Los Perseguidos

Horacio Quiroga


Cuento


Una noche que estaba en casa de Lugones, la lluvia arreció de tal modo que nos levantamos a mirar a través de los vidrios. El pampero silbaba en los hilos, sacudía el agua que empañaba en rachas convulsivas la luz roja de los faroles. Después de seis días de temporal, esa tarde el cielo había despejado al sur en un límpido azul de frío. Y he aquí que la lluvia volvía a prometernos otra semana de mal tiempo.

Lugones tenía estufa, lo que halagaba suficientemente mi flaqueza invernal. Volvimos a sentarnos prosiguiendo una charla amena, como es la que se establece sobre las personas locas. Días anteriores aquél había visitado un manicomio, y las bizarrías de su gente añadidas a las que yo por mi parte había observado alguna vez, ofrecían materia de sobra para un confortable vis a vis de hombres cuerdos.

Dada, pues, la noche, nos sorprendimos bastante cuando la campanilla de la calle sonó. Momentos después entraba Lucas Díaz Vélez.

Este individuo ha tenido una influencia bastante nefasta sobre una época de mi vida, y esa noche lo conocí. Según costumbre, Lugones nos presentó por el apellido únicamente, de modo que hasta algún tiempo después ignoré su nombre.

Díaz era entonces mucho más delgado que ahora. Su ropa negra, color trigueño mate, cara afilada y grandes ojos negros, daban a su tipo un aire no común. Los ojos, sobre todo, de fijeza atónita y brillo arsenical, llamaban fuertemente la atención. Peinábase en esa época al medio y su pelo lacio, perfectamente aplastado, parecía un casco luciente.

En los primeros momentos Vélez habló poco. Cruzóse de piernas, respondiendo lo justamente preciso. En un instante en que me volví a Lugones, alcancé a ver que aquél me observaba. Sin duda en otro hubiera hallado muy natural ese examen tras una presentación, pero la inmóvil atención con que lo hacía, me chocó.

Pronto dejamos de hablar. Nuestra situación no fue muy grata, sobre todo para Vélez, pues debía suponer que antes de que él llegara, nosotros no practicaríamos ese terrible mutismo. Él mismo rompió el silencio. Habló a Lugones de ciertas chancacas que un amigo le había enviado de Salta, y cuya muestra hubo de traer esa noche. Parecía tratarse de una variedad repleta de agrado en sí, y como Lugones se mostrara suficientemente inclinado a comprobarlo, Díaz Vélez prometióle enviar modos para ello.

Roto el hielo, a los diez minutos volvieron nuestros locos. Aunque sin perder una palabra de lo que oía, Díaz se mantuvo aparte del ardiente tema; no era posiblemente de su predilección. Por eso cuando Lugones salió un momento, me extrañó su inesperado interés. Contóme en un momento porción de anécdotas —las mejillas animadas y la boca precisa de convicción. Tenía por cierto a esas cosas mucho más amor del que yo le había supuesto, y su última historia. contada con honda viveza, me hizo ver entendía a los locos con una sutileza no común en el mundo.

Se trataba de un muchacho provinciano que al salir del marasmo de una tifoidea halló las calles pobladas de enemigos. Pasó dos meses de persecución, llevando así a cabo no pocos disparates. Como era muchacho de cierta inteligencia, comentaba él mismo su caso con una sutileza tal que era imposible saber qué pensar, oyéndolo. Daba la más perfecta idea de farsa: y esta era la opinión general al oírlo argumentar picarescamente sobre su caso —todo esto con la vanidad característica de los locos.

Pasó de este modo tres meses pavoneando sus agudezas sicológicas, hasta que un día se mojó la cabeza en el agua fresca de la cordura y modestia en las propias ideas.

—Ahora está bien —concluyó Vélez— pero le han quedado algunas cosas bien típicas. Hace una semana, por ejemplo, lo hallé en una farmacia: estaba recostado de espaldas en el mostrador, esperando no sé qué. Pusímonos a charlar. De pronto un individuo entró sin que lo viéramos, y como no había ningún dependiente llamó con los dedos en el mostrador. Bruscamente mi amigo se volvió al intruso con una instantaneidad verdaderamente animal, mirándolo fijamente en los ojos. Cualquiera se hubiera también dado vuelta, pero no con esa rapidez de hombre que está siempre sobre aviso. Aunque no perseguido ya, ha guardado sin que él se de cuenta un fondo de miedo que explota a la menor idea de brusca sorpresa. Después de mirar un rato sin mover un músculo, pestañea, y aparta los ojos, distraído. Parece que hubiera conservado un oscuro recuerdo de algo terrible que le pasó en otro tiempo y contra lo que no quiere más estar desprevenido. Supóngase ahora el efecto que le hará una súbita cogida del brazo, en la calle. Creo que no se le irá nunca.

—Indudablemente el detalle es típico —apoyé.— ¿Y las sicologías desaparecieron también?

Cosa extraña: Díaz se puso serio y me lanzó una fría mirada hostil.

—¿Se puede saber por qué me lo pregunta?

—¡Porque hablábamos justamente de eso! —le respondí sorprendido. Mas seguramente el hombre había visto toda su ridiculez porque se disculpó enseguida efusivamente:

—Perdóneme. No sé qué cosa rara me pasó. A veces he sentido así, como una fuga inesperada de cabeza. Cosas de loco —agregó riéndose y jugando con la regla.

—Completamente de loco —bromeé.

—¡Y tanto! Sólo que por ventura me queda un resto de razón. Y ahora que recuerdo, aunque le pedí perdón —y le pido de nuevo— no he respondido aún a su pregunta. Mi amigo no sicologa más. Como ahora es íntimamente cuerdo no siente como antes la perversidad de denunciar su propia locura, forzando esa terrible espada de dos filos que se llama raciocinio... ¿verdad? Es bien claro.

—No mucho —me permití dudar.

—Es posible —se rio en definitiva.— Otra cosa muy de loco. Me hizo una guiñada, y se apartó sonriente de la mesa, sacudiendo la cabeza como quien calla así muchas cosas que podrían decirse.

Lugones volvió y dejamos nuestro tema —ya agotado, por otro lado. Durante el resto de la visita Díaz habló poco, aunque se notaba claro la nerviosidad que le producía a él mismo su hurañía. Al fin se fue. Posiblemente trató de hacerme perder toda mala impresión con su afectuosísima despedida, ofreciéndome su apellido y su casa con un sostenido apretón de manos lleno de cariño. Lugones bajó con él, porque su escalera ya oscura no despertaba fuertes deseos de arriesgarse solo en su perpendicularidad.

—¿Qué diablo de individuo es ése? —le pregunté cuando volvió. Lugones se encogió de hombros.

—Es un individuo terrible. No sé cómo esta noche ha hablado diez palabras con usted. Suele pasar una hora entera sin hablar por su cuenta, y ya supondrá la gracia que me hace cuando viene así. Por otra lado, viene poco. Es muy inteligente en sus buenos momentos. Ya lo habrá notado porque oí que conversaban.

—Sí, me contaba un caso curioso

—¿De qué?

—De un amigo perseguido. Entiende como un demonio de locuras.

—Ya lo creo, como que él también es perseguido.

Apenas oí esto, un relámpago de lógica explicativa iluminó lo oscuro que sentía en el otro ¡Indudablemente!... Recordé sobre todo su aire fosco cuando le pregunté si no sicologaba más... El buen loco había creído que yo lo adivinaba y me insinuaba en su fuero interno...

—¡Claro! —me reí.— ¡Ahora me doy cuenta! Pero es endiabladamente sutil su Díaz Vélez. — Y le conté el lazo que me había tendido para divertirse a mis expensas: la ficción de un amigo perseguido, sus comentarios. Pero apenas en el comienzo, Lugones me cortó.

—No hay tal; eso ha pasado efectivamente. Sólo que el amigo es él mismo. Le ha dicho en un todo la verdad; tuvo una tifoidea, quedó mal, curó hasta por ahí, y ya ve que es bastante problemática su cordura. También es muy posible que lo del mostrador sea verdad, pero pasado a él mismo. Interesante el individuo, ¿eh?

—¡De sobra! —le respondí, mientras jugaba con el cenicero.


* * *


Salí tarde. El tiempo se componía al fin, y sin que el cielo se viera el pecho libre lo sentía más alto. No llovía más. El viento fuerte y seco rizaba el agua de las veredas y obligaba a inclinar el busto en las bocacalles. Llegué a Santa Fe y esperé un rato el tramway, sacudiendo los pies. Aburrido, decidime a caminar, apresuré el paso, encerré estrictamente las manos en los bolsillos y entonces pensé bien en Díaz Vélez.

Lo que más recordaba de él era la mirada con que me observó al principio. No se la podía llamar inteligente, reservando esta cualidad a las que buscan en la mirada nueva, correspondencia —pequeña o grande— a la personal cultura —y habituales en las personas de cierta elevación. En estas miradas hay siempre un cambio de espíritus, —profundizar hasta dónde llega la persona que se acaba de conocer, pero entregando francamente al examen extranjero parte de la propia alma.

Díaz no me miraba así; me miraba a mí únicamente. No pensaba qué era ni qué podía ser yo, ni había en su mirada el más remoto destello de curiosidad sicológica. Me observaba, nada más, como se observa sin pestañear la actitud equívoca de un felino.

Después de lo que me contara Lugones, no me extrañaba ya esa objetividad de mirada de loco. En pos de su examen, satisfecho seguramente se había reído de mí con el espantapájaro de su propia locura. Pero su afán de delatarse a escondidas tenía menos por objeto burlarse de mí que divertirse a sí mismo. Yo era simplemente un pretexto para el razonamiento y sobre todo un punto de confrontación: cuanto más admirase yo la endemoniada perversidad del loco que me describía, tantos más rápidos debían ser sus fruitivos restregones de manos. Faltó para su dicha completa que yo le hubiera dicho: —“¿Pero no teme su amigo que lo descubran al delatarse así?” No se me ocurrió, y en particular porque el amigo aquél no me interesaba mayormente. Ahora que sabía yo en realidad quién era el perseguido, me prometía provocarle esa felicidad violenta —y esto es lo que iba pensando mientras caminaba.

Pasaron sin embargo quince días sin que volviera a verlo. Supe por Lugones que había estado en su casa, llevándole las confituras —buen regalo para él.

—Me trajo también algunas pera Vd. Como no sabía dónde vive —creo que Vd. no le dio su dirección— las dejó en casa. Vaya por allá.

—Un día de estos ¿Está acá todavía?

—¿Díaz Vélez?

—Sí.

—Sí, supongo que sí, no me ha hablado una palabra de irse.

En la primera noche de lluvia fui a lo de Lugones, seguro de hallar al otro. Por más que yo comprendiera como nadie que esa lógica de pensar encontrarlo justamente en una noche de lluvia era propia de perro o loco, la sugestión de las coincidencias absurdas regirá siempre los casos en que el razonamiento no sabe ya qué hacer.

Lugones se rió de mi empeño en ver a Díaz Vélez.

—¡Tenga cuidado! Los perseguidos comienzan adorando a sus futuras víctimas. Él se acordó muy bien de Vd.

—No es nada. Cuando lo vea me va a tocar a mí divertirme.

Esa noche salí muy tarde.


* * *


Pero no hallaba a Díaz Vélez. Hasta que un mediodía, en el momento en que iba a cruzar la calle, lo vi en Artes. Caminaba hacía el norte, mirando de paso todas las vidrieras, sin dejar pasar una, como quien va pensando preocupado en otra cosa. Cuando lo distinguí ya había sacado yo el pie de la vereda. Quise contenerme pero no pude y descendí a la calle casi con un traspié. Me di vuelta y miré el borde de la vereda, aunque estaba bien seguro de que no había nada. Un coche de plaza guiado por un negro con saco de lustrina pasó tan cerca de mí que el cubo de la rueda trasera me engrasó el pantalón. Detúveme de nuevo, seguí con los ojos las patas de los caballos, hasta que un automóvil me obligó a saltar.

Todo esto duró diez segundos, mientras Díaz continuaba alejándose, y tuve que forzar el paso. Cuando lo sentí a mi certísimo alcance, todas mis inquietudes se fueron para dar lugar a una gran satisfacción de mí mismo. Sentíame en hondo equilibrio. Tenía todos los nervios conscientes y tenaces. Cerraba y abría los dedos en toda extensión, feliz. Cuatro o cinco veces en un minuto llevé la mano al reloj, no acordándome de que se me había roto.


* * *


Díaz Vélez continuaba caminando y pronto estuve a dos pasos detrás de él. Uno más y lo podía tocar. Pero al verlo así, sin darse ni remotamente cuenta de mi inmediación, a pesar de su delirio de persecución y sicologías, regulé mi paso exactamente con el suyo ¡Perseguido! ¡Muy bien!... Me fijaba detalladamente en su cabeza, sus codos, sus puños un poco de fuera, las arrugas transversales del pantalón en las corvas, los tacos, ocultos y visibles sucesivamente. Tenía la sensación vertiginosa de que antes, millones de años antes, yo había hecho ya eso: encontrar a Díaz Vélez en la calle, seguirlo, alcanzarlo —y una vez ésto seguir detrás de él— detrás. Irradiaba de mí la satisfacción de diez vidas enteras que no hubieran podido nunca realizar su deseo ¿Para qué tocarlo? De pronto se me ocurrió que podría darse vuelta, y la angustia me apretó instantáneamente la garganta. Pensé que con la laringe así oprimida no se puede gritar, y mi miedo único, espantablemente único fue no poder gritar cuando se volviera, como si el fin de mi existencia debiera haber sido avanzar precipitadamente sobre él, abrirle las mandíbulas y gritarle desaforadamente en plena boca —contándole de paso todas las muelas.

Tuve un momento de angustia tal que me olvidé de ser él todo lo que veía: los brazos de Díaz Vélez, las piernas de Díaz Vélez, los pelos de Díaz Vélez, la cinta del sombrero de Díaz Vélez, la trama de la cinta del sombrero de Díaz Vélez, la urdimbre de la urdimbre de Díaz Vélez, de Díaz Vélez, de Díaz Vélez...

Esta seguridad de qué a pesar de mi terror no me había olvidado un momento de él, serenóme del todo.

Un momento después tuve loca tentación de tocarlo sin que él sintiera, y enseguida, lleno de la más grande felicidad que puede caber en un acto que es creación intrínseca de uno mismo, le toqué el saco con exquisita suavidad, justamente en el borde inferior —ni más ni menos. Lo toqué y hundí en el bolsillo el puño cerrado.

Estoy seguro que más de diez personas me vieron. Me fijé en tres: una pasaba por la vereda de enfrente en dirección contraria, y continuó su camino dándose vuelta a cada momento con divertida extrañeza. Llevaba una valija en la mano, que giraba de punta hacia mí cada vez que el otro se volvía.

La otra era un revisador de tramway que estaba parado en el borde de la vereda, las piernas bastante separadas. Por la expresión de su cara comprendí que antes de que yo hiciera eso ya nos había observado. No manifestó la mayor extrañeza ni cambió de postura ni movió la cabeza —siguiéndonos, eso sí, con los ojos. Supuse que era un viejo empleado que había aprendido a ver únicamente lo que le convenía.

El otro sujeto era un individuo grueso, de magnífico porte, barba catalana y lentes de oro. Debía de haber sido comerciante en España. El hombre pasaba en ese instante a nuestro lado y me vio hacer. Tuve la seguridad de que se había detenido. Efectivamente, cuando llegamos a la esquina dime vuelta y lo vi inmóvil aún, mirándome con una de esas extrañezas de hombre honrado, enriquecido y burgués que obligan a echar un poco la cabeza atrás con el ceño arrugado. El individuo me encantó. Dos pasos después volví el rostro y me reí en su cara. Vi que contraía más el ceño y se erguía dignamente como si dudara de ser el aludido. Hícele un ademán de vago disparate que acabó de desorientarlo.

Seguí de nuevo, atento únicamente a Díaz Vélez. Ya habíamos pasado Cuyo, Corrientes. Lavalle, Tucumán y Viamonte. La historia del saco y los tres mirones había sido entre estas dos últimas. Tres minutos después llegábamos a Charcas y allí se detuvo Díaz. Miró hacia Suipacha, columbró una silueta detrás de él y se volvió de golpe. Recuerdo perfectamente este detalle: durante medio segundo detuvo la mirada en un botón de mi chaleco, una mirada rapidísima, preocupado y vaga al mismo tiempo, como quien fija de golpe la vista en cualquier cosa a punto de acordarse de algo. Enseguida me miró en los ojos.

—¡Oh, cómo le va! —me apretó la mano, soltándomela velozmente.— No había tenido el gusto de verlo después de aquella noche en lo de Lugones. ¿Venía por Artes?

—Sí, doblé en Viamonte y me apuré para alcanzarlo. También tenía deseos de verlo.

—Yo también. ¿No ha vuelto por lo de Lugones?

—Sí, y gracias por las chancacas: muy ricas.

Nos callamos, mirándonos.

—¿Cómo le va? —rompí sonriendo, expresándole en la pregunta más cariño que deseos de saber en realidad cómo se hallaba.

—Muy bien —me respondió en igual tono. Y nos sonreímos de nuevo.

Desde que comenzáramos a hablar yo había perdido los turbios centelleos de alegría de minutos anteriores. Estaba tranquilo otra vez; eso sí, lleno de ternura con Díaz Vélez. Creo que nunca he mirado a nadie con más cariño que a él en esa ocasión.

—¿Esperaba el tramway?

—Sí —afirmó mirando la hora. Al bajar la cabeza al reloj, vi rápidamente que la punta de la nariz le llegaba al borde del labio superior. Irradióme desde el corazón un ardiente cariño por Díaz.

—¿No quiere que tomemos café? Hace un sol maravilloso... Suponiendo que haya comido ya y no tenga urgencia...

—Sí, no, ninguna —contestóme con voz distraída mirando a lo lejos de la vía.

Volvimos. Posiblemente no me acompañó con decidida buena voluntad. Yo lo deseaba muchísimo más alegre y sutil —sobre todo esto último. Sin embargo mi efusiva ternura por él dio tal animación a mi voz que a las tres cuadras Díaz cambió. Hasta entonces no había hecho más que extender el bigote derecho con la mano izquierda, asintiendo sin mirarme. De ahí en adelante echó las manos atrás. Al llegar a Corrientes —no sé qué endiablada cosa le dije— se sonrió de un modo imperceptible, siguió alternativamente un rato la punta de mís zapatos y me lanzó a los ojos una fugitiva mirada de soslayo.

—Hum... ya empieza —pensé. Y mis ideas, en perfecta fila hasta ese momento, comenzaron a cambiar de posición y entrechocarse vertiginosamente. Hice un esfuerzo para rehacerme y me acordé súbitamente de un gato plomo, sentado en una silla, que yo había visto cuando tenía cinco años ¿Por qué ese gato?... Silbé y callé de golpe. De pronto sonéme las narices y tras el pañuelo me reí sigilosamente. Como había bajado la cabeza y el pañuelo era grande, no se me veía más que los ojos. Y con ellos atisbé a Díaz Vélez, tan seguro de que no me vería que tuve la tentación fulminante de escupirme precipitadamente tres veces en la mano y soltar la carcajada, para hacer una cosa de loco.


* * *


Ya estábamos en La Brasileña. Nos sentamos en la diminuta mesa, uno enfrente de otro, las rodillas tocando casi. El fondo verde nilo del café daba en la cuasi penumbra una sensación de húmeda y reluciente frescura que obligaba a mirar con atención las paredes por ver si estaban mojadas.

Díaz se volvió al mozo recostado de espaldas y el paño en las manos cruzadas, y adoptó en definitiva una postura cómoda.

Pasamos un rato sin hablar, pero las moscas de la excitación me corrían sin cesar por el cerebro. Aunque estaba serio, a cada instante cruzábame por la boca una sonrisa convulsiva. Mordíame los labios esforzándome —como cuando estamos tentados— en tomar una expresión natural que rompía enseguida el tic desbordante. Todas mis ideas se precipitaban superponiéndose unas sobre otras con velocidad inaudita y terrible expresión rectilínea; cada una era un impulso incontenible de provocar situaciones ridículas y sobre todo inesperadas; ganas locas de ir hasta el fin de cada una, cortarla de repente, seguir esta otra, hundir los dos dedos rectos en los dos ojos separados de Díaz Vélez, dar porque sí un grito enorme tirándome el pelo, y todo por hacer algo absurdo —y en especial a Díaz Vélez. Dos o tres veces lo miré fugazmente y bajé la vista. Debía de tener la cara encendida porque la sentía ardiendo.

Todo esto pasaba mientras el mozo acudía con su máquina, servía el café y se iba, no sin antes echar a la calle una mirada distraída. Díaz continuaba desganado, lo que me hacía creer que cuando lo detuve en Charcas pensaba en cosa muy distinta de acompañar a un loco como yo...

¡Eso es! Acababa de dar en la causa de mi desasosiego: Díaz Vélez, loco maldito y perseguido, sabía perfectamente que lo que yo estaba haciendo era obra suya. “Estoy seguro de que mi amigo —se habrá dicho— va a tener la pueril idea de querer espantarme cuando nos veamos. Si me llega a encontrar fingirá impulsos, sicologías, persecuciones, me seguirá por la calle haciendo muecas, me llevará después a cualquier parte, a tomar café”...

—¡Se equivoca com-ple-ta-men-te! —le dije, poniendo los codos sobre la mesa y la cara entre las manos. Lo miraba sonriendo, sin duda, pero sin apartar mis pupilas de las suyas.

Díaz me miró sorprendido de verme salir con esa frase inesperada.

—¿Qué cosa?

—Nada, esto no más. ¡Se equivoca com-ple-ta-men-te!

—¡Pero a qué diablos se refiere! Es posible que me equivoque, pero no sé. ¡Es muy posible que me equivoque, no hay duda!

—No se trata de que haya duda o que no sepa, lo que le digo es esto, y voy a repetirlo claro para que se dé bien cuenta: ¡se e-qui-voca com-ple-ta-mente!

Esta vez Díaz me miró con atenta y jovial atención y se echó a reír, apartando la vista.

—¡Bueno, convengamos!

—Hace bien en convenir porque es así —insistí, siempre la cara entre las manos.

—Creo lo mismo —se rio de nuevo.

Pero yo estaba seguro de que el maldito individuo sabía muy bien qué le quería decir con eso. Cuando más fijaba la vista en él, más se entrechocaban hasta el vértigo mis ideas.

—Dí-az Vé-lez... articulé lentamente, sin arrancar un instante mis ojos de sus pupilas. Díaz no se volvió a mí, comprendiendo que no le llamaba.

—Dí-az Vé-lez —repetí con la misma imprecisión extraña a toda curiosidad, como si una tercera persona invisible y sentada con nosotros hubiera intervenido así.

Díaz pareció no haber oído, pensativo. Y de pronto se volvió francamente; las manos le temblaban un poco.

—Vea, —me dijo con decidida sonrisa.— Sería bueno que suspendiéramos por hoy nuestra entrevista. Usted está mal y yo voy a concluir por ponerme como usted. Pero antes es útil que hablemos claramente, porque si no no nos entenderemos nunca En dos palabras: usted y Lugones y todos me creen perseguido ¿Es cierto o no?

Seguía mirándome en los ojos, sin abandonar su sonrisa de amigo franco que quiere dilucidar para siempre malentendidos. Yo había esperado muchas cosas, menos ese valor. Díaz me echaba, con eso sólo, todo su juego descubierto sobre la mesa, frente a frente, sin perdernos un gesto. Sabía que yo sabía que quería jugar conmigo otra vez, como la primera noche en lo de Lugones y, sin embargo, se arriesgaba a provocarme.

De golpe me serené, ya no se trataba de dejar correr las moscas subrepticiamente por el propio cerebro por ver qué harían, sino acallar el enjambre personal para oír atentamente el zumbido de las moscas ajenas.

—Tal vez —le respondí de un modo vago cuando concluyó.

—Usted creía que yo era perseguido, ¿no es cierto?

—Creía.

—¿Y que cierta historia de un amigo loco que le conté en lo de Lugones, era para burlarme de usted?

—Sí.

—Perdóneme que siga. ¿Lugones le dijo algo de mí?

—Me dijo.

—¿Que era perseguido?

—Sí.

—Y usted cree mucho máe que antes que soy perseguido, ¿verdad?

—Exactamente.

Los dos nos echamos a reír, apartando al mismo tiempo la vista. Díaz llevó la taza a la boca, pero a medio camino notó que estaba ya vacía y la dejó. Tenía los ojos más brillantes que de costumbre y fuertes ojeras —no de hombre, sino difusas y moradas de mujer.

—Bueno, bueno, —sacudió la cabeza cordialmente— Es difícil que no crea eso. Es posible, tan posible como esto que le voy a decir, óigame bien. Yo puedo o no ser perseguido, pero lo que es indudable es que el empeño suyo en hacerme ver que usted también lo es, tendrá por consecuencia que usted, en su afán de estudiarme, acabará por convertirse en perseguido real, y yo entonces me ocuparé en hacerle muecas cuando no me vea, como usted ha hecho conmigo seis cuadras seguidas, hace media hora, y esto también es cierto. Y también esto otro: los dos nos vemos bien; usted sabe que yo —perseguido real e inteligente, soy capaz de fingir una maravillosa normalidad; y yo sé que usted —perseguido larvado— es capaz de simular perfectos miedos. ¿Acierto?

—Sí, es posible haya algo de eso.

—¿Algo? No, todo.

Volvimos a reírnos, apartando enseguida la vista. Puso los dos codos sobre la mesa y la cara entre las manos, como yo un rato antes.

—¿Y si yo efectivamente creyera que usted me persigue?

Vi sus ojos de arsénico fijos en los míos. Entre nuestras dos miradas no había nada, nada más que esa pregunta perversa que lo vendía en un desmayo de su astucia. ¿Pensó él preguntarme eso? No; pero su delirio estaba sobrado avanzado para no sufrir esa tentación. Se sonreía, con su pregunta sutil; pero el loco, el loco verdadero se le había escapado y yo lo veía en sus ojos, atisbándome.

Me encogí desenfadadamente de hombros y como quien extiende al azar la mano sobre la mesa cuando va a cambiar de postura cogí disimuladamente la azucarera. Apenas lo hice, tuve vergüenza y la dejé. Díaz vio todo sin bajar los ojos.

—Sin embargo, tuvo miedo —se sonrió.

—No —le respondí alegremente, acercando más la silla. Fue una farsa, como la que podía hacer cualquier amigo mío con el cual nos viéramos claro.

Yo sabía bien que él no hacía farsa alguna, y que a través de sus ojos inteligentes desarrollando su juego sutil, el loco asesino continuaba agazapado, como un animal sombrío y recogido que envía a la descubierta a los cachorros de la disimulación. Poco a poco la bestia se fue retrayendo y en sus ojos comenzó a brillar la ágil cordura. Tornó a ser dueño de sí, apartóse bien el pelo luciente y se rio por última vez levantándose.

Ya eran las dos. Caminamos hasta Charcas hablando de todo, en un común y tácito acuerdo de entretener la conversación con cosas bien naturales, a modo del diálogo cortado y distraído que sostiene en el tramway un matrimonio.

Como siempre en esos casos, una vez detenidos ninguno habló nada durante dos segundos, y también como siempre lo primero que se dijo nada tenía que ver con nuestra despedida.

—Malo, el asfalto —insinué con un avance del mentón.

—Si, jamás está bien —respondió en igual tono.— ¿Hasta cuándo?

—Pronto. ¿No va a lo de Lugones?

—Quien sabe... Dígame, ¿dónde diablos vive Vd.? No me acuerdo.

Dile la dirección.

—¿Piensa ir?

—Cualquier día...

Al apretarnos la mano, no pudimos menos de mirarnos en los ojos y nos echamos a reír al mismo tiempo, por centésima vez en dos horas.

—Adiós, hasta siempre.

A los pocos metros pisé con fuerza dos o tres pasos seguidos y volví la cabeza; Díaz se había vuelto también. Cambiamos un último saludo, él con la mano izquierda, yo con la derecha, y apuramos el paso al mismo tiempo.

Loco, ¡maldito loco! Tenía clavada en los ojos su mirada en el café; yo había visto bien, había visto tras el farsante que me argüía al loco bruto y desconfiado! ¡Y me había visto detrás de él por las vidrieras! Sentía otra vez ansia profunda de provocarlo, hacerle ver claro que él comenzaba ya, que desconfiaba de mí, que cualquier día iba a querer hacerme esto...


* * *


Estaba solo en mi cuarto. Era tarde ya y la casa dormía, no se sentía en ella el menor ruido. Esta sensación de aislamiento fue tan nítida que inconscientemente levanté la vista y miré a los costados. El gas incandescente iluminaba en fría paz las paredes. Miré al pico y constaté que no sufría las leves explosiones de costumbre. Todo estaba en pleno silencio.

Sabido es que basta repetirse en voz alta cinco o siete veces una palabra para perderle todo sentido y verla convertida en un vocablo nuevo y absolutamente incomprensible. Eso me pasó. Yo estaba solo, solo, so-lo... ¿Qué quiere decir solo? Y al levantar los ojos a la pieza vi un hombre asomado apenas a la puerta, que me miraba.

Dejé un instante de respirar. Yo conocía eso ya, y sabía que tras ese comienzo no está lejos el erizamiento del pelo. Bajé la vista, prosiguiendo mi carta, pero vi de reojo que el hombre acababa de asomarse otra vez. ¡No era nada, nada! lo sabía bien. Pero no pude contenerme y miré bruscamente. Había mirado: luego estaba perdido.

Y todo era obra de Díaz; me había sobreexcitado con sus estúpidas persecuciones y lo estaba pagando. Simulé olvidarme y continué escribiendo: pero el hombre estaba allí. Desde ese instante, del silencio alumbrado, de todo el espacio que quedaba tras mis espaldas, surgió la aniquilante angustia del hombre que en una casa sola no se siente solo. Y no era esto únicamente: parados detrás de mí había seres. Mi carta seguía y los ojos continuaban asomados apenas en la puerta y los seres me tocaban casi. Poco a poco el hondo pavor que trataba de contener me erizó el pelo, y levantándome con toda naturalidad de que se es capaz en estos casos, fui a la puerta y la abrí de par en par. Pero yo sé a costa de qué esfuerzo pude hacerlo sin apresurarme.

No pretendí volver a escribir. ¡Díaz Vélez! No había otro motivo para que mis nervios estuvieran así. Pero estaba también completamente seguro de que una por una, dos por dos me iba a pagar todas las gracias de esa tarde.

La puerta de la calle estaba abierta aún y oí la animación de la gente que salía del teatro. Habrá ido a alguno —pensé.— Y como debe tomar el tramway de Charcas, es posible pase por aquí... Y si se le ocurre fastidiarme con sus farsas ridículas, simulando sentirse ya perseguido y sabiendo que yo voy a creer justamente que comienza a estarlo...

Golpearon a la puerta.

¡Él! Di un salto adentro y de un soplo apagué la lámpara. Quedóme quieto, conteniendo la respiración. Esperaba con la angustia a flor de epidermis un segundo golpe.

Llamaron de nuevo. Y luego, al rato, sus pasos avanzaron por el patio. Se detuvieron en mi puerta y el intruso quedó inmóvil ante la oscuridad. No había nadie, eso no tenía duda. Y de pronto me llamó ¡Maldito sea! ¡Sabía que yo lo oía, que había apagado la luz al sentirlo y que estaba junto a la mesa sin moverme! ¡Sabía que yo estaba pensando justamente ésto y que esperaba, esperaba como una pesadilla oírme llamar de nuevo!

Y me llamó por segunda vez. Y luego, después de una pausa larga:

—¡Horacio!

¡Maldición!... ¿Qué tenía que ver mi nombre con esto? ¿Con qué derecho me llamaba por el nombre, ¡él que a pesar de su infamia torturante no entraba porque tenía miedo! “¡Sabe que yo lo pienso en este momento, está convencido de ello, pero ya tiene el delirio y no va a entrar!”

Y no entró. Quedó un instante más sin moverse del umbral y se volvió al zaguán. Rápidamente dejé la mesa, acerquéme en puntas de pie a la puerta y asomé la cabeza. “Sabe que voy a hacer esto”. Siguió sin embargo con paso tranquilo y desapareció.

A raíz de lo que me acababa de pasar, aprecié en todo su valor el esfuerzo sobrehumano que suponía en el perseguido no haberse dado vuelta, sabiendo que tras sus espaldas yo lo devoraba con los ojos.


* * *


Una semana más tarde recibía esta carta:


Mi estimado X.

Hace cuatro dias que no salgo, con un fuerte resfrío. Si no teme el contagio, me daría un gran gusto viniendo a charlar un rato conmigo.


Suyo affmo.


Díaz Velez


P. D. — Si ve a Lugones, dígale que me han mandado algo que le va a interesar mucho.


La carta llegóme a las dos de la tarde. Como hacia frío y pensaba salir a caminar, fui con rápido paso a lo de Lugones.

—¿Qué hace a estas horas? —me preguntó. En esa época lo veía muy poco de tarde.

—Nada, Díaz Vélez le manda recuerdos.

—¿Todavía usted con su Díaz Vélez? —se rio.

—Todavía. Acabo de recibir una tarjeta suya. Parece que hace ya cuatro días que no sale.

Para nosotros fue evidente que ese era el principio del fin, y en cinco minutos de especulación a su respecto hicímosle hacer a Díaz un millón de cosas absurdas. Pero como yo no había contado a Lugones mi agitado día con aquél, pronto estuvo agotado el interés y me fui.

Por el mismo motivo, Lugones no comprendió poco ni mucho mi visita de esa tarde. Ir hasta su casa expresamente a comunicarle que Díaz le ofrecía más chancacas, era impensable, mas como yo me había ido enseguida, el hombre debió pensar cualquier cosa menos lo que había en realidad dentro de todo eso.

A las ocho golpeaba. Di mi nombre a la sirvienta y momentos después aparecía una señora vieja de evidente sencillez provinciana —cabello liso y bata negra con interminable fila de botones forrados.

—¿Desea ver a Lucas? —me preguntó observándome con desconfianza.

—Sí, señora.

—Está un poco enfermo, no sé si podrá recibirlo.

Objetéle que, no obstante, había recibido una tarjeta suya. La vieja dama me observó otra vez.

—Tenga la bondad de esperar un momento.

Volvió y me condujo a mi amigo. Díaz estaba en cama, sentado y con saco sobre la camiseta. Me presentó a la señora y ésta a mí.

—Mi tía.

Cuando se retiró:

—Creía que vivía solo —le dije.

—Antes, sí, pero desde hace dos meses vivo con ella. Arrime el sillón.

Ahora bien, desde que lo vi confirmóme en lo que ya habíamos previsto con el otro, no tenía absolutamente ningún resfrío.

—¿Bronquitis?...

—Sí, cualquier cosa de esas...

Observé rápidamente en torno. La pieza se parecía a todas como un coarto blanqueado a otro. También él tenía gas incandescente. Miré con curiosidad el pico, pero el suyo silbaba, siendo así que el mío explotaba. Por lo demás, bello silencio en la casa.

Cuando bajé los ojos a él, me miraba. Hacía seguramente cinco segundos que me estaba mirando. Detuve inmóvil mi vista en la suya y desde la raíz de la médula me subió un tentacular escalofrío. ¡Pero ya estaba loco! ¡El perseguido vivía ya por su cuenta a flor de ojo! En su mirada no había nada, nada fuera de su fijeza asesina.

—"Va a saltar” —me dije angustiado. Pero la obstinación cesó de pronto, y tras una rápida ojeada al techo, Díaz recobró su expresión habitual. Miróme sonriendo y bajó la vista.

—¿Por qué no me respondió la otra noche en su cuarto?

—No sé...

—¿Cree que no entré de miedo?

—Algo de eso...

—¿Pero cree que no estoy enfermo?

—No... ¿Por qué?

Levantó el brazo y lo dejó caer perezosamente sobre la colcha.

—Hace un rato yo lo miraba...

—¡Dejemos!... ¿Quiere?

—Se me había escapado ya el loco, ¿verdad?

—¡Dejemos, Díaz, dejemos!...

Tenía un nudo en la garganta. Cada palabra suya me hacía el efecto de un empujón más a un abismo inminente.

¡Si sigue, explota! ¡No va a poder contenerlo! Y entonces me di clara cuenta de que habíamos tenido razón ¡Se había metido en cama de miedo! Lo miré y me estremecí violentamente ¡Ya estaba otra vez! ¡El asesino había remontado vivo a sus ojos fijos en mí! Pero como en la vez anterior, éstos, tras nueva ojeada al techo, volvieron a la luz normal.

—Lo cierto es que hace un silencio endiablado aquí —me dijo.

Pasó un momento.

—¿A usted le gusta el silencio?

—Absolutamente.

—Es una entidad nefasta. Da enseguida la sensación de que hay cosas que están pensando demasiado en uno... Le planteo un problema.

—Veamos.

Los ojos le brillaban de perversa inteligencia como en otra ocasión.

—Esto supóngase que Vd. está como yo, acostado, solo desde hace cuatro días, y que Vd. —es decir, yo no he pensado en Vd. Supóngase que oiga claro una voz, ni suya ni mía, una voz clara, en cualquier parte, detrás del ropero, en el techo —ahí en el techo, por ejemplo— llamándole, insultandole.

No continuó; quedó con los ojos fijos en el techo, demudóse completamente de odio y gritó:

—¡Qué hay! ¡Qué hay!

En el fondo de mi sacudida recordé instantáneamente sus miradas anteriores, él oía en el techo la voz que lo insultaba, pero el que lo perseguía era yo. Quedábale aún suficiente discernimiento para no ligar las dos cosas, sin duda...

Tras su congestión, Díaz se había puesto espantosamente pálido Arrancóse al fin al techo y permaneció un rato inmóvil, la expresión vaga y la respiración agitada.

No podía estar más allí, eché una ojeada al velador y vi el cajón entreabierto.

—“En cuanto me levante —pensé con angustia— me va a matar de un tiro”. Pero a pesar de todo me puse de pie, acercándome para despedirme. Díaz, con una brusca sacudida, se volvió a mí. Durante el tiempo que empleé en llegar a su lado su respiración suspendióse y sus ojos clavados en los míos adquirieron toda la expresión de un animal acorralado que ve llegar hasta él la escopeta en mira.

—Que se mejore, Díaz...

No me atrevía a extender la mano; mas la razón es cosa tan violenta como la locura y cuesta horriblemente perderla. Volvió en sí y me la dio él mismo.

—Venga mañana, hoy estoy mal.

—Yo creo...

—No, no, venga, ¡venga! —concluyó con imperativa angustia.

Salí sin ver a nadie, sintiendo, al hallarme libre y recordar el horror de aquel hombre inteligentísimo peleando con el techo, que quedaba curado para siempre de gracias sicológicas.

Al día siguiente, a las ocho de la noche, un muchacho me entregó una tarjeta.


Señor:


Lucas insiste mucho en ver a usted. Si no le fuera molesto le agradecería pasara hoy por ésta su casa.


Lo saluda atte.


Deolinda S. de Roldan


Yo había tenido un día agitado. No podía pensar en Díaz sin verlo de nuevo gritando, en aquella horrible pérdida de toda conciencia razonable. Tenía los nervios tan tirantes que el brusco silbido de una locomotora los hubiera roto.

Fui, sin embargo; pero mientras caminaba el menor ruido me sacudía dolorosamente. Y así, cuando al doblar la esquina vi un grupo delante de la puerta de Díaz Vélez, mis piernas se aflojaron —no de miedo concreto a algo, sino de las coincidencias, a las cosas previstas, a los cataclismos de lógica.

Oí un rumor de espanto allí.

—¡Ya viene, ya viene! —Y todos se desbandaron hasta el medio de la calle. “Ya está, está loco” —me dije, con angustia de lo que podía haber pasado. Corrí y en un momento estuve en la puerta.

Díaz vivía en Arenales entre Bulnes y Vidt. La casa tenía un hondo patio lleno de plantas. Como en él no había luz y sí en el zaguán, más allá de éste eran profundas tinieblas.

—¿Qué pasa? —pregunté. Varios me respondieron.

—El mozo que vive ahí está loco.

—Anda por el patio...

—Anda desnudo...

—Sale corriendo...

Ansiaba saber de su tía.

—Ahí está.

Me volví, y contra la ventana estaba llorando la pobre dama. Al verme redobló el llanto.

—¡Lucas! ¡Se ha enloquecido!

—¿Cuándo?

—Hace un rato. Salió corriendo de su cuarto poco después de haberle mandado...

Sentía que me hablaban.

—¡Oiga, oiga!

Del fondo negro nos llegó un lamentable alarido.

—Grita así, a cada momento.

—¡Ahí viene, ahí viene! —clamaron todos, huyendo. No tuve tiempo ni fuerzas para arrancarme. Sentí una carrera precipitada y sorda, y Díaz Vélez, lívido, los ojos de fuera y completamente desnudo surgió en el zaguán, llevóme por delante, hizo una mueca en la puerta y volvió corriendo al patio.

—¡Salga de ahí, lo va matar! —me gritaron. Hoy tiró un sillón.

Todos habían vuelto a apelotonarse en la puerta, hundiendo la mirada en las tinieblas.

—¡Oiga otra vez!

Ahora era un lamento de agonía el que llegaba de allá:

—¡Agua! ¡Agua!...

—Ha pedido agua dos veces...

Los dos agentes que acababan de llegar habían optado por apostarse a ambos lados del zaguán, hacia el fondo, y cuando Díaz se precipitara en éste, apoderarse de él. La espera fue esta vez más ansiosa aún. Pero pronto repitióse el alarido y tras él, el desbande.

—¡Ahí viene!

Díaz surgió, arrojó violentamente a la calle un jarro vacío, y un instante después estaba sujeto. Defendióse terriblemente, pero cuando se halló imposibilitado del todo, dejó de luchar, mirando a unos y otros con atónita y jadeante sorpresa. No me reconoció ni demoré más tiempo allí.


* * *


A la mañana siguiente fui a almorzar con Lugones y contéle toda la historia —serios esta vez.

—Lástima; era muy inteligente.

—Demasiado —apoyé, recordando.

Esto pasaba en junio de mil novecientos tres.

—Hagamos una cosa —me dijo aquél.— ¿Por qué no se viene a Misiones? Tendremos algo que hacer.

Fuimos y regresamos a los cuatro meses, él con toda la barba y yo con el estómago perdido.

Díaz estaba en un Instituto. Desde entonces —la crisis duró dos días— no había tenido nada. Cuando fui a visitarlo me recibió efusivamente.

—Creía no verlo más. ¿Estuvo afuera?

—Sí, un tiempo... ¿vamos bien?

—Perfectamente, espero sanar del todo antes de fin de año.

No pude menos de mirarlo.

—Sí —se sonrió.— Aunque no siento absolutamente nada, me parece prudente esperar unos cuantos meses Y en el fondo, desde aquella noche no he tenido ninguna otra cosa.

—¿Se acuerda?...

—No, pero me lo contaron. Debería de quedar muy gracioso desnudo.

Entretuvímonos un rato más.

—Vea —me dijo seriamente— voy a pedirle un favor. Venga a verme a menudo. No sabe el fastidio que me dan estos señores con sus inocentes cuestionarios y trampas. Lo que consiguen es agriarme, suscitándome ideas de las cuales no quiero acordarme. Estoy seguro de que en una compañía un poco más inteligente me curaré del todo.

Se lo prometí honradamente. Durante dos meses volví con frecuencia, sin que acusara jamás la menor falla, y aún tocando a veces nuestras viejas cosas.

Un día hallé con él a un médico interno. Diaz me hizo una ligera guiñada y me presentó gravemente a su tutor. Charlamos bien como tres amigos juiciosos. No obstante, notaba en Díaz Vélez —con cierto placer, lo confieso— cierta endiablada ironía en todo lo que decía a su médico. Encaminó hábilmente la conversación a los pensionistas y pronto puso en tablas su propio caso.

—Pero Vd. es distinto —objetó aquél.— Vd. está curado.

—No tanto, puesto que consideran que aún debo estar aquí.

—Simple precaución. Vd. mismo comprende.

—¿De qué vuelva aquello?... Pero Vd. no cree que será imposible, absolutamente imposible conocer nunca cuándo estaré cuerdo —sin precaución, ¿como Vd. dice? ¡No puedo, yo creo, ser más cuerdo que ahora!

—¡Por ese lado, no! —se rio alegremente.

Díaz tornó a hacerme otra imperceptible guiñada.

—No me parece que se pueda tener mayor cordura consciente que ésta —permítame, Ustedes saben, como yo, que he sido perseguido, que una noche tuve una crisis, que estoy aquí hace seis meses, y que todo tiempo es corto para una garantía absoluta de que las cosas no retornarán. Perfectamente. Esta precaución sería sensata si yo no viera claro todo esto y no argumentara buenamente. Sé que Vd. recuerda en este momento las locuras lúcidas, y me compara a aquel loco de La Plata que normalmente se burlaba de una escoba a la cual creía su mujer en los malos momentos, pero que riéndose y todo de sí mismo, no apartaba de ella la vista, para que nadie la tocara. Sé también que esta perspicacia excesiva para seguir el juicio del médico mientras se cuenta el caso hermano del nuestro es cosa muy de loco, y la misma agudeza del análisis, no hace sino confirmarlo... Pero. —aún en este caso— ¿de qué manera, de qué otro modo podría defenderse un cuerdo?

—¡No hay otro, absolutamente otro! —se echó a reír el interrogado. Díaz me miró de reojo y se encogió de hombros sonriendo.

Tenía real deseo de saber qué pensaría el médico de esa extralucidez. En otra época yo la había apreciado a costa del desorden de todos mis nervios. Echéle una ojeada, pero el hombre no parecía haber sentido su influencia. Un momento después salíamos.

—¿Le parece?... —le pregunté.

—¡Hum!... creo que sí. —me respondió mirando el patio de costado... Volvió bruscamente la cabeza.

—¡Vea, vea! —me dijo apretándome el brazo.

Díaz, pálido, los ojos dilatados de terror y odio, se acercaba cautelosamente a la puerta, como seguramente lo había hecho siempre, mirándome.

—¡Ah! ¡bandido! —me gritó levantando la mano— ¡Hace ya dos meses que te veo venir!...


Publicado el 4 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.
Leído 22 veces.