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Se pasaba el día tirando a aquellas aves ligeras, se desesperaba si conseguían burlarle y se reía hasta saltársele las lágrimas cuando el animal caía a plomo o daba alguna voltereta extraña y cómica. Se volvía entonces hacia el mozo que le cargaba las armas y le preguntaba con espasmódica alegría:
—¡A ése le di lo suyo, José! ¿Viste cómo cayó?
Y José respondía indefectiblemente:
—El señor barón no marra uno.
Al llegar el otoño, y con él la temporada de caza, invitaba como en sus buenos tiempos a sus amigos y disfrutaba oyendo a lo lejos las detonaciones. Iba contándolas y le llenaba de felicidad el que se repitiesen aceleradamente. Por la noche exigía a cada cazador un minucioso relato de las incidencias del día.
Y los contertulios y el barón permanecían tres horas de sobremesa contando lances de caza.
Los cazadores son gente verbosa y relataban complacidos cien aventuras extrañas e inverosímiles. Algunas se han hecho clásicas y se repetían con toda regularidad. La del conejo que el vizcondesito de Bourril falló en el vestíbulo mismo de su palacio no perdía gracia, y todos los años les hacía retorcerse de risa. No se pasaban cinco minutos sin que surgiese un nuevo narrador.
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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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