La Piedra Filosofal

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Sin duda conoces la historia de Holger Danske. No te la voy a contar, y sólo te preguntaré si recuerdas que «Holger Danske conquistó la vasta tierra de la India Oriental, hasta el término del mundo, hasta aquel árbol que llaman árbol del Sol», según narra Christen Pedersen. ¿Sabes quién es Christen Pedersen? No importa que no lo conozcas. Allí, Holger Danske confirió al Preste Juan poder y soberanía sobre la tierra de la India. ¿Conoces al Preste Juan? Bueno eso tampoco tiene importancia, pues no ha de salir en nuestra historia. En ella te hablamos del árbol del Sol «de la tierra de Indias Orientales, en el extremo del mundo», según creían entonces los que no habían estudiado Geografía como nosotros. Pero tampoco esto importa.

El árbol del Sol era un árbol magnífico, como nosotros nunca hemos visto ni lo verás tú. Su copa abarcaba un radio de varias millas; en realidad era todo un bosque, y cada rama, aún la más pequeña, era como un árbol entero. Había palmeras, hayas, pinos, en fin, todas las especies de árboles que crecen en el vasto mundo, brotaban allí cual ramitas de las ramas grandes, y éstas, con sus curvaturas y nudos, parecían a su vez valles y montañas, y estaban revestidas de un verdor aterciopelado y cuajado de flores. Cada rama era como un gran prado florido o un hermosísimo jardín.

El sol enviaba sus rayos bienhechores; por algo era el árbol del Sol, y en él se reunían las aves de todos los confines del mundo: las procedentes de las selvas vírgenes americanas, las que venían de las rosaledas de Damasco y de los desiertos y sabanas del África, donde el elefante y el león creen reinar como únicos soberanos. Venían las aves polares y también la cigüeña y la golondrina, naturalmente. Pero no sólo acudían las aves: el ciervo, la ardilla, el antílope y otros mil animales veloces y hermosos se sentían allí en su casa. La copa del árbol era un gran jardín perfumado, y en ella, el centro de donde las ramas mayores irradiaban cual verdes colinas, levantábase un palacio de cristal, desde cuyas ventanas se veían todos los países del mundo. Cada torre se erguía como un lirio, y se subía a su cima por el interior del tallo, en el que había una escalera. Como se puede comprender fácilmente, las hojas venían a ser como unos balcones a los que uno podía asomarse, y en lo más alto de la flor había una gran sala circular, brillante y maravillosa, cuyo techo era el cielo azul, con el sol y las estrellas. No menos soberbios, aunque de otra forma, eran los vastos salones del piso inferior del palacio, en cuyas paredes se reflejaba el mundo entero. En ellas podía verse todo lo que sucedía, y no hacía falta leer los periódicos, los cuales, por otra parte, no existían. Todos los sucesos desfilaban en imágenes vivientes sobre la pared; claro que no era posible atender a todas, pues cada cosa tiene sus límites, valederos incluso para el más sabio de los hombres, y el hecho es que allí moraba el más sabio de todos. Su nombre es tan difícil de pronunciar, que no sabrías hacerlo aunque te empeñaras, de manera que vamos a dejarlo. Sabía todo lo que un hombre puede saber y todo lo que se sabrá en esta Tierra nuestra, con todos los inventos realizados y los que aún quedan por realizar; pero no más, pues, como ya dijimos, todo tiene sus límites. El sabio rey Salomón, con ser tan sabio, no le llegaba en ciencia ni a la mitad. Ejercía su dominio sobre las fuerzas de la Naturaleza y sobre poderosos espíritus. La misma Muerte tenía que presentársele cada mañana con la lista de los destinados a morir en el transcurso del día; pero el propio rey Salomón tuvo un día que fallecer, y éste era el pensamiento que, a menudo y con extraña intensidad, ocupaba al sabio, al poderoso señor del palacio del árbol del Sol. También él, tan superior a todos los demás humanos en sabiduría, estaba condenado a morir. No lo ignoraba; y sus hijos morirían asimismo; como las hojas del bosque, caerían y se convertirían en polvo. Como desaparecen las hojas de los árboles y su lugar es ocupado por otras, así veía desvanecerse el género humano, y las hojas caídas jamás renacen; se transforman en polvo, o en otras partes del vegetal. ¿Qué es de los hombres cuando viene el Ángel de la Muerte? ¿Qué significa en realidad morir? El cuerpo se disuelve, y el alma... sí, ¿qué es el alma? ¿Qué será de ella? ¿Adónde va? «A la vida eterna», respondía, consoladora, la Religión. Pero, ¿cómo se hace el tránsito? ¿Dónde se vive y cómo? «Allá en el cielo —contestaban las gentes piadosas—, allí es donde vamos». «¡Allá arriba! —repetía el sabio, levantando los ojos al sol y las estrellas—, ¡allá arriba!»

Y veía, dada la forma esférica de la Tierra, que el arriba y el abajo eran una sola y misma cosa, según el lugar en que uno se halle en la flotante bola terrestre. Si subía hasta el punto culminante del Planeta, el aire, que acá abajo vemos claro y transparente, el «cielo luminoso» se convertía en un espacio oscuro, negro como el carbón y tupido como un paño, y el sol aparecía sin rayos ardientes, mientras nuestra Tierra estaba como envuelta en una niebla de color anaranjado. ¡Qué limitado era el ojo del cuerpo! ¡Qué poco alcanzaba el del alma! ¡Qué pobre era nuestra ciencia! El propio sabio sabía bien poco de lo que tanto nos importaría saber.

En la cámara secreta del palacio se guardaba el más precioso tesoro de la tierra: «El libro de la Verdad». Lo leía hoja tras hoja. Era un libro que todo hombre puede leer, aunque sólo a fragmentos. Ante algunos ojos las letras bailan y no dejan descifrar las palabras. En algunas páginas la escritura se vuelve a veces tan pálida y borrosa, que parecen hojas en blanco. Cuanto más sabio se es, tanto mejor se puede leer, y el más sabio es el que más lee. Nuestro sabio podía además concentrar la luz de las estrellas, la del sol, la de las fuerzas ocultas y la del espíritu. Con todo este brillo se le hacía aún más visible la escritura de las hojas. Mas en el capítulo titulado «La vida después de la muerte» no se distinguía ni la menor manchita. Aquello lo acongojaba. ¿No conseguiría encontrar acá en la Tierra una luz que le hiciese visible lo que decía «El libro de la Verdad»?

Como el sabio rey Salomón, comprendía el lenguaje de los animales, oía su canto y su discurso, mas no por ello adelantaba en sus conocimientos. Descubrió en las plantas y los metales fuerzas capaces de alejar las enfermedades y la muerte, pero ninguna capaz de destruirla. En todo lo que había sido creado y él podía alcanzar, buscaba la luz capaz de iluminar la certidumbre de una vida eterna, pero no la encontraba. Tenía abierto ante sus ojos «El libro de la Verdad», mas las páginas estaban en blanco. El Cristianismo le ofrecía en la Biblia la consoladora promesa de una vida eterna, pero él se empeñaba vanamente en leer en su propio libro.

Tenía cinco hijos, instruidos como sólo puede instruirlos el padre más sabio, y una hija hermosa, dulce e inteligente, pero ciega. Esta desgracia apenas la sentía ella, pues su padre y sus hermanos le hacían de ojos, y su sentimiento íntimo le daba la seguridad suficiente.

Nunca los hijos se habían alejado más allá de donde se extendían las ramas de los árboles, y menos aún la hija; todos se sentían felices en la casa de su niñez, en el país de su infancia, en el espléndido y fragante árbol del Sol. Como todos los niños, gustaban de oír cuentos, y su padre les contaba muchas cosas que otros niños no habrían comprendido; pero aquéllos eran tan inteligentes como entre nosotros suelen ser la mayoría de los viejos. Les explicaba los cuadros vivientes que veían en las paredes del palacio, las acciones de los hombres y los acontecimientos en todos los países de la Tierra, y con frecuencia los hijos sentían deseos de encontrarse en el lugar de los sucesos y de participar en las grandes hazañas. Mas el padre les decía entonces lo difícil y amarga que es la vida en la Tierra, y que las cosas no discurrían en ella como las veían desde su maravilloso mundo infantil. Les hablaba de la Belleza, la Verdad y la Bondad, diciendo que estas tres cosas sostenían unido al mundo y que, bajo la presión que sufrían, se transformaban en una piedra preciosa más límpida que el diamante. Su brillo tenía valor ante Dios, lo iluminaba todo, y esto era en realidad la llamada piedra filosofal. Les decía que, del mismo modo que partiendo de lo creado se deducía la existencia de Dios, así también partiendo de los mismos hombres se llegaba a la certidumbre de que aquella piedra sería encontrada. Más no podía decirles, y esto era cuanto sabía acerca de ella. Para otros niños, aquella explicación hubiera sido incomprensible, pero los suyos sí la entendieron, y andando el tiempo es de creer que también la entenderán los demás.

No se cansaban de preguntar a su padre acerca de la Belleza, la Bondad y la Verdad, y él les explicaba mil cosas, y les dijo también que cuando Dios creó al hombre con limo de la tierra, estampó en él cinco besos de fuego salidos del corazón, férvidos besos divinos, y ellos son lo que llamamos los cinco sentidos: por medio de ellos vemos, sentimos y comprendemos la Belleza, la Bondad y la Verdad; por ellos apreciamos y valoramos las cosas, ellos son para nosotros una protección y un estímulo. En ellos tenemos cinco posibilidades de percepción, interiores y exteriores, raíz y cima, cuerpo y alma.

Los niños pensaron mucho en todo aquello; día y noche ocupaba sus pensamientos. El hermano mayor tuvo un sueño maravilloso y extraño, que luego tuvo también el segundo, y después el tercero y el cuarto. Todos soñaron lo mismo: que se marchaban a correr mundo y encontraban la piedra filosofal. Como una llama refulgente, brillaba en sus frentes cuando, a la claridad del alba, regresaban, montados en sus velocísimos corceles, al palacio paterno, a través de los prados verdes y aterciopelados del jardín de su patria. Y la piedra preciosa irradiaba una luz celestial y un resplandor tan vivo sobre las hojas del libro, que se hacía visible lo que en ellas estaba escrito acerca de la vida de ultratumba. La hermana no soñó en irse al mundo, ni le pasó la idea por la mente; para ella, el mundo era la casa de su padre.

—Me marcho a correr mundo —dijo el mayor—. Tengo que probar sus azares y su modo de vida, y alternar con los hombres. Sólo quiero lo bueno y lo verdadero; con ellos encontraré lo bello. A mi regreso cambiarán muchas cosas.

Sus pensamientos eran audaces y grandiosos, como suelen serlo los nuestros cuando estamos en casa, junto a la estufa, antes de salir al mundo y experimentar los rigores del viento y la intemperie y las punzadas de los abrojos.

En él, como en sus hermanos, los cinco sentidos estaban muy desarrollados, tanto interior como exteriormente, pero cada uno tenía un sentido que superaba en perfección a los restantes. En el mayor era el de la vista, y buen servicio le prestaría. Tenía ojos para todas las épocas —decía—, ojos para todos los pueblos, ojos capaces de ver incluso en el interior de la tierra, donde yacen los tesoros, y en el interior del corazón humano, como si éste estuviera sólo recubierto por una lámina de cristal; es decir, que en una mejilla que se sonroja o palidece, o en un ojo que llora o ríe, veía mucho más de lo que vemos nosotros. El ciervo y el antílope lo acompañaron hasta la frontera occidental, y allí se les juntaron los cisnes salvajes, que volaban hacia el Noroeste. Él los siguió, y pronto se encontró en el vasto mundo, lejos de la tierra de su padre, la cual se extiende «por Oriente hasta el confín del mundo».

¡Cómo abría los ojos! Mucho era lo que había que ver, y contemplar las cosas al natural, tal como son en realidad, es muy distinto de verlas en imagen, por buenas que sean éstas, y las del palacio paterno no podían ser mejores. En el primer momento, el asombro producido por la cantidad de baratijas y fruslerías que querían pasar por bellas, estuvo a punto de hacerle perder los ojos; pero no los perdió, pues los destinaba a cosas más elevadas.

Lo que ante todo perseguía, poniendo en ello toda su alma, era el conocimiento de la Belleza, la Verdad y la Bondad. Pero, ¿cómo alcanzarlo? A menudo tenía que presenciar cómo la Fealdad recibía la corona que correspondía a la Belleza, cómo lo bueno solía pasar inadvertido, mientras la medianía era ensalzada en vez de censurada. La gente veía el nombre y no el mérito, el traje y no el hombre, la fama y no la vocación. Y no podía ser de otro modo.

«Hay que intervenir sin perder un momento», pensó, aprestándose a la acción; pero mientras buscaba la verdad se presentó el diablo, que es el padre de la mentira, mejor dicho, la mentira misma. Muy a gusto habría arrancado los ojos al vidente, pero la acción hubiera sido demasiado directa. El diablo trabaja con más diplomacia. Le dejó, pues, que siguiera buscando lo verdadero y lo bueno y que a veces los encontrara incluso, pero mientras lo estaba mirando le sopló una astilla en cada ojo, uno tras otro, lo cual no es nada indicado para la vista, por excelente que sea. Y la astilla que el diablo le sopló se le convirtió en una viga, y ello en cada ojo, por lo que nuestro vidente se quedó como ciego en medio del vasto mundo y perdió la fe en él. Abandonó su buena opinión del mundo y de sí mismo, y esto, cuando le sucede a uno, ya puede decirse que está listo.

—¡Adiós! —cantaron los cisnes salvajes, emprendiendo el vuelo hacia Oriente

—¡Adiós! —cantaron a su vez las golondrinas, dirigiéndose hacia Levante, en busca del árbol del Sol. No eran buenas las noticias que traían a casa.

—¡Mal debe haberle ido al vidente! —dijo el hermano segundo—. Tal vez al oyente le vaya mejor.

El segundo hermano tenía particularmente sensible el sentido del oído; sólo os diré que percibía hasta el rumor que hace la hierba al crecer; y me parece que con esto basta.

Se despidió cordialmente de todos y partió a caballo, armado de sus grandes aptitudes y sus excelentes propósitos. Las golondrinas lo siguieron, y él siguió a los cisnes, y pronto estuvo lejos de su patria, en medio del amplio mundo.

Todos los excesos son malos. No tardó en comprobar la verdad de este proverbio. En efecto, su oído era tan sensible que podía percibir el crecimiento de la hierba, pero también el latir del corazón humano en sus alegrías y sus penas. Era como si el mundo entero fuese un taller de relojería, en que todos los relojes marchasen, dejando oír su tictac, mientras los de torre lanzaban su clingclang. Era insoportable. Pero él aguzó el oído tanto como pudo, hasta que, al fin, el estruendo y griterío fueron demasiado intensos para un hombre solo. Vinieron golfos callejeros de sesenta años —¡qué importa la edad!— gritando y alborotando. Al principio el joven se reía de ellos, pero luego se les sumaron chismes y comadrerías que, zumbando por las casas, callejones y calles, acababan saliendo a la carretera. La mentira era la que tenía la voz más recia y se las daba de gran señora; el cascabel del loco sonaba con la pretensión de ser la campana de la iglesia. Aquello fue ya demasiado para el mozo. Se taponó las orejas con los dedos... pero seguía oyendo cantos desafinados y sones horrísonos, habladurías y chismes. Testarudas afirmaciones que no valían un comino salían de las lenguas, que tropezaban y se trababan, de tan deprisa como se movían. Era una confusión infernal de notas y ruidos, de barullo y estrépito, tanto por dentro como por fuera. ¡Qué locura, Dios mío, qué insoportable barahúnda! El mozo apretaba cada vez más los dedos contra los oídos, hasta que se rompió los tímpanos, y entonces no oyó ya nada, y lo bello, bueno y verdadero, que a través de su oído debían comunicarse con su pensamiento, se le hicieron inaccesibles. Y se quedó silencioso y desconfiado, perdida la fe en todo, especialmente en sí mismo, lo cual es una gran desgracia. Jamás encontraría la poderosa piedra filosofal ni volvería a su casa con ella; renunció a todo, incluso a sí mismo, y esto fue lo peor. Las aves que volaban hacia Oriente llevaron la noticia al palacio paterno, en el árbol del Sol. Carta no llegó ninguna, aunque es cierto que no había correo.

—Ahora voy a probarlo yo —dijo el tercero—. Tengo una nariz finísima.

La expresión no es muy correcta, pero así la soltó, y hay que aceptarlo como era, el buen humor en persona y, además, poeta, un poeta de veras. Sabía cantar lo que no sabía decir, y en rapidez de pensamiento dejaba a los otros muy atrás

—¡Huelo el poste! —afirmaba; y, en efecto, su sentido del olfato estaba maravillosamente desarrollado y le servía de guía en el reino de la Belleza

—Hay quien goza con el olor de manzanas y quien se deleita con el de un establo —decía—. Cada tipo de olor tiene su público en el reino de la Belleza. A unos les gusta respirar el aire de la taberna, viciado por el humeante pábilo de la vela de sebo, y en el que los apestosos vapores del aguardiente se mezclan con el humo del mal tabaco; otros prefieren un aire perfumado de jazmín, y se frotan con la más intensa esencia de clavel que pueden encontrar. Los hay, en cambio, que buscan el cortante viento marino, la fresca brisa o el aire de las elevadas cumbres, desde donde contemplan a sus pies el afanoso ajetreo cotidiano.

Decía todo esto como si hubiese estado ya en el mundo, vivido y tratado con los hombres. Pero, en realidad, todo era teoría. Quien así hablaba era el poeta, haciendo uso del don que Dios le otorgara en la cuna.

Dijo, pues, adiós al hogar paterno del árbol del Sol y partió. Al salir de los dominios patrios montó en un avestruz, que es un ave más veloz que el caballo. Poco más tarde divisó a los cisnes salvajes y se subió a la espalda del más robusto. Gustaba de las variaciones, y por eso voló por encima de los mares hacia tierras remotas, donde había grandes bosques, profundos lagos, empinadas montañas y orgullosas ciudades. Dondequiera que llegaba le parecía como si un resplandor solar cubriese el país. Las flores y matas olían más intensamente, pues sentían que se acercaba un amigo, un protector que sabía apreciarlas y comprenderlas. El mutilado rosal irguió sus ramas, desplegó sus hojas y dio nacimiento a la rosa más bella que nadie haya imaginado; todo el mundo pudo verla, y hasta el viscoso caracol negro apreció su belleza.

—Quiero estampar mi sello en la flor —dijo el caracol—. He depositado mi baba sobre ella; no puedo hacer más.

—¡Así se trata a la Belleza en el mundo! —dijo el poeta; y cantó una canción sobre este tema. La cantó a su manera, pero nadie le hizo caso. En vista de ello dio dos chelines y una pluma de pavo al pregonero; el hombre transcribió la canción para tambor y salió a tocarla por todas las calles y callejones de la ciudad. Entonces la oyeron las gentes y exclamaron que la comprendían y que era muy profunda. Y el poeta pudo componer más canciones y cantó la Belleza, la Verdad y la Bondad; y las canciones eran repetidas en la taberna, entre el humo de la lámpara de sebo, y en el prado plantado de trébol, en el bosque y a orillas del amplio mar. Todo hacía pensar que el mozo sería más afortunado que sus dos hermanos mayores. Pero el diablo no lo pudo sufrir y acudió con el incienso real, el incienso eclesiástico y todas las clases de inciensos honoríficos que pudo encontrar, y, hábil como es el diablo en la destilación, elaboró con todos ellos un incienso de olor intensísimo capaz de ahogar todos los demás olores y de marear a un ángel, y no digamos a un pobre poeta. El diablo sabe muy bien cómo hay que tratar a las personas. Al poeta se lo ganó con incienso, y le llenó la cabeza de humos hasta hacer que se olvidara de su misión, de su casa paterna y aun de sí mismo; todo él se disolvió en humo e incienso.

Todas las aves se dolieron de lo sucedido, y estuvieron tres días sin cantar. El negro caracol de bosque se volvió aún más negro, aunque no de tristeza, sino de envidia.

—Soy yo —dijo— quien debía haber sido incensado, pues yo fui quien le inspiró su canción más famosa, transcrita para el tambor, sobre la marcha del mundo. Yo escupí sobre la rosa, lo puedo demostrar con testigos.

Pero allá, en tierras de India, nada se supo de lo ocurrido. Todas las avecillas se dolieron y permanecieron calladas por espacio de tres días, y cuando hubo pasado el tiempo del luto, había sido éste tan profundo y sentido, que se olvidaron del hecho que lo había motivado. ¡Así van las cosas!

—Ahora me toca a mí salir al mundo, como han hecho los otros —dijo el cuarto de los hermanos. Tenía un genio tan bueno como el anterior, y mejor todavía, pues no era poeta, y esto ayuda a estar siempre de buen humor. Los dos habían sido la alegría del palacio, y ahora éste quedaba triste y melancólico. Los hombres siempre han considerado la vista y el oído como los dos sentidos principales, los que conviene tener más sensibles y desarrollados. Los tres restantes son tenidos en menos, pero el cuarto hijo discrepaba de tal opinión. Su sentido más fino era el del gusto, en todas las acepciones que pueda tener. De hecho, es un sentido de gran poder e influencia. Domina sobre todo lo que pasa por la boca y por el espíritu; por eso el hijo cataba todo lo que se ponía en la sartén, el puchero, la botella y la fuente.

—Esto es lo que mi profesión tiene de tosco —decía. Para él, cada persona era una sartén, cada país una enorme cocina, visto con los ojos del espíritu. Y esto era precisamente lo que sus aptitudes tenían de fino, y ahora se proponía salir al mundo a ponerlo en práctica.

—Tal vez la suerte me sea más propicia que a mis hermanos —dijo—. Me marcho. Pero, ¿qué medios de transporte elegiré? ¿Han inventado ya el globo aerostático? —preguntó a su padre, quien conocía todos los descubrimientos hechos o por hacer. Pero el globo no había sido inventado aún, ni el buque de vapor, ni el ferrocarril.

—Tomaré un globo —dijo—. Mi padre sabe cómo se fabrican y cómo se guían, y lo aprenderé. Nadie conoce este invento, creerán que se trata de un fenómeno atmosférico. Cuando termine el viaje quemaré el globo, para lo cual tendrás que darme también unas cuantas piezas de este otro invento futuro que se llamarán los fósforos.

Todo se lo dieron, y emprendió el vuelo, seguido de las aves, que lo acompañaron hasta mucho más lejos de lo que habían acompañado a sus hermanos. Estaban curiosas por ver cómo terminaba aquel viaje aéreo; y constantemente se les sumaban otras bandadas, creídas que se trataba de un ave de una nueva especie ¡Era de ver el séquito del mozo! El aire estaba negro de pájaros. Éstos formaban grandes nubes, como las plagas de langostas que azotan Egipto; y así fue cómo el quinto hijo se metió en el vasto mundo.

—El viento del Este se me ha portado como un buen amigo y auxiliar —dijo.

—Viento de Este y viento de Oeste, querrás decir —protestaron los vientos—. Hemos alternado los dos, pues de otro modo no habrías podido seguir rumbo Noroeste.

Pero él no oyó sus palabras; lo mismo daba. Las aves dejaron ya de seguirlo. Algunas habrían empezado a encontrar aburrido el viaje. No había para tanto, decían. A aquel hombre iban a subírsele los humos a la cabeza. ¿Para qué volar detrás de él? Si esto no es nada, una verdadera estupidez. Y se rezagaron, y las demás no tardaron en imitarlas. Tenían razón: aquello no era nada.

El globo descendió sobre una de las ciudades más populosas. El aeronauta se apeó en el lugar más alto, que era la torre de la iglesia. El globo volvió a elevarse, contra lo que debía hacer. Adónde fue a parar, difícil es decirlo, pero tampoco esto tiene importancia; jamás se supo nada de su paradero.

Quedó el mozo en el campanario, y las aves lo dejaron que se arreglase como pudiera. Estaban hartas de él, y él de ellas. Todas las chimeneas de la ciudad humeaban y olían.

—Son altares que han erigido para ti —dijo el viento, para halagarlo.

Él permanecía arrogante en el lugar, mirando a sus pies la gente que transitaba por las calles. Uno estaba orgulloso de su bolsa bien repleta; otro lo estaba de su llave, a pesar de que nada poseía para cerrar; un tercero se afanaba de su levita, apolillada por cierto, y otro, de su cuerpo, roído de gusanos.

—¡Qué asco! ¡Tendré que bajar pronto a agitar la olla y probarla! —dijo—. Pero antes me estaré un rato aquí sentado. El viento me cosquillea en la espalda y me encuentro muy a gusto. Me quedaré mientras sople el viento; me apetece descansar. Cuando se tiene mucho que hacer, es conveniente quedarse más tiempo en la cama, dice el perezoso; pero la pereza es la madre de todos los vicios, y en nuestra familia no hay vicios. Lo digo yo y lo dicen todos los que pasan por la calle. Me quedo mientras sople viento, pues esto me apetece.

Y se quedó; pero como estaba sentado sobre la veleta del campanario, venga dar vueltas y más vueltas con ella, por lo que le parecía que el viento era siempre el mismo; y allí siguió, sentado y gustando horas y horas.

En la tierra de India, en el palacio del árbol del Sol, todo estaba vacío y silencioso desde que los hijos se habían marchado, uno tras otro.

—¡No tienen suerte! —decía el padre—. No traen a casa la preciosa piedra. Estoy condenado a no encontrarla; están lejos, muertos—. Y se inclinó sobre «El libro de la Verdad», aguzando la vista sobre la hoja donde se trataba de la vida que sigue a la muerte; pero era letra muda para él.

La hija ciega era su consuelo y su alegría; lo amaba con ternura, y por su felicidad deseaba que pudiera encontrarse la preciosa joya. Triste y anhelante pensaba en sus hermanos. ¿Dónde estarían? ¿Dónde vivían? Deseaba soñar con ellos, y, no obstante, cosa extraña, ni en sueños lograba encontrarlos. Finalmente, una noche soñó que sus voces la llamaban, la llamaban desde el vasto mundo, y que ella tuvo que salir, lejos, muy lejos; y, no obstante, le parecía aún estar en la cama de su padre. No encontraba a sus hermanos, pero en la mano sentía como si tuviese fuego ardiente, aunque no la quemaba; era la fulgurante gema, que llevaba a su padre. Al despertarse creyó que aún la tenía, mas era la rueca lo que sujetaba su mano. Durante las largas noches había estado hilando incansablemente; la hebra del huso era más sutil que una tela de araña; ojos humanos no habrían podido descubrirla. Ella la había humedecido con sus lágrimas, y era resistente como soga de áncora. Tomó una resolución: era necesario que el sueño se convirtiese en realidad. En plena noche besó la mano de su padre, que aún dormía, y, cogiendo el huso, ató fuertemente el extremo de la hebra a la casa paterna, ya que de otro modo, ciega como era, nunca habría podido encontrar el camino de vuelta. Se mantendría cogida a la hebra, confiándose a ella, no a su propio criterio ni al de otros. Cortó cuatro hojas del árbol del Sol con la idea de lanzarlas al viento para que llegasen a sus hermanos a modo de carta y de saludo, en caso de que no los encontrase en sus andanzas por el mundo. ¿Cómo lo pasaría, la pobre ciega? Tenía, no obstante, el hilo invisible, al que podía agarrarse, y por encima de todo poseía una aptitud: el sentimiento, y esto equivalía a tener ojos en las puntas de los dedos, y orejas en el corazón.

Y así se adentró en el maravilloso mundo del bullicio y del ruido, y dondequiera que llegaba se serenaba el cielo, cuyos cálidos rayos percibía; el arco iris se desplegaba, saliendo de la negra nube, por el aire azul; oía el canto de los pájaros, olía el aroma de los naranjales y vergeles, tan intensamente, que casi creía gustarlo. Le llegaban dulces acordes y cantos prodigiosos, pero también gritos y aullidos; el pensamiento y el juicio se agitaban en rara lucha. En lo más recóndito del corazón resonaban los latidos y los pensamientos de los hombres. Vibraba un coro:

La vida es humo deleznable
y noche en que se llora.

Pero resonaba también un cántico:

La vida es un rosal incomparable
que el sol inunda y dora.

Vino luego una amarga queja:

Cada uno piensa sólo en sí,
la verdad es sólo ésta.

Y la réplica:

Pisa el amor con claro resplandor
por la vida terrena.

Oyó luego otras palabras:

Fútil es nuestro mundo, todo él,
e ilusión nuestros actos.

Y también éstas:

Pero mucho hay de bueno y noble
que el mundo desconoce.

Se elevó un coro estrepitoso:

Todo es locura, risa y burla.
¡Ríe, en nombre del diablo!

Mas en el corazón de la ciega doncella resonó:

Aférrate a ti mismo y aférrate a Dios.
Cúmplase su voluntad, amén.

Y, dondequiera que se presentaba, entre los grupos de hombres y mujeres, jóvenes o viejos, brillaba en las almas la idea de la Verdad, la Bondad y la Belleza. Dondequiera que entraba —en el taller del artista, en la fastuosa sala de fiestas o en la fábrica, en medio de las ruedas rechinantes, en todas partes— parecía que entraba un rayo de sol; del arpa salían acordes; de la flor, perfume, y sobre la sedienta hoja caía la reparadora gota de rocío.

Pero esto no lo podía consentir el diablo. Y como tiene más inteligencia que diez mil hombres juntos, supo encontrar un remedio a la situación. Se fue al pantano, cogió burbujas del agua corrompida, hizo que sonara siete veces sobre ellas el eco de la palabra de mentira, para darles mayor fuerza; redujo a polvo mercenarios versos encomiásticos y mentirosos panegíricos, todos los que encontró; los coció con lágrimas vertidas por la envidia, esparció encima colorete raspado de la macilenta mejilla de una solterona, y con todo ello fabricó una muchacha, idéntica en figura y ademanes, a la virtuosa ciega. La gente la llamaba «El dulce Ángel del Sentimiento», y así se puso en marcha la treta del diablo. El mundo ignoraba cuál de las dos era la verdadera, ¡cómo iba a saberlo!

Aférrate a ti mismo, y aférrate a Dios.
Cúmplase su voluntad, amén.

Así cantaba la ciega, llena de confianza. Dio al viento las cuatro hojas del árbol del Sol, para que las llevasen a sus hermanos a manera de cartas y saludos, segura de que su deseo sería satisfecho; y estaba persuadida también de que encontraría la joya en la que se encerraba toda la belleza del mundo. Desde la frente de la Humanidad enviaría sus rayos hasta la casa de su padre.

—A la casa de mi padre —repitió—. Sí, la piedra preciosa está en la Tierra, de ello estoy segura. Siento su ardor; que crece por momentos en mi mano cerrada. He captado y guardado cada granito de Verdad, tan pequeño que volaba en alas del viento; dejé que lo impregnara el aroma de la Belleza. ¡Hay tanta en el mundo, incluso para el ciego! Recogí el acorde del corazón humano, cuando palpitaba movido por la Bondad, y le añadía lo demás. Lo que traigo son granitos de polvo, pero en ellos hay el polvo de la piedra preciosa buscada. ¡Tengo llena la mano!

Y la alargó hacia su padre. Estaba en su patria. Había vuelto a ella en alas del pensamiento, sin soltar jamás el hilo invisible que le servía de guía.

Con el fragor del huracán las potencias del mal se lanzaron contra el árbol del Sol, y en un terrible embate penetraron por la abierta puerta hasta la cámara secreta.

—¡Se la lleva el viento! —exclamó el padre, cogiéndole la mano, que había abierto.

—¡No! —contestó ella, segura de sí misma—, el viento no puede llevársela. Siento en el alma el calor de sus rayos.

Y entonces el padre vio una llama luminosa en el lugar donde el polvo fulgurante, escapándose de su mano, volaba a la página en blanco del libro, aquella página que debía instruirlo acerca de la certeza de la vida eterna. Brillando con intensidad deslumbradora apareció una inscripción, una única palabra: «Fe».

En el mismo momento aparecieron los cuatro hermanos. Espoleados por la nostalgia de la patria, cuando cayó sobre sus pechos la hoja verde, emprendieron el camino del regreso, seguidos de las aves de paso, del ciervo, el antílope y de todos los animales del bosque. También ellos querían participar de la alegría, ¿y por qué no debían hacerlo los animales, si así les era dado?

Muchas veces hemos visto cómo una brillante columna de polvo se levanta y se agita cuando un rayo de sol penetra en la habitación por un agujero de la puerta. Pues del mismo modo, sólo que con incomparable magnificencia, a cuyo lado hasta el arco iris parecía tosco y sin brillo, se levantó de la hoja del libro, de la luminosa palabra «Fe», el granito de Verdad con el brillo de la Belleza, con el son melodioso de la Bondad, irradiando una luz más viva que la columna de fuego que guió a Moisés y al pueblo de Israel hacia la tierra de Canaán. De la palabra «Fe» salió el puente de la esperanza que lleva al amor absoluto, en el infinito.


Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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