Fanny

Horacio Quiroga


Cuento


Antes de cumplir doce años, Fanny se enamoró de un muchacho trigueño con quien se encontraba todas las mañanas al ir a la escuela.

Su madre sorprendiolos conversando una mañana, y tras agria reprimenda, el idilio concluyó. Pero ello no obstó para que un mes más tarde Fanny conociera a su modo las ásperas dulzuras del amor prohibido, en casa de su hermana que esa noche contraía matrimonio; pues al ver al recién casado sonriente y ufano, se había quedado mirándolo largo rato sin pestañear, como si él fuera el último novio en este mundo. De modo que un tiempo después la joven casada dijo a su madre:

—¿Sabes lo que creo? Que Fanny está enamorada de mi marido. Corrígela, porque él se ha dado cuenta.

En consecuencia, Fanny recibió una nueva reprensión.

Nada había, sin embargo, de tormentoso en los amores de Fanny, ni sobrada literatura. Era sólo extraordinariamente sensible al amor. Entregábase a cada nueva pasión sin tumulto, en una sabrosa pereza de su ser entero, el de la voluntad, sobre todo. Sus inmovilidades pensativas, soñando con los ojos entrecerrados, tenían para ella misma la elocuencia de casi un dúo de amor. Como su corazón no conocía defensa y estaba siempre henchido de dulzura y credulidad, pocas conquistas eran más felices que la suya. El río de su ternura corría sin cesar; deteníase un día, un mes acaso, pero reanudaba enseguida su curso inagotable hacia un nuevo amor, con igual desborde de profunda y dichosa languidez.

Así llegó a los quince años, y como hasta ese momento sus cariños habían sido pueriles en lo posible, bien que no escasos, su madre creyó era entonces forzoso hablarle seriamente, como lo hizo.

—Ya estás en la edad de comprender —concluyó la madre—, que lo que has hecho hasta ahora es vergonzoso para una mujer. Eres libre de enamorarte; pero te ruego tengas un poco más de dignidad, no encaprichándote a cada rato como una sirvienta. Puedes irte.

A pesar de todo, pocas noches después, saliendo inesperadamente al balcón en que ya estaba su hija, vio a un joven cruzar en ese instante la vereda en ángulo recto. Esta vez la indignación de la señora no tuvo límites.

—¡Muy lindo!… ¡Pero no tienes vergüenza! ¿Qué le hablas a ese otro? ¡Hipócrita! Con tus ojos —¡maldito sea el día en que te dijeron que eran lindos!— no haces más que llenarte de vergüenza. ¡Ah! ¡Pero te juro, mi hija, que vas a quedar curada, te lo juro!

No obstante, la indignada madre no tomó ninguna determinación curativa, por lo menos visible. El primer domingo fueron a pasar la tarde en casa de su otra hija. Leandro, un joven amigo del marido, estuvo bastante rendido con Fanny. Pocos días después la visita fue inversa, y Leandro cortejó decididamente a la chica. El joven, tonto y bien puesto, se distinguía por sus pretensiones de conquistador irresistible, y no se había dignado hasta ese entonces poner los ojos en Fanny, por creer su conquista sobrado modesta e insignificante. Ahora cambiaba. Fanny, que conocía la presunción de Leandro, resistió un tiempo; pero al fin cercada, asediada, su dulce corazón crédulo abriose, y el río insaciable de su ternura corrió de nuevo. Si antes sus amores contenidos le rendían muda en una silla soñadora, pudo entonces comprender qué ahogada era su felicidad de otro tiempo. Leandro iba a la casa todas las noches. Su madre favorecía claramente el tierno idilio. Libre de querer, en esos susurrantes dúos diarios, Fanny llegó a sentir que su corazón tenía ganas de llorar de tanta dicha.

Ya no podían más. Y así una noche; Leandro, saltando fogosamente sobre las conveniencias, se levantó en el momento en que entraba la madre y pidió su mano. La señora aparentó discreta sorpresa.

—¿Qué dices, mi hija? —se volvió con animosa sonrisa a Fanny.

La joven, rendida en el sofá de dichosa y finalizante emoción, no tuvo más que una húmeda e interminable mirada de agradecimiento a Leandro.

—Pero, en fin, ¿lo quieres? —insistió la señora.

—Sí —murmuró.

Entonces la madre y Leandro soltaron una carcajada.

—¡Perfectamente! Lo quieres, ¿no? ¡Me alegro mucho, mucho! —se desahogó su madre por fin—. Pero Leandro no te quiere ni te ha querido nunca, sábelo, mi hijita. Todo ha sido una farsa, una farsa, ¿entiendes? Que te lo diga Leandro, bastante buen amigo para haberse prestado a esta ridícula comedia, ¡ridícula para ti! ¡Dígale, Leandro, dígale que todo es mentira, que usted no la ha querido nunca, nunca!

Leandro se reía, contento de sí mismo.

—Es verdad, Fanny; su mamá me habló un día y consentí. ¡Qué bueno!… Y le aseguro —se volvió a la madre con una sonrisa de modesto orgullo— que no me hubiera creído tan buen actor. ¡Dos meses seguidos!…

—¡Gracias, Leandro; no sé cómo agradecerle lo que ha hecho! Venga, acérquese bien a su enamorada.

Y se colocaron a su frente, riéndose de ella.

—¡Ya sabes que ha estado jugando contigo! ¡Que jamás te quiso! ¡Que se ha burlado de ti! ¿Oyes? Ahora, quedarás curada por un largo tiempo. Vámonos, Leandro.

—La verdad es que me quería —se pavoneó aún Leandro, mirando al salir victoriosamente a Fanny.

La criatura, en su trémula pubertad, quedó inmóvil, dejando correr en lentas lágrimas la iniquidad sufrida, con la sensación oscura en el alma —pero totalmente física— de haber sido ultrajada.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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