illas de nabos, y el otro le pagaría a razón
de un escudo de Brabante por grano de semilla. ¡A esto llamo yo una
buena venta! El campesino entró en su casa y regresó al poco rato
llevando a la espalda el celemín de semillas de nabos; por cierto que en
el camino se le cayó un grano del saco. Pagóle el carnicero según lo
pactado, con toda escrupulosidad; y si el labrador no hubiese perdido
una semilla, habría cobrado un escudo más. Pero al volverse para entrar
en casa, resultó que de aquella semilla había brotado un árbol que
llegaba hasta el cielo. Pensó el campesino: «Puesto que se me ofrece
esta ocasión, me gustaría saber qué es lo que hacen los ángeles allá
arriba. Voy a echar una ojeada». Y trepó a la cima del árbol. Es el caso
que los ángeles estaban trillando avena, y él se quedó mirándolos. Y
estando absorto con el espectáculo, de pronto se dio cuenta de que el
árbol empezaba a tambalearse y oscilar. Miró abajo y vio que un
individuo se aprestaba a cortarlo a hachazos. «¡Si me caigo de esta
altura la haremos buena!», pensó, y, en su apuro, no encontró mejor
expediente que coger las granzas de la avena, que estaban allí
amontonadas, y trenzarse una cuerda con ellas. Luego, echó también mano
de una azada y un mayal que había por allí y se escurrió por la cuerda.
Al llegar al suelo, fue a parar al fondo de un agujero profundo, y
suerte aún que cogió la azada, con la cual se cortó unos peldaños que le
permitieron volver a la superficie. Y como traía el mayal del cielo
como prueba, nadie pudo dudar de la veracidad de su relato.
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Publicado el 26 de agosto de 2016 por Edu Robsy.
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