Samuel era un muchacho a quien sus múltiples conquistas habían dado un nombre en las lides de amor. No tenía oficio: a veces hacía el lisiado, el ciego, cualquier cosa que excitara compasión. Sus triunfos amorosos estaban en relación con su vida; muchachas abandonadas, vendedoras de diarios, ex sirvientas caídas como un trapo en medio de la calle.
De cualquier modo eran triunfos. Y en las tardes de los arrabales, en las noches bajo un cobertizo cualquiera, ponían ellos tanto amor como una pareja bien alimentada y bien dormida.
Su último triunfo fue Lía. Se unieron en una hermosa mañana de primavera, tibia y olorosa. El pedía limosna con los ojos en blanco. Ella que pasaba con sus diarios, conociéndole, le ofreció riendo un ejemplar. El rió a su vez y la abrazó en plena calle, como un conquistador. Tal fue la resistencia de Lía que para rechazarle, hubo de dejar caer los diarios. Mas en pos de breve fatiga, ya estaban unidos ante la santa ara del amor callejero y fácil.
Su seducción asombraba.
—¿Qué haces tú —le preguntaban— para conseguirlas sin más ni más?
—Abrazarlas en la calle —respondía encogiéndose de hombros.
Pobres muchachos que veían caer las frutas, y meditaban en la manera de cogerlas si aún pendieran de los árboles.
Lía desde entonces vivió con Samuel y Samuel fue el hombre de Lía. Se amaban lo suficiente para ayudarse en sus mutuas especulaciones y dormir juntos de noche; eso les bastaba. Él era celoso a ratos y la mortificaba con bajas alusiones. Llegaba hasta pegarle estrujándola sin piedad entre sus brazos de hombre. Pero Lía, a pesar de todo, sentía extraño amor por aquel flaco amante, y entrecerraba los párpados, como a un suave rocío, a esas lágrimas de dolor.
Tan buena era Lía y tan jóvenes los amantes que poco a poco llegaron a unirse más íntimamente, acortando los días y prolongando las noches. En los nuevos barrios que el reciente recorrido de un tranvía ha valorizado al exceso, existía una casa en construcción de que ellos habían hecho tutelar morada, apta para guardar sus míseros pingajos y ocultar el cielo estrellado a sus noches de amor. En la tal casa estaban abandonados los trabajos. Bajo aquel recinto, húmedo y oscuro aún en el día, desolado por el viento que entraba por todas partes, Samuel y Lía se amaron, él siempre un poco altanero, como orgulloso varón que sólo condesciende; ella, en cambio, deseándole y entregándose con toda su alma.
Solían, en las tardes de verano, ir a bañarse juntos. Lía resistíase siempre a desnudarse delante de él, asida a su reciente pudor de enamorada como a una mísera tabla de naufragio.
Pero su amante la desnudaba él mismo, le arrojaba arena en los cabellos. Y cuando ella se internaba en el mar, hundiendo su desnudez, Samuel la rechazaba a la orilla, la hacía ver de todos, lleno de desdén del momento para aquella carne que era suya. Gritaba y repetía:
—No he visto piernas más flacas que las tuyas.
O si no la sujetaba bajo el agua largo rato, y cuando la cabeza emergía, azorada y descolorida se lanzaba a nado, voluptuosamente:
—Así aprenderás a nadar, y completarás lo poco que te falta para ser hombre.
¿Hombre, Lía?... Pero el amor a Samuel la dominaba por completo, subía de su alma en doloroso perdón, encendía sus ojos, rodaba por sus mejillas salvajes en gruesas lágrimas regeneradoras.
Pasó el verano, y a la llegada del invierno más grande era el amor de Lía y más orgullosas las concesiones de Samuel. No la martirizaba ya con sus celos, erguido sobre aquel pingajo de amor que se le ofrecía, como un más digno avasallador.
Lía moría por él, entretanto. A veces le esperaba de noche, una, dos, tres horas. Sus pobres ojos de abandonada no se apartaban de la esquina por donde él debía aparecer. El gran viento le azulaba las manos. Estaba calada por la lluvia. Y cuando él llegaba por fin sin una palabra, ella, sobre el viejo saco que les servía de almohada, lloraba desconsoladamente.
En otras ocasiones Lía sufría más. Eran entonces accesos brutales, súbitas exasperaciones que no tenían por causa sino su vida en común: lacerada, abofeteada, crujía entre sus brazos como una vieja corteza. Y el final de estas crisis eran a veces reacciones de ternura, compasión de macho excesivamente fuerte que le hacía cogerla de nuevo entre sus brazos, ahora sensibles al amor, para concluir, por un resto de aristocrático desdén hacia aquella carne demasiado golpeada, arrojándola a un rincón como a un cigarro que sólo sirve ya para ensuciar la boca.
A fines de setiembre Samuel quedó ciego: una explosión de acetileno abrasó sus ojos, apagando para siempre la mirada del brioso doncel. Lía le quedaba, no obstante; la pobre muchacha fue desde entonces su inseparable compañera, cuidándole como a un perro o a un imbécil que no quiere caminar. Salían juntos aún, pero las dificultades eran muchas a través de la calle. Si Lía le dejaba solo un momento contra una pared, volvía en seguida a su lado, sacudiendo la cabeza ante aquella doliente inutilidad.
Dos meses pasados así cansaron un poco a Lía, y su amor fue naturalmente entibiándose. Le hablaba cada vez menos, abandonándola ahora por largas horas. Samuel, entretanto, vivía arrastrado por la miseria de sus ojos, revolvíase por los rincones, entre los ladrillos y las abandonadas herramientas, llevaba a cuestas su vida estéril, como un peso muerto, pasaba las horas haciendo argamasas, entreteniéndose con las ebulliciones de la cal viva.
La muchacha se cansaba cada día más. Una noche no volvió. El ciego pasó despierto hasta el día, lleno de doloroso estupor.
—Te esperé toda la noche —dijo él luego.
—Sí, no vine —replicó Lía.
Samuel se calló. Habíase refugiado en su impotencia, arrancando hurañamente a esa vergüenza su miseria y su orgullo.
Ahora eran días enteros los que Lía pasaba afuera. No hablaba más con él: tornábase díscola.
En una de esas tardes llegaron a los oídos de Samuel las carcajadas de Lía y sus antiguos amigos. Pasaron delante de la casa y se perdieron entre risas. El ciego apretó los puños: todo su ser aullaba como un lobezno a quien han quitado su ración.
Lía no se entregaba ya —hacía tiempo— y Samuel resistíase aun a afrontar ese último destrozo. Pero una noche el deseo fue más poderoso que todo.
—¡Bah! déjame en paz. No parece sino que siempre habría de estar a disposición tuya.
Samuel se rindió, Lía se vio libre de él, y así continuaron viviendo.