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—Pero hubiéramos tenido que encontrar sus restos —sollozó la señora Momeby.
—Si la hiena estaba realmente hambrienta y no meramente jugando con la comida, no habría restos dignos de mención. Sería como la historia del niño y la manzana: no quedaría nada.
La señora Momeby se volvió de prisa para buscar consuelo y consejo en otra dirección. Con la egoísta absorción de una madre joven, ignoró enteramente la obvia ansiedad de Clovis por la salsa de los espárragos. Antes que se hubiera alejado un metro, el ruido del portón lateral al cerrarse, hizo que se detuviera bruscamente. La señorita Gilpet, de la Villa Peterhoff, había venido para saber detalles de la desgracia. A Clovis ya lo aburría la historia, pero la señora Momeby estaba dotada de esa despiadada facultad que permite gozar tanto contando algo por novena vez como si fuera la primera.
—Arnold acababa de llegar; se estaba quejando de su reumatismo…
—Hay tantas cosas de qué quejarse en esta casa, que a mí nunca se me hubiera ocurrido quejarme de reumatismo —murmuró Clovis.
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Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.
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