En el Yabebirí

Horacio Quiroga


Cuento


El cazador que tuvo el chucho y fue conmigo al barrero de Yabebirí se llamaba Leoncio Cubilla. Desde días atrás presentía una recidiva, y como éstas eran prolongadas, esperamos una semana, sin novedad alguna, por suerte.

Partimos por fin una mañana después de almorzar. No llevábamos perros; dos estaban lastimados y los otros no trabajaban bien solos. Abandonamos la picada maestra tres horas antes de llegar al barrero. De allí un pique de descubierta nos aproximó legua y media; y la última etapa —hecha a machete de una a cuatro de la tarde más caliente de enero— acabó con mi amor al calor.

El barrero consistía en una laguna virtual del tamaño de un patio, entre un mar de barro. Acampamos allí, en el pajonal de la orilla, para dominar el monte, a cien metros nuestro. El crepúsculo pasó sin llevarnos un animal, no obstante parecer habitual la rastrillada de tapires que subían al monte.

Por sobriedad —o esperanzas de carne fresca, si se quiere— no llevábamos sino unas cuantas galletas que comí solo; Cubilla no tenía ganas. Nos acostamos. Mi compañero se durmió enseguida, la respiración bastante agitada. Por mi parte estaba un poco desvelado. Miraba el cielo, que ya al anochecer había empezado a cargarse. Hacia el este, en la bruma ahumada que entonces subía apenas sobre el horizonte, tres o cuatro relámpagos habían cruzado en zig-zag. Ahora la mitad del cielo estaba cubierta. El calor pesaba más aún en el silencio tormentoso.

Por fin me dormí. Presumo que sería la una cuando me despertó la voz de Cubilla:

—¡El aguará guazú, patrón!

Se había incorporado y me miraba de hito en hito. Salté sobre la escopeta:

—¿Dónde?

Volvió cautelosamente la cabeza, mirando a todos lados, y repitió conteniendo la voz:

—¡El aguará!

Su cara encendida me hizo sospechar y le tomé el pulso: volaba de fiebre. La fatiga y humedad de ese día habían precipitado el acceso que él justamente preveía. Para mayor trastorno, éstos se iniciaban en él sin chuchos y en franco delirio.

Se durmió de nuevo felizmente. Tendido de espaldas, observé otra vez el tiempo. Aunque aún no había relámpagos, el cielo cargado tenía de rato en rato sordas conmociones fosforescentes. No nos esperaba buena noche. Volvime sin embargo a dormir, pero me despertó un grito de terror:

—¡Patrón, el aguará!

Abrí los ojos y vi a Cubilla que corría hacia el monte con el machete en la mano. Salté tras él y logré sujetarlo. Temblaba, empapado en sudor. Volvió de mala gana, mirando atrás a cada momento; barbotaba sordas injurias en guaraní. Y en el fogón sentose en el suelo, abrazándose las rodillas y el mentón sobre ellas. Observaba fijamente el fuego, luciente de fiebre. A ratos lanzaba una carcajada, tornando enseguida a su mutismo.

Así llegaron las dos de la mañana. De pronto Cubilla removió las manos por el suelo y fijó en mí sus ojos, más excavados aún de miedo:

—¡El aguará se va a tomar toda el agua!… —No me quitaba la vista, en un pavor profundo. Le di de beber, le hablé, en vano.

Pero a mí mismo comenzaba a desazonarme el aguará y el desamparo de esa noche, ¡en qué compañía! La tormenta arreciaba. El tronar lejano del monte anunciaba el viento que pronto estaría sobre nosotros. El cielo relampagueante se abría y cerraba a cada momento, encegueciendo. En una fulguración, más sostenida que las anteriores, el monte se recortó largamente sobre el cielo lívido. Cubilla, que desde hacía rato no apartaba de él la vista, incorporose a medias y se volvió a mí, desencajado de espanto:

—¡El aguará va a venir, patrón!…

—No es nada —le respondí, mirando a pesar mío a todos lados.

—¡Ahí está! ¡Se va a tomar toda el agua! —gritó, levantándose y volviéndose a todos lados con impulsos de fuga.

Y en ese instante, entre dos ráfagas de viento, oímos claro y distinto el aullido de un aguará. ¡Qué escalofrío me recorrió! No era para mí el aullido de un aguará cualquiera, sino de «ese» aguará extraordinario que Cubilla estaba olfateando desde las doce de la noche. Éste, al oír al animal, se llevó la mano crispada a la garganta, paralizado de terror. Quedó así largo rato escuchando aún, y al fin bajó lentamente la mano, y se sentó serio y tranquilo. Echose a reír enseguida, despacio:

—El aguará… no hay remedio… nos va a quitar el agua… no hay remedio… —Me miraba irónicamente por entre las cejas—. ¡El aguará!… ¡el aguará!…

El animal aulló otra vez, pero ya sobre nosotros, desde la punta del monte. Al fuego de otro relámpago se destacó en la greda su silueta inmóvil y cargada de hombros. Avancé cincuenta metros, temblando de miedo y ansia de acabar de una vez. Apunté en su dirección, y en el primer relámpago sostenido rectifiqué rápidamente e hice fuego. Cuando pude ver de nuevo, el páramo de greda estaba desierto; no había sentido ni un grito. Al volver, Cubilla no parecía haberse inquietado. Proseguía balanceándose y riendo suavemente:

—No es nada; va a volver… se toma el agua… vuelve siempre…

Así siguió hasta el alba, y así continué, crispado por su profecía delirante y resignada, con la escopeta en las manos, mirando a todos lados, completamente perdido en el monte. Tal vez si mi hombre hubiera dicho que el aguará nos comería, o cosa así, no habría visto en ello más que una lógica sobreexcitación de cazador enfermo. Pero lo que me conturbaba era ese detalle de brutal realidad, ya fantástico por su excesiva verosimilitud: «a pesar de todo», el animal vendría a tomarse «nuestra» agua.

No vino, por suerte. Al abrir el día, Cubilla se tendió en un sopor profundo, el pelo pegado a la frente amarilla y la boca abierta. Despertose a las ocho, sin fiebre; no supo cómo disculparse de haberme hecho perder la cacería. Evité hablarle de su delirio y volvimos.

Esa misma tarde, debiendo Cubilla tornar a su hacha, dejé la Carrería y regresé al Obraje, después de quince días de ausencia.

Con ésa eran ya dos las noches de caza que pasaba de tal modo. No volví más al Yabebirí, y hace un mes, supe al llegar aquí que Cubilla había muerto de chucho.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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