En un Litoral Remoto

Horacio Quiroga


Cuento


Llamamos en la vida diaria literatura a una serie de estados y aspiraciones que tienen por base la belleza, y farsa consigo mismo.

Así, el hombre indeciso, irresoluto, que se plantea día a día acciones enérgicas de las cuales sabe bien no es capaz, aspira en literatura.

El derrochador impenitente que simula confiar al futuro matrimonio su apremiante necesidad de economía, aunque no ignora que derrochará siempre, piensa en literatura.

El enfermo por la ciudad y su propia alma urbana, que jura comenzar su régimen de vida cuando vaya al campo, donde se levantará a las cuatro de la mañana, sabiendo a conciencia que no pasará así, sueña en literatura.

El hombre estrictamente honrado que, no obstante su vital inutilidad para la compraventa, delira con empresas comerciales acrecentadoras de su exiguo haber; ese hombre que ignora la diferencia que hay entre treinta y treinta y cinco centavos, especula en literatura.

El escritor que atribuye a sus personajes, no las acciones y sentimientos lógicos en éstos, sino los que él cree sería bello tuvieran, escribe en literatura.

Los histéricos de todo orden, los lectores de novelas irreales, los que aspiran a otra vida distinta de aquella para la cual han nacido, y fingen estar seguros de poder afrontarla: los farsantes, todos los que por falta de sinceridad se engañan a sí mismos en pro de un estado de mayor belleza, viven en literatura.

Los desencantos suelen ser fuertes, en razón de la propia ilegitimidad del miraje. Véase si no lo que ocurrió a Tezanos, un amigo mío de Montevideo, a quien quiero mucho. Las anteriores consideraciones fuéronme enviadas por él, dos días después de su veraneo en las costas del este, y preciso es creer que el muchacho ha adquirido dura experiencia.

Ante todo, Tezanos es muy afecto al arte, lo que explicaría la facilidad con que se miente a sí mismo. Así, llevando en Montevideo una vida bullente que reparte entre su estudio —apenas—, charlas literarias y exposiciones, dio de repente en considerar la soledad como un ideal de vida.

«Voy a veranear en algún punto donde la gente no me irrite. La soledad, ser dueño de uno mismo, estar solo consigo mismo, ¡solo, solo!», me escribió.

Le respondí que si él, muchacho nacido como el que más para el agitado comercio de los hombres, pensaba seriamente eso, estaba loco. Dos meses después me comunicaba que se iba a las playas del este.

Creo ahora que en los últimos tiempos había leído mucho sobre la regeneración del alma por el campo. Por lo demás, no hay casi sujeto afecto a literatura que no arribe un día a descubrir la necesidad de vivir la vida. Tezanos había llegado ya, antes de su decisión final, a soñar con la granja —la ferme, como él decía— las vacas, los pollos, los gansos, los atardeceres dichosos… De la chacra al aislamiento absoluto no hay más que un paso, cuando el sujeto confunde sus facultades con sus deseos aprendidos.

Eso le pasó a Tezanos. A su última carta respondí largamente, mostrándole bien claro lo que él quería a toda fuerza ocultarse: que no era hombre para la soledad, ni por tres horas siquiera. No me oyó, por cierto, y he aquí lo que le pasó:

Primeramente pensó en las sierras de Minas. Hay allí soledad árida, vastos silencios de siesta y acaso víboras de cascabel. Pero había también en todas partes vendedores de las casas de Montevideo, cosa cargante. Fijose al fin en las playas del este, país desierto que nadie frecuenta. Alquiló un chalecito de los cuatro o cinco que han sido construidos en plena arena, y que hasta ahora nadie ocupó. Allí pasaría sus dos meses de vacaciones, absolutamente solo. En cuanto a comida, había ya convenido en ello por carta con el matrimonio que cuidaba del hotel, aún inconcluso.

Tezanos, muchacho civilizado, llevó un cómodo sillón, un primus, variada colección de galletitas, un juego de té y revólver. Como libros, pocos; pero en cambio de un corte completamente especial: La negación suprema, Las almas solitarias, ¿Qué somos?, El mar muerto.

Levantarse al salir el sol; hacerse el té con dichosa lentitud de alma fresca y completa en sí misma; caminar una hora por la playa ventosa; sentarse en el corredor con un libro, frente al mar tónico, solo, solo. Éste era su sueño. Y lo cumplió del siguiente modo:

Llegó de tarde, molido por el tren y siete horas de galera a través de la sierra. Instalose en su chalet, y aprovechando la última luz, recorrió la playa. La costa forma allí un extenso hemiciclo que cierran dos altos cantiles. Tezanos abarcó con la vista toda la playa, de uno a otro confín: la arena estaba completamente blanca y libre de hombres. Observó el mar, desierto también, sin un vapor, una vela, la más ligera mancha de humo; nada rompía su soledad.

Tezanos volvió lentamente al chalet. «Soy completamente feliz —se decía—. Ésta es la vida». Ya de noche fue a cenar, informándose entonces de que en esos momentos comían allí varios peones, motivo de un viñedo próximo. Vio dos o tres que se cruzaron con él, mirándolo de reojo. «No tienen muy buena cara», pensó Tezanos mientras se acostaba.

Hacía mucho calor, y el tiempo se había nublado. Acaso lloviera luego, pero entretanto el aire pesaba inmóvil; la arena ardía bajo el cielo caldeado. Tezanos no pudo dormir en toda la noche, angustiado por la pesadez de la atmósfera. Y cuando a la madrugada una ligera sensación de frescura le permitió conciliar el sueño, llegaron las moscas, acosándolo. Llenaron literalmente el chalet, y fue en vano que pretendiera taparse la cabeza; entraban por todos lados, y además se asfixiaba bajo la sábana.

Tuvo que levantarse al salir el sol, tomó su té y bajó a la playa. Caminó por ella dos kilómetros sin encontrar el menor rastro de huella humana, ni siquiera un papel a medio hundir en la arena. Volvió, sentándose a leer frente al mar raso hasta el horizonte. Sin quererlo, levantaba a cada rato la vista: una vela, cualquier cosa que rompiera su inmensa vaciedad; nada.

A las diez comenzó la arena a reverberar, irritándole los ojos. Fue a almorzar, quiso dormir la siesta, pero las moscas lo atormentaron de nuevo; no se oía sino su zumbido. Tornó a sentarse con un libro en el corredor, mas sin poder leer por el calor, las moscas y el profundo abandono que empezaba a hallar dentro de sí. El mar continuaba desierto hasta el remoto horizonte; la playa abrasada temblaba siempre en su extensa curva.

Así llegó la noche, igual a la anterior, de una pesadez sofocante. Se despertaba a cada momento, empapado en sudor. El cielo se había cubierto otra vez, y no soplaba la menor brisa. Tan fuerte tornose al fin el vaho asfixiante de horno, que Tezanos se levantó, asomándose al corredor en busca de aire.

Allá en el confín, la luna, de ocre amarillo, caía en el mar. La mitad del disco se había hundido ya. A su luz cadavérica, el hemiciclo de arena se extendía desolado entre los negros promontorios. Aquella luna angustiosa, el mar lívido, la playa abandonada, diéronle la sensación de un litoral remoto, inexplorado, y a un año de viaje de toda región civilizada.

Pretendió dormir a pesar de todo, pero llegaban ya la madrugada y los enjambres de moscas enloqueciéndolo con sus carreritas entrecortadas.

Pasó así otro día, sintiendo cada vez mayor el abandono en que se hallaba. Y el mar continuaba salvaje, desierto, como seguramente lo había estado desde el periodo terciario; y la playa, calcinada y sola, reverberaba sin cesar.

Al llegar la noche, su sensación de desamparo se acrecentó hasta el terror a pasar una noche más allí. Tuvo miedo, no obstante sus razonamientos y su revólver. ¿De qué? Posiblemente de su alma vacía, de su cuarto en que nadie antes que él había dormido, de las otras piezas oscuras del chalet. La presencia inmediata de los perros, sin embargo, lo tranquilizó algo.

—Aquí no hay peligro ninguno, ¿verdad? —dijo a su huésped mientras comía—. Todos los peones deben de ser de confianza.

—No, señor; el más antiguo hace quince días que está.

Comía en el salón del hotel —paredes y techo únicamente— y todo él en la oscuridad, fuera de la mísera vela que alumbraba su mesa. Oyó de pronto un prolongado silbido, y su rostro irradió:

—¡Por fin! ¡Un vapor!

—No, señor; es el viento en las rendijas.

Tezanos hundió la mirada en el fondo sombrío del salón, y tuvo frío casi.

Todo aquello era sin duda el fin del mundo. Y la angustia de dormir otra noche allí crecía sin cesar.

—Pero si algo pasara por casualidad —se sonrió—, se podría dar alarma con un tiro.

—¡Oh, no! Nadie hace caso. Los peones tiran casi todas las noches a los zorros que vienen a comer las uvas.

La impresión de que nunca más volvería al mundo civilizado llenole de nueva angustia. ¡Y aún otra noche allí! ¡En aquella desolación!

Durmió mal, agitado por pesadillas de destierro a perpetuidad en litorales remotos. El viento silbaba ahora, pero el calor persistía asfixiante. ¡Y allá afuera, la playa lívida y desolada! ¡Y la luna de ocre, hundiéndose en el mar!

A la tarde siguiente debía llegar la galera, pero no quiso permanecer una hora más. Apenas amaneció alquiló por lo que le pidieron un caballo, y huyó de aquella playa infernal, dejando todo su equipaje. Tuvo que hacer catorce leguas, bajo lluvia la mitad de ellas.

Y cuando subió al tren, llagado, achuchado, hambriento, lanzó un hondo suspiro desde el fondo de sus tres días de soledad regeneradora: ¡Por fin! ¡Hombres! ¡Hombres! ¡Civilización!


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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