Mi Cuarta Septicemia

Horacio Quiroga


Cuento


(Memorias de un estreptococo)

Tuvimos que esperar más de dos meses. Nuestro hombre tenía una ridícula prolijidad aséptica que contrastaba cruelmente con nuestra decisión.

¡Eduardo Foxterrier! ¡Qué nombre! Esto fue causa de la vaga consideración que se le tuvo un momento. Nuestro sujeto no era en realidad peor que los otros; antes bien, honraba la medicina —en la cual debía recibirse— con su bella presunción apostólica.

Cuando se rasgó la mano en la vértebra de nuestro muerto en disección —¡qué pleuresía justa!— no se dio cuenta. Al rato, al retirar la mano, vio la erosión y quedó un momento mirándola. Tuvo la idea fugitiva de continuar, y aun hizo un movimiento para hundirla de nuevo; pero toda la Academia de Medicina y Bacteriología se impuso, y dejó el bisturí. Se lavó copiosamente. De tarde volvió a la Facultad; hízose cauterizar la erosión, aunque era ya un poco tarde, cosa que él vio bastante claro. A las 22 horas, minuto por minuto, tuvo el primer escalofrío.

Ahora bien; apenas desgarrada la epidermis —en el incidente de la vértebra— nos lanzamos dentro con una precipitación que aceleraba el terror del bicloruro inminente, seguros de las cobardías de Foxterrier.

A los dos minutos se lavó. La corriente arrastró, inutilizó y abrasó la tercera parte de la colonia. El termocauterio, de tarde, con el sacrificio de los que quedaron, selló su propia tumba, encerrándonos.

Al anochecer comenzó la lucha. En las primeras horas nos reprodujimos silenciosamente. Éramos muchos, sin duda; pero, como a los 20 minutos, éramos el doble (¿cómo han subido éstos, los otros?) y a los 40 minutos el cuádruple, a las 6 horas éramos 180.000 veces más, y esto trajo el primer ataque.

Creo estar seguro de que —a no ser nosotros— cualquiera otra colonia hubiera sucumbido el primer día, dada la enérgica fagocitosis de Foxterrier. Algo era para nuestra energía nuestra propia meditación del crimen. Si llegamos al último grado de exasperación séptica, hicimos lo posible por conseguirlo, siquiera en honor del infierno blanco con que íbamos a tener que combatir. Nos envolvían sin paz posible, pero llevaban la muerte con nosotros en la propia absorción. Continuábamos incansables nuestra secreción mortífera, moríamos a trillones, multiplicábamonos de nuevo y, a las 22 horas de esta lucha desesperada, la colonia entera vibró de alegría dentro de Foxterrier: acababa de tener el primer escalofrío.

Justo es que lo diga, no abrigó ni remotamente una sola duda respecto a lo que se desplomaba sobre él.

Se acostó enseguida. Sintiose mejor, sin duda, como era natural. Pero a los veinte minutos repitiose el escalofrío, la temperatura subió, y desde ese momento, el cuadro de su horrible enfermedad ajustose en un todo a lo que habíamos decidido.

En casa de Foxterrier no había estufa. Como esos días fueron crudos, encendiéronse en su cuarto dos o tres lámparas, que no se apagaron más hasta que murió. Sus compañeros no le dejaron un momento, turnándose, llenos de triste serenidad fraternal ante ese sacrificio que compartía su apostolado común. Algo más grave debía ser para nosotros la academia reunida.

La quinina fue nuestro tormento continuo con el hielo de su presencia, enfriándonos, deteniendo nuestra vertiginosa reproducción. Y el suero, el maldito suero claro, ampliando una energía cardiaca tan ridícula como desesperada, sosteniendo la corriente, barriendo nuestra obra con su estéril purificación. Los baños, el café, los paños fríos, sostenían a su vez la química. Luego, los riñones eliminaban demasiado… De modo que a la mañana siguiente, último día de Foxterrier, decidimos subir la temperatura y sostenerla a toda costa. Lo primero, indudablemente, era no localizarnos, a pesar de que una espléndida bronconeumonía nos tentaba como en una criatura. Ya la trementina inyectada a nuestro paso había sido nuestro martirio, en razón de su reducción casi irresistible. Hubiera sido una locura fijarnos, y sobre todo una crueldad más con Foxterrier, ya que nuestra excitación debía de todos modos concluir con él.

No puedo recordar las últimas horas sin un violento escalofrío que Foxterrier había compartido ya. En efecto, a las tres, Foxterrier tenía 41,5 grados de fiebre. Resistió un momento aún, pues si en el mundo que abandonó con nosotros hubo un cerebro claro, fue el de Eduardo. A las cuatro, la temperatura subió a 42 grados y se rindió en franco delirio. No hubo ya esperanza; el pulso no daba más, a pesar de las estricninas y los aceites. A las cinco cayó en coma y la fiebre subió a 42,4 grados. En este momento tuvimos recién la idea de nuestro propio peligro. Hubo una voz de alarma, sin duda, que salió de lo profundo de nuestra angustia: ¡la temperatura, la temperatura! ¿Pero qué podíamos hacer? Tan grande había sido y era nuestra exasperación, que nuestras toxinas se tornaban luminosas. Ni aun podíamos detenernos, en una violencia de secreción meditada dos meses enteros. A las cinco y cuarto, Foxterrier tenía 43,1 grados y murió. Fue en balde nuestra desesperación. Continuamos multiplicándonos, secretando nuevos ríos de toxinas, subiendo, subiendo siempre la temperatura. A la media hora llegó a 44,5 grados.

La mitad de la colonia murió. Un ambiente de fuego, asfixia y honra comprometida se llevó los últimos restos de nuestra actividad, y mis recuerdos se cortan aquí, a la hora y doce minutos de haber muerto Foxterrier.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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