La Reina Italiana

Horacio Quiroga


Cuento


I
II
III

I

Una sociedad exclusiva de abejas y de gallinas concluirá forzosamente mal; pero si el hombre interviene en aquélla como parte, es posible que su habilidad mercantil concilie a los societarios.

Tal aconteció con la sociedad Abejas-Kean-Gallinas. Tengo idea, muy vaga por otro lado, de que aquello fue una cooperativa. De todos modos, la figuración activa de Kean llevó la paz a aquel final de invierno, desistiendo con ella las abejas de beber el agua de las gallinas, y evitando éstas incluir demasiado el pico en la puerta de la colmena, donde yacían las abejas muertas.

Kean, que desde hacía tiempo veía esa guerra inacabable, meditó juiciosamente que no había allí sino un malentendido. En efecto, la cordialidad surgió al proveer a las abejas de un bebedero particular, y teniendo Kean la paciencia todas las mañanas, de limpiar el fondo de la colmena, y arrastrar afuera las larvas de zánganos que una prematura producción de machos había forzado a sacrificar.

En consecuencia, las gallinas no tuvieron motivo para picotear a las abejas que bebían su agua, y éstas no sintieron más picos de gallinas en la puerta de la colmena.

La sociedad, de hecho, estaba formada, y sus virtudes fueron las siguientes:

Las abejas tenían agua a su alcance, agua clara, particular de ellas; no había, pues, por qué robarla. Kean tenía derecho al exceso de miel, sin poner las manos, claro está, en los panales de otoño. Las gallinas eran dueñas de la mitad del maíz que Kean producía, así como de toda larva que cayera ostensiblemente de la piquera. Y aún más, por una especie de tolerancia de tarifa, era lícito a las gallinas comer a las abejas enfermas y a los zánganos retardados que se enfriaban al pie de la colmena.

Fue éste el pacto más bien sentido de cuantos es posible hacer entre comedores de sus mutuos productos, y en el espacio que media de septiembre a enero, sólo bienestar hubo en la colonia. Las gallinas, particularmente, que en las secas heladas de julio habían visto suspender su maternal tributo a Kean, esponjábanse ahora de esperanza echadas al sol caliente, y revolviendo la arena con las patas en vertiginoso turbión de hélice.

Las abejas, a su vez, tras el pánico de las tardías heladas que habían quemado las yemas de los árboles, lanzábanse fuera de la colmena en zumbante alborozo, enloquecidas por el perfume de una súbita florescencia. Veinte días de sol y viento norte habían fijado la savia en nuevas yemas, y mientras el campo se amorataba de flores, en el monte negro los lapachos se individualizaban en inmenso pompón de campanillas rosadas.

Pesadas de miel, las abejas caían sobre la piquera en tal profusión que Kean debió agrandar la entrada, y aun cepillar a las abejas que se adherían en racimo a las paredes de la colmena; mal hábito que, bien lo sabía Kean, indica o demasiado calor interior o exceso de abejas. Exceso, sí, y Kean se preguntaba cómo y por qué no habían enjambrado ya.

A fines de octubre Kean retiró la primera alza, con ocho espléndidos marcos. Si Kean y su familia no gustaban mucho de la miel, tenían en cambio amigos que la adoraban. Este excesivo amor a sus panales diole una luz brillante, aunque económica, que consistió en sustituir los ocho grandes marcos por veinticuatro secciones, permitiéndole así esta subdivisión halagar dulcemente al círculo de sus amigos.

De esta manera, la obtención de miel, que para Kean era una empresa casi secundaria, tornose de repente grave problema, y esto concilió para su fatalidad con los primeros síntomas de enjambrazón de que dieron señal las abejas.

Kean tenía dos chicos, hasta ese momento de salud perfecta. El mayor cayó de pronto con gastroenteritis y sus inacabables consecuencias. Pasado el periodo agudo, hallose que la criatura digería maravillosamente la miel. Visto lo cual, Kean refrenó sus prodigalidades de panales y se dispuso a hacer provisiones para el invierno.

Ahora bien, la primera condición para una espléndida cosecha de miel es tener abejas italianas, y las de Kean eran negras, modestas negras originarias —por aclimatación durante siglos— de la selva de Misiones, donde Kean las había cazado.

Como no podía pensar en una súbita renovación de sus colmenas —Kean no era rico—, pidió a Buenos Aires una reina italiana… y aun con riesgo de dejar huérfana a su colmena más opulenta, mató a la reina indígena, introduciendo en su lugar a la rubia princesa de Italia encerrada en su cajita, cuyo cartón azucarado las abejas comenzaron enseguida a roer.

Nada más difícil que hacer aceptar a una colmena una reina extranjera, por poco que desconfíen de la estirpe. De aquí la maniobra que antecede, a objeto de que las huérfanas puedan acostumbrarse al zep-zep de la real intrusa.

Las abejas de Kean aceptaron con inmenso júbilo a la reina extraña, y poco después aquél tuvo el placer de ver brillar al sol el alborozado vuelo de sus princesas italianas.

¿Italianas? Aquellas bandas del abdomen no eran doradas… Y Kean cayó entonces en la cuenta de que, habiéndose olvidado de pedir una reina «fecundada», un vulgar zángano negro era el padre de sus nuevas abejas, de donde éstas resultaban sencillamente híbridas.

No era sólo el olvido suyo lo lamentable. Las híbridas son maravillosamente fecundas y buenas recolectoras de miel; pero a la vez son dadas al pillaje y terriblemente irascibles. Aun así, Kean las miró con ternura, pensando en la abundante cosecha de miel que obtendría.

II

Fue a fines de diciembre cuando el primer enjambre zumbó en la quinta suficientemente para que Kean, que volvía del bananal, oyera el ruido desde lejos.

Cuando se ve salir un enjambre de gran volumen, la impresión más fuerte es la de que no se sabe cómo puede haber tantas abejas dentro de la colmena; y luego, de que no van a concluir de salir nunca. El enjambre era prodigioso, y apenas bastaban los quince centímetros de entrada para el violento escape. Kean corrió a llenar la bomba irrigadora, y presto la fina lluvia abatió a las abejas en una rama de mandarino.

Dado el volumen del enjambre, Kean esperaba que su colmena no se subdividiera más. Pero doce días después el zumbido de llamada tornaba a inundar la quinta, y el nuevo enjambre subió girando sobre sí mismo, y se alejó hacia el monte. Kean, que corría tras él, pudo seguirlo un rato por entre el monte, pero al fin se detuvo rendido, mientras allá arriba, sobre la cima de los árboles, el enjambre se alejaba en girante traslación.

Cuando las abejas proceden así, sin aterrizar antes en racimo, es para marchar con destino marcado a ocupar tal hueco de árbol que las abejas han explorado ya. Este proceder, sin embargo, no agradaba a Kean, quien recordó a sus asociadas las mutuas obligaciones contraídas de una y otra parte. Pero las abejas le hicieron comprender que si la miel que producían era su debido tributo al hombre Kean, en el pacto no se había hecho jamás mención del derecho a enjambrar.

La objeción era leal, y Kean no se quejó; pero esperó otro motivo de disgusto para enterar a su vez a las abejas de los derechos que él mismo creía tener a la salud de su hijo, comprometida si la producción de miel cesaba. Y cesaría, puesto que los enjambres huían.

El momento llegó en una cálida mañana de febrero. La anormal agitación de las abejas, su vivo zumbido y el vaivén de inquietud característicos, indicaron a Kean que las abejas se aprestaban a enjambrar. Visto lo cual, Kean fabricó lo que se llama guarda entrada, cuyo objeto es impedir que la reina salga de la colmena, y que consiste en una chapa metálica perforada con calibre tal que los agujeros, deteniendo a la reina, dan paso suficiente a las abejas. La tarea, al parecer sencilla, llevó toda esa tarde a Kean; pero al anochecer la lámina quedaba ajustada a la entrada de la colmena.

La esplendidez de la nueva mañana auguraba novedades en el colmenar, y en efecto, a las diez menos cuarto Kean, que leía a la expectativa junto a su mandarino, vio salir el enjambre que zumbando en frenética espiral comenzó a alejarse. Bien que seguro del diámetro de sus perforaciones, Kean empezaba a dudar un poco de su mecánica, cuando las abejas del enjambre se dieron cuenta —¿cómo?— de que la reina no estaba con ellas. Las espiras se dilataron en loco zumbido de consternación, y el enjambre entero se precipitó de nuevo en la colmena, que era precisamente lo que había provocado Kean, no permitiendo salir a la reina.

Llevado, sin embargo, por un último escrúpulo, Kean abrió esa tarde la colmena para cerciorarse una vez más de que su población no era excesiva. No lo era, no, y si en los marcos había quince celdas de reina, y sus asociadas se disponían a un enjambre secundario, era debido a esa delirante fiebre de colonización que lanza a veces a las abejas fuera de la colmena madre en cuatro, seis y hasta doce enjambres sucesivos, tan bien que el último está formado únicamente por reinas vírgenes, regia aventura de princesas sin trono que al caer la tarde volverán consternadas al palacio materno, a cuya entrada serán acribilladas por sus mismas nodrizas.

Kean sufrió la tentación de extirpar las celdas de aquellas infantas inútiles, ya destronadas antes de nacer. Pero como gracias al guarda entrada —que impidiendo nuevos enjambres, evitaría por lo tanto nueva eclosión de reinas—, la reina madre debía sacrificar a sus posibles rivales, Kean se abstuvo. Además, en la sien derecha y en el cuello tenía dos manchas lívidas. Y pensó que si por abrir la colmena había merecido dos picaduras, algo peor pasaría al poner en las sacras celdas sus manos regicidas. El resto del día nada anormal se notó. Kean podó sus cocoteros, cepilló algún eucalipto y respiró por fin la frescura de su noche subtropical.

A la mañana siguiente, y lo mismo que veinticuatro horas atrás, las abejas fueron proyectadas de la colmena en violento chorro. Su tenaz espíritu de expansión las lanzaba a enjambrar de nuevo, y el vertiginoso globo volteó otra vez, inútilmente, sin poder alejarse por faltarle la reina.

Kean pretendió levantar la tapa de la colmena para echar una ojeada, y una nube de abejas se lanzó contra él. Alejose unos pasos, y desde allí tornó a recordar a sus asociadas que no tenían el derecho de desertar de ese modo. Las abejas zumbaron que la miel pertenecía una y mil veces a Kean; pero que ahí concluían sus derechos.

Y fue así como se apagó y entró en la noche la última fase de una sociedad extraña que pudo haber sido un encanto.

III

A las doce en punto, poco después de almorzar, sobrevino la catástrofe. Las abejas, exasperadas por aquella chapa agujereada que impedía salir a la reina, la habían matado. Kean la había visto muerta en la piquera, traspasada a aguijonazos. Aunque hubiera deseado quedarse, Kean tuvo que salir un momento a pie, y ató su caballo a un poste del tejido de alambre, sin tiempo para observar lo que pasaba en las colmenas.

Hasta ese instante no se había notado el menor indicio de ataque. Por esto cuando la mujer de Kean vio entre las palmeras, al lado del corredor, algunas abejas que zumbaban con aguda cólera, no se preocupó mayormente, contentándose con llamar a su hijo mayor, que dialogaba con las semillas de los eucaliptos, y con entrar bajo el corredor el cochecito en que dormía su pequeña.

De repente el chico lanzó un grito:

—¡Ay, mamá!

La mujer de Kean corrió, y antes de darse cuenta de lo que pasaba, oyó otro alarido de su hijo, a tiempo que se sentía terriblemente picada. El aire estaba ensombrecido de abejas furiosas. Con las manos en la cara, acribillada de saetazos, corrió hacia su hijo, que llegaba ya hasta ella gritando de terror. La mujer de Kean lo hundió desesperada entre sus faldas, y sintió entonces un brusco vagido.

—¡Ay, la nena! ¡Dios mío! ¡Corre al comedor, mi hijo!

Y empujando violentamente al chico, se lanzó a la cuna.

La cara de la pequeña desaparecía bajo la nube de abejas. La madre, gritando de horror, limpió del rostro aquella horrible cosa pegada, y arrancando a la criatura del cochecito entró a su vez en el comedor. Pero las abejas, enloquecidas de furia, entraban tras ella, y tuvo que encerrarse en su cuarto, y clamando a gritos con su hijo. Entonces oyó, distante aún, la voz alterada de su marido:

—¡Julia, óyeme bien! ¡No salgas! ¿Los chicos están contigo?

—¡Sí, en mi cuarto! ¡Pero ven enseguida! ¡Julita se muere, Kean!

Kean, acribillado a su vez de picaduras, alcanzó a ver, mientras corría el tejido de alambre deshecho, a su caballo por tierra. Vio el patio oscurecido de abejas, y cuatro negros chorros que continuaban saliendo de las colmenas.

Vio asimismo que su hijo varón, aunque con cara y manos fuertemente picadas, no ofrecía peligro alguno. Su hija…

—¡Mira, mira! —le gritó su mujer consternada—. ¡Se nos va a morir, Kean!

No había allí sino un cuerpecillo de bebé con una monstruosa bola de carne por cara, en que boca, nariz y ojos desaparecían en una vejiga lívida. Kean abrió la puerta del comedor, y una nube de abejas se lanzó a su encuentro, acribillándolo de nuevo a aguijonazos.

—¡En la cuna, bajo el mosquitero! ¡Los dos! ¡Ponte el velo! —gritó Kean, cogiendo el suyo y saliendo de nuevo.

En cinco minutos Kean dispuso grandes vendajes de agua caliente, y envolvió a la criatura de pies a cabeza. Renovó las compresas a los diez minutos, y durante cuatro horas los vendajes continuaron sin interrupción, hasta que al cabo de ellas Kean y su mujer pudieron respirar. El pulso se levantaba y la fiebre e hinchazón cedían por fin.

Julia, quebrantada, se echó entonces a llorar quedamente.

—¡Figúrate que pensaba dejarla en pañales por el calor! —sonreía a su marido con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Cuando pienso…!

—Sí, para estos casos son útiles las mantillas —repuso él bromeando, a fin de levantar el ánimo.

Y al mirarse por primera vez en la cara, se echaron a reír sin querer. Kean no veía con el ojo izquierdo, y su mujer lo hacía medianamente con los dos.

—Ahora, nosotros. Ponte compresas y ponle también algunas a Eduardo, aunque el hombrecito es fuerte. Yo voy a seguir con Julita.

Muy tarde ya, cuando el sol caía, Kean pudo salir un momento a ver a su caballo. Estaba muerto desde hacía varias horas atrás, monstruosamente hinchado. Echó una ojeada a las colmenas, una fría mirada de transeúnte. Una tras otra, las híbridas enloquecidas volvían a recogerse con la caída de la noche, mutiladas, hartas de pillaje y locura asesina. En un poste del tejido de alambre vio aún veinte o treinta abejas aguijoneando la madera inerte.

Kean se estremeció entonces libremente. Lo que no había querido decir a su mujer es que posiblemente los ojos de la criatura estaban tocados.

—Si Dios no hace un milagro… —murmuró.

La sombra crecía, y en la súbita frescura Kean, sacándose el sombrero con el velo, arrojó en un brusco suspiro crepuscular la fúnebre opresión de toda esa tarde que se llevaba, en girante pesadilla de abejas, la vida de su caballo y la belleza de su hija.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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