El Ocaso

Horacio Quiroga


Cuento


Noche de kermesse en un balneario de moda. A dos kilómetros del hotel, la playa ha sido convertida en oasis. Grandes palmeras, alineadas en losange, se yerguen en la arena. Sobre la costa misma, y paralelo al mar, se levanta el bazar de caridad. Entre las plantas se hallan dispuestas mesas para el servicio del bar. A la alta hora de la noche que nos ocupa, el área de la fiesta —bazar, palmeras y arena— luce solitaria al resplandor galvánico de los focos.

Solitaria, tal vez no, pues aunque el bazar ha apagado sus luces, a excepción del buffet, en el oasis del palmar algunas personas desafían aún la fresca brisa marina.

Tres jóvenes en smoking y dos señoras de edad madura, concurrentes tardíos al bar, acaban de sentarse a una mesa cubierta en breve tiempo de botellas y fiambres; y en menos tiempo todavía, su atención y sus ojos se han vuelto a una mesa distante, donde un hombre y una mujer, que no tienen por delante sino un helado y una copa de agua, conversan frente a frente.

Él es un hombre de edad, más todavía de lo que haría suponer su apostura aún joven. Este hombre, años atrás, ha interesado fuertemente a las mujeres. No ha sido un tenorio. Aunque no se nombra nunca a conquista alguna suya, se está seguro del peligro que representa. Mejor aún: que representaba.

Ella, la mujer que con un codo en la mesa tiene fijos los ojos en su interlocutor, es muy joven.

Mejor aún: una criatura de diecisiete años. Pero los recién venidos nos informarán más ampliamente sobre ella.

—Ahí está la Perra de Olmos, tratando de conquistar a Renouard —interpreta una de las señoras.

—¿Perra…? —inquiere alguno de los jóvenes.

—Sí, Lucila Olmos —explica la dama—. Un apodo de familia… Cuando era chica se emperraba sin dar por nada su brazo a torcer… De aquí su nombre.

—Lindísima, a pesar de ello… —comenta el mismo joven.

—¡Ya lo creo! Y bastante bien que ha usado de su hermosura… No, no digo tanto… Ahora vuelve de Europa. ¡Pobre del ex buen mozo de Renouard, si a la Perra se le ocurre sacarlo de sus casillas!

—¿Es ése su fuerte?

—¡Oh, no! Pero tiene un estilo fijo: hacer lo que no debe. Y demasiado equilibrada, digo yo siempre, para la edad en que su madre la tuvo: cuarenta y cinco años, por lo menos… Vean la atención inmóvil con que escucha a Renouard.

—Bellísima… —murmura a su vez otro de los jóvenes que sin lugar a dudas participa de la opinión del primero.

—Sí, nadie lo niega… —se encoge de hombros la enterada dama—. Pero no tan joven como ustedes creen…

—Pero…

—Sí, ya sé lo que va usted a decir… Desde su punto de vista, es una criatura… No ha cumplido todavía diecisiete años. ¿Pero qué importa la edad? El corazón es lo que marca la edad de una mujer. ¿Y saben ustedes lo que la Perra de Olmos ya ha hecho en esta vida? ¡Casi nada! ¿Se acuerdan ustedes de los conciertos de Saint-Rémy, hace dos años? Una noche que el maestro tocaba en lo de X… de pronto la luz se apagó, no se sabe todavía cómo. En los breves momentos que duró la oscuridad, Saint-Rémy sintió que dos brazos se abrazaban a su cuello, y que una boca se unía a la suya. Todo duró lo que un relámpago. Cuando la luz se encendió de nuevo, Saint-Rémy se encontró solo. Y la señora más próxima se hallaba a varios metros de él. Durante los escasos segundos de oscuridad, una mujer había cruzado el espacio vacío con una audacia sin nombre; había satisfecho su pasión en los labios del músico, y había tenido tiempo todavía para retirarse antes que la luz se encendiera.

»Saint-Rémy reanudó su sonata como pudo. Y cuando al concluir fuimos todas las damas a felicitarlo, en vano el maestro sondeó los ojos de todas, tratando de descubrir por la inseguridad de la mirada a su incógnita adoradora.

»Cualquiera se hubiera turbado. Lucila no. Era ella. Acababa de cumplir quince años.

»¿Se dan ustedes cuenta del tupé que para hacer eso necesita una chica de esa edad? Y digo chica por decir algo, pues la Perra tiene ese cuerpo y esa belleza que ustedes le hallan desde los trece años. ¡Bien aprovechados, digo yo!

—Otra historia —solicita alguien en el grupo.

—¡Y qué más! —protesta la señora informante—. Pregunten a sus íntimos. Tal vez ellos sepan otras.

—Sumamente joven… —murmura el anterior solicitante.

—Ya lo he dicho: diecisiete años no cumplidos. Y ya divorciada.

—¿Eh…?

—Sí, divorciada. ¡Ah! Es toda una historia… Y esta vez para concluir con ellas. Cuando el año pasado Ámsterdam entero aguardaba como al Mesías al explorador Else que volvía del Polo, todas las mujeres, casadas y solteras, estaban ya locas por él. El avión en que llegaba se incendió, y sólo se pudo salvar del héroe una espantosa cosa sin ojos, sin brazos… ¡Un horror! Su misma madre, de haber vivido, no se hubiera atrevido a mirarlo. Lucila se casó con él.

—¡Chic! —exclama en voz alta un joven del grupo, volviéndose del todo a la causante.

—Sí, muy chic —concluye la señora—. A los dos meses estaba divorciada.

Se hace un largo silencio. En la brisa demasiado fresca se oye a la sordina, bajo los duros golpes del mar, el frufrú de las palmeras, cuyas sombras erizadas danzan agitadas sobre la arena.

Altas llamadas al mozo y nuevas copas concluyen con el tema en la mesa del grupo.

Pero en la mesita distante nuestros recién conocidos proseguían animados su charla. Hacía tres horas que estaban allí, solos y ausentes del espacio y del tiempo, como personas que se encuentran por fin en esta transitoria vida.

Él tenía ya el cabello blanco, y ella era todavía un capullo. Pero para conversar, comprenderse, soñar, tal diferencia de edad nada implica, conforme se verá por lo que sigue.

—¿Qué edad tiene usted? —acababa de preguntar ella.

—Sesenta años bien cumplidos —respondió Renouard, sin prisa mas tampoco sin demora.

—No parece —observó la joven, examinándolo con detención.

Él hizo un gesto, llevándose la mano a los cabellos aún abundantes.

—Es por esto —dijo.

—No —negó ella, sacudiendo despacio la cabeza—. Es porque… —y suspendiendo el vaivén agregó, mientras miraba netamente en los ojos—: porque lo siento.

El hombre que había constituido un peligro para la mujer que lo tratara de cerca, no iba a equivocarse a su edad sobre la extensión de tal respuesta.

—Es usted una honrada chica —repuso con grave cariño.

Renouard calló. Pero agregó después de un momento:

—Usted no se equivoca sobre lo que quiero decir, ¿verdad?

—Creo que no… La honradez que conserva, a pesar de todo, una mujer deshonrada… ¿no es eso?

—Así es.

—¿Y usted, Renouard, tampoco se equivoca sobre mi respuesta?

—¡Oh, no! Usted es…

Renouard se detuvo.

—¿Qué soy? —preguntó Lucila.

—Nada. Lo que…

—Renouard —interrumpió la joven, oprimiéndose más a la mesa—: usted debe haber tenido mucho éxito con las mujeres, ¿no es cierto?

Sin responder a la pregunta, Renouard prosiguió:

—Lo que iba a decir, al interrumpirme usted, es que usted se parece infinitamente en todo: cuerpo, rostro y modo de ser, a una persona cuyo recuerdo me es, no sé ya si querido, pero sí infinitamente doloroso. Esa persona podría responder, si conserva aún el recuerdo de mí, a la pregunta que usted acaba de hacerme.

—El recuerdo de esa persona que yo le evoco le es a usted doloroso, pero mi presencia no le es a usted dolorosa en modo alguno. ¿Por qué?

Renouard corrió ante el resplandor juvenil de aquella criatura que impregnaba de mórbida tibieza el fresco oasis nocturno.

—¿Por qué recuerdo yo tanto a esa persona? Porque es usted misma —murmuró él. Y arrepentido acaso, prosiguió en tono más ligero—: ¿Usted cree en la transmigración de las almas en vida, Lucila?

—Dígame Perra.

—¿Qué?

—Dígame Perra. Usted me llamó Lucila. Dígame Perra.

Entre el helado sin concluir y la copa de agua vacía, la mano del hombre, grande y franca, se apoyó sobre la de la joven.

—Perra —sonrió.

Los rasgos de la joven perdieron su tensión batalladora, y retirando los dedos satisfecha:

—Ahora sí —dijo—, seremos siempre amigos.

—Yo soy ya muy grande de usted, Lucila.

—Perra.

—Y ojalá…

—¡No! ¡Ojalá, no! ¡Perra!

Bajo los cabellos blancos de Renouard, sus ojos todavía jóvenes se ensombrecieron de vida. Y fijándolos de pleno en los de la joven, como sabe hacerlo un hombre:

—¿Usted sabe lo que está haciendo? —dijo.

—Sí —repuso ella.

Se hizo otro silencio. Renouard lo rompió en voz baja.

—Usted es el crimen —murmuró.

Y ella, en voz también más baja:

—Lo soy.

Tornó a hacerse otro silencio, que nadie rompió esta vez. El grupo de jóvenes y damas acababa de retirarse abandonando un servicio completo de buffet sobre la mesa. El mar sonaba más hondo, y la arena parecía más blanca, fría y estéril.

Renouard, por fin, apoyó ambos brazos en la mesa y comenzó así:

—Al decirle a usted hace un rato que la persona que usted me evocaba era usted misma, no dije sino la verdad. Un hombre no ve levantarse un trozo punzante de vida desde el fondo de su pasado sin sentirse turbadas sus horas. Ese recuerdo podría responder a usted sobre mis pretendidos éxitos con las mujeres. He tenido la suerte de todos, nada más. Pero dudo de que nadie guarde una mancha como la que debo a ese recuerdo. Usted, a lo que parece, ha oído hablar de mis conquistas. ¿Quiere que le hable yo ahora de mis fracasos? ¿Es capaz de oír una historia escabrosa?

—Sí, si me la cuenta entera.

—Oiga, entonces. Yo tenía en aquel tiempo veinte o veintiún años. Logré, con una rapidez increíble, la conquista de una mujer…

—Parecida a mí.

—Sí, pero menos joven. Si yo hubiera tenido algunos años más, habría comprendido que mucho más que el amor era la curiosidad lo que echaba a mi amada en mis brazos. Observó con atento mutismo mi aparente desenvoltura, mi fatuidad de adolescente, mi prisa misma por hacerla feliz: todo lo que rendí ante la espiritual criatura que había condescendido a dejarse amar por un vano y lindo muchacho.

»Yo era entonces un brioso adolescente, y ese brío constituía mi orgullo. Por esto creía haber entendido mal cuando al reanudarme la corbata ante el espejo, oí estas palabras enunciadas lentamente:

»—¡Curioso! Tengo la sensación de no haber estado con un hombre…

»Me volví con la presteza de un rayo. Ella permanecía sentada en la cama, con los brazos pendientes inmóviles y la mirada perdida.

»¿Comprende usted? Yo era un fuerte muchacho. Y exhausto yo mismo, oía a la mujer que había amado soñar insatisfecha porque no había estado con un hombre…

»Pero hay que ser ya hombre para valorar lo que eso significa. Lo comprendí apenas en aquella ocasión. Es sólo más tarde cuando he apreciado en toda su profundidad el abismo de nulidad en que me hundí ante aquella mujer. Fue mi amante esa sola tarde. Jamás volvió a fijar los ojos en mí, como si nunca hubiera yo existido para ella.

Renouard calló. En la lejanía de las palmeras heladas de rocío, la luna en menguante surgía trunca sobre el mar. La joven, muda también, proseguía en la misma postura.

—¡Renouard! —llamó.

Él se volvió a ella.

—Renouard: usted me dijo que yo me parecía mucho a aquella mujer. ¿Es cierto, Renouard?

—¡Pero si es usted misma! —clamó él—: ¿Lo comprende ahora? ¿Comprende que yo daría cualquier cosa por no conservar ese recuerdo que su hermosura, su cuerpo, exasperan hasta…?

—Tómeme.

Bruscamente Renouard palideció. Ella, pálida también, lo miraba sin desviar los ojos.

—Repita lo que dijo —murmuró Renouard.

—Es muy fácil —contestó la joven—. ¿Aquel recuerdo lo tortura a usted mucho? ¿Daría cualquier cosa, como ha dicho, por borrarlo?

—Sí.

—Tómeme.

—¡Lucila! —bramó de felicidad el hombre de cabello blanco.

—Soy suya. Tómeme.

Si después de este ofrecimiento, bastante grande por sí solo para matar de dicha a un hombre; si esa noche misma, ante la luna en menguante, ese hombre de sesenta años se hubiera pegado un tiro de felicidad, hubiera cumplido dignamente con su vida y su deber.

No vio o no pudo ver su camino de Damasco. Porque cuando horas más tarde, al tener a Lucila en sus brazos, creyó poder alcanzar el cénit de su destino, sintió que su desesperada impotencia para confiar a la joven una dicha ya exhausta lo alucinaba como una pesadilla.

Como ocho lustros atrás, se vio en brazos de una criatura bellísima y curiosa hasta la más loca generosidad. Como en aquella circunstancia tornó a verla sentada, con los ojos perdidos en el vacío. Y como cuarenta años antes oyó, como había oído a la madre exclamar ante la insípida aurora de un varón, repetir a la hija ante su lamentable ocaso:

—¡Curioso! Tengo la impresión de no haber estado con un hombre…


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 145 veces.