Estefanía

Horacio Quiroga


Cuento


Después de la muerte de su mujer, todo el cariño del señor Muller se concentró en su hija. Las noches de los primeros meses quedábase sentado en el comedor, mirándola jugar por el suelo. Seguía todos los movimientos de la criatura que parloteaba con sus juguetes, con una pensativa sonrisa llena de recuerdos que concluía siempre por llenarse de lágrimas. Más tarde su pena, dulcificándose, dejole entregado de lleno a la feliz adoración de su hija, con extremos íntimos de madre. Vivía pobremente, feliz en su humilde alegría. Parecía que no hubiera chocado jamás con la vida, deslizando entre sus intersticios su suave existencia. Caminaba doblado hacia adelante, sonriendo tímidamente. Su cara lampiña y rosada, en esa senectud inocente, hacía volver la cabeza.

La criatura creció. Su carácter apasionado llenaba a su padre de orgullo, aun sufriendo sus excesos; y bajo las bruscas contestaciones de su hija que lo herían despiadadamente, la admiraba, a pesar de todo, por ser hija suya y tan distinta de él.

Pero la criatura tuvo un día dieciséis años, y concluyendo de comer, una noche de invierno, se sentó en las rodillas de su padre y le dijo entre besos que quería mucho, mucho a su papá, pero que también lo quería mucho a él. El señor Muller consintió en todo; ¿qué iba a hacer? Su Estefanía no era para él, bien lo sabía; pero ella lo querría siempre, no la perdería del todo. Aun sintió, olvidándose de sí mismo, paternal alegría por la felicidad de su hija; pero tan melancólica que bajó la cabeza para ocultar los ojos.

Pasó desde entonces en el comedor las horas de visita. Se paseaba silencioso de un extremo a otro, mientras al lado los novios reían a carcajadas. Una noche la despedida de éstos fue violenta. Al día siguiente el señor Muller, al volver a casa, halló a su hija llorando. Acercose a ella, lleno a su vez de una suma de mudos dolores acumulados, pero la joven se desasió malhumorada. La noche fue triste. El señor Muller miraba angustiado el reloj a cada momento. Dieron las diez.

—¿No viene más? —aventuró apenas.

—No —respondió la joven secamente.

Pasó un momento.

—¡Por favor, papá! —prorrumpió la joven adelantándose a nuevas preguntas.

Se fue a su cuarto, cerró la puerta con violencia y el señor Muller la oyó enseguida llorar a sollozos.

En los días siguientes la desesperación agresiva de la joven cayó entera sobre su padre; pero éste ni ante las mayores injusticias dudaba del cariño de su hija, y esta grande felicidad le hacía sonreír de dicha, aun secándose las lágrimas.

No obstante, todo pasó, a pesar del vestido negro con que la apasionada joven enlutó dos meses su primer amor. Pronto volvieron las locas ternuras con su padre, dueño otra vez del cariño de su hija. De noche, siempre que podía, la llevaba al teatro. Durante la función, en los pasajes jocosos, permanecía con el rostro vuelto a ella, feliz de la alegría de su criatura.

Al año siguiente el corazón todo fuego de la joven ardió en un nuevo amor. Sus inmensos ojos negros resplandecían de abrasada dicha. Una mañana la joven recibió una carta, una simple carta de ruptura. El día fue tan amargo para ella, que el señor Muller se quedó en casa, aun sobrellevando sobre su extenuada dicha paternal las injusticias de su hija. Al caer la tarde, Estefanía se acostó. No hacía un movimiento, tenía el ceño ligeramente fruncido y los ojos fijos en el techo, sin pestañear. El señor Muller, que había entrado tímidamente y se había sentado a su lado, la miraba tristemente. ¿Qué iba a soportar su hija?

Ya de noche todo se resolvió en crisis nerviosa y quedó rendida. A las diez llamó a su padre.

—¡Papá! —le dijo sentándose en la cama, con la mirada encendida—. ¿Tendrías mucha pena si me muriera?

El señor Muller sonrió débilmente.

—¿Verdad? —continuó ella—. ¿Tendrías mucha pena si me muriera?

Pero se echó a reír con esfuerzo. Quedó muda, la boca apretada.

—¡Papá!

—Mi hija…

—¿Qué edad tengo?

Los ojos del señor Muller se llenaron de lágrimas.

—¡No sé más ya! —insistió la joven—. ¿Qué edad tengo?

—Dieciocho años.

—Dieciocho… Dieciocho… —quedose murmurando—. ¡Papá!

—Mi hija…

—¿Cuánto tiempo hace que murió mamá?

—Dieciséis años.

—Murió muy joven, ¿no?

—Muy joven…

—Cierto; mamá…

De pronto se echó a reír a grandes carcajadas, la cabeza hacia atrás y llevándose la mano derecha a la garganta. Al fin se contuvo, deglutiendo con dificultad.

—¡Tengo sueño, papá! —exclamó de pronto corriéndose entre las sábanas hasta la frente.

El señor Muller, henchido de pena y compasión, continuaba mirándola. Al fin murmuró:

—¿No estás enferma, hija mía?

—No, tengo sueño —respondió ella secamente sin volver la cabeza. Y cuando su padre, sin decir nada, se incorporaba, Estefanía le echó de un salto los brazos desnudos al cuello y lloró desesperadamente.

El señor Muller se retiró a su cuarto. Tardó mucho en desvestirse, doblando pensativo su ropa. La alisó luego cuidadosamente, pasándole la mano sin cesar, con una obstinación distraída que parecía no iba a acabar nunca.

Indudablemente, el señor Muller no recordaba más ese revólver. Estaba en el fondo del ropero, hacía veinticinco años.

Al despertarse con la detonación, tuvo, aún sin darse cuenta completa de la catástrofe, un segundo de fulgurante angustia en que le asaltaron en tropel todos los dolores de su vida. Y de pronto la verdad desesperada de lo que había pasado le llegó con un hondo gemido. Corrió al cuarto de su hija y la vio muerta. Dejose caer sentado en la cama, cogió una mano de su Estefanía entre las suyas trémulas, y quedose mirando a su hija lleno de dulce reproche senil, cuyas lágrimas caían una a una sobre el brazo desnudo.

El modo de ser y la vida entera del señor Muller no daban lugar a duda alguna; pero la formalidad judicial debió cumplirse y, tras el breve interrogatorio, hubo necesidad de hacerle comprender que quedaba preventivamente detenido. Se vistió apresurado y temblando. A pesar de todo, al bajar la escalera detuvo al comisario que lo llevaba.

—Es mi hija —le explicó con una tímida sonrisa.

El funcionario dio las explicaciones del caso. El señor Muller lo miró un rato y sus ojos se llenaron de nuevo de lágrimas.

Pasó la noche en la sección, sentado, no obstante su quebrantamiento. A la mañana siguiente lo llevaron al Departamento. Cuando la verja se cerró tras él, permaneció en el mismo lugar, entristecido. En el patio recién lavado, los detenidos paseaban en todos sentidos, llenando el aire con el golpe claro de sus zuecos.

Desde el primer momento su tímida decencia había sido hostil a sus nuevos compañeros. Al poco rato una cáscara de naranja atravesó el aire y le pegó en la frente. Antes de que tuviera tiempo de levantar los ojos, recibió en el hombro una recia sacudida que lo lanzó de espaldas. La pareja que lo había empujado al pasar volvió la cabeza, riéndose. El señor Muller se levantó, marchó titubeando hacia un banco y se dejó caer, con las dos manos en las rodillas.

Pero los ojos irónicos lo habían seguido, y poco a poco, de uno a uno, de dos a dos, sus compañeros fueron acercándose e hicieron rueda a su alrededor. Desde entonces no cesaron las burlas. Un muchacho en camiseta se acercó a él en puntas de pie por detrás, mordiéndose los labios para contener la risa, le echó los brazos al cuello y lo besó. El señor Muller levantó la cabeza y dirigió al guardián una mirada de honda súplica. El guardián continuó indiferente su paseo, contentándose con volver de vez en cuando los ojos a la divertida escena.

Durante ocho horas los detenidos no abandonaron a su víctima. Al fin, media hora antes de su primera declaración, el señor Muller recibió un puñetazo en la boca que le hizo caer las lágrimas. Cuando volvió del juzgado, respiraba con dificultad.

A las seis se acostaron todos. Tres o cuatro detenidos detuviéronse un momento a los pies de su tarima, con una sonrisa equívoca. El señor Muller se acurrucó, estremecido ya de dolor.

—No me peguen —sonrió angustiado.

Los amigos, dispuestos a una nueva broma, lo miraron despreciativamente y se fueron. Pronto durmieron todos. Entonces el señor Muller sintiose por primera vez solo. En su dolorosa agonía tuvo el valor de olvidarse de todo, y recogiendo sin hacer ruido las rodillas hasta el pecho, lloró larga y silenciosamente a su hija.

A la mañana siguiente, por un resto de piedad de la suerte, amanecía muerto.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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