Los Pollitos

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando Eizaguirre llegó a la chacra que acababa de comprar allá, hallose con un campo raso y un rancho en el mayor abandono, sin otra cosa de estable que prodigiosa cantidad de vinchucas en los palos carcomidos, y muchos piques en el suelo. Los informes del vendedor habían sido bien distintos. Eizaguirre, espíritu lleno de calma y paciencia, consideró que todo el tiempo que perdiera en meditar la injusticia cometida con él sería al fin y al cabo en perjuicio suyo y no del vendedor. Por consiguiente, desde el primer día entregose a inspeccionar el rancho, a afirmar el pozo y demás.

Como no tenía peón y trabajaba mucho, al llegar la noche caía rendido en su catre. No obstante esta fatiga y su poco amor a las frías noches de aquel país, había en el rancho un detalle turbador que lo arrojó a dormir afuera: las sombrías vinchucas. Eizaguirre tenía mosquitero pero se ahogaba bajo él como acontece a algunas personas sin suerte. Debió pues, fabricar con las arpilleras en que llegara envuelto su colchón una especie de palio sobre cuatro ramas, y bajo el que dormían en compañía la gallina y sus ocho pollos.

Esta familia habíale sido regalada por un colono compasivo, a quien él compadecía a su vez, pagándole siempre los dos o tres choclos que comía diariamente. Eizaguirre cuidaba de sus pollitos con mucho mayor afecto que el de la propia madre; tan solícito éste, que una tarde, cuando el tiempo hubo pasado, los pollos emprendieron camino del palio a dormir bajo el catre. En vano la gallina se obstinó con infinitos glu-glú y falsos picoteos en llevarlos al dormidero habitual. Tuvo que transar y en pocos días se acostumbró.

Como los pollos querían dormir uno encima del otro, provocando esto ruidosas protestas cada vez que se caían, Eizaguirre se despertó muchas veces con el desorden; pero como comprendía que ello estaba en el modo de ser de los pollos, esperaba pacientemente que la paz y el silencio volvieran, para dormir de nuevo. Una noche, sin embargo, fueron las caídas y los píos tan incesantes, que Eizaguirre perdió la calma.

—Si no están quietos —les dijo—, los voy a echar afuera.

Fue pocos días después de esto cuando una mañana los pollos, dejando a su madre que picara vanamente la tierra, siguieron tras Eizaguirre. Éste se detuvo sorprendido y los pollos hicieron también alto. «Tendrán hambre», pensó y les dio maíz, aunque no lo hacía nunca hasta las ocho. Los pollos comieron bien, pero cuando Eizaguirre se fue a lavar la cara, lo siguieron de nuevo. Desde entonces Eizaguirre contó con ocho hijos chicos. No se apartaban de su lado, y cuando aquél se sentaba a leer, los pollos se sentaban también a su alrededor.

En este tiempo la familia de Eizaguirre aumentó con la persona de un bull-terrier que le enviaron de aquí. La perra, novicia, en vida libre, creyó utilísimo perseguir desesperadamente a los pollos hasta arrancarles plumas. Eizaguirre la contenía con la voz, y a veces con la vaina del machete; mas no estando constantemente sobre ello, la perra seguía en su idea.

Esto duró un mes, resultas de lo cual las relaciones de Eizaguirre con sus hijos se enfriaron mucho. Era evidente que él tenía puesta su complacencia en la perra, si muy grande, no excesiva; pero los pollos creíanse desdeñados del todo, y caminaban tristes en grupo, sin atreverse a acercarse. Al fin Eizaguirre logró comunicarles la seguridad de que les quería como antes, con lo cual la familia se reintegró.

Como entretanto el tiempo había corrido, los pollos eran ya gallinas, a excepción de uno solo. El reposo de la edad dio un tono más apacible al cariño que tenían a Eizaguirre, y así la vida prosiguió, tranquila, sin malentendidos de ninguna especie, hasta que llegó el conflicto de los huevos.

Una gallinita ceniza fue la primera en sentir la maternidad. Ya desde muchos días atrás había dado silenciosos paseos por todos los rincones del rancho, estirando con sigilo el cuello y mirando con un solo ojo en procura de un nido feliz para sus futuros pollitos. Halló por fin lo que deseaba, y cuando Eizaguirre descubrió los cuatro huevos mostrose muy satisfecho de esa variante a su ralo menú habitual, comiendo tres esa misma tarde.

Pero la gallinita ceniza lo había visto recoger sus huevos, aniquilar así a su familia, puesto que los huevos son pollitos, en suma. Cuando a la mañana siguiente Eizaguirre echole maíz a las gallinas, éstas acudieron como de costumbre, pero se alejaron enseguida. En vano aquél, extrañado, las llamó con el chistido habitual; ni una volvió.

Hubo tal vez tentativa de reconciliación, cuando una gallina bataraza fue a su vez a preparar sus pollitos en el rancho. El despojo se repitió.

Eizaguirre que las había querido, ¡de qué modo!, cuando eran chicas, deseaba ahora la muerte de sus gallinas. Éstas cambiaron también y desde entonces las relaciones se cortaron del todo. Ansiando constantemente verse rodeadas de pollitos, las gallinas buscaban los lugares más disimulados del campo para realizar su sueño. Aprendieron a disimular su alborozo, a caminar agachadas bajo el pasto; pero el otro las descubría siempre.

En estas circunstancias, habiendo llegado ya la primavera, y cuando Eizaguirre se disponía a echar entonces sus gallinas, pues sabido es que el frío perjudica grandemente a los pollos, su atención se vio solicitada por los tres cachorros que acababa de tener su perra. Eran admirables de redondez y blancura y su madre lamiéndoles sin cesar; mientras mamaban, vivía completamente feliz.

Eizaguirre estaba muy contento. Las gallinas —sus pollitos de antes— lo veían en cuclillas ante el grupo, acariciando a los cachorros y sacudiendo ligeramente el hocico húmedo de la perra. Ellas habían también querido ser felices como la bull-terrier; mas Eizaguirre lo había aniquilado todo. De lejos, quietas, contemplaban el cuadro de felicidad a que habían aspirado vanamente.

Y así un día cuando los cachorros tuvieron ya tres semanas, la perra los dejó un momento y disparando de alegría fue con Eizaguirre al monte, cuya nostalgia la torturaba. Al volver Eizaguirre oyó un tumultuoso aleteo en el patio, y vio a las gallinas, todas encarnizadas sobre el cadáver de los tres cachorros, sin ojos ya. La perra, con un aullido gimiente, cayó sobre ellas y dos minutos después todas estaban deshechas. La perra quedó toda la tarde trotando por el patio, sacudiéndose aún las plumas ensangrentadas de la boca.

Eizaguirre, ante sus tres perritos muertos, no había tenido valor para contener a la perra. Lamentó, un poco tarde, haber olvidado que las gallinas son enemigos natos de todo mamífero en crianza aún. Los cachorros, extrañados sin duda de no sentir a su madre, habían salido al patio, y las gallinas los habían visto.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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