El Salvaje y Otros Cuentos

Horacio Quiroga


Cuentos, Colección



El salvaje

El sueño

Después de traspasar el Guayra, y por un trecho de diez leguas, el río Paraná es inaccesible a la navegación. Constituye allí, entre altísimas barrancas negras, una canal de doscientos metros de ancho y de profundidad insondable. El agua corre a tal velocidad que los vapores, a toda máquina, marcan el paso horas y horas en el mismo sitio. El plano del agua está constantemente desnivelado por el borbollón de los remolinos que en su choque forman conos de absorción, tan hondos a veces que pueden aspirar de punta a una lancha a vapor. La región, aunque lúgubre por el dominio absoluto del negro del bosque y del basalto, puede hacer las delicias de un botánico, en razón de la humedad ambiente reforzada por lluvias copiosísimas, que excitan en la flora guayreña una lujuria fantástica.

En esa región fui huésped, una tarde y una noche, de un hombre extraordinario que había ido a vivir a Guayra, solo como un hongo, porque estaba cansado del comercio de los hombres y de la civilización, que todo se lo daba hecho; por lo que se aburría. Pero como quería ser útil a los que vivían sentados allá abajo aprendiendo en los libros, instaló una pequeña estación meteorológica, que el gobierno argentino tomó bajo su protección.

Nada hubo que observar durante un tiempo a los registros que se recibían de vez en cuando; hasta que un día comenzaron a llegar observaciones de tal magnitud, con tales decímetros de lluvia y tales índices de humedad, que nuestra Central creyó necesario controlar aquellas enormidades. Yo partía entonces para una inspección a las estaciones argentinas en el Brasil, arriba del Iguazú; y extendiendo un poco la mano, podía alcanzar hasta allá.

Fue lo que hice. Pero el hombre no tenía nada de divertido. Era un individuo alto, de pelo y barba muy negros, muy pálido a pesar del sol, y con grandes ojos que se clavaban inmóviles en los de uno sin desviarse un milímetro. Con las manos metidas en los bolsillos, me veía llegar sin dar un paso hacia mí. Por fin me tendió la mano, pero cuando ya hacía rato que yo le ofrecía la mía con una sostenida sonrisa.

En el resto de la tarde, que pasamos sentados bajo la veranda de su rancho-chalet, hablamos de generalidades. O mejor dicho, hablé yo, porque el hombre se mostraba muy parco de palabras. Y aunque yo ponía particular empeño en sostener la charla, algo había en la reserva de mi hombre que ahogaba el hábito civilizado de cambiar ideas.

Cayó la noche sumamente pesada. Al concluir de cenar volvimos de nuevo a la veranda, pero nos corrió presto de ella el viento huracanado salpicado de gotas ralas, que barría hasta las sillas. Calmó aquél bruscamente, y el agua comenzó entonces a caer, la lluvia desplomada y maciza de que no tiene idea quien no la haya sentido tronar horas y horas sobre el monte, sin la más ligera tregua ni el menor soplo de aire en las hojas.

—Creo que tendremos para rato —dije a mi hombre.

—Quién sabe —respondió—. A esta altura del mes no es probable.

Aproveché entonces la ruptura del hielo para recordar la misión particular que me había llevado allá.

—Hace varios meses —comencé—, los registros de su pluviómetro que llegaron a Buenos Aires…

Y mientras exponía el caso, puse de relieve la sorpresa de la Central por el inesperado volumen de aquellas observaciones.

—¿No hubo error? —concluí—. ¿Los índices eran tales como usted los envió?

—Sí —respondió, mirándome de pleno con sus ojos muy abiertos e inmóviles.

Me callé entonces, y durante un tiempo que no pude medir, pero que pudo ser muy largo, no cambiamos una palabra. Yo fumaba; él levantaba de rato en rato los ojos a la pared, al exterior, a la lluvia, como si esperara oír algo tras aquel sordo tronar que inundaba la selva. Y para mí, ganado por el vaho de excesiva humedad que llegaba de afuera, persistía el enigma de aquella mirada y de aquella nariz abiertas al olor de los árboles mojados.

—¿Usted ha visto un dinosaurio?

Esto acababa de preguntármelo él, sin más ni más.

En la época actual, en compañía de un hombre culto que se ha vuelto loco, y que tiene un resplandor prehistórico en los ojos, la pregunta aquella era bastante perturbadora. Lo miré fijamente; él hacía lo mismo conmigo.

—¿Qué? —dije por fin.

—Un dinosaurio… un nothosaurio carnívoro.

—Jamás. ¿Usted lo ha visto?

—Sí.

No se le movía una pestaña mientras me miraba.

—¿Aquí?

—Aquí. Ya ha muerto… Anduvimos juntos tres meses.

¡Anduvimos juntos! Me explicaba ahora bien la luz prehistórica de sus ojos, y las observaciones meteorológicas de un hombre que había hecho vida de selva en pleno periodo secundario.

—Y las lluvias y la humedad que usted anotó y envió a Buenos Aires —le dije—, ¿datan de ese tiempo?

—Sí —afirmó tranquilo. Alzó las orejas y los ojos al tronar de la selva inundada, y agregó lentamente—: Era un nothosaurio… Pero yo no fui hasta su horizonte; él bajó hasta nuestra edad… Hace seis meses. Ahora… ahora tengo más dudas que usted sobre todo esto. Pero cuando lo hallé sobre el peñón en el Paraná, al crepúsculo, no tuve duda alguna de que yo desde ese instante quedaba fuera de las leyes biológicas. Era un dinosaurio, tal cual; volvía el pescuezo en alto a todos lados, y abría la boca como si quisiera gritar, y no pudiera. Yo, por mi parte, tranquilo. Durante meses y meses había deseado ardientemente olvidar todo lo que yo era y sabía, y lo que eran y sabían los hombres… Regresión total a una vida real y precisa, como un árbol que siempre está donde debe, porque tiene razón de ser. Desde miles de años la especie humana va al desastre. Ha vuelto al mono, guardando la inteligencia del hombre. No hay en la civilización un solo hombre que tenga un valor real si se le aparta. Y ni uno solo podría gritar a la Naturaleza: «yo soy».

»Día tras día iba rastreando en mí la profunda fruición de la reconquista, de la regresión que me hacía dueño absoluto del lugar que ocupaban mis pies. Comenzaba a sentirme, nebuloso aún, el representante verdadero de una especie. La vida que me animaba era mía exclusivamente. Y trepando como en un árbol por encima de millones de años, sintiéndome cada vez más dueño del rincón del bosque que dominaban mis ojos a los cuatro lados, llegué a ver brotar en mi cerebro vacío, la lucecilla débil, fija, obstinada e inmortal del hombre terciario.

»¿Por qué asustarme, pues? Si el removido fondo de la biología lanzaba a plena época actual tal espectro, permitiéndole vivir, él, como yo, estaba fuera de las leyes normales de la vida.

»Nada que temer, por lo tanto. Me acerqué al monstruo y sentí una agria pestilencia de vegetación descompuesta. Como continuaba haciendo bailar el cuello allá arriba, le tiré una piedra. De un salto la bestia se lanzó al agua, y la ola que inundó la playa me arrastró con el reflujo. El dinosaurio me había visto, y se balanceaba sobre 200 brazas de agua. Pero entonces gritaba. ¿El grito?… No sé… Muy desafinado. Agudo y profundo… Cosa de agonía. Y abría desmesuradamente la boca para gritar. No me miraba ni me miró jamás. Es decir, una vez lo hizo… Pero esto pasó al final.

»Salió por fin a tierra, cuando ya estaba oscuro, y caminamos juntos.

»Éste fue el principio. Durante tres meses fue mi compañero nocturno, pues a la primera frescura del día me abandonaba. Se iba, entraba en el monte como si no viera, rompiéndolo, o se hundía en el Paraná con hondos remolinos hasta el medio del río.

»Al bajar aquí habrá visto usted una picada maestra; se conserva limpia, aunque hace tiempo que no se trabaja yerba mate. El dinosaurio y yo la recorríamos paso a paso. Jamás lo hallé de día. La formidable vida creada por el Querer del hombre y el Consentimiento de las edades muertas, no me era accesible sino de noche. Sin un signo exterior de mutuo reconocimiento, caminábamos horas y horas uno al lado del otro, como sombríos hermanos que se buscaban sin comprenderse.

»De sus desmesurados hábitos de vida, enterrados bajo millones de años, no le quedaba más que ciega orientación a las profundidades más húmedas de la selva, a las charcas pestilentes donde las negras columnas de los helechos se partían y perdían el vello al paso de la bestia.

»Por mi parte, mi vida de día proseguía su curso normal aquí mismo, en esta casa, aunque con la mirada perdida a cada momento. Vivía maquinalmente, adherido al horizonte contemporáneo como un sonámbulo, y sólo despertaba al primer olor salvaje que la frescura del crepúsculo me enviaba rastreando desde la selva.

»No sé qué tiempo duró esto. Sólo sé que una noche grité, y no conocí el grito que salía de mi garganta. Y que no tenía ropa, y sí pelo en todo el cuerpo. En una palabra, había regresado a las eras pasadas por obra y gracia de mi propio deseo.

»Dentro de aquella silueta negra y cargada de espaldas que trotaba a la sombra del dinosaurio, iba mi alma actual, pero dormida, sofocada dentro del espeso cráneo primitivo. Vivíamos unidos por el mismo destierro ultramilenario. Su horizonte era mi horizonte; su ruta era la mía. En las noches de gran luna solíamos ir hasta la barranca del río, y allí quedábamos largo tiempo inmóviles, él con la cabeza caída al olor del agua allá abajo, yo acurrucado en la horqueta de un árbol. La soledad y el silencio eran completos. Pero en la niebla con olor a pescado que subía del Paraná, la bestia husmeaba la inmensidad líquida de su horizonte secundario, y abriendo la boca al cielo, lanzaba un breve grito. De tiempo en tiempo tornaba a alzar el cuello y a lanzar su lamento. Y yo, acurrucado en la horqueta, con los ojos entrecerrados de sueño e informe nostalgia, respondía a mi vez con un aullido.

»Pero cuando nuestra fraternidad era más honda, era en las noches de lluvia. Esta de ahora que está sintiendo es una simple garúa comparada con las lluvias de abril y mayo. Desde una hora antes de llover oíamos el tronar profundo de las gotas sobre el monte lejano. Desembocábamos entonces en una picada —no había aire, no había ruido, no había nada, sino un cielo fulgurante que cegaba—, y el dinosaurio tendía el cuello en el suelo y aplastaba la lengua sobre la tierra estremecida. Y cuando la lluvia llegaba por fin y se desplomaba, nos levantábamos y caminábamos horas y horas sin parar, respirando profundamente el diluvio que roncaba sobre la selva y crepitaba sobre el lomo del dinosaurio.

»A fines de noviembre, el sordo temblor de la tierra que llegaba desde el Guayra nos anunció que el río crecía. Y aquí, cuando el Paraná llega cargado de grandes lluvias, sube catorce metros en una noche.

»Y el agua subía y subía. Desde la costa oímos claro el retumbo del Guayra, y en las restingas veíamos pasar a nuestro lado, sobre el agua vertiginosa, todo lo que pasa ahogado o podrido en una inundación de primavera.

»Las noches, negras. El dinosaurio, excitado, bebía a cada instante un sorbo de agua, y sus ojos remontaban la tiniebla del río, hacia las inmensas lluvias que llegaban aún calientes. Y paso a paso costeábamos el Paraná remontando la inundación.

»Así un mes más. Cuanto quedaba en mí del hombre que le está hablando ahora, crujió, se aplastó, desapareció. Hasta que una noche…

El hombre se detuvo.

—¿Qué pasó? —le dije.

—Nada… Lo maté.

—¿Al… dinosaurio?

—Sí, a él. ¿No comprende? Él era un dinosaurio… un nothosaurio carnívoro. Y yo era un hombre terciario… una bestezuela de carne y ojos demasiado vivos… Y él tenía un olor pestilente de fiera. ¿Comprende ahora?

—Sí; continúe.

—Mientras quedó en mí un rastro de hombre actual, el monstruo surgido de las entrañas muertas de la Tierra por el deseo de ese mismo hombre, se contuvo. Después…

»Allá en el Norte, el Guayra retumbaba siempre por las aguas hinchadas, y el río subía y subía con una corriente de infierno. Y el dinosaurio, aplastado en la orilla, bebía a cortos sorbos, devorado de sed.

»Una noche, mientras el monstruo entraba y salía sin cesar del agua, y el remanso agitado por el oleaje parecía un mar, me hallé a mí mismo asomado tras un peñasco, espiando con el pelo erizado a la bestia enloquecida de hambre. Esto lo vi claro en ese momento. Y vi que a la par explotaba en mí la carga de terror almacenada millones de años, y que en esos tres meses de fraternidad hipnótica no había podido definir.

»Retrocedí, espiando siempre al monstruo, di vuelta al peñasco, y emprendí la carrera hacia un cantil de basalto que se levantaba a pique sobre veinte brazas de agua. La fiera me vio seguramente correr al fulgor de un relámpago, porque oí su alarido agudo, tal como nunca se lo había oído, y sentí la persecución. Pero yo llegaba ya y trepaba por una ancha rajadura de la mole.

»Cuando estuve en la cúspide me afirmé en cuatro pies, asomé la cabeza y vi al monstruo que me buscaba, rayado de reflejos porque llovía a torrentes. Y cuando me vio allá arriba comenzó a trotar alrededor del cantil en procura de un plano menos perpendicular, para alcanzarme. Al llegar a la orilla se lanzaba a nado, examinaba el peñón desde el agua, cobraba tierra y tornaba a hundirse en el Paraná. Y cuando un relámpago más sostenido lo destacaba sobre el río cribado de lluvia, nadando casi erguido para no perderme de vista, yo respondía a su alarido asesino con un rugido, abalanzándome sobre los puños.

»La lluvia me cegaba, al extremo que estuve a punto de perder pie en una grieta que no había sentido. Con un nuevo relámpago eché una ojeada atrás, y vi que la grieta circundaba completamente el bloque de basalto herido.

»De allí surgió mi plan de defensa. En guardia siempre, siguiendo al dinosaurio en su girar, tuve tiempo de descender diez metros y desprender una gran esquirla de la rajadura central, con la que volví a la cumbre. Y hundiéndola como una cuña en la grieta, hice palanca y sentí contra mi pecho la conmoción del peñasco a punto de precipitarse.

»No tuve entonces más que esperar el momento. En la playa, bajo el cielo abierto en fisuras fulgurantes, el dinosaurio trotaba y hacía bailar el cuello buscándome. Y al verme de nuevo corría a lanzarse al agua.

»En un instante cargué sobre la palanca mi peso y el odio de diez millones de años de vida aterrorizada, y el inmenso peñasco cayó, cayó sobre la cabeza del monstruo, y ambos se hundieron en veinte brazos de agua.

»Lo que salió después fue el dinosaurio; pero la cabeza estaba achatada, y abría la boca para gritar, como la primera vez que lo vi, pero ahora gritaba… Algo horrible. Nadaba al azar porque estaba ciego, sacudiendo a todos lados el cuello, sobre el río blanco de lluvia. Dos o tres veces desapareció, alzando desesperado su cabeza ciega. Y se hundió al fin para siempre, y la lluvia alisó enseguida el agua.

»Pero allá arriba yo rondaba aún en cuatro patas. Poco a poco me convencí de que no tenía ya nada que temer, y descendí cabeza abajo por la rajadura central.

El hombre se detuvo otra vez.

—¿Y después? —dije.

—¿Después? Nada más. Un día me hallé de nuevo en esta casa, como ahora… El agua ha parado —concluyó—. En esta época no se sostiene.

Cuando al día siguiente subí en la canoa que el tesón de tres peones de obraje había llevado hasta allá conmigo, comenzó a llover de nuevo. Sobre la costa, a quinientos metros aguas arriba, una mole aguda se elevaba sobre el río.

—El cantil… ¿es ése? —pregunté a mi hombre.

Él volvió la cabeza y miró largo rato el peñón que iba blanqueando tras la lluvia.

—Sí —repuso al fin con la vista fija en él.

Y mientras la canoa descendía por la costa, sintiéndome bajo el capote saturado de humedad, de selva y de diluvio, comprendí que aquel mismo hombre había vivido realmente, hacía millones de años, lo que ahora sólo había sido un sueño.

La realidad

I

Llovía desde la noche anterior. La alta selva goteaba sin tregua sobre los helechos tibios y lucientes, y una espesa y caliente bruma envolvía el paisaje fantástico.

En lo alto de un nogal, acurrucado en una horqueta, el hombre terciario esperaba pacientemente que el agua cesara. No era cómoda su espera, sin embargo. El cobertizo que lo cubría goteaba por todas partes, sobre todo a lo largo de la rama en que se recostaba. Tenía, tras catorce horas de lluvia, la espalda completamente mojada.

El hombre consideró largo rato los agujeros del cielo, pestañeó rápidamente, y cambió de postura.

El agua cesó al fin, y con los primeros rayos de sol el arborícola abandonó su cubil. Tenía hambre, y las nueces del contorno habían concluido. Lanzose por entre las ramas, evitando la vegetación inferior, demasiado rica de pestilente humedad y de reptiles, De allá abajo, en efecto, subía un deletéreo vaho de cieno y plantas podridas. Toda una vida deslizante pululaba en el fondo, y aunque el hombre iba por lo alto de rama en rama, deteníalo a veces el potente chapoteo de un monstruo que pasaba bajo él, dejando el rastro abierto entre los helechos.

Dos horas después el cenagal concluía, y el hombre descendió al suelo. Su busto, fatigado por la larga erección de la marcha arborícola, doblábase ahora a tierra. Caminaba en cuatro patas, con la honda fruición ancestral que surge de repente hoy mismo en un simple gesto, en la trituración de un hueso.

Hacía ya mucho, sin duda, que el hombre terciario había comenzado a caminar en dos pies; pero el hábito natal y obstinado de la bestia, hecho deleite, proporcionábale en cuatro patas una confianza de especie desde largo tiempo fijada, que le hacía runrunear de satisfacción.

Alzábase a veces contra un tronco y observaba. Áspero pelo le cubría todo el cuerpo. Los brazos colgantes le llegaban a la rodilla. La mandíbula prominente, y casi siempre entreabierta cuando se incorporaba por el ansia de la angustiosa observación, dejaba ver una terrible dentadura cuyos dientes, en vez de encajar, enrasaban unos contra otros. El gorila concluía allí. La cabeza tenía ya más volumen; había más cráneo dilatado por el esfuerzo de las cuatro o cinco ideas —no más— de un celebro animal aún, para cuya torturante elaboración la bestia del momento prestaba toda su potencia sanguínea y muscular.

El hombre prolongó aún su marcha por el suelo, hasta que un agudo alarido de guerra y hambre lo lanzó de nuevo a los árboles. La selva había crujido a lo lejos, el ruido de gajos rotos avanzaba en restallidos cada vez más secos, y un instante después el monstruo terciario llegaba, con el largo cuello tendido a todas partes, los ojos fosforescentes y desvariados por doce horas de entrañas roídas. Lanzó aún su alarido angustioso, trotó delirante de un lado a otro, y hundió de nuevo en la selva su urgente galope de vida o muerte.

El hombre, con la cabeza hundida entre los hombros, lo había seguido con los ojos. No había surgido seguramente, en todo el periodo terciario, ser más desamparado que él. Los animales sobre la tierra, los que nadaban en las aguas, los que volaban por los aires, todos le eran infinitamente superiores como tipos de especie que ha de perdurar por su potencia de medios vitales. Durante millares de siglos el hombre luchó atrozmente por la estricta conservación del individuo, exterminado sin tregua gracias a su miseria de defensa, acechado en la marisma cuando iba a beber, sitiado en el árbol, y sobre todo, lo más terrible, asaltado durante el sueño en su propia guarida. El futuro dominador de la bestia pululante no tuvo una hora de tranquilidad en la tierra que lo echaba por su ineptitud. El cubil aéreo que lo preservó de las fieras terrestres creó su primera pobre esperanza de continuar la especie. Pero lo más necesario era la conquista del sueño. No conoció jamás el miserable lo que es el descanso pleno. Acurrucado contra una rama, sin atreverse a extender las piernas para tener el salto a mano, angustiado por el menor deslizamiento al pie de su árbol, por el más furtivo arañazo a lo largo del tronco, sus noches fueron, durante millares de siglos, un constante martirio. Y el desvalido y misérrimo ser nacido fuera de tiempo en una edad en que la vida se devoraba a sí misma de exuberancia hostil, debió tener una energía de vida verdaderamente heroica para haber sobrevivido a aquella lucha desigual.

II

El hombre terciario prosiguió su avance. Tras un elástico brinco iba ya a coger la fruta entrevista por fin tras las colgantes lianas, cuando de pronto quedó inmóvil, con el brazo prendido aún de un gajo. Enfrente de él, a quince metros, se hallaba, quieto también, otro hombre. Durante diez segundos ninguno de los dos se movió, hasta que del pecho de nuestro conocido brotó un bramido que se fue extinguiendo en honda rotundidez, como si aún continuara en el pecho después de haber cesado en la garganta. Al oírlo, el otro se replegó, mientras su pelo, como el de un felino, se abatía completamente sobre el cráneo chato.

Era una hembra, una mujer terciaria. El hombre, sin apartar un instante la vista, desprendió lentamente el brazo sujeto aún en alto. Súbitamente la hembra se lanzó al suelo, y el hombre hizo lo mismo. Ambos cayeron y permanecieron un instante en cuatro patas, como aturdidos por la congestión de bestialidad que los inundaba aún. La hembra fue la primera en incorporarse ante el segundo bramido del macho erizado de celo, y dio un prodigioso salto hacia arriba, en el preciso instante en que el hombre se lanzaba sobre ella. Pero el violento manotón se perdió en el aire, y entonces comenzó la persecución terciaria, jadeante, sin cuartel, de rama en rama, sobre el suelo, de lianas, llenando la selva con el violento resoplar de su fatiga.

Al fin la hembra, exhausta, se deslizó a tierra, e irguiéndose recostada a un árbol, lanzó un agudo bramido. Pero el hombre caía ya sobre ella, y durante un minuto la lucha se desenvolvió entre feroces rugidos de pasión y rabia. La hembra, defendiéndose, mordía cuanto le era posible. El hombre, que estrujaba y domeñaba solamente, mordió al fin. El chillido de la hembra, herida, puso fin al combate, y momentos después los amantes, amansados, se incorporaron con un mutuo gruñido de goce.

La sombría soledad del hombre terciario iba tocando a su fin. Las luchas de amor eran cada vez menos rudas, y si el macho continuaba siempre asaltando a la hembra cuando la entreveía en el bosque, sentía ya por lo menos la fraternidad de la especie en el mutuo desamparo ante el ataque de las fieras. Y algo más, seguramente: la mirada del hombre que respondía a la mirada del otro hombre con un sentimiento de idéntica angustia que no era precisamente sólo miedo animal; con un abatimiento que no era justamente modorra de bestia.

La pareja volvió en paz al cubil.

III

Era tarde ya, y el húmedo calor inundaba la selva de agobiante pereza. La guarida, con su paja mojada, no tentaba a descansar en ella, de modo que la pareja se instaló en otra horqueta al amparo del sol. Allí, sentados en cuclillas uno al lado del otro, concluyeron de comer los cocos de que se habían provisto al regreso.

La fronda entera mugía ahora en un lloro de reptiles. El hombre sintió que el sueño lo invadía, y rodeando precaucionalmente con su brazo una rama, cerró los ojos confiado, pues ahora no estaba solo.

La mujer, entretanto, miraba a su compañero. Había cogido un pelo del pecho del hombre y lo estiraba pensativa. Tornó a quedar inmóvil, observando el cubil mojado. Sí, allí llovía como en el suyo, como en todas las guaridas de los árboles. Agua… agua… agua… La sorda aspiración de la especie proseguía delineándose cada vez más: adquirir otra guarida más seca, más cómoda, más segura.

Entretanto, la hembra se aburría. Miró a todos lados, con sueño a su vez. Descendió del árbol sin hacer el más leve ruido, y cuando se hubo alejado sigilosamente un tanto, trepó de nuevo a la tupida fronda, emprendiendo un galope aéreo hasta su cubil.

Cuando el arborícola, al despertar, se halló solo, gruñó un largo rato. Posiblemente la aventura tenía ya precedente; pero de todos modos el mal humor lo había invadido. Gruñendo aún se dirigió a abastecerse de nuevas frutas, y fue de este modo cómo, habiendo llegado a la vera sur del bosque, vio una familia terciaria que avanzaba por la llanura. Eran padre, madre y tres hijos. El hombre iba delante, detrás los tres cachorros, y luego, bastante lejos, la mujer. Caminaban con la precaución de quien, esperando el peligro de costado, de delante y de atrás, avanza con los nervios tendidos en un solo resorte de inquietud. La noche caía ya. Una hora más en la llanura, suponía la muerte en las garras de las fieras nocturnas. Urgía, pues, ganar el bosque.

A trescientos metros del observatorio aéreo en que el arborícola acechaba, una anfractuosidad del terreno ocultó de repente a los viajeros. El cazador de frutas, inquieto y curioso, hubiera deseado salir a la descubierta; pero una preocupación más fuerte —el temor de hallar su propia guarida ocupada— lo lanzó hacia su cubil.

IV

Entretanto, al doblar el promontorio de rocas, el viajero terciario había visto un negro hueco entre las peñas. Su actitud advirtió instantáneamente a los que le seguían el peligro de la caverna. Los cachorros, como pequeñas fieras, corrieron a erizarse junto a su madre, mientras el hombre, con inmensa cautela, avanzaba hacia la caverna husmeando profundamente el aire. El suelo estaba rastrillado; pero las huellas no eran frescas. Llegó al fin a la roca, y su oreja peluda no percibió el más leve ronquido, ni a sus narices llegó el tufo amoniacal del felino inminente.

La caverna estaba desierta, desocupada por lo menos, lo que equivalía, para el hombre desamparado en la noche, a la salvación. A pesar de todo no entró en ella, absorbiendo sin cesar el flavo hedor del cubil. La mujer y los cachorros, recogidos, esperaban.

Por fin, la familia entera avanzó. La caverna, vaciada en roca viva y honda de veinte metros, estaba clara aún por la luz que penetraba por una estrecha hendidura en lo alto. El piso blanqueaba los huesos partidos, y de los rincones sin ventilar, de entre las anfractuosidades de las paredes, el olor a bestia subía con crudeza. Esa caverna era, no obstante, algo infinitamente más confortable que la vieja guarida sobre un árbol. Al hombre solo le eran más fáciles la vida y la defensa en lo alto de la selva; pero a la familia, a los cachorros, no. Y el hambre misma iba cambiando de apetito; las nueces y los cocos no la satisfacían más, las raíces eran ya un ingrato alimento, y el primer hombre que a imitación de lo que viera hacer a las fieras, devoró vivo al animal que había logrado vencer, afiló su primer naciente canino para la nueva senda de nutrición.

La familia de la caverna había entrado ya en la era carnívora, pero esa noche su pobreza era completa. Nada, sin embargo, suponía no comer un día o dos. Dentro de media hora comenzaría el descanso —recostados en cuclillas contra la pared, porque la seguridad del sueño era aún demasiado vaga para echarse en el suelo—, el oído estremecido y alerta, y despertando cada dos minutos.

A pesar de esta martirizante vigilia, las masacres no se evitaban; el habitante de la guarida volvía esa misma noche, o días después. En uno u otro caso, el hombre, impotente casi siempre para resistir a una fiera terciaria, vivía en los segundos subsiguientes al ronquido de la bestia que acababa de husmearlo, toda la angustia que ha devuelto y sigue devolviendo a la fiera maullante, con la mira inmóvil en su fusil.

V

La familia terciaria se cobijó en el fondo de la caverna, y la noche cayó afuera, una noche sin luna y caliente. De vez en cuando el viento traía de las tinieblas el ululato de hambre de una fiera, y el cuádruple ronquido de los durmientes se cortaba de golpe: los músculos se recogían, el pelo se levantaba, y la carne de los cuatro míseros presentía ya en su erizada angustia, la dentellada que tarde o temprano debía desgarrarla.

Mas la noche pasó, y al amanecer la familia se dirigió a la selva. Arrancaron algunas raíces, hasta que el hombre lanzó de pronto un grito gutural. Los cachorros, que masticaban en cuclillas, se lanzaron a un árbol, a las ramas altas, mientras la madre se guarecía en la primera horqueta.

Entretanto, el leve ruido de hojarasca indicaba un avance cauteloso.

El hombre de las cavernas, oculto tras el tronco, asomaba apenas la cabeza. De la maleza desembocó un animal, algo como ciervo con cola rígida; y husmeaba inquieto, adelantando. El hombre giró silenciosamente alrededor del tronco, y cuando el cervato hubo pasado, cayó de atrás sobre sus cuernos con un áspero ronquido. Durante un momento el animal pudo mantener rígido su pescuezo contra los terribles brazos que lo doblaban hacia atrás. Pero cedió, y al sordo mugido y al «crac» de las vértebras rotas, que cantaban la carne palpitante, la familia lanzó gritos salvajes. Volvieron a la caverna, aunque el padre debió gruñir incesantemente para contener a los cachorros que, saltando, querían clavar los dientes en la presa.

VI

El arborícola, el hombre aún frugívoro que había atisbado a la familia el día anterior, volvió a la mañana siguiente a rondar el paraje sospechoso. Ojeó largo rato los contornos con las orejas alerta, sin mayor resultado, hasta que al fin oyó un largo grito, al que respondían dos más débiles. El merodeador conoció por el timbre que los que él había entrevisto doce horas antes estaban allí. Descendió del árbol, y con gran sigilo fuese acercando al lugar de donde habían partido las voces. Al llegar al límite de la selva tornó a sentir otro grito humano que salía de un hueco en la piedra.

A pesar de esta evidencia, el secular temor a la caverna y a la voz de muerte que surgía de ella, le encogió súbitamente los músculos en un solo haz de defensa. Pero el grito que había salido de allí, no era de fiera; por lo cual reculó sigilosamente y bordeó la caverna, cuya parte superior tenía el nivel del bosque. El hombre avanzó sobre la roca viva, y, como en todos los momentos de peligro, doblado adelante y sosteniendo el cuerpo con el dorso de las manos. Se detenía a cada instante a mirar fijamente la roca, colocándole la mano abierta encima. Volvía la cabeza atrás y proseguía avanzando. De pronto se detuvo y echó la cabeza de costado casi a ras de piedra: delante de él estaba la grieta cuya luz penetraba en la caverna. El arborícola volvió a mirar atrás, y tendiéndose de bruces aplicó el ojo a la hendidura. En el primer momento no vio sino cuatro manchas negras sobre el suelo blanco de huesos; pero al rato distinguió las espaldas peludas de la familia de la caverna, y un instante después llegaba a sus oídos el ruido claro de los huesos del ciervo triturados entre las mandíbulas. Como su crispación de una hora antes, su primer movimiento ahora había sido también de instintiva guardia contra el ataque de la fiera que presentía allá abajo, en aquellas bocas que devoraban carne. Eran hombres como él, sin duda, y los enemigos suyos eran los de aquellos que partían huesos; pero el ancestral terror de la especie, el ineludible fin de la carne viva del hombre que tarde o temprano ha de ser devorada, prestaba a sus semejantes de la caverna un carácter claro y neto de fieras, que se sobreponía a sus figuras humanas. Así, el arborícola, menos que fraternidad, había sentido en el naciente dominador del felino echado ya de su guarida, su inmediato parentesco con el león, cuya ansia de carne y médula adquiría.

Algo, sin embargo, como respiración o arañamiento llamó la atención del hombre de la caverna y le hizo suspender un momento su tarea. Miró inquieto a todos lados, mientras los cachorros se apoderaban de su hueso partido y grasiento.

Con rampante sigilo, el arborícola se dirigió hacia atrás, reculando para evitar un brusco movimiento.

VII

A la mañana siguiente, no obstante, el hombre frugívoro estaba de nuevo en su apostadero, atisbando la entrada de la caverna. Vio así salir a los comedores de carne, que se encaminaban al bosque precisamente en su dirección. El arborícola evitó el encuentro saltando de rama en rama; y acurrucado en una alta horqueta, miró pasar a la familia sedienta, en procura de agua. Cuando hubo transcurrido un largo rato, bajó del árbol y se dirigió a la caverna.

Dentro de la gruta, el olor flavo imperaba aún sobre el de las entrañas descompuestas del cervato, y las anchas narices del hombre terciario aspiraron con porfiada plenitud el tufo del enemigo. Huesos con carne adherida yacían desparramados. El arborícola revolvió curioso y titubeante los despojos sangrientos. Súbitamente se apoderó de un hueso y huyó al galope en tres patas.

Fue en la horqueta del primer árbol del bosque donde el arborícola acurrucado, probó y gustó la carne, fraternal eslabón tendido desde entonces entre el hombre y la bestia. En toda la larga lucha de aquél para salir de la bestialidad propia y circundante, acaso sea ésta la única vez que descendió. Hasta ese momento, el más leve impulso a enderezar el busto; el oscuro y pertinaz anhelo de una habitación segura; cada grito menos áspero que los anteriores, eran un nuevo jalón en la marcha ascendente que dejaba atrás y para siempre a las bestias, sus ex compañeros. No hubo siquiera en esa caída explosión de atavismo, pues ni su digestión ni su dentadura lo llamaban a desgarrar carne. Probó carne por imitación simiesca; y entre el hombre más altamente espiritual, y los animales a que se llama, por última significación bestial, fieras, ha quedado ese lazo fraternal de persecución, asesinato y dentellada desgarrante, que une al tigre de la jungla con el degollador de gallinas.

VIII

Quince veces seguidas el merodeador se apoderó de la comida ajena, sin que el hombre de la caverna notara el robo. El arborícola había abandonado del todo el cobertizo, y pasaba ahora la noche en un árbol cualquiera de las inmediaciones de la caverna. Comía siempre frutas pero deseaba la carne. No se apartaba casi del lugar; caminaba horas enteras a lo largo de la selva, asomándose a la linde de vez en cuando para mirar la entrada de la caverna.

En una de estas ocasiones, y mientras el arborícola, con el cuerpo oculto tras un tronco, miraba desde lejos la guarida del otro, sintió detrás de sí un crujido de rama y se volvió: a diez metros, encogido aún por el furtivo avance entre la maleza, estaba el hombre de la caverna. Ambos quedaron inmóviles, mirándose de hito en hito.

El sentimiento de la especie miserable, asaltada y exterminada constantemente, quitó en el primer instante a ese encuentro la aspereza de la circunstancia. Seguramente el hombre de la caverna no vio en su semejante sino a un merodeador que atisbaba su cueva; pero el otro había acogido con un ronquido de defensa al despojado por sus robos. El hombre de la caverna rugió a su vez, y en los ojos de uno y otro brilló la misma lúgubre luz de lucha.

Un alarido lejano, de animal cogido de un salto en el bosque y desangrado vivo, ahogó instantáneamente su agresividad. Volvieron a ser las pobres bestias corridas, y el pelo de ambos se abatió en la misma fraternal angustia.

Gruñendo aún por propio respeto se alejaron el uno del otro, el arborícola hacia el fondo tupido del bosque, el otro hacia su cueva.

Al día siguiente, el arborícola volvió a rondar la caverna, pero sin atreverse a entrar más. Aunque sufría el ansia de la carne probada, no había matado aún. Pernoctaba por allí en una rama cualquiera. En los primeros días se había construido una ramada, al pie de un árbol, para abandonarla a la noche siguiente: el cobertizo no le satisfacía más. Encontráronse otra vez el arborícola y el de las cavernas, pero a la distancia que media desde la copa de un árbol al suelo. El de abajo, que pasaba revolviendo raíces, vio al otro al levantar la cabeza. El arborícola acogió la mirada de descubierta con sordos gruñidos que el otro devolvió, alejándose con simulada indiferencia.

IX

Así pasó un tiempo más. La inmensa humedad de la estación precipitaba lluvia tras lluvia sobre la tierra. La selva caliente humeaba sin cesar, y en el vaho sofocante de los pantanos, las culebras recién nacidas en el mundo se henchían de sapos. Las guaridas estaban infestadas de hongos, y los cobertizos se caían desechos de podredumbre. Las fieras, mordidas por la artritis, buscaban fuera de la selva un cubil seco y amplio; y de este modo las noches del hombre terciario llegaron a ser más duras aún, sin ramada ni seguridad de ninguna especie, reumático, perseguido y torturado por la falta de descanso.

La tiniebla animal, sin embargo, que anegaba el cerebro terciario comenzaba a romperse, y del primer rasgón había salido el golpe de luz que lanzó al hombre hacia la caverna. El peligro no disminuía en la nueva guarida, y antes bien aumentaba: o el hombre tropezaba con la fiera al entrar en ella, y era devorado, o la fiera devoraba al hombre cuando al volver hallaba al intruso.

Sin más arma que un palo, una maza, que por su peso cohibía forzosamente la rapidez de movimientos, el hombre terciario debió conocer todas las angustias del cuerpo a cuerpo fatal para él de antemano. Su mísera arma pudo haberle servido para detener un zarpazo, pero casi nunca para matar; o bien la maza saltaba en astillas, y en medio minuto del hombre no quedaba nada, a excepción de su heroísmo. Éste era el triunfo de la inteligencia humana que nacía ya: la tenacidad en luchar, todo el valor y la fe en la especie que suponía esa incesante disputa de la casa a monstruos cien veces más poderosos que él. Y al hombre que vivía aún en los árboles íbale a tocar participar en la lucha.

X

Fue a altas horas de la noche cuando el arborícola, acurrucado en una rama, sintió el bramido. La fiera estaba cerca, tan cerca que a un segundo grito la sintió a trescientos metros de allí. Y al tercer bramido, más agudo y rotundo, porque la fiera estaba ya fuera del bosque, tuvo la seguridad de que se dirigía a la caverna. Luego el león o spelea internado en el bosque durante días y días, regresaba a su guarida, y ello suponía la pérdida irremisible del otro hombre, el usurpador.

Las narices abiertas del arborícola pregustaron el olor a carne masacrada, y sus muelas trituraron anticipadamente los sangrientos despojos de la lucha. En su ansia del fruto prohibido durante meses, su hambre no distinguía entre hombre o bestia; iba a probar carne veteada de nervios, y médula profunda.

Lanzose del árbol y se deslizó hasta la vera del bosque. Un espantoso rugido a cien metros lo estremeció violentamente: la fiera estaba ya sobre la caverna, y dos segundos después un alarido humano resonaba en las tinieblas. El arborícola, que hasta entonces había respondido al clamor de la bestia con el sacudimiento defensivo de sus nervios, sintió vivo esta vez, al oír el desamparado grito humano, el recuerdo de la caverna que frecuentara y del hombre cuya comida había sido la suya. No remordimiento, pero sí solidaridad de establo, el acercamiento de dos perros que cuando chicos han comido en el mismo plato, y todo lo que cabe suponer: fraternidad de chacales ante el león, anhelo cada vez más preciso de la caverna, agresividad de aguilucho que, aunque implume, se apoya ya en la realeza que ha de venir, lanzó al arborícola a la lucha.

XI

Cuando la primera advertencia despertó a los durmientes, el padre no sufrió mayor inquietud, pues noche a noche los bramidos cargaban las tinieblas. El segundo rugido, mucho más cerca, le hizo poner de pie, y al tercero se convenció de que estaba perdido. Como la caverna era demasiado grande para resistir ventajosamente a un león, el hombre se lanzó afuera, y ocultándose tras un peñasco, con la maza en ambas manos y los músculos tensos en la mayor concentración posible de fuerzas, esperó. Oyó en el choque de dos guijarros el paso furtivo del león que se acercaba, y cuando estuvo a cinco metros sintió el roce de su crin contra la roca. En ese instante la fiera, olfateando el peligro, saltaba de costado, mientras el formidable mazazo del hombre partía el palo contra las piedras.

El hombre vio de frente las dos luces verdes, y empuñando desesperadamente lo que le quedaba de maza, esperó. La fiera saltó, y esta vez un golpe claro, astillante, seguido de un agudo rugido, probó que la maza había tocado; pero al mismo tiempo el arma se escapaba de las manos del hombre. Ambos, león y hombre, rodaron juntos; y no se había apagado aún el grito de la fiera victoriosa, cuando el arborícola caía sobre ella, y un nuevo mazazo le partía el cráneo, y enseguida otro, y otro más. Tendido de costado, el cuello extenso y las patas estiradas, el león de las cavernas, con abiertos ronquidos de agonía, fue muriendo. El vencedor, recostado contra el peñasco, jadeaba violentamente por la carrera, mientras a sus pies un nuevo hombre pagaba con cinco ríos de sangre el interminable tributo a la conquista de la habitación.

La mujer y los cachorros llegaban a un galope repleto de alaridos. Cayeron sobre el león, y mientras la mujer, con una piedra, masacraba el cráneo del monstruo, los cachorros, roncando confundidos, mordían la carne de la fiera.

XII

Media hora después, el arborícola y su nueva familia, saciadas su hambre y su rabia, entraban en la caverna.

A medianoche, rugidos continuos y cada vez más próximos les indicaron que la hembra del león volvía a su vez a la guarida. El terror a la bestia, mitigado por el efímero triunfo anterior, relajó sus nervios. Ya nada podían hacer; la distancia a los árboles era insalvable. Los cachorros se apelotonaron contra el dorso de su madre en un solo erizo de ojillos crueles y espantados. Dentro de un instante la leona, que ya bramaba sin cesar al olor de la sangre, caería sobre su macho muerto.

El hombre, desesperado, corrió al lugar de la lucha, sacó la cabeza desmelenada tras el peñasco en que se había emboscado el otro, y devoró las tinieblas. De su angustia mortal, de toda su carne horripilada por el zarpazo inminente, surgía esta terrible impresión; la fiera entraría. ¡Sí, entraría! Y en esos dos minutos de agonía, en que sus ojos mordieron enloquecidos la angostura de la entrada, todos los terrores de la raza humana corrida siglos y siglos de su guarida por las bestias, encendieron en el espeso cerebro del hombre el primer rayo de verdadero genio: con un gruñido jadeante a que hacía eco el formidable bramar de la leona ya sobre él, se lanzó a los peñascos, y con un esfuerzo titánico hizo rodar un bloque hasta la entrada de la caverna, en cuyo alvéolo cayó pesadamente. Tuvo apenas tiempo de deslizarse bajo él: la leona se estrelló contra la piedra con un rugido que retumbó en los corazones aterrados, y se obstinó allí horas y horas. Pero cuando los hombres terciarios se convencieron de que la bestia no entraría, y la caverna era, por consiguiente, inexpugnable, los rugidos de la fiera fueron respondidos de adentro con pedradas y grandes alaridos.

La casa y el sueño estaban conquistados para siempre.

Una bofetada

Acosta, mayordomo del Meteoro, que remontaba el Alto Paraná cada quince días, sabía bien una cosa, y es ésta: que nada hay más rápido, ni aun la corriente del mismo río, que la explosión que desata una damajuana de caña lanzada sobre un obraje. Su aventura con Korner, pues, pudo finalizar en un terreno harto conocido de él.

Por regla absoluta —con una sola excepción— que es ley en el Alto Paraná, en los obrajes no se permite caña. Ni los almacenes la venden, ni se tolera una sola botella, sea cual fuera su origen. En los obrajes hay resentimientos y amarguras que no conviene traer a la memoria de los mensús. Cien gramos de alcohol por cabeza, concluirían en dos horas con el obraje más militarizado.

A Acosta no le convenía una explosión de esta magnitud, y por esto su ingenio se ejercitaba en pequeños contrabandos, copas despachadas a los mensús en el mismo vapor, a la salida de cada puerto. El capitán lo sabía, y con él el pasaje entero, formado casi exclusivamente por dueños y mayordomos de obraje. Pero como el astuto correntino no pasaba de prudentes dosis, todo iba a pedir de boca.

Ahora bien, quiso la desgracia un día que a instancias de la bullanguera tropa de peones, Acosta sintiera relajarse un poco la rigidez de su prudencia. El resultado fue un regocijo entre los mensús tan profundo, que se desencadenó una vertiginosa danza de baúles y guitarras que volaban por el aire.

El escándalo era serio. Bajaron el capitán y casi todos los pasajeros, siendo menester una nueva danza, pero esta vez de rebenque, sobre las cabezas más locas. El proceder es habitual, y el capitán tenía el golpe rápido y duro. La tempestad cesó enseguida. Esto no obstante, se hizo atar de pie contra el palo mayor a un mensú más levantisco que los demás, y todo volvió a su norma.

Pero ahora tocaba el turno a Acosta. Korner, el dueño del obraje cuyo era el puerto en que estaba detenido el vapor, la emprendía con él:

—¡Usted, y sólo usted, tiene la culpa de estas cosas! ¡Por diez miserables centavos, echa a perder a los peones y ocasiona estos bochinches!

El mayordomo, a fuer de mestizo, contemporizaba.

—¡Pero cállese, y tenga vergüenza! —proseguía Korner—. Por diez miserables centavos… Pero le aseguro que en cuanto llegue a Posadas, denuncio estas picardías a Mitain.

Mitain era el armador del Meteoro, lo que tenía sin cuidado a Acosta, quien concluyó por perder la paciencia.

—Al fin y al cabo —respondió—, usted nada tiene que ver en esto… Si no le gusta, quéjese a quien quiera… En mi despacho yo hago lo que quiero.

—¡Es lo que vamos a ver! —gritó Korner, disponiéndose a subir. Pero en la escalerilla vio por encima de la baranda de bronce al mensú atado al palo mayor. Había o no ironía en la mirada del prisionero; Korner se convenció de que la había, al reconocer en aquel indiecito de ojos fríos y bigotitos en punta, a un peón con quien había tenido algo que ver tres meses atrás.

Se encaminó al palo mayor, más rojo aún de rabia. El otro lo vio llegar, sin perder un instante su sonrisita.

—¡Con que sos vos! —le dijo Korner—. ¡Te he de hallar siempre en mi camino! Te había prohibido poner los pies en el obraje, y ahora venís de allí… ¡Compadrito!

El mensú, como si no oyera, continuó mirándolo con su minúscula sonrisa. Korner, entonces, ciego de ira, lo abofeteó de derecha y revés.

—¡Tomá…, compadrito! ¡Así hay que tratar a los compadres como vos!

El mensú se puso lívido, y miró fijamente a Korner, quien oyó algunas palabras:

—Algún día…

Korner sintió un nuevo impulso de hacerle tragar la amenaza, pero logró contenerse y subió, lanzando invectivas contra el mayordomo que traía el infierno a los obrajes.

Mas esta vez la ofensiva correspondía a Acosta. ¿Qué hacer para molestar en lo hondo a Korner, su cara colorada, su lengua larga y su maldito obraje?

No tardó en hallar el medio. Desde el siguiente viaje de subida, tuvo buen cuidado de surtir a escondidas a los peones que bajaban en Puerto Profundidad (el puerto de Korner) de una o dos damajuanas de caña. Los mensús, más aullantes que de costumbre, pasaban el contrabando en sus baúles, y esa misma noche estallaba el incendio en el obraje.

Durante dos meses, cada vapor que bajaba el río después de haberlo remontado el Meteoro, alzaba indefectiblemente en Puerto Profundidad cuatro o cinco heridos. Korner, desesperado, no lograba localizar al contrabandista de caña, al incendiario. Pero al cabo de ese tiempo, Acosta había considerado discreto no alimentar más el fuego, y los machetes dejaron de trabajar. Buen negocio en suma para el correntino, que había concebido venganza y ganancia, todo sobre la propia cabeza pelada de Korner.

Pasaron dos años. El mensú abofeteado había trabajado en varios obrajes, sin serle permitido poner una sola vez los pies en Puerto Profundidad. Ya se ve: el antiguo disgusto con Korner y el episodio del palo mayor habían convertido al indiecito en persona poco grata a la administración. El mensú, entretanto, invadido por la molicie aborigen, quedaba largas temporadas en Posadas, vagando, viviendo de sus bigotitos en punta, que encendían el corazón de las mensualeras. Su corte de pelo en melena corta, sobre todo, muy poco común en el extremo norte, encantaba a las muchachas con la seducción de su aceite y sus violentas lociones.

Un buen día se decidía a aceptar la primera contrata al paso, y remontaba el Paraná. Cancelaba presto su anticipo, pues tenía un magnífico brazo; descendía a este puerto, a aquél, los sondaba todos, tratando de llegar adonde quería. Pero era en vano: en todos los obrajes se le aceptaba con placer, menos en Profundidad; allí estaba de más. Cogíalo entonces nueva crisis de desgano y cansancio, y tornaba a pasar meses enteros en Posadas, el cuerpo enervado y el bigotito saturado de esencias.

Corrieron aún tres años. En ese tiempo el mensú subió una sola vez al Alto Paraná, habiendo concluido por considerar sus medios de vida actuales mucho menos fatigosos que los del monte. Y aunque el antiguo y duro cansancio de los brazos era ahora reemplazado por la constante fatiga de las piernas, hallaba aquello de su gusto.

No conocía —o no frecuentaba, por lo menos— de Posadas más que la Bajada y el puerto. No salía de ese barrio de los mensús; pasaba del rancho de una mensualera a otro; luego iba al boliche, después al puerto, a festejar en corro de aullidos el embarque diario de los mensús, para concluir de noche en los bailes a cinco centavos la pieza.

—¡Che, amigo! —le gritaban los peones—. ¡No te gusta más tu hacha! ¡Te gusta la bailanta, che, amigo!

El indiecito sonreía, satisfecho de sus bigotitos y su melena lustrosa. Un día, sin embargo, levantó vivamente la cabeza y la volvió, toda oídos, a los conchabadores que ofrecían espléndidos anticipos a una tropa de mensús recién desembarcados. Se trataba del arriendo de Puerto Cabriuva, casi en los saltos del Guayra, por la empresa que regenteaba Korner. Había allí mucha madera en barranca, y se precisaba gente. Buen jornal, y un poco de caña, ya se sabe.

Tres días después, los mismos mensús que acababan de bajar extenuados por nueve meses de obrajes, tornaban a subir, después de haber derrochado fantástica y brutalmente en cuarenta y ocho horas doscientos pesos de anticipo.

No fue poca la sorpresa de los peones al ver al buen mozo entre ellos.

—¡Opama la fiesta, che, amigo! —le gritaban—. ¡Otra vez la hacha, aña-mb!…

Llegaron a Puerto Cabriuva, y desde esa misma tarde la cuadrilla del mensú fue destinada a las jangadas.

Pasó por consiguiente dos meses trabajando bajo un sol de fuego, tumbando vigas desde lo alto de la barranca al río, a punta de palanca, en esfuerzos congestivos que tendían como alambres los tendones del cuello a los siete mensús enfilados.

Luego, el trabajo en el río, a nado, con veinte brazas de agua bajo los pies, juntando los troncos, remolcándolos, inmovilizados en los cabezales de las vigas horas enteras, con los hombros y los brazos únicamente fuera del agua. Al cabo de cuatro, seis horas, el hombre trepa a la jangada, se le iza, mejor dicho, pues está helado. No es así extraño que la administración tenga siempre reservada un poco de caña para estos casos, los únicos en que se infringe la ley. El hombre toma una copa y vuelve otra vez al agua.

El mensú tuvo su parte en este rudo quehacer; y bajó con la inmensa almadía hasta Puerto Profundidad. Nuestro hombre había contado con esto para que se le permitiera bajar en el puerto. En efecto, en la Comisaría del obraje o no se le reconoció, o se hizo la vista gorda, en razón de la urgencia del trabajo. Lo cierto es que recibida la jangada, se le encomendó al mensú, juntamente con tres peones, la conducción de una recua de mulas a la Carrería, varias leguas adentro. No pedía otra cosa el mensú, que salió a la mañana siguiente, arreando su tropilla por la picada maestra.

Hacía ese día mucho calor. Entre la doble muralla de bosque, el camino rojo deslumbraba de sol. El silencio de la selva a esa hora parecía aumentar la mareante vibración del aire sobre la arena volcánica. Ni un soplo de aire, ni un pío de pájaro. Bajo el sol a plomo que enmudecía a las chicharras, la tropilla, aureolada de tábanos, avanzaba monótonamente por la picada, cabizbaja de modorra y luz.

A la una, los peones hicieron alto para tomar mate. Un momento después divisaban a su patrón que avanzaba hacia ellos por la picada. Venía solo, a caballo, con su gran casco de pita. Korner se detuvo, hizo dos o tres preguntas al peón más inmediato, y recién entonces reconoció al indiecito, doblado sobre la pava de agua.

El rostro sudoroso de Korner enrojeció un punto más, y se irguió en los estribos.

—¡Eh, vos! ¿Qué hacés aquí? —le gritó furioso.

El indiecito se incorporó sin prisa.

—Parece que no sabe saludar a la gente —contestó avanzando lento hacia su patrón.

Korner sacó el revólver e hizo fuego. El tiro tuvo tiempo de salir, pero a la loca: un revés de machete había lanzado al aire el revólver, con el índice adherido al gatillo. Un instante después Korner estaba por tierra, con el indiecito encima.

Los peones habían quedado inmóviles, ostensiblemente ganados por la audacia de su compañero.

—¡Sigan ustedes! —les gritó éste con voz ahogada, sin volver la cabeza. Los otros prosiguieron su deber, que era para ellos arrear las mulas, según lo ordenado, y la tropilla se perdió en la picada.

El mensú, entonces, siempre conteniendo a Korner contra el suelo, tiró lejos el cuchillo de éste, y de un salto se puso de pie. Tenía en la mano el rebenque de su patrón, de cuero de anta.

—Levantate —le dijo.

Korner se levantó, empapado en sangre e insultos, e intentó una embestida. Pero el látigo cayó tan violentamente sobre su cara que lo lanzó a tierra.

—Levantate —repitió el mensú.

Korner tornó a levantarse.

—Ahora caminá.

Y como Korner, enloquecido de indignación, iniciara otro ataque, el rebenque, con un seco y terrible golpe, cayó sobre su espalda.

—Caminá.

Korner caminó. Su humillación, casi apopléjica, su mano desangrándose, la fatiga, lo habían vencido, y caminaba. A ratos, sin embargo, la intensidad de su afrenta deteníalo con un huracán de amenazas. Pero el mensú no parecía oír. El látigo caía de nuevo, terrible, sobre su nuca.

—Caminá.

Iban solos por la picada, rumbo al río, en silenciosa pareja, el mensú un poco detrás. El sol quemaba la cabeza, las botas, los pies. Igual silencio que en la mañana, diluido en el mismo vago zumbido de la selva aletargada. Sólo de vez en cuando sonaba el restallido del rebenque sobre la espalda de Korner.

—Caminá.

Durante cinco horas, kilómetro tras kilómetro, Korner sorbió hasta las heces la humillación y el dolor de su situación. Herido, ahogado, con fugitivos golpes de apoplejía, en balde intentó varias veces detenerse. El mensú no decía una palabra, pero el látigo caía de nuevo, y Korner caminaba.

Al entrar el sol, y para evitar la Comisaría, la pareja abandonó la picada maestra por un pique que conducía también al Paraná. Korner, perdida con ese cambio de rumbo la última posibilidad de auxilio, se tendió en el suelo, dispuesto a no dar un paso más. Pero el rebenque, con golpes de brazo habituado al hacha, comenzó a caer.

—Caminá.

Al quinto latigazo Korner se incorporó, y en el cuarto de hora final los rebencazos cayeron cada veinte pasos con incansable fuerza sobre la espalda y la nuca de Korner, que se tambaleaba como sonámbulo.

Llegaron por fin al río, cuya costa remontaron hasta la jangada. Korner tuvo que subir a ella, tuvo que caminar como le fue posible hasta el extremo opuesto, y allí, en el límite de sus fuerzas, se desplomó de boca, la cabeza entre los brazos.

El mensú se acercó.

—Ahora —habló por fin—, esto es para que saludés a la gente… Y esto para que sopapeés a la gente…

Y el rebenque, con terrible y monótona violencia, cayó sin tregua sobre la cabeza y la nuca de Korner, arrancándole mechones sanguinolentos de pelo. Korner no se movía más. El mensú cortó entonces las amarras de la jangada, y subiendo en la canoa, ató un cabo a la popa de la almadía y paleó vigorosamente.

Por leve que fuera la tracción sobre la inmensa mole de vigas, el esfuerzo inicial bastó. La jangada viró insensiblemente, entró en la corriente, y el hombre cortó entonces el cabo.

El sol había entrado hacía rato. El ambiente, calcinado dos horas antes, tenía ahora una frescura y quietud fúnebres. Bajo el cielo aún verde, la jangada derivaba girando, entraba en la sombra transparente de la costa paraguaya, para resurgir de nuevo a la distancia, como una línea negra ya.

El mensú derivaba también oblicuamente hacia el Brasil, donde debía permanecer hasta el fin de sus días.

—Voy a perder la bandera —murmuraba mientras se ataba un hilo en la muñeca fatigada.

Y con una fría mirada a la jangada que iba al desastre inevitable, concluyó entre los dientes:

—¡Pero ése no va a sopapear más a nadie, gringo de un añá membuí!

Los cazadores de ratas

Una siesta de invierno, las víboras de cascabel, que dormían extendidas sobre la greda, se arrollaron bruscamente al oír insólito ruido. Como la vista no es su agudeza particular, las víboras mantuviéronse inmóviles, mientras prestaban oído.

—Es el ruido que hacían aquéllos… —murmuró la hembra.

—Sí, son voces de hombre; son hombres —afirmó el macho.

Y pasando una por encima de la otra se retiraron veinte metros. Desde allí miraron. Un hombre alto y rubio y una mujer rubia y gruesa se habían acercado y hablaban observando los alrededores. Luego, el hombre midió el suelo a grandes pasos, en tanto que la mujer clavaba estacas en los extremos de cada recta. Conversaron después, señalándose mutuamente distintos lugares, y por fin se alejaron.

—Van a vivir aquí —dijeron las víboras—. Tendremos que irnos.

En efecto, al día siguiente llegaron los colonos con un hijo de tres años y una carreta en que había catres, cajones, herramientas sueltas y gallinas atadas a la baranda. Instalaron la carpa, y durante semanas trabajaron todo el día. La mujer interrumpíase para cocinar, y el hijo, un osezno blanco, gordo y rubio, ensayaba de un lado a otro su infantil marcha de pato.

Tal fue el esfuerzo de la gente aquella, que al cabo de un mes tenían pozo, gallinero y rancho prontos aunque a éste faltaban aún las puertas. Después, el hombre ausentose por todo un día, volviendo al siguiente con ocho bueyes, y la chacra comenzó.

Las víboras, entretanto, no se decidían a irse de su paraje natal. Solían llegar hasta la linde del pasto carpido, y desde allí miraban la faena del matrimonio. Un atardecer en que la familia entera había ido a la chacra, las víboras, animadas por el silencio, se aventuraron a cruzar el peligroso páramo y entraron en el rancho. Recorriéronlo, con cauta curiosidad, restregando su piel áspera contra las paredes.

Pero allí había ratas; y desde entonces tomaron cariño a la casa. Llegaban todas las tardes hasta el límite del patio y esperaban atentas a que aquélla quedara sola. Raras veces tenían esa dicha. Y a más, debían precaverse de las gallinas con pollos, cuyos gritos, si las veían, delatarían su presencia.

De este modo, un crepúsculo en que la larga espera habíalas distraído, fueron descubiertas por una gallineta, que después de mantener un rato el pico extendido, huyó a toda ala abierta, gritando. Sus compañeras comprendieron el peligro sin ver, y la imitaron.

El hombre, que volvía del pozo con un balde, se detuvo al oír los gritos. Miró un momento, y dejando el balde en el suelo se encaminó al paraje sospechoso. Al sentir su aproximación, las víboras quisieron huir, pero únicamente una tuvo el tiempo necesario, y el colono halló sólo al macho. El hombre echó una rápida ojeada alrededor buscando un arma y llamó, los ojos fijos en el gran rollo oscuro:

—¡Hilda! ¡Alcánzame la azada, ligero! ¡Es una serpiente de cascabel!

La mujer corrió y entregó ansiosa la herramienta a su marido. Tiraron luego lejos, más allá del gallinero, el cuerpo muerto, y la hembra lo halló por casualidad al otro día. Cruzó y recruzó cien veces por encima de él, y se alejó al fin, yendo a instalarse como siempre en la linde del pasto, esperando pacientemente a que la casa quedara sola.

La siesta calcinaba el paisaje en silencio; la víbora había cerrado los ojos amodorrada, cuando de pronto se replegó vivamente: acababa de ser descubierta de nuevo por las gallinetas, que quedaron esta vez girando en torno suyo, gritando todas a contratiempo. La víbora mantúvose quieta, prestando oído. Sintió al rato ruido de pasos —la Muerte—. Creyó no tener tiempo de huir, y se aprestó con toda su energía vital a defenderse.

En la casa dormían todos, menos el chico. Al oír los gritos de las gallinetas, apareció en la puerta, y el sol quemante le hizo cerrar los ojos. Titubeó un instante, perezoso, y al fin se dirigió con su marcha de pato a ver a sus amigas las gallinetas. En la mitad del camino se detuvo, indeciso de nuevo, evitando el sol con el brazo. Pero las gallinetas continuaban en girante alarma, y el osezno rubio avanzó.

De pronto lanzó un grito y cayó sentado. La víbora, presta de nuevo a defender su vida, deslizose dos metros y se replegó. Vio a la madre en enaguas y los brazos desnudos asomarse inquieta; la vio correr hacia su hijo, levantarlo y gritar aterrada.

—¡Otto, Otto! ¡Lo ha picado una víbora!

Vio llegar al hombre, pálido, y lo vio llevar en sus brazos a la criatura atontada. Oyó la carrera de la mujer al pozo, sus voces. Y al rato, después de una pausa, su alarido desgarrador:

—¡Hijo mío!…

Los inmigrantes

El hombre y la mujer caminaban desde las cuatro de la mañana. El tiempo, descompuesto en asfixiante calma de tormenta, tornaba aún más pesado el vaho nitroso del estero. La lluvia cayó por fin, y durante una hora la pareja, calada hasta los huesos, avanzó obstinadamente.

El agua cesó. El hombre y la mujer se miraron entonces con angustiosa desesperanza.

—¿Tienes fuerzas para caminar un rato aún? —dijo él—. Tal vez los alcancemos…

La mujer, lívida y con profundas ojeras, sacudió la cabeza.

—Vamos —repuso prosiguiendo el camino.

Pero al rato se detuvo, cogiéndose crispada de una rama. El hombre, que iba delante, se volvió al oír el gemido.

—¡No puedo más!… —murmuró ella con la boca torcida y empapada en sudor—. ¡Ay, Dios mío!…

El hombre, tras una larga mirada a su alrededor, se convenció de que nada podía hacer. Su mujer estaba encinta. Entonces, sin saber dónde ponía los pies, alucinado de excesiva fatalidad, el hombre cortó ramas, tendiolas en el suelo y acostó a su mujer encima. Él se sentó a la cabecera, colocando sobre sus piernas la cabeza de aquélla.

Pasó un cuarto de hora en silencio. Luego la mujer se estremeció hondamente y fue menester enseguida toda la fuerza maciza del hombre para contener aquel cuerpo proyectado violentamente a todos lados por la eclampsia.

Pasado el ataque, él quedó un rato aún sobre su mujer, cuyos brazos sujetaba en tierra con las rodillas. Al fin se incorporó, alejose unos pasos vacilante, se dio un puñetazo en la frente y tornó a colocar sobre sus piernas la cabeza de la mujer, sumida ahora en profundo sopor.

Hubo otro ataque de eclampsia, del cual la mujer salió más inerte. Al rato tuvo otro, pero al concluir éste, la vida concluyó también.

El hombre lo notó cuando aún estaba a horcajadas sobre su mujer, sumando todas sus fuerzas para contener las convulsiones. Quedó aterrado, fijos los ojos en la bullente espuma de la boca, cuyas burbujas sanguinolentas se iban ahora resumiendo en la negra cavidad.

Sin saber lo que hacía, le tocó la mandíbula con el dedo.

—¡Carlota! —dijo con una voz blanca, que no tenía entonación alguna.

El sonido de sus palabras lo volvieron a sí, e incorporándose entonces miró a todas partes con ojos extraviados.

—Es demasiada fatalidad —murmuró—. Es demasiada fatalidad… —murmuró otra vez, esforzándose entretanto por precisar lo que había pasado.

Venían de Europa, sí; eso no ofrecía duda; y habían dejado allá a su primogénito, de dos años. Su mujer estaba encinta e iban a Makallé con otros compañeros… Habían quedado retrasados y solos porque ella no podía caminar bien… Y en malas condiciones, acaso… acaso su mujer hubiera podido encontrarse en peligro…

Y bruscamente se volvió, mirando enloquecido:

—¡Muerta, allí!…

Sentose de nuevo, y volviendo a colocar la cabeza muerta de su mujer sobre sus muslos, pensó cuatro horas en lo que haría.

No arribó a pensar nada; pero cuando la tarde caía cargó a su mujer en los hombros y emprendió el camino de vuelta.

Bordeaban otra vez el estero. El pajonal se extendía sin fin en la noche plateada, inmóvil y toda zumbante de mosquitos. El hombre, con la nuca doblada, caminó con igual paso, hasta que su mujer cayó bruscamente de su espalda. Él quedó un instante de pie, rígido, y se desplomó tras ella.

Cuando despertó, el sol quemaba. Comió bananas de filodendro, aunque hubiese deseado algo más nutritivo, puesto que antes de poder depositar en tierra sagrada el cadáver de su esposa, debían pasar días aún.

Cargó otra vez con el cadáver, pero sus fuerzas disminuían. Rodeándolo entonces con lianas entretejidas, hizo un fardo con el cuerpo y avanzó así con menor fatiga.

Durante tres días, descansando, siguiendo de nuevo, bajo el cielo blanco de calor, devorado de noche por los insectos, el hombre caminó y caminó, sonambulizado de hambre, envenenado de miasmas cadavéricas, toda su misión concentrada en una sola y obstinada idea: arrancar al país hostil y salvaje el cuerpo adorado de su mujer.

La mañana del cuarto día viose obligado a detenerse, y apenas de tarde pudo continuar su camino. Pero cuando el sol se hundía, un profundo escalofrío corrió por los nervios agotados del hombre, y tendiendo entonces el cuerpo muerto en tierra, se sentó a su lado.

La noche había caído ya, y el monótono zumbido de mosquitos llenaba el aire solitario. El hombre pudo haberlos sentido tejer su punzante red sobre su rostro; pero del fondo de su médula helada los escalofríos montaban sin cesar.

La luna ocre en su menguante había surgido por fin tras el estero. Las pajas altas y rígidas brillaban hasta el confín en fúnebre mar amarillento. La fiebre perniciosa subía ahora a escape.

El hombre echó una ojeada a la horrible masa blanduzca que yacía a su lado, y cruzando sus manos sobre las rodillas quedose mirando fijamente adelante, al estero venenoso, en cuya lejanía el delirio dibujaba una aldea de Silesia a la cual él y su mujer, Carlota Phoening, regresaban felices y ricos a buscar a su adorado primogénito.

Los cementerios belgas

Iban en columna por la carretera blanca, llenando el camino de una a otra cuneta. El frío, ya vivo, había echado sobre los fugitivos todos los capotes y mantas posibles. Muchos iban en carros, algunos en carritos tirados por perros; pero la gran mayoría caminaba a pie.

Marchaban, sin embargo, por la admirable alfombra de paz que había sido Bélgica. Ahora, delante, atrás, a diestra y siniestra, no quedaba nada. Nada alcanzaba a dos metros de altura: aldeas, chimeneas, árboles, todo yacía aplanado en negro derrumbe. Los fugitivos huían desde la tarde anterior, sintiendo sobre sus espaldas el tronar de la artillería, que avanzaba a la par de ellos.

Las provisiones recogidas con terrible urgencia no alcanzaban a alimentar suficientemente a la densa columna. Los pequeños recién salidos del pecho materno, y sin poder tomar una sola gota de leche, sufrían de enteritis desde el primer día.

A las diez de la noche el alucinante tronar de los cañones se aproximó más aún, y los fugitivos aceleraron la marcha.

Como la noche anterior, la negra columna iba envuelta en el llanto de chicos que no habían comido ni dormido suficientemente, y en los gemidos de criaturas de pecho que sentían dolores de vientre por la leche materna aterrorizada.

El día llegó, sin embargo, y con la lívida madrugada comenzó a llover. Los hombres se calaron la capucha de los capotes, y las madres, tras una larga mirada de desesperación a sus vecinos masculinos más próximos, alzaron sobre sus criaturas ateridas el borde chorreante de sus mantos.

La columna se detuvo, y reuniendo los últimos alimentos —los últimos; no quedaba nada ya—, las mujeres y las criaturas pudieron mitigar el hambre. Sobró algo asimismo, pues muchas mujeres, muertas de fatiga y sueño, prefirieron continuar durmiendo en los carritos. Los viejos y enfermos tuvieron así un mínimo suplemento.

El sombrío conjunto de capotes y caballos en fuga reanudó la marcha, perseguido obstinadamente por el cañoneo.

A mediodía la lluvia continuaba con igual fuerza, y los fugitivos se detuvieron.

—¿Qué pasa? —se levantaron varias voces—. ¡No tenemos qué comer! ¡Sigamos!

—¡Sigamos! —se propagó hasta el fondo de la columna.

En la columna, sobre un carrito tirado por un viejo caballo reumático, iba una mujer cuyo marido había quedado luchando en los fuertes de Amberes. Llevaba consigo a sus tres hijos, el mayor de cinco años.

Ante la nueva parada, la mujer levantó inquieta la cabeza, arrebujando a su pequeño en brazos.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¡Nada! —le respondieron de atrás—. ¡Un momento nada más!

—Es que mi hijo… —repuso la madre a media voz, doblándose sobre la criatura y oprimiéndole rápidamente las manos, la frente, el cuello—. ¡Tiene fiebre! —se dirigió con voz muy lenta y clara a su vecina inmediata—. No podemos seguir así… ¿Por qué no seguimos? —insistió mirando atentamente a uno y otro.

—¡Ya vamos! —gritó una voz ronca desde el fondo—. ¡Paciencia! ¡A todos nos llegará!

La vecina se dirigió entonces a la madre en voz baja:

—Están enterrando… Han muerto varios…

La madre clavó un rato sus ojos dilatados en la vecina.

—¿Criaturas también? —articuló.

La otra bajó dos o tres veces la cabeza.

Del frente llegaba por fin el rumor de la columna que se ponía en movimiento.

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! —suspiró la madre mirando a todos con profundo agradecimiento—. Ya no nos detendremos más, ¿verdad? Creo… —se interrumpió oprimiendo de nuevo bruscamente las manos y el cuello de su hijo— que no tiene tanta fiebre… Sí, no tiene… —Y volviéndose a la vecina—: ¿Criaturas de pecho… también?

La mujer bajó otra vez la cabeza. La madre, temblando, cobijó prolijamente a su hijo, deshaciendo, sin embargo, dos o tres veces el rebozo para pulsar al pequeño.

—Gracias a Dios… Gracias a Dios… —quedose murmurando y balanceando a la criatura junto a su cara.

La columna avanzaba siempre, la lluvia continuaba cayendo sin cesar, y al llegar la noche creció el vivo grito de las criaturas enfermas por el frío y la atroz alimentación. La leche de las madres, alterada por el terror y la fatiga, envenenaba en febril sopor de enteritis a los pequeños de pecho.

La mujer que caminaba al lado del carrito se acercó con un mendrugo de pan hecho papilla por el agua, pero no obtuvo respuesta.

—Pronto llegaremos… —dijo.

La madre levantó por fin el rostro desesperado.

—¡Se muere! ¡Tóquelo! ¡Está ardiendo! Y todo mojado… ¡Hijo mío de mi alma!

Los otros dos pequeños tiritaban hundidos contra las caderas de su madre. La columna hizo alto. La madre tuvo un sobresalto y miró a todos lados, los ojos sobreabiertos de fiebre.

—¿Van a enterrar?… ¿A quién?…

Esta vez no le respondieron. Se enterraba seguramente a muchos, pero el motivo principal de la detención era otro. No era posible salvar a las criaturas sino con leche de vaca, de yegua, de oveja, de lo que fuera. ¿Mas dónde hallarla? El país, que hasta esa tarde había ofrecido el mismo aspecto de los días anteriores, comenzaba a mejorar. Los cañones no habían llegado aún allí, y las granjas y árboles proseguían en pie; pero impulsado por el mismo huracán de desastre, el terror había barrido hasta la costa del mar a hombres, vacas, alimentos, ropas. Los hombres válidos de la columna exploraron un momento las granjas, los establos… Nada, ni un trozo de pan, ni una vaca moribunda.

La lluvia, que no daba tregua un solo segundo, provocó un instante la necesidad de guarecerse:

—¡Las criaturas se mueren de frío! ¡Están todas con bronconeumonía!

—¡Sí, pero están también envenenadas por la alimentación! ¡Necesitan leche a toda costa! ¡Sigamos!

—¡Es que se están muriendo en los brazos de las madres!

—¡Se morirán más si no encontramos leche! ¡Salvemos a los que aún viven! ¡Sigamos!

—¡Sí, sigamos!

Los desgraciados, chorreando agua, muertos de fatiga, hambre y sueño, se arrastran otra vez por la carretera, llevando consigo el estertor de las criaturas asfixiadas por la bronconeumonía.

Caminaron toda esa tarde con detenciones cuyo motivo nadie preguntaba ya, pero que el alarido de las madres explicaba de sobra. La columna disminuía así cada media hora, aclarándose, vaciándose, jalonando con criaturas de pecho las carreteras de su pobre patria.

A la madrugada siguiente, la mujer que caminaba al lado del carrito se aproximó de nuevo a éste. Los dos pequeños, pegados siempre a las caderas de su madre, tenían las mejillas encendidas y respiraban velozmente por la boca abierta. El agua goteaba por los mechones de pelo hasta sus ojos entrecerrados.

—Pronto llegaremos… —repitió la vecina, como en las veces anteriores.

La madre se estremeció y fijó en ella su mirada dura.

—¿Cómo sigue el pequeño? —se aproximó más la mujer.

—¡Mal! —repuso la madre secamente. Y abriendo el rebozo—: ¡Véalo! ¡Mírelo! ¡Y vea esto! —agregó levantando bruscamente las piernitas—. ¡Vea los pañales!

La criatura agonizaba en un mar verde.

—¡A cada momento tiene un pañal! ¿Usted no es madre, no?… ¡Ah, Dios mío! —articuló con voz ronca, asentándose el cabello con las dos manos. Pero la criatura, al sentir la lluvia en sus piernas, había gemido.

—¡Tápelo, tápelo! —se apresuró la vecina.

—Sí, taparlo… —clamó la madre—. Taparlo con esto mojado… ¡Vea esto cómo está! ¡Esto es lo que hemos ganado!… ¡Toque! Mi propio hijo… ¡Ah, hijo mío de mi alma, mi hijo querido! —se dobló en un ronco sollozo sobre el cuerpecito agonizante.

Desde ese momento no permitió que nadie se acercase.

—¿Qué quieren aquí? —alzaba la voz dura—. ¡No está muerto, no! ¡Déjenme, les digo!

Pero al caer la tarde hubo que arrancarle de los brazos a la criatura muerta, fulminada por la meningitis, como casi todas ellas.

Ante el desastre capital, los nervios de la pobre madre se quebraron por fin, y tras media hora de llanto silencioso y profundo, se arrebujó con sus dos pequeños —uno en cada rodilla— que de rato en rato sacudían el sopor de su fiebre para pegar la cara al rostro de su madre, en un brusco y ronco llanto, sin abrir los ojos.

La lluvia caía siempre perpendicular, copiosa. La procura de ropa seca para los enfermos, muy intensa hasta esa tarde, habíase desechado por completo; nadie esperaba ya nada.

A la mañana siguiente decidiose subir en los carros y caballos a las madres con criaturas, a fin de que, adelantándose en lo posible, llegaran cuanto antes hasta la leche, cuya urgencia tornábase cada vez más mortal. Así se hizo, y tras el mísero pienso que con inauditos esfuerzos pudo conseguirse para los caballos, el pelotón de madres desesperadas y pequeños en agonía avanzó, distanciándose al caer el crepúsculo algunos kilómetros.

A esa hora se levantó en el lamentable convoy de moribundos un grito de esperanza: las madres habían reconocido a un destacamento de caballería belga. Pero instantes después llegaba un oficial con orden de requisar todos los caballos disponibles.

—¡Los caballos!… ¡Pero nuestras criaturas se mueren! —clamó enloquecida la madre de las dos criaturas—. ¡Teniente! ¡Señor! ¡Se mueren, le digo, si nos dejan aquí!

El oficial, embarrado hasta las presillas, nervioso, demacrado por un mes de batallar sin tregua ni descanso, gritó a su vez:

—¡Y nosotros nos morimos todos si no podemos mover la artillería! ¡Todos: ustedes, nosotros, los que quedan! ¿Oye? ¡Pronto, los caballos!

A lo lejos, al oeste y al sur, se oía ahora el tronar sordo del ejército belga que costeaba el mar.

—¿Ya están? —preguntó el oficial con voz dura, volviéndose—. ¡Vamos, ligero!

Y espoleando a su montura marchó al galope.

Tras la mísera tropilla de caballos requisados que se llevaban y se perdían en el crepúsculo quedaron los carros caídos sobre las varas, en la carretera espejeante de agua. Más allá, muy cerca tal vez, estaba la población salvadora, en su felicidad de ropa seca y leche caliente. Pero entretanto, el fúnebre convoy, cementerio ambulante de criaturas de pecho, quedaba desamparado bajo la lluvia hostil que iba matando en flor, implacablemente, los retoños salvadores de una nueva Bélgica.

La reina italiana

I

Una sociedad exclusiva de abejas y de gallinas concluirá forzosamente mal; pero si el hombre interviene en aquélla como parte, es posible que su habilidad mercantil concilie a los societarios.

Tal aconteció con la sociedad Abejas-Kean-Gallinas. Tengo idea, muy vaga por otro lado, de que aquello fue una cooperativa. De todos modos, la figuración activa de Kean llevó la paz a aquel final de invierno, desistiendo con ella las abejas de beber el agua de las gallinas, y evitando éstas incluir demasiado el pico en la puerta de la colmena, donde yacían las abejas muertas.

Kean, que desde hacía tiempo veía esa guerra inacabable, meditó juiciosamente que no había allí sino un malentendido. En efecto, la cordialidad surgió al proveer a las abejas de un bebedero particular, y teniendo Kean la paciencia todas las mañanas, de limpiar el fondo de la colmena, y arrastrar afuera las larvas de zánganos que una prematura producción de machos había forzado a sacrificar.

En consecuencia, las gallinas no tuvieron motivo para picotear a las abejas que bebían su agua, y éstas no sintieron más picos de gallinas en la puerta de la colmena.

La sociedad, de hecho, estaba formada, y sus virtudes fueron las siguientes:

Las abejas tenían agua a su alcance, agua clara, particular de ellas; no había, pues, por qué robarla. Kean tenía derecho al exceso de miel, sin poner las manos, claro está, en los panales de otoño. Las gallinas eran dueñas de la mitad del maíz que Kean producía, así como de toda larva que cayera ostensiblemente de la piquera. Y aún más, por una especie de tolerancia de tarifa, era lícito a las gallinas comer a las abejas enfermas y a los zánganos retardados que se enfriaban al pie de la colmena.

Fue éste el pacto más bien sentido de cuantos es posible hacer entre comedores de sus mutuos productos, y en el espacio que media de septiembre a enero, sólo bienestar hubo en la colonia. Las gallinas, particularmente, que en las secas heladas de julio habían visto suspender su maternal tributo a Kean, esponjábanse ahora de esperanza echadas al sol caliente, y revolviendo la arena con las patas en vertiginoso turbión de hélice.

Las abejas, a su vez, tras el pánico de las tardías heladas que habían quemado las yemas de los árboles, lanzábanse fuera de la colmena en zumbante alborozo, enloquecidas por el perfume de una súbita florescencia. Veinte días de sol y viento norte habían fijado la savia en nuevas yemas, y mientras el campo se amorataba de flores, en el monte negro los lapachos se individualizaban en inmenso pompón de campanillas rosadas.

Pesadas de miel, las abejas caían sobre la piquera en tal profusión que Kean debió agrandar la entrada, y aun cepillar a las abejas que se adherían en racimo a las paredes de la colmena; mal hábito que, bien lo sabía Kean, indica o demasiado calor interior o exceso de abejas. Exceso, sí, y Kean se preguntaba cómo y por qué no habían enjambrado ya.

A fines de octubre Kean retiró la primera alza, con ocho espléndidos marcos. Si Kean y su familia no gustaban mucho de la miel, tenían en cambio amigos que la adoraban. Este excesivo amor a sus panales diole una luz brillante, aunque económica, que consistió en sustituir los ocho grandes marcos por veinticuatro secciones, permitiéndole así esta subdivisión halagar dulcemente al círculo de sus amigos.

De esta manera, la obtención de miel, que para Kean era una empresa casi secundaria, tornose de repente grave problema, y esto concilió para su fatalidad con los primeros síntomas de enjambrazón de que dieron señal las abejas.

Kean tenía dos chicos, hasta ese momento de salud perfecta. El mayor cayó de pronto con gastroenteritis y sus inacabables consecuencias. Pasado el periodo agudo, hallose que la criatura digería maravillosamente la miel. Visto lo cual, Kean refrenó sus prodigalidades de panales y se dispuso a hacer provisiones para el invierno.

Ahora bien, la primera condición para una espléndida cosecha de miel es tener abejas italianas, y las de Kean eran negras, modestas negras originarias —por aclimatación durante siglos— de la selva de Misiones, donde Kean las había cazado.

Como no podía pensar en una súbita renovación de sus colmenas —Kean no era rico—, pidió a Buenos Aires una reina italiana… y aun con riesgo de dejar huérfana a su colmena más opulenta, mató a la reina indígena, introduciendo en su lugar a la rubia princesa de Italia encerrada en su cajita, cuyo cartón azucarado las abejas comenzaron enseguida a roer.

Nada más difícil que hacer aceptar a una colmena una reina extranjera, por poco que desconfíen de la estirpe. De aquí la maniobra que antecede, a objeto de que las huérfanas puedan acostumbrarse al zep-zep de la real intrusa.

Las abejas de Kean aceptaron con inmenso júbilo a la reina extraña, y poco después aquél tuvo el placer de ver brillar al sol el alborozado vuelo de sus princesas italianas.

¿Italianas? Aquellas bandas del abdomen no eran doradas… Y Kean cayó entonces en la cuenta de que, habiéndose olvidado de pedir una reina «fecundada», un vulgar zángano negro era el padre de sus nuevas abejas, de donde éstas resultaban sencillamente híbridas.

No era sólo el olvido suyo lo lamentable. Las híbridas son maravillosamente fecundas y buenas recolectoras de miel; pero a la vez son dadas al pillaje y terriblemente irascibles. Aun así, Kean las miró con ternura, pensando en la abundante cosecha de miel que obtendría.

II

Fue a fines de diciembre cuando el primer enjambre zumbó en la quinta suficientemente para que Kean, que volvía del bananal, oyera el ruido desde lejos.

Cuando se ve salir un enjambre de gran volumen, la impresión más fuerte es la de que no se sabe cómo puede haber tantas abejas dentro de la colmena; y luego, de que no van a concluir de salir nunca. El enjambre era prodigioso, y apenas bastaban los quince centímetros de entrada para el violento escape. Kean corrió a llenar la bomba irrigadora, y presto la fina lluvia abatió a las abejas en una rama de mandarino.

Dado el volumen del enjambre, Kean esperaba que su colmena no se subdividiera más. Pero doce días después el zumbido de llamada tornaba a inundar la quinta, y el nuevo enjambre subió girando sobre sí mismo, y se alejó hacia el monte. Kean, que corría tras él, pudo seguirlo un rato por entre el monte, pero al fin se detuvo rendido, mientras allá arriba, sobre la cima de los árboles, el enjambre se alejaba en girante traslación.

Cuando las abejas proceden así, sin aterrizar antes en racimo, es para marchar con destino marcado a ocupar tal hueco de árbol que las abejas han explorado ya. Este proceder, sin embargo, no agradaba a Kean, quien recordó a sus asociadas las mutuas obligaciones contraídas de una y otra parte. Pero las abejas le hicieron comprender que si la miel que producían era su debido tributo al hombre Kean, en el pacto no se había hecho jamás mención del derecho a enjambrar.

La objeción era leal, y Kean no se quejó; pero esperó otro motivo de disgusto para enterar a su vez a las abejas de los derechos que él mismo creía tener a la salud de su hijo, comprometida si la producción de miel cesaba. Y cesaría, puesto que los enjambres huían.

El momento llegó en una cálida mañana de febrero. La anormal agitación de las abejas, su vivo zumbido y el vaivén de inquietud característicos, indicaron a Kean que las abejas se aprestaban a enjambrar. Visto lo cual, Kean fabricó lo que se llama guarda entrada, cuyo objeto es impedir que la reina salga de la colmena, y que consiste en una chapa metálica perforada con calibre tal que los agujeros, deteniendo a la reina, dan paso suficiente a las abejas. La tarea, al parecer sencilla, llevó toda esa tarde a Kean; pero al anochecer la lámina quedaba ajustada a la entrada de la colmena.

La esplendidez de la nueva mañana auguraba novedades en el colmenar, y en efecto, a las diez menos cuarto Kean, que leía a la expectativa junto a su mandarino, vio salir el enjambre que zumbando en frenética espiral comenzó a alejarse. Bien que seguro del diámetro de sus perforaciones, Kean empezaba a dudar un poco de su mecánica, cuando las abejas del enjambre se dieron cuenta —¿cómo?— de que la reina no estaba con ellas. Las espiras se dilataron en loco zumbido de consternación, y el enjambre entero se precipitó de nuevo en la colmena, que era precisamente lo que había provocado Kean, no permitiendo salir a la reina.

Llevado, sin embargo, por un último escrúpulo, Kean abrió esa tarde la colmena para cerciorarse una vez más de que su población no era excesiva. No lo era, no, y si en los marcos había quince celdas de reina, y sus asociadas se disponían a un enjambre secundario, era debido a esa delirante fiebre de colonización que lanza a veces a las abejas fuera de la colmena madre en cuatro, seis y hasta doce enjambres sucesivos, tan bien que el último está formado únicamente por reinas vírgenes, regia aventura de princesas sin trono que al caer la tarde volverán consternadas al palacio materno, a cuya entrada serán acribilladas por sus mismas nodrizas.

Kean sufrió la tentación de extirpar las celdas de aquellas infantas inútiles, ya destronadas antes de nacer. Pero como gracias al guarda entrada —que impidiendo nuevos enjambres, evitaría por lo tanto nueva eclosión de reinas—, la reina madre debía sacrificar a sus posibles rivales, Kean se abstuvo. Además, en la sien derecha y en el cuello tenía dos manchas lívidas. Y pensó que si por abrir la colmena había merecido dos picaduras, algo peor pasaría al poner en las sacras celdas sus manos regicidas. El resto del día nada anormal se notó. Kean podó sus cocoteros, cepilló algún eucalipto y respiró por fin la frescura de su noche subtropical.

A la mañana siguiente, y lo mismo que veinticuatro horas atrás, las abejas fueron proyectadas de la colmena en violento chorro. Su tenaz espíritu de expansión las lanzaba a enjambrar de nuevo, y el vertiginoso globo volteó otra vez, inútilmente, sin poder alejarse por faltarle la reina.

Kean pretendió levantar la tapa de la colmena para echar una ojeada, y una nube de abejas se lanzó contra él. Alejose unos pasos, y desde allí tornó a recordar a sus asociadas que no tenían el derecho de desertar de ese modo. Las abejas zumbaron que la miel pertenecía una y mil veces a Kean; pero que ahí concluían sus derechos.

Y fue así como se apagó y entró en la noche la última fase de una sociedad extraña que pudo haber sido un encanto.

III

A las doce en punto, poco después de almorzar, sobrevino la catástrofe. Las abejas, exasperadas por aquella chapa agujereada que impedía salir a la reina, la habían matado. Kean la había visto muerta en la piquera, traspasada a aguijonazos. Aunque hubiera deseado quedarse, Kean tuvo que salir un momento a pie, y ató su caballo a un poste del tejido de alambre, sin tiempo para observar lo que pasaba en las colmenas.

Hasta ese instante no se había notado el menor indicio de ataque. Por esto cuando la mujer de Kean vio entre las palmeras, al lado del corredor, algunas abejas que zumbaban con aguda cólera, no se preocupó mayormente, contentándose con llamar a su hijo mayor, que dialogaba con las semillas de los eucaliptos, y con entrar bajo el corredor el cochecito en que dormía su pequeña.

De repente el chico lanzó un grito:

—¡Ay, mamá!

La mujer de Kean corrió, y antes de darse cuenta de lo que pasaba, oyó otro alarido de su hijo, a tiempo que se sentía terriblemente picada. El aire estaba ensombrecido de abejas furiosas. Con las manos en la cara, acribillada de saetazos, corrió hacia su hijo, que llegaba ya hasta ella gritando de terror. La mujer de Kean lo hundió desesperada entre sus faldas, y sintió entonces un brusco vagido.

—¡Ay, la nena! ¡Dios mío! ¡Corre al comedor, mi hijo!

Y empujando violentamente al chico, se lanzó a la cuna.

La cara de la pequeña desaparecía bajo la nube de abejas. La madre, gritando de horror, limpió del rostro aquella horrible cosa pegada, y arrancando a la criatura del cochecito entró a su vez en el comedor. Pero las abejas, enloquecidas de furia, entraban tras ella, y tuvo que encerrarse en su cuarto, y clamando a gritos con su hijo. Entonces oyó, distante aún, la voz alterada de su marido:

—¡Julia, óyeme bien! ¡No salgas! ¿Los chicos están contigo?

—¡Sí, en mi cuarto! ¡Pero ven enseguida! ¡Julita se muere, Kean!

Kean, acribillado a su vez de picaduras, alcanzó a ver, mientras corría el tejido de alambre deshecho, a su caballo por tierra. Vio el patio oscurecido de abejas, y cuatro negros chorros que continuaban saliendo de las colmenas.

Vio asimismo que su hijo varón, aunque con cara y manos fuertemente picadas, no ofrecía peligro alguno. Su hija…

—¡Mira, mira! —le gritó su mujer consternada—. ¡Se nos va a morir, Kean!

No había allí sino un cuerpecillo de bebé con una monstruosa bola de carne por cara, en que boca, nariz y ojos desaparecían en una vejiga lívida. Kean abrió la puerta del comedor, y una nube de abejas se lanzó a su encuentro, acribillándolo de nuevo a aguijonazos.

—¡En la cuna, bajo el mosquitero! ¡Los dos! ¡Ponte el velo! —gritó Kean, cogiendo el suyo y saliendo de nuevo.

En cinco minutos Kean dispuso grandes vendajes de agua caliente, y envolvió a la criatura de pies a cabeza. Renovó las compresas a los diez minutos, y durante cuatro horas los vendajes continuaron sin interrupción, hasta que al cabo de ellas Kean y su mujer pudieron respirar. El pulso se levantaba y la fiebre e hinchazón cedían por fin.

Julia, quebrantada, se echó entonces a llorar quedamente.

—¡Figúrate que pensaba dejarla en pañales por el calor! —sonreía a su marido con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Cuando pienso…!

—Sí, para estos casos son útiles las mantillas —repuso él bromeando, a fin de levantar el ánimo.

Y al mirarse por primera vez en la cara, se echaron a reír sin querer. Kean no veía con el ojo izquierdo, y su mujer lo hacía medianamente con los dos.

—Ahora, nosotros. Ponte compresas y ponle también algunas a Eduardo, aunque el hombrecito es fuerte. Yo voy a seguir con Julita.

Muy tarde ya, cuando el sol caía, Kean pudo salir un momento a ver a su caballo. Estaba muerto desde hacía varias horas atrás, monstruosamente hinchado. Echó una ojeada a las colmenas, una fría mirada de transeúnte. Una tras otra, las híbridas enloquecidas volvían a recogerse con la caída de la noche, mutiladas, hartas de pillaje y locura asesina. En un poste del tejido de alambre vio aún veinte o treinta abejas aguijoneando la madera inerte.

Kean se estremeció entonces libremente. Lo que no había querido decir a su mujer es que posiblemente los ojos de la criatura estaban tocados.

—Si Dios no hace un milagro… —murmuró.

La sombra crecía, y en la súbita frescura Kean, sacándose el sombrero con el velo, arrojó en un brusco suspiro crepuscular la fúnebre opresión de toda esa tarde que se llevaba, en girante pesadilla de abejas, la vida de su caballo y la belleza de su hija.

La voluntad

Yo conocí una vez a un hombre que valía más que su obra. Emerson anota que esto es bastante común en los individuos de carácter. Lo que hizo mi hombre, aquello que él consideraba su obra definitiva, no valía cinco centavos; pero el resto, el material y los medios para obtener eso fácilmente no lo volverá a hacer nadie.

Los protagonistas son un hombre y su mujer. Pero intervienen un caballo, en primer término; un maestro de escuela rural; un palacio encantado en el bosque, y mi propia persona, como lazo de unión.

Hela aquí, la historia.

Hace seis años —a mediados de 1913— llegó hasta casa, en el monte de Misiones, un sujeto joven y rubio, alto y extremadamente flaco. Tipo eslavo, sin confusión posible. Hacía posiblemente mucho tiempo que no se afeitaba; pero como no tenía casi pelo en la cara, toda su barba consistía en una estrecha y corta pelusa en el mentón —una barbicha, en fin—. Iba vestido de trabajo; botas y pantalón rojizo, de género de maletas, con un vasto desgarrón cosido a largas puntadas por mano de hombre. Su camisa blanca tenía rasgaduras semejantes, pero sin coser.

Ahora bien: nunca he visto un avance más firme —altanero casi— que el de aquel sujeto por entre los naranjos de casa. Venía a comprarme un papel sellado de diez pesos que yo había adquirido para una solicitud de tierra, y que no llegué a usar.

Esperó, bien plantado y mirándome, sin el menor rastro de afabilidad. Apenas le entregué su papel, saludó brevemente y salió, con igual aire altivo. Por atrás le colgaba una tira de camisa desde el hombro. Abrió el portoncito y se fue a pie, como había venido, en un país donde solamente un tipo en la miseria no tiene un caballo para hacer visitas de tres leguas. ¿Quién era? Algún tiempo después lo supe, de un modo bastante indirecto. El almacenero del que nos surtíamos en casa me mandó una mañana ofrecer un anteojo prismático de guerra —algo extraordinario—. No me interesaba. Días después me llegó por igual conducto la oferta de un Parabellum con 600 balas, por 60 pesos, que adquirí. Y algo más tarde, siempre por intermedio del mismo almacén, me ofrecían varias condecoraciones extranjeras, rusas, según la muestra que el muchacho de casa traía en la maleta. Me informé bien, entonces, y supe lo que quería. El poseedor de las condecoraciones y el hombre del papel sellado eran el mismo sujeto. Y ambos se resumían en la persona de Nicolás Dmitrovich Bibikoff, capitán ruso de artillería, que vivía en San Ignacio desde dos años atrás, y en el estado de última pobreza que aquello daba a suponer.

Me expliqué bien, así, el aire altanero de mi hombre, con su tira colgante de camisa: se defendía contra la idea de que pudieran creer que iba a solicitar ayuda, a pedir limosna. ¡Él! Y aunque yo no soy capitán de ejército alguno ni poseo condecoraciones otorgadas por una augusta mano, aprecio muy bien el grado de miseria, la necesidad de comer algo del tipo de la barbicha, cuando enviaba a subastar sus colgajos aristocráticos a un boliche de mensús.

Supe algo más. Vivía en el fondo de la colonia, contra las barrancas pedregosas del Yabebirí. Había comprado veinticinco hectáreas, y no definitivamente, a juzgar por el sellado de diez pesos para reposición. Todo allí: chacra, Yabebirí y cantiles de piedra, queda bajo bosque absoluto. El monte cerrado da buenas cosechas, pero torna la vida un poco dura a fuerza de barigüís, tábanos, mosquitos, uras y demás. Es muy posible dormir la siesta alguna vez bajo el monte, y despertarse con el cuerpo blanco de garrapatas. Muy pequeñas y anémicas, si se quiere; pero garrapatas al fin. Como medios de comunicación a San Ignacio, sólo hay dos formales: el vado del Horqueta y el puente sobre el mismo arroyo. Cuando llueve en forma, el puente no da paso en tres días, y el vado, en toda la estación. De modo que para los pobladores del fondo —aun los nativos— la vida se complica duramente en las grandes lluvias de invierno, por poco que falte en la casa una caja de fósforos.

Allí, pues, se había establecido Bibikoff en compañía de su esposa. Plantaban tabaco, a lo que parece, sin más ayuda que la de sus cuatro brazos. Y tampoco esto, porque él, siendo enfermo, tenía que dejar por días enteros toda la tarea a su mujer. Dinero, no lo habían tenido nunca. Y en el momento actual, el desprendimiento de algo tan entrañable para un oficial europeo como sus condecoraciones de guerra, probaba la total miseria de la pareja.

Casi todos estos datos los obtuve de mi verdulero, llamado Machinchux. Era éste un viejo maestro ruso, de la Besarabia, que había conseguido a su vejez hacerse desterrar por sus ideas liberales. Tenía los ojos más tiernos que haya visto en mi vida. Conversando con él, parecíame siempre estar delante de una criatura: tal era la pureza lúcida de su mirada. Vivía con gran dificultad, vendiendo verduras que obtenía no sé cómo, defendiéndolas para sus cuatro o cinco clientes de las hormigas, el sol y la seca. Iba dos veces por semana a casa. Conocía a Bibikoff, aunque no lo estimaba mayormente: el capitán de artillería era francamente reaccionario, y él, Machinchux, estaba desterrado por ser liberal.

—Bibikoff no tiene sino orgullo —me decía—. Su mujer vale más que él.

Era lo que yo deseaba comprobar, y fui a verlos.

Una hectárea rozada en el monte, enclavada entre cuatro muros negros, con su fúnebre alfombra de árboles quemados a medio tumbar; constantemente amenazada por el rebrote del monte y la maleza, ardida a mediodía de sol y de silencio, no es una visión agradable para quien no tiene el pulso fortificado por la lucha. En el centro del páramo, surgía apenas de la monstruosa maleza el rancho de los esposos Bibikoff. Vi primero a la mujer, que salía en ese momento. Era una muchacha descalza, vestida de hombre, y de tipo marcadamente eslavo. Tenía los ojos azules con párpados demasiado globosos. No era bella, pero sí muy joven.

Al verme, tuvo una brusca ojeada para su pantalón, pero se contuvo al ver mi propia ropa de trabajo, y me tendió la mano sonriendo. Entramos. El interior del mísero rancho estaba muy oscuro, como todos los ranchos del mundo. En un catre estaba tendido el dueño de la casa —vestido con la misma ropa que yo le conocía—, jadeando con las manos detrás de la cabeza. Sufría del corazón y a veces pasaba semanas enteras sin poder levantarse. Su mujer debía entonces hacerlo todo, incluso proseguir la plantación del tabaco.

Ahora bien, si hay una cosa pesada que exija cintura de hierro y excepcional resistencia al sol, es el cultivo del tabaco. La mujer debía levantarse cuando aún estaba oscuro; debía regar los almácigos, trasplantar las matas, regar de nuevo; debía carpir a azada la mandioca, y concluir la tarde hacheando en el monte, para regresar por fin al crepúsculo con tres o cuatro troncos al hombro, tan pesados que imprimen al paso un balanceo elástico, rebote de un profundo esfuerzo que no se ve.

De noche, las caderas de una mujer de veinte años sometida a esta tarea duelen un poco, y el dolor mantiene abiertos los ojos en la cama. Se sueña entonces. Pero en los últimos tiempos, habiéndose agravado el estado de su marido, la mujer, de noche, en vez de acostarse, tejía cestas de tacuapí, que un vecino iba a vender a los boliches de San Ignacio, o a cambiar por medio kilo de grasa quemada e infecta. Pero ¿qué hacer?

En la media hora que estuve con ellos, Bibikoff se mantuvo en una reserva casi hostil. He sabido después que era muy celoso. Mal hecho, porque su mujercita, con aquel pantalón y aquellas manos ennegrecidas de barigüís y más callosas que las mías, no despertaba otra cosa que gran admiración.

Así, hasta agosto de 1914. Jamás hubiera imaginado yo que un cardiaco con la asistolia de mi hombre pudiera haber tenido veleidades guerreras, cuando mucho más fácil y corto le habría sido quedarse a morir allí. No pasó esto, sin embargo, y con la sorpresa consiguiente, supe a fines de agosto que el capitán de artillería se había embarcado para Buenos Aires, rumbo a su patria. ¿Y el dinero? ¿Y su mujer? Ambas cosas las supe por Machinchux, que desde el comienzo de la guerra venía cada dos días a casa a comentar mapas y estrategias conmigo. El caso es que Bibikoff necesitaba dinero para irse, y no lo tenía. Entonces Machinchux había vendido su caballo —¡lo único que tenía!— y le había dado su importe a Bibikoff, a quien no estimaba, pero al que ayudaba a cumplir con lo que el otro creía su deber.

—¿Y usted, Machinchux? —le dije—. ¿Cómo va a hacer para traer la verdura?

Por toda respuesta el viejo maestro democrático se sonrió, mirándome por largo rato. Yo me sonreí a mi vez, pero tenía un buen nudo en la garganta.

Desde la ausencia de su marido la mujer estaba en casa de Allain, pues por veinte motivos a que no era ajena la juventud de la señora, no podía ésta quedar sola en el monte.

Allain es un gentilhombre de campo, de una vasta cultura literaria, que se ha empeñado desde su juventud en empresas de agricultura. Tuvo en su mocedad correspondencia filosófica con Maurice Barrès. Ahora dirige en San Ignacio una vasta empresa de yerba mate, cuyo cultivo ha iniciado en el país. Tiene como pocos el sentido del savoir-faire y posee una bella casa, con gran hall iluminado, y sillones entre macetas exuberantes. Esto, a quince metros del bosque virgen.

Las peculiaridades de la vida de allá me llevaban a veces a verdaderos dîners en ville a casa de Allain. Fue una de esas noches cuando saludé en el hall resplandeciente a una joven y muy elegante dama reclinada en una chaise-longue.

—Madame Bibikoff —me dijo la señora de Allain.

¡Cierto! Era ella. Pero de los pies descalzos de la dama, del pantalón y demás, no quedaba nada, a excepción de los párpados demasiado globosos. Era un verdadero golpe de vara mágica. Eché una ojeada a sus manos: qué esfuerzos —como a machete— debió hacer la dama en un mes para estirar, suavizar y blanquear aquella piel, lo ignoro. Pero la mano pendía inmaculada en un abandono admirable.

¡Pobre Bibikoff! No era de su mujer deschalando maíz de quien debiera haber estado celoso, sino de aquella damita que quedaba tras él, y que miraba todo con una beata sonrisa primitiva de inefable descanso.

En total, la señora esperaba ir enseguida a reunirse con su marido, cosa que pudo realizar poco después. Mas no por eso dejó durante su estada en lo de Allain, de preocuparse vivamente y atender su plantación de tabaco.

Ésta es la historia. Algunos meses más tarde, supe por Allain que madame Bibikoff le había confiado un manuscrito —el diario de su marido—, en que éste contaba su vida y el porqué de su destierro al fondo del Horqueta. La consigna era ésta: no leer el diario, hasta pasado un año sin noticias de los Bibikoff.

Pasó ese año, y leí el manuscrito. La causa, el único motivo de la aventura, había sido probar a los oficiales de San Petersburgo que un hombre es libre de su alma y de su vida, donde él quiere, y dondequiera que esté. De todos modos, lo había demostrado. El diario ese, escrito con gran énfasis filosófico-literario, no servía para nada, aunque se veía bien claro que el autor había puesto su alma en él. Para probar su tesis había hecho en Misiones lo que hizo. Y éste fue su error, empleando un noble material para la finalidad de una pobre retórica. Pero el material mismo, los puños de la pareja, su feroz voluntad para no hundirse del todo, esto vale mucho más que ellos mismos —incluyendo la damita y su chaise-longue.

Cuadrivio laico

Navidad

Los Reyes Magos, después de consultar a Herodes, partieron de Jerusalén. La estrella divina que antes les había guiado y que habían perdido reapareció hacia el sur, descendiendo al fin sobre el techo de una humilde posada, donde acababa de nacer Jesús.

Los viejos monarcas lo adoraron parte de la noche, retirándose temprano, pues al alba debían partir para Jerusalén a avisar a Herodes; pero en un nuevo sueño unánime fueron advertidos de que no lo hicieran así.

Cambiaron en consecuencia de dirección y nunca se volvió a saber de ellos.

Cuando después de muchos días de espera Herodes se vio engañado por los viejos árabes, entró en gran furor y ordenó que se degollara a todos los niños menores de dos años de Bethlehem y sus alrededores.

Militaba por entonces en la segunda decuria de la guardia de Herodes un soldado romano, llamado Quinto Arsaces Tritíceo, parto de origen y hombre de carácter decidido y franco. Durante su estación en la triste Judea había depositado su amor en una joven betlehemita de nítida belleza, tan sencilla de corazón que jamás había soñado más horizonte para su hermosura que el homenaje del sincero soldado.

Salomé —llamábase así— vivía en Bethlehem con sus padres, y dos veces por semana llevaba a la capital los frutos varios de su huerta. A su regreso, en las claras noches de luna, Arsaces solía acompañarla, con su espada corta y su jabalina.

En una de esas noches, al despedirse, Arsaces le dijo estas palabras:

—Dime: ¿no has oído hablar en Bethlehem de tres viejos árabes que estuvieron sólo una noche allí?

—No, ¿por qué?

—Por esto: Galba, nuestro decurión, nos ha dicho ayer que El Idumeo esperó ansiosamente a tres árabes o caldeos que fueron a Bethlehem, hace ya bastante tiempo. No sé en verdad qué clase de inquietud es la suya; pero Galba teme algún nuevo despropósito de Herodes.

Como la joven nada sabía, no hablaron más de ello.

Dos días después, Salomé llegó muy temprano a Jerusalén. Apenas vio a Arsaces le echó los brazos al cuello, llorando de alegría.

—¡El Mesías, nuestro Salvador, ha nacido!

Y le contó, en abundantes lágrimas de fe dichosa, el nacimiento de Jesús, el ángel que sobrevino a los pastores, la adoración de los reyes, todo, todo. ¡Y ella, que lo había sabido el día anterior apenas!

—¿De veras crees que ese chico es el Mesías? —le preguntó Arsaces.

—Sí, creo —respondió la joven, fijando en él sus ojos dilatados de sereno y profundo entusiasmo.

Pero como por dicha es posible conciliar el amor y la fe en una misma ternura, la despedida de los jóvenes fue ese día más dulce aún.

A la mañana siguiente, Salomé, que volvía de la cisterna, lanzó un grito y dejó caer el cántaro al ver de improviso a Arsaces.

—¡Pronto! —le dijo éste apresurado—. Mi decuria llega ya a Bethlehem y no puedo demorar. Galba me ha permitido te diga dos palabras, y le debo exactitud. Tenemos orden de matar a todas las criaturas menores de dos años si no hallamos a tu Mesías. ¿Sabes dónde está?

Al oír esto, la joven hebrea, desgarró su velo, presa de la más grande desesperación. Se arrodilló ante el soldado, cogiéndole las manos. ¡Matar a su Señor! ¡Entregarle! ¿Pero era posible oír eso?

—¡Pronto! —insistió Arsaces, malhumorado por el cansancio—. Dime dónde vive o matamos a todos.

Salomé esparció sus cabellos y se dejó caer de bruces sobre la tierra. Entonces Arsaces se fue. Mientras se alejaba, la betlehemita vio pasar ante sus ojos todas las tiernas criaturas muertas injustamente, y sintió en su corazón el clamor fraternal de su pobre naturaleza humana.

Se levantó, corriendo tras Arsaces.

—¡No puedo, no puedo! —gimió—. ¡Que el Señor haga de mí lo que quiera! Jesús vive en la huerta de Samuel y es hijo de María de Nazareth…

No dijo más, porque se desmayó. Arsaces llevó la denuncia a Galba y la decuria se dirigió a casa de Samuel para apoderarse de Jesús. Pero como en la noche anterior, José —advertido por un ángel— había partido a Egipto con su familia, la guardia cumplió la orden de Herodes, degollando a todas las criaturas menores de dos años de Bethlehem y sus alrededores, como estaba escrito.

El tiempo pasó. La Palestina fue reducida a provincia romana. Hondas perturbaciones agitaron al pueblo de Israel, y Jesús padeció, fue crucificado, muerto y sepultado bajo el poder de Poncio Pilatos.

Pero nunca se olvidó el monstruoso crimen de Salomé. El mismo sacrilegio de Judas fue ligero comparado con el de aquélla. San Pedro, varón humilde, aunque de profunda filosofía, lo dijo así: «Judas no creyó nunca en su Maestro, y por esto, al venderlo, no cometió sino crimen de los hombres. Mas Salomé entregó a su propio Dios que adoraba, esto es, haciendo acto del mayor sacrilegio que puede concebir mente humana».

En los fortuitos encuentros de los apóstoles jamás se nombró a la betlehemita, para desterrar hasta de los labios su evocación impura. El nuevo mundo se asentó sobre el horror de su nombre, y la dicha de las primeras Navidades fue turbada por la memoria de aquel inaudito sacrilegio. Para mayor afrenta, el recuerdo de otra Salomé se agregó…

Pasaron más años; y como en esta vida todo es transitorio, San Pedro murió. Apenas en el dintel del cielo, vio a su Maestro que salía a recibirle con una sonrisa de amistad divina. Después vio al Señor, vio a la Virgen María, a Abraham y a José, y vio también entre los elegidos, con un gran sobresalto de su corazón, a Salomé de Bethlehem, transparente de cándida serenidad.

—¡Señor! —murmuró San Pedro, conturbado hasta el fondo de su alma—. ¿Cómo es posible que Salomé esté aquí?

El Señor sonrió, colocando sobre el hombro del apóstol su mano de luz:

—Hay muchos modos de ser bueno, Pedro. Salomé creía en mi Hijo, y esto te dice que era digna de mi reino, porque la pureza, el amor y la fe ocupaban su corazón. Supón ahora qué cantidad de ternura y compasión habría en su alma, cuando prefirió sacrificar a su Dios, antes que ser culpable de la muerte de infinidad de criaturas en el limbo de la inocencia, y que no tenían culpa alguna…

Pedro, corazón simple, y que ya en el mundo había desacertado tres veces, lloró en nuevas lágrimas su dureza de corazón y bajó más la cabeza. Pero un suave calor iluminó sus ojos cerrados, y, abriéndolos, vio que el Señor y su Hijo le miraban a él mismo con infinita compasión.

Reyes

En las noches claras de invierno, los elefantes gustan de caminar sin objeto. Van, columpiando apaciblemente la cola, estirando con vaga curiosidad la trompa aquí y allá. Atraviesan la llanura, cortan el juncal cuyos bambúes doblan y aplastan pesadamente con sus patas de piano, entran en la selva, como en una trampa, en fila, la trompa erguida sobre la grupa del anterior. A veces, uno se detiene, aspira ruidosamente y berrea; luego, para reincorporarse, apura el paso.

Todos esos elefantes son conocidos. Uno formó parte de la Compañía Brindis, de Lahore. Era el payaso, sentado siempre en las patas traseras, con una enorme servilleta al cuello. Lo pintaban de amarillo, enarbolaba en la cola la bandera patria, se emborrachaba, lloraba, se clavaba agujas en el vientre. En la alta noche, en paz ya, lamía horas enteras el anca de los caballos. Un martes de carnaval incendió el circo y huyó.

Otro lleva ensartada en un colmillo la calavera de un cazador inglés a quien acechó y mató en una emboscada. La punta del colmillo sale por la órbita rota. Cuando ese elefante huye, la cabeza al aire, los dientes flojos del tuerto suenan como un cascabel.

Otro es el elefante castrado de un rajá, flor de su séquito y favorito del hijo menor, en razón de su hermosura. La frágil vida del príncipe sosteníase en la muelle mesura de su paso. El adolescente sufría sin saber por qué, los crepúsculos vehementes lo ahogaban, buscaba la soledad para morir, descargando en lánguidos llantos el exceso de su imperial agonía. Una noche de luna, diáfana y melancólica, el elefante bajó a su príncipe a la orilla del lago y le aplastó el pecho. Después lo arrojó al agua. La cabeza del infante flotó sobre el regio manto tendido a nivel, derivó con la brisa como un loto, llevando a lo lejos, sobre esa hoja de oro, la flor de su temprana belleza.

Otro tiene cien años, más todavía. Nació en la costa de Malabar, de padres domésticos. Ha trabajado toda su vida sin una revuelta, dócil en su heredada mansedumbre. Un día de primavera se alejó hacia la selva. Ha aprendido de las hijas de sus dueños a amar las flores. A veces, cuando el monzón trae de la costa recuerdos de centenarios halagos, reavívase su dulce condición, y recostado a un árbol, con una flor en la trompa, respira ese perfume largas horas con los ojos cerrados.

Otro es ciego y camina constantemente recostado a alguno de sus compañeros, durmiendo así en marcha. Un regimiento inglés lo adquirió muy pequeño para el servicio de la guarnición. Lo querían locamente. Una noche de champaña —aniversario del 57— fueron a buscarlo cantando a las tres de la mañana, y le abrasaron los ojos con pólvora. Estuvo tres días inmóvil, vertiendo la supuración de sus ojos enfermos. Se internó luego, y marcha de ese modo sostenido, sobrellevando su ceguera como un castigo del cielo, sin una queja.

A la cabeza de la tropa va uno flaco y vacilante, que arrastra un poco las patas traseras. Sufre crueles neuralgias que remedia en lo posible restregando suavemente en los troncos su dolorida cabeza. Es un gran comedor de cáñamo, y de aquí provienen sus males. Durante sus horas de embriaguez la manada se aparta y le deja solo con sus delirios de brutal grandeza, bramando a las ramas más altas de los árboles, arrollándolo todo, sentándose en los claros con lágrimas de orgullo, los pulmones hinchados para abultar más. Otras veces sus accesos melancólicos lo integran con la manada, va de uno a otro quejándose, para concluir en compañía del ciego, a cuya trompa une la suya fraternal, marchando así dulcemente.

Nuestros seis conocidos prosiguen su derrota nocturna. Enfílanse al entrar en las sendas sin una disensión, con el humor huraño que ha dejado en todos ellos su antigua domesticidad. No berrean casi nunca, jamás se separan. En esa vida en común, sin embargo, no hay simpatías particulares: cada cual se aísla en su silencioso egoísmo, cansado para siempre de todo afecto. Van en grupo solamente, evitando la incorporación de nuevos compañeros demasiado ruidosos.

Atraviesan ahora un juncal altísimo en que desaparecen. De vez en cuando el extremo de una trompa se yergue sobre las cañas como una cabeza de serpiente, husmea un momento y se hunde. Más allá emerge otra, luego otra. El juncal concluye, por fin; salen uno a uno como ratones de esa cueva.

Pero entretanto la luna desmesurada y roja ha salido. Surge en el fondo de la carretera abierta en pleno bosque; el negro follaje, a ambas veras, se cristaliza en un frío reguero de plata, hasta el confín. En la eglógica placidez de esa medianoche, fría y tranquila, el cielo, ahora iluminado, diluye grandes efluvios de esperanza que el mundo, allá lejos, absorbe con dulzura en la velada de esa noche de Reyes. Más tarde, porque aún no es hora, saldrá la estrella de los pastores. Pero no importa: los elefantes, que iban a internarse de nuevo, se han detenido. Oscilan un momento sobre las patas, titubeando; alzan la trompa al cielo fresco, respiran profundamente esa inmensa paz, y marchan al paso al Oriente, hacia la luna enorme que les sirve de guía.

La Pasión

Como es bien sabido, en el cielo se rememora la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo mucho más que en la tierra. La luz angélica es reemplazada cada aniversario por los propios destellos del Espíritu Santo. Pero como la fluorescencia divina es silenciosa, entreábrense en esta ocasión las cortinas inferiores, y llega así hasta el cielo la armonía de los mundos que antes creó el Señor: es la única música.

Bien se comprende que Dios —Causa, Efecto, Presencia y Alegría de todo y de sí mismo— se halla muy por encima de todo festejo. En cambio, a Jesucristo, que tuvo demasiado tiempo forma y quebrantos de hombre, no le es dada la absoluta serenidad del Padre, siendo de ahí susceptible de variación de ánimo. El viernes santo está consagrado a su gloria particular, a fin de que ésta irradie sobre el mundo girante allá abajo.

Es vieja costumbre que las almas de todos aquellos que tuvieron trato con Jesús organicen ese día un glorioso desfile delante de él, hosanna a la Bondad-Tolerancia-Caridad, triángulo divino de su peregrinaje por la Tierra.

Ahora bien, a fines del siglo XVIII, dicha fiesta viose profundamente turbada; véase de qué manera.

A la una de la tarde de ese aniversario de la Pasión, la procesión comenzó a desfilar delante del Trono. Jesús, emocionado ante esas caras conocidas, porque aún no se han desvanecido del todo en él los sufrimientos de su viaje a la Tierra en tiempos del Imperio romano, se mantenía en pie al lado del Señor. Pasaron primero las dos mil criaturas degolladas de Bethlehem, sonriendo al celestial vecino de dos años. Luego, los innumerables mártires de nombre ignorado. Después, las piadosas hierosolimitanas que fueron a recibirle con palmas a las puertas de la ciudad. En pos de ellas pasó la mujer adúltera, perdonada por Jesús a pesar de sus muchas faltas.

El desfile, entonces, se individualizó —por decirlo así—, pues cada persona encarnaba una estación trágica en la Redención. Así pasó Pedro, apóstol juicioso que, sin embargo, le negó tres veces. Pocas emociones fueron más tiernas que la de los celestes espectadores cuando el influyente anciano llegó, disimulado en las filas, a pedir una vez más perdón a Jesús. Entonces, transportados, los ángeles y los justos levantaron la voz, enviando esa gloria a todos los ámbitos del cielo:

Pedro lo negó y fue perdonado.

Desde ese momento, el entusiasmo cantó cada nuevo triunfo. Pasó Caifás, que se había ensañado de qué modo en Jesús. Y el coro cantó:

Caifás lo persiguió y fue perdonado.

Luego pasó Pilatos, las manos húmedas aún, y Cristo, al verlo, no pudo reprimir un humano sobresalto. Pero a pesar de todo sonrió al Procurador con divina clemencia, porque si bien fue hombre treinta y tres años, eternamente había sido Dios. Y el hosanna llenó el cielo con su gloria:

Pilatos lo condenó y fue perdonado.

Pasaron Herodes, Cleofás, Longinos, Antipas, todos los que habían hundido su puñal en el Divino Cordero. Y el último fue Judas. El antiguo tesorero se tapó el rostro, gimiendo aún de vergüenza. Y el coro, esta vez, llegó a las más lejanas circunvoluciones del cielo:

Judas lo vendió y fue perdonado.

¿Qué más era posible? Todos lloraban de inefable dicha.

—¡Ah, el perdón, el divino perdón! —murmuró Jesucristo, levantando la cabeza en una efusión de indulgencia plenaria que es su encarnación misma.

Pero he aquí que cuando ya se creía concluido el desfile, un hombre forastero llegó hasta el trono celestial y se detuvo inmóvil, la expresión desabrida y cansada.

—¿Qué quieres? —le preguntó Jesús con dulzura.

—Señor —dijo el hombre—, no he podido soportar más sin hablarte. He visto y oído, y me parece que esa gloria tuya que cantan no es completa.

El coro se miró, mudo de asombro. ¡La gloria de Jesús no era completa! ¡La bondad del Señor no era absoluta! ¡Cómo era posible decir eso!

—No sé de qué hablas —dijo suavemente Jesús.

—¡Señor! —continuó el viajero en el profundo silencio que se hizo—. Sé que tu tolerancia y caridad son inmensas. Sé que Pilatos te sentenció y fue perdonado; que Judas te vendió y fue perdonado; todos lo fueron. Sólo te negaron, te persiguieron, te vendieron y te crucificaron; y a mí, porque te negué un vaso de agua, ¡me condenaste para siempre!

Un cuchicheo de sorpresa y horror corrió por los espectadores:

—¡El judío errante!

Era él, en efecto. Su queja parecía un rudo desahogo, debido seguramente a que, amargado por su injustificado sufrimiento, no recordaba que estaba delante del Tribunal Supremo.

—Yo no te pedía más que un poco de agua, Ashavero —le dijo Jesucristo tristemente.

—Lo sé —respondió el judío errante con amargura—. Pero yo estaba en el mismo caso que la muchedumbre de ese día, e igualmente excitado contra ti. Mientras yo me negaba a darte de beber, otros te negaban cambiar de hombro la cruz, otros arrojaban clavos delante de ti para que no pudieras caminar de dolor, y poder así abofetearte. Y a todos has perdonado, menos a mí…

¡Ay! Los juicios divinos son irrevocables.

—Anda, Ashavero —le dijo Jesús dulcemente.

El judío errante no respondió y tornó a caminar. En las lejanías crepusculares del Paraíso, rodaba aún, apagándose, el hosanna simbólico de ese día: Judas lo vendió y fue perdonado.

Ashavero le negó de beber y no fue perdonado —remedó él. Luego, habiendo llegado a las puertas del cielo, sacudió el polvo de sus sandalias sobre ese suelo ingrato y volvió a la tierra.

Con este incidente los festejos murieron. Ya no era posible el himno de Absoluta Bondad: había uno que no había sido perdonado. El destello divino se apagó, las almas se diseminaron en silencio y los ángeles, de nuevo oscuros, vagaron distraídos hasta la caída de la noche.

Como bien se comprende, en el cielo no se ha vuelto a festejar la Pasión nunca más.

Corpus

En Ginebra, durante la fiebre de la Reforma, un hombre fue quemado vivo por una coma. Llamábase ese hombre Conrado Wéber, y era alemán de nacionalidad, y grabador de oficio. Persona de alma pura, ojos azules y barba tierna, llevaba por inclinación la triste vida de su ciudad.

Este hombre juicioso había visto, en la sórdida Ginebra de Calvino, perseguidos a los ciudadanos de corazón alegre; había visto a un vecino discreto pagar tres sueldos de multa por acompañar a un amigo a la taberna, y había oído toda una tarde las quejas de su cuñado, cuya fe el Consistorio gravó en cinco sueldos, por llegar tarde a un sermón.

También sobre él había caído la justicia puritana, por haber exclamado —sin motivo alguno que justificare tan elevadísimo testimonio—: «Gracias a Dios». Wéber había pagado, pues justo era.

Más tarde asistió, tal vez sin entusiasmo, pero siempre con fe, a la decapitación de Gruet, que había anotado en su cartera privada que Jesucristo era un belitre, y que hay menos sentido en los evangelios que en las fábulas de Esopo. Vio morir a Miguel Servet, procesado por haber escrito que la S. T. es un cancerbero y por haber desmentido a Moisés, asegurando que la Palestina no es región fértil.

Wéber contempló entre la muchedumbre la ejecución de Servet, quemado a fuego vivo, cuando la Inquisición de Viena, más sutil, lo había ya sentenciado a fuego lento.

Cuatro meses después, la pulcritud calvinista marcó a la propia hermana de Wéber, joven y bella esposa de un barbero, que desesperó quince días en la cárcel en castigo de su peinado gracioso, conceptuado provocador.

Wéber, al saberlo, dejó su delantal y sus ácidos y acudió a dos censores que conocían a su hermana como honesta. Tres horas después citábasele a él mismo, y lleno de asombro oyó su condena a quince días de cárcel, por complicidad. Concluidos los cuales salieron juntos hermana y hermano.

Esto pasaba a principios de 1554, año terrible de Ginebra. Wéber vio multas de risible sutileza y procesos de fúnebre puerilidad. Su fe en la redención ginebrina no era ya la de antes, y en vez de reprobar ciertas cosas en voz alta, solía quedarse callado, lo que perjudica a la salud de un creyente. En agosto de ese año, como la duda comenzara a preocuparle más de lo preciso, púsose a trabajar con ahínco. Meditó y grabó una hermosa plancha: Jesucristo sentado entre sus discípulos, la mano derecha en alto y la izquierda sobre la rodilla. Debajo grabó el Padrenuestro. La hoja recorrió la ciudad, siendo grandemente admirada. Wéber fue llamado ante el Consistorio, y entre las arrugadas manos de los ediles vio su lámina. Extendiéronsela para su examen, pero el grabador no halló en ella nada que se apartara en lo más mínimo de las Santas Escrituras. Oído lo cual, Wéber, declarado errante de verdad, fue apresado, y comenzó el estudio de su causa. No fue larga, ni lo fue tampoco el desenlace. La sentencia exponía y disponía:


1. Que el llamado Conrado Wéber, grabador de oficio, había vendido a cuantiosos habitantes de la ciudad una lámina de su ejecución;
2. Que debajo de la lámina, el autor había grabado el Padrenuestro;
3. Que el Padrenuestro comenzaba así: «Padrenuestro, que estás en los cielos, santificado sea el tu nombre»;
4. Que el autor de esta blasfemia había cometido crimen irremisible en las verdades fundamentales de la religión cristiana, erigiéndose contra la omnipresencia divina;
5. Que puntuando como él lo había hecho, la oración «que estás en los cielos» era mínima proposición incidental, en vez de ser muy específica y determinativa; esto es, sin coma antes de «que»;
6. Que con ello el escritor pretendía afirmar que Dios no puede estar en los cielos, lo que es una horrenda herejía;
7. Que el grabador Wéber, autor de la lámina, había sido recibido de ella para su atento examen, no había obtenido del Señor la iluminación precisa para permitirle ver su infernal falsedad;
8. Que el susodicho Conrado Wéber quedaba reconocido instrumento pernicioso de los designios de Satán, corruptor peligrosísimo de la fe pública y hereje en muy alto grado;
9. Por lo cual el Consejo condena a Conrado Wéber, grabador, a ser quemado vivo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y con los Santos Evangelios a la vista.
 

Lo que fue ejecutado fielmente en Ginebra, para mayor gloria de Dios.

Tres cartas… y un pie

«Señor:

»Me permito enviarle estas líneas, por si usted tiene la amabilidad de publicarlas con su nombre. Le hago este pedido porque me informan de que no las admitirían en un periódico, firmadas por mí. Si le parece, puede dar a mis impresiones un estilo masculino, con lo que tal vez ganarían.

* * *

»Mis obligaciones me imponen tomar dos veces por día el tranvía, y hace cinco años que hago el mismo recorrido. A veces, de vuelta, regreso con algunas compañeras, pero de ida voy siempre sola. Tengo veinte años, soy alta, no flaca y nada trigueña. Tengo la boca un poco grande, y poco pálida. No creo tener los ojos pequeños. Este conjunto, en apreciaciones negativas, como usted ve, me basta, sin embargo, para juzgar a muchos hombres, tantos que me atrevería a decir a todos.

»Usted sabe también que es costumbre en ustedes, al disponerse a subir al tranvía, echar una ojeada hacia adentro por las ventanillas. Ven así todas las caras (las de mujeres, por supuesto, porque son las únicas que les interesan). Después suben y se sientan.

»Pues bien; desde que el hombre desciende de la vereda, se acerca al coche y mira adentro, yo sé perfectamente, sin equivocarme jamás, qué clase de hombre es. Sé si es serio, o si quiere aprovechar bien los diez centavos, efectuando de paso una rápida conquista. Conozco enseguida a los que quieren ir cómodos, y nada más, y a los que prefieren la incomodidad al lado de una chica.

»Y cuando el asiento a mi lado está vacío, desde esa mirada por la ventanilla sé ya perfectamente cuáles son los indiferentes que se sentarán en cualquier lado; cuáles los interesados (a medias) que después de sentarse volverán la cabeza a medirnos tranquilamente; y cuáles los audaces, por fin, que dejarán en blanco siete asientos libres para ir a buscar la incomodidad a mi lado, allá en el fondo del coche.

»Éstos son, por supuesto, los más interesantes. Contra la costumbre general de las chicas que viajan solas, en vez de levantarme y ofrecer el sitio interior libre, yo me corro sencillamente hacia la ventanilla, para dejar amplio lugar al importuno.

»¡Amplio lugar!… Ésta es una simple expresión. Jamás los tres cuartos de asiento abandonados por una muchacha a su vecino le son suficientes. Después de moverse y removerse a su gusto, le invade de pronto una inmovilidad extraordinaria, a punto de creérsele paralítico. Esto es una simple apariencia; porque si una persona lo observa desconfiando de esa inmovilidad, nota que el cuerpo del señor, insensiblemente, con una suavidad que hace honor a su mirada distraída, se va deslizando poco a poco por un plano inclinado hacia la ventanilla, donde está precisamente la chica que él no mira ni parece importarle absolutamente nada.

»Así son: podría jurarse que están pensando en la luna. Entretanto, el pie derecho (o el izquierdo) continúa deslizándose imperceptiblemente por el plano inclinado.

»Confieso que en estos casos tampoco me aburro. De una simple ojeada, al correrme hacia la ventanilla, he apreciado la calidad de mi pretendiente. Sé si es un audaz de primera instancia, digamos, o si es de los realmente preocupantes. Sé si es un buen muchacho, o si es un tipo vulgar. Si es un ladrón de puños, o un simple raterillo; si es un seductor (el séduisant, no séducteur, de los franceses), o un mezquino aprovechador.

»A primera vista parecería que en el acto de deslizar subrepticiamente el pie con cara de hipócrita no cabe sino un ejecutor: el ratero. No es así, sin embargo, y no hay chica que no lo haya observado. Cada tipo requiere una defensa especial; pero casi siempre, sobre todo si el muchacho es muy joven o está mal vestido, se trata de un raterillo.

»La táctica de éste no varía jamás. Primero de todo, la súbita inmovilidad y el aire de pensar en la luna. Después, una fugaz ojeada a nuestra persona, que parece detenerse en la cara, pero cuyo fin exclusivo ha sido apreciar al paso la distancia que media entre su pie y el nuestro. Obtenido el dato, comienza la conquista.

»Creo que haya pocas cosas más divertidas que esta maniobra de ustedes, cuando van alejando su pie en discretísimos avances de taco y de punta, alternativamente. Ustedes, es claro, no se dan cuenta; pero este monísimo juego de ratón, con botines cuarenta y cuatro, y allá arriba, cerca del techo, una cara bobalicona (por la emoción seguramente), no tiene parangón con nada de lo que hacen ustedes, en cuanto a ridiculez.

»Dije también que yo no me aburría en estos casos. Y mi diversión consiste en lo siguiente: desde el momento en que el seductor ha apreciado con perfecta exactitud la distancia a recorrer con el pie, raramente vuelve a bajar los ojos. Está seguro de su cálculo, y no tiene para qué ponernos en guardia con nuevas ojeadas. La gracia para él está, usted lo comprenderá bien, en el contacto y no en la visión.

»Pues bien: cuando la amable persona está a medio camino, yo comienzo la maniobra que él ejecutó, con igual suavidad e igual aire distraído de estar pensando en mi muñeca. Solamente que en dirección inversa. No mucho: diez centímetros son suficientes.

»Es de verse, entonces, la sorpresa de mi vecino cuando al llegar por fin al lugar exactamente localizado, no halla nada; su botín cuarenta y cuatro está perfectamente solo. Es demasiado para él; echa una ojeada al piso, primero, y a mi cara luego. Yo estoy siempre con el pensamiento a mil leguas, soñando con mi muñeca; pero el tipo se da cuenta.

»De diecisiete veces (y marco este número con conocimiento de causa), quince, el incómodo señor no insiste más. En los dos casos restantes tengo que recurrir a una mirada de advertencia. No es menester que la expresión de esta mirada sea de imperio, ofensa o desdén: basta con que el movimiento de la cabeza sea en su dirección, hacia él, pero sin mirarlo. El encuentro con la mirada de un hombre que por casualidad puede haber gustado real y profundamente de nosotros, es cosa que conviene siempre evitar en estos casos. En un raterillo puede haber la pasta de un ladrón peligroso, y esto lo saben los cajeros de grandes caudales, y las muchachas no delgadas, no trigueñas, de boca no chica y ojos no pequeños, como su segura servidora,

M. R.»

«Señorita:

»Muy agradecido a su amabilidad. Firmaré con mucho gusto sus impresiones, como usted lo desea. Tendría, sin embargo, mucho interés, y exclusivamente como coautor, en saber lo siguiente: Aparte de los diecisiete casos concretos que usted anota, ¿no ha sentido usted nunca el menor enternecimiento por algún vecino alto o bajo, rubio o trigueño, gordo o flaco? ¿No ha tenido jamás un vaguísimo sentimiento de abandono —el más vago posible— que le volviera particularmente pesado y fatigoso el alejamiento de su propio pie?

»Es lo que desearía saber, etcétera.

H. Q.»

«Señor:

»Efectivamente, una vez, una sola vez en mi vida, he sentido este enternecimiento por una persona, o esta falta de fuerza en el pie a que usted se refiere. Esa persona era usted. Pero usted no supo aprovecharlo.

M. R.»

Cuentos para novios

¿Qué fue todo, al fin? Un pequeño detalle de la felicidad doméstica; pero cualquiera hubiera creído en una erupción volcánica.

Yo había llegado la tarde anterior a casa de Gaztambide, que vivía entonces en el campo. Esa misma noche, rendido por el viaje a caballo, me acosté muy temprano y me dormí enseguida. Me desperté, no sé a qué hora, y oí que el chico de los Gaztambide lloraba. Volví a dormirme, para despertarme otra vez. El chico lloraba de nuevo, y Gaztambide hablaba en voz alta. Torné a recuperar el sueño, y desperté de nuevo. El chico lloraba, pero el padre no hablaba. En cambio, oí que paseaba por afuera; hacía unos dos grados bajo cero. Esto me llenó de confusión; pero como el sueño de un hombre de mi edad es superior a la meditación de estas rarezas domésticas, torné a dormirme.

De madrugada ya, desperté por última vez.

—Esta buena gente —me dije mientras me vestía con sigilo— debe dormir aún. No hay que despertarlos.

Salí afuera, y lo primero que vi en el corredor fue a Gaztambide, hundido en un sillón de tela, bien envuelto en su plaid.

—¡Diablo! —exclamé deteniéndome a su frente—. ¿No ha dormido?

—No —respondió con una triste mirada al campo blanco de escarcha—. No dormiré nunca más.

—¿El nene…? —pregunté inquieto, recordando.

—No; el nene está sano y bueno… Pregúntele a Celina —concluyó con un movimiento de cabeza.

Abrí la puerta del comedor, y allí estaba Celina acodada a la mesa, visiblemente muerta de frío.

—No es nada —me dijo saliendo conmigo afuera—. Ya lo conocerá usted cuando se case… ¡Julio! —se volvió enternecida a su marido—. ¿Por qué no te acuestas un rato?

—No me acostaré nunca más —repuso él con la misma voz cansada—. Pero tomaría café.

En el corredor, con dos grados apenas, tomamos el café. Era extraordinaria la fatiga de aquellos dos rostros color de tierra que yo había conocido frescos y plenos de esperanza quince horas antes.

Celina, de pronto, suspiró y pasó la mano lenta por la cabeza de su marido.

—En fin, ¿qué ha sucedido? —pregunté, más tranquilo ya.

—¿Sucedido? Nada. Que el nene no tenía sueño; eso sólo.

—¡Ah! —exclamé sorprendido de la pequeñez del motivo. Pero contuve mi sorpresa ante la mirada infinitamente tierna y compasiva que me dirigieron los esposos Gaztambide.

Véase ahora cómo pasó la noche el feliz matrimonio, y si es posible que yo, soltero, aspire miserablemente a dejar de serlo.

El nene, muerto de sueño a la oración, había sido sacudido en vano por la madre.

—¿Qué hago, Julio? Es una pena no dejarlo dormir… ¡Tiene tanto sueño!

—Déjalo —apoyó el padre—. Al fin y al cabo, impedirle dormir ahora para beneficio nuestro más tarde…

Y el nene se durmió, de modo tal que recién a las siete abrió los ojos. Ahora bien; la primera indicación que una madre avezada hace a su joven amiga es ésta: «Sobre todo, no lo deje dormir a la oración. Le dará, si no, una noche imposible». Celina lo había evitado hasta entonces; pero esa tarde la propia compasión, reforzada por las filosofías del padre, venció la consigna.

Todo esto es sencillo y apacible en grado sumo. Pero a la una de la mañana, el nene, que se había dormido tres horas antes, se despertó, sin sueño, claro está. Y después de levantar las piernas y probar su garganta, rompió a llorar.

—¡Bueno! —exclamó el padre desde la cama—. Éstas son las consecuencias…

—La culpa es nuestra —objetó la madre moviendo el coche-cuna.

—Sí, chiquita, no te digo nada —repuso Gaztambide con una caricia. Y se dio vuelta, porque tenía realmente sueño.

Pero el nene, humillado por aquel cómodo subterfugio de la madre, protestaba en convulsivas parábolas de brazos. Celina, entonces, que a su vez se moría de sueño, comenzó a cantar, sin suspender el rodaje:


Arrorró, mi niño…
 

En vano. La garganta del nene, cada vez más clara, proseguía atronando. Gaztambide se volvió al lado que ocupaba al principio y se mantuvo inmóvil, porque el desasosiego no refrenado es, en tales casos, muy mal consejero.

—¡Maldito sea! —murmuró únicamente.

Celina suspiró y comenzó otro canto:


Duerme, duerme,
tesorito mío…
 

sin otro resultado que exasperar el sentimiento de injusticia de su hijo.

No ignoraban los Gaztambide que lo único sensato en estos casos es levantarse y pasear al chico una hora. Pero siendo abrumadora la pereza de un hondo sueño, y el frío de una noche de helada, incontestable, Celina, con el brazo en el cochecito, continuaba:


Señora Santa Ana,
por qué llora el niño…
 

Lo fundamentalmente vicioso del sistema es que el niño lloraba simplemente porque no tenía sueño. Y su madre se obstinaba en averiguar, tratando entretanto de dormirse ella misma, por qué hubiera llorado el nene, en caso de tener realmente sueño…

Todo esto, del lado derecho de la cama. Al izquierdo, Celina sentía, en cambio, la terrible inmovilidad de su marido. El nene, cansado al fin de llanto franco, comenzó a hacer gárgaras con una laringe que no ofrecía tres milímetros de abertura. El efecto de esta maniobra filial, siempre sorprendente, tocó esta vez justo la inercia de su padre, que se volvió bruscamente de espaldas.

—¡Pero qué tiene ese chico! —exclamó.

—¡No sé! —gimió su mujer—. No tiene sueño… ¡Vamos, duérmase, oh! —gritó al nene, sacudiendo nuevamente el coche.

La criatura, llevada así al colmo de la exasperación, se fatigó muy pronto, y durante diez minutos reinó hondo silencio; todos dormían. Hasta que la voz sonó otra vez en el cochecito. Gaztambide se volvió al otro lado, y Celina recomenzó sus cantos.

Es increíble la prodigalidad de las madres a este respecto. La madre de Celina era francesa, y así, en pos de sus arrorrós familiares, ésta recordó:


Endors toi, mon fils…
 

y después:


Fais dodo, Colin mon p’tit frère…
 

y después:


Et pourquoi s’endormit-elle…
 

y después:


Quand le cheval de Thomas tomba…
 

y después:


Dodo, l’enfant do…
 

y después:


Il était un petit navire…
 

y después:


Il était un roi de Sardaigne…
 

y después:


Il était un avocat…
 

Abogados e infinitas cosas más llegaron sucesivamente a oídos del nene. Todo en vano. Tornaban las sacudidas violentas con el «¡duérmase, oh!» de la madre, y el chico, tras la borrasca desencadenada, callaba rendido. Los padres se dormían otra vez, hasta el nuevo despertar de la criatura.

Gaztambide había perdido ya la esperanza de dormirse manteniéndose quieto, y sus chasquidos de lengua se sucedían sin cesar. Justamente su mujer comenzó entonces su nervioso temblor de pies, cuyo efecto el marido, dado su estado de honda irritabilidad, apreció debidamente.

—¡Déjate de bailar! —le dijo.

Celina cesó de bailar: pero se volvió completamente hacia el extremo de la almohada, el cuerpo en honda curva. Gaztambide, ligeramente rozado por la postura, saltó al extremo de la cama.

—¡Dios mío, no sé cómo ponerme! —protestó Celina extendiéndose a su vez.

—¡Ponte como todo el mundo! ¡No hagas figuras!

Precisamente el nene, despertado con las voces, recomenzó a llorar en este momento, y Celina se desahogó un poco con otra sacudida:

—¡Vamos, duérmase, oh!

Pero esta nueva gota de agua rebasaba del vaso.

—¡Por lo menos —clamó Gaztambide—, hazlo llorar del todo hasta que se duerma, o cántale!

Desgraciadamente, Celina, que no podía desahogarse más bailando, sufría la misma contenida irritación.

—¡Qué quieres que haga, dime, por favor! ¿Qué quieres que haga? —exclamó con la voz quebrada.

Al oír lo cual, Gaztambide se volvió bruscamente de espaldas.

—¡Pumba! —repuso sosegado—. Ya tenemos lágrimas.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Celina hundiéndose más en su almohadón.

Gaztambide, inmóvil, espió con irritable expectativa el conocido temblor de la cama, que acusaba el llanto contenido de su mujer. Pasó un minuto, pasaron cinco, diez, y su atención le hacía sufrir. En su oído izquierdo, sobre la almohada, golpeaban, largos y llenos, sus propios latidos. Hasta que al fin sintió, desde el respaldo a la cabecera, el temblor exasperante de los sollozos sofocados.

—¡Qué noche! —se dijo desalentado—. Por suerte, no ha de faltar mucho ya.

Se levantó, y fue a mirar el reloj en el comedor. Eran apenas las dos. Volvió a la cama, y encendiendo la lámpara, quiso leer. El nene, agotado, dormía. Plena calma. Pero de allá, de entre las honduras del almohadón, llegaba, monótono e incesante, el sacudimiento en que danzaban todo él, sus manos y el libro que leía.

Suspiró como un león, y fijó rudamente el libro sobre su cuerpo. El temblor cesó un instante, para comenzar luego más amplio.

—¡Pero qué tienes, qué te he hecho para llorar así! —clamó Gaztambide, volviéndose a su mujer—. ¿Quieres decirme, por favor, qué tienes?

—¡Nada! —surgió al fin en un sollozo desde el almohadón.

Gaztambide dejó pausada y lentamente el libro sobre el velador como si hubiera querido incrustarlo en él, y apagó la lámpara. Su mujer —lo sabía bien— no cesaría hasta que él la consolara. Pero agriado y sin ánimo para nada, trató obstinadamente de dormir.

Imposible con aquella trepidación de la cama entera. Se incorporó a medias, volviendo la cara a Celina.

—¿Quieres dejarme dormir? —le dijo dulcemente.

El temblor cesó. Y aunque con la dolorosa expectativa de sentirlo recomenzar sigilosamente, estuvo a punto de conciliar el sueño. Justamente en ese instante el nene se despertó de nuevo y recomenzó a llorar.

—¡Ah, imposible! —saltó Gaztambide mientras se echaba de la cama—. ¡Son iguales tú y tu hijo!

—¡Es claro, yo tengo la culpa! —contestó Celina soltando abiertamente el llanto.

—¡No, no tienes la culpa! —replicó Gaztambide volviendo la cara mientras se calzaba velozmente—. ¡Pero eres igual a tu hijo! ¡Harto, ya!

—Sí, ya sé que estás harto de mí…

—¡No te he dicho eso!

—Es como si lo hubieras dicho… ¡Ah, Dios mío!

Pero Gaztambide, calzado ya, acababa de encontrar el plaid.

—¡Bueno! ¿Quieres que te lo diga? ¡Estoy harto de ti, de mí, de tu hijo, del demonio entero! ¿Quieres más?

—¡Ya sé… no me lo digas…! ¡Ya lo sé! —sollozaba Celina desesperada. Gaztambide, ya en la puerta, se volvió y se sentó un instante en la cama: no era posible dejarse llevar así. Encendió la lámpara y se acostó de nuevo a leer, tendiendo el brazo hasta la cabeza de su mujer:

—¡Vamos! —le dijo.

El llanto cesó y Gaztambide pudo leer largo rato; pero de pronto volvió a sentir el hondo temblor de la cama.

Ya era demasiado; alzó los brazos.

—¡Pero por Cristo bendito! ¿Es posible que todavía estés con esas cosas? —gritó lleno de desesperanza.

—¡Déjame! No sé lo que tengo…

Gaztambide apagó la lámpara, y quebrantado, desesperado de esta vida y de todas las posibles, incrustado inmóvil en su borde de la cama, vio pasar los minutos tras los minutos, mientras del otro lado le llegaban los sollozos inverosímiles de su mujer y los gritos de su hijo, que cada veinte minutos, infaliblemente, se despertaba.

Hay ocasiones en que el sueño, por más hondo que sea, acaba por dejarnos, y Gaztambide lo conoció esa noche. Se levantó al fin, sin prisa ni disgusto visible, salió afuera y se paseó por el patio. El aire, más helado que este recuerdo, punzó ampliamente a Gaztambide bajo su plaid pésimamente embozado, sobre todo si se piensa que bajo él no había sino una camisa. Pero ante las vastas pulmonías circundantes, no apreciaba sino la liberadora soledad en que se helaba.

Entró al rato a vestirse más y de paso vio la hora: las cuatro y media. ¡Por fin! Y cuando salía de nuevo, se encontró con los ojos de su mujer, sentada en la cama. Gaztambide se acercó y le puso la mano sobre los ojos hinchados.

—¿Estás bien ya? —le dijo.

Por toda respuesta, Celina esquivó la cara y besó velozmente la mano del mal sujeto: había concluido la noche.

—¿Y el chico, duerme por fin? Míralo; tiene un sueño de plomo.

En efecto, el nene, después de su obra destructora, dormía fundamentalmente.

—¿Falta mucho?…

—No; va a amanecer… Aprovecha ahora.

—No tengo sueño… no podría.

Gaztambide salió afuera y se tendió quebrantado en el sillón de tela, viendo nacer el día, como buen padre de familia. Celina quedó en el comedor, muerta a su vez de inercia, y así fue cómo encontré esa madrugada al matrimonio Gaztambide, que, pensando en mi candor de soltero extrañado por el motivo de la terrible noche, acababa de mirarme con infinita ternura.

Estefanía

Después de la muerte de su mujer, todo el cariño del señor Muller se concentró en su hija. Las noches de los primeros meses quedábase sentado en el comedor, mirándola jugar por el suelo. Seguía todos los movimientos de la criatura que parloteaba con sus juguetes, con una pensativa sonrisa llena de recuerdos que concluía siempre por llenarse de lágrimas. Más tarde su pena, dulcificándose, dejole entregado de lleno a la feliz adoración de su hija, con extremos íntimos de madre. Vivía pobremente, feliz en su humilde alegría. Parecía que no hubiera chocado jamás con la vida, deslizando entre sus intersticios su suave existencia. Caminaba doblado hacia adelante, sonriendo tímidamente. Su cara lampiña y rosada, en esa senectud inocente, hacía volver la cabeza.

La criatura creció. Su carácter apasionado llenaba a su padre de orgullo, aun sufriendo sus excesos; y bajo las bruscas contestaciones de su hija que lo herían despiadadamente, la admiraba, a pesar de todo, por ser hija suya y tan distinta de él.

Pero la criatura tuvo un día dieciséis años, y concluyendo de comer, una noche de invierno, se sentó en las rodillas de su padre y le dijo entre besos que quería mucho, mucho a su papá, pero que también lo quería mucho a él. El señor Muller consintió en todo; ¿qué iba a hacer? Su Estefanía no era para él, bien lo sabía; pero ella lo querría siempre, no la perdería del todo. Aun sintió, olvidándose de sí mismo, paternal alegría por la felicidad de su hija; pero tan melancólica que bajó la cabeza para ocultar los ojos.

Pasó desde entonces en el comedor las horas de visita. Se paseaba silencioso de un extremo a otro, mientras al lado los novios reían a carcajadas. Una noche la despedida de éstos fue violenta. Al día siguiente el señor Muller, al volver a casa, halló a su hija llorando. Acercose a ella, lleno a su vez de una suma de mudos dolores acumulados, pero la joven se desasió malhumorada. La noche fue triste. El señor Muller miraba angustiado el reloj a cada momento. Dieron las diez.

—¿No viene más? —aventuró apenas.

—No —respondió la joven secamente.

Pasó un momento.

—¡Por favor, papá! —prorrumpió la joven adelantándose a nuevas preguntas.

Se fue a su cuarto, cerró la puerta con violencia y el señor Muller la oyó enseguida llorar a sollozos.

En los días siguientes la desesperación agresiva de la joven cayó entera sobre su padre; pero éste ni ante las mayores injusticias dudaba del cariño de su hija, y esta grande felicidad le hacía sonreír de dicha, aun secándose las lágrimas.

No obstante, todo pasó, a pesar del vestido negro con que la apasionada joven enlutó dos meses su primer amor. Pronto volvieron las locas ternuras con su padre, dueño otra vez del cariño de su hija. De noche, siempre que podía, la llevaba al teatro. Durante la función, en los pasajes jocosos, permanecía con el rostro vuelto a ella, feliz de la alegría de su criatura.

Al año siguiente el corazón todo fuego de la joven ardió en un nuevo amor. Sus inmensos ojos negros resplandecían de abrasada dicha. Una mañana la joven recibió una carta, una simple carta de ruptura. El día fue tan amargo para ella, que el señor Muller se quedó en casa, aun sobrellevando sobre su extenuada dicha paternal las injusticias de su hija. Al caer la tarde, Estefanía se acostó. No hacía un movimiento, tenía el ceño ligeramente fruncido y los ojos fijos en el techo, sin pestañear. El señor Muller, que había entrado tímidamente y se había sentado a su lado, la miraba tristemente. ¿Qué iba a soportar su hija?

Ya de noche todo se resolvió en crisis nerviosa y quedó rendida. A las diez llamó a su padre.

—¡Papá! —le dijo sentándose en la cama, con la mirada encendida—. ¿Tendrías mucha pena si me muriera?

El señor Muller sonrió débilmente.

—¿Verdad? —continuó ella—. ¿Tendrías mucha pena si me muriera?

Pero se echó a reír con esfuerzo. Quedó muda, la boca apretada.

—¡Papá!

—Mi hija…

—¿Qué edad tengo?

Los ojos del señor Muller se llenaron de lágrimas.

—¡No sé más ya! —insistió la joven—. ¿Qué edad tengo?

—Dieciocho años.

—Dieciocho… Dieciocho… —quedose murmurando—. ¡Papá!

—Mi hija…

—¿Cuánto tiempo hace que murió mamá?

—Dieciséis años.

—Murió muy joven, ¿no?

—Muy joven…

—Cierto; mamá…

De pronto se echó a reír a grandes carcajadas, la cabeza hacia atrás y llevándose la mano derecha a la garganta. Al fin se contuvo, deglutiendo con dificultad.

—¡Tengo sueño, papá! —exclamó de pronto corriéndose entre las sábanas hasta la frente.

El señor Muller, henchido de pena y compasión, continuaba mirándola. Al fin murmuró:

—¿No estás enferma, hija mía?

—No, tengo sueño —respondió ella secamente sin volver la cabeza. Y cuando su padre, sin decir nada, se incorporaba, Estefanía le echó de un salto los brazos desnudos al cuello y lloró desesperadamente.

El señor Muller se retiró a su cuarto. Tardó mucho en desvestirse, doblando pensativo su ropa. La alisó luego cuidadosamente, pasándole la mano sin cesar, con una obstinación distraída que parecía no iba a acabar nunca.

Indudablemente, el señor Muller no recordaba más ese revólver. Estaba en el fondo del ropero, hacía veinticinco años.

Al despertarse con la detonación, tuvo, aún sin darse cuenta completa de la catástrofe, un segundo de fulgurante angustia en que le asaltaron en tropel todos los dolores de su vida. Y de pronto la verdad desesperada de lo que había pasado le llegó con un hondo gemido. Corrió al cuarto de su hija y la vio muerta. Dejose caer sentado en la cama, cogió una mano de su Estefanía entre las suyas trémulas, y quedose mirando a su hija lleno de dulce reproche senil, cuyas lágrimas caían una a una sobre el brazo desnudo.

El modo de ser y la vida entera del señor Muller no daban lugar a duda alguna; pero la formalidad judicial debió cumplirse y, tras el breve interrogatorio, hubo necesidad de hacerle comprender que quedaba preventivamente detenido. Se vistió apresurado y temblando. A pesar de todo, al bajar la escalera detuvo al comisario que lo llevaba.

—Es mi hija —le explicó con una tímida sonrisa.

El funcionario dio las explicaciones del caso. El señor Muller lo miró un rato y sus ojos se llenaron de nuevo de lágrimas.

Pasó la noche en la sección, sentado, no obstante su quebrantamiento. A la mañana siguiente lo llevaron al Departamento. Cuando la verja se cerró tras él, permaneció en el mismo lugar, entristecido. En el patio recién lavado, los detenidos paseaban en todos sentidos, llenando el aire con el golpe claro de sus zuecos.

Desde el primer momento su tímida decencia había sido hostil a sus nuevos compañeros. Al poco rato una cáscara de naranja atravesó el aire y le pegó en la frente. Antes de que tuviera tiempo de levantar los ojos, recibió en el hombro una recia sacudida que lo lanzó de espaldas. La pareja que lo había empujado al pasar volvió la cabeza, riéndose. El señor Muller se levantó, marchó titubeando hacia un banco y se dejó caer, con las dos manos en las rodillas.

Pero los ojos irónicos lo habían seguido, y poco a poco, de uno a uno, de dos a dos, sus compañeros fueron acercándose e hicieron rueda a su alrededor. Desde entonces no cesaron las burlas. Un muchacho en camiseta se acercó a él en puntas de pie por detrás, mordiéndose los labios para contener la risa, le echó los brazos al cuello y lo besó. El señor Muller levantó la cabeza y dirigió al guardián una mirada de honda súplica. El guardián continuó indiferente su paseo, contentándose con volver de vez en cuando los ojos a la divertida escena.

Durante ocho horas los detenidos no abandonaron a su víctima. Al fin, media hora antes de su primera declaración, el señor Muller recibió un puñetazo en la boca que le hizo caer las lágrimas. Cuando volvió del juzgado, respiraba con dificultad.

A las seis se acostaron todos. Tres o cuatro detenidos detuviéronse un momento a los pies de su tarima, con una sonrisa equívoca. El señor Muller se acurrucó, estremecido ya de dolor.

—No me peguen —sonrió angustiado.

Los amigos, dispuestos a una nueva broma, lo miraron despreciativamente y se fueron. Pronto durmieron todos. Entonces el señor Muller sintiose por primera vez solo. En su dolorosa agonía tuvo el valor de olvidarse de todo, y recogiendo sin hacer ruido las rodillas hasta el pecho, lloró larga y silenciosamente a su hija.

A la mañana siguiente, por un resto de piedad de la suerte, amanecía muerto.

La llama

«Ha fallecido ayer, a los ochenta y seis años, la duquesa de La Tour-Sedan. La enfermedad de la ilustre anciana, sumida en sueño cataléptico desde 1842, ha constituido uno de los más extraños casos que registra la patología nerviosa».

El viejo violinista, al leer la noticia en Le Gaulois, me pasó el diario sin decir una palabra y quedó largo rato pensativo.

—¿La conocía usted? —le pregunté.

—¿Conocerla? —me respondió—. ¡Oh, no! Pero…

Fue a su escritorio, y volvió a mi lado con un retrato que contempló mudo un largo instante.

La criatura retratada era realmente hermosa. Llevaba el pelo apartado sobre las sienes, en dos secos golpes, como si la mano acabara de despejar bruscamente la frente. Pero lo admirable de aquel rostro eran los ojos. Su mirada tenía una profundidad y una tristeza extraordinarias, que la cabeza, un poco echada atrás, no hacía sino realzar.

—¿Es hija… o nieta de esta señora que ha muerto? —le pregunté.

—Es ella misma —repuso en voz baja—. He visto el daguerrotipo original… y en una ocasión única en mi vida —concluyó en voz más baja aún.

Quedó de nuevo pensativo, y al fin levantó los ojos a mí.

—Yo soy viejo ya —me dijo— y me voy… No he hecho en mi vida lo que he querido, pero no me quejo. Usted, que es muy joven y cree sentirse músico —y estoy seguro de que lo es— merece conocer esta ocasión de que le he hablado… Óigame:

Hace ya muchos años… Era en el ’82… Yo acababa de llegar a esa ciudad, en Italia, y me había hospedado en el primer hotel que había hallado. La primera noche, ya muy tarde, sentí agitación en la pieza vecina, y supe al día siguiente por la camarera que mi vecino había tenido un ataque, creía ella que al corazón. El pasajero había llegado dos días antes que yo y parecía gozar de muy poca salud. Había oído decir que era músico. Era extranjero, de nombre impronunciable.

No bastó más para despertar mi interés, y como según la misma confidente, mi vecino sufría de agudos dolores en los pies, creí tanto de mi deber como de mi curiosidad, ir a ofrecerle mi ayuda, si en algo podía necesitarla.

Fui, pues. Era un hombre ya de años, muy grueso y de aspecto pesado y enfermo. La magnitud de su vientre, sobre todo, llamaba la atención. Respiraba con dificultad, con hondas inspiraciones que le cortaban la palabra. Algo en la nariz y en la comba de la frente me recordaba a alguien; pero no podía precisar a quién.

Por lo demás, me recibió mal. Por suerte, cuando iba a retirarme más que arrepentido de mi solicitud, un nombre dejado caer en las pocas palabras cambiadas le hizo levantar vivamente la cabeza. Me hizo dos o tres preguntas rápidas y pareció más humanizado.

A mediodía mi vecino tuvo otro acceso de gota, e hice lo que pude por calmar tanto el dolor como la irascibilidad a que el hombre parecía muy propenso.

No sé si mi juventud llena de entusiasmos, o lo infinito que de ingenuo había en mí entonces, amansaron del todo al enfermo. Lo cierto es que al caer la tarde sus ojos me sorprendieron cuando yo por cuarta o quinta vez bajaba los míos a un retrato, un daguerrotipo colocado sobre el velador. La frente del enfermo se ensombreció, y dejó de hablar por un rato.

Al fin se levantó pesadamente, y respirando con dificultad cogió el retrato y fue con él a la ventana.

Sin que yo me diera cuenta de lo que hacía, me levanté a mi vez en silencio, y me hallé a su lado, devorando aquel retrato, estos mismos ojos, como usted los mira ahora…

Al fin retornó sobre sus hinchados pies a dejar el daguerrotipo, y se hundió de nuevo en su sillón.

—¿Usted sabe quién soy? —me dijo bruscamente.

De golpe, la nariz y la frente de aquel abotagado rostro adquirieron intenso relieve.

—Creo que sí… —respondí trémulo.

—No importa —agregó—. Usted tiene, fuera de su violín, que no sirve para nada, algo que vale más que su propia persona… No comprende… Lo mismo da… Comprenderá más tarde, cuando recuerde que con la historia de este retrato, le he contado la historia de mi propio arte…

¿Tuvo mi vecino esa necesidad de expansión de los enfermos cuando el dolor cesa, y que el primer llegado puede despertarle en infantil efusión? ¿Por qué me contó a mí aquello?

Pero he pensado después que yo no fui más que el pretexto de esa expansión. La brevedad de las frases, el corte entero del relato, me lo probaron luego.

Comenzó bruscamente:

Yo estaba entonces en París… Y tenía veintinueve años. Baudelaire me dijo una noche:

—Tengo que recomendarle un salón… La señora de L. S. tiene locura por usted. Y un famosísimo piano. Iremos una noche de éstas.

Fuimos allá. El piano era en realidad muy bueno. Pocas veces oí ejecutado con voces tales algo mío.

La segunda noche, al concluir de tocar un trozo de mi primera ópera, alcancé a ver un minúsculo auditor que ya la primera vez se había inmovilizado en un rincón, casi a mi espalda.

Volví la cabeza, y una criatura huyó corriendo a través de la sala.

—¡Berenice, locuela! —llamó la señora de L. S.

—¡Ah! —exclamó Baudelaire—. Es la pequeña. ¿Usted cree tener un admirador más febril que ella? No lo va a hallar nunca.

—¡Tiene locura por la música! —apoyó la dueña de casa—. ¡Vamos, Berenice! ¿Tendré que ir a buscarte?

Y trajo, en efecto, violentándola casi, a la pequeña, que se detuvo ante mí, jadeando y ensombrecida de emoción.

Era una criatura de nueve o diez años, evidentemente bella, aunque hasta ese momento su hermosura no superara en un grado a la de las criaturas de su edad.

—¡Ahí lo tienes, a tu amor! —exclamó la madre—. ¡Míralo bien!

—¡A ver, veamos! —le dije, cogiéndola del mentón levantándole la cara. Sus ojos, hasta ese momento huyentes, se volvieron por fin, y desde el rostro echado atrás, su honda mirada se fijó en mí.

Hay miradas que uno siente en los ojos, y nada más; que se detienen allí y no miran sino nuestra pupila. La de aquella criatura iba más allá, llegaba hasta mis sienes, me abarcaba totalmente.

Bajé la mano, y Berenice huyó corriendo.

—La música es buena; el hombre, no —comentó Baudelaire, mientras levantaba un ancho lazo desprendido de la cintura de Berenice—. ¿Lo quiere? —agregó tendiéndomelo—. No es una corona de laurel, pero no vale menos.

—¡Oh! —exclamó la dueña de casa, emocionada—. ¡Si este lazo pudiera un día de gloria hacerle recordar esta casa… y a mi pequeña Berenice!

Guardé el lazo. A la velada siguiente (íbamos muy a menudo) la criatura no apareció. Cuando nos retirábamos, la señora de L. S. me dijo sonriendo:

—Tengo un encargo para usted. Mi hija quiere hablarle a solas. No ha querido acostarse… Lo espera en el vestíbulo.

En la penumbra, una sombra blanca me aguardaba.

Me acerqué, y esperé un instante; la criatura no levantaba los ojos.

—¿Y bien? —le dije.

Continuó inmóvil.

—¿Qué quieres de mí, pequeña?

Igual inmovilidad e igual silencio.

—¡Entonces, me voy! —agregué.

—Váyase —me respondió secamente.

Pero cuando yo me había alejado ya tres pasos, me llamó.

—Mi lazo… —me dijo con voz sorda.

—¡Ah, el lazo! —respondí palpándome—. Es que creo no tenerlo… Sí, aquí está. Y buenas noches, señorita Berenice.

A la noche siguiente volví a verla en el vestíbulo, acechándome.

—¡Aquí está su lazo! —me dijo con voz entrecortada, tendiéndomelo. Y huyó corriendo.

Baudelaire, a quien conté el cúmulo de pasión y bizarría que había en la pequeña, me informó de que Berenice sufría de crisis nerviosas muy fuertes, y muy raras sobre todo. Sobre todo, muy raras. Algo de catalepsia, o cosa así.

Le observé que no era la música la llamada a calmar su sistema nervioso.

—Desde luego —me respondió—. La madre lo sabe, pero está loca de orgullo con la sensibilidad de su hija. Y, realmente, es extraordinaria… Pero no va a vivir mucho.

—¿Berenice? ¿Por qué? —le pregunté extrañado.

—No sé; con esa emotividad, y con música como la de usted, no se va lejos…

Después de aquel singular comienzo, nuestras relaciones no tropezaron más. Berenice no faltaba jamás a la sala, ni dejaba nunca de sentarse oblicuamente a mi espalda, casi arrinconada. Rara vez llegaba a descubrir su mirada sobre mí, porque la apartaba vertiginosamente apenas me volvía a ella.

Había momentos de tregua, sin duda, durante los cuales la criatura recobraba la frescura de sus años, y sus risas vivificaban nuestras violentas discusiones sobre arte.

Una noche, cansado de discutir, me retiré al piano, mientras los otros proseguían con un acaloramiento que duraba hacía dos horas. Rompí sobre el teclado no sé cuántas melodías italianas, y calmado al fin, tecleé aquí y allá; recordé un motivo, sentí otro nuevo, y poco a poco fui olvidándome de todo. Viví en el piano un cuarto de hora de completo abandono, y cuando levanté la cabeza, Berenice, demudada, toda la palidez del rostro absorbida por la insensata dilatación de los ojos, estaba a mi lado. Tendí la mano hacia ella, pero se apartó bruscamente, casi horrorizada. Creí que iba a caer; mas la exhausta criatura, reclinada en un jarrón, sollozaba con los ojos cerrados y las manos pendidas a lo largo del cuerpo.

La madre corrió, y recién entonces me di cuenta del silencio de la sala.

—¡Berenice, mi hija! ¡Te estás matando, mi criatura! —clamó la señora.

Berenice, rendida entre los brazos de su madre, sollozaba siempre sin abrir los ojos. La señora de L. S. la llevó adentro, y volvió enseguida, dirigiéndose a mí.

—¿Qué tocaba usted hace un momento? —me preguntó anhelante.

—No sé… —le respondí, bastante contrariado—. Motivos que se me ocurrieron…

La señora de L. S. volvió los ojos a todos.

—¡Pero es grandioso, eso! —exclamó.

Baudelaire, las manos cruzadas sobre las rodillas y los ojos en el techo, murmuró:

—Si es grandioso, no sé… Pero jamás han salido de hombre alguno cosas como las que acabamos de oír… La pequeña tiene razón.

Berenice tuvo al día siguiente uno de sus extraños ataques y ante mis serios temores por esa sensibilidad profundamente enfermiza, la madre sacudió la cabeza:

—¿Y qué quiere usted que haga? —me dijo—. No podría mi hija vivir sin eso… Es su destino.

—¿Y siempre ha sido así? —le pregunté.

—¿Es decir —me respondió— si otras músicas le hacen esa impresión? ¡Oh, no! El mérito de esta crisis, del vértigo que se apodera de ella en cuanto oye música suya, es de usted, puramente de usted. Antes sentía como todos; ahora se enloquece…

Este nuevo incidente, el recuerdo tenaz de la criatura y sus ojos de insensato sufrimiento y goce, grabaron profundamente aquel cuarto de hora de improvisación en el piano, y en una semana le di forma. Era algo bastante extenso; creo que muy poco congruente; pero había puesto en ello cuanto sentía.

Hablé de ello con Baudelaire, que oyó un trozo. Y como no se podía hallar mejor ambiente que aquel salón en que batallábamos sin tregua, se decidió ejecutar allí mi partitura.

Mi inquietud era extrema. Sentía oscuramente que había puesto allí toda mi alma en todo mi arte, y que se jugaba mi destino. Berenice llegó tarde, cuando ya la orquesta comenzaba el preludio. Un rato antes la señora L. S. me había dicho gravemente:

—Berenice está mal; no sé si permitirle que oiga… Está como loca desde que ha sabido… ¿Qué opina usted, sinceramente?

Sentí una impresión extraña de despecho y celos. Yo tenía veintinueve años, y la pequeña diez apenas… Pero no se trataba de eso.

—Ignoro —le respondí con sonrisa forzada—. No podría juzgar yo mismo…

La madre me miró serena y seriamente un momento, y se alejó.

Berenice… Apenas sonaron los primeros acordes, sentí su figura blanca a mi lado. Estaba de pie, apoyada con las dos manos en el brazo de mi sillón, y me miraba en silencio, muy pálida.

—Quiero estar aquí… cerca de usted… —murmuró en voz sumamente lenta.

—¿Quieres sentarte? —le dije—. Voy a traer una silla…

—No, no… —repuso.

La partitura comenzaba, avanzaba. Pasión, locura de pasión gritada, delirada, se ha dicho a veces, demasiadas veces, que sobra en esa partitura…

Cerré los ojos un momento, y sentí enseguida la cabeza de Berenice que cedía, cedía hasta recostarse en la mía. Estaba blanca, y tenía por primera vez sus espléndidos ojos fijos en la luz. No parecía notar mi inquietud. Su cuerpo cedía más, y oí su voz, lenta y perdida:

—Quiero estar con usted…

—¿A mi lado? ¡Ven! —le dije.

—No; con usted… —murmuró.

Comprendí entonces, y la senté, como una criatura que era, en la falda.

—¿Estás bien así? —le dije.

Buscó un instante sobre mi pecho posición cómoda a su cabeza, y alzó entonces sus ojos hasta mí.

Mientras avanzó, se desarrolló y concluyó mi partitura, sus ojos no se apartaron de los míos, ni los míos se apartaron muchas veces de su mirada; ni hizo movimiento alguno, ni mi mano abandonó un instante la suya. Pero yo vi perfectamente, perturbado a mi vez por mi propia obra de fiebre, que la mirada de Berenice se encendía en la misma pasión que me había inundado a mí mismo al crear esa partitura. Sentí en mi brazo el calor de su tierna cintura, y vi que en el crepúsculo de sus ojos entornados no quedaban ni rastros de un alma de niña. Aquellos veinte minutos de huracanada pasión acababan de convertir a una criatura en una mujer radiante de juventud, de ojos ensombrecidos en demente fatiga.

Pero la partitura avanzaba siempre; sus gritos delirantes de pasión repercutían dolorosamente en mis propios nervios —todos a flor de piel—, y en ese galope cada vez más precipitado de locura de amor aullada en alaridos salvajes, sentí cómo el cuerpo de Berenice temblaba sin cesar; vi que la sombra de sus ojos bajaba ahora del párpado desmenuzándose en una redecilla de arrugas, y sentí que en su mirada no quedaban ya ni rastros de la mujer de veinte años, evaporada, quemada en un cuarto de hora de aquel vértigo de pasión.

Y la partitura seguía, subía. Yo mismo sentía mi propio cuerpo molido, destrozado, golpeado sin piedad. Y entre mis brazos, también sacudida en una remoción sin fondo y sin piedad, Berenice temblaba aún de rato en rato, con bruscas sacudidas que le hacían abrir un momento los ojos y mirarme, para cerrarlos de nuevo. Vi que la redecilla de arrugas invadía ahora todo el rostro, que su frente estaba ajada, y noté de golpe que ya no quedaban ni rastros de la mujer de cuarenta años, agotada por una vida entera de pasión, calcinada en treinta minutos por la explosión de alaridos salvajes que había cerrado la partitura.

Todo estaba concluido: en mis brazos, inerte, desmayada, en catalepsia, o no sé qué, tenía ahora una lamentable criatura decrépita, llena de arrugas.

Tenía antes diez años. En el espacio de hora y media había quemado su vida entera como una pluma en aquel incendio de pasión, que ella misma…

Mi vecino se detuvo, y miró largo rato a través de la ventana oscurecida. Luego concluyó, en voz más lenta y baja:

—Poco más tengo que decirle. La madre se llevó adentro aquel resto de calcinada gloria, y nunca más los he visto, ni lo he querido… Sé que ella, Berenice, continúa como aquella noche, muerta en vida… Y ahora, óigame: cuanto se ha dicho de esa obra mía: música de sensaciones; la pasión desbordada; locura de amor gritada sobre la carne; insistencia enfermiza y enfermante de golpear el mismo punto dolorido; obstinación salvaje en percutir sobre los nervios a flor de piel, hasta enloquecerlos; todo esto es o no cierto. Pero lo que puedo asegurarle —concluyó mi vecino señalando con la cabeza el retrato— es que jamás se ha hecho en mi contra un argumento de ese valor… Ahí, en ese cajón, hay una copia. Llévela, si quiere…

—Y esa partitura, maestro —le dije con voz trémula—, ¿es…?

—Sí —me respondió con la voz aún más sorda—. Después arreglé eso… Es Tristán e Isolda

Mi viejo amigo el violinista sacudió la cabeza.

—Era en 1882 —murmuró—. Al año siguiente murió allí mismo, en Venecia… Y creo ahora —concluyó bajando la voz y contemplando el retrato— que el grande hombre tenía razón… La vida de esa criatura es el más terrible argumento en contra de su obra…

—¡Maestro! —le dije yo a mi vez con la voz trémula—. ¡Deme ese retrato!

El viejo violinista me miró un instante con triste y pensativa ternura, y sus ojos se humedecieron.

—Tómelo —me respondió—. Si hay fetiche alguno, él lo será para usted.

Salí temblando de emoción. ¡Isolda!… Del creador de esa partitura, yo no veía sino el ardiente genio vivificado, hecho carne en aquella criatura extraña que fue su arte mismo, y que en una hora se abrasó como el incienso sobre el pecho del héroe.

¡Berenice!… Y llevando el retrato a mi boca besé locamente, hondamente aquellos ojos tristísimos, que se habían cerrado en vida llevando al infinito del Amor, el Dolor y la Gloria, la sombra augusta de Wagner.

Fanny

Antes de cumplir doce años, Fanny se enamoró de un muchacho trigueño con quien se encontraba todas las mañanas al ir a la escuela.

Su madre sorprendiolos conversando una mañana, y tras agria reprimenda, el idilio concluyó. Pero ello no obstó para que un mes más tarde Fanny conociera a su modo las ásperas dulzuras del amor prohibido, en casa de su hermana que esa noche contraía matrimonio; pues al ver al recién casado sonriente y ufano, se había quedado mirándolo largo rato sin pestañear, como si él fuera el último novio en este mundo. De modo que un tiempo después la joven casada dijo a su madre:

—¿Sabes lo que creo? Que Fanny está enamorada de mi marido. Corrígela, porque él se ha dado cuenta.

En consecuencia, Fanny recibió una nueva reprensión.

Nada había, sin embargo, de tormentoso en los amores de Fanny, ni sobrada literatura. Era sólo extraordinariamente sensible al amor. Entregábase a cada nueva pasión sin tumulto, en una sabrosa pereza de su ser entero, el de la voluntad, sobre todo. Sus inmovilidades pensativas, soñando con los ojos entrecerrados, tenían para ella misma la elocuencia de casi un dúo de amor. Como su corazón no conocía defensa y estaba siempre henchido de dulzura y credulidad, pocas conquistas eran más felices que la suya. El río de su ternura corría sin cesar; deteníase un día, un mes acaso, pero reanudaba enseguida su curso inagotable hacia un nuevo amor, con igual desborde de profunda y dichosa languidez.

Así llegó a los quince años, y como hasta ese momento sus cariños habían sido pueriles en lo posible, bien que no escasos, su madre creyó era entonces forzoso hablarle seriamente, como lo hizo.

—Ya estás en la edad de comprender —concluyó la madre—, que lo que has hecho hasta ahora es vergonzoso para una mujer. Eres libre de enamorarte; pero te ruego tengas un poco más de dignidad, no encaprichándote a cada rato como una sirvienta. Puedes irte.

A pesar de todo, pocas noches después, saliendo inesperadamente al balcón en que ya estaba su hija, vio a un joven cruzar en ese instante la vereda en ángulo recto. Esta vez la indignación de la señora no tuvo límites.

—¡Muy lindo!… ¡Pero no tienes vergüenza! ¿Qué le hablas a ese otro? ¡Hipócrita! Con tus ojos —¡maldito sea el día en que te dijeron que eran lindos!— no haces más que llenarte de vergüenza. ¡Ah! ¡Pero te juro, mi hija, que vas a quedar curada, te lo juro!

No obstante, la indignada madre no tomó ninguna determinación curativa, por lo menos visible. El primer domingo fueron a pasar la tarde en casa de su otra hija. Leandro, un joven amigo del marido, estuvo bastante rendido con Fanny. Pocos días después la visita fue inversa, y Leandro cortejó decididamente a la chica. El joven, tonto y bien puesto, se distinguía por sus pretensiones de conquistador irresistible, y no se había dignado hasta ese entonces poner los ojos en Fanny, por creer su conquista sobrado modesta e insignificante. Ahora cambiaba. Fanny, que conocía la presunción de Leandro, resistió un tiempo; pero al fin cercada, asediada, su dulce corazón crédulo abriose, y el río insaciable de su ternura corrió de nuevo. Si antes sus amores contenidos le rendían muda en una silla soñadora, pudo entonces comprender qué ahogada era su felicidad de otro tiempo. Leandro iba a la casa todas las noches. Su madre favorecía claramente el tierno idilio. Libre de querer, en esos susurrantes dúos diarios, Fanny llegó a sentir que su corazón tenía ganas de llorar de tanta dicha.

Ya no podían más. Y así una noche; Leandro, saltando fogosamente sobre las conveniencias, se levantó en el momento en que entraba la madre y pidió su mano. La señora aparentó discreta sorpresa.

—¿Qué dices, mi hija? —se volvió con animosa sonrisa a Fanny.

La joven, rendida en el sofá de dichosa y finalizante emoción, no tuvo más que una húmeda e interminable mirada de agradecimiento a Leandro.

—Pero, en fin, ¿lo quieres? —insistió la señora.

—Sí —murmuró.

Entonces la madre y Leandro soltaron una carcajada.

—¡Perfectamente! Lo quieres, ¿no? ¡Me alegro mucho, mucho! —se desahogó su madre por fin—. Pero Leandro no te quiere ni te ha querido nunca, sábelo, mi hijita. Todo ha sido una farsa, una farsa, ¿entiendes? Que te lo diga Leandro, bastante buen amigo para haberse prestado a esta ridícula comedia, ¡ridícula para ti! ¡Dígale, Leandro, dígale que todo es mentira, que usted no la ha querido nunca, nunca!

Leandro se reía, contento de sí mismo.

—Es verdad, Fanny; su mamá me habló un día y consentí. ¡Qué bueno!… Y le aseguro —se volvió a la madre con una sonrisa de modesto orgullo— que no me hubiera creído tan buen actor. ¡Dos meses seguidos!…

—¡Gracias, Leandro; no sé cómo agradecerle lo que ha hecho! Venga, acérquese bien a su enamorada.

Y se colocaron a su frente, riéndose de ella.

—¡Ya sabes que ha estado jugando contigo! ¡Que jamás te quiso! ¡Que se ha burlado de ti! ¿Oyes? Ahora, quedarás curada por un largo tiempo. Vámonos, Leandro.

—La verdad es que me quería —se pavoneó aún Leandro, mirando al salir victoriosamente a Fanny.

La criatura, en su trémula pubertad, quedó inmóvil, dejando correr en lentas lágrimas la iniquidad sufrida, con la sensación oscura en el alma —pero totalmente física— de haber sido ultrajada.

Lucila Strinberg

Yo pretendí durante tres años consecutivos, antes y después de su matrimonio, a Lucila Strinberg. Yo no le desagradaba, evidentemente; pero como mi posición estaba a una legua de ofrecerle el tren de vida a que estaba acostumbrada, no quiso nunca tomarme en serio. Coqueteó conmigo hasta cansarse, y se casó con Buchenthal.

Era linda, y se pintaba sin pudor, las mejillas sobre todo. En cualquier otra mujer, aquella exageración rotunda y perversa habría chocado; en ella, no. Tenía aún muy viva la herencia judía que la llevaba a ese pintarrajeo de sábado galitziano, y que tras dos generaciones argentinas subía del fondo de la raza, como una cofia de fiesta, a sus mejillas. Fantasía inconsciente en ella, y que su círculo mundano soportaba de buen grado. Y como en resumidas cuentas la chica, aunque habilísima en el flirteo, no ultrapasaba la medida de un arriesgado buen tono, todo quedaba en paz.

Yo no conocía bastante al marido; era de origen hebreo, como ella, y tenía, en punto a vigilancia sobre su mujer, el desenfado de buen tono de su alta esfera social. No me era, pues, difícil acercarme a Lucila, cuanto me lo permitía ella.

Mi apellido no es ofensivo; pero Lucila hallaba modo de sentirlo así.

—Cuando uno se llama Ca-sa-cu-ber-ta —deletreaba— no se tiene el tupé de pretender a una mujer.

—¿Ni aun casada? —le respondía en su mismo tono.

—Ni aun casada.

—No es culpa mía; usted no me quiso antes.

—¿Y para qué?

Inútil observar que al decirme esto me miraba y proseguía mirándome un buen rato más.

Otras veces:

—Usted no es el hombre que me va a hacer dar un mal paso, señor Casa-cuberta.

—Pruebe.

—Gracias.

—Hace mal. Cuando se tiene un marido como el señor Buchenthal, un señor Casacuberta puede hacer su felicidad. ¡Vamos, anímese!

—No; desanímese usted. —Y añadía—: Con usted, por lo menos, no.

—¿Y con otro?

—Veremos.

—¡Pero por qué diablos conmigo no!

—Porque…

Y me miraba insistentemente como quien detalla un vestido.

—Porque… Algún día se lo diré. Levántese… No me deja ni mover siquiera.

Otra vez:

—Vea, Casacuberta: si usted quiere serme agradable ¿sí?, tome mañana mismo el tren, váyase a Bolivia, a la Patagonia, construya dos o tres puentes, haga una bonita fortuna, y después venga; le prometo esperarlo.

Yo soy ingeniero, y capaz de hacer un puente desde la Patagonia a Bolivia. Pero ensamblar hierros T y doble T por dejar de verla, no.

Por lo cual objetaba:

—¿Y para qué quiere fortuna? ¿No le basta con la de Buchenthal? No se va a comer la mía, supongo…

—No; y menos con esta nueva grosería suya… Váyase, déjeme. Haga lo que le digo, y después hablaremos.

Difícil, como se ve, mi adorada. Pero, Casacuberta y todo, yo no perdía las esperanzas. Un amante tenaz preocupa muy poco a una mujer feliz; pero se torna terriblemente peligroso, por poco que aquélla lo crea todo perdido.

¿Qué podía perder Lucila? No lo sé, o no lo sabía entonces. Poco después del trozo de diálogo que acabo de contarles, entró en escena L. M. F. Las iniciales bastan, supongo. La primera vez que lo vi arrinconado con Lucila, usando, presumo, de todos los recursos de su sentimentalidad muy grande de artista, no preví nada bueno para mis esperanzas. En el primer garden party volví a hallarlos extraviados bajo un parasol, y de noche le dije a Lucila:

—Deje a L. M. F.; no es hombre para usted.

—¿Por qué? Es tan inteligente como usted, supongo.

—Más. Pero es un canalla.

—¡Casacuberta!

—Muy bien; no he dicho nada.

—¡Canalla!… ¿Porque usted lo siente más cerca de mí que lo que usted ha podido conseguir?

—No; créame, Lucila: déjelo. No es el hombre que usted cree.

—¡Ah, sí!… ¡Usted es ese hombre!

—Quién sabe; pero él, no. Después veremos.

Pasaron cinco meses; yo estuve todo ese tiempo en el sur. Una tarde, ya de vuelta, fui a ver a Lucila. No me quiso recibir; mas cuando ya me retiraba, llegó contraorden. Entré, y la vi muy descompuesta. Parecía sufrir en realidad, por lo que me respondió con muy breves palabras; muy breves y secas. Quise irme; pero me detuvo.

—¿A qué se va? —me dijo extrañada y sufriente—. Quédese.

No me miraba, pero tampoco miraba nada concreto. De pronto, volviéndose a mí:

—¿Cuántos individuos de su laya se pueden comprar con mil pesos?

Debo observarles que este término laya no era de su vocabulario, ni se lo había oído nunca. Debía, pues, estar profundamente herida.

—¡Respóndame! —insistió—. ¿Cuántos?… ¿Veinte o treinta? ¿Usted incluso? ¿Y ustedes son los intelectuales de este país?

En un instante lo vi todo: la conquista de M. F., y el cumplimiento de la profecía que le había hecho a Lucila.

—Deje a los intelectuales —le dije—. No sea injusta. Yo le advertí bien claro lo que le iba a pasar con él.

—¿…?

—Sí, M. F. ¿Es cierto?

No me respondió. Miraba inmóvil un punto, porque tenía ganas locas de llorar. Le tomé la mano, y los sollozos se desencadenaron entonces.

—¡Sí! ¡Sí!… ¡Es cierto, es cierto!… ¡Qué horror!… ¡Cómo puedo todavía mirarme a mí misma!…

Tenía razón, porque yo sé la cantidad de honor y sentimiento sincero que había tras el antifaz de sus bravatas, como en tantas otras chicas de envoltura histérica.

Me contó lo que había pasado, que es esto:

Seducida en primer término por la verba del hombre, y sobre todo cansada, enervada, al fin había cedido. Se veían en casa de él. L. M. F. —ustedes lo saben bien— sabe hacer las cosas. Su garzonera es un verdadero chiche, y Lucila llegaba a ella bajo un perfecto disfraz de mucama. El disfraz este está bastante de moda, y ella lo lucía bien. La aventura era arriesgada, aun al anochecer; de donde mayor encanto para Lucila. Pero L. M. sufría por el disfraz de su amada, que era en suma poco distinguido, y se sentía rebajado ante los ojos de su mucamo, que hacía pasar a la vulgar visitante con una chocante sonrisita. Esta sonrisita entraba hasta el fondo de la vanidad del amante, por lo cual una noche, habiendo llegado Lucila con un poco de adelanto, oyó que L. M. F. insinuaba a su valet, en pastosa voz de confidencia:

—¡Qué mucama ni mucama, zonzo!… No sabés distinguir… Es la señora de Buchenthal… Silencio, ¿eh?…

Éste es el caso.

—¡Y ésta es la amargura que me tocaba conocer aún, de ustedes los intelectuales! —concluyó Lucila—. ¡Muy poco le importaba al señor L. M. F. poseerme! ¡Lo importante para él era que su lacayo supiera que yo era la señora de Buchenthal!

Pasó un buen rato. Tras el sarcasmo de su lento cabeceo, había un hondo raudal de lágrimas por un sacrificio inútil, incomprendido y sin sabor. Le tomé de nuevo la mano, y ella vino dócil a apoyarse en mi hombro.

—Lucila…

—No, no… —me dijo tristemente, pasándome su mano por el pecho—. Ya no valgo para nada…

—Para mí, sí.

—Para usted, no… Y usted tampoco para mí. Usted es el único hombre —se apartó mirándome— con quien hubiera sido feliz… ¿Me oye ahora? Un día se lo di a entender… Ya esto está concluido… ¡Dejemos!

Todo concluido. Yo era al parecer el hombre a quien ella quería, y por esto mismo me había resistido para ceder a un literato vanidoso. Entienda usted ahora a las mujeres.

Un idilio

I

«… En fin, como no podré volver allí hasta fines de junio y no querría de ningún modo perder aquello, necesito que te cases con ella. He escrito hoy mismo a la familia y te esperan. Por lo que respecta al encargo… etcétera».

Nicholson concluyó la carta con fuerte sorpresa y la inquietud inherente al soltero que se ve lanzado de golpe en un matrimonio con el cual jamás soñó. Su esposa sería ficticia, sin duda; pero no por eso debía dejar de casarse.

—¡Estoy divertido! —se dijo con decidido mal humor—. ¿Por qué no se le habrá ocurrido a Olmos confiar la misión a cualquier otro?

Pero enseguida se arrepintió de su mal pensamiento, recordando a su amigo.

—De todos modos —concluyó Nicholson—, no deja de inquietarme este matrimonio artificial. Y siquiera fuera linda la chica… Olmos tenía antes un gusto detestable. Atravesar el atrio bajo la carpa, con una mujer ajena y horrible…

En verdad, si el matrimonio que debía efectuar fuera legítimo, esto es, de usufructo personal, posiblemente Nicholson no hubiera hallado tan ridícula la ceremonia aquella, a que estaba de sobra acostumbrado. Pero el caso era algo distinto, debiendo lucir del brazo de una mujer que nadie ignoraba era para otro.

Nicholson, hombre de mundo, sabía bien que la gracia de esa vida reside en la ligereza con que se toman las cosas; y si hay una cosa ridícula, es cruzar a las tres de la tarde por entre una compacta muchedumbre, llevando dignamente del brazo a una novia que acaba de jurar será fiel a otro.

Éste era el punto fastidioso de su desgano: aquella exhibición ajena. Ni soñar un momento con una ceremonia íntima; la familia en cuestión era sobrado distinguida para no abonar diez mil pesos por interrupción de tráfico a tal hora. Resignose, pues, a casarse, y al día siguiente emprendía camino a la casa de su futura mujer.

Como acababa de llegar del campo, donde había vivido diez años consecutivos, no conocía a la novia. Recordaba, sí, vagamente a la madre, pero no a su futura, que, por lo demás, era aún muy jovencita cuando él se había ido. La madre no era desagradable —decíase Nicholson, mientras se encaminaba a la casa—, aunque tenía la cara demasiado chata. No me acuerdo de otra cosa. Si la chica no fuera mucho peor, por lo menos…

Vivían en Rodríguez Peña, sobre la Avenida Alvear. Nicholson se hizo anunciar, y la premura con que le fue abierto el salón probole suficientemente que su persona era bien grata a la casa.

La señora de Saavedra lo recibió. Nicholson vio delante de sí a una dama opulenta de carne, peinada con excesiva coquetería para su edad. Sonrió placenteramente a Nicholson.

—… Sí, Olmos nos escribió ayer… Muchísimo gusto… No hubiéramos creído que se quedara aún allá… La pobre Chicha… Pero, en fin, hemos tenido el gusto de conocerlo y de…

—Sí, señora —se rió Nicholson—, y de ser recibido con un título que no había soñado jamás.

—Efectivamente —soltó la risa la señora de Saavedra, perdiendo un poco, al echarse atrás, el equilibrio de sus cortas y gruesísimas piernas—. Si me hubieran dicho hace un mes… ¡qué digo un mes!, dos días solamente, que usted se iba a casar con mi hija… Es menester que la conozca, ¿no es cierto? Pero ahí viene, creo.

Nicholson y la señora de Saavedra dirigieron juntos la vista a la portada donde apareció una joven de talle muy alto, vestido muy corto y vientre muy suelto. Era evidentemente mucho más gruesa de lo que pretendía aparentar. Por lo demás, la elegante distinción de su traje reforzaba la vulgaridad de una cara tosca y pintada.

—Creo recordar esta cara —se dijo Nicholson, a tiempo que la señora exclamaba:

—¡Ah! Es María Esther… Mi sobrina más querida; está unos días con nosotros, señor Nicholson… Mi hijo: el amigo de Olmos, que nos hará el honor de unirse a nuestra familia.

—Aunque provisoriamente, señorita, lo que causa mi mayor pesar —concluyó Nicholson, muy satisfecho del modo cómo allí tomaban las cosas.

—¿Ah, sí? —se rió María Esther, sin que se le ocurriera ni pudiera habérsele ocurrido otra cosa. Se sentó, echando el vestido de lado con un breve movimiento. Y entonces, seria ya, midió naturalmente de abajo arriba a Nicholson.

Un momento después entraba Sofía. Tenía el mismo cuerpo que su prima, y la misma elegancia de vestido. Igual tipo vulgar de cara, con idéntico estuco; pero la expresión de los ojos denunciaba más espíritu.

—¡Por fin! —exclamó la madre con un alegre suspiro—. Su prometida, señor Nicholson… ¿Quién te hubiera dicho, mi hija, que te ibas a casar en ausencia de tu novio, eh?

—¡Ah, sí! —se rió la joven, exactamente con la misma elocuencia de María Esther. Pero agregó enseguida—: Como el señor Nicholson es tan amable…

Y sus ojos se fijaron en él con una sonrisa en que podía hallarse todo, menos cortedad.

—Esta chica debe de tener un poco de alma —pensó Nicholson.

Entretanto, la joven se había sentado, cruzándose de piernas. Como estaba de perfil a la luz, su cabello rubio centelleaba, y el charol de su pie arqueado a tierra proyectábase en una angosta lengua de luz.

Nicholson, charlando, la observaba. Hallábale, a pesar de su cabello oxigenado y su insustancialidad, cierto encanto. Como su prima, no sabía mucho más que las gracias chocarreras habituales en las chicas de mundo. Pero su cuerpo tenía viva frescura, y en aquella mirada había una mujer, por lo menos, cosa de que se alegraba grandemente por Olmos.

—En fin —reanudaba la señora de Saavedra—, aunque deploramos la ausencia de Olmos, porque un casamiento por poder está siempre lleno de trastornos, no…

—¿Trastornos? —preguntó Nicholson.

—Es decir… Ninguno, claro está. Pero comprenda usted bien… La pobre Chicha… ¿Verdad, mi hija, que desearías más…?

—Sí, señora, sí; de eso no tengo la menor duda —creyó deber excusarse Nicholson—. Sería inútil pedirle opinión a la novia.

—¿Le parece? —se rió Sofía.

—La elocuencia no es excesiva —pensó Nicholson—. En fin, Olmos sabrá lo que ha hecho.

Y agregó en voz alta:

—Me parece efectivamente inútil pedir su opinión al respecto, y no así si la pregunta me hubiera sido hecha a mí.

La joven, aunque sin entender, se rió de nuevo.

—Por lo demás —prosiguió la madre—, supongo que Olmos le habrá dicho por qué no ha podido esperar. ¿Le dijo a usted por qué tenía necesidad…?

—Sí, señora; creo que una herencia…

—Sí; mamá, antes de morir, hace cuatro años, impuso como condición para la mejora que Sofía se casara a la edad en que se casó ella y me casé yo. Dicen los médicos que no tenía la cabeza bien… Mamá, la pobre… Son trescientos mil pesos, usted comprende… Olmos, por bien que esté… Pensábamos efectuar la ceremonia a fin de este mes, en que Chicha cumple veinticuatro años. Olmos debía estar aquí para entonces, pero ya ve… No ha podido.

—En efecto —asintió Nicholson.

Y un rato después, cumplida su misión primera, se despedía de las damas.

II

Así, sin desearlo ni esperarlo, Nicholson se vio envuelto en un compromiso a toda carrera, puesto que debería casarse antes de un mes. Aunque se esforzaba en asegurarse a sí mismo de que todo aquello era ficticio, que jamás sería el marido de aquella chica, ni ella su mujer —lo que parecíale ya menos horrible—, a pesar de todo se sentía inquieto. Gran parte de esto provenía de la pomposa celebración de sus bodas. Alguna vez atreviose a insinuar a la familia que él, futuro esposo honorario, consideraba mucho más discreto una ceremonia íntima. ¿Con qué objeto festejar una boda de simple fórmula, a la que no aportarían los novios la alegría de un casamiento real?

Pero la señora de Saavedra lo detuvo: ¡Una ceremonia íntima! ¿Por qué? ¡Sería horrible eso! ¡No estaban de duelo, a Dios gracias! ¿Acaso no se sentían todos llenos de felicidad por ese matrimonio? ¿No era él un amigo de la infancia de Olmos? Y luego, el traje de Chicha; las amigas todas que deseaban verla casada, sin recordar lo que correspondía a su rango en la sociedad. ¡No, por favor!…

Nicholson se rindió enseguida ante la última razón, que era específica.

Entretanto frecuentaba la casa con mucha cordialidad, conservando siempre sus conversaciones con Sofía el tono ligero de la primera vez.

Comprobaba que Sofía era mucho más despierta de lo que se había imaginado. Acaso no tenga mucha alma —se decía—; pero sí una maravillosa facultad de adaptación. En las dos últimas veces no le he oído una sola frase chocarrera. Si sus amigos habituales no le pervirtieran el gusto con sus chistes de jockeys, esta chica sería realmente aguda. Lástima de cara vulgar; pero una frescura de cuerpo y una mirada…

III

De este modo llegó por fin la víspera del gran día. Nicholson cenó con la familia, honor que correspondía de derecho a un futuro miembro de ella, bien que totalmente adventicio.

—Sí —protestaba Nicholson—. Jamás creí que llegaría a ser marido en tan deplorables condiciones.

—¡Cómo! —replicó la señora de Saavedra.

—¿Y le parece poco, señora? ¿Cree usted que voy a tener muy larga descendencia de este matrimonio?

—¡Oh, otra vez! —se rió la señora—. Se está volviendo muy indiscreto, Nicholson… Además —prosiguió reconfortada—, Chicha la tendrá.

—¿Qué cosa?

—Descendencia.

—¡Lo que es un gran consuelo para mí!

—Chicha le pondrá su nombre a su primer hijo.

—Y yo lo querré mucho, señora; tanto más cuanto que debería haber sido mío.

—¡Nicholson!… Le voy a contar todo lo que dice a Olmos. Chicha: consuélalo.

—¿Cómo, que me consuele? —exclamó vivamente Nicholson.

—¡Si dice una cosa más de ésas, no se casa con mi hija, señor Nicholson! ¡Qué hombre! —concluyó la madre levantándose.

Pasaron a la sala. Durante un largo rato la conversación tornose grave. No quería la señora que el menor detalle de la gran ceremonia pudiera ser olvidado. Cuando todo quedó dispuesto y fijado prolijamente en la memoria, Nicholson se aproximó a Sofía.

—Veamos, mi novia —le dijo, acercando bien su rostro—. ¿Va a ser feliz?

La joven demoró un momento en responder.

—¿Cuándo?

—¡Hum!… Yo tengo la culpa; muy bien respondido. Mañana, mi novia.

—Sí; mañana, sí…

—¡Ah! ¿Y después, no? ¡Señora! —volvió la cabeza Nicholson—. Lo que responde su hija no está bien. Concluiré por enamorarme seriamente de ella.

—¡Muy bien merecido! Usted solo tendría la culpa.

—¿Y si ella, a su vez…?

—¡Ah, no, señor pretencioso! —se rió la madre—. ¡Eso no, esté usted seguro!

Nicholson retornó a Sofía. En voz baja:

—¿De veras?

La respuesta no llegaba, pero la sonrisa persistía.

—No sé…

Nicholson sintió un fugaz escalofrío y la miró fijamente.

—Me voy, señora —agregó—. Es menester que mañana tenga el espíritu firme.

—Venga un momento de mañana; esperamos telegrama de Olmos. Además, cualquier cosa que pudiera ocurrir…

—Vendré.

Y como Sofía lo despidiera con un «Mi marido…», la madre saltó:

—¡No, por Dios! Tu marido, todavía no. Tu novio, sí.

—¿Cree usted, por toda la desventura de los cielos, que habrá para mí diferencia cuando lo sea? —se volvió Nicholson.

—No, ninguna, por suerte. Y váyase, hombre loco.

IV

A la mañana siguiente tenía aún la señora de Saavedra el telegrama en la mano, cuando Nicholson llegó.

—¡Ah! Me alegro de que llegue ahora. ¿Sabe lo que dice Olmos?… Que no podrá venir hasta agosto. ¡Dos meses más! ¿Ha visto usted cosa más disparatada? ¡Su congreso, su congreso!… ¡Pero yo creo que su novia vale más que todo eso! ¡Pobre, mi hija!… ¿Usted no tuvo noticias?

—No, fuera de la carta última… ¿En qué pensará Olmos?

—Eso es lo que nos preguntamos todos en casa: ¿en qué pensará? ¡Mi Dios! ¡Cuando se tiene novia, se puede ser un poco menos cumplidor de sus deberes!…

—¿Y Sofía? ¿Llorando?

—No; está adentro… ¿Cómo quiere que no esté resentida con él? ¡Supóngase qué poca gracia puede hacerle esto! ¡Ah, los hombres!…

Como Nicholson quería discretamente irse, la señora de Saavedra lo detuvo.

—No, no, espérese; ahora va a venir Chicha… Por lo menos nos queda usted —se sonrió, más calmada ya.

Sofía llegó. Estaba un poco pálida, y sus ojos, alargados por el pliegue de contrariedad de su frente, dábanle un decidido aire de combate. Queda mucho mejor así, no pudo menos de decirse Nicholson.

—¿Qué es eso, Sofía? ¿Parece que Olmos no quiere venir?

—No, no quiere. ¡Pero si él cree que me voy a afligir!…

—¡Vamos, Chicha! —reprendiola la madre.

—¿Y qué quieres que haga yo? ¡Que se divierta allá! ¡Hace muy bien! ¡Lo que es por mí!…

—¡Chicha! —exclamó la señora, seria esta vez. Pero agregó para apaciguarla—: Mira que está tu marido delante. ¿Qué va a creer de ti?

La joven se sonrió entonces, volviendo los ojos a Nicholson.

—¿Usted me querrá, no es cierto, a pesar de todo?

—No veo por qué a pesar de todo. Con todo me parece mejor dicho…

—¿Y si Julio no viene hasta fin de año?

—La querré hasta fin de año.

—¿Y si no viene nunca?

—¡Nicholson, váyase! —interrumpió la señora de Saavedra—. Ya comienzan ustedes a disparatar. Chicha tiene que peinarse…

—Muy bien. A las tres, ¿verdad?

—No; esté aquí a las dos; es mejor.

V

De este modo, Nicholson se casó a las tres de ese día ante las leyes de Dios. Contra todo lo que esperaba, no se sintió inmensamente ridículo ostentando del brazo una novia que de ningún modo le estaba destinada. Hubo, sin duda, muchas sonrisas equívocas, e infinidad de groserías por parte de sus amigos. Pero, por motivos cualesquiera, sobrellevó con bastante alegría aquel solemne y grotesco pasaje bajo la carpa vistosa, como un rey congo, por entre una muchedumbre femenina que iba curiosamente a ver la cara que tiene una futura mujer.

Su relación con la familia Saavedra conservó el mismo carácter, jovial con la madre y de punzante juego con Sofía. No siempre la madre oía aquellos diálogos de muy problemática discreción, que, por lo demás, no la hubieran inquietado en exceso. ¿Qué era todo, en suma? Un poco de flirt con un hombre buen mozo y ligado a su hija con tal impertinente lazo, que hubiera sido de mal tono impedir aquél. La situación, de por sí equívoca, imponía elegantemente la necesidad de un flirteo agudo, como un almizcle forzoso a la desenvoltura de las muchachas de mundo.

Este sello de buen tono —que no es sino una provocativa manifestación de confianza en las propias fuerzas, que agudiza el deseo de afrontar el vértigo de los paraísos prohibidos— érale a Sofía doblemente indispensable por su ambiente y su condición de joven esposa. ¿Qué más picante flirt que el entretejido con un hombre a quien había jurado estérilmente ser condescendiente esposa?

Por todos estos motivos, la señora de Saavedra sentía muy escasa curiosidad de oír lo que se decían su hija y Nicholson.

—Paréceme que mi señora suegra tiene gran confianza en mí —decíale en tanto Nicholson a Sofía, sentado aparte con ella.

—Es muy natural —respondiole ella—; lo raro sería que no la tuviera.

—¿Y usted?

—¿Que… yo?

—Confianza en mí.

Sofía entrecerró los ojos y lo miró adormecida:

—¿De que no me va a ser infiel con otras?…

Bruscamente Nicholson extendió la mano y la cogió de la muñeca. Sofía se estremeció al contacto y abrió vivamente los ojos, mirando a su madre. Nicholson se recobró y retiró la mano. Pretendió sonreírse, pero apenas lo consiguió. Ni uno ni otro tenían ya la misma expresión.

—¿Tendría confianza en mí? —agregó él al rato, repitiendo inconscientemente la pregunta anterior.

Sofía lo miró de reojo:

—No.

—¿Por qué?

—Porque no —repuso sólo.

La respuesta era rotunda.

—¿Pero por qué?

—Porque no.

Nicholson se detuvo y la miró con honda atención.

Sí, sí, era indudable; era aquel mismo cabello oxigenado, las mismas cejas pinceladas y la misma porfiada pesadez mental que retornaba de vez en cuando. Pero sus ojos, los de él, de Nicholson, no veían más que su pelo, su cara, la penetrante frescura de aquella mujer que era casi, casi suya…

Un momento después se retiró, muy fastidiado. En la calle reconsideró todas las cualidades de Sofía con minuciosa prolijidad. Recordó, sobre todo, la impresión primera, cuando la conoció: la cara vulgar y estucada, sus gracias chocarreras de jockey, la desenvoltura provocante de su cruzamiento de piernas, su vulgaridad intelectual. Ahora no conservaba de todo esto sino el concepto. Fijábala en su memoria atentamente; constataba que así era ella en efecto, pero no veía. Hallábase en el caso de las personas que por la fuerza de la costumbre han llegado a no apreciar más lo chocante de un rasgo; con la diferencia, en la situación de Nicholson, que se trataba de una muchacha joven, fresquísima, a cuya casa iba, sin darse cuenta, más a menudo de lo que hubiera sido conveniente.

—Por todo lo cual —se dijo al entrar en su casa— dejaré de visitarla. Lo que ignoro es qué felicidad podrá caberle a Olmos con esa muchacha. Y pensar que a fuerza de verla he llegado a no notarlo más…

Y muy reconfortado con su reacción, acostose decidido a no ver a la familia de Saavedra hasta ocho días después.

VI

A la noche siguiente, la señora de Saavedra disponíase a hacer llamar el automóvil, cuando vio entrar a Nicholson.

—¡Oh, Nicholson! —sonriole sorprendida—. ¿Otra vez por aquí? Pero esta vez nos vamos; ¿nos acompaña a Mefistófeles? ¿Usted también iba?

—Sí, pero más tarde… Quise pasar por aquí un momento a saludarlas.

—Muy amable, Nicholson… ¡Sofía! Está tu marido.

Antes de que la madre la llamara, Nicholson había oído el largo y pesado paso, como al desgaire, de las chicas de mundo. Y constató, con una ligera pausa de la respiración, que los pasos se habían hecho bruscamente más rápidos al ser él nombrado…

Sofía apareció, pronta ya con la salida de teatro caída sobre un hombro; y mientras llegaba hasta él, Nicholson leyó en sus ojos brillantes de cálido orgullo la seguridad que de sí misma tenía con el ancho y hondo escote que entregaba a su mirada.

—¡Sí, perfectamente! —le dijo Nicholson.

—¡Sí, sí! —repuso ella.

—¿Qué… sí?

—Lo que usted piensa.

—¿Ahora mismo?

—No sé si ahora mismo… Que estoy menos fea, ¿verdad?

—Menos fea… menos fea… —murmuró Nicholson, devorando la carne con los ojos.

—Y además, vino hoy —prosiguió ella, embriagada por contragolpe de la embriaguez en que Nicholson empapaba su contemplación.

—Sí, vine hoy, y no pensaba venir en mucho tiempo.

La señora de Saavedra, ya de vuelta, oyó las últimas palabras.

—¡Bueno, Nicholson! Nos vamos. ¿Irá a vernos?

—Sí, pero tarde. Y si Sofía llora…

—¡Más llorará usted cuando vuelva Olmos! Hasta luego.

Concluía el tercer acto cuando Nicholson entró en el palco. A más de la familia de Saavedra, había allí la prima que Nicholson conociera en la primera visita; su hermano, y una amiga, la ineludible amiga de las familias que tienen palco. En el entreacto, Nicholson maniobró hasta apartarse con Sofía, maniobra inútil, por lo demás, ya que su carácter de esposo equívoco y flirt forzoso abríale complacientemente el camino a los vis-à-vis estrechos.

—Fíjese en la envidia con que nos miran —decíale Nicholson, mientras de brazos en el antepecho recorría curiosamente la sala.

—¡Ah! ¿A mí también me miran con envidia?

—¡Indudablemente! Yo soy su esposo.

—Bien lo querría usted.

—¿Y si Olmos muriera?

El diálogo se cortó bruscamente. Sofía volvió naturalmente la vista a otro lado, y no respondió. Nicholson, después de una pausa, insistió:

—¡Respóndame! ¿Y si Olmos muriera?

La joven repuso, sin volver a él los ojos:

—No sé.

—¡Respóndame!

—No sé.

—¡Sofía!…

—No sé.

Nicholson calló, irritado. Ya está de nuevo como antes —se dijo—. Su inteligencia no es capaz de otra cosa que los no sé. Lo que me sorprende es cómo se le ocurren a veces respuestas vivas. No sé, no sé… Ahora sí está contenta, cambiando con su prima cuantas expresiones lunfardas han aprendido hoy. Se mueren de alegría… Y con esa imbecilidad y esa cara… Y ese escote de marcheuse

Decididamente, sentíase de más en el palco. Saludó a las señoras, cambió un fugaz apretón de mano con Sofía, y se retiró con un suspiro de desahogo. ¿Qué hacía él en verdad charlando de ese modo con la muchacha más insustancial del orbe entero? ¡Si aun fuese linda, por Dios! En cuanto a su amigo, ignoraba él hasta dónde estaba Olmos enamorado de la joven heredera con mejora de trescientos mil pesos. Su amistad con Olmos databa de la infancia. Pero en los últimos diez años no se habían visto una sola vez. Olmos, recordando la fraternidad infantil, habíale confiado la misión aquella, que concluía, ¡por fin! Apenas veinte días más y Nicholson se vería libre de novia, esposa y toda la familia de Saavedra. ¡Y si a Olmos se le ocurriera siquiera volver antes!

VII

Consolado con esto, Nicholson pasó dos días sin soñar un segundo en ir a la calle Rodríguez Peña. Al tercero recibió carta de Olmos, en que le anunciaba su retorno, diez días antes de lo pensado. «Sin embargo —decíale— no me hallo bien del todo. Hace tres días que no tengo apetito alguno. Me canso y fastidio de todo. Debe de ser un poco de neurastenia que en cuanto pise el vapor, pasará».

Nicholson no vio en toda la carta sino que Olmos llegaría muy pronto, librándose para siempre de aquella vulgar muchacha. ¡Y si Dios quisiera hacerle temer una nueva pérdida de herencia para que el marido apresurara así su viaje, cuánto mejor!

Pero contra toda lógica, esto, que él consideraba una liberación, túvole todo el día irritado. Deseaba ardientemente que Olmos volviera, disgustándole al mismo tiempo su deseo. Y en su mal humor no notaba dos cosas: su creciente mala disposición para con Olmos, y su ensañamiento con Sofía. Ahora parecíale maravillosa la unión aquella: Olmos, con su hambre de heredera; ella, con su ciencia en destrozar visos de seda haciéndolos crujir sobre ruda etamina, conocimientos adquiridos ya a los nueve años en lecciones del «Sacré-Coeur».

Por todo lo cual Nicholson se felicitaba, lo que no impedía que su mal humor creciera siempre.

Al día siguiente fue a comunicar la feliz nueva a la familia Saavedra.

—Sí, también nos escribió a nosotros —le dijo la madre—. ¡Qué dicha! Así usted se verá libre de nosotros. ¡Pobre Chicha! ¡Ya era tiempo!

Sofía entró, y Nicholson notó claramente que la primera mirada de la joven había sido de examen a su expresión, para ajustar la suya a la de Nicholson. Pero la animosidad persistía en éste, perfectamente mal disfrazada.

—Inútil preguntar cuánta es su felicidad, ¿verdad? —se dirigió a ella.

—Ya lo supondrá usted, que ha sufrido un mes teniéndome por esposa.

—Si yo he sufrido —repuso Nicholson— es por…

—Porque soy fea, y porque tengo la cara plebeya, y porque soy estúpida, ¿no es eso?

—¡Chicha! —exclamó la madre sorprendida. El rostro demudado y la acentuación de las palabras de Sofía expresaban claramente que ya no eran ésas las locuras habituales en Nicholson y su hija—. ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? —prosiguió, estudiándola detenidamente con insistente mirada de madre.

Pero Sofía había enmudecido, Nicholson intervino:

—¡No, señora! Es una broma que tenemos con Sofía.

—¡Es que no!…

—¡Bueno, mamá! Son cosas nuestras de marido y mujer. ¿Verdad, Nicholson?

—Verdad, Sofía. Y tanto más cuanto que nuestro matrimonio está en vísperas de disolverse.

—Y muy a tiempo, me parece —repuso rotundamente la señora de Saavedra.

—Por lo cual me voy —dijo Nicholson, levantándose.

La señora lo examinó inquieta.

—¡Supongo que usted no es tan niño para haberse enojado por lo que he dicho!

—No es enojo, pero sí amargura. Perder nuestra mujer al mes y medio de casados…

—¿De veras? ¿Le da tanta pena, Nicholson? —se rió Sofía, con una punta de impertinente desprecio.

—Por mí, tal vez no; pero sí por Olmos.

—¡Ah! ¿Y por qué?

—Porque tendrá que sufrir con usted lo que he sufrido yo.

Y Nicholson leyó en la expresión súbitamente contraída de Sofía: «Sí, ya sé: mi cara chata, mi estupidez…»

—¡Si la hubiera querido menos! —concluyó Nicholson, riéndose, para mitigar la dureza anterior.

Pero la señora de Saavedra, cuyos ojos persistían en observar hondamente a su hija, hallaba por fin excesivo aquel flirt. Que Chicha gustara de Nicholson, muy bien, porque su hija era demasiado distinguida para adorar ciega y exclusivamente a su marido. Pero que se interesara en ese amorío hasta cambiar de color, eso podía comprometerla demasiado ante los demás, y sobre todo, demasiado pronto… Por suerte, Olmos estaba ya en viaje.

—Ahora que recuerdo —exclamó la madre—, es muy extraño que Olmos no nos haya hecho telegrama al embarcarse. Ya debe estar en viaje.

—Sí, yo también me he acordado de eso —respondió Nicholson—. Tal vez quiera sorprenderlas.

—Tendrá celos —se rió nerviosamente Sofía. Su madre se volvió a ella con el gesto duro.

—¡Para ser tu marido, te ríes ya bastante de él!

—Después se reirá él de mi inteligencia… ¿No es cierto, Nicholson?

—No sé —repuso éste ligeramente para cortar de una vez, y dándole la mano—. No sé, porque me voy para siempre.

—¡Qué desesperación la mía, Nicholson!

—Todo pasará.

La señora de Saavedra creyó, sin embargo, deber aplacar esta tirantez…

—¿Hasta cuándo, Nicholson? —preguntole con naturalidad.

—Uno de estos días… Adiós.

VIII

Nicholson caminó largo rato, evocando todos los detalles de su visita anterior. Sentíase, sin saber por qué, muy disgustado de sí mismo, como si hubiese cometido una cobardía. Tenía, sobre todo, fijo en sus ojos el rostro demudado de Sofía cuando ésta había adivinado exactamente lo que él pensaba de ella. La sorpresa ante esa penetración inesperada que ya lo había confundido al oírla, reforzaba su malestar. No la hubiera creído Nicholson capaz de eso… Aquello denunciaba algo más que simple agudeza… Un detalle cabía solamente para explicar esa perspicacia de una inteligencia vulgar, sólo uno: que Sofía lo quisiera, y que lo quisiera mucho…

Y la sensación de haber cometido una baja cobardía traíale de nuevo el hondo disgusto de sí mismo. Repetíase en vano para calmarse: Sí, es fea, se pinta, no sabe sino destrozar visos. Pero no sentía lo que decía; la veía únicamente demudada por su brutal opinión. ¡En fin, todo aquello se acababa, y mejor! Iría aún una o dos veces a lo de Saavedra, antes que llegara Olmos. Y él, Olmos…

El corazón se le detuvo sintiéndose bruscamente mareado. Hasta ese momento no se había representado con precisión que ella sería la mujer de otro. Olmos, efectivamente, y muy pronto, sería su marido…

Apresuró el paso, esforzándose en pensar en otra cosa, en cualquiera, en una puerta de su casa, que chirriaba; en los aeroplanos búlgaros; en las infinitas marcas de cigarrillos que se ven cada día…

Tomó, por fin, un coche y se hizo llevar a Palermo, atormentándose en todo el camino con la seguridad plena de que había cortado como un estúpido su vida.

IX

Se hallaba aún en este estado a la mañana siguiente, cuando recibió el telegrama:

«Olmos gravísimo tifoidea. Prepare familia».

Algo como un hundimiento de pesadilla, una angustiosa caída de que se cree no salir en todo el infinito del tiempo, sofocó a Nicholson. ¡Olmos se moría! ¡Estaba muerto ya, seguramente! Luego Sofía…

Pero sus últimas veinticuatro horas de sufrimiento habíanle dado tal convicción de lo estéril, de lo jamás conseguible, de la imposibilidad absoluta de un solo segundo de dicha, que ese delirante anuncio de vida tenía la angustia de un vértigo. Olmos gravísimo de tifoidea… Sí, era el malestar de la carta, la falta de apetito. Y había muerto… ¡Sofía, Sofía!

Ahora era el grito de todo el hombre por la mujer adorada, el ímpetu de felicidad a que nos lanza el despertar de un sueño en que la hemos perdido. ¡Suya! ¡Solamente de él, Nicholson!

No tenía la menor duda de que el telegrama era simplemente preparatorio. Murió, murió —se repetía—, sin hallar, ni buscarlo tampoco, el menor eco de su alma. Esa persona debía haber abrazado, besado a su Sofía… ¡Ah, no! ¡De él, únicamente, y nadie más!

Sentíase, sin embargo, demasiado agitado para ir enseguida a lo de Saavedra. Pasó el día vagando en auto, y al llegar la noche y retornar a su casa, encontró el segundo telegrama:

«Avise familia Saavedra fallecimiento Olmos anoche».

¡Se acabó! Ya estaba todo acabado. La pesadilla había concluido. Ya no habría más cartas ni telegramas de Europa. Allí, en la calle Rodríguez Peña, estaba ella, sólo para él… ¡Sofía!

Eran las nueve cuando Nicholson llegó. Tuvo apenas tiempo de oír resonar sus propios pasos en la sala desierta, cuando sintió el avance precipitado de la señora de Saavedra. Apareció demudada, gesticulando.

—¡Pero ha visto usted cosa más espantosa! —se llevó las manos a la cabeza, sin saludarlo—. Hace media hora que hemos recibido el telegrama. ¡Y así, de repente! ¡Qué cosa horrible! Usted sabe, ¿no?… Figúrese la situación nuestra… ¿Pero cómo ha sido eso?…

—¿De quién es el telegrama? —interrumpiola Nicholson, extrañado—. Yo recibí uno, diciéndome que les avisara a ustedes…

—¡No sé, qué sé yo!… Zabalía… cosa así. Algún comedido… ¡Pero si supiera el pobre Olmos la gracia que nos hace!… ¿Y por qué quedarse allí tanto tiempo?, es lo que yo digo. Y vea a la pobre Chicha… viuda, así, porque sí, casi en ridículo. ¡Esas cosas no se hacen, mi Dios! Vea: yo quería mucho a Olmos… ¡pero la situación ridícula, usted comprende!

Estaba profundamente contrariada.

—¡Yo me pregunto qué va a ser ahora de mi hija! Viuda, figúrese, porque el otro estaba en sus congresos… ¡Oh, no! Y ahí la tiene llorando… no sé si por el pobre Olmos, todavía… —agregó encogiéndose de hombros.

Pero Nicholson ardía en deseos de verla, de estar con ella.

—¿Muy desconsolada?

—¡Qué sé yo!… Está llorando… ¿Quiere verla? Háblele, es mucho mejor que usted le hable… Se la voy a mandar.

Nicholson quedó solo, y en los cinco minutos subsiguientes no hizo otra cosa sino repetirse que ahora él, personalmente, era quien la estaba esperando; y que dentro de cuatro minutos la tendría en sus brazos; y dentro de dos, únicamente; y dentro de uno…

Sofía llegó. Tenía los ojos irritados, pero el peine acababa, sin embargo, de componer aquella cabeza de llanto. Diole la mano con una sonrisa embargada, y se sentó. Nicholson quedó un rato de pie, paseándose ensombrecido.

—Estaba llorando y no se ha olvidado del peine —se decía. En una de sus vueltas, Sofía lo miró sonriendo con esfuerzo, y aunque él se sonrió también, su alma no se aclaró. Ella quedó de nuevo inmóvil, pasándose de rato en rato el revés de los dedos por las pestañas. Un momento después se llevó, por fin, el pañuelo a los ojos.

Nicholson sintió de golpe toda su injusticia. ¡Canalla! —se dijo a sí mismo—. Se peina porque te quiere, porque quiere gustarte todo lo posible, y todavía…

Con el alma estremecida se sentó a su lado y la cogió suavemente de la muñeca. Sofía soltó el llanto enseguida.

—¡Sofía!… ¡Mi amor querido!…

Los sollozos redoblaron, mientras la cabeza de la joven se recostaba en el hombro de Nicholson. Pero ahora, él lo sabía, aquel llanto no era el desamparo de antes, el temor de que Nicholson no la quisiera más.

—¡Mi vida! ¡Mía, mía!

—Sí, sí —murmuró ella—. ¡Tuya, tuya!

Las lágrimas concluían, y una mojada sonrisa de felicidad despejaba ya la sombra del rostro.

—¡Ahora sí! ¡Mi novia, mi mujercita!

—¡Mi marido! ¡Mío querido!…

Cuando la señora de Saavedra entró, no tuvo la más remota duda.

—¡Es lo que me había parecido ya desde hace tiempo! No podían ustedes terminar en otra cosa… ¡Pero por qué no lo conocimos antes, Nicholson! ¡Figúrese los inconvenientes de esto, ahora! Si al otro no se le hubiera ocurrido pedir a mi hija antes de irse… ¡En fin! Ya que se ha muerto, no nos acordemos más de él.

Y era lo que ellos hacían.


Publicado el 23 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
Leído 1.754 veces.