La Última Cena de Leonardo en Milán es indiscutiblemente la pintura más impresionante de Italia. Parte de su inmensa solemnidad se debe sin duda a que es una de las primeras grandes obras maestras italianas que salen al paso cuando se desciende desde el norte. Otra fuente secundaria de interés radica en la absoluta perfección de su deterioro. La imaginación experimenta un extraño deleite al cubrir cada uno de sus espacios vacÃos, borrando su completa corrupción y reparando en la medida de lo posible su triste desaliño. La mejor prueba de su poderosa fuerza y perfección es el hecho de que, pese a haber perdido tanto, conserve todavÃa tanta belleza. Una elegancia inextinguible persiste en sus vagos trazos y en sus cicatrices sin cura; aún queda lo suficiente como para que el espectador pueda admirar la insondable sabidurÃa del artista. El lector recordará que el fresco cubre un muro en el extremo de lo que fue el refectorio de un antiguo monasterio, actualmente disuelto, cuyo recinto está ocupado por un regimiento de caballerÃa. Los caballos piafan y los soldados emiten sus juramentos en los claustros donde una vez resonaron los sobrios pasos de las sandalias monásticas y donde los frailes de voces sumisas se dirigÃan piadosos saludos.
Era mitad de agosto, y el verano se habÃa instalado con intensidad en las calles de Milán. En el calor de la tarde, la gran cúpula de ladrillo de la iglesia de Santa MarÃa de las Gracias se elevaba negra hacia el cielo de bronce. Cuando mi fiacre se detuvo frente a la iglesia, descubrà otro vehÃculo aparcado en el resquicio de sombra que se extendÃa como una alfombra a lo largo de la luminosa acera delante del convento contiguo. Dejé a decisión de los conductores el que compartieran esa ventaja como convinieran y me apresuré a entrar en la fresca presencia del Cenacolo. Aquà encontré a los ocupantes del otro fiacre, una joven dama y un anciano caballero. AdemÃ