Silvina y Montt

Horacio Quiroga


Cuento


El error de Montt, hombre ya de cuarenta años, consistió en figurarse que, por haber tenido en las rodillas a una bella criatura de ocho, podía, al encontrarla dos lustros después, perder en honor de ella uno solo de los suyos.

Cuarenta años bien cumplidos. Con un cuerpo joven y vigoroso, pero el cabello raleado y la piel curtida por el sol del Norte. Ella, en cambio, la pequeña Silvina, que por diván prefiriera las rodillas de su gran amigo Montt, tenía ahora dieciocho años. Y Montt, después de una vida entera pasada sin verla, se hallaba otra vez ante ella, en la misma suntuosa sala que le era familiar y que le recordaba su juventud.

Lejos, en la eternidad todo aquello… De nuevo la sala conocidísima. Pero ahora estaba cortado por sus muchos años de campo y su traje rural, oprimiendo apenas con sus manos, endurecidas de callos, aquellas dos francas y bellísimas manos que se tendían a él.

—¿Cómo la encuentra, Montt? —le preguntaba la madre—. ¿Sospecharía volver a ver así a su amiguita?

—¡Por Dios, mamá! No estoy tan cambiada —se rió Silvina. Y volviéndose a Montt—: ¿Verdad?

Montt sonrió a su vez, negando con la cabeza. «Atrozmente cambiada… para mí», se dijo, mirando sobre el brazo del sofá su mano quebrada y con altas venas, que ya no podía más extender del todo por el abuso de las herramientas.

Y mientras hablaba con aquella hermosa criatura, cuyas piernas, cruzadas bajo una falda corta, mareaban al hombre que volvía del desierto, Montt evocó las incesantes matinées y noches de fiesta en aquella misma casa, cuando Silvina evolucionaba en el buffet para subir hasta las rodillas de Montt, con una marrón glacé que mordía lentamente, sin apartar sus ojos de él.

Nunca, sin duda, fuera un hombre objeto de tal predilección de parte de una criatura. Si en la casa era bien sabido que, a la par de las hermanas mayores, Montt distinguía a la pequeña Silvina, para ésta, en cambio, de todos los fracs circunstantes no había sino las solapas del de Montt. De modo que cuando Montt no bailaba, se lo hallaba con seguridad entretenido con Silvina.

—¡Pero Montt! —deteníanse sus amigas al pasar—. ¿No le da vergüenza abandonarnos así por Silvina? ¿Qué va a ser de usted cuando ella sea grande?

—Lo que seré más tarde, lo ignoro —respondía tranquilo Montt—. Pero por ahora somos muy felices.

«El amigo de Silvina»: tal era el nombre que en la casa se prodigaba habitualmente a Montt. La madre, aparte del real afecto que sentía por él, hallábase halagada de que un muchacho de las dotes intelectuales de Montt se entretuviera con su hija menor, que en resumidas cuentas tenía apenas ocho años. Y Montt, por su lado, se sentía ganado por el afecto de la criatura que alzaba a él y fijaba en los suyos, sin pestañear, sus inmensos ojos verdes.

Su amistad fue muy breve, sin embargo, pues Montt sólo estaba de paso en aquella ciudad del noroeste, que le servía de estación entre Buenos Aires y una propiedad en país salvaje, que iba a trabajar.

—Cada vez que pase para Buenos Aires, Montt —decíale la madre, conmovida—, no deje de venir a vernos. Ya sabe que en esta casa lo queremos como a un amigo de muchos años, y que tendremos una verdadera alegría al volverlo a ver. Y por lo menos —agregó riendo—, venga por Silvina.

Montt, pues, cansado de una vida urbana para la cual no había sido hecho, había trabajado nueve o diez años con un amor y fidelidad tales a su rudo quehacer, que, al cabo de ese tiempo, del muchacho de antes no quedaba sino un hombre de gesto grave, negligente de ropa y la frente quebrada por largos pliegues.

Ése era Montt. Y allá había vuelto, robado por el hermano de Silvina al mismo tren que lo llevaba a Buenos Aires.

Silvina… ¡Sí, se acordaba de ella! Pero lo que el muchacho de treinta años vio como bellísima promesa, era ahora una divina criatura de dieciocho años —o de ocho siempre, si bien se mira— para el hombre quemado al aire libre, que ya había traspasado los cuarenta.

—Sabemos que pasó por aquí dos o tres veces —reprochábale la madre— sin que se haya acordado de nosotros. Ha sido muy ingrato, Montt, sabiendo cuánto lo queremos.

—Es cierto —respondía Montt—, y no me lo perdono… Pero estaba tan ocupado…

—Una vez lo vimos en Buenos Aires —dijo Silvina—, y usted también nos vio. Iba muy bien acompañado.

Montt recordó entonces que había saludado un día a la madre y a Silvina en momentos en que cruzaba la calle con su novia.

—En efecto —repuso—, no iba solo…

—¿Su novia, Montt? —inquirió, afectuosa, la madre.

—Sí, señora.

Pasó un momento.

—¿Se casó? —le preguntó Silvina, mirándolo.

—No —repuso Montt brevemente. Y por un largo instante los pliegues de su frente se acentuaron.

Mas las horas pasaban, y Montt sentía que del fondo del jardín, de toda la casa, remontaba hasta su alma, hasta su misma frente quebrantada por las fatigas, un hálito de primavera. ¿Podría un hombre que había vivido lo que él, volver por una sola noche a ser el mismo para aquella adorable criatura de medias traslúcidas que los observaba con imperturbable interés?

—¿Helados, Montt? ¿No se atreve? —insistía la madre—. ¿Nada? Entonces una copita de licor. ¡Silvina! Incomódate, por favor.

Antes de que Montt pudiera rehusar, Silvina salía. Y la madre:

—¿Tampoco, Montt? Es que usted no sabe una cosa: Silvina es quien lo ha hecho. ¿Se atreve a negarse ahora?

—Aun así… —sonrió Montt, con una sonrisa cuyo frío él solo sintió en su alma.

«Aunque sea una broma… es demasiado doloroso para mí…» —pensó.

Pero no se reían de él. Y la primavera tornaba a embriagarlo con sus efluvios, cuando la madre se volvió a él:

—Lo que es una lástima, Montt, es que haya perdido tanto tiempo en el campo. No ha hecho fortuna, nos dijo, ¿verdad? Y haber trabajado como usted lo ha hecho, en vano…

Pero Silvina, que desde largo rato atrás estaba muda:

—¿Cómo dices eso, mamá? —saltó, con las mejillas coloreadas y la voz jadeante—. ¿Qué importa que Montt haya o no ganado dinero? ¿Qué necesidad tiene Montt de tener éxito en el campo? El verdadero trabajo de Montt es otro, por suerte… ¡No ha dejado nunca de ganar lo que él debe!… ¡Y yo me honro sobremanera de ser la amiga de un hombre de su valor intelectual…, del amigo que aprecio más entre todos!

—¡Pero, mi hija! ¡No lo quiero comer a Montt! ¡Dios me libre! ¿Acaso no sé como tú lo que él vale? ¿A qué sales con esto? Quería decir solamente que era una lástima que no hubiera seguido viviendo en Buenos Aires…

—¿Y para qué? ¿Acaso su obra no es mucho más fuerte por esto mismo?

Y volviéndose a Montt, tranquila, aunque encendida siempre:

—¡Perdóneme, Montt! No sabe lo que he rabiado con los muchachos cada vez que decían que usted había hecho mal yéndose a trabajar como un peón al campo… ¡Porque ninguno de ellos es capaz de hacer lo mismo! Y aunque llegaran a ir… ¡no serían nunca sino peones!

—¡No tanto, mi hija! No seas así… Usted no se imagina, Montt, lo que nos hace pasar esta criatura con su cabeza loca. Cuando quiere algo, sale siempre con la suya, tarde o temprano.

Montt oía apenas, pues las horas pasaban velozmente y su ensueño iba a concluir. De pronto sonó próxima, en la calle desierta, la bocina de un auto. Silvina saltó del asiento y corrió al visillo del balcón, mientras la madre sonreía plácidamente a Montt:

—Es su pretendiente de ahora… X. X. Parece muy entusiasmada… Aunque con una cabeza como la suya…

Silvina regresaba ya, con las mejillas de nuevo coloreadas.

—¿Era él? —le preguntó la madre.

—Creo que sí —repuso brevemente la joven—. Apenas tuve tiempo de levantar el visillo…

Montt se mantuvo un momento mudo, esforzándose, con los dientes muy apretados, en impedir que en su frente aparecieran los largos pliegues de las malas horas.

—¿Cosa formal? —se volvió al fin a Silvina con una sonrisa.

—¡Psh!… —se arrellanó ella, cruzándose de piernas—. Uno de tantos…

La madre miró a Montt como diciéndole: «Ya ve usted…»

Montt se levantó, por fin, cuando Silvina se quejaba de la falta de libros y revistas en las casas locales.

—Si usted lo desea —se ofreció él—, puedo mandarle desde Buenos Aires ilustraciones europeas…

—¿Usted escribe en ésas?

—No.

—Entonces, mándeme las de acá.

Montt salió por fin, llevando hasta el tren, a resguardo del contacto de boleteros y guardas, la sensación del largo apretón con que Silvina, muy seria, le había tendido su antebrazo desnudo.

En el camarote ordenó sus efectos y abrió la ventanilla sin darse cuenta de lo que hacía. Frente al lavabo levantó la cabeza al espejo y se miró fijamente: sí, la piel quebrada y la frente demasiado descubierta, cruzada de hondos pliegues; la prolongación de los ojos quemada por el sol, en largas patas de gallo que corrían hasta las sienes; la calma particular en la expresión de quien vivió ya su vida, y cuanto indica sin perdón al hombre de cuarenta años, que debe volver la cabeza ante los sueños de una irretornable juventud.

«Demasiado temprano… y demasiado tarde…» —se dijo, expresando así, respecto de Silvina, la fórmula de las grandes amarguras del corazón.

En este estado de espíritu Montt pasó el primer mes en Buenos Aires. Debía olvidarlo todo. ¿No había sentido la bocina del automóvil? ¿Y no se había visto a sí mismo en el espejo del tren? ¿Qué miserable ilusión podía alimentar? ¡Dieciocho años apenas, ella! Un capullo de vida, para él que la había gastado en cuarenta años de lucha. Allí estaban sus quebradas manos de peón… ¡No, no!

Pero al cabo de un mes remitió al interior un grueso rollo de revistas, con una carta en que afirmaba de nuevo el respetuoso afecto de «un viejo amigo y un amigo viejo».

Montt esperó en vano acuse de recibo. Y para confirmarse en su renuncia total a su sueño de una noche de verano, efectuó de nuevo dos envíos, sin carta estas veces.

Al fin obtuvo respuesta, bajo sobre cuya letra se había querido evidentemente disfrazar.

Había sido una ingrata sorpresa —le decían— recibir una carta escrita a máquina, como un papel comercial. Y variadas quejas respecto de la frialdad que esto suponía, etcétera, etc. Luego, que ella no aceptaba las últimas líneas: «Viejo amigo», sí, y Montt lo sabía bien: pero no la segunda parte. Y, finalmente, que le escribía apurada y en ese papel (el papel era de contrabando en una casa opulenta), por las razones que Montt «debía comprender».

Montt sólo comprendió que se sentía loco de dicha como un adolescente. ¡Silvina! ¡Hay, pues, un resto de justicia en las leyes del corazón! ¿Pero qué había hecho él, pobre diablo sin juventud ni fortuna, para merecer esa inconmensurable dicha? ¡Criatura adorada! ¡Sí, comprendía la carta escrita a hurtadillas, la oposición de la madre, su propia locura, todo, todo!

Contestó enseguida una larga carta de expresiones contenidas aún por el temor de que llegara a manos ajenas, pero transparentes para Silvina. Y reanudó con brío juvenil su labor intelectual. Cuanto de nueva fe puede poner un hombre maduro que aporta a su tarea las grandes fuerzas de su pasado, lo quemó Montt ante el altar de su pequeña diosa.

Pasó un mes, y no llegaba carta. Montt tornó a escribir, en vano. Y pasó un nuevo mes, y otro, y otro.

Como un hombre herido que va retirando lentamente la mano de encima de la mesa hasta que pende inmóvil, Montt cesó de trabajar. Escribió finalmente al interior, pidiendo disimuladamente informes, los que llegaron a su entera satisfacción. Se le comunicaba que la niña aludida había contraído compromiso hacía cuatro meses con el Dr. X. X.

«He aquí, pues, lo que yo debía haber comprendido» —se dijo Montt.

Cuesta arrancar del corazón de un hombre maduro la ilusión de un tiernísimo amor. Montt la arrancó, sin embargo, aunque con ella se iba su propia vida en jirones. Trabajo, gloria… ¡Bah! Se sentía viejo, realmente viejo… Fatigado para siempre. Lucha contra la injusticia, intelectualidad, arte… ¡Oh, no! Estaba cansado, muy cansado… Y quería volver al campo, definitivamente y para siempre. Y con mujer, desde luego… El campo es muy duro cuando no se tiene al lado a una mujer robusta que cuide la casa… Una mujer madura, como le correspondía a él, y más bien fea, porque es más fácil de hallar. Trabajadora, y viva sobre todo, para no dejarse robar en las compras. Sobre todo, nada joven. ¡Oh, esto sobre todo! ¿Qué más podía él pretender? La primera buena mujer de conventillo lo sacaría del paso… ¿Qué más?

En breves días de fiebre halló Montt lo que deseaba, y se casó con los ojos cerrados. Y sólo al día siguiente, como un sonámbulo que vuelve en sí, pensó en lo que había hecho.

Allí al lado estaba su mujer, su esposa para siempre. No podía decir —ni lo recordaba— quién era ni qué era. Pero al dejar caer la cabeza entre las manos, como si una honda náusea se hubiera desparramado sobre su vida, comprendió en toda su extensión lo que había hecho de sí mismo.

En estos momentos le llegaba una carta. Era de Silvina, y decía lo siguiente:

«Montt: Soy libre. Anoche he roto con mi novio. No me atrevo a contarle lo que me ha costado dar este paso. Mamá no me lo perdonará nunca, yo creo. ¡Pobre mamá! Pero yo no podía, Montt, quebrantar de este modo mi corazón y mi vida entera. Yo he hecho lo que nadie podría creer para convencerme a mí misma de que sólo sentía amistad por usted, de que eso no era otra cosa que un recuerdo de cuando era chica. ¡Imposible! Desesperada por la lucha en casa, acepté a X. X. ¡Pero no, no podía! Ahora que soy libre, puedo, por fin, decirle claramente lo que usted adivinó, y que me ha hecho llorar hasta rabiar por no habérselo sabido expresar antes.

»¿Se acuerda de la noche que vino a casa? Hoy hace seis meses y catorce días. Miles de veces me he acordado del… automóvil. ¿Recuerda? ¡Qué mal hice, Montt! Pero yo no quería todavía confesármelo a mí misma. Él me distinguía mucho (X. X.), y, lo confieso sinceramente: me gustaba. ¿Por qué? Pasé mucho tiempo sin darme cuenta… hasta que usted vino de nuevo a casa. Entre todos los muchachos que me agradaron, siempre hallé en ellos alguna cosa que recordaba a usted: o la voz, o el modo de mirar, ¡qué sé yo! Cuando lo vi de nuevo lo comprendí claramente. Pero aquella noche yo estaba muy nerviosa… Y no quería que usted se envalentonara demasiado.

»¡Oh, Montt, perdóneme! Cuando yo volvía del balcón (el automóvil), y lo vi mudo, sin mirarme más, tuve impulsos locos de arrodillarme a su lado y besarle sus pobres manos, y acariciarle la cabeza para que no arrugara más la frente. Y otras cosas más, Montt; como su ropa. ¿Cómo no comprendió usted, amigo de mi vida, que, aunque volviera de trabajar como un hombre en el campo, no podía ser para mí otro que “el amigo de Silvina”, siempre el mismo para ella?

»Esto mismo me lo he venido preguntando desde hace seis meses: ¿cómo no comprendió él, que es tan inteligente y que comprende a maravilla a sus personajes? Pero tal vez soy injusta, porque yo misma, que veía claro en mí, me esforcé en no hacérselo ver a usted. ¡Qué criatura soy, Montt, y cuánto va a tener que sufrir por mí… algún día!

»¡Oh, amigo! ¡Qué gozo podérselo escribir libre de trabas, dueña de hacer de mi vida lo que el destino me tenía guardado desde chica! Estoy tan convencida de esto, Montt, que en estos seis meses no he hecho otra cosa (fuera de la pobre mamá) que pensar en “ese día”. ¿No es cierto, Montt, usted que ha visto tan claro en los otros corazones, que en el suyo usted vio también aquella noche una “esperanza” para su pequeña Silvina? ¡Si, estoy segura!

»Cuando le escribí mi carta (¡qué fastidio tener que escribirle en ese papel que me compró la sirvienta!); cuando le escribí estaba realmente resentida con usted. Escribirme en esa horrible máquina, como si quisiera hacerme ver que para usted era un asuntito comercial; mandarme las ilustraciones, salir del paso, y ¡tras! Ya estaba cumplido con la frívola Silvina. ¡Qué maldad! Pero Silvina no es frívola, aunque lo diga mamá (mamá dice “apasionada”), y le perdona todo… Y tiene otra vez deseo de pasarle despacito la mano por la frente para que no aparezcan esas arrugas feas.

»Montt: yo sabía que aquella persona que iba con usted era su novia. ¡Y sabía que no se había casado, y sabía todo lo que usted solo había hecho en el campo, y había leído todo, todo lo que usted había escrito!

»¿Ve ahora si deberá tener cuidado con su Silvina?

»¡Pero no, amigo de toda mi vida! Para usted, siempre la misma que quería estar siempre a su lado ruando tenía ocho años… ¡Todo lo que puede valer algo en Silvina, su alma, su cuerpo, su vida entera (¡más no tengo!) es para usted, amigo!

»Cuando pienso en que puedo llegar a tener la felicidad de vivir al lado suyo, alegrándolo con mis locuras cuando este triste, animándolo para que trabaje, pero allí en Buenos Aires, donde está en adelante su verdadero campo de lucha… ¡Oh, Montt! ¡Pensar que todo esto es posible para la pobre Silvina!… ¡Hacerme la chiquita al lado de un hombrón como usted, que ya ha sufrido mucho y es tan inteligente y tan bueno! Nunca, nunca más volvería una arruga fea.

»¿Se acuerda, Montt, de la noche que le descosí, distraída, la boutonnière del frac? ¡Cómo quedó la pobre solapa! Ahora quisiera tener la cabeza reclinada allí mucho tiempo… ¡Siempre, Montt!

»Ya no sé más que decirle… Sino que he sido muy clara, tan clara que me avergonzaría, de no ser usted quien es. Allí, solo y pensando quién sabe en qué cosas de Silvina, recibirá esta carta que le lleva todo el afecto de

SILVINA»

«Amor mío: te ama… y te espera

S.»


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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