Jesucristo

Horacio Quiroga


Cuento


Con el chaqué prendido hasta la barba, trasnochado y el paso recto, marchaba Jesucristo por la Avenida de las Acacias, quebrando inconscientemente una rama caída entre sus guantes gris acero.

El bosque estaba desierto, la noche finalizaba. Los árboles emprendían su tiritamiento en la madrugada lívida, sobre el galvánico resplandor de la gran ciudad, sobresaltada allá abajo en su nervioso sueño. Rodaba por el suelo una confusión de hojas secas que el viento arremolinaba, espiralaba, desparramándolas por los lagos helados.

Jesucristo marchaba con la cabeza baja. Sobre el pecho caía su rubia barba de israelita —cortada en punta— aún despeinada por los estremecimientos de las inolvidables agonías. Sus ojos, cargados de amor, no miraban. Su elegante silueta, oscilando por la avenida, adquiría —tras la bruma— el impreciso espanto de las forma sonambulizadas que caminan hacia atrás.

Tuvo en escalofrío. Alzó hacia el cielo su cabeza sobrehumana, y se internó en las alamedas laterales, congestionadas —allá a lo lejos— por una tardía aurora. Una blanca sombra desprendida desde el lindero le hizo dar vuelta la cabeza: sombríamente intercalada en una fila de árboles deformes que el encantador exotismo de un ministro trasplantara desde una remota península colonial, una cruz distendía sus brazos entre la floración de aquella savia grotesca, viciosamente contractada en dolorosas ampollas como un brazo que no se levantará más, reproduciéndose a lo largo de las ramas enflaquecidas, irradiando graves erisipelas, terminando —allá en el extremo— en una intensa tumefacción de todos los tejidos que doblaba la savia como oscuros miembros mal amputados, de la cual el árbol entero —astringiéndose— parecía sentir la incalificable torpeza.

Elevaba sobre las inscripciones del pedestal la blancura de un Cristo moribundo, lleno de úlceras y de resinas corroído por el ozono y las pedradas infantiles, perfilando en la luz naciente la retorsión de su interminable agonía, sobre cuya carne tragedizada la madrugada lívida comenzaba a sudar.

Una ráfaga de viento vino de lejos azotando los árboles, levantó un remolino de hojas, giró llena de polvo, pasó.

Jesucristo miraba siempre; con lenta curiosidad, pronto el monóculo, acercó sus pasos a la cruz de mármol, hundido de lleno en el recuerdo solevantaba un peso imaginario con sus hombros de forzado.

Pasó una segunda ráfaga. Sus cabellos se enmarañaron, bajo la mano enguantada que les sostuvo. Sonriendo, púsose a contemplar ese símbolo de su antigua derrota.


* * *


Hijo de oscuros plebeyos, exacerbada su juventud por una repentina vocación de apóstol, se veía rodeado de pescadores y nazarenas a quienes explicaba modestamente la Teoría de los Humildes, predicando la buena nueva en una boda de Canaan, con su mirada triste de renunciado.

Después era el doloroso peregrinaje de tre años, lleno de santa paciencia bajo el cielo hostil de la Palestina que huracanaba sus palabras —su buena palabra de bondad—; codeado, repelido, azotado, su infinito amor sembraba la semilla redentora, era besada su oscura túnica, eran ungidos sus cabellos, marchaba amorosamente al desastre, con sus pobres pies heridos sobre los que María Magdalena lloraba silenciosamente. Más tarde, se veía de nuevo con la cruz al hombro entre una incesante rechifla de galileos, sistolizaba su corazón un pensamiento de duda, ascendiendo un martirio que desplomaba sus espaldas en la imprevista visión de un gólgota sobrehumano.

Y luego, sobre la cruz, era una heroica necesidad de triunfo que refrenaba sus gritos. Olvidado tal vez de su doctrina, quería ser victorioso. Ya, acaso, no era el predicador, era el hombre expuesto a al befa de diez mil mercaderes, calcinado sobre los insultos, ansiosamente espiadas las mínimas contracciones sufridoras de su débil contextuar, en que el orgullo iba midiendo su agonía, a las tres de la tarde.


* * *


A lo lejos, la ciudad despertaba.

Un sordo murmullo de eclosión venía de París, que el esfumino de un toldo de humo —glasgownando el paisaje— lapizaba tras las últimas alamedas. La bruma estaba disuelta; el cielo se abría en un claro de pálida extenuación.

Jesucristo miró todavía el Cristo de mármol, y una ligera sonrisa no pudo dejar de acudir a sus labios. En la cruda resurrección del pasado que llegaba a sus ojos, bajo el refinado petronismo de su existencia impecable, dilatábase el asombro, no para el esfuerzo, sino para la buena fe con que había cumplido todo aquello, la intensa necesidad de elevar al pueblo, le puro salvajismo de su sacrificio, con el Desastre final, tres horas de irretornable tormento que secaban su garganta, en la evocación de una agonía que pudo ser trágica y no fue sino bárbara.


* * *


Una claridad más intensa inundaba París. Apartó lentamente los ojos, en que un profundo violeta idealizaba la fatiga. En seguida, sin encogerse de hombros, prosiguió el camino estremeciendo en la marcha de sus largos bucles —última coquetería del pasado— sobre los cuales un rayo de sol, penetrando furtivamente por el ramaje, hacía juegos de luz.


Publicado el 8 de agosto de 2025 por Edu Robsy.
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