Los Tres Besos

Horacio Quiroga


Cuento


Había una vez un hombre con tanta sed de amar que temía morir sin haber amado bastante. Temía sobre todo morir sin haber conocido uno de esos paraísos de amor, a que se entra una sola vez en la vida por los ojos claros u oscuros de una mujer.

—¿Qué haré de mí —decía— si la hora de la muerte me sobrecoge sin haberlo conseguido? ¿Qué he amado yo hasta ahora? ¿Qué he abrazado? ¿Qué he besado?

Tal temía el hombre; y ésta es la razón por la cual se quejaba al destino de su suerte.

Pero he aquí que mientras tendido en su cama se quejaba, un suave resplandor se proyectó sobre él, y volviéndose vio a un ángel que le hablaba así:

—¿Por qué sufres, hombre? Tus lamentos han llegado hasta el Señor, y he sido enviado a ti para interrogarte. ¿Por qué lloras? ¿Qué deseas?

El hombre miró con vivo asombro a su visitante, que se mantenía tras el respaldo de la cama con las alas plegadas.

—Y tú, ¿quién eres? —preguntó el hombre.

—Ya lo ves —repuso el intruso con dulce gravedad—. Tu ángel de la guarda.

—¡Ah, muy bien! —dijo el hombre, sentándose del todo en la cama—. Yo creía que a mi edad no tenía ya ángel guardián.

—¿Y por qué? —contestó sonriendo el ángel.

Pero el hombre había sonreído también, porque se hallaba a gusto conversando a su edad con un ángel del cielo.

—En efecto —repuso—. ¿Por qué no puedo tener todavía un ángel guardián que vele por mí? Estaría muy contento, mucho, de saberlo —agregó en voz baja y sombría al recordar su aflicción— si no fuera totalmente inútil…

—Nada es inútil cuando se desea y se sufre por ello —replicó el ángel de la guarda—. La prueba la tienes aquí: ¿No has elevado la voz de tu deseo y tu sufrimiento? El Señor te ha oído. Por segunda vez, te pregunto: ¿Qué quieres? ¿Cuál es tu aspiración?

El hombre observó por segunda vez la niebla nacarada que era su ángel.

—¿Y cómo decírtela? Nada tiene ella de divino… ¿Qué podrías hacer tú?

—Yo, no; pero el Señor todo lo puede. ¿Persigues algo?

—Sí.

—¿Puedes obtenerlo por tus propias fuerzas?

—Tal vez sí…

—¿Y por qué te quejas a la Altura si sólo en ti está el conseguirlo?

—¡Porque estoy desesperado y tengo miedo! ¡Porque temo que la muerte llegue de un momento a otro sin que haya yo obtenido un solo beso de gran amor! Pero tú no puedes comprender lo que es esta sed de los hombres. ¡Tú eres de otro cielo!

—Cierto es —repuso la divina criatura con una débil sonrisa—. Nuestra sed está aplacada… ¿Temes, pues, morir sin haber alcanzado un gran amor… un beso de gran amor, como dices?

—Tú mismo lo repites.

—No sufras, entonces. El Señor te ha oído ya y te concederá lo que pides. Pronto seré contigo. Hasta luego.

À tantôt —respondió el hombre, sorprendido. Y no había vuelto aún de su sorpresa cuando el respaldo de la cama se iluminaba de nuevo y oía al ángel que le decía:

—La paz sea contigo. El Señor me envía para decirte que tu deseo es elevado y tu dolor, sincero. La eterna vida que exiges para satisfacer tu sed, no puede serte acordada. Pero de conformidad con tu misma expresión, el Señor te concede tres besos. Podrás besar a tres mujeres, sean quienes fueren; pero el tercer beso te costará la vida.

—¡Ángel de mi guarda! —exclamó el hombre poniéndose pálido de dicha—. ¿A tres mujeres, las que yo elija? ¿A las más hermosas? ¿Puedo ser amado por ellas, con sólo que lo desee?

—Tú lo has dicho. Vela únicamente por tu elección. Tres besos serán tuyos; mas con el tercero morirás.

—¡Ángel adorado! ¡Guardián de mi alma! ¿Cómo es posible no aceptar? ¿Qué me importa perder la vida, si ella no se me ofrece más que como un medio para alcanzar mi Vida misma, que es amar? ¿A tres mujeres, dices? ¿Distintas?

—Distintas, a tu elección. No levantes, pues, más tus quejas a la Altura. Sé feliz… Y no te olvides.

Y el ángel desapareció, en tanto que el hombre salía apresuradamente a la calle.

No vamos a seguir al afortunado ser en las aventuras que el divino y desmesurado don le permitió. Bástenos saber que en un tiempo más breve del preciso para contarlo, prodigó las dos terceras partes de su bien, y que cuando se adelantaba ya a conquistar su postrer beso, la muerte cayó sobre él inesperadamente. El hombre, muy descontento, pidió comparecer ante el Señor, lo que le fue concedido.

—¿Quién es éste? —preguntó el Señor al ángel guardián, que acompañaba al hombre.

—Es aquel, Señor, a quien concediste el don de los tres besos.

—Cierto es —contestó el Señor—. Me acuerdo. ¿Y qué desea ahora?

—Señor —repuso el hombre mismo—: He muerto por sorpresa. No he tenido tiempo de disfrutar el don que me otorgaste. Pido volver a la vida para cumplir mi misión.

—Tú solo tienes la culpa —dijo el Señor—. ¿No hallabas mujer digna de ti?

—No es esto… ¡Es que la muerte me tomó tan de sorpresa!

—Bien. Tornarás a vivir y aprovecha el tiempo. Ya estás complacido; ve en paz.

Y el hombre se fue; mas aunque en esta segunda etapa de su vida extendió más el intervalo de sus besos, la muerte llegó cuando menos lo esperaba, y el hombre tornó a comparecer ante el Señor.

—Aquí está de nuevo, Señor —dijo el ángel guardián—, el hombre que ya murió otra vez.

Pero el Señor no estaba contento de la visita.

—¿Y qué quiere éste ahora? —exclamó—. Le hemos concedido todo lo que quería.

Y volviéndose al hombre:

—¿Tampoco hallaste esta vez a la mujer?

—La buscaba, Señor, cuando la muerte…

—¿La buscabas de verdad?

—Con toda el alma. ¡Pero he muerto! ¡Soy muy joven, Señor, para morir todavía!

—Eres difícil de contentar. ¿No cambiaste tú mismo la vida por esos tres besos que te dan tanto trabajo? ¿Quieres que te retire el don? Tienes aún tiempo de alcanzar una larga vida.

—¡No, no me arrepiento!

—¿Qué, entonces? ¿No son bastante hermosas las mujeres de tu planeta?

—Sí, sí, ¡déjame vivir aún!

—Ve, pues. No sueñes con otra clase de mujeres; y busca bien, porque no quiero oír hablar más de ti.

Dicho esto, el Señor se volvió a otro lado, y el hombre bajó muy contento a vivir de nuevo en la Tierra.

Pero por tercera vez repitiose la aventura, y el hombre, sorprendido en plena juventud por la muerte, subió por cuarta vez al cielo.

—¡No acabaremos nunca con este personaje! —exclamó al verlo el Señor, que entonces reconoció enseguida al hombre de los tres besos—. ¿Cómo te atreves a volver a mi presencia? ¿No te dije que quería verme libre de ti?

Pero el hombre no tenía ya en los ojos ni en la voz el calor de las otras ocasiones.

—¡Señor! —murmuró—. Sé bien que te he desobedecido, y merezco tu castigo… ¡Pero demasiada culpa fue el don que me concediste!

—¿Y por qué? ¿Qué te falta para conseguirlo? ¿No tienes juventud, talento, corazón?

—¡Sí, pero me falta tiempo! ¡No me quites la vida tan rápidamente! En las tres veces que me has concedido vivir de nuevo, cuando más viva era mi sed de amar, cuando más cerca estaba de la mujer soñada, tú me enviabas la muerte. ¡Déjame vivir mucho, mucho tiempo, de modo que por fin pueda satisfacer esta sed de amar!

El Señor miró entonces atentamente a este hombre que quería vivir mucho para conseguir a la vejez lo que no alcanzaba en su juventud. Y le dijo:

—Sea, pues, como lo deseas. Vuelve a la vida y busca a la mujer. El tiempo no te faltará para ello; ve en paz.

Y el hombre bajó a la Tierra, muchísimo más contento que las veces anteriores, porque la muerte no iba a cortar sus días juveniles.

Entonces el hombre que quería vivir dejó transcurrir los minutos, las horas y los días, reflexionando, calculando las probabilidades de felicidad que podía devolverle la mujer a quien entregara su último beso.

—Cuanto más tiempo pase —se decía—, más seguro estoy de no equivocarme.

Y los días, los meses y los años transcurrían, llenando de riquezas y honores al hombre de talento que había sido joven y había tenido corazón. Y el renombre trajo a su lado las más hermosas mujeres del mundo.

—He aquí, pues, llegado el momento de dar mi vida —se dijo el hombre.

Pero al acercar sus labios a los frescos labios de la más bella de las mujeres, el hombre viejo sintió que ya no los deseaba. Su corazón no era ya capaz de amar. Tenía ahora cuanto había buscado impaciente en su juventud. Tenía riquezas y honores. Su larga vida de contemporización y cálculo habíale concedido los bienes velados al hombre que no vuelve la cabeza por ver si la muerte lo acecha al gemir de pasión en un beso. Sólo le faltaba el deseo, que había sacrificado con su juventud.

Joven poeta, artista, filósofo: no vuelvas la cabeza al dar un beso, ni vendas al postrero el ideal de tu joven vida. Pues si la prolongas a su costa, comprenderás muy tarde que el supremo canto, el divino color, la sangrienta justicia, sólo valieron mientras tuviste corazón para morir por ellos.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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