud de la luz.
Lejos de abatir sus místicos deseos, los avivaba, por el contrario, y hasta él mismo parecía participar de la alegría de desconsolarla con revelaciones de una doctrina implacable. Salambó, a pesar de las penas de su amor, se sentía arrobada.
No obstante, cuanto más parecía dudar Schahabarim de Tanit, más quería creer. En el fondo de su alma le detenía un remordimiento. Le faltaba alguna prueba, alguna manifestación de la diosa, y en la esperanza de obtenerla, el sacerdote imaginó una empresa que podía salvar a la vez su patria y su creencia.
Empezó por deplorar ante Salambó el sacrilegio y las desgracias que se producían hasta en las regiones celestes. Luego, de repente, le anunció el peligro del Sufeta, asaltado por tres ejércitos que mandaba Matho; porque Matho, para los cartagineses, era a causa del velo, como el rey de los mercenarios; y añadió que la salvación de la República y de su padre dependía solo de ella.
—¿De mí? —exclamó Salambó—. ¿Cómo puedo yo?...
—¡No consentirás nunca! —repuso el sacerdote, con una sonrisa de desdén—. ¡Es menester que vayas entre los bárbaros y recobres el zaimph!
Salambó se inclinó en su escabel de ébano, quedando con los brazos extendidos sobre las rodillas y toda temblorosa, como una víctima al pie del altar, esperando el golpe de maza. La zumbaban los oídos, veía girar círculos de fuego y, en su estupor, no comprendía más que una cosa: la de que seguramente iba a morir pronto.
Pero si la Rabbetna triunfaba, si el zaimph era devuelto y Cartago salvada, ¿qué importaba la vida de una mujer?, pensaba Schahabarim. Además, quizás pudiera conseguir el velo sin morir.
Estuvo tres días sin dejarse ver, y el cuarto por la noche la hizo llamar.
Para inflamar mejor su corazón la enteró de todas las invectivas que se vociferaban contra Amílcar en pleno Consejo; añadiendo que ella había faltado y que debía reparar su crimen, puesto que la Rabbetna ordenaba el sacrificio.
Con frecuencia llegaba a Megara un prolongado clamor que atravesaba los Mapales. Schahabarim y Salambó salían prestamente, y desde lo alto de la escalera de las galeras, veían gente en la plaza de Kamón, gritando que les dieran armas. Los Ancianos no querían dárselas, creyendo inútil este esfuerzo; varias partidas sin jefe habían sido acuchilladas. Al cabo se les permitió ir, y, por una especie de homenaje a Moloch o por un vago deseo de destrucción, arrancaron grandes cipreses de los bosques de los templos, y encendiéndolos en las antorchas de los Kabiros, los llevaban por las calles, cantando. Estas llamas monstruosas adelantaban moviéndose suavemente; irisaban con su luz las bolas de vidrio de la cresta de los templos, los ornamentos de los colosos, los espolones de las naves, rebasaban las azoteas y formaban como soles que rodaban por la ciudad. Bajaron la Acrópolis; se abrió la puerta de Malqua.
—¿Estás pronta? —preguntó Schahabarim—, ¿o bien ordenaste digan a tu padre que le has abandonado?
Salambó se tapó la cara con los velos, y las grandes luminarias se alejaron poco a poco por el borde de las aguas.
Un espanto indefinible la retenía; tenía miedo a Moloch, miedo a Matho. Este hombre de estatura gigante, que era el dueño del zaimph, dominaba la Rabbetna, tanto como Baal, y se le aparecía rodeado de los mismos fulgores; además del alma, dioses visitaban algunas veces el cuerpo de los hombres. Hablando de esto Schahabarim, ¿no había dicho que ella debía vencer a Moloch? Matho y Moloch se confundían y mezclaban en su pensamiento y ambos a dos la perseguían.
Quiso conocer su porvenir y se acercó a la serpiente; porque se sacaban los augurios por la actitud de las serpientes. Pero la canastilla estaba vacía. Salambó se turbó.
La encontró enroscada por la cola en uno de los balaustres de plata, cerca del lecho colgante, que frotaba para desprenderse de la vieja piel amarillenta, en tanto que su cuerpo luciente y claro se alargaba como espada sacada a medias de la vaina.
En los siguientes días, a medida que Salambó se dejaba convencer y estaba más dispuesta a socorrer a Tanit, la pitón se curaba, engordaba y parecía revivir. Con esto se cercioró Salambó de que el pontífice era el portavoz de los dioses. Una mañana se levantó determinada y preguntó qué era necesario hacer para que Matho devolviera el velo.
—¡Reclamarlo! —contestó Schahabarim.
—¿Y si él rehúsa?
El sacerdote la miró fijamente, con una sonrisa que ella no había visto nunca en él.
—Sí; ¿qué hacer? —repitió la joven.
Schahabarim daba vueltas entre sus dedos a las puntas de las tocas que caían de su tiara, con los ojos bajos e inmóvil. Al fin, viendo que ella no comprendía, dijo:
—Estarás sola con él.
—¿Después?
—Sola en su tienda.
—¿Y entonces?
Schahabarim se mordió los labios. Buscaba una frase, un rodeo.
—¡Si tú has de morir, será más tarde; nada temas, no te asustes! Serás humilde y te someterás a su deseo, que es la orden del cielo.
—Pero, ¿y el velo?
—¡Los dioses te inspirarán! —repuso Schahabarim.
Salambó dijo:
—¡Oh, padre! ¡Si tú me acompañaras!
—¡No!
La hizo poner de rodillas, y con la mano izquierda alzada y la derecha extendida juró por ella traer a Cartago el manto de Tanit. Con imprecaciones terribles, ella se consagró a los dioses, y cada vez que el pontífice pronunciaba una palabra, la repetía desfallecida.
Le indicó todas las purificaciones y ayunos que debía hacer y el modo de llegar hasta Matho. Además, la acompañaría un hombre, conocedor del camino.
Salambó se sintió como libertada. No pensó más que en la dicha de volver a ver el zaimph, y bendecía a Schahabarim por sus exhortaciones.
Era el tiempo en que las palomas de Cartago emigraban a Sicilia, en la montaña de Erix, alrededor del túmulo de Venus. Antes de su partida, durante muchos días, se buscaban y llamaban para reunirse, y, por fin, volaron una tarde, empujadas por el viento, y esta enorme nube blanca hendía el cielo, muy alta, por encima del mar.
El horizonte se teñía de color de sangre. Las palomas parecían bajar a las ondas, y luego desaparecieron como sorbidas y caídas por sí mismas en la boca del sol. Miraba Salambó cómo se alejaban; bajó la cabeza, y Taanach, creyendo adivinar su cuita, la dijo con dulzura:
—¡Ama, ellas volverán!
—Sí; lo sé.
—¡Y tú las volverás a ver!
—¡Quién sabe! —contestó Salambó suspirando.
No había confiado a nadie su resolución. Para realizarla más discretamente, envió a Taanach que comprara en el arrabal de Kinvido (en vez de pedirlo a los intendentes) todas las cosas que le hacían falta: bermellón, perfumes, cinturón de lino y vestidos nuevos. La vieja esclava se asustaba de estos preparativos, pero sin atreverse a preguntar nada; llegó el día fijado por Schahabarim para la partida.
A la duodécima hora, vio Salambó en el fondo de los sicomoros un ciego viejo, con una mano apoyada en la espalda de un niño que iba delante de él, y en la otra, sosteniéndola en la cadera, una especie de cítara de madera negra. Eunucos, esclavos y mujeres habían sido escrupulosamente apartados para que nadie pudiera enterarse del misterio que se preparaba.
Taanach encendió en los ángulos de la habitación cuatro trípodes llenos de estrobos y de cinamomo; desplegó grandes tapices babilonios, que tendió sobre cuerdas alrededor de la cámara; porque Salambó no quería ser vista, ni siquiera por las paredes. El tocador de kinnos estaba agachado detrás de la puerta, y el niño, en pie, tocaba una flauta de caña. Por fuera disminuía el ruido de las calles; sombras violáceas se alargaban ante el peristilo de los templos; y al otro lado del golfo, las faldas de las montañas, los olivares y las tierras amarillas ondulaban indefinidamente, confundiéndose en un vapor azulado; no se oía ningún ruido; una postración indefinible flotaba en el aire.
Salambó se inclinó en el borde del estanque, en una grada de ónice; levantó las anchas mangas, que echó a las espaldas, y empezó sus abluciones, metódicamente, conforme a los ritos sagrados.
Taanach le trajo en una redoma de alabastro un líquido, casi coagulado; era la sangre de un perro negro, degollado por mujeres estériles en una noche de invierno, en los escombros de una sepultura. Con ella se frotó las orejas, los talones y el pulgar de la mano derecha, que le quedó un poco encarnada, como si hubiera partido una fruta.
Salió la luna, y en este instante, la cítara y la flauta tocaron al unísono. Salambó se quitó los pendientes, el collar, los brazaletes y el chal blanco; desató la venda de sus cabellos y, por algunos minutos, los sacudió suavemente sobre los hombros para refrescarse con sus ondulaciones. Afuera continuaba la música; tres notas precipitadas, furiosas, siempre las mismas; chirriaban las cuerdas, roncaba la flauta, y Taanach marcaba el ritmo con las palmas de las manos, en tanto que Salambó, balanceando el cuerpo, salmodiaba plegarias y se le iban cayendo una a una todas sus vestiduras.
Se agitó la pesada tapicería, y por encima de la cuerda que la sostenía asomó la cabeza de la pitón. Fue bajando despacio, como gota de agua que se desliza por una pared, se arrastró por las ropas esparcidas y luego, con la cola apoyada en el suelo, se enderezó recta, asaetando a Salambó con sus ojos, más encendidos que carbunclos.
El frío, tal vez el pudor, hizo vacilar a la joven; pero acordándose de las órdenes de Schahabarim, se adelantó; la pitón se aplanó, y dejándose coger por la mitad del cuerpo, formó de cabeza a cola como un collar, cuyas dos puntas tocaban en el suelo. Salambó se la ciñó a las caderas, la puso bajo sus brazos, entre sus rodillas; tomándola después por las mandíbulas, acercó a sus dientes la boca triangular de la serpiente, y con los ojos medio cerrados, se cimbreó a los rayos de la luna. La argentada luz parecía envolverla en una niebla de plata; la huella de sus pasos húmedos brillaba en el pavimento; palpitaban las estrellas en la profundidad del agua, y la serpiente apretaba a Salambó con sus negros anillos moteados de oro. Jadeaba la joven con este peso excesivo, doblaba los riñones, se sentía morir, en tanto que la pitón le golpeaba suavemente el muslo con la punta de la cola. Al fin cesó la música y la serpiente se desenroscó y cayó.
Encendió Taanach dos candelabros con luces encerradas en bolas de cristal llenas de agua, tiñó con lausonia la palma de las manos de la virgen, puso bermellón en sus mejillas, antimonio en el borde de sus párpados y alargó las cejas con una mezcla de goma, almizcle, ébano y patas de moscas aplastadas.
Sentada Salambó en una silla de marfil, dejaba hacer a la esclava. Pero estos toques, no menos que el olor de los perfumes y los ayunos que había hecho, la enervaban. De tal modo palideció, que la esclava cesó en sus operaciones.
—¡Sigue! —dijo Salambó, haciendo un esfuerzo para animarse. Y llena de impaciencia, amonestaba a Taanach para que se diera prisa.
—¡Bien, bien, ama!... Ninguno te está esperando —repuso la esclava en tono de reproche.
—Sí —contestó Salambó—; alguien me espera.
Retrocedió sorprendida la esclava.
—Ama, ¿qué me mandas? Si has de estar ausente mucho tiempo... ¡Tú sufres! ¿Qué te pasa? No te vayas; llévame contigo. Cuando eras pequeñuela, yo te apretaba contra mi corazón y te hacía reír con los pezones de mis tetas; ¡tú las agotaste, ama! —y se golpeaba los pechos secos—. Ahora soy vieja, no puedo servirte; ya no me quieres, me ocultas tus penas; desdeñas a tu nodriza.
Y lágrimas de ternura y de despecho corrían por sus mejillas cortadas por los tatuajes.
—¡No —dijo Salambó—; no, sigo queriéndote; consuélate!
Taanach, con una sonrisa parecida a la mueca de un mono viejo, prosiguió su tarea. Schahabarim tenía encargado a Salambó que se vistiera con magnificencia, y así lo hizo, según el gusto bárbaro, a un tiempo exquisito e ingenuo.
Encima de una primera túnica, delgada y de color de fresa, la esclava le puso otra bordada de plumas de pájaro. Colgaban de la cintura escamas de oro, y los flecos de los bombachos azules, eran estrellas de plata. Luego la cubrió con otra gran túnica cortada por líneas verdes, hecha con tela de Seres. Ató a la espalda un cuadrado de púrpura, con el borde inferior atirantado con granos de sandrasto; y sobre todas estas vestiduras, colocó un manto negro cuya cola le llegaba a los talones. Al concluir la tarea, la esclava contempló a su ama, y orgullosa de su obra, no pudo menos de decir:
—¡No estarás más hermosa el día de tu boda!
—¿Mi boda? —repitió Salambó, pensativa, con el codo apoyado en la silla de marfil.
Taanach la puso delante un espejo de cobre tan ancho y tan alto, que Salambó se vio de cuerpo entero. Se levantó, y con blando gesto se arregló un bucle de cabellos que estaba demasiado caído.
Tenía la cabellera cubierta de polvos de oro, encrespada en la frente, y colgando por la espalda, sus largos tirabuzones terminados en perlas. Las luces del candelabro avivaban el afeite de sus mejillas, el oro del vestido, la blancura de su piel. Llevaba alrededor del talle, en brazos, manos y dedos del pie tal abundancia de piedras preciosas, que el espejo, como un sol, reflejaba en ellas sus luces. Salambó, de pie al lado de la esclava, se ladeaba para mirarse, sonriendo a este deslumbramiento de su hermosura.
Luego se paseó de un lado a otro, no sabiendo cómo emplear el tiempo que faltaba para la partida.
De improviso, sonó el canto de un gallo. Salambó prendió a sus cabellos un largo velo amarillo, arrolló al cuello una banda, se calzó unos botines de cuero azul y dijo a Taanach:
—Mira si debajo de los mirtos está un hombre con dos caballos.
Cuando la esclava volvía, ya bajaba Salambó la escalera.
—¡Ama! —exclamó la nodriza.
Salambó se volvió a ella, y con un dedo en la boca, la ordenó discreción.
Taanach anduvo a lo largo de las proas de las galeras hasta el pie de la terraza, y de lejos, a la claridad de la luna, vio en la avenida de los cipreses una sombra gigantesca que iba a la izquierda de Salambó y en sentido oblicuo, lo cual era presagio de muerte.
La esclava subió a la habitación; se echó en el suelo, se arañó la cara; se arrancaba los cabellos y daba grandes alaridos; pero comprendiendo que podían oírla, se calló, sin dejar de sollozar, con la cabeza entre las manos y tendida sobre las losas.
XI. En la tienda de campaña
El hombre que guiaba a Salambó la hizo pasar más allá del faro, hacia las Catacumbas, y bajar luego a lo largo del arrabal Moluya, lleno de callejas escarpadas. Empezaba a clarear. De cuando en cuando, las vigas de palma que sobresalían de las paredes les obligaba a bajar la cabeza. Los dos caballos, andando al paso, resbalaban, y así llegaron a la puerta de Teveste.
Entreabiertas estaban las pesadas hojas; la pasaron, y en seguida se cerraron tras ellos.
Siguieron primero la línea de los baluartes, y a la altura de las Cisternas tomaron por la Tenia, estrecha cinta de tierra amarilla que separaba el golfo del lago y se prolongaba hasta Radés.
A nadie se veía alrededor de Cartago, ni en el mar ni en el campo. Las olas, de color de pizarra, se agitaban suavemente, y el viento que empujaba sus espumas las manchaba con rasgones blancos. A pesar de sus velos, Salambó temblaba por el frío de la mañana; el movimiento y el aire libre la aturdían. Después se levantó el sol, que la mordía en la nuca, e involuntariamente quedó amodorrada. Los dos caballos trotaban juntos, hundiendo los pies en la muda llanura.
Así que pasaron la montaña de Aguas Calientes, siguieron a paso más rápido, porque el piso era más firme.
Los campos, por más que era el tiempo de la siembra y de la labranza, estaban solitarios como el desierto. A trechos se veían manchas de trigo y de cebada que empezaban a granar. En el claro horizonte, las ciudades se destacaban en negro, con formas recortadas e incoherentes.
A trechos se levantaban en el borde del camino lienzos de muralla medio calcinados. Hundíanse los techos de las cabañas; se veían restos de vasijas, andrajos, utensilios y objetos desconocidos. A menudo, un ser cubierto de harapos, de cara terrosa y pupilas ardientes, salía de estas ruinas, para echar a correr o desaparecer en un agujero. Salambó y su guía no se detenían.
Se iban sucediendo los llanos abandonados; el polvo de carbón que levantaban las cabalgaduras se extendía por grandes espacios de tierra amarilla; algunas veces encontraban sitios apacibles, un arroyo que corría entre hierbas, y Salambó, para refrescar las manos, arrancaba hojas mojadas. En la linde de un bosque de adelfas, su caballo dio un respingo ante el cadáver de un hombre tendido en el suelo.
El guía esclavo arregló el arnés en seguida. Era uno de los servidores del Templo, y hombre que Schahabarim empleaba en misiones peligrosas. Por exceso de precaución, iba ahora a pie entre los dos caballos, a los que animaba con un rebenque atado a la muñeca; o bien sacaba de un zurrón colgado al pecho bolas de trigo, dátiles y yemas de huevo, envueltas en hojas de loto, y que ofrecía a Salambó, sin dejar de correr.
A mitad del día cruzaron el camino tres bárbaros, vestidos con piel de animales. Poco a poco fueron apareciendo otros, en grupos de diez, doce y veinticinco hombres, muchos de estos arreando cabras o alguna vaca que cojeaba. Sus pesados bastones estaban erizados de puntas de cobre; brillaban los cuchillos bajo sus vestidos, horriblemente sucios, y miraban entre amenazadores y asombrados. Al paso de los viajeros, algunos enviaban una bendición; otros murmuraban palabras obscenas. El guía de Salambó contestaba a todos en sus distintos idiomas. Les decía que llevaba a un joven enfermo a curarse a un templo lejano.
Iba haciéndose tarde, y se oyeron ladridos. A la última luz del crepúsculo llegaron los viajeros a un cercado de piedras secas, con una vaga construcción en medio. Corría un can por la tapia; el esclavo le tiró una piedra, y entraron en una sala alta y abovedada.
Una mujer se estaba calentando junto a un montón de charrascas encendidas, yéndose el humo por los agujeros del techo. Sus blancos cabellos, que la caían hasta las rodillas, la tapaban a medias, y sin decir palabra, con expresión idiota, murmuraba palabras incoherentes de venganza contra los bárbaros y contra los cartagineses.
El guía registró a derecha e izquierda, y acercándose a la mujer la pidió de cenar. La vieja meneaba la cabeza, y con la mirada fija en las brasas balbuceaba:
—Los diez dedos están cortados. La boca no come más.
El esclavo la enseñó unas monedas de oro. Pareció animarse la vieja, pero en seguida volvió a su inmovilidad. Le puso un puñal en la garganta, y entonces, temblorosa, fue a levantar una ancha losa y trajo una ánfora de vino con peces de Hippo-Zarita confitados en miel.
Salambó rechazó este alimento inmundo, y se durmió sobre las mantas de los caballos, tendidas en un rincón de la sala.
Antes de ser día, se despertó. Ladraba el perro. El esclavo se le acercó callado, y de una sola cuchillada le cortó la cabeza, y con la sangre frotó las narices de los caballos para reanimarlos. La vieja le maldijo. Lo oyó Salambó y apretó contra el pecho el amuleto que llevaba sobre el corazón.
Prosiguieron la marcha.
A intervalos preguntaba ella si llegarían pronto. La ruta ondulaba por pequeñas colinas. Se oía el chirrido de las cigarras. Calentaba el sol la amarillenta hierba; todo el terreno estaba hendido por aberturas que iban formando a manera de losas monstruosas. En ocasiones pasaba una víbora y volaban águilas; el esclavo corría siempre; Salambó soñaba envuelta en sus velos, y a pesar del calor no los apartaba, temiendo manchar sus hermosos vestidos.
A distancias regulares, se levantaban torres edificadas por los cartagineses para vigilar las tribus. Los viajeros entraban en ellas, buscando la sombra, y luego seguían su camino.
La víspera, por prudencia, habían dado un gran rodeo; pero ahora, no encontraban a nadie; la región era estéril y los bárbaros no habían pasado por ella.
Volvió a verse la devastación: en mitad del campo, un mosaico, como últimos restos de una quinta, y olivares sin hojas, que de lejos parecían anchos matorrales de espinos. Pasaron por un pueblo cuyas casas estaban quemadas a ras del suelo, viéndose esqueletos humanos a lo largo de las murallas, y la carroña de dromedarios y mulas muertas que llenaban las calles.
Venía la noche, y el cielo se veía bajo y cubierto de nubes. Subieron durante dos horas en dirección a Occidente, y de pronto divisaron ante ellos multitud de pequeñas llamas en el fondo de un anfiteatro.
Aquí y acullá brillaban placas de oro, que cambiaban de sitio. Eran las corazas de los clinabaros del campo púnico; luego distinguieron en los contornos otros brillos en mayor número, porque las armas de los mercenarios se extendían confundidas en un gran espacio.
Salambó hizo un movimiento para adelantarse; pero el hombre de Schahabarim la llevó más lejos y bordearon la terraza que cerraba el campo de los bárbaros. Encontraron una brecha, y el esclavo desapareció.
En la cima del reducto se paseaba un centinela con un arco en la mano y la pica a la espalda.
Como Salambó iba acercándose, el bárbaro se arrodilló y disparó una flecha, que vino a clavarse por debajo de su manto. Se paró ella, gritando, y él la preguntó qué quería.
—Hablar a Matho —contestó ella—. Soy un tránsfuga de Cartago.
El centinela dio un silbido que se repitió de distancia en distancia.
Esperó Salambó. Su caballo, asustado, daba vueltas, relinchando.
Cuando llegó Matho la luna se levantaba detrás de ella; pero como la cubría un velo amarillo con flores negras y tanta ropa alrededor del cuerpo, era imposible ver nada. De lo alto de la terraza, Matho contemplaba esta vaga forma, erguida como un fantasma en la penumbra de la noche.
Al fin ella le dijo:
—¡Llévame a tu tienda! ¡Yo lo quiero!
Un recuerdo que no podía precisar atravesó la memoria del bárbaro. Sentía latir su corazón. Este acento de mando le intimidaba.
—¡Sígueme! —la dijo.
Se bajó la barrera, y en seguida entró Salambó en el campo de los mercenarios. Lo llenaba un gran tumulto y una gran multitud. Ardían fuegos debajo de marmitas colgadas, y sus purpúreos reflejos, al iluminar ciertos sitios, dejaban otros completamente a obscuras. Había gritos y llamadas; los caballos, trabados, formaban largas hileras en medio de las tiendas; estas eran redondas o cuadradas, de cuero o de tela; había chozas de caña y agujeros en la arena, como los que excavan los perros. Los soldados porteaban faginas, se sentaban en tierra o se envolvían en una manta, disponiéndose a dormir, y el caballo de Salambó, para pasar por encima, algunas veces alargaba una pierna y daba un salto.
Recordaba ella haberlos ya visto; pero tenían ahora las barbas más largas, sus caras estaban más negras y las voces eran más broncas. Matho iba delante de ella, apartándolos con un movimiento del brazo, que levantaba su manto rojo. Algunos besaban sus manos; otros, doblando el espinazo, se le acercaban a pedirle órdenes; porque ahora era él el verdadero jefe de los bárbaros. Espendio, Autharita y Narr-Habas estaban desalentados, y él había mostrado tanta audacia y obstinación, que todos le obedecían.
Siguiéndole Salambó, atravesó todo el campo. Su tienda estaba en el extremo, a trescientos pasos del atrincheramiento de Amílcar.
Observó ella, a la derecha, un ancho foso, y le pareció asomaban caras en los bordes, al nivel del suelo, como si fueran cabezas cortadas; pero movían los ojos y de sus bocas salían gemidos en lengua púnica.
Dos negros con antorchas de resina, estaban a ambos lados de la puerta. Matho apartó bruscamente la tela, y ella le siguió.
Era una tienda espaciosa, con un mástil en medio. La alumbraba una lámpara grande, en forma de loto, llena de un aceite amarillo, en el que flotaban puñados de estopas; relucían en la sombra objetos militares. Una espada desnuda se apoyaba en un escabel, cerca de un escudo; látigos de cuero de hipopótamo, címbalos, cascabeles y collares se entremezclaban con cestas de esparto; las migas de un pan negro manchaban una manta de fieltro; en un rincón, sobre una piedra redonda, había un montón de moneda de cobre, y por entre los rasgones de la tela de la tienda, el viento traía el polvo de fuera y el olor de los elefantes, a los que se oía comer sacudiendo sus cadenas.
—¿Quién eres? —preguntó Matho.
Sin contestar, miró ella alrededor lentamente; sus ojos se detuvieron en el fondo, donde sobre un lecho de hojas de palmera, había una cosa azulada y chispeante.
Salambó se adelantó con viveza, dando un grito. Matho, detrás de ella, se sentía impaciente.
—¿Qué te trae aquí? ¿A qué vienes?
Respondió ella, señalando el zaimph:
—¡Para llevármelo!
Y con la otra mano se arrancó los velos que la cubrían. Matho retrocedió, con los codos hacia atrás, sorprendido, casi aterrorizado.
Ella se sentía como apoyada por la fuerza de los dioses, y mirándole cara a cara, le pedía el zaimph; se lo reclamaba con palabras elocuentes y soberbias.
Matho no la oía; la contemplaba, y los vestidos se confundían para él con el cuerpo. El moaré de las telas era como el esplendor de su piel, algo especial y privativo de ella. Brillaban sus ojos como los diamantes; el pulimento de sus uñas era la continuación de la finura de las joyas que llevaba en los dedos; los dos corchetes de su túnica, levantando un poco sus pechos, los juntaba uno con otro, y él se perdía con el pensamiento en este estrecho intervalo, del que bajaba un hilo con una placa de esmeraldas, que se traslucía debajo de una gasa morada. Llevaba por pendientes dos pequeñas balanzas de zafiro con una perla hueca cada una, llena de un perfume líquido. Por los agujeros de la perla, caía, de rato en rato, una gotita sobre la espada desnuda, y Matho la miraba caer.
Invencible curiosidad le arrastró, y como niño que pone la mano en una fruta desconocida, tembloroso, y con la punta del dedo, tocó suavemente en el nacimiento del pecho: la carne, un poco fría, cedió con resistencia elástica.
Este contacto, aunque apenas sensible, exaltó a Matho, y fuera de sí mismo, se precipitó a ella, queriéndola envolver, absorberla, beberla. Palpitaba su pecho y rechinaban sus dientes.
Tomándola por las dos muñecas, la empujó suavemente y se sentó sobre una coraza, al lado del lecho de palma, cubierto por una piel de león. La miraba de pies a cabeza, y teniéndola sentada en sus orillas, repetía:
—¡Qué hermosa eres! ¡Qué hermosa!
Los ojos seguían fijos en los suyos y la hacían sufrir, y este malestar, esta repugnancia llegó a tal extremo que Salambó se contenía para no gritar; pero se acordó de Schahabarim y se resignó.
Matho retenía siempre sus manos en las suyas, y de cuando en cuando, a pesar de las órdenes del sacerdote, ella trataba de apartarlas, sacudiendo los brazos. Él inflaba las narices para aspirar mejor el perfume que se exhalaba de toda ella; emanación indefinible, fresca, pero que aturdía como el humo de una cazoleta. Olía a miel, a pimienta, a incienso, a rosas y a otras cosas más.
¿Pero cómo estaba ella a su lado, en su tienda, a discreción suya? ¿Quién la había empujado hasta allí? ¿Había venido solo por el zaimph? Dejó caer los brazos y bajó la cabeza, abrumado por un repentino ensueño.
Salambó, con el fin de enternecerle, le dijo con voz quejumbrosa:
—¿Qué te hice yo para que quieras mi muerte?
—¿Tu muerte?
—Yo te vi una noche, en el incendio de mis jardines que ardían, entre copas humeantes y mis esclavos degollados, y tu cólera era tan fuerte que te precipitaste a mí y hube de huir. Después, el terror se ha apoderado de Cartago. Se pregonaba la destrucción de las ciudades, el incendio de los campos, la matanza de soldados; ¡fuiste tú quien los perdiste; tú quien los asesinaste! ¡Te odio! Solo tu nombre es un remordimiento para mí. ¡Eres más execrable que la peste y que la guerra romana! Las provincias tiemblan ante tu furor; los surcos están llenos de cadáveres. Yo he seguido el rastro de tus devastaciones, como si fuera detrás de Moloch.
Matho se levantó de un salto; orgullo colosal le hinchaba el pecho: se veía exaltado como un dios.
Salambó continuó diciendo:
—Como si no fuera bastante tu sacrilegio, viniste a mi casa, mientras yo dormía, envuelto en el zaimph. No entendí tus palabras, pero comprendí que querías llevarme al fondo de un abismo.
Matho, retorciéndose los brazos, exclamó:
—¡No!, ¡no! Era para dártelo, para entregártelo. Me parecía que la diosa había dejado su vestido para ti, y que te pertenecía. En su templo o en tu casa, ¿qué importa? ¿No eres tú omnipotente, inmaculada, radiante y bella como Tanit?
Y con una mirada llena de adoración infinita, agregó:
—¡A menos que seas tú la misma Tanit!
—¿Yo, Tanit?...
No hablaron más. El trueno retumbaba a lo lejos. Balaban los carneros, asustados por la tempestad.
—¡Oh! ¡Acércate —dijo él—, acércate! No temas nada. Antes yo no era más que un soldado obscuro entre los mercenarios, tan dócil que llevaba para los otros leña a las espaldas. ¡Qué me importa Cartago! La multitud de su gente se agita como perdida en el polvo de tus sandalias, y todos sus tesoros y provincias, naves e islas no me causan la envidia que el frescor de tus labios y el torneado de tus hombros. ¡Si quise derribar sus murallas fue con el fin de llegar hacia ti, de poseerte! Entretanto, me vengaba. Ahora, aplasto los hombres como conchas y me arrojo sobre las falanges, aparto las lanzas con la mano, detengo a los caballos por las narices; no me mataría una catapulta. ¡Oh! ¡Si supieras cuánto pienso en ti, durante la guerra! El recuerdo de un gesto, de un pliegue de tu vestido, me sobrecoge de pronto y me aprisiona como una red. Veo tus ojos en las llamas de las faláricas y en el dorado de los escudos. Oigo tu voz en el sonido de los címbalos. Me vuelvo, no te veo, y me distraigo guerreando.
Levantaba el brazo, en el que las venas se entrecruzaban como lianas en las ramas del árbol. Sudaba su pecho, de músculos cuadrados, y su respiración agitaba sus costados juntamente con el cinturón adornado de cintas que caían hasta sus rodillas, más duras que el mármol. Salambó, acostumbrada a los eunucos, se asombraba de la fuerza de este hombre. Era el castigo de la diosa o la influencia de Moloch, que circulaba alrededor de ella, en los cinco ejércitos. Se sentía débil; escuchaba con estupor el grito intermitente de los centinelas, contestándose unos a otros.
Las llamas de la lámpara oscilaban movidas por ráfagas de aire caliente. A intensos resplandores sucedía la obscuridad, y Salambó no veía más que las pupilas de Matho, como dos ascuas en la noche. Estaba persuadida de que una fatalidad pesaba sobre ella, que estaba abocada a un momento supremo, irrevocable, y haciendo un esfuerzo subió hasta el zaimph y levantó las manos para cogerlo.
—¿Qué haces? —exclamó Matho.
Respondió ella plácidamente:
—Me vuelvo a Cartago.
Matho fue a ella con los brazos cruzados y con aire tan terrible que Salambó quedó como clavada en el suelo.
—¡Volverte a Cartago! ¡Volverte a Cartago! ¿De modo que has venido para coger el zaimph, para vencerme, y luego desaparecer? ¡No, no; tú me perteneces, y nadie te arrancará ahora de aquí! ¡Oh! ¡No he olvidado la insolencia de tus ojos y cómo me aplastabas desde la altura de tu belleza! Ahora me toca a mí; eres mi cautiva, mi esclava, mi servidora. Llama, si te parece, a tu padre con su ejército, a los Ancianos, a los Ricos, a toda la execrable Cartago. ¡Soy el amo de trescientos mil soldados! Iré a buscar más a Lusitania, a las Galias y en el fondo del desierto, y destruiré tu ciudad y quemaré sus templos; las trirremes navegarán sobre olas de sangre. ¡No quiero que quede ni una casa, ni una piedra, ni una palmera! ¡Y si me faltan los hombres, llamaré a los osos de las montañas y empujaré a los leones! ¡No trates de huir, porque te mato!
Pálido, y con los puños crispados, temblaba como arpa cuyas cuerdas van a estallar. De pronto, le ahogaron los sollozos y, casi humillándose, añadió:
—¡Ah! ¡Perdóname! ¡Soy más infame y más vil que los escorpiones, que el fango y el polvo! Cuando tú hablabas, tu aliento ha pasado por mi cara, deleitándome como a un moribundo que bebe de bruces al borde de un arroyo. ¡Aplástame, con tal que sienta tus pies! ¡Maldíceme, con tal que oiga tu voz! ¡No te vayas, por compasión! ¡Te amo! ¡Te amo!
Estaba de rodillas ante ella; la ceñía el talle con ambos brazos, con la cabeza hacia atrás y las manos inquietas; los discos de oro colgados de sus orejas brillaban sobre su cuello de bronce; gruesas lágrimas brotaban de sus ojos, parecidos a globos de plata; suspiraba de un modo acariciador, y murmuraba vagas palabras, blandas como la brisa y suaves como un beso.
Salambó sentíase invadida por una laxitud que la hacía perder la conciencia de sí misma. Algo, a la vez íntimo y superior, una orden de los dioses la obligaba a entregarse, y desfallecida, se dejó caer en el lecho sobre las pieles de león. Matho la cogió de los pies, estalló la cadenilla de oro, y al volar las dos puntas hirieron la tela como dos víboras furiosas. El zaimph cayó, envolviéndoles. Salambó vio la cabeza de Matho sobre su seno.
—¡Moloch! ¡Tú me quemas!
Y los besos del soldado, más devoradores que llamas, la envolvían; sentíase como arrastrada por el huracán, como quemada por la fuerza del sol.
Matho la besaba los dedos de las manos, los brazos, los pies y las largas trenzas de sus cabellos de un extremo a otro.
—¡Llévatelo! —la decía—. ¿Qué me importa? Llévame también contigo. ¡Abandono el ejército, renuncio a todo! Más allá de Gades, a veinte días de mar, hay una isla cubierta de polvo de oro, de verdor y de pájaros. Grandes flores llenas de perfumes se balancean en las montañas, como eternos incensarios; en los limoneros, más altos que cedros, las serpientes de color de leche hacen caer las frutas en el césped con los diamantes de sus fauces; el aire es tan suave que impide morir. ¡Oh! ¡Verás cómo yo la encontraré! Viviremos en grutas de cristal, talladas al pie de las colinas. Nadie la habita aún, y yo seré el rey de aquella tierra.
Limpió el polvo de sus coturnos; quería que ella pusiera entre sus labios un pedazo de granada; amontonó vestidos detrás de su cabeza para hacerle una almohada. Buscaba los medios de servirla, de humillarse, y hasta llegó a extender sobre sus piernas el zaimph, como un sencillo tapiz.
—¿Conservas —la dijo— los cuernecillos de gacela de que cuelgas tus collares? ¡Me los darás; los quiero!
Hablaba como si hubiera terminado la guerra y se sonreía; los mercenarios, Amílcar, todos los obstáculos habían desaparecido para él. La luna resplandecía entre dos nubes, y ellos la veían por una abertura de la tienda.
—¡Ah! ¡Cuántas noches he pasado contemplándola! Me parecía un velo que ocultaba tu rostro, y que tú me mirabas tras ella; tu recuerdo se mezclaba con sus destellos; no os diferenciaba una de otra.
Y con la cabeza entre los senos de ella lloraba a lágrima viva.
—¡Es este el hombre formidable que hace temblar a Cartago! —pensaba Salambó.
Matho se durmió. Entonces, Salambó, desprendiéndose de sus brazos, puso un pie en tierra y advirtió que se había roto su cadeneta. Acostumbraban las vírgenes de alta alcurnia respetar esta traba como algo religioso, y Salambó, ruborizándose, arrolló alrededor de sus piernas los dos trozos de la cadena de oro.
Cartago, Megara, su casa, su habitación y los campos que había atravesado se amontonaban en su memoria en imágenes tumultuosas, y, sin embargo, precisas. Pero el abismo abierto ahora las ponía lejos de ella, a infinita distancia.
Cesaba la tempestad, pero algunas gotas que caían hacían oscilar el techo de la tienda.
Matho, como un hombre ebrio, dormía de lado, con un brazo colgando del borde del lecho. Su cinta de perlas estaba algo subida y descubría la frente. Una sonrisa separaba sus dientes, que brillaban entre su negra barba, y en sus párpados entreabiertos se advertía una alegría silenciosa, casi ultrajante.
Salambó le contemplaba inmóvil, con la cabeza baja y las manos cruzadas.
A la cabecera del lecho se veía un puñal sobre una mesa de ciprés; la vista de esta hoja brillante la inflamó de un deseo sanguinario. A lo lejos oía voces quejumbrosas que la solicitaban como genios. Se acercó, cogiendo el puñal por el mango. Al ruido del roce de su ropa, Matho abrió los ojos, y poniendo los labios en su mano, cayó el puñal.
Se oyeron gritos; una espantosa claridad fulguraba detrás de la tienda. Se asomó Matho y vio que ardía el campo de los libios.
Ardían sus chozas de caña, retorciéndose los tallos y estallando entre la humareda como flechas; en el rojizo horizonte se veían correr desoladas sombras negras. Oíanse los alaridos de los que estaban en las cabañas; los elefantes, los bueyes y los caballos saltaban en medio de la turba, aplastándola entre las municiones y los bagajes que salvaban del incendio. Sonaban las trompetas. Gritaban: «¡Matho! ¡Matho!» Y la gente que estaba en la puerta quería entrar.
—¡Ven! —dijo Matho a Salambó—; Amílcar ha incendiado el campamento de Autharita.
De un salto se echó afuera, y Salambó se encontró sola.
Entonces ella examinó el zaimph; y cuando lo hubo contemplado a su sabor, quedó sorprendida de no gozar la dicha que se había imaginado. Se quedó melancólica ante su sueño realizado.
Pero el fondo de la tienda se levantó y apareció una forma monstruosa. Salambó no vio de pronto más que dos ojos y una larga barba blanca que llegaba al suelo, porque el resto del cuerpo, embarazado por los andrajos, se arrastraba por la tierra; a cada movimiento para andar, las dos manos entraban en la barba, y en seguida volvían a caer. Arrastrándose así, llegó hasta los pies de Salambó, y esta reconoció al viejo Giscón.
En efecto: los mercenarios, para evitar que los antiguos cautivos huyeran, les cortaron las piernas a golpes de barras de cobre, dejándolos que se pudrieran juntos en una fosa llena de inmundicias. Los más robustos, así que oían el ruido de las gamellas, se levantaban gritando, y así es como Giscón había visto a Salambó. Había adivinado una cartaginesa en las pequeñas bolas de sandastro que golpeaban en los coturnos, y presintiendo un gran misterio, auxiliado por los compañeros, consiguió salir del foso; luego, ayudándose con los codos y las manos, se arrastró veinte pasos más lejos, hasta la tienda de Matho. Percibió el ruido de dos voces, escuchó desde afuera y lo oyó todo.
—¡Eres tú! —preguntó Salambó medio asustada.
Alzándose sobre sus puños, él replicó:
—¡Sí; soy yo! ¿Me creías muerto, verdad? ¡Ah! ¿Por qué los Baales no me han concedido esta misericordia?... Así me hubieran evitado la pena de maldecirte.
Salambó se echó vivamente hacia atrás; tal era el miedo que sentía de aquel ser inmundo, repugnante como una larva y terrible como un fantasma.
—Pronto cumpliré cien años —continuó Giscón—. He conocido a Agatocles; he visto a Régulo y las águilas romanas pasar sobre las cosechas de los campos púnicos. He visto todos los espantos de las batallas y el mar obstruido con los restos de nuestras flotas. Los bárbaros que yo mandé me han encadenado por los cuatro miembros, como a un esclavo homicida. Mis compañeros, uno tras otro, se van muriendo a mi lado; el olor de sus cadáveres me despierta de noche; espanto los pájaros que vienen a picotearles los ojos; y, sin embargo, ni un solo día he desesperado de Cartago. Aun cuando hubiera visto todos los ejércitos del mundo contra ella, y las llamas del incendio rebasar la altura de sus templos, todavía hubiera creído en su eternidad. ¡Pero ahora, todo ha concluido, todo se perdió! ¡Los dioses la execran! ¡Maldita seas, porque con tu ignominia has precipitado su ruina!
Salambó quiso hablar.
—¡Ah, he sido testigo! —le interrumpió Giscón—. Te he oído gemir de amor como una prostituta; él te explicaba su deseo y tú te dejabas besar las manos. ¡Ya que el ardor de tu impudicia te empujaba, debiste hacer al menos como las bestias feroces, que se ocultan en sus ayuntamientos, y no deshonrarte ante los ojos de tu padre!
—¡Cómo! —interrumpió ella.
—¡Ah! ¿No sabes que los dos campos están separados sesenta codos uno de otro, y que tu Matho, por exceso de orgullo, está acampado frente a Amílcar? Allí, detrás de ti está tu padre; si yo pudiera subir el sendero que lleva a la planicie, le gritaría: ¡Ven Amílcar, ven a ver a tu hija en brazos de un bárbaro! Se ha puesto, para agradarle, el manto de la Diosa, y, al abandonar su cuerpo, entrega con la gloria de tu nombre, la majestad de los dioses, la venganza de la patria, la misma salvación de Cartago.
El movimiento de su boca desdentada agitaba su luenga barba; sus ojos devoraban a Salambó, y no dejaba de repetir, jadeante:
—¡Sacrílega! ¡Maldita seas! ¡Maldita, maldita!
Salambó había apartado el velo, y teniéndolo levantado en la mano, miraba del lado de Amílcar.
—¿Es por aquí, no es verdad? —preguntó a Giscón.
—¿Qué te importa? ¡Vuélvete! ¡Vete! ¡Húndete en la tierra! Es un lugar santo que manchas con la vista.
Salambó se arrolló el zaimph alrededor del talle, se puso rápidamente sus velos, su manto y banda, y exclamando «¡Corro allá!», desapareció.
Primeramente anduvo entre tinieblas sin encontrar a nadie, porque todos habían acudido al incendio; redoblaba el clamor, y grandes llamas enrojecían el cielo. Una amplia terraza la detuvo.
Dio una vuelta, buscando en todas direcciones una escala, una cuerda, una piedra, algo en fin, para ayudarse a bajar. Tenía miedo de Giscón y le parecía que la perseguían gritos y pasos. Empezaba a alborear. Vio un sendero en el espesor del atrincheramiento. Cogió con los dientes la cola de su vestido, que la estorbaba, y en tres saltos se encontró en la plataforma.
Un grito sonoro estalló encima de ella, en la sombra; el mismo que había oído al pie de la escalera de las galeras; inclinándose, reconoció al hombre de Schahabarim, con los caballos del diestro.
Había ido errante toda la noche entre los dos campos; después, inquieto por el incendio, se había vuelto atrás, tratando de ver lo que pasaba en el vivac de Matho; y como sabía que aquel sitio era el más próximo a su tienda, no se había movido, obedeciendo al sacerdote.
Montó de pie sobre uno de los caballos, Salambó se dejó caer en sus brazos, y ambos huyeron al galope, dando un rodeo, al campo púnico, para buscar una entrada por cualquier parte.
Cuando Matho entró en su tienda, la lámpara, humeante, alumbraba apenas, y creyó que Salambó estaba dormida. Palpó delicadamente la piel de león, en la cama de palma. Llamó, y no respondió nadie; arrancó vivamente un pedazo de tela para que entrara la luz del día, y vio que el zaimph había desaparecido.
Temblaba la tierra bajo pasos precipitados; gritos, relinchos, choques de armaduras hendían los aires, y las fanfarrias de los clarines tocaban ataque. Era como un huracán que se arremolinaba en torno de él. Un furor desordenado le hizo saltar sobre sus armas y se lanzó afuera.
Largas filas de bárbaros bajaban corriendo la montaña, y los cuadrados púnicos avanzaban a su encuentro, con oscilación pesada y regular. La niebla, deshecha por el sol, formaba nubecillas movibles que, poco a poco, dejaban ver al descubierto estandartes, cascos y las puntas de las picas. Ante sus rápidas evoluciones, algunas porciones de terreno todavía en la sombra, parecían cambiar de sitio en bloque; hubiérase dicho que eran torrentes que se entrecruzaban con masas inmóviles y espinosas entre ellos. Matho veía a capitanes, soldados, heraldos y criados montados en asnos. En vez de conservar su posición para cubrir la infantería, Narr-Habas dio un rápido cambio de frente a la derecha, como si quisiera hacerse aplastar por Amílcar.
Sus jinetes rebasaron la línea de los elefantes que se acercaban, y todos los caballos, alargando la cabeza sin bridas, galopaban con tal furia, que parecían tocar la tierra con el viento. De repente, Narr-Habas marchó resueltamente hacia un centinela. Arrojó su espada, su lanza y sus azagayas, y desapareció en medio de los cartagineses.
El rey de los númidas llegó a la tienda de Amílcar, y le dijo, mostrándole su caballería, que estaba parada a distancia:
—¡Barca, te traigo mis jinetes: son tuyos!
Se arrodilló en señal de esclavitud, y para probar su fidelidad, explicó su conducta desde el principio de la guerra. Primero, había impedido el sitio de Cartago y la matanza de los cautivos; después, no se había aprovechado de la victoria contra Hannón, cuando la derrota de Útica. En cuanto a las ciudades tirias, estaban en las fronteras de su reino. Tampoco había asistido a la batalla del Macar, porque se ausentó expresamente para eludir la obligación de combatir al Sufeta.
En efecto: Narr-Habas había querido engrandecerse con usurpaciones de provincias púnicas, ayudando o abandonando a los mercenarios según venían bien o mal dadas; pero convencido de que Amílcar sería el más fuerte en definitiva, se pasó a su partido. Quizás intervino en esta defección el odio contra Matho a causa del mando o de su antiguo amor.
El Sufeta le oyó sin cortarle la palabra. No era de desdeñar el hombre que así se presentaba en un ejército que le debía tantas venganzas; Amílcar adivinó en seguida la utilidad de tal alianza para sus grandes proyectos. Con los númidas, se desprendería de los libios; llevaría el Occidente a la conquista de Iberia, y sin preguntar al númida por qué no había acudido antes, ni tratar de deshacer ninguna de las mentiras, besó a Narr-Habas, restregando tres veces su pecho contra el suyo.
Había incendiado el campo de los libios para terminar y por desesperación. Los númidas le llegaban como un socorro de los dioses: disimulando su alegría, contestó:
—¡Favorézcante los Baales! Ignoro lo que hará por ti la República, pero Amílcar no es ingrato.
Redoblaba el tumulto; entraban los capitanes. El Sufeta se armó al tiempo que hablaba:
—¡Vamos! Con tus jinetes batirás su infantería entre tus elefantes y los míos. ¡Valor! ¡Exterminio!
Narr-Habas iba a precipitarse, cuando se presentó Salambó. Saltó rápida de su caballo, abrió su ancho manto, apartó los brazos y desplegó el zaimph.
La tienda de cuero, levantada en las esquinas, dejaba ver toda la falda de la montaña, cubierta de soldados, y como estaba en el centro, se veía a Salambó de todos los lados. Un clamor inmenso, un prolongado grito de triunfo y de esperanza estalló.
Los que estaban en marcha, se pararon; los moribundos, apoyándose en los codos, se volvían para bendecirla. Sabían ahora los bárbaros que ella había recobrado el zaimph; la veían de lejos, y otros gritos, pero de rabia y de venganza, resonaban entre los ejércitos de los cartagineses. Los cinco ejércitos, desplegándose en la montaña, pateaban y daban alaridos alrededor de Salambó.
Amílcar, sin poder hablar, le daba las gracias con señales de cabeza. Sus miradas iban alternativamente del zaimph a ella, y advirtió que tenía rota su cadeneta. Amílcar se estremeció, acuciado por terrible sospecha; pero recobrando su impasibilidad, miró de reojo a Narr-Habas, sin volver la cara.
El rey de los númidas se mantenía aparte, en actitud discreta; llevaba en la frente un poco del polvo que había tocado al prosternarse. El Sufeta se adelantó hacia él, y con aire grave le dijo:
—En recompensa de los servicios que me has prestado, Narr-Habas, te doy mi hija. Sé tú mi hijo, y defiende a tu padre.
Narr-Habas hizo un gesto de profunda sorpresa; luego, le cubrió las manos de besos. Salambó, en calma como una estatua, parecía no comprender. Se ruborizó, bajó los párpados, y sus largas cejas encorvadas sombreaban sus mejillas.
Amílcar quiso unirlos inmediatamente con esponsales indisolubles. Puso en las manos de Salambó una lanza, que ella ofreció a Narr-Habas; les ató los pulgares con una tira de buey y les derramó trigo sobre la cabeza; los granos que caían junto a ellos, sonaron como granizo que rebota.
XII. El acueducto
Doce horas después, solo quedaba de los mercenarios un montón de heridos, de muertos y de moribundos.
Amílcar, saliendo bruscamente del fondo del desfiladero, había bajado por la pendiente occidental que mira a Hippo-Zarita, y como el espacio en este sitio era más ancho, allí había atraído a los bárbaros. Narr-Habas los había envuelto con su caballería; el Sufeta, en tanto, los rechazaba y aniquilaba; además, estaban materialmente vencidos por la pérdida del zaimph; los mismos que no cuidaban de él, sintieron angustia y debilidad. Amílcar, sin pretender vivaquear en el campo de batalla, se retiró algo más lejos, a la izquierda, sobre unas alturas desde las cuales los dominaba.
Se conocían los campos por la forma de las empalizadas inclinadas. Un gran montón de cenizas humeaba en el sitio del de los libios; el suelo, removido, tenía ondulaciones como el mar, y las tiendas, hechas jirones, parecían bajeles perdidos en los escollos. Corazas, horquillas, clarines, pedazos de madera, de hierro y de cobre; trigo, paja y ropas se confundían con los cadáveres; aquí y acullá alguna falárica, a punto de apagarse, ardía entre un montón de bagajes; la tierra, en ciertos sitios, desaparecía bajo los escudos; las carroñas de las caballerías se sucedían como una serie de montículos; se veían piernas, sandalias, brazos, cotas de malla y cabezas sin cascos, sostenidas por las carrilleras y que rodaban como bolas; en lagos de sangre, los elefantes, con las entrañas abiertas agonizaban echados con sus torres; se andaba encima de cosas pegajosas y había barrizales, aunque no había llovido.
Esta confusión de cadáveres cubría toda la montaña, de arriba abajo. Los sobrevivientes estaban tan callados como los muertos; agazapados en grupos, se miraban asustados y sin hablar.
Al extremo de una larga pradera, el lago de Hippo-Zarita resplandecía al sol poniente. A la derecha, blancas casas aglomeradas rebasaban un cinturón de murallas; seguía el mar, ensanchándose indefinidamente. Los bárbaros, pensativos, suspiraban, pensando en sus patrias. Caía una nube de polvo gris.
Sopló el viento de la noche, y todos los pechos se ensancharon; a medida que aumentaba el fresco, era de ver cómo los gusanos abandonaban los muertos que se enfriaban y corrían a la arena caliente. Sobre las grandes piedras, los cuervos, inmóviles, montaban la guardia a los agonizantes.
Cuando fue completamente de noche, unos perros de piel amarilla, bestias inmundas que seguían a los ejércitos, se acercaron calladamente a los bárbaros. Bebieron los chorros de sangre que manaban de los muñones todavía calientes, y devoraron los cadáveres, empezando por el vientre.
Los fugitivos reaparecían de uno en uno, como sombras; las mujeres se atrevieron a volver, pues quedaban algunas a pesar de la matanza que hicieron los númidas.
Algunos se sirvieron de cabos de cuerda para encender antorchas; otros guardaban sus picas. Si tropezaban con algún cadáver, lo echaban a un lado.
Los encontraban extendidos en largos rimeros, de espaldas, con la boca abierta, con sus lanzas al lado; o bien, apilados en montón, y a menudo, para ver los que faltaban, había que remover todo el montón. En seguida le arrimaban la antorcha a la cara. Horribles armas les habían producido heridas complicadas. Jirones verdosos colgaban de sus frentes; estaban tajados a pedazos, aplastados hasta la médula, estrangulados o hendidos por los colmillos de los elefantes. Aunque muertos al mismo tiempo, no estaban igualmente corrompidos. Los hombres del Norte aparecían inflados por una hinchazón lívida; los africanos, más nerviosos, tenían aspecto de ahumados, y se iban secando. Se reconocía a los mercenarios en los tatuajes de sus manos; los veteranos de Antíoco llevaban un gavilán; los que habían servido en Egipto, la cabeza de un cinocéfalo; los alquilados a príncipes de Asia, un hacha, una granada o un martillo; y si a las Repúblicas griegas, el perfil de una ciudadela o el nombre de un arconte. Los había con los brazos enteramente cubiertos por estos símbolos, mezclados con cicatrices y nuevas heridas.
Se encendieron cuatro hogueras para los muertos de raza latina: samnitas, etruscos, campanios y brucios. Los griegos cavaron fosas con las puntas de sus espadas; los espartanos envolvieron en sus mantos a sus difuntos; los atenienses los extendían mirando al sol levante; los cántabros los enterraban bajo un montón de piedras; los nasamones los doblaban en dos, con correas de bueyes, y los garamantes los sepultaban en la playa, para que las olas los bañaran perpetuamente. Los latinos se entristecían por no poder encerrar las cenizas en urnas; los nómadas echaban de menos el calor de las arenas, que momifican los cadáveres; y los celtas, tres piedras bastas, bajo un cielo lluvioso, en el fondo de un golfo tormentoso.
Se oían vociferaciones, seguidas de un prolongado silencio: era para obligar las almas a volver; y los clamores se sucedían obstinadamente, a intervalos regulares.
Se excusaban con los muertos de no poder honrarlos, como prescribían sus ritos; porque por esta causa, irían las almas errantes en períodos infinitos a través de mil azares y metamorfosis; se las invocaba, preguntándoles lo que deseaban; otros abrumaban de injurias a los muertos por haberse dejado vencer.
El resplandor de las grandes hogueras empalidecía las caras exangües, entre los restos de armaduras; las lágrimas excitaban otras lágrimas, los gemidos se hacían más agudos, los reconocimientos y los abrazos, más frenéticos. Las mujeres se echaban sobre los cadáveres, boca con boca, frente con frente; había que golpearlas para que se retiraran cuando los enterraban. Se ennegrecían las mejillas, se cortaban los cabellos; se extraían sangre y la arrojaban en la fosa; se hacían cortes a imitación de las heridas que desfiguraban sus muertos. Estallaban rugidos a través del ruido de los címbalos. Algunos se arrancaban sus amuletos, escupiéndolos encima. Los moribundos se contraían en el fango ensangrentado, mordiéndose, de rabia, los puños mutilados; y cuarenta y tres samnitas, en la flor de la edad, se mataron entre sí, como gladiadores. Muy pronto faltó leña para las hogueras, se apagaron las llamas; todos los sitios estaban ocupados; y cansados de gritar, débiles y vacilantes, se durmieron al lado de sus hermanos muertos; los que quedaban con vida llenos de inquietudes, y algunos con deseos de no despertar.
Con la luz del alba, aparecieron en los límites de los bárbaros algunos soldados que desfilaban con cascos en la punta de las picas, que, saludando a los mercenarios, les preguntaban si no encargaban nada para sus patrias.
Se acercaron otros, y los bárbaros reconocieron a algunos de sus antiguos camaradas.
El Sufeta había propuesto a los cautivos que sirvieran en sus tropas. Muchos rehusaron intrépidamente; pero resuelto a no alimentarlos ni abandonarlos al Gran Consejo, los despidió, ordenándoles no combatir más a Cartago. Respecto a aquellos a quienes el miedo a los suplicios hizo dóciles, se les distribuyó las armas del enemigo, y estos eran los que se presentaban a los vencidos, menos por reducirlos que por vanidad o curiosidad.
Contaban, en primer lugar, el buen trato del Sufeta, y los bárbaros lo oían envidiándolos, por más que los despreciaban. A las primeras palabras de reproche, los cobardes se irritaron; de lejos, les enseñaban sus propias espadas y corazas, invitándolos con injurias a que vinieran a tomarlas. Los bárbaros cogieron piedras, y todos huyeron, y ya no se vio en la cima de la montaña sino las puntas de las lanzas rebasando el borde de las empalizadas.
Un dolor más pesado que la humillación de la derrota abrumó a los bárbaros. Pensaban en la inutilidad de su valor. Se quedaron con los ojos fijos, rechinando los dientes.
A todos les asaltó la misma idea. Se precipitaron en tumulto sobre los prisioneros cartagineses. Los soldados del Sufeta no habían podido descubrirlos, y como estos se habían retirado del campo de batalla, aún estaban aquellos en el foso profundo.
Se les alineó en otro sitio llano. Los centinelas hicieron un círculo alrededor de ellos, entregándolos a las mujeres por tandas de treinta y cuarenta. Queriendo aprovechar el poco tiempo que se les daba, corrían estas del uno al otro, inciertas y palpitantes; e inclinadas sobre los cuerpos, los golpeaban con los brazos, como las lavanderas golpean la ropa; aullando el nombre de sus maridos, los laceraban con las uñas y les reventaron los ojos con las agujas de sus cabellos. Vinieron después los hombres, y les atormentaron los pies, cortándoles la piel desde los tobillos hasta la frente, arrancando tiras, con las que se ceñían la cabeza. Los «Comedores de cosas inmundas» imaginaron mil atrocidades: envenenaban las heridas, echándoles polvos, vinagre y cascos de loza; otros se ponían detrás y bebían la sangre que corría, como hacen los vendimiadores alrededor de las cubas de mosto.
A todo esto, Matho estaba sentado en el suelo, en el mismo sitio donde le cogió la batalla perdida, en actitud pensativa; nada veía ni oía.
Distraído por los alaridos de la multitud, alzó la cabeza y vio ante sí un jirón de tela colgante de una percha, cubriendo confusamente cestos, tapices y una piel de león: era su tienda. Y sus ojos se clavaron en el suelo, como si la hija de Amílcar, al desaparecer, se hubiera hundido en la tierra.
La tela desgarrada flotaba al viento; a veces, sus largas tiras se desplegaban ante él, y reparó en una marca roja, parecida a la huella de una mano: era la de la mano de Narr-Habas, señal de su alianza. Matho se levantó; tomó un tizón humeante, y lo arrojó sobre los restos de su tienda, desdeñosamente. Luego, con la punta de su coturno, empujó hacia las llamas todo lo que estaba fuera, para que no quedara nada.
De pronto, y sin que se pudiera comprender de dónde salía, apareció Espendio. El antiguo esclavo se había atado el muslo con dos astillas de lanza; cojeaba lastimosamente y se quejaba.
—¡Apártate de aquí! —le dijo Matho—; sé que eres un valiente.
Estaba tan aplastado por la injusticia de los dioses, que le faltaban fuerzas para indignarse contra los hombres. Espendio le hizo una señal y le llevó al hueco de un cerro en el que estaban ocultos Zarxas y Autharita.
Habían huido como el esclavo, a pesar de su crueldad y de su valentía. ¿Quién había de creer en la traición de Narr-Habas, en el incendio de los libios, en la pérdida del zaimph, en el súbito ataque de Amílcar y, sobre todo, en sus maniobras, forzándoles a ir al fondo de la montaña, bajo los certeros golpes de los cartagineses? Espendio no confesaba su terror, y persistía en sostener que tenía la pierna rota.
Por fin, los tres caudillos y el schalischim consultaron lo que se debía hacer. Amílcar les cerraba el camino de Cartago; estaban entre los soldados del Sufeta y las provincias de Narr-Habas; las ciudades tirias se unirían a los vencedores; se encontrarían rechazados al borde del mar y aplastados por los enemigos, irremisiblemente.
No había medio de evitar la guerra: por el contrario, era preciso continuarla a todo trance. Pero ¿cómo hacer comprender la necesidad de una interminable batalla a toda su gente, desanimada y todavía sangrando de sus heridas?
—¡Yo me encargo! —dijo Espendio.
Dos horas después, un hombre que venía del lado de Hippo-Zarita, subía corriendo la montaña. Agitaba unas tablillas en el extremo del brazo, y como gritaba muy fuerte, los bárbaros le rodearon.
Era un enviado de los soldados griegos de la Cerdeña, que recomendaban a sus compañeros de África vigilaran a Giscón y demás cautivos, porque un mercader de Samos, un tal Hipponax, viniendo de Cartago, les había enterado de un complot organizado para hacerles evadir; por lo que exhortaban a los bárbaros que se precavieran, pues la República era poderosa.
La estratagema de Espendio no dio, de pronto, el resultado que él esperaba. La seguridad de un peligro inmediato, lejos de excitar su furor, despertó temores: acordándose de la advertencia de Amílcar en los carteles enviados anteriormente, cuando el sitio, esperaban algo imprevisto y terrible. Se pasó la noche con gran angustia; muchos dejaron las armas, con el fin de congraciarse con el Sufeta cuando este se presentara.
Pero a la mañana siguiente, al tercer cuarto del día, se presentó otro correo, más agitado y más lleno de polvo. Espendio le arrancó de las manos un rollo de papiro escrito en fenicio, en el que se suplicaba a los mercenarios que no se desanimaran, porque los valientes de Túnez iban a venir con grandes refuerzos.
Espendio leyó por tres veces el mensaje, y a hombros de dos capadocios, se hizo llevar de un lado a otro, releyendo y arengando a todos por espacio de siete horas. A los mercenarios los recordaba las promesas del Gran Consejo; a los africanos, las crueldades de los intendentes; a todos, la injusticia de Cartago. La bondad del Sufeta era un cebo para perderlos. Los que se pasaran a él serían vendidos como esclavos; los vencidos, ajusticiados. Caso de querer huir, ¿por qué caminos? Ningún pueblo querría recibirlos. Pero continuando sus esfuerzos, obtendrían, a un tiempo, libertad, venganza y dinero, sin que tuvieran que esperar mucho tiempo, porque la gente de Túnez y toda la Libia se precipitaban a socorrerlos. Y enseñaba el pergamino estirado: «¡Mirad! ¡Leed! Aquí están sus promesas. Yo no miento.»
Vagaban perros de hocico negro, manchado de rojo. Un sol de fuego quemaba las cabezas desnudas. Un olor nauseabundo se exhalaba de los cadáveres medio insepultos, algunos de los cuales asomaban a flor de tierra hasta el vientre. Espendio les llamaba para atestiguar lo que decía, y concluía amenazando con los puños del lado de Amílcar.
Matho le estaba observando, y Espendio, para disimular su cobardía, fingía que la cólera se iba apoderando de él. Invocando a los dioses, acumuló maldiciones sobre Cartago. El suplicio de los cautivos era un juego de niños. ¿Por qué cuidarlos y llevarlos siempre atrás, como ganado inútil? «¡No; hay que acabar de una vez! ¡Conocemos sus intenciones! ¡Uno solo de ellos puede perdernos! ¡No haya compasión! ¡Se conocerán los buenos en la ligereza de las piernas y en la fuerza del golpe!»
Entonces se arrojaron sobre los cautivos. Algunos alentaban todavía; se les remató hundiéndoles el talón en la boca, o bien apuñalándolos con la punta de una jabalina. En seguida pensaron en Giscón. No se le veía en ninguna parte, y esto les preocupó. Querían a un tiempo convencerse de su muerte y participar en ella. Por fin le descubrieron tres pastores samnitas a quince pasos del sitio donde antes estuvo la tienda de Matho. Lo conocieron por su barba larga, y llamaron a los demás.
Echado de espaldas, estirados los brazos y juntas las rodillas, tenía el aspecto de un muerto que llevan a enterrar; pero la respiración movía su pecho, y los ojos, muy abiertos, en una cara extremadamente pálida, miraban de un modo continuo e intolerable.
Los bárbaros le miraron al principio con gran asombro. Durante el tiempo que vivió en la fosa le habían olvidado; cohibidos por antiguos recuerdos, se mantenían a distancia y no se atrevían a sentarle la mano. Los que estaban en último término murmuraban y se empujaban, cuando un garamante atravesó la multitud blandiendo una guadaña. Comprendieron todos su intención y, avergonzados, gritaron: «¡Sí! ¡Sí!»
El hombre del hierro curvo se acercó a Giscón; le cogió por la cabeza y, apoyándola en su rodilla, la fue segando hasta que cayó, vertiendo dos chorros de sangre que hicieron un agujero en el polvo. Zarxas saltó encima, y más ligero que un leopardo, corrió hacia los cartagineses. Cuando llegó a mitad de la montaña, sacó del pecho la cabeza de Giscón y, cogiéndola por la barba y dándole vueltas muchas veces, la lanzó describiendo una parábola por encima del campo púnico.
A todo esto se alzaron en el borde de las empalizadas estandartes entrelazados como señal convenida para reclamar los cadáveres. Cuatro heraldos, escogidos por la amplitud de su pecho, fueron con grandes clarines, y hablando con las bocinas de cobre declararon que entre cartagineses y bárbaros no habría en adelante ni fe, ni piedad, ni dioses, y que rehusaban por adelantado a toda negociación, reexpidiendo a los parlamentarios con las manos cortadas.
Inmediatamente, Espendio fue enviado a Hippo-Zarita en busca de víveres; la ciudad tiria los envió la misma noche. Comieron ávidamente, y cuando estuvieron confortados, recogieron aprisa los restos de sus bagajes y armas; las mujeres se agruparon en medio, y sin cuidarse de los heridos que dejaban llorando detrás de ellos, partieron siguiendo la orilla del río, con paso rápido, como manada de lobos que se alejan.
Iban sobre Hippo-Zarita, resueltos a tomarla, porque necesitaban una ciudad.
Amílcar, al verlos de lejos, se desesperó, no obstante el orgullo que sentía por haberlos vencido. Hubiera sido conveniente atacarlos en seguida con tropas de refresco, y en otra jornada se acababa la guerra. Ahora podrían volver más fuertes; las ciudades tirias se unirían a ellos; la clemencia con los vencidos habría sido inútil. Tomó la resolución de ser implacable.
Llegada la tarde, envió al Gran Consejo un dromedario cargado de brazaletes cogidos a los muertos, ordenando con terribles amenazas que le enviaran otro ejército.
Todos en Cartago le creían ya perdido; al conocer la victoria experimentaron un asombro mezclado con terror. La vuelta del zaimph, anunciada vagamente, completaba la maravilla. Los dioses y la fuerza de Cartago parecía que le pertenecían ahora.
Ninguno de sus enemigos aventuró ni una queja ni una recriminación. Por el entusiasmo de los unos y la pusilanimidad de los otros, antes del término señalado estuvo dispuesto un ejército de cinco mil hombres, el cual ganó prontamente Útica para apoyar al Sufeta a retaguardia, en tanto que tres mil hombres escogidos embarcaban en naves que debían desembarcarlos en Hippo-Zarita para rechazar a los bárbaros.
Hannón aceptó en principio el mando; pero confió el ejército a su teniente Magdasan, para que acaudillara las tropas de desembarco, en vista que él no podía sufrir las sacudidas de la litera. Su enfermedad, destruyéndole labios y nariz, había cavado en la cara un ancho agujero; a diez pasos se le veía el fondo de la garganta, y él mismo se encontraba tan horrible que, como una mujer, se cubría la cabeza con un velo.
Hippo-Zarita no hizo caso de sus intimidaciones ni de las de los bárbaros; pero todas las mañanas los habitantes acudían con víveres en cestas, y desde lo alto de las torres se excusaban de las exigencias de la República, conminándoles a que se marcharan. Iguales protestas hacían a los cartagineses que estaban estacionados en el mar.
Hannón se limitó a bloquear el puerto, sin resolverse a correr el riesgo de un ataque. Obtuvo de los Jueces de la ciudad que recibieran dentro de ella a trescientos de sus soldados. Después se fue hacia el Cabo de las Ubars, dando un largo rodeo con propósito de envolver a los bárbaros, operación tan imprudente como arriesgada. Sus celos le impedían ir en auxilio de Amílcar; detenía a sus espías, estropeaba sus planes, comprometía la empresa. En vista de ello Amílcar escribió al Gran Consejo pidiéndole que depusiera a Hannón. Este regresó a Cartago, furioso contra los Ancianos y contra lo que llamaba cobardía del Sufeta. De este modo, después de tantas ilusiones, la situación era más desesperada que nunca; pero nadie pensaba en ella ni de ella hablaban, como si con el silencio alejaran el peligro.
Todo parecía conjurarse de golpe contra Cartago. Se supo que los mercenarios que guarnecían la Cerdeña habían crucificado a su general, tomado las plazas fuertes y degollado a todos los cartagineses. Roma amenazó a la República con una ruptura inmediata de las hostilidades, y, aceptando la alianza propuesta por los bárbaros, les envió buques abarrotados de harina y carne seca; los cartagineses los persiguieron y aprisionaron quinientos hombres; pero tres días después, la tempestad hizo naufragar una flota con víveres para Cartago. Los dioses estaban, sin duda, contra ella.
Los habitantes de Hippo-Zarita, fingiendo una alarma, hicieron subir a los trescientos soldados de Hannón a las murallas, y estando desprevenidos, cogiéndolos por los pies, los despeñaron al foso. Los que no murieron en el acto, fueron perseguidos y se ahogaron en el mar.
Útica se vio sitiada por Magdasan, a pesar de las órdenes en contrario de Amílcar. A sus soldados les daban vino mezclado con mandrágora; cuando estaban dormidos, los degollaban. Al mismo tiempo, se presentaron los bárbaros, y huyó Magdasan; se abrieron las puertas, y las dos ciudades tirias se mostraron desde entonces acérrimas partidarias de sus nuevos amigos, al par que contrarias a sus antiguos aliados.
Este abandono de la causa púnica era un consejo, un ejemplo. Ante la posibilidad de la liberación, las demás poblaciones inciertas hasta entonces no vacilaron más tiempo. Lo supo el Sufeta, y perdió la esperanza de ser socorrido. Se veía irremisiblemente perdido.
Despidió a Narr-Habas para que guardara las fronteras de su reino, y él se resolvió a ir a Cartago a agenciarse soldados y continuar la guerra.
Los bárbaros, establecidos en Hippo-Zarita, vieron a su ejército cuando bajaba la montaña. ¿Adónde irían los cartagineses? Sin duda les empujaba el hambre y, enloquecidos por los sufrimientos, presentarían batalla, a pesar de su debilidad. Pero torcieron a la derecha en señal de huida. Podían esperarlos; aplastarlos a todos, y los bárbaros se lanzaron en su persecución.
Los cartagineses fueron detenidos por el río, esta vez muy crecido, sin que soplara el viento del Oeste. Unos lo pasaron a nado, y otros sobre sus escudos. Reanudaron la marcha; hízose de noche y se perdieron de vista.
No por esto se detuvieron los bárbaros, sino que marcharon más allá con el fin de encontrar un sitio más estrecho. Acudieron los de Túnez y arrastraron a los de Útica. A cada matorral aumentaba el número, y los cartagineses, tendidos en el suelo, oían el trepidar de sus pasos en las tinieblas. Para animar a su gente, Barca hacía disparar nubes de flechas que mataron algunos enemigos. Cuando fue de día, estaban en las montañas del Ariace, en un lugar donde el camino hacía un recodo.
Matho, que iba a la cabeza, creyó distinguir en el horizonte una cosa verde, en la cumbre de una eminencia. El terreno descendía y se vieron obeliscos, cúpulas y casas. ¡Era Cartago! Se apoyó contra un árbol para no caer: ¡tan violentamente le palpitaba el corazón!
Recordaba todos los sucesos de su vida, desde la última vez que pasó por allí. Era una sorpresa infinita, un aturdimiento. Le transportó la alegría de volver a Salambó. Vinieron a su memoria los motivos que tenía para execrarla; pero los desechó muy pronto. Tembloroso y con las pupilas encendidas, contemplaba, más allá de Eschmún, la alta terraza de un palacio, por encima de las palmeras; una sonrisa de éxtasis iluminaba su cara, como si se reflejara en ella una gran luz; abría los brazos, enviaba besos al aire y murmuraba:
—¡Ven! ¡Ven!
Un suspiro le hinchó el pecho y dos lágrimas, como perlas, cayeron en su barba.
—¿Qué te detiene? —preguntó Espendio—. ¡Date prisa! ¡En marcha! El Sufeta se nos va a escapar. Pero tus rodillas vacilan y tú me miras como un hombre ebrio.
Tropezaba de impaciencia; empujaba a Matho, y con guiños en los ojos, como si se acercara a un objeto deseado por mucho tiempo, exclamó:
—¡Ah! ¡Ya estamos! ¡Ya los tengo!
Tenía un aire tan convencido y triunfante que Matho, sorprendido en su sopor se sintió contagiado. Estas palabras venían en el colmo de su derrota; empujaban su desesperación a la venganza; ofrecían un blanco a su cólera. Saltó en uno de los camellos de los bagajes, le quitó el cabestro y con la larga cuerda azotaba a diestro y siniestro a los rezagados; iba en todas direcciones y hasta la extrema retaguardia, como perro que azuza el ganado.
A su tonante voz, las líneas de hombres se apretaron; hasta los cojos precipitaron sus pasos; a mitad del istmo, el espacio entre ambos ejércitos disminuyó. Las avanzadas de los bárbaros iban pisando las huellas de los cartagineses. Los dos ejércitos se acercaban, iban a tocarse. Pero la puerta de Malqua, la de Tagarte y la de Kamón abrieron sus hojas; el cuadrado púnico se dividió; tres columnas entraron adentro y se arremolinaron bajo los pórticos. La masa, demasiado apretada en sí misma, dejó de avanzar; chocaban las picas en el aire y las flechas de los bárbaros rebotaban en las paredes.
En el umbral de Kamón se vio a Amílcar, que se revolvía gritando a su gente que se apartara. Se apeó del caballo, y espoleándole con la espada, lo envió a los bárbaros. Era un semental oringio que se alimentaba con bolas de harina y que doblaba las rodillas para que subiera su amo. ¿Por qué lo enviaba? ¿Era un sacrificio? El poderoso caballo galopaba en medio de las lanzas, derribaba hombres, y embarazados los cascos con el peso de las entrañas, caía y se levantaba dando saltos enormes. Los bárbaros, al par que le abrían paso, trataban de detenerlo, o bien miraban sorprendidos cómo los cartagineses se habían replegado, cerrándose la enorme puerta a tiempo que los bárbaros la acometían.
La puerta no cedió, y durante algunos minutos hubo a lo largo de todo el ejército una oscilación cada vez más débil, hasta que se detuvo.
Los cartagineses habían puesto soldados en el acueducto, y empezaron a tirar piedras y maderos. Espendio demostró que no había que obstinarse y fueron a acampar más lejos, resueltos a sitiar a Cartago.
El rumor de la guerra había traspasado los confines del imperio púnico; desde las columnas de Hércules hasta más allá de Cirene pensaban en ella, guardando sus rebaños, y de ella hablaban las caravanas de noche, a la luz de las estrellas. ¡Esta gran Cartago, dominadora de los mares, espléndida como el sol y espantosa como un dios, encontraba hombres que se atrevían a atacarla! Muchas veces se había anunciado su caída, en la que todos creyeron, porque la deseaban: poblaciones sometidas, ciudades tributarias, provincias aliadas, hordas independientes; todos los que la execraban por su tiranía, envidiaban su poderío o codiciaban sus riquezas deseaban tomar parte en la lucha. Los más valientes pronto se juntaron con los mercenarios. La derrota del Macar había detenido a los demás; pero ahora habían recobrado la confianza, y poco a poco se aproximaban; los hombres de las regiones orientales aguardaban en las dunas de Clipea, al otro lado del golfo, y así que asomaron los bárbaros, se dieron a conocer.
No eran únicamente los libios de los alrededores de Cartago (desde hacía tiempo componían el tercer ejército), sino los nómadas de la planicie de la Barca, los bandidos del Cabo Fisco y del promontorio de Derné, los de Fazzana y de la Marmárica. Habían atravesado el desierto bebiendo en los pozos salobres enladrillados con osamentas de camello; los zualces, cubiertos con plumas de avestruz, habían venido en cuadrigas; los garamantes, tapados con velos negros, sentados en la cola de yeguas pintadas; otros en asnos, en onagros, en cebras o en búfalos; algunos con sus familias y sus ídolos y el techo de su cabaña en forma de chalupa. Veíanse amonianos de miembros arrugados por el agua caliente de las fuentes; atarantes, que maldecían al sol; trogloditas, que enterraban riendo sus muertos bajo enramadas; y los asquerosos ausenios, que comían langostas; los archimaquides, que comían piojos, y los gisantes, pintados de bermellón, devoradores de monos.
Todos estaban reunidos a orillas del mar, formando una gran línea recta, y cuando avanzaron, lo hicieron como torbellinos de arena levantados por el viento. La turba se detuvo a mitad del istmo, con los mercenarios delante, cerca de las murallas, resueltos a no moverse de allí.
Después, del lado de la Ariana aparecieron los hombres de Occidente, el pueblo de los númidas. Narr-Habas solo gobernaba a los masilianos; aparte que por costumbre abandonaban a su rey después de una derrota; por esto, aquellos se habían juntado en el Zaino y lo vadearon al primer movimiento de Amílcar. Viéronse todos los cazadores del Maletut Baal y del Garaphos, vestidos de pieles de león, guiando con el regatón de sus picas caballos pequeños y delgados, de largas crines; los gétulos, con corazas de piel de serpiente; los farusianos, con altas coronas hechas de cera y de resina, y los caunos, macares y tilabares, llevando cada uno dos jabalinas y una rodela de cuero de hipopótamo. Todos hicieron alto debajo de las catacumbas, en los primeros charcos de la laguna.
Cuando fueron desalojados los libios, se vio en el lugar que usurpaban, y como una nube a ras del suelo, la multitud de negros, llegados del Harusch-blanco, del Harusch-negro, del desierto de Augile y aun de la gran región de Agacimba, a cuatro meses al Sur de los garamantes y más lejos todavía. A pesar de sus joyas de madera roja, la mugre de su piel les hacía parecer a muros sucios de polvo. Vestían calzones de hilo de corteza, túnicas de hierbas secas, hocicos de bestias feroces a la cabeza, y aullando como lobos, sacudían unas varas adornadas de anillos y blandían colas de buey atadas al extremo de un bastón, a manera de estandartes.
Detrás de los númidas, marusianos y gétulos se apretujaban unos hombres amarillos, habitantes de Taggir, en bosques de cedros, con carcajes de piel de gato, a la espalda, y perros enormes, tan grandes como asnos, y que no ladraban.
Finalmente, como si África no estuviera suficientemente vaciada, y para recoger más furias fuera preciso recurrir a lo más ínfimo de la especie humana, figuraban en último término unos hombres de perfil de bestia y de risa idiota; miserables roídos por enfermedades asquerosas, pigmeos deformes, mulatos de sexo ambiguo, albinos de ojos encarnados que guiñaban al sol; todos ellos balbuceando sonidos ininteligibles y poniéndose un dedo en la boca para demostrar que tenían hambre.
La confusión de armas no era menor que la indumentaria y las razas. Allí todas las invenciones para matar: desde los puñales de madera, hachas de piedra y tridentes de marfil, hasta los largos sables dentados como sierras, delgados y hechos de una lámina de cobre que se doblaba. Había cuchillos que se bifurcaban en muchas hojas a modo de astas de antílopes, podaderas adheridas al extremo de una cuerda, triángulos de hierro, mazas y punzones. Los etíopes del Bamboto ocultaban dardos envenenados en sus cabellos. Muchos cargaban piedras en sacos; otros, a falta de armas, amenazaban con los dientes.
Una ola continua agitaba toda esta multitud. Los dromedarios, sucios de alquitrán como barcos, derribaban a las mujeres que llevaban los hijos a las ancas. Las provisiones se derramaban de los sacos; se pisaban al andar granos de sal, paquetes de goma, dátiles podridos y nueces; en pechos sucios de sabandijas, colgaba en ocasiones de un delgado cordón algún diamante buscado por los sátrapas; piedra fabulosa con la que se podía comprar un imperio. La mayor parte de esa gente no sabía lo que quería; les empujaba una fascinación, una curiosidad; los nómadas, que en su vida habían visto una ciudad, se asustaban de la sombra de las murallas.
El istmo desaparecía cubierto por tantos hombres; y esta larga superficie en que las tiendas parecían como cabañas en una inundación, se desplegaba hasta las primeras líneas de los otros bárbaros, resplandecientes de hierro y simétricamente emplazados a ambos lados del acueducto.
Les duraba todavía a los cartaginesas el espanto de su llegada, cuando vieron venir derechos contra ellos, como monstruos y como edificios, con mástiles, brazos, cuerdas, articulaciones, capiteles y caparazones, las máquinas de sitio que enviaban las ciudades tirias; sesenta carrobalistas, ochenta onagros, treinta escorpiones, cincuenta torreones, doce arietes y tres gigantescas catapultas que lanzaban pedazos de roca que pesaban quince talentos. Las empujaban en su base masas de hombres; a cada paso las sacudía un estremecimiento; así llegaron ante las murallas.
Pero faltaban muchos días para ultimar los preparativos del sitio. Los mercenarios, aleccionados por sus derrotas, no querían arriesgarse con preparativos inútiles; de una y otra parte, no había prisas, porque entendían que iba a entablarse una terrible contienda de la que resultaría una victoria o un exterminio completos.
Cartago podía resistir por mucho tiempo; sus anchas murallas ofrecían una serie de ángulos entrantes y salientes; disposición ventajosa para rechazar a los asaltantes.
Sin embargo, del lado de las catacumbas faltaba un lienzo de muralla, y en las noches obscuras, entre los bloques desunidos, se veían luces en los chamizos de Malqua. En ciertos sitios dominaban la altura de los baluartes. Vivían allí con sus nuevos maridos las mujeres de los mercenarios expulsadas por Matho. Al verlos no pudieron contenerse; agitaban de lejos sus chales y venían de noche a hablar con los soldados por la brecha de la muralla, hasta que el Gran Consejo supo una mañana que todas habían huido. Unas habían pasado entre las piedras; otras, más intrépidas, habían bajado con cuerdas.
Al fin, Espendio resolvió realizar su proyecto, que la guerra le impidiera ejecutar antes. Desde que se presentó ante Cartago, supuso que los habitantes sospechaban lo que él proyectaba; pero los centinelas del acueducto eran cada vez en menor número, porque hacía falta gente para la defensa del recinto.
El antiguo esclavo se ejercitó durante muchos días en disparar flechas a los flamencos del lago, y una noche de luna rogó a Matho que hiciera encender una gran hoguera de paja y que la tropa diera al mismo tiempo grandes gritos, y llevándose a Zarxas, orilló el golfo, camino de Túnez.
A la altura de los últimos arcos, torcieron hacia el acueducto; el sitio estaba descubierto y avanzaron arrastrándose hasta la base de las piedras.
Los centinelas de la plataforma se paseaban tranquilamente. Viéronse grandes llamaradas; sonaron los clarines, y los soldados de su facción, creyendo que se trataba de un asalto, corrieron hacia Cartago.
Pero quedó un hombre, al que se veía en el negro fondo del cielo. Le iluminaba la luna por detrás, y su desmesurada sombra le daba de lejos el aspecto de un obelisco andando.
Esperaron que se presentara ante ellos. Zarxas preparó su honda. Espendio, por prudencia o por ferocidad, le detuvo:
—No, el silbido de la piedra haría ruido. ¡Déjame a mí!
Y empuñando el arco con todas sus fuerzas, y apoyándolo en el tobillo del pie izquierdo, apuntó y disparó La flecha.
El hombre no cayó; desapareció.
—Si estuviera herido, le oiríamos —dijo Espendio; y subió aprisa, de pico en pico, como hizo la primera vez, ayudándose de una cuerda y de un arpón. Llegó arriba y dejó caer el cadáver. El bárbaro clavó un pico con su martillo y se volvió.
No sonaban las trompetas; todo parecía tranquilo. Espendio había removido una de las losas, entrado en el agua y vuelto a ponerla en su sitio.
Calculando la distancia por el número de pasos, llegó precisamente al lugar donde había observado una hendidura oblicua; y en las tres horas que quedaban de noche, trabajó sin cesar, con furia, respirando apenas por los intersticios de las losas de encima, lleno de angustia y creyendo morirse veinte veces. Por fin oyó un crujido; una piedra enorme, desprendida de los arcos inferiores, rodó hasta abajo, y de repente una catarata, todo un río, cayó en el llano. El acueducto, cortado por la mitad, se desbordaba. Era la muerte de Cartago; la victoria para los bárbaros.
En un instante, los cartagineses, despertados, salieron a las murallas, de las casas y de los templos. Los bárbaros avanzaban, gritando, bailando, delirantes de alegría, alrededor de la gran caída de agua, y en la extravagancia de su júbilo se mojaban la cabeza.
Viose en la cima del acueducto un hombre, con la túnica rota, hecha jirones. Estaba colgado, con las manos en los lomos, mirando hacia abajo, como asustado de su obra.
En seguida se irguió. Miró el horizonte con aire soberbio, como pareciendo decir: «Todo esto es mío ahora.» Los bárbaros aplaudieron; los cartagineses, comprendiendo su desastre, aullaban de desesperación. Espendio paseó la plataforma, de un extremo a otro, y como auriga triunfante en los juegos olímpicos, transportado de orgullo, levantaba los brazos.
XIII. Moloch
Los bárbaros no tenían necesidad de fortificarse del lado de África, porque esta les pertenecía; pero para hacer más fácil los aproches de las murallas, se derribó el atrincheramiento que rodeaba el foso. Matho dividió el ejército en grandes semicírculos, con el fin de envolver mejor a Cartago. Los hoplitas mercenarios fueron puestos en primera línea; detrás de ellos, los honderos y los jinetes; en el fondo, los bagajes, carretas y caballos; a trescientos pasos de las torres se erizaban las máquinas.
No obstante la variedad infinita de sus nombres (que cambiaron muchas veces en el curso de los siglos), podían reducirse a dos sistemas: unas funcionaban como hondas y otras como arcos.
Las primeras, las catapultas, se componían de un marco cuadrado, con dos montantes verticales y una barra horizontal. En su parte anterior, un cilindro con cables sostenía un gran timón provisto de una cuchara para recibir los proyectiles. La base estaba fija en una madeja de hilos torcidos, que, cuando se soltaban las cuerdas, se levantaba, yendo a dar contra la barra, multiplicando su fuerza con esta sacudida.
Las segundas eran de un mecanismo más complicado. Sobre una pequeña columna, iba fijo en su mitad un travesaño, en el que terminaba en ángulo recto una especie de canal; a los extremos del travesaño se elevaban dos capiteles conteniendo un revoltijo de crines. Dos vigas sostenían los cabos de una cuerda que se hacía llegar abajo de la canal, sobre una tableta de bronce. A favor de un resorte, se desprendía esta placa de metal y por las ranuras despedía las flechas.
Otro nombre de las catapultas era el de onagros, como los asnos salvajes que tiran piedras con los pies; y de las ballestas, el de escorpiones, por un gancho erecto en la tablilla, que bajándose de un puñetazo hacía saltar el resorte.
Su construcción requería sabios cálculos; las maderas se escogían entre las más duras; los engranajes eran de bronce. Se movían por medio de palancas, de garruchas, cabrestantes y tímpanos; fuertes ejes o quicios variaban la dirección del tiro; unos cilindros las hacían avanzar, y los de mayor tamaño se montaban pieza por pieza, enfrente del enemigo.
Espendio colocó las tres grandes catapultas en los tres ángulos principales; delante de cada puerta, una ballesta, y circulando por detrás los combatientes. Faltaba resguardarlas del fuego de los sitiados y rellenar primero el foso que las separaba de las murallas.
Se hicieron galerías con zarzos de juncos verdes y cimbras de encina, parecidos a enormes escudos movidos por tres ruedas; en pequeñas chozas cubiertas con pieles de animales y embarradas de hierbas, se abrigaban los trabajadores; catapultas y ballestas fueron defendidas con redes de cuerdas, mojadas en vinagre para hacerlas incombustibles. Mujeres y niños iban por piedras a la playa, las amontonaban con las manos y las llevaban a los soldados.
También se preparaban los cartagineses.
Amílcar los había tranquilizado declarando que quedaba agua en las cisternas para ciento veintitrés días. Tal afirmación, su presencia en medio de ellos y la del zaimph, sobre todo, les dieron buenas esperanzas. Cartago se levantó de su abatimiento; los que no eran de origen cananeo se dejaron llevar del entusiasmo de los demás.
Se armó a los esclavos y se vaciaron los arsenales; cada ciudadano tuvo su puesto y su empleo. Sobrevivían doscientos hombres de los tránsfugas, y el Sufeta los hizo capitanes a todos; los carpinteros, armeros, herreros y orfebres fueron asignados para las máquinas que conservaban los cartagineses, a pesar del tratado de paz con Roma. Las repararon bien, porque eran entendidos en estas obras.
Quedaban inaccesibles los dos lados septentrional y oriental, defendidos por el mar y el golfo. En la muralla, dando el frente a los bárbaros, se pusieron troncos de árboles, ruedas de molino, vasos llenos de azufre, cubas de aceite y se construyeron hornos. Se amontonaron piedras en la plataforma de las torres; y rellenaron de arena las más próximas a las fortificaciones, para afirmar y aumentar su espesor.
Ante estos preparativos, los bárbaros se irritaron. Querían combatir en seguida. Tan enormes eran los pesos que pusieron en las catapultas que se rompieron los timones, por lo que se retrasó el ataque.
Por fin, en el día decimotercero del mes de Schabar, al salir el sol, resonó un gran golpe en la puerta de Kamón.
Setenta y cinco soldados tiraban de las cuerdas dispuestas en la base de una viga gigantesca, suspendida horizontalmente por cadenas que bajaban de una horca, rematada en una cabeza de carnero, todo de cobre. Iba forrada con pieles de buey; unos brazaletes de hierro la reforzaban de trecho en trecho; era tres veces más gruesa que el cuerpo de un hombre, larga de ciento veinte codos, y avanzaba y retrocedía con oscilación regular al empuje de los desnudos brazos.
Los demás arietes de las otras puertas empezaron a moverse. En las ruedas ahuecadas de los tímpanos se vieron hombres que subían de escalón en escalón. Las poleas y los capiteles rechinaron, cayeron las redes de cuerdas, y a un mismo tiempo se lanzaron nubes de piedras y de flechas. Corrían desperdigados todos los honderos; algunos, acercábanse a los baluartes, ocultando bajo los escudos ollas de resina, que luego lanzaban a fuerza de brazo. Esta granizada de piedras, de dardos y de fuego pasaba por encima de las primeras filas, describiendo una curva que iba a caer por detrás de las murallas. Pero en las cimas de estas se levantaban largas grúas de las que servían para enarbolar las naves, y de ellas bajaban enormes pinzas terminadas en dos semicírculos dentados interiormente. Estas máquinas mordían a los arietes. Los soldados, colgados de la viga, tiraban hacia atrás. Los cartagineses trabajaban para hacerla subir, y la porfía duró hasta la noche.
Cuando al día siguiente los mercenarios volvieron a su tarea, los altos de las murallas estaban enteramente alfombrados con fardos de algodón, de telas y almohadones; las almenas, tapadas con esteras, y en los baluartes, entre las grúas, se veía una línea de palos terminados en horquillas y hoces.
Con esto empezó una furiosa resistencia.
Troncos de árboles, manejados por cables, caían y volvían a caer alternativamente, golpeando los arietes; garfios, lanzados por ballestas, arrancaban el techo de las cabañas; y de la plataforma de las torres caían torrentes de pedernal y de tejos.
Los arietes consiguieron romper las puertas de Kamón y la de Tagarte. Pero los cartagineses habían amontonado dentro tal abundancia de materiales, que las hojas no se abrieron y quedaron en pie.
En vista de esto se dirigieron los golpes contra las murallas abiertas para desencajar los bloques de piedra. Las máquinas fueron mejor gobernadas, sus sirvientes repartidos por escuadras; desde la mañana hasta la noche funcionaban sin interrupción, con la monótona precisión de un bastidor de tejedor.
Espendio no se cansaba de manejarlas. Él era quien movía las madejas de las ballestas. Para obtener una paridad completa en sus tensiones gemelas, se apretaron las cuerdas golpeando, ora a la derecha, ora a la izquierda, hasta el momento en que los dos lados daban un sonido igual. Espendio montado en su ligazón, con la punta del pie los golpeaba con suavidad y acercaba la oreja como el músico que templa una lira. Y cuando la lanza de la catapulta se levantaba, cuando la columna de la ballesta temblaba a la sacudida del resorte, volaban las piedras, y los dardos caían en montón, doblaba todo el cuerpo y abría los brazos como para seguirlos.
Los soldados, admirados de su destreza, ejecutaban sus órdenes. Alegres con su trabajo, improvisaban cuchufletas con el nombre de las máquinas. A las tenazas que aprehendían a los arietes las llamaban lobos; a las galerías cubiertas, «parrales»; había «corderos», se «hacía la vendimia», y al armar las piezas decían a los onagros: «¡Ea, cocea bien!», y a los escorpiones: «Atraviésalos hasta el corazón». Estas burlas, siempre las mismas, sostenían los ánimos.
Con todo eso, las máquinas no desmoronaban la fortificación, formada por dos murallas repletas de tierra, sino que derribaban la parte superior, repuesta en seguida por los sitiados. Matho dio orden de construir torres de madera de la misma altura que las torres de piedra. Se rellenó el foso con césped, estacas, piedras y carros con sus ruedas, y antes que se colmara, la inmensa multitud de bárbaros onduló en el llano, con un solo movimiento, y llegó al pie de las murallas como un mar desbordado.
Se adelantaron las escalas de cuerda, las escaleras rectas y los sambucos, es decir, dos mástiles del que bajaban, movidos por palancas, una serie de bambúes que terminaban en una punta móvil, formando muchas líneas rectas apoyadas contra el muro. Los mercenarios, en hilera, subían por ellas, con las armas en la mano. No se veía un solo cartaginés; ya los asaltantes llegaban a los dos tercios de la fortificación, cuando se abrieron las almenas, vomitando, como dragones, fuego y humo; llovía la arena, entrando por las junturas de las armaduras; el petróleo se pegaba a las ropas; el plomo líquido rebotaba en los cascos y agujereaba la carne; una rociada de chispas quemaba las caras, y las órbitas sin ojos parecían llorar lágrimas gordas como almendras. Los hombres, amarillos por el aceite, ardían por la cabellera; si corrían inflamaban a otros; se les apagaba echándoles a la cabeza mantas mojadas con sangre. Hubo quien sin estar herido, quedaba inmóvil, más rígido que un poste, con la boca abierta y ambos brazos extendidos.
El asalto continuó durante muchos días, porque los mercenarios esperaban triunfar por exceso de fuerza y de audacia.
En ocasiones, un hombre a espaldas de otro, hundía un hierro entre las piedras, sirviéndole de escalón para subir más arriba y poner un segundo y un tercero; protegidos por el borde de las almenas rebasaban la muralla, y poco a poco iban subiendo; pero siempre, al llegar a cierta altura, se despeñaban. Repleto el foso, desbordaba; bajo los pies de los vivos, los heridos, en montón, se mezclaban con los cadáveres y los moribundos. Entre entrañas abiertas, sesos esparcidos y charcos de sangre, los troncos calcinados formaban manchas negras; brazos y piernas, saliendo a medias de un montón, quedaban enhiestos como rodrigón en una viña incendiada.
Encontrándose insuficientes las escalas se emplearon los tonelones, o sea unos instrumentos compuestos de una larga viga puesta transversalmente sobre otra, y llevando al extremo una cesta cuadrangular en la que cabían treinta peones con sus armas.
Matho quiso subir en la primera que estuvo dispuesta. Espendio le detuvo. Unos hombres se encorvaron sobre un molinete; se levant