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—¡Tsing—pe! —dijo el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer salas y pasillos, y media Corte con él, pues a nadie le hacía gracia que le patearan el estómago. Y todo era preguntar por el notable ruiseñor, conocido por todo el mundo menos por la Corte.
Finalmente dieron en la cocina con una pobre muchachita que exclamó:
—¡Dios mío! ¿El ruiseñor? ¡Claro que lo conozco! ¡qué bien canta! Todas las noches me dan permiso para que lleve algunas sobras de comida a mi pobre madre que está enferma. Vive allá en la playa, y cuando estoy de regreso me paro a descansar en el bosque y oigo cantar al ruiseñor. Y oyéndolo se me vienen las lágrimas a los ojos como si mi madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de emoción y dulzura.
—Pequeña fregaplatos —dijo el mayordomo—, te daré un empleo fijo en la cocina y permiso para presenciar la comida del Emperador, si puedes traernos al ruiseñor; está citado para esta noche.
11 págs. / 19 minutos.
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Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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