Los Cementerios Belgas

Horacio Quiroga


Cuento


Iban en columna por la carretera blanca, llenando el camino de una a otra cuneta. El frío, ya vivo, había echado sobre los fugitivos todos los capotes y mantas posibles. Muchos iban en carros, algunos en carritos tirados por perros; pero la gran mayoría caminaba a pie.

Marchaban, sin embargo, por la admirable alfombra de paz que había sido Bélgica. Ahora, delante, atrás, a diestra y siniestra, no quedaba nada. Nada alcanzaba a dos metros de altura: aldeas, chimeneas, árboles, todo yacía aplanado en negro derrumbe. Los fugitivos huían desde la tarde anterior, sintiendo sobre sus espaldas el tronar de la artillería, que avanzaba a la par de ellos.

Las provisiones recogidas con terrible urgencia no alcanzaban a alimentar suficientemente a la densa columna. Los pequeños recién salidos del pecho materno, y sin poder tomar una sola gota de leche, sufrían de enteritis desde el primer día.

A las diez de la noche el alucinante tronar de los cañones se aproximó más aún, y los fugitivos aceleraron la marcha.

Como la noche anterior, la negra columna iba envuelta en el llanto de chicos que no habían comido ni dormido suficientemente, y en los gemidos de criaturas de pecho que sentían dolores de vientre por la leche materna aterrorizada.

El día llegó, sin embargo, y con la lívida madrugada comenzó a llover. Los hombres se calaron la capucha de los capotes, y las madres, tras una larga mirada de desesperación a sus vecinos masculinos más próximos, alzaron sobre sus criaturas ateridas el borde chorreante de sus mantos.

La columna se detuvo, y reuniendo los últimos alimentos —los últimos; no quedaba nada ya—, las mujeres y las criaturas pudieron mitigar el hambre. Sobró algo asimismo, pues muchas mujeres, muertas de fatiga y sueño, prefirieron continuar durmiendo en los carritos. Los viejos y enfermos tuvieron así un mínimo suplemento.

El sombrío conjunto de capotes y caballos en fuga reanudó la marcha, perseguido obstinadamente por el cañoneo.

A mediodía la lluvia continuaba con igual fuerza, y los fugitivos se detuvieron.

—¿Qué pasa? —se levantaron varias voces—. ¡No tenemos qué comer! ¡Sigamos!

—¡Sigamos! —se propagó hasta el fondo de la columna.

En la columna, sobre un carrito tirado por un viejo caballo reumático, iba una mujer cuyo marido había quedado luchando en los fuertes de Amberes. Llevaba consigo a sus tres hijos, el mayor de cinco años.

Ante la nueva parada, la mujer levantó inquieta la cabeza, arrebujando a su pequeño en brazos.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¡Nada! —le respondieron de atrás—. ¡Un momento nada más!

—Es que mi hijo… —repuso la madre a media voz, doblándose sobre la criatura y oprimiéndole rápidamente las manos, la frente, el cuello—. ¡Tiene fiebre! —se dirigió con voz muy lenta y clara a su vecina inmediata—. No podemos seguir así… ¿Por qué no seguimos? —insistió mirando atentamente a uno y otro.

—¡Ya vamos! —gritó una voz ronca desde el fondo—. ¡Paciencia! ¡A todos nos llegará!

La vecina se dirigió entonces a la madre en voz baja:

—Están enterrando… Han muerto varios…

La madre clavó un rato sus ojos dilatados en la vecina.

—¿Criaturas también? —articuló.

La otra bajó dos o tres veces la cabeza.

Del frente llegaba por fin el rumor de la columna que se ponía en movimiento.

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! —suspiró la madre mirando a todos con profundo agradecimiento—. Ya no nos detendremos más, ¿verdad? Creo… —se interrumpió oprimiendo de nuevo bruscamente las manos y el cuello de su hijo— que no tiene tanta fiebre… Sí, no tiene… —Y volviéndose a la vecina—: ¿Criaturas de pecho… también?

La mujer bajó otra vez la cabeza. La madre, temblando, cobijó prolijamente a su hijo, deshaciendo, sin embargo, dos o tres veces el rebozo para pulsar al pequeño.

—Gracias a Dios… Gracias a Dios… —quedose murmurando y balanceando a la criatura junto a su cara.

La columna avanzaba siempre, la lluvia continuaba cayendo sin cesar, y al llegar la noche creció el vivo grito de las criaturas enfermas por el frío y la atroz alimentación. La leche de las madres, alterada por el terror y la fatiga, envenenaba en febril sopor de enteritis a los pequeños de pecho.

La mujer que caminaba al lado del carrito se acercó con un mendrugo de pan hecho papilla por el agua, pero no obtuvo respuesta.

—Pronto llegaremos… —dijo.

La madre levantó por fin el rostro desesperado.

—¡Se muere! ¡Tóquelo! ¡Está ardiendo! Y todo mojado… ¡Hijo mío de mi alma!

Los otros dos pequeños tiritaban hundidos contra las caderas de su madre. La columna hizo alto. La madre tuvo un sobresalto y miró a todos lados, los ojos sobreabiertos de fiebre.

—¿Van a enterrar?… ¿A quién?…

Esta vez no le respondieron. Se enterraba seguramente a muchos, pero el motivo principal de la detención era otro. No era posible salvar a las criaturas sino con leche de vaca, de yegua, de oveja, de lo que fuera. ¿Mas dónde hallarla? El país, que hasta esa tarde había ofrecido el mismo aspecto de los días anteriores, comenzaba a mejorar. Los cañones no habían llegado aún allí, y las granjas y árboles proseguían en pie; pero impulsado por el mismo huracán de desastre, el terror había barrido hasta la costa del mar a hombres, vacas, alimentos, ropas. Los hombres válidos de la columna exploraron un momento las granjas, los establos… Nada, ni un trozo de pan, ni una vaca moribunda.

La lluvia, que no daba tregua un solo segundo, provocó un instante la necesidad de guarecerse:

—¡Las criaturas se mueren de frío! ¡Están todas con bronconeumonía!

—¡Sí, pero están también envenenadas por la alimentación! ¡Necesitan leche a toda costa! ¡Sigamos!

—¡Es que se están muriendo en los brazos de las madres!

—¡Se morirán más si no encontramos leche! ¡Salvemos a los que aún viven! ¡Sigamos!

—¡Sí, sigamos!

Los desgraciados, chorreando agua, muertos de fatiga, hambre y sueño, se arrastran otra vez por la carretera, llevando consigo el estertor de las criaturas asfixiadas por la bronconeumonía.

Caminaron toda esa tarde con detenciones cuyo motivo nadie preguntaba ya, pero que el alarido de las madres explicaba de sobra. La columna disminuía así cada media hora, aclarándose, vaciándose, jalonando con criaturas de pecho las carreteras de su pobre patria.

A la madrugada siguiente, la mujer que caminaba al lado del carrito se aproximó de nuevo a éste. Los dos pequeños, pegados siempre a las caderas de su madre, tenían las mejillas encendidas y respiraban velozmente por la boca abierta. El agua goteaba por los mechones de pelo hasta sus ojos entrecerrados.

—Pronto llegaremos… —repitió la vecina, como en las veces anteriores.

La madre se estremeció y fijó en ella su mirada dura.

—¿Cómo sigue el pequeño? —se aproximó más la mujer.

—¡Mal! —repuso la madre secamente. Y abriendo el rebozo—: ¡Véalo! ¡Mírelo! ¡Y vea esto! —agregó levantando bruscamente las piernitas—. ¡Vea los pañales!

La criatura agonizaba en un mar verde.

—¡A cada momento tiene un pañal! ¿Usted no es madre, no?… ¡Ah, Dios mío! —articuló con voz ronca, asentándose el cabello con las dos manos. Pero la criatura, al sentir la lluvia en sus piernas, había gemido.

—¡Tápelo, tápelo! —se apresuró la vecina.

—Sí, taparlo… —clamó la madre—. Taparlo con esto mojado… ¡Vea esto cómo está! ¡Esto es lo que hemos ganado!… ¡Toque! Mi propio hijo… ¡Ah, hijo mío de mi alma, mi hijo querido! —se dobló en un ronco sollozo sobre el cuerpecito agonizante.

Desde ese momento no permitió que nadie se acercase.

—¿Qué quieren aquí? —alzaba la voz dura—. ¡No está muerto, no! ¡Déjenme, les digo!

Pero al caer la tarde hubo que arrancarle de los brazos a la criatura muerta, fulminada por la meningitis, como casi todas ellas.

Ante el desastre capital, los nervios de la pobre madre se quebraron por fin, y tras media hora de llanto silencioso y profundo, se arrebujó con sus dos pequeños —uno en cada rodilla— que de rato en rato sacudían el sopor de su fiebre para pegar la cara al rostro de su madre, en un brusco y ronco llanto, sin abrir los ojos.

La lluvia caía siempre perpendicular, copiosa. La procura de ropa seca para los enfermos, muy intensa hasta esa tarde, habíase desechado por completo; nadie esperaba ya nada.

A la mañana siguiente decidiose subir en los carros y caballos a las madres con criaturas, a fin de que, adelantándose en lo posible, llegaran cuanto antes hasta la leche, cuya urgencia tornábase cada vez más mortal. Así se hizo, y tras el mísero pienso que con inauditos esfuerzos pudo conseguirse para los caballos, el pelotón de madres desesperadas y pequeños en agonía avanzó, distanciándose al caer el crepúsculo algunos kilómetros.

A esa hora se levantó en el lamentable convoy de moribundos un grito de esperanza: las madres habían reconocido a un destacamento de caballería belga. Pero instantes después llegaba un oficial con orden de requisar todos los caballos disponibles.

—¡Los caballos!… ¡Pero nuestras criaturas se mueren! —clamó enloquecida la madre de las dos criaturas—. ¡Teniente! ¡Señor! ¡Se mueren, le digo, si nos dejan aquí!

El oficial, embarrado hasta las presillas, nervioso, demacrado por un mes de batallar sin tregua ni descanso, gritó a su vez:

—¡Y nosotros nos morimos todos si no podemos mover la artillería! ¡Todos: ustedes, nosotros, los que quedan! ¿Oye? ¡Pronto, los caballos!

A lo lejos, al oeste y al sur, se oía ahora el tronar sordo del ejército belga que costeaba el mar.

—¿Ya están? —preguntó el oficial con voz dura, volviéndose—. ¡Vamos, ligero!

Y espoleando a su montura marchó al galope.

Tras la mísera tropilla de caballos requisados que se llevaban y se perdían en el crepúsculo quedaron los carros caídos sobre las varas, en la carretera espejeante de agua. Más allá, muy cerca tal vez, estaba la población salvadora, en su felicidad de ropa seca y leche caliente. Pero entretanto, el fúnebre convoy, cementerio ambulante de criaturas de pecho, quedaba desamparado bajo la lluvia hostil que iba matando en flor, implacablemente, los retoños salvadores de una nueva Bélgica.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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