Cuentos para Novios

Horacio Quiroga


Cuento


¿Qué fue todo, al fin? Un pequeño detalle de la felicidad doméstica; pero cualquiera hubiera creído en una erupción volcánica.

Yo había llegado la tarde anterior a casa de Gaztambide, que vivía entonces en el campo. Esa misma noche, rendido por el viaje a caballo, me acosté muy temprano y me dormí enseguida. Me desperté, no sé a qué hora, y oí que el chico de los Gaztambide lloraba. Volví a dormirme, para despertarme otra vez. El chico lloraba de nuevo, y Gaztambide hablaba en voz alta. Torné a recuperar el sueño, y desperté de nuevo. El chico lloraba, pero el padre no hablaba. En cambio, oí que paseaba por afuera; hacía unos dos grados bajo cero. Esto me llenó de confusión; pero como el sueño de un hombre de mi edad es superior a la meditación de estas rarezas domésticas, torné a dormirme.

De madrugada ya, desperté por última vez.

—Esta buena gente —me dije mientras me vestía con sigilo— debe dormir aún. No hay que despertarlos.

Salí afuera, y lo primero que vi en el corredor fue a Gaztambide, hundido en un sillón de tela, bien envuelto en su plaid.

—¡Diablo! —exclamé deteniéndome a su frente—. ¿No ha dormido?

—No —respondió con una triste mirada al campo blanco de escarcha—. No dormiré nunca más.

—¿El nene…? —pregunté inquieto, recordando.

—No; el nene está sano y bueno… Pregúntele a Celina —concluyó con un movimiento de cabeza.

Abrí la puerta del comedor, y allí estaba Celina acodada a la mesa, visiblemente muerta de frío.

—No es nada —me dijo saliendo conmigo afuera—. Ya lo conocerá usted cuando se case… ¡Julio! —se volvió enternecida a su marido—. ¿Por qué no te acuestas un rato?

—No me acostaré nunca más —repuso él con la misma voz cansada—. Pero tomaría café.

En el corredor, con dos grados apenas, tomamos el café. Era extraordinaria la fatiga de aquellos dos rostros color de tierra que yo había conocido frescos y plenos de esperanza quince horas antes.

Celina, de pronto, suspiró y pasó la mano lenta por la cabeza de su marido.

—En fin, ¿qué ha sucedido? —pregunté, más tranquilo ya.

—¿Sucedido? Nada. Que el nene no tenía sueño; eso sólo.

—¡Ah! —exclamé sorprendido de la pequeñez del motivo. Pero contuve mi sorpresa ante la mirada infinitamente tierna y compasiva que me dirigieron los esposos Gaztambide.

Véase ahora cómo pasó la noche el feliz matrimonio, y si es posible que yo, soltero, aspire miserablemente a dejar de serlo.

El nene, muerto de sueño a la oración, había sido sacudido en vano por la madre.

—¿Qué hago, Julio? Es una pena no dejarlo dormir… ¡Tiene tanto sueño!

—Déjalo —apoyó el padre—. Al fin y al cabo, impedirle dormir ahora para beneficio nuestro más tarde…

Y el nene se durmió, de modo tal que recién a las siete abrió los ojos. Ahora bien; la primera indicación que una madre avezada hace a su joven amiga es ésta: «Sobre todo, no lo deje dormir a la oración. Le dará, si no, una noche imposible». Celina lo había evitado hasta entonces; pero esa tarde la propia compasión, reforzada por las filosofías del padre, venció la consigna.

Todo esto es sencillo y apacible en grado sumo. Pero a la una de la mañana, el nene, que se había dormido tres horas antes, se despertó, sin sueño, claro está. Y después de levantar las piernas y probar su garganta, rompió a llorar.

—¡Bueno! —exclamó el padre desde la cama—. Éstas son las consecuencias…

—La culpa es nuestra —objetó la madre moviendo el coche-cuna.

—Sí, chiquita, no te digo nada —repuso Gaztambide con una caricia. Y se dio vuelta, porque tenía realmente sueño.

Pero el nene, humillado por aquel cómodo subterfugio de la madre, protestaba en convulsivas parábolas de brazos. Celina, entonces, que a su vez se moría de sueño, comenzó a cantar, sin suspender el rodaje:


Arrorró, mi niño…
 

En vano. La garganta del nene, cada vez más clara, proseguía atronando. Gaztambide se volvió al lado que ocupaba al principio y se mantuvo inmóvil, porque el desasosiego no refrenado es, en tales casos, muy mal consejero.

—¡Maldito sea! —murmuró únicamente.

Celina suspiró y comenzó otro canto:


Duerme, duerme,
tesorito mío…
 

sin otro resultado que exasperar el sentimiento de injusticia de su hijo.

No ignoraban los Gaztambide que lo único sensato en estos casos es levantarse y pasear al chico una hora. Pero siendo abrumadora la pereza de un hondo sueño, y el frío de una noche de helada, incontestable, Celina, con el brazo en el cochecito, continuaba:


Señora Santa Ana,
por qué llora el niño…
 

Lo fundamentalmente vicioso del sistema es que el niño lloraba simplemente porque no tenía sueño. Y su madre se obstinaba en averiguar, tratando entretanto de dormirse ella misma, por qué hubiera llorado el nene, en caso de tener realmente sueño…

Todo esto, del lado derecho de la cama. Al izquierdo, Celina sentía, en cambio, la terrible inmovilidad de su marido. El nene, cansado al fin de llanto franco, comenzó a hacer gárgaras con una laringe que no ofrecía tres milímetros de abertura. El efecto de esta maniobra filial, siempre sorprendente, tocó esta vez justo la inercia de su padre, que se volvió bruscamente de espaldas.

—¡Pero qué tiene ese chico! —exclamó.

—¡No sé! —gimió su mujer—. No tiene sueño… ¡Vamos, duérmase, oh! —gritó al nene, sacudiendo nuevamente el coche.

La criatura, llevada así al colmo de la exasperación, se fatigó muy pronto, y durante diez minutos reinó hondo silencio; todos dormían. Hasta que la voz sonó otra vez en el cochecito. Gaztambide se volvió al otro lado, y Celina recomenzó sus cantos.

Es increíble la prodigalidad de las madres a este respecto. La madre de Celina era francesa, y así, en pos de sus arrorrós familiares, ésta recordó:


Endors toi, mon fils…
 

y después:


Fais dodo, Colin mon p’tit frère…
 

y después:


Et pourquoi s’endormit-elle…
 

y después:


Quand le cheval de Thomas tomba…
 

y después:


Dodo, l’enfant do…
 

y después:


Il était un petit navire…
 

y después:


Il était un roi de Sardaigne…
 

y después:


Il était un avocat…
 

Abogados e infinitas cosas más llegaron sucesivamente a oídos del nene. Todo en vano. Tornaban las sacudidas violentas con el «¡duérmase, oh!» de la madre, y el chico, tras la borrasca desencadenada, callaba rendido. Los padres se dormían otra vez, hasta el nuevo despertar de la criatura.

Gaztambide había perdido ya la esperanza de dormirse manteniéndose quieto, y sus chasquidos de lengua se sucedían sin cesar. Justamente su mujer comenzó entonces su nervioso temblor de pies, cuyo efecto el marido, dado su estado de honda irritabilidad, apreció debidamente.

—¡Déjate de bailar! —le dijo.

Celina cesó de bailar: pero se volvió completamente hacia el extremo de la almohada, el cuerpo en honda curva. Gaztambide, ligeramente rozado por la postura, saltó al extremo de la cama.

—¡Dios mío, no sé cómo ponerme! —protestó Celina extendiéndose a su vez.

—¡Ponte como todo el mundo! ¡No hagas figuras!

Precisamente el nene, despertado con las voces, recomenzó a llorar en este momento, y Celina se desahogó un poco con otra sacudida:

—¡Vamos, duérmase, oh!

Pero esta nueva gota de agua rebasaba del vaso.

—¡Por lo menos —clamó Gaztambide—, hazlo llorar del todo hasta que se duerma, o cántale!

Desgraciadamente, Celina, que no podía desahogarse más bailando, sufría la misma contenida irritación.

—¡Qué quieres que haga, dime, por favor! ¿Qué quieres que haga? —exclamó con la voz quebrada.

Al oír lo cual, Gaztambide se volvió bruscamente de espaldas.

—¡Pumba! —repuso sosegado—. Ya tenemos lágrimas.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Celina hundiéndose más en su almohadón.

Gaztambide, inmóvil, espió con irritable expectativa el conocido temblor de la cama, que acusaba el llanto contenido de su mujer. Pasó un minuto, pasaron cinco, diez, y su atención le hacía sufrir. En su oído izquierdo, sobre la almohada, golpeaban, largos y llenos, sus propios latidos. Hasta que al fin sintió, desde el respaldo a la cabecera, el temblor exasperante de los sollozos sofocados.

—¡Qué noche! —se dijo desalentado—. Por suerte, no ha de faltar mucho ya.

Se levantó, y fue a mirar el reloj en el comedor. Eran apenas las dos. Volvió a la cama, y encendiendo la lámpara, quiso leer. El nene, agotado, dormía. Plena calma. Pero de allá, de entre las honduras del almohadón, llegaba, monótono e incesante, el sacudimiento en que danzaban todo él, sus manos y el libro que leía.

Suspiró como un león, y fijó rudamente el libro sobre su cuerpo. El temblor cesó un instante, para comenzar luego más amplio.

—¡Pero qué tienes, qué te he hecho para llorar así! —clamó Gaztambide, volviéndose a su mujer—. ¿Quieres decirme, por favor, qué tienes?

—¡Nada! —surgió al fin en un sollozo desde el almohadón.

Gaztambide dejó pausada y lentamente el libro sobre el velador como si hubiera querido incrustarlo en él, y apagó la lámpara. Su mujer —lo sabía bien— no cesaría hasta que él la consolara. Pero agriado y sin ánimo para nada, trató obstinadamente de dormir.

Imposible con aquella trepidación de la cama entera. Se incorporó a medias, volviendo la cara a Celina.

—¿Quieres dejarme dormir? —le dijo dulcemente.

El temblor cesó. Y aunque con la dolorosa expectativa de sentirlo recomenzar sigilosamente, estuvo a punto de conciliar el sueño. Justamente en ese instante el nene se despertó de nuevo y recomenzó a llorar.

—¡Ah, imposible! —saltó Gaztambide mientras se echaba de la cama—. ¡Son iguales tú y tu hijo!

—¡Es claro, yo tengo la culpa! —contestó Celina soltando abiertamente el llanto.

—¡No, no tienes la culpa! —replicó Gaztambide volviendo la cara mientras se calzaba velozmente—. ¡Pero eres igual a tu hijo! ¡Harto, ya!

—Sí, ya sé que estás harto de mí…

—¡No te he dicho eso!

—Es como si lo hubieras dicho… ¡Ah, Dios mío!

Pero Gaztambide, calzado ya, acababa de encontrar el plaid.

—¡Bueno! ¿Quieres que te lo diga? ¡Estoy harto de ti, de mí, de tu hijo, del demonio entero! ¿Quieres más?

—¡Ya sé… no me lo digas…! ¡Ya lo sé! —sollozaba Celina desesperada. Gaztambide, ya en la puerta, se volvió y se sentó un instante en la cama: no era posible dejarse llevar así. Encendió la lámpara y se acostó de nuevo a leer, tendiendo el brazo hasta la cabeza de su mujer:

—¡Vamos! —le dijo.

El llanto cesó y Gaztambide pudo leer largo rato; pero de pronto volvió a sentir el hondo temblor de la cama.

Ya era demasiado; alzó los brazos.

—¡Pero por Cristo bendito! ¿Es posible que todavía estés con esas cosas? —gritó lleno de desesperanza.

—¡Déjame! No sé lo que tengo…

Gaztambide apagó la lámpara, y quebrantado, desesperado de esta vida y de todas las posibles, incrustado inmóvil en su borde de la cama, vio pasar los minutos tras los minutos, mientras del otro lado le llegaban los sollozos inverosímiles de su mujer y los gritos de su hijo, que cada veinte minutos, infaliblemente, se despertaba.

Hay ocasiones en que el sueño, por más hondo que sea, acaba por dejarnos, y Gaztambide lo conoció esa noche. Se levantó al fin, sin prisa ni disgusto visible, salió afuera y se paseó por el patio. El aire, más helado que este recuerdo, punzó ampliamente a Gaztambide bajo su plaid pésimamente embozado, sobre todo si se piensa que bajo él no había sino una camisa. Pero ante las vastas pulmonías circundantes, no apreciaba sino la liberadora soledad en que se helaba.

Entró al rato a vestirse más y de paso vio la hora: las cuatro y media. ¡Por fin! Y cuando salía de nuevo, se encontró con los ojos de su mujer, sentada en la cama. Gaztambide se acercó y le puso la mano sobre los ojos hinchados.

—¿Estás bien ya? —le dijo.

Por toda respuesta, Celina esquivó la cara y besó velozmente la mano del mal sujeto: había concluido la noche.

—¿Y el chico, duerme por fin? Míralo; tiene un sueño de plomo.

En efecto, el nene, después de su obra destructora, dormía fundamentalmente.

—¿Falta mucho?…

—No; va a amanecer… Aprovecha ahora.

—No tengo sueño… no podría.

Gaztambide salió afuera y se tendió quebrantado en el sillón de tela, viendo nacer el día, como buen padre de familia. Celina quedó en el comedor, muerta a su vez de inercia, y así fue cómo encontré esa madrugada al matrimonio Gaztambide, que, pensando en mi candor de soltero extrañado por el motivo de la terrible noche, acababa de mirarme con infinita ternura.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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