El Cóndor

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Chiquitos:

Lo que les conté en mi carta anterior sobre los zorritos que quise criar y no pude estuvo a punto de repetirse ayer mismo aquí, sobre el lago Nahuel Huapi. Lo que esta vez quise criar fueron tres pichones de cóndor. Yo los había visto días atrás en la grieta de una montaña que cae a pico sobre el lago, formando una lisa pared de piedra de 50 metros de altura. Ese acantilado, como se llama a esas altísimas murallas perpendiculares, forma parte de la cordillera de los Andes. A la mitad de la altura del acantilado existe una gran grieta en forma de caverna . Y en el borde de esa grieta yo había visto tres pichones de cóndor que tomaban el sol, moviéndose sin cesar de delante a atrás.

Ustedes saben, porque se los he contado, que en el momento actual no hay cóndores en nuestro Jardín Zoológico. Parece mentira, pero así es. Los que había murieron de reumatismo y otras enfermedades debidas a la falta de ejercicio. Y por más que se ha hecho, no ha podido conseguirse más cóndores.

Al ver aquellos tres pichones con su pelusa gris, tomando juntos el sol moribundo, deseé cazarlos vivos para ofrecérselos a Onelli. Los pichones de aves carnívoras como los pirinchos y los cóndores, se crían muy bien en cautividad.

¿Pero cómo cazarlos, chiquitos? Era imposible trepar por aquella negra y fantástica muralla de piedra, sin una saliente donde poder hacer pie. Iba, pues, a perder las esperanzas de poseer mis condorcitos cuando un muchacho chileno, criado entre precipicios y cumbres de montaña, se ofreció a traérmelos vivos, siempre que yo lo ayudara con mis compañeros.

El plan del muchacho era tan arriesgado como sencillo. Consistía en atarse una cuerda a la cintura y descender desde lo alto del acantilado hasta el nido de cóndores. Nosotros iríamos soltando la cuerda hasta que el muchacho alcanzara la grieta. Se apoderaría entonces de los pichones que, con seguridad, le lastimarían las manos con sus garras, y después de meterlos en una bolsa que llevaría atada al cuello, daría tres tirones a la cuerda para avisarnos que todo estaba listo.

Como ven, chiquitos, el plan no podía ser más simple. Con un cazador de cordillera como él, no había que temer el mareo o vértigo . Sólo quedaba, y muy grande, el peligro de que los cóndores padres regresaran antes de hora a su nido.

Nosotros habíamos observado que el casal de cóndores se ausentaba siempre a mediodía, para regresar a la caída de la tarde. Seguramente iban hasta muy lejos, a buscar alimento para sus hijos. Pero comenzando temprano la cacería no había miedo de que nos sorprendieran.

Tal fue lo que hicimos. A las dos de la tarde de un día nublado (ayer mismo, chiquitos; ¡qué largo parece el tiempo cuando se ha sufrido una desgracia!); a las dos, pues, atamos la cuerda a la cintura del muchacho, sujetándole a la espalda la bolsa para encerrar dentro a los condorcitos. A las dos y diez minutos aflojamos todo el primer metro de cuerda, y el muchacho chileno quedó suspendido sobre el abismo.

Esta maniobra parece fácil y rápida, hijitos míos, contada así. Pero a nosotros, que estábamos allá arriba aflojando la cuerda poco a poco, mientras el muchacho se balanceaba sobre 500 metros de vacío, aquello nos parecía horriblemente lento y largo.

Cien... 200...250 metros . De pronto la súbita flojedad de la cuerda nos hizo conocer que el muchacho había por fin hecho pie en el pretil de la grieta. Y la tarde, muy nublada, comenzaba a oscurecer ya. El tiempo había cambiado también. Súbitamente, un gran frío se había abatido sobre nosotros mientras los altos picos de la cordillera desaparecían tras una borrasca de nieve.

Uno de nosotros gritó de pronto:

—¡Los cóndores! ¡Los cóndores!

En efecto; pequeños aún, se veían contra el cielo blanco dos puntitos oscuros que aumentaban velozmente de tamaño. Eran los grandes cóndores que regresaban temprano al nido ante la inminente borrasca de nieve.

La situación era tremenda para el infeliz muchacho. ¿Qué destino podía esperarle?

Otro de nosotros gritó con todas sus fuerzas:

— ¡Ligero! ¡La cuerda! ¡Si dentro de 10 minutos no hemos recogido toda la cuerda, el pobre muchacho está perdido!

Como locos, nos pusimos todos a recoger la cuerda.

Chiquitos: Yo nunca he visto en mi vida posición más desesperada ni ser humano a quien amenazara muerte más atroz. El muchacho podría defenderse un instante con su cuchillo; pero sin contar los terribles picotazos de los cóndores que al fin lo destrozarían , tampoco podría resistir a sus tremendos aletazos.

Y mientras tirábamos y tirábamos con furia, llegó a nuestros mismos oídos el silbido del aire cortado por las inmensas alas de los cóndores. Los dos cóndores habían ya oído también el graznido de sus pichones, encerrados en la bolsa. Ambos lanzándose como una flecha sobre el cazador; y al estar ya sobre él, con un golpe de ala desviaron bruscamente el vuelo. El primer cóndor alcanzó asimismo al muchacho con la extremidad de sus potentes alas, mientras el segundo lo alcanzaba de pleno lanzádolo al vacío de un terrible aletazo.

Yo y otros más nos habíamos tendido de boca sobre el mismo pretil de la muralla, desesperados de poder salvar al desgraciado. Y vimos a la infeliz criatura sacudida, golpeada, girando sobre sí misma en la extremidad de su cuerda, mientras los cóndores, con sus rojas pupilas fulgurantes de ira, giraban sin cesar alrededor de un tremendo aletazo.

El desgraciado muchacho, con los brazos pendientes y la cabeza doblada, había perdido el conocimiento. Y nosotros tirábamos de la cuerda, ¡ay!, demasiado lentamente.

—¡Más ligero, por Dios! —gritaba sollozando el hermano del desgraciado muchacho— ¡Faltan 100 metros solamente! ¡80! ¡Faltan 50 nada más! ¡Valor, por amor de Dios!

—¡Ay chiquitos! Ni por el amor de Dios pudimos salvar a la pobre criatura. Ante la amenaza de que el ladrón de sus hijos pudiera escapárseles y ante nuestra vista misma, los cóndores cayeron uno tras otro sobre la víctima, y por un momento pudimos ver las garras, rojas de sangre, hundidas en la infeliz criatura mientras sus picos de acero se alzaban y hundían en el vientre con la fuerza de un martinete.

Algunos de nosotros, que nada veían, gritaron aún:

—¡Animo! ¡Faltan sólo 10 metros! ¡Ya está! ¡Ya está aquí!...

¡Pobre chilenito! ¡Sí; ya estaba! Pero lo que estaba por fin en nuestras manos, atado aún por la cuerda a la cintura, era sólo el cadáver destrozado de un chico de gran valor.

Mas no era únicamente él el muerto.

Dentro de la bolsa colgada al cuello yacían también muertos a picotazos los tres pichones de cóndor. Las gatas, las leonas y muchos otros animales matan a veces a sus crías cuando han sido tocadas por el hombre.

Triste destino, en verdad, el de los cóndores, chiquitos, pues si nosotros habíamos perdido a un heroico cazador, ellos, los cóndores, habían perdido el año, su nido y sus tres hijos, sacrificados por ellos mismos.


Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.
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