El Alcohol

Horacio Quiroga


Cuento


Un hombre honrado puede mantenerse tal entre pillos, y a un cuerdo le es posible desempeñar entre locos un papel bastante agraciado. Pero el hombre que se halla ineludiblemente entre borrachos deberá inmediatamente sumergir su cabeza en el alcohol, por poco que su propio interés le inspire respeto.

—Esta máxima es vulgar —dijo el hombre que hablaba con nosotros— pero profunda. Su transgresión ha costado algunos tronos y no pocas cabezas. Otros han perdido su novia, y es una aventura de éstas la que traído al recuerdo aquella sentencia. Ustedes verán cómo.

Hace algunos años, la casualidad, o sea serie de circunstancias anodinas que reúnen alrededor de una mesa de bar a cinco o seis individuos que esa mañana no se conocían, quiso que yo me hallara en esa situación en un nine o’clock rhum del Boston, con cuatro compañeros a la mesa, y tres japoneses enfrente, hundidos en los divanes, que nos observaban en silencio con sus ojillos entornados.

Los divanes del Boston, ustedes lo saben, se prestan a estas irónicas meditaciones.

El ron subía, y con él nuestro calor. De mis cuatro compañeros sólo recordaba bien, con una visión anterior a la entrada en el Boston, a dos viejos amigos. Los otros dos debían haberme sido presentados probablemente en el día. Pero a todos los tuteaba por igual. Digo mal: con uno de nosotros no estaba contento porque no bebía. Era un hombre mayor que nosotros, tranquilo y serio, pero de sonrisa sumamente agradable cuando nos dirigíamos a él. Fuera de esto, nada. Se abstenía decididamente de beber, con una breve sonrisa que pedía lo dejáramos en paz, y nada más. Pero como no parecía haber en ello ni rastro de hipocresía, y aún intervenía de buen grado en nuestros comentarios en voz alta, corteses y profundamente provocativos, respecto de los tres orientales que creían dominar la situación desde el fondo de sus divanes, no insistimos. El ron había alcanzado ya una altura infranqueable, y decidimos salir en auto a tomar un poco de aire.

Esto es una perífrasis. Pero cuando el señor abstemio se convenció de que no dejaríamos de efectuar esa toma de aire, y menos de abandonarlo a él a sus propios dioses, llamó al mozo y tranquilamente apuró, una tras otra, cinco copas de ron. Hecho lo cual se acodó a la mesa y nos dijo:

—Cuando ustedes quieran.

¡Magnífico! En el auto, que iba rompiendo el viento como una sirena, porque cantábamos todos, accedió a explicarnos aquel súbito cambio de frente. Hubiera accedido a cualquier cosa, porque cinco copas masivas de ron abren tiernamente al alma o no importa qué.

—Es muy sencillo —nos dijo—. Mientras ustedes se mantuvieron dentro de cierto límite, yo me abstuve. Pero cuando vi que ustedes lo saltaban a pie junto, me libré muy bien de quedarme atrás, y salté a mi vez. Soy soltero, tengo cuarenta y dos años, y el hígado perdido. Tuve una novia, que perdí por no hacer lo que acabo de efectuar en el bar. Bien hecho. Era joven entonces, y creía en las virtudes extremas. Por esto no me había embriagado nunca. Después me he dado cuenta de que no es posible llegar a una real estimación de sí mismo, sin conocer la longitud de las propias debilidades.

»Pues bien, yo vivía entonces en Fernando Poo. Yo soy español, y aquél es un país del infierno. Las mujeres europeas no resisten un año. He conocido allá a un pastor protestante que enviudaba todos los años y se iba a Inglaterra a casarse de nuevo, de donde volvía con una nueva mujer que se moría en breve tiempo. El gobernador intervino por fin, extralegalmente, y puso coto a la fiebre de aquel enterrador de mujeres. Los hombres se salvan, con el hígado destruido para siempre. Esto, los que llevan la peor parte. Los más afortunados mueren de una vez enseguida. Y esto pasa porque las bocas del Níger —enfrente, digamos— están hechas de cieno podrido y de fiebres palúdicas, al punto de que no hay memoria de que mortal alguno haya cruzado las bocas del Níger sin guardar, para el resto de sus días, un pequeño foco de podredumbre en su hígado hipertrofiado.

»Tal es el país donde yo atendía una factoría española, de las muy contadas de esta nacionalidad que había entonces por allá. Todas eran alemanas, algunas inglesas y una francesa. El tráfico, muy escaso y absolutamente comercial, llevaba sin embargo a veces hasta allá a algún buque de guerra costero, y así en una ocasión tuve el disgusto y la obligación de atender a la oficialidad de algunos cañoneros de distinto pabellón, fortuitamente de escala en el país.

»Atendilos, pues, lo mejor que pude. La despensa de los cañoneros, tras una muy larga travesía, estaba agotada. La nuestra de Santa Isabel no era en aquel momento menos mezquina. Organicé no obstante un pasable almuerzo, a base de latas, tarros y frascos de toda especie de conserva. Yo contaba, sobre todo —ahora lo recuerdo— como triunfo final, con una botella, una minúscula media botella de «chartreuse», reservada en mi despensa. Al tomar el café, dos o tres negras trajeron a la mesa solemnemente la preciosa botella. Pero quedaban apenas dos dedos, porque las negras, de nariz y oído muy duros, creyendo que aquello era petróleo —un buen petróleo— habían vertido el resto en la lámpara…

—¡Buen petróleo! —ratificó uno de nosotros, lamiéndose los labios.

—No era malo; pero apenas alcanzamos a gustarlo. La segunda parte —prosiguió— de los festejos que podía ofrecer a mis oficiales, consistió en una ascensión a la montaña inmediata, cosa trivial en el país pero sabrosa para gentes enmohecidas largo tiempo en el mar.

»La ascensión es dura, aun con la ventaja del bosque que cobija en gran parte el cerro. Subíamos, asimismo, airosamente, tras el rastro de los indígenas que cargaban la impedimenta del picnic. Impedimenta de subida, nada más, pues casi toda ella consistía en botellas que debían quedar vacías allá. Los marinos, sabido es, se resarcen en tierra de la forzosa abstención de a bordo.

»Así, pues, mis oficiales trepaban bien que mal, tropezando y sujetándose de las raíces que atravesaban el sendero; bañados en sudor, pero contentos. La cortesía del caso me llevaba del uno al otro, para oír siempre las semiconfidencias malévolas de los oficiales franceses respecto de los alemanes, y las de éstos que me contaban chismes de los franceses. Y los ingleses de ambos. Siempre el mismo tema.

»Llegamos, por fin, cuando la sed y el hambre nos devoraban. Bebimos —bebieron, mejor dicho— de una manera insondable. A la vuelta, bajaban de la montaña, del brazo, alemanes, ingleses y franceses, todos mezclados. A la mitad del camino cantaban, enarbolando la chaquetilla blanca como una insignia, y cada uno se empeñaba en cantar canciones del país de su compañero de brazo. El efecto era extraordinario.

»Yo creía entonces que en un grupo de amigos desprovistos de razón, uno por lo menos debe permanecer cuerdo. Pagué caro esta creencia.

»En efecto, como yo había bebido apenas por lo antepuesto, era fuertemente solicitado por mis oficiales que venían por turno a ofrecerme con voz pastosa la seguridad de una eterna amistad. Yo les aseguraba iguales sentimientos de mi parte, con lo que se retiraban consolados. Uno de ellos, un alférez de navío inglés, que hasta entonces se había mantenido casi en forma, aunque un poco rígido, vino de pronto a gimotear en mi cuello tales hondas y contenidas lágrimas de amistad no comprendida por mí, que hube, a mi vez, de tenerlo por largo rato abrazado para que cesara de llorar. Se alejó por fin, tragándose las lágrimas, para volver al rato; pero ya seguro de mi amistad, porque yo no era de la pasta de esos oficialillos franceses y alemanes e ingleses: «tutti quanti». Estábamos ligados por una fraternidad hasta la muerte.

»Y en prueba de ella, al costear un precipicio, arrojó al vacío su chaquetilla y su gorra, exclamando que no las precisaba para nada porque poseía mi amistad.

»Como yo era en cierto modo responsable del decoro de mi gente, logré hacerle aceptar mi blusa y mi sombrero, y continuamos bajando, siempre al son de la algarabía internacional.

»El tiempo, dudoso hasta ese instante, se resolvió en brusca manga que nos empapó hasta los huesos. Pasó pronto, pero dejó el sendero hecho un torrente. Inútil que les cuente al detalle mi tarea con catorce locos que pretendían a cada instante regresar arriba a acampar allá por el resto de sus días. Al caer la tarde mi oficial inglés cayó en un zanjón disimulado por zarzas espinosas y lleno de agua. No pude sacarlo sino a expensas de su pantalón que quedó en el fondo retenido por las espinas. Seguimos adelante, hasta que mi amigo se echó al suelo y dijo que no podía dar un paso más porque no tenía pantalón. Juraba con el puño en el barro que se quedaría allí para siempre. Tuve que darle mi pantalón, y sus compañeros agradecidos me incorporaron del brazo a su grupo, porque yo, aunque español, era un hombre repleto de méritos.

»Ahora bien: el pastor inglés, enterrador de mujeres de que les hablé al principio, había llevado con su primera esposa a su cuñada. Tuve ocasión de tratar a ésta: no creo que bajo el sol haya latido jamás un corazón más lleno de ternura que el suyo. Nuestra simpatía fue tan viva que tres meses después estábamos comprometidos. Esto pasaba pocos días antes de la aventura.

»En Santa Isabel no había entonces más que una calle que mereciera el nombre de tal, y arrancaba lógicamente del puerto. Por ella habíamos ascendido doce horas antes, y por ella me vi forzado a bajar con mis oficiales, ya de noche oscura, a grito herido y entre un infernal ladrido de perros. Conforme íbamos pasando, las persianas se enderezaban, y nos veían. Supondrán cuánto había hecho yo para disuadir a mi gente de esa entrada triunfal. Nada conseguí. Descendíamos la calle del brazo, roncos, desprendidos y embarrados. Pero yo, además de esto, pasaba en calzoncillos y con las mangas de la camisa abiertas en dos.

»Éste es el espectáculo que dimos a todo Santa Isabel que nos atisbaba detrás de las persianas. El escándalo fue vivo y, sobre todo, en mi novia, pues casi únicamente a mí se me creyó realmente borracho. El alcohol, para una miss, no es cosa de mayor monta. Pero quinientos años de Biblia velan la naturalidad de muchas almas, y aun de la de aquella mujercita, que era un ángel. La enorme ligereza de mi ropa, lucida frente a su casa, no tenía redención. Rompió conmigo, sin una explicación.

»Poco después abandoné Fernando Poo, como pensaba hacerlo, y supe más tarde que la criatura, reintegrada a su país antes de ser devorada por la anemia, se había casado con su cuñado, al enviudar éste. De modo que regresó a Santa Isabel, donde murió, naturalmente, antes de un año.

»Nada más —concluyó nuestro hombre— puedo decirles. Si en vez de convertirme en guardián de locos en aquella ocasión, corro la aventura con ellos, hubiera bajado la calle sin distinguirme de los otros, y con un pantalón, por consiguiente. De aquí mi actitud de hace un rato. Desde aquella historia, me apresuro a sumergir mi cabeza en el alcohol cada vez que mis compañeros comienzan a hablar lenguas que no conocen. Sigamos, pues. ¿Dónde estábamos? Yo sé una canción en nebi-nebi, los negros de allá. ¡Atención!, para hombres solos. Comienza así…


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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