Adina

Henry James


Cuento



Parte I

Habíamos estado hablando sobre Sam Scrope alrededor del fuego —conscientes, todos nosotros, de la norma de mortuis. Nuestro anfitrión, sin embargo, había permanecido en silencio, un poco para mi sorpresa, pues sabía que había sido particularmente cercano a nuestro amigo. Pero una vez nuestro grupo se hubo disuelto y me quedé a solas con él, avivó el fuego, me ofreció otro puro mientras aspiraba el suyo con aire reflexivo, y me explicó la siguiente historia:

Hace dieciocho años Scrope y yo visitamos Roma juntos. Era el comienzo de nuestra amistad y le había tomado cariño, tal y como suele suceder cuando un joven sensible y reflexivo conoce a otro dinámico, irreverente y sarcástico. Scrope sufría por aquel entonces del germen de las excentricidades —por no llamarlas de modo más severo—, lo que le convirtió posteriormente en un amigo de lo más insoportable, con quien sin embargo no llegamos a perder nunca la relación. Ya entonces era lo que se denomina una vara torcida; era cínico, perverso, engreído, obstinado y extraordinariamente inteligente. Pero era joven, y la juventud, felizmente, convierte en inocentes muchos de nuestros vicios. Scrope tenía sus virtudes; de no ser así, nuestra amistad no habría prosperado. No era un hombre afable, pero era honesto a pesar del curioso capricho que debo relatar, y la mitad del afecto que yo sentía por él estaba basado en la sensación de que en el fondo, a pesar de su vanidad, disfrutaba de su propia irritabilidad tan poco como el resto de la gente. Gustaba de aparentar indiferencia ante todo, y aquello que los viajeros sentimentales consideran pintoresco le abatía el ánimo. El mundo, no obstante, era nuevo para él y el encanto de las cosas delicadas le cogía a menudo por sorpresa, robándole una parte de su cinismo prematuro. Mi amigo, por lo demás, era un observador a pesar de sí mismo, un estudioso clásico y puntilloso. Cuando estaba de b

Fin del extracto del texto

Publicado el 7 de mayo de 2017 por Edu Robsy.
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