El Lobo de Esopo

Horacio Quiroga


Cuento


Era un magnífico animal, altísimo de patas, y flaco, como conviene a un lobo. Sus ojos, normalmente oblicuos, se estiraban prodigiosamente cuando montaba en cólera. Tenía el hocico cruzado de cicatrices blanquecinas. La huella de su pata encendía el alma de los cazadores, pues era inmensa.

La magnífica bestia vivió la juventud potente, empapada en fatiga y sangre, que es patrimonio de su especie, y durante muchos años sus grandes odios naturales fueron el perro y el hombre.

El brío juvenil pasó, sin embargo, y con la edad madura llegáronle lenta, difícil, penosamente, ideas de un corte profundamente peregrino, cuyo efecto fue aislarle en ariscas y mudas caminatas.

La esencia de sus ideas en tortura podía condensarse en este concepto: «El hombre es superior al lobo».

Esta superioridad que él concedía al soberbio enemigo de su especie, desde que el mundo es mundo, no consistía, como pudiera creerse, en la vivísima astucia de aquél, complicada con sus flechas. No: el hombre ocupaba la más alta escala por haberse sustraído a la bestialidad natal, el asalto feroz, la dentellada en carne viva, hundida silenciosamente hasta el fondo vital de la presa.

Como se comprende, largos años pasaron antes que este concepto de superior humillación llegara a cristalizarse. Pero una vez infiltrado en sus tenaces células de lobo, no lo abandonó más.

Sucedieron interminables meditaciones a la entrada de su guarida, sentado inmóvil, la cabeza de lado; arrastró por los campos, bajo las heladas nocturnas, su desvarío de bestia mordida por una idea en la entraña misma; soportó las ojeadas irónicas de sus compañeros que veían vagar silencioso y hundido de vientre a aquel gran capitán de antaño, hasta que una noche, al sentir entre sus patas las entrañas desparramadas de una oveja, comprendió, en la profunda vibración de su ser entero, que acababa de traspasar el límite que encerraba aún su hondo instinto de bestia. Fijó una larga mirada en los tres lobeznos entremezclados que se disputaban furiosamente la carne viva, y fue a bañar en el arroyo sus patas maculadas.

Desde entonces no mató. El salto estaba dado: no aspiraba ciertamente a una perfecta bondad y justicia, porque el concepto de humanidad plena pertenecía desde luego a los hombres. Pero sentía que su alma liviana —demasiado liviana acaso para ser de lobo— tocaba a su vez, y a despecho de sus violentos colmillos, la línea que lo separaba del Hombre.

Permanecía, así, largas horas en la selva del bosque, mirando a lo lejos a un hombre o una mujer doblado tenazmente sobre su azadón de labranza. Cuando llegaba el crepúsculo, el hombre enderezaba su cintura dolorida y regresaba mudo a su casa.

—¡Qué inmensa superioridad! —se decía amargamente.

Y se concretó, por único alimento, a comer raíces.

Comenzó entonces para él una vida dura, repelido, insultado, burlado por sus compañeros que se reían de su espectral flacura.

—No eres sino un esqueleto —le decían—. ¿Para qué te sirven tus filosofías?

—No tengo hambre —respondía él, apacible.

—¿No habrá un poco de flojedad en tus patas? —argüía irónicamente otro—. ¿Te atreverías a entrar en la majada?

—Me atrevería —contestaba— pero no lo haré.

—¿Y si te trajéramos aquí un buen corderito, eh? ¿O un cachorro de hombre?

—No comería.

—Pero ¿por qué, viejo loco?

—Porque no se debe matar —concluía él serenamente.

Por los ojos sangrientos de la manada pasó el mismo resplandor verdoso.

—¡No te venderás a los hombres, supongo! —castañeteó uno entre dientes.

—No —repuso inmutable aquél—. Pero los hombres son mejores que nosotros.

La manada contempló un momento con hondo desprecio al viejo loco, y el conciliábulo de hambre se elevó de nuevo en un angustioso aullido.

Pero flaco, muerto de hambre, helado hasta el fondo de sus huesos, el comedor de raíces proseguía su marcha ascendente hacia el heroísmo, teniendo por norte el amor y justicia que encarnaba el Hombre, y bajo él, bajo su alma luminosa de lobo filósofo, la bestia original, vencida, domada, aplastada para siempre.

—¡No matemos! —se repetía constantemente—. Toda nuestra inferioridad proviene de ahí. Si no hombres, lleguemos cuanto sea posible hasta la pureza de sus manos.

Y roído de hambre, continuaba nutriendo con raíces su heroica y trémula vejez.

Hasta que un día, habiéndose aproximado por demás a un lugar poblado, vio a los hombres con sus criaturas que degollaban y comían una oveja.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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