Descargar ePub «Eugenia Grandet», de Honoré de Balzac

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206 págs. / 6 horas, 1 minuto / 286 KB.
9 de junio de 2016.


Fragmento de Eugenia Grandet

El señor Grandet gozaba en Saumur de una reputación cuyas causas y efectos no pueden ser perfectamente comprendidos por aquellas personas que no han vivido poco o mucho en provincias. El señor Grandet, llamado por algunos el padre Grandet, y que pertenecía al número de los ancianos que disminuían ya insensiblemente, era, en 1789, un maestro tonelero que gozaba de una posición desahogada y que sabia leer, escribir y contar. Cuando la República francesa puso a la venta en el distrito de Saumur los bienes del clero, el tonelero, que contaba a la sazón cuarenta años, acababa de casarse con la hija de un rico comerciante en maderas. Grandet, provisto de su fortuna líquida y de la dote de su mujer, unos dos mil luises en oro, se fue a la capital del distrito, y allí, mediante doscientos dobles luises que ofreció su suegro al feroz republicano que vigilaba la venta de los bienes nacionales, obtuvo legalmente, aunque no legítimamente, por un pedazo de pan, los viñedos más hermosos de la comarca, una antigua abadía y algunas granjas. Los habitantes de Saumur eran poco revolucionarios, y el padre Grandet pasó por hombre atrevido, por republicano, por patriota, por hombre dado a las nuevas ideas (siendo así que a lo que era, en realidad, dado, era a las buenas viñas), y fue nombrado miembro de la administración del distrito de Saumur, donde dejó sentir política y comercialmente su pacifica influencia. Políticamente, protegió a los nobles e impidió con todo su poder la venta de bienes de los emigrados; comercialmente, proveyó a los ejércitos republicanos de un millar o dos de toneles de vino blanco que cobró entrando en posesión de unas soberbias praderas que dependían de un convento de monjas, y que entraban a formar parte del último lote. Cuando el Consulado, el honrado Grandet fue alcalde, administró honradamente y vendimió mejor; cuando el Imperio le llamaron señor Grandet. Napoleón no quería a los republicanos y reemplazó al señor Grandet, reputado de haber llevado el gorro frigio, por un gran propietario, un hombre cuyo apellido iba precedido de partícula, un futuro barón del Imperio. El señor Grandet dejó los honores municipales sin ninguna pena, porque ya había hecho hacer en interés de la villa excelentes caminos que conducían a sus propiedades. Su casa y sus bienes, ventajosamente empadronados, pagaban moderados impuestos. Después de clasificadas sus diferentes propiedades, sus viñas, gracias a sus constantes cuidados, habían pasado a ser la cabeza del país, palabra técnica que se empleaba allí para indicar los viñedos que producen los vinos de mejor calidad. Con este motivo hubiera podido pedir la cruz de la Legión de honor. Este acontecimiento tuvo lugar en 1806, época en que el señor Grandet frisaba en los cincuenta y siete años, su mujer en los treinta y seis y su hija única, fruto de sus legítimos amores, en los diez. El señor Grandet, al que la Providencia quiso sin duda consolar de su desgracia administrativa, heredó sucesivamente durante este año a la señora de la Gaudiniere, madre de su mujer, al anciano de la Bertelliere, padre de la difunta, y a la señora Gentillet, abuela materna suya: tres herencias cuya importancia no conoció nadie, pues la avaricia de estos tres ancianos era tan grande, que hacía ya mucho tiempo que amontonaban su dinero para poder contemplarlo secretamente. El anciano señor de la Bertelliere decía que colocar dinero era una prodigalidad, juzgando que era mayor el interés que se percibía contemplando el dinero que beneficiándose con la usura. El pueblo de Saumur dedujo el valor de las economías por las rentas de los bienes inmuebles. El señor Grandet obtuvo entonces el primer título de nobleza que nuestra manía de igualdad no podrá borrar nunca, pasando a ser el primer contribuyente del distrito. Grandet explotaba cien fanegas de viñedo, las cuales, en los años de abundancia, le daban de catorce a diez y seis hectolitros de vino; poseía trece alquerías y una abadía cuyas ventanas y puertas había tapado por economía y para que se conservase; y ciento veintisiete fanegas de praderas donde crecían tres mil álamos plantados en 1793. Finalmente, la casa en que vivía era también suya, y de este modo se calculaba su fortuna visible. Respecto a su capital, dos personas únicamente podían calcular vagamente su importancia, la una era un tal señor Cruchot, notario encargado de colocar el dinero al señor Grandet, y la otra el señor de Grassins, que era el banquero más rico de Saumur, y en cuyos negocios tomaba parte el viñero cuando a aquél le convenía. Aunque el anciano Cruchot y el señor de Grassins poseyesen esa profunda discreción que la confianza y la fortuna engendran en provincias, demostraban públicamente tal respeto al señor Grandet, que los observadores podían calcular la magnitud del capital del antiguo alcalde por la obsequiosa consideración de que era objeto. No había nadie en Saumur que no estuviese persuadido de que el señor Grandet tenía un tesoro particular o algún escondite lleno de luises y de que se daba todas las noches el inmenso goce que procura la vista de una gran masa de oro. Los avaros tenían una especie de certidumbre de esto al ver los ojos de Grandet, a los que el oro parecía haber comunicado sus tonos amarillos. La mirada de un hombre acostumbrado a sacar enormes intereses de su capital contrae necesariamente, como la del lujurioso, la del jugador o el artesano, ciertos matices indefinibles y ciertos movimientos furtivos, ávidos y misteriosos que no pasan nunca desapercibidos para sus correligionarios. Este secreto lenguaje forma, en cierto modo, la franc—masonería de las pasiones. El señor Grandet inspiraba, pues, la respetuosa estimación a que tenia derecho un hombre que no debía nada a nadie, que, como viejo tonelero y viejo viñero, adivinaba con la precisión de un astrónomo el año en que era preciso fabricar mil toneles para su recolección o solamente cinco, que no desperdiciaba ningún negocio, que tenía siempre vino para vender cuando éste subía de precio y que podía conservar su cosecha en sus bodegas y esperar el momento de vender el tonel a doscientos francos, cuando los pequeños propietarios daban el suyo a cinco luises. Su famosa cosecha de 1811, sabiamente almacenada y lentamente vendida, le había valido más de doscientos cuarenta mil francos.


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