El Primo Pons

Honoré de Balzac


Novela


I. Una gloriosa ruina del Imperio
II. Una indumentaria como se ven pocas
III. El fin de un «Gran premio de Roma»
IV. Donde se ve que a veces una buena acción no tiene recompensa
V. Los dos cascanueces">V
VI. Un hombre explotado como se ven tantos
VII. Uno de los mil placeres de los coleccionistas
VIII. Donde el infortunado primo se ve muy mal recibido
IX. Un buen hallazgo
X. Una hija casadera
XI. Una de las mil vejaciones que tiene que sufrir un gorrón
XII. Especímenes de porteros (macho y hembra)
XIII. Profunda sorpresa
XIV. Un vivo ejemplo de la fábula de los dos pichones">XIV
XV. A la caza de un testamento
XVI. Un tipo alemán
XVII. En el que se ve cómo los hijos pródigos terminan siendo banqueros y millonarios, cuando son de Francfort del Main
XVIII. Cómo se hace fortuna
XIX. Acerca de un abanico
XX. Retorno a los buenos tiempos
XXI. Lo que cuesta una mujer
XXII. En el que Pons lleva a la presidenta un objeto de arte un poco más valioso que un abanico
XXIII. Una idea alemana
XXIV. Castillos en el aire
XXV. Pons sepultado por la arenilla
XXVI. El último golpe
XXVII. La pena se convierte en ictericia
XXVIII. El oro es una quimera (letra del señor Scribe, música de Meyerbeer, decorados de Rémonencq)">XXVIII
XXIX. Iconografía de la especie chamarilero
XXX. En el que la Cibot inicia su primer ataque
XXXI. Un hermoso ejemplo de continencia
XXXII. Tratado de ciencias ocultas
XXXIII. El gran juego
XXXIV. Un personaje de los cuentos de Hoffmann
XXXV. En donde se ve que no todos los expertos en pintura pertenecen a la Academia de Bellas Artes
XXXVI. Chismes y política de las viejas porteras
XXXVII. Donde se advierte lo que puede un buen brazo
XXXVIII. Exordio por insinuación
XXXIX. Se pacta el soborno
XL. Asalto de astucia
XLI. En donde el nudo se estrecha
XLII. Historia de todos los comienzos en París
XLIII. A quien sabe esperar, todo le sale bien
XLIV. Un hombre, de leyes
XLV. Un interior poco recomendable
XLVI. Consulta no gratuita
XLVII. Las astucias de Fraisier
XLVIII. Donde la Cibot cae en su propia trampa
XLIX. La Cibot en el teatro
L. Una fructífera empresa teatral
LI. Castillos en el aire
LII. Las mieles de Fraisier
LIII. Condiciones del trato
LIV. Aviso a los solterones
LV. La Cibot se hace la víctima
LVI. La parte del león
LVII. En el que Schmucke se eleva hasta el trono de dios
LVIII. Un crimen punible
LIX. Los ardides de un testador
LX. El testamento simulado
LXI. Profunda decepción
LXII. Primera catástrofe
LXIII. Proposiciones engañosas
LXIV. Donde reaparece la Sauvage
LXV. La muerte tal como es
LXVI. La sensibilidad de una veladora
LXVII. Donde se pone de manifiesto que los muertos son los únicos a quienes no se atormenta
LXVIII. Donde nos enteraremos de cómo se muere en París
LXIX. El entierro de un solterón
LXX. En París la muerte permite vivir a no pocas personas
LXXI. Para abrir un testamento se cierran todas las puertas
LXXII. Sobre el peligro de meterse en los asuntos de la justicia
LXXIII. Aparición de tres hombres negros
LXXIV. Los frutos de Fraisier">LXXIV
LXXV. Un interior poco confortable
LXXVI. Donde el Gaudissart se muestra generoso">LXXVI
LXXVII. Cómo recuperar una herencia
Conclusión

I. Una gloriosa ruina del Imperio

Hacia las tres de la tarde de un día del mes de octubre de 1844, un hombre de unos sesenta años, pero a quien todo el mundo hubiese creído mayor, andaba por el bulevar de los Italianos, con la cabeza gacha, los labios sumidos, como un negociante que acaba de hacer un excelente negocio, o como un joven contento de sí mismo saliendo del gabinete de una dama. Ésta es en París la máxima expresión conocida de la satisfacción personal en un hombre. Al divisar de lejos al anciano, las personas que van allí todos los días a sentarse en las sillas, entregadas al placer de analizar a los paseantes, dejaban todas que en su rostro se pintara esta sonrisa tan propia de la gente de París, y que dice tantas cosas irónicas, burlonas o compasivas, pero que para animar la faz de un parisiense, hastiado de todos los espectáculos posibles, exige grandes curiosidades vivientes.

Una frase bastará para comprender el valor arqueológico de aquel infeliz, y la razón de la sonrisa que se repetía como un eco en todos los ojos. Una vez preguntaron a Hyacinthe, un actor célebre por sus ocurrencias, de dónde sacaba aquellos sombreros que hacían desternillar de risa al público. «No los saco de ninguna parte, los guardo», respondió. Pues bien, entre el millón de actores que componen la gran compañía de París, hay Hyacinthes que ignoran que lo son, y que conservan en su atuendo todas las antiguallas del pasado, y que se os aparecen como la personificación de toda una época para provocar vuestra hilaridad cuando os paseáis rumiando algún amargo sinsabor causado por la traición de un ex amigo.

Aunque manteniendo en ciertos detalles de su vestimenta una fidelidad a las modas del año 1806, este paseante recordaba la época del Imperio sin constituir una caricatura exagerada. Para los observadores, estos matices convierten esta suerte de evocaciones en algo extraordinariamente atractivo. Pero este

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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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