El Segundo y el Octavo Número

Horacio Quiroga


Cuento


Se trata de dos vidas sin interés, y la historia es sencilla, aunque el cambio de caracteres pueda sugerir fuertes ideas de complicación. El era en resumidas cuentas un artista de circo, sin porvenir, y ella no tenía familia alguna.

Fueron acróbatas, una pareja. La propiedad pide que de ella se trate al principio, por ser su importancia muy superior a la de su compañero. En efecto, la mujer tenía en este dúo el papel del músculo, y el varón el de la astucia. Hacían ejercicios formidables, como ser: el péndulo invertido, parado de manos, el sujeto hace oscilar su cuerpo por la sola fuerza de los puños; el nivel fijo, que consiste en cogerse de una barra por las manos, y extender el cuerpo horizontal, lo que es prodigioso; la gravitación vencida: echado de espaldas, el atleta afirma los pies en el suelo y levanta el cuerpo en extensión.

(Aunque de una dificultad casi milagrosa, este ejercicio es puramente muscular; no obstante, no se ocultaba al público un pequeño aparato de madera en que calzaban perfectamente los pies. El nombre de gravitación vencida y la creencia de ello se explica por la completa ignorancia de la ejecutante.)

Inútil es decir que sólo la mujer llevaba a cabo estas proezas. El, aunque fuerte, no podía. Pero en los ejercicios comunes era asombroso, suspendíase rígido con los dientes de su brazo extendido, como un pescado brutal; giraba como una honda, cogido a los cabellos de la atleta que le impulsaba con violentas rotaciones de cabeza; caía de lo alto sobre el vientre tendido de la mujer, que le repelía como una baja red de acero; finalizaba con un salto mortal desde la cabeza: su compañera tendía el busto adelante, y caía de golpe sobre sus senos.

Vestíanse de malla roja, y esta pareja llenaba el 2° número del programa en el circo donde les conocí.

Bobina era rubia, y por buena casi tonta. Sus ojos azules vertían una luz grande e inocente. Doblábase al rudo entrenamiento porque él así lo quería.

¿Le agradaba el ejercicio?

Sí, sin duda. A veces le dolían un poco los senos. Se dejaba pegar, ella que podía estrangularle con un solo dedo: no sabía más. Llenábala de orgullo la habilidad de Clito; cuando se retiraban de la pista bajo una lluvia de aplausos, seguía detrás de él, femenina, admirándole con honda ternura.

Clito era ya no joven y tenía el pelo entrecano. En estas ocasiones, a veces, se volvía contrariado:

—Estuviste estúpida, hoy. ¿Por qué no quedas más firme cuando salto?

Bobina le miraba con temeroso asombro. Bajaba los ojos jugando con los dedos:

—No sé... yo hice bien...

—Y luego el pelo... Sacude más la cabeza. Parece que te doliera, el pelo.

—No... no me duele...

Luego era común objeto de risa para la compañía. Dirigíanle preguntas terribles que la hacían casi llorar.

Clito —borracho— contaba de ella obscenidades sin nombre. Bobina, al otro lado de la carpa, lloraba en silencio. Era tan grande, que su llanto de amor causaba risa.

Algunos días Clito se mostraba casi afable. Bobina entreveía entonces un cielo lejano de apacible amor lleno de cordura, y soñaba toda esa tarde. Se ponía a su paso, le hablaba a cada momento, provocando la paz con sus ojos de amor, hasta que Clito rompía groseramente esa insistencia.

Una noche Bobina sufrió más. Clito la sintió quejarse y la interrogó:

—¿Qué tienes, Bobina?

—Nada... hice un movimiento.

—Y se calló, con los ojos abiertos a una dulce esperanza. Nunca la nombraba así...

Quedaron en silencio. Al rato Clito agregó:

—Creí que te quejabas...

—No —murmuró Bobina, ya a punto de llorar. Y de pronto todo su cándido y lastimado amor le subió a la boca imprudentemente. Sollozó:

—¡Si me quisieras!...

—Se calló, arrepentida ya. Clito se dio vuelta, con rabia:

—¡Estúpida! La culpa la tengo yo...

Las bromas aumentaban a tal punto que los mismos peones se reían de ella.

Comenzaba a ver a menudo a Clito y Luisa, la mayor de las cinco hermanas ciclistas. Se perdían en el circo oscuro de tarde.

—¡Eh, Bobina! —le gritaba Luisa—, ¿es cierto lo que dice Clito? Este, dado vuelta de espalda, contenía la risa.

Bobina, seguía su camino. Se echaban a reír a carcajadas.

—¡Pobre animal! —le dijeron un día—, ¡si es a Luisa que Clito quiere ahora! Todos los saben.

Bobina pasaba distraída, evitando verlos. Pero los amantes vivían tan descaradamente su unión, que una tarde Bobina al entrar en su cuarto encontró a Luisa en las rodillas de aquél. Se levantaron afectando no verla. Se despidieron bien alto:

—¿Esta noche?

—Esta noche. Adentro, una puerta se cerró violentamente.

—Sí —gritó entonces Clito saliendo ya fuera de la puerta—, ¡esta noche y mañana y pasado y traspasado!

Entró paseándose con las manos en los bolsillos, silbando a toda fuerza. Bobina caminaba de un lado a otro en la pieza contigua. Al fin se rebeló, parándose ansiosa en la puerta, casi sin poder hablar:

—Al menos... no aquí...

Clito se volvió rápidamente y echó su cara sobre la de ella:

—¿Y a ti qué te importa?

Bobina hacía fuerzas para respirar, mirándole.

—Di, ¿qué te importa?

Continuaba callada, pálida. Trató de retirarse, pero él la obligó de nuevo contra la pared:

—No, no quiero. ¡Di qué te importa, di qué te importa!

Pero alguien la consolaba a menudo:

—¿Por qué te dejas hacer todo eso? ¿Lo quieres mucho? Eres bien animal. Y luego un bruto que no merece que lo quieras; de veras un verdadero bruto.

Era un muchachón pálido. Llenaba el 8° número del programa con pesas enormes, como atleta que era. La trataba con alegre amistad, abrazándola en broma cuando estaban solos. Bobina le miraba pensativa: su corazón maltratado establecía dolorosas comparaciones.

Por diversas causas, Clito y Bonenfant no se querían: cambiaban de vez en cuando frases de grosera impertinencia, agravadas en los últimos tiempos por los dúos amicales de aquéllos.

Clito se ensañaba ferozmente ahora, recontando a diario aquellas infamias que atribuía a su amante. Trataba de que Bonenfant le oyera, mirándolo de reojo en los detalles crudos. El muchacho fingía no darse cuenta.

—Mira —dijo éste un día a Bobina—, yo no te quiero pero me das lástima. ¿Sabes lo que dice? Bueno, que no me fastidie.

Una semana después, Clito, que hablaba con Bobina, esperó que pasara Bonenfant y le dio una bofetada:

—¡Así!, ahora pide consejos.

El muchacho continuó su camino silbando al aire.

Esa noche Clito contaba el caso de la tarde, cuando entró Bonenfant.

—Este idiota —concluyó señalándole por encima del hombro— pasaba por allí.

Bonenfant sonrió mordisqueando las uñas.

—Sí —reforzó Clito exasperado—, idiota y cobarde. El muchacho, pálido, lo miró despacio:

—Eres un canalla sucio, nada más.

Clito saltó sobre él, rugiendo:

—¡Te voy a despedazar!

—¿Quién? ¿Tú? Yo te rompo la cabeza enseguida.

Soportó el choque, le cogió de la nuca y el pantalón y lo arrojó como a una silla, a destrozarse.

Fue enseguida al encuentro de Bobina, le contó todo:

—¡En fin!... Gritaba tanto que me dolían los oídos. Ya estaba cansado y quiso hacer una estupidez. ¿Por qué gritar así?... Creo que se ha roto un hombro.

Bobina se dejó caer en una silla, toda su vida humillada, llorando. Bonenfant, compadecido, se sentó a su lado, le levantó la cabeza a la fuerza, consolándola. Bobina, fluida de lágrimas y desamparo de corazón, le echó entonces los brazos al cuello, vertiendo en sus hombros todas las lágrimas de reconocimiento y agradecido amor:

—¡Cuánto te quiero!, ¡cuánto te quiero!

El muchacho, sorprendido, no supo qué decir. No esperaba ese amor que le ceñía el cuello sollozando. ¡Si no la quería! Al rato se encogió de hombros y la consoló:

—Bueno, Bobina... sí, yo también te quiero...

Al cabo de un mes Bobina era completamente feliz con su corazón sencillo y amoroso, no lastimado ahora. Vivía alegre, jugaba o lloraba. Pero eran lágrimas dulces que su corazón echaba afuera, de gratitud a la bella existencia, ¡cuán distinta!

Bonenfant tenía que defenderla de sus compañeros, acostumbrados con las brutales confianzas de Clito. Día a día tenía disgustos; y esto le era al muchacho tanto más doloroso, cuanto que en realidad no sentía ningún amor por Bobina.


Publicado el 24 de enero de 2024 por Edu Robsy.
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