La Vida Intensa

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando Julio Shaw creyó haber llegado a odiar definitivamente la vida de ciudad, decidiose a ir al campo, mas casado. Como no tenía aún novia, la empresa era arriesgada, dado que el 98 por ciento de mujercitas, admirables en todo sentido en Buenos Aires, fracasarían lamentablemente en el bosque. La vida de allá, seductora cuando se la precipita sin perspectiva en una noche de entusiasta charla urbana, quiebra en dos días a una muñeca de garden party. La poesía de la vida libre es mucho más ejecutiva que contemplativa, y en los crepúsculos suele haber lluvias tristísima, y mosquitos, claro está.

Shaw halló al fin lo que pretendía, en una personita de dieciocho años, bucles de oro, sana y con briosa energía de muchacha enamorada. Creyó deber suyo iniciar a su novia en todos los quebrantos de la escapatoria: la soledad, el aburrimiento, el calor, las víboras. Ella lo escuchaba, los ojos húmedos de entusiasmo —«¡Qué es eso, mi amor, a tu lado!»—. Shaw creía lo mismo, porque en el fondo sus advertencias de peligro no eran sino pruebas de más calurosa esperanza de éxito.

Durante seis meses anticipose ella tal suma de felicidad en proyectos de lo que harían cuando estuvieran allá, que ya lo sabía todo, desde la hora y minutos justos en que él dejaría su trabajo, hasta el número de pollitos que habría a los cuatro meses, a los cinco y a los seis. Esto incumbiría a ella, por cierto, y la aritmética femenina hacía al respecto cálculos desconcertantes que él aceptaba siempre sin pestañear.

Casáronse y se fueron a una colonia de Hohenlau, en el Paraguay. Shaw, que ya conocía aquello, había comprado algunos lotes sobre el Capibary. La región es admirable; el arroyo helado, la habitual falta de viento, el sol y los perfumes crepusculares, fustigaron la alegría del joven matrimonio.

En tres días organizó ella la vida. Shaw trabajaría en la chacra, en el monte o en casa; no era posible precisar más. Ella, en cambio, tenía horas fijas. Temprano, administraría las gallinas —como decía Shaw— y cuidaría de los almácigos. A las seis, vigilaría muy bien el ordeñamiento de las vacas. A las siete, tomarían café con leche. A las ocho, etcétera.

Así se hizo. La preocupación de su trabajo y de los peones dio naturalmente más seriedad al carácter de Shaw. Pero ella, al mes, conservaba aún su embriaguez febril, loca de entusiasmo por su nueva vida. «Demasiada fiebre» amonestábala él, entre dos risas y más besos. En efecto, no había querido llevar piano ni siquiera gramófono, dado que ésas eran horribles cosas de ciudad, y ella deseaba olvidarse de todo, para ser más digna de su nueva existencia, franca, sencilla e intensa. Pero su intensidad fue completa.

Una noche, Shaw escribía una carta, cuando creyó oír afuera cautelosas pisadas de caballo. El tiempo estaba tormentoso y en silencio. Ambos levantaron la cabeza y se miraron.

—¿Qué será? —preguntó ella con voz baja y un poco ansiosa, pronta ya a ir a su lado.

—No sé; parecen pasos de caballo.

Prestó oído, en vano. Volvió de nuevo al papel, pero adivinando que ella había quedado intranquila, fue a la pieza contigua y abrió la ventana, asomándose. La noche estaba muy oscura y calurosa. Apoyó las manos en el marco y esperó un momento. Estando así, sintió que sobre sus pies caía algo desmenuzado, como arena. Movió el pie, constatando que efectivamente era eso. «De la argamasa», pensó. Como no oía nada, cerró la ventana, y, al volverse, vio sobre el piso, en el agudo triángulo de la luz que dejaba pasar la puerta entornada, una serpiente negra que se deslizaba hacia el cuarto en que estaba su mujer. Shaw comprendió por qué había caído la arena al paso del reptil sobre el marco y entre sus manos. Sabía también que mientras no se le hostigara, el animal no atacaría. Pero pensó también, con un nudo en la garganta, que su mujer podría no verla y pisarla.

—¡Inés! —la llamó en voz ni alta ni baja.

—¿Qué hay? —oyó.

—Óyeme bien —añadió lentamente y en calma—. No te muevas. No tengas miedo. Óyeme bien. Pero no te muevas por nada. Ha entrado una víbora… ¡No te muevas, por Dios!

Un grito de espanto le había respondido.

—¡Julio, Julio!

—¡No corras, no corras! —gritó él a su vez, precipitándose sobre la puerta.

—¡Julio!… —oyó aún. Y enseguida su alarido. Se lanzó a él, lívida de terror—. ¡Me picó aquí! ¡Ay, no quiero morir! ¡Julio, no quiero morir!

—¿Dónde? —rugió Shaw, más lívido que ella.

—¡Aquí, en la mano!… Tropecé… ¡Ay, me duele, me duele mucho! ¡Julio, mi Julio, te quiero!…

Shaw se desprendió un segundo y aplastó de un silletazo a la serpiente, presta a un nuevo ataque. Ligó enérgicamente la muñeca y hendió con su cortaplumas, hasta el fondo, los dos puntos que habían dejado los colmillos, de que corrían dos hilitos negros. Al ver saltar la sangre, la joven dio un nuevo grito, tratando desesperadamente de desprender la mano. Pero Shaw resistió e hizo correr con todas sus fuerzas la sangre hacia la herida.

—¡Me duele, Julio, me duele mucho!… ¡No quiero morir! ¡No, no quiero morir! —gritaba desesperada, alzando cada vez más la voz. Shaw corrió y llenó como pudo de permanganato la jeringa. Pero ella, al ver la aguja, logró arrancar esta vez su mano.

—¡Inés, por favor! —clamó Shaw rudamente, esforzándose en recobrarla.

—¡No, no! —se debatía ella—. ¡No quiero más! Ay, no sé… ¡Me ahogo! ¡Ay, Julio, me ahogo!…

Shaw vio su instantánea palidez, y los dos hilitos de sangre lenta y negra surgieron fúnebres. «Ha picado en una vena… se muere», se dijo aterrado. Su pensamiento se retrató, a pesar suyo, de tal modo en sus ojos, que ella comprendió.

—¡Inés, mi vida!

—¡No, no quiero morir, no quiero morir! —gritó enloquecida, ahogándose.

—¡Inés, mi Inés querida! —se le quebró la voz en un sollozo. Pero ella lo rechazó, lanzándole de reojo una mirada dura.

—¡Tú tienes la culpa! Me has traído aquí… Yo no quería morir… ¡Me has dejado morir!…

Shaw sintió que algo de su propia conciencia vital se quebraba para siempre, al revivir en un segundo los siete meses en que ella lo había mirado con los ojos húmedos de fe y de confianza en él.

—¡Me muero por tu culpa!… ¡Me has traído a morir aquí!… ¡Mamá!…

Shaw hundió la cara en la colcha.

—Perdóname —le dijo.

—No… yo no quería venir… —Se asfixiaba, jadeando con voz ronca, de hombre casi—. Me has matado… ¡mamá!… ¡mamá!…

Un instante después moría. Shaw quedó largo rato sin moverse en el cuarto en silencio. Al fin salió, dio órdenes a los peones que con los gritos se habían levantado y vagaban curiosos por el patio, y se sentó afuera contra la pared, en un cajón de kerosene, bebiendo hasta las heces su triunfo de vida intensa.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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