El Sentimiento de la Catarata

Horacio Quiroga


Crónica, artículo


En sus mil trescientos kilómetros de curso desde las sierras brasileñas hasta su desembocadura en el Paraná, el rio Iguazú debe salvar un desnivel de 800 metros. Como se trata de una gran masa de agua de velocidad normal, y no de una avenida de montaña, se explica que el álveo del río se quiebre repetidas veces en numerosas y rápidas cascadas, para autorizar de algún modo aquella fuerte cota.

La cuenca del Iguazú es, en efecto, una de las más poderosas fuentes de hulla blanca del mundo entero. Si el Iguazú nace a novecientos metros de altura, sus numerosísimos afluentes cobran origen a mil trescientos metros, para vaciarse en aquél tras un curso relativamente breve. Toda esa vasta cuenca se revuelve, pues, en tumbos de agua, cachuelas, saltos y cataratas, cuya sacudida, propagándose de unos a otros sin solución de continuidad, mantiene, puede decirse, a la zona entera en un sordo e interminable fragor.

La cuenca del Iguazú no es dilatada, pero el régimen de lluvias torrenciales a qué está sometida compensa al exceso su brevedad. Los ciento veinticuatro kilómetros cúbicos de agua que se desploman por año sobre los bosques natales son absorbidos en su mitad por el Iguazú. Y si estamos atentos al desnivel apuntado. comprenderemos que cada caída a plomo de esa inmensidad líquida encierre una formidable energía mecánica.

De los dos mil trescientos veinte kilómetros de curso total del río Iguazú, sólo ciento veinticinco corresponden a nuestra frontera. Cuando faltan apenas veintitrés kilómetros para alcanzar su desembocadura en el Paraná, el lecho del río, cuyas aguas vertiginosas anunciaban ya, desde una hora atrás, la sima abierta a su curso, se corta de pronto. Allá abajo, a ochenta metros de profundidad, prosigue el lecho nuevo. En ese precipicio a pico, sobre el abismo, el río se vuelca entero, con un volumen y una pesadez de los que sólo da idea la maciza convexidad del agua al doblarse sobre el vacío.

Las cataratas de la Victoria se tienden en un vasto hemiciclo a través del Iguazú. En el fondo carcomido de ese arco, las aguas, como concentradas allí, se hunden en tal masa que el abismo pareciera absorberlas. En la extremidad del hemiciclo que arranca de la costa brasileña, dos inmensas cascadas lánzanse al vacío, en chorro, para alcanzar el nuevo lecho a los ochenta y dos metros, cuando las aguas están muy bajas, y sólo a los cincuenta y siete en las grandes crecidas. En el otro extremo del arco, sobre la costa argentina, la muralla volcánica se tiende adelante en vanas plataformas, por donde las aguas canalizadas se precipitan a saltos.

La catarata no puede ser apreciada en todo su conjunto sino desde mil metros de distancia. Ofrece desde allí el aspecto de una pesadísima cortina de agua, rasgada a trechos por negros pilares de basalto. Al pie de las cataratas, las aguas convulsionadas, convergen hacia un cañón de cien metros de altura y apenas cincuenta de ancho, por donde aquéllas se precipitan rugiendo.

El nivel superior de las cataratas de la Victoria se halla a ciento noventa metros sobre el nivel del mar. Vierten doscientos nueve metros cúbicos de agua por segundo con aguas bajas y trece mil, por lo menos, en los días de creciente. Su caudal medio puede calcularse en mil setecientos metros cúbicos. Su potencia mínima es de ciento ochenta y tres mil HP. y de siete millones la máxima. Se estima en quinientos mil HP. aprovechables esta fuerza global, de la que correspondería sólo la mitad a la Argentina.

La instalación de usinas hidroeléctricas destinadas a aprovechar esta fuerza no se hará —cuando se haga— al pie mismo de las cataratas, sino siete kilómetros más abajo, para aprovechar de este modo los nueve metros adicionales de desnivel. El costo de la instalación, canalizaciones y usinas complementarias es, hoy por hoy, superior a su rendimiento. Por lo cual —terminan nuestros informantes— no es aconsejable, por el momento, emprender dicha obra.


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Nos queda la catarata. El brevísimo apunte que hemos hecho de ella corresponde a su aspecto exterior, diremos así, vista desde la distancia mínima de mil metros. Densas nubes de agua vaporizada velan la caída de las aguas. Según la presión atmosférica y el grado de humedad, los vapores ascienden a veces en ralos cendales que en breve se desvanecen. Algunos arcos iris desvanecidos coloran aquí y allá la neblina.

Esta es la visión externa y lejana, volvemos a repetirlo, de las cataratas del Iguazú, y es la que percibe el turista desde el belvedere consagrado por el

uso. Cosa muy distinta es afrontarlas a su mismo pie, y es allí donde únicamente se adquiere el sentimiento de las grandes caídas de agua.

Ignoro qué modificaciones ha sufrido hoy el paisaje circundante y si se ha facilitado el acceso al pie de las cascadas. Tal vez sí. Pero cuando hace veintiséis anos Leopoldo Lugones y yo conocimos la catarata de la Victoria, no hallamos otro modo de descender al cráter que lanzarnos a la ventura, en compañía de no pocos peñascos sueltos. Los bloques de basalto del fondo, adonde caímos por fin, estaban cubiertos de un musgo sumamente grueso y áspero, y el musgo estaba a la vez cubierto literalmente de ciempiés.

Diez minutos antes, allá arriba, las cataratas, su albor y su iris esplendían al sol radiante de un día singularmente calmo y dulce. En el fondo de la hoya, ahora, todo era un infierno de lluvia, bramidos y viento huracanado. El estruendo del agua, apenas sensible en el plano superior, adquiría allí una intensidad fragorosa que sacudía los cuerpos y hacía entrechocar los dientes. Las rachas de viento y agua despedidas por los saltos se retorcían al encontrarse en remolinos que azotaban como látigos. No reinaba allí la noche, pero tampoco aquella luz diluviana era la del día. Helados de frío, cegados por el agua, chorreantes y lastimados, avanzábamos sobre un dédalo de piedras semisumergidas, cada una de las cuales exigía un salto e imponía una brusca caída de rodillas, so pena de desaparecer en el agua insondable que corría entre aquéllas con velocidad de vértigo. Un paisaje de la era primaria, rugiente de agua, huracán y fuerzas desencadenadas era lo que la gran catarata ocultaba al apacible turista del plano superior. Y no estábamos sino al pie de los pequeños saltos.

En el informe que sobre su viaje a la región elevó Lugones, creo que aconsejaba la aplicación de escalerillas de hierro a la muralla, con el objeto de facilitar el acceso hasta el fondo del cráter. Paréceme aún recordar que el interés del autor llegaba hasta presuponer el costo de la obra, que no alcanzaba a siete mil pesos. Si se han colocado por fin, lo ignoro.

Al regresar aquel día, náufragos y maltratados de nuestra exploración, se nos dijo que éramos los primeros en haber alcanzado hasta allá. De cualquier modo, satisface el alma haber adquirido en aquel caos de otras épocas el verdadero sentimiento de las cataratas.


Publicado el 14 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.
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