Sobre el Arte de Contar Historias

Horacio Quiroga


Ensayo



El manual del perfecto cuentista

Una larga frecuentación de las personas dedicadas entre nosotros a escribir cuentos, y alguna experiencia personal al respecto, me han sugerido más de una vez la sospecha de si no hay, en el arte de escribir cuentos, algunos trucs de oficio, algunas recetas de cómodo uso y efecto seguro, y si no podrían ellos ser formulados para pasatiempo de las muchas personas cuyas ocupaciones serias no les permiten perfeccionarse en una profesión mal retribuida por lo general, y no siempre bien vista.

Esta frecuentación de los cuentistas, los comentarios oídos, el haber sido confidente de sus luchas, inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de que, salvo contadas excepciones en que un cuento sale bien sin recurso alguno, todos los restantes se realizan por medio de recetas o trucs de procedimiento al alcance de todos, siempre, claro está, que se conozcan su ubicación y su fin.

Varios amigos me han alentado a emprender este trabajo, que podríamos llamar de divulgación literaria, si lo de literario no fuera un término muy avanzado para una anagnosia elemental.

Un día, pues, emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde otro punto de vista.

Hoy apuntaré algunos de los trucs que me han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera sido mi deseo citar los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra vez será. Contentémonos por ahora con exponer tres o cuatro recetas de las más usuales y seguras, convencidos de que ellas facilitarán la práctica cómoda y casera de lo que se ha venido a llamar el más difícil de los géneros literarios.

Comenzaremos por el final. Me he convencido de que, del mismo modo que en el soneto, el cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más difícil.

Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos sobre un cuento que no podía terminar. Faltábale tan sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr verla así tampoco.

He observado que el llanto sirve por lo general en literatura para vivir el cuento, al modo ruso; pero no para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia que hace sollozar a su autor al escribirla, admite matemáticamente esta frase final:

«¡Estaba muerta!»

Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasado más de un cuento de gran fuerza. El artista muy sensible debe tener siempre listos, como lágrimas en la punta de su lápiz, los admirativos. Las frases breves son indispensables para finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida. Una de ellas es:

«Nunca más volvieron a verse».

Puede ser más contenida aún:

«Sólo ella volvió el rostro».

Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en el autor, cabe esta sencilla frase:

«Y así continuaron viviendo».

Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante de estilo:

«Fue lo que hicieron».

Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no recomendaría a los principiantes:

«El cuento concluye aquí. Lo demás apenas si tiene importancia para los personajes».

Esto no obstante, existe un truc para finalizar un cuento, que no es precisamente final, de gran efecto siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso. Es éste el truc del leitmotiv.

Comienzo del cuento: «Silbando entre las pajas, el fuego invadía el campo, levantando grandes llamaradas. La criatura dormía…»

Final: «Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas llamas…»

De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo del cuento no es, como muchos desean creerlo, una tarea elemental. «Todo es comenzar». Nada más cierto; pero hay que hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve por ciento de los casos, saber adónde se va. «La primera palabra de un cuento —se ha dicho— debe ya estar escrita con miras al final».

De acuerdo con este canon, he notado que el comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito vigor. Y he notado asimismo que la iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente estos comienzos. Un ejemplo:

«Como Elena no estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros».

Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes probabilidades de triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió Elena? ¿Qué motivos tenía él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era lógico esperar?

Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ha sido cogida de sorpresa, y esto constituye un desiderátum en el arte de contar.

He anotado algunas variantes a este truc de las frases secundarias. De óptimo efecto suele ser el comienzo condicional:

«De haberla conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero perdió ambas cosas».

A semejanza del ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados como ya conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado no reconoció. El truc del interés está, precisamente, en ello.

«Como acababa de llover, el agua goteaba aún por los cristales. Y el seguir las líneas con el dedo fue la diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la recién casada».

Nadie supone que la luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura al punto de hallarla por fin a lo largo de un vidrio en una tarde de lluvia.

De estas pequeñas diabluras está constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a menudo, como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo. Hoy el misterio del diálogo se ha desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastren todavía; pero si pasan de cuatro, el lector salta enseguida. «No cansar». Tal es, a mi modo de ver, el apotegma inicial del perfecto cuentista. El tiempo es demasiado breve en esta miserable vida para perderlo de un modo más miserable aún.

De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truc más eficaz (o eficiente, como se dice en la Escuela Normal), se lo halla en el uso de dos viejas fórmulas abandonadas, y a las que en un tiempo, sin embargo, se entregaron con toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellas son:

«Era una hermosa noche de primavera» y «Había una vez…»

¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de ingenuas, que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro interior se violenta con ellas. Nada prometen ni nada sugieren a nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar seguro en su éxito… si el resto vale. Después de meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que un inconveniente: el de despertar terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia profesional es la misma con que se acogería el anuncio de un hombre que se dispusiera a revelar la belleza de una dama vulgarmente encubierta: «¡Cuidado! ¡Es hermosísima!»

Existe un truc singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa con mala fe.

Este truc es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura un lugar común. «Pálido como la muerte» y «Dar la mano derecha por obtener algo» son dos bien característicos.

Llamamos lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el más puro sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el encanto de las grietas de los ladrillos del andén de la estación del pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos ladrillos el día que la novia de nuestro amigo, a la que sólo conocíamos de vista, por casualidad los pisó.

Ésta es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la frase hecha y el sentimiento o circunstancia que la inspiran.

Ponerse pálido como la muerte ante el cadáver de la novia es un lugar común. Deja de serlo cuando, al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte.

«Yo insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo, se negaba. Y, con un breve saludo, saltó al tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la veía; no me había seducido, ni interesado, ni he vuelto más a verla. Pero lo que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con gusto la mano derecha por quitarle el barro de los zapatos».

Es natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No lo es ya tanto darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase fuera de su ubicación psicológica habitual; y aquí está la mala fe.

El tiempo es breve. No son pocos los trucs que quedan por examinar. Creo firmemente que si añadimos a los ya estudiados el truc de la contraposición de adjetivos, el del color local, el truc de las ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan a la malicia de los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros mejores cuentos nacionales…

Los ‘trucs’ del perfecto cuentista

Días atrás, en estas mismas páginas, comentábamos algunos trucs inocentes a que recurre todo cuentista que cuida en lo que vale de su profesión. Una historia —anotamos previamente— puede surgir de una pieza, sin que se haya recurrido a truc alguno para su confección. Se han visto casos. Pero ¡cuán raros y qué cúmulo de decepciones han proporcionado a su autor!

Pues, por extraño que parezca, el honesto público exige del cuento, como de una mujer hermosísima, algo más que su extrema desnudez. El arte íntimo del cuento debe valerse con ligeras hermosuras, pequeños encantos muy visibles, que el cuentista se preocupa de diseminar aquí y allá por su historia.

Estas livianas bellezas, al alcance de todos y por todos usadas, constituyen los trucs del arte de contar.

Desde la inmemorial infancia de este arte, los relatos de color local —o de ambiente, como también se les llama con mayor amplitud— han constituido un desiderátum en literatura. Los motivos son obvios: evocar ante los ojos de un ciudadano de gran ciudad la naturaleza anónima de cualquier perdida región del mundo, con sus tipos, modalidades y costumbres, no es tarea al alcance del primer publicista urbano. Lo menos que un cuento de ambiente puede exigir de su creador es un cabal conocimiento del país pintado: haber sido, en una palabra, un elemento local de ese ambiente.

Las estadísticas muy rigurosas levantadas acerca de este género comprueban el anterior aserto. No se conoce creador alguno de cuentos campesinos, mineros, navegantes, vagabundos, que antes no hayan sido, con mayor o menor eficacia, campesinos, mineros, navegantes y vagabundos profesionales; esto es, elementos fijos de un ambiente que más tarde utilizaron (explotamos, decimos nosotros) en sus relatos de color.

«Sólo es capaz de evocar un color local quien, sin conciencia de su posición, ha sido un día color de esa localidad». Esta frase concluye la estadística que mencionamos. Nosotros solemos decir, sin lograr entendernos mucho: el ambiente, como la vida, el dolor y el amor, hay que vivirlos.

Sentado esto, ¡cuán pobre sería nuestra literatura de ambiente si para ejercerla debiéramos haber sido previamente un anónimo color local!

Existe, por suerte, un truc salvador. Gracias a él los relatos de ambiente no nos exigen esa conjunción fatal de elementos nativos, por la cual un paisaje requiere un tipo que lo autorice, y ambos, una historia que los justifique. La justificación del color, mucho más que la del tiraje, ha encanecido prematuramente a muchos escritores.

El truc salvador consiste en el folklore. El día en que el principiante avisado denominó a sus relatos, sin razón de ser, «obra de folklore», creó dos grandes satisfacciones: una patriótica y la otra profesional.

Un relato de folklore se consigue generalmente ofreciendo al lector un paisaje gratuito y un diálogo en español mal hablado. Raramente el paisaje tiene nada que ver con los personajes, ni éstos han menester de paisaje alguno para su ejercicio. Tal trozo de naturaleza porque sí, sin embargo; la lengua de los protagonistas y los ponchos que los cobijan caracterizan, sin mayor fusión de elementos que la apuntada, al cuento de folklore.

No siempre, cierto es, las cosas llegan a esta amplitud. A veces es sólo uno el personaje: pero entonces el paisaje lo absorbe todo. En tales casos, el personaje recuerda o medita en voz alta, a fin de que su lenguaje nativo provoque la ansiada y dulce impresión de color local nacional; esto es, de folklore.

En un tiempo ya lejano se creyó imprescindible en el cuento de folklore el relatar las dos o tres leyendas aborígenes de cada rincón andino. Hoy, más diestros, comprendemos bien que una mula, una terminación viciosa de palabra y una manta teñida (a los pintores suele bastarles sólo lo último) constituyen la entraña misma del folklore nacional.

El resto —podríamos decir esta vez con justicia— es literatura.

Varias veces he oído ensalzar a mis amigos la importancia que para una viva impresión de color local tienen los detalles de un oficio más o menos manual. El conocimiento de los hilos de alambrado, por números; el tipo de cuerdas que componen los cables de marina, su procedencia y su tensión; la denominación de los gallos por su peso de riña; éstos y cada uno de los detalles de técnica, que comprueban el dominio que de su ambiente tiene el autor, constituyen trucs de ejemplar eficacia.

«Juan buscó por todas partes los pernos (bulones, decimos en técnica) que debían asegurar su volante. No hallándolos, salió del paso con diez clavos de ocho pulgadas, lo que le permitió remacharlos sobre el soporte mismo y quedar satisfecho de su obra».

No es habitual retener en la memoria el largo y grueso que puede tener un clavo de ocho pulgadas. El autor lo recuerda, indudablemente. Y sabe, además, que un clavo de tal longitud traspasa el soporte en cuestión —sin habernos advertido, por otra parte, qué dimensiones tenía aquél—. Pero este expreso olvido suyo, esta confusión nuestra y el haber quedado el personaje satisfecho de su obra son pequeños trucs que nos deciden a juzgar vivo tal relato.

A este género de detalles pertenecen los términos específicos de una técnica siempre de gran efecto: «El motor golpeaba», «Hizo una bronquitis».

He observado con sorpresa que algunos cuentistas de folklore cuidan de explicar con llamadas al pie, o en el texto mismo, el significado de las expresiones de ambiente. Esto es un error. La impresión de ambiente no se obtiene sino con un gran desenfado, que nos hace dar por perfectamente conocidos los términos y detalles de vida del país. Toda nota explicativa en un relato de ambiente es una cobardía. El cuentista que no se atreve a perturbar a su lector con giros ininteligibles para éste debe cambiar de oficio.

«Toda historia de color local debe dar la impresión de ser contada exclusivamente para las gentes de ese ambiente». Tercer aforismo de la estadística.

Entre los pequeños trucs diseminados por un relato, sea cual fuere su género, hay algunos que por la sutileza con que están disfrazados merecen especial atención.

Por ejemplo, no es lo mismo decir: «Una mujer muy flaca, de mirada muy fija y con vago recuerdo de ataúd», que: «Una mujer con vago recuerdo de ataúd, muy flaca y de mirada muy fija».

En literatura, el orden de los factores altera profundamente el producto.

Según deduzco de mis lecturas, en estas ligeras inversiones, de apariencia frívola, reside el don de pintar tipos. He visto una vez a un amigo mío fumar un cigarrillo entero antes de hallar el orden correspondiente a dos adjetivos. No un cigarrillo, sino tres tazas de café, costó a un celebérrimo cuentista francés la construcción de la siguiente frase:

«Tendió las manos adelante, retrocediendo…» La otra versión era, naturalmente: «Retrocedió, tendiendo las manos adelante…»

Estas pequeñas torturas del arte quedan, también naturalmente, en el borrador de los estilos más fluidos y transparentes.

Los cuentos denominados «fuertes» pueden obtenerse con facilidad sugiriendo hábilmente al lector, mientras se le apena con las desventuras del protagonista, la impresión de que éste saldrá al fin bien librado. Es un fino trabajo, pero que se puede realizar con éxito. El truc consiste, claro está, en matar a pesar de todo, al personaje.

A este truc podría llamársele «de la piedad», por carecer de ella los cuentistas que lo usan.

De la observación de algunos casos, comunes a todas las literaturas, parecería deducirse que no todos los cuentistas poseen las facultades correspondientes a su vocación. Algunos carecen de la visión de conjunto; otros ven con dificultad el escenario teatral de sus personajes; otros ven perfectamente este escenario, pero vacío; otros, en fin, gozan del privilegio de coger una impresión vaga, aleteante, podríamos decir, como un pájaro todavía pichón que pretendiera revolotear dentro de una jaula que no existe.

En este último caso, el cuentista escribe un poema en prosa.

El arte de agradar a los hombres, el de aquellos a que se denomina generalmente «escritores para hombres», se consigue en el cuerpo bastante bien escribiendo mal el idioma. Me informan de que en otros países esto no es indispensable. Entre nosotros, fuera del arbitrio de exagerar por el contrario el conocimiento de la lengua, no conozco otro eficaz.

Sobre el arte de agradar a las mujeres, el de aquellos a que se denomina generalmente «escritor para damas», tampoco hemos podido informarnos con la debida atención. Parecería ser aquél un don de particularísima sensibilidad, que escapa a la mayoría de escritores.

Decálogo del perfecto cuentista

I

Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov— como en Dios mismo.

II

Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

III

Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

IV

Ten fe ciega, no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V

No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

VI

Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: «Desde el río soplaba un viento frío», no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

VII

No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII

Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

IX

No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

X

No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.

La retórica del cuento

En estas mismas columnas, solicitado cierta vez por algunos amigos de la infancia que deseaban escribir cuentos sin las dificultades inherentes por lo común a su composición, expuse unas cuantas reglas y trucos, que, por haberme servido satisfactoriamente en más de una ocasión, sospeché podrían prestar servicios de verdad a aquellos amigos de la niñez.

Animado por el silencio —en literatura el silencio es siempre animador— en que había caído mi elemental anagnosia del oficio, completela con una nueva serie de trucos eficaces y seguros, convencido de que uno por lo menos de los infinitos aspirantes al arte de escribir debía de estar gestando en las sombras un cuento revelador.

Ha pasado el tiempo. Ignoro todavía si mis normas literarias prestaron servicios. Una y otra serie de trucos anotados con más humor que solemnidad llevaban el título común de Manual del perfecto cuentista.

Hoy se me solicita de nuevo, pero esta vez con mucha más seriedad que buen humor. Se me pide primeramente una declaración firme y explícita acerca del cuento. Y luego, una fórmula eficaz para evitar precisamente escribirlos en la forma ya desusada que con tan pobre éxito absorbió nuestras viejas horas.

Como se ve, cuanto era de desenfadada y segura mi posición al divulgar los trucos del perfecto cuentista, es de inestable mi situación presente. Cuanto sabía yo del cuento era un error. Mi conocimiento indudable del oficio, mis pequeñas trampas más o menos claras, sólo han servido para colocarme de pie, desnudo y aterido como una criatura, ante la gesta de una nueva retórica del cuento que nos debe amamantar.

«Una nueva retórica…» No soy el primero en expresar así los flamantes cánones. No está en juego con ellos nuestra vieja estética, sino una nueva nomenclatura. Para orientarnos en su hallazgo, nada más útil que recordar lo que la literatura de ayer, la de hace diez siglos y la de los primeros balbuceos de la civilización, han entendido por cuento.

El cuento literario, nos dice aquélla, consta de los mismos elementos sucintos que el cuento oral, y es como éste el relato de una historia bastante interesante y suficientemente breve para que absorba toda nuestra atención.

Pero no es indispensable, adviértenos la retórica, que el tema a contar constituya una historia con principio, medio y fin. Una escena trunca, un incidente, una simple situación sentimental, moral o espiritual, poseen elementos de sobra para realizar con ellos un cuento.

Tal vez en ciertas épocas la historia total —lo que podríamos llamar argumento— fue inherente al cuento mismo. «¡Pobre argumento! —decíase—. ¡Pobre cuento!» Más tarde, con la historia breve, enérgica y aguda de un simple estado de ánimo, los grandes maestros del género han creado relatos inmortales.

En la extensión sin límites del tema y del procedimiento en el cuento, dos calidades se han exigido siempre: en el autor, el poder de transmitir vivamente y sin demoras sus impresiones; y en la obra, la soltura, la energía y la brevedad del relato, que la definen.

Tan específicas son estas dos cualidades, que desde las remotas edades del hombre, y a través de las más hondas convulsiones literarias, el concepto del cuento no ha variado. Cuando el de los otros géneros sufría según las modas del momento, el cuento permaneció firme en su esencia integral. Y mientras la lengua humana sea nuestro preferido vehículo de expresión, el hombre contará siempre, por ser el cuento la forma natural, normal e irremplazable de contar.

Extendido hasta la novela, el relato puede sufrir en su estructura. Constreñido en su enérgica brevedad, el cuento es y no puede ser otra cosa que lo que todos, cultos e ignorantes, entendemos por tal.

Los cuentos chinos y persas, los grecolatinos, los árabes de las Mil y una noches, los del Renacimiento italiano, los de Perrault, de Hoffmann, de Poe, de Mérimée, de Bret Harte, de Verga, de Chéjov, de Maupassant, de Kipling, todos ellos son una sola y misma cosa en su realización. Pueden diferenciarse unos de otros como el sol y la luna. Pero el concepto, el coraje para contar, la intensidad, la brevedad, son los mismos en todos los cuentistas de todas las edades.

Todos ellos poseen en grado máximo la característica de entrar vivamente en materia. Nada más imposible que aplicarles las palabras: «Al grano, al grano…», con que se hostiga a un mal contador verbal. El cuentista que «no dice algo», que nos hace perder el tiempo, que lo pierde él mismo en divagaciones superfluas, puede volverse a uno y otro lado buscando otra vocación. Ese hombre no ha nacido cuentista.

Pero ¿si esas divagaciones, digresiones y ornatos sutiles, poseen en sí mismos elementos de gran belleza? ¿Si ellos solos, mucho más que el cuento sofocado, realizan una excelsa obra de arte?

Enhorabuena, responde la retórica. Pero no constituyen un cuento. Esas divagaciones admirables pueden lucir en un artículo, en una fantasía, en un cuadro, en un ensayo, y con seguridad en una novela. En el cuento no tienen cabida, ni mucho menos pueden constituirlo por sí solas.

Mientras no se cree una nueva retórica, concluye la vieja dama, con nuevas formas de la poesía épica, el cuento es y será lo que todos, grandes y chicos, jóvenes y viejos, muertos y vivos, hemos comprendido por tal. Puede el futuro nuevo género ser superior, por sus caracteres y sus cultores, al viejo y sólido afán de contar que acucia al ser humano. Pero busquémosle otro nombre.

Tal es la cuestión. Queda así evacuada, por boca de la tradición retórica, la consulta que se me ha hecho.

En cuanto a mí, a mi desventajosa manía de entender el relato, creo sinceramente que es tarde ya para perderla. Pero haré cuanto esté en mí para no hacerlo peor.

La profesión literaria

El arte de escribir, o, de otro modo, la capacidad de suscitar emociones artísticas por medio de la palabra escrita, lleva aparejada consigo la constitución de un mercado literario, cuyas cotizaciones están en razón directa del goce que proporcionan sus valores. Los diarios y revistas, y en menor grado el libro y el teatro, constituyen este mercado.

No es para los escritores ni para el público una novedad cuanto venimos diciendo; pero autores y lectores gustan de ver delineado, una vez más, el campo de acción en que se agitan sus amores.

Debería creerse que el ejercicio de una actividad tan vasta, fuerte y envidiada como la que nos ocupa, permite al escritor de nombre disfrutar de los goces de la vida en proporción de los deleites que hace gustar. No es así, y tampoco esto lo ignora nadie.

Pero hay en el público un límite de conocimientos acerca de lo anterior, que raramente uno que otro profano traspasa. Si en otros tiempos se tuvo por cierto que la proyección espectral del arte es la miseria, y que el crear belleza consume las entrañas como una llaga mortal, desde mediados del siglo pasado se tuvo también la certeza de que el ananké inherente a la poesía había por fin arrancado sus brazos de ella, y que el arte de escribir, el don de crear belleza con la pluma, constituye ya, felizmente, una noble, juiciosa y dorada profesión.

De acuerdo con este concepto moderno, la literatura ha pasado a ocupar para el público una audaz posición entre los oficios productores de riqueza.

Sin entrar en apreciaciones sobre la mayor o menor cantidad de arte que reprime o exalta la difusión de un libro, es lo cierto que el público piensa acertadamente, sobre todo si se recuerda que para el filisteo un tomo de versos o de cuentos se escribe en los ratos de ocio.

Cuando las novelas llamadas semanales gozaban entre nosotros de gran auge, pudo comprobarse que la mayoría de las colaboraciones espontáneas de dichos órganos provenían de seres totalmente ajenos a la profesión. En sus ratos de ocio habían escrito una novelita para ganar unos pesos.

Posiblemente, dichas personas habían trabajado más para confeccionar su historieta que lo habían sudado en su tarea habitual. Pero así como para el artista un duro martilleo o la división de una cuenta se tornan un simple descanso, para el oficinista la tarea de meditar historias constituye una simple pérdida de tiempo.

«Ociosidad remunerada»: tal debería ser el lema del arte para el obrero o dependiente que hartó a las casas editoras con el volumen sin cesar creciente de sus novelas.

—Oiga usted —decíanos uno de ellos—. Por mucho que usted se figure, no alcanzará a valorar la tarea que tenemos en la oficina y la suma de esfuerzos que nos exigen las seis horas de la semana. Y ¿para qué? Para ganar una bicoca, justo el pan de cada día. Tengo oído que por cada novelilla abonan a sus autores doscientos pesos. Quien dice menos. Ponga usted cien. ¿Está usted? Cien pesos por unas horas de descanso, y sin más que dejar volar la fantasía. Aquí me tiene usted sin saber qué hacer los domingos, cuando el sol aprieta. Pues, me quedo en casa, fresquito: cojo la pluma, y en la paz del solaz que proporciona esto de meditar cuentecillos, vamos ganando, como quien dice, cien pesos. ¿Está usted?

—¡Figúrate, hermano! —oímos decir a otro—. No sabía de dónde sacar doscientos pesos que me hacen falta, y el negro Urrutia me sale con que a él le van a pagar doscientos pesos por una novelita. ¿Te das cuenta?… Aquí mismo, en la oficina, me puse a escribir un cuento macanudo, y lo acabé en dos sentadas… Esto es tener suerte.

Pero aun así, y sin generalizar ambos casos, por frecuentes que sean, la profesión literaria no es lo que el público ignaro se figura. La novela semanal y su pago tentador fueron una lotería. Infinitos seres que no volverán a escribir se enriquecieron —en la medida de lo posible— con una sola obra. Nunca habían escrito, ni reincidirán. Gozaron un instante de la fortuna, y para ellos, sin duda, la literatura fue una mina de oro.

Pero muy distinta es la posición del hombre que debe dedicarle, no sus horas de ocio, sino las más lúcidas y difíciles de su vida, pues en ellas le van dos cosas capitales: su honra, pues es un artista, y su vida, pues es un profesional.

Para él se yergue el mercado literario; sólo él conoce sus fluctuaciones, sus amarguras y sus goces inesperados.

Entre nosotros creo que apenas se remonta a treinta y tantos años la cotización comercial de los valores literarios. En otros términos: recién hacia 1893 comenzó el escritor a ver retribuido su trabajo. Dudamos de que escritor alguno haya ganado un peso moneda nacional antes de aquella época. Por aquel entonces Darío halla un editor de revista bastante generoso para comprarle en cinco pesos uno de sus más famosos sonetos.

Los valores más cotizados en 1895 fueron Rubén Darío, Roberto Payró y Leopoldo Lugones. Llegó a pagarse quince pesos por cuento o poema, si bien es cierto que la primera vez que Darío fue a cobrar tan fastuosa suma, debió contentarse con sólo cinco pesos, en mérito de las lágrimas con que el editor lloraba su miseria.

¡Quince pesos! Los escritores de hoy, ciudadanos de una edad de oro, pues perciben fácilmente cien pesos por colaboración habitual, ignoran el violento sabor de lucha y conquista que tenían aquellos cinco iniciales pesos con que el escritor exaltaba su derecho a la vida en tan salvaje edad.

Aunque el libro y el teatro no son valores de cotización al día, ellos constituyen la más fuerte renta del trabajo literario. La casa editora de Martínez Zuviría, en 1921, afirmaba que este autor percibía una renta anual de dieciocho a veinte mil pesos por derechos de autor. Como desde entonces ha agregado seis o siete libros a su ya copioso stock, es creíble que dicho escritor haya llegado hoy a una renta de veinticinco a treinta mil pesos, renta que irá aumentando, sin duda alguna, hasta un límite que no se puede prever.

No todos los autores, desgraciadamente, ni aun los sonados, pueden ofrecer a la áspera y prosaica vida este triunfal desquite. Dícese de algunos —Gálvez y Larreta entre otros— que han alcanzado los cuarenta mil ejemplares. Es posible; pero la mayoría de los escritores no alcanzan uno con otro a vender dos mil ejemplares de cada obra.

Pero la colaboración constante en diarios y revistas —podrá objetarse— debe proporcionar un desahogo más amplio en la lucha por la vida.

Nuevo error, y que podemos salvar esta vez con datos precisos y generales, pues falta una información detallada sobre la producción y el estipendio de cada autor. Si un caso particular puede ilustrar algo al respecto, va, con ciertos detalles, el mío. No creo ofrezca este caso diferencias sensibles con el que pudieran tender a la curiosidad otros escritores.

Yo comencé a escribir en 1901. En ese año La Alborada de Montevideo me pagó tres pesos por una colaboración. Desde ese instante, pues, he pretendido ganarme la vida escribiendo.

Al año siguiente, y ya en Buenos Aires, El Gladiador me retribuía con quince pesos un trabajo, para alcanzar con Caras y Caretas, en 1906, a veinte pesos.

Si no la edad de piedra, como Lugones, Payró y Darío, yo alcancé a conocer la edad de hierro de nuestra literatura. Y nada nuevo diría al afirmar que aquellos tres pesos con que La Alborada valoró mi ingenio, me honraban más que lo que honra hoy a los escritores actuales la fuerte retribución de que gozamos en diarios y en revistas.

Desde entonces, y sin discontinuidad, he sido un valor cotizable en el mercado literario, con las alzas y bajas que todos conocemos perfectamente.

Durante los veintiséis años que corren desde 1901 hasta la fecha, yo he ganado con mi profesión doce mil cuatrocientos pesos. Esta cantidad en tal plazo de tiempo corresponde a un pago o sueldo de treinta y nueve pesos con setenta y cinco centavos por mes.

Vale decir que si yo, escritor dotado de ciertas condiciones y de quien es presumible creer que ha nacido para escribir, por constituir el arte literario su notoria actividad mental —quiere decir entonces que si yo debiera haberme ganado la vida exclusivamente con aquélla, habría muerto a los siete días de iniciarme en mi vocación, con las entrañas roídas.

El arte es, pues, un don del cielo; pero su profesión no lo es. Y ni siquiera la muerte, suprema compensadora, nos da esperanza alguna, pues es sabido que nuestros hijos, naturalmente más pobres que su padre, pierden, a los diez años de muerto aquél, todo derecho a la renta que entonces comienzan a dar las obras de los más afortunados de entre nosotros.

Ante el tribunal

Cada veinticinco o treinta años el arte sufre un choque revolucionario que la literatura, por su vasta influencia y vulnerabilidad, siente más rudamente que sus colegas. Estas rebeliones, asonadas, motines o como quiera llamárseles, poseen una característica dominante que consiste, para los insurrectos, en la convicción de que han resuelto por fin la fórmula del Arte Supremo.

Tal pasa hoy. El momento actual ha hallado a su verdadero dios, relegando al olvido toda la errada fe de nuestro pasado artístico. De éste, ni las grandes figuras cuentan. Pasaron. Hacia atrás, desde el instante en que se habla, no existe sino una falange anónima de hombres que por error se consideraron poetas. Son los viejos. Frente a ella, viva y coleante, se alza la falange, también anónima, pero poseedora en conjunto y en cada uno de sus individuos, de la única verdad artística. Son los jóvenes, los que han encontrado por fin en este mentido mundo literario el secreto de escribir bien.

Uno de estos días, estoy seguro, debo comparecer ante el tribunal artístico que juzga a los muertos, como acto premonitorio del otro, del final, en que se juzgará a los «vivos» y a los muertos.

De nada me han de servir mis heridas aún frescas de la lucha, cuando batallé contra otro pasado y otros yerros con saña igual a la que se ejerce hoy conmigo. Durante veinticinco años he luchado por conquistar, en la medida de mis fuerzas, cuanto hoy se me niega. Ha sido una ilusión. Hoy debo comparecer a exponer mis culpas, que yo estimé virtudes, y a librar del báratro en que se despeña a mi nombre, un átomo siquiera de mi personalidad.

No creo que el tribunal que ha de juzgarme ignore totalmente mi obra. Algo de lo que he escrito debe de haber llegado a sus oídos. Sólo esto podría bastar para mi defensa (¡cuál mejor, en verdad!), si los jueces actuantes debieran considerar mi expediente aislado. Pero como he tenido el honor de advertirlo, los valores individuales no cuentan. Todo el legajo pasadista será revisado en bloque, y apenas si por gracia especial se reserva para los menos errados la breve exposición de sus descargos.

Mas he aquí que según informes de este mismo instante, yo acabo de merecer esta distinción. ¿Pero qué esperanzas de absolución puedo acariciar, si convaleciente todavía de mi largo batallar contra la retórica, el adocenamiento, la cursilería y la mala fe artísticas, apenas se me concede en esta lotería cuya ganancia se han repartido de antemano los jóvenes, un minúsculo premio por aproximación?

Debo comparecer. En llano modo, cuando llegue la hora, he de exponer ante el fiscal acusador las mismas causales por las que condené a los pasadistas de mi época cuando yo era joven y no el anciano decrépito de hoy. Combatí entonces por que se viera en el arte una tarea seria y no vana, dura y no al alcance del primer desocupado…

—Perfectamente —han de decirme—; pero no generalice. Concrétese a su caso particular.

—Muy bien —responderé entonces—. Luché por que no se confundieran los elementos emocionales del cuento y de la novela; pues si bien idénticos en uno y otro tipo de relato, diferenciábanse esencialmente en la acuidad de la emoción creadora que a modo de la corriente eléctrica, manifestábase por su fuerte tensión en el cuento y por su vasta amplitud en la novela. Por esto los narradores cuya corriente emocional adquiría gran tensión, cerraban su circuito en el cuento, mientras los narradores en quienes predominaba la cantidad, buscaban en la novela la amplitud suficiente. No ignoraban esto los pasadistas de mi tiempo. Pero aporté a la lucha mi propia carne, sin otro resultado, en el mejor de los casos, que el de que se me tildara de «autor de cuentitos», porque eran cortos. Tal es lo que hice, señores jueces, a fin de devolver al arte lo que es del arte, y el resto a la vanidad retórica.

—No basta esto para su descargo —han de objetarme, sin duda.

—Bien —continuaré yo—. Luché por que el cuento (ya que he de concretarme a mi sola actividad), tuviera una sola línea, trazada por una mano sin temblor desde el principio al fin. Ningún obstáculo, adorno o digresión debía acudir a aflojar la tensión de su hilo. El cuento era, para el fin que le es intrínseco, una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco. Cuantas mariposas trataran de posarse sobre ella para adornar su vuelo, no conseguirían sino entorpecerlo. Esto es lo que me empeñé en demostrar, dando al cuento lo que es del cuento, y al verso su virtud esencial.

En este punto he de oír seguramente la voz severa de mis jueces que me observan:

—Tampoco esas declaraciones lo descargan en nada de sus culpas… aun en el supuesto de que usted haya utilizado de ellas una milésima parte en su provecho.

—Bien —tornaré a decir con voz todavía segura, aunque ya sin esperanza alguna de absolución—. Yo sostuve, honorable tribunal, la necesidad en arte de volver a la vida cada vez que transitoriamente aquél pierde su concepto; toda vez que sobre la finísima urdimbre de la emoción se han edificado aplastantes teorías. Traté finalmente de probar que así como la vida no es un juego cuando se tiene conciencia de ella, tampoco lo es la expresión artística. Y este empeño en reemplazar con humoradas mentales la carencia de gravidez emocional, y esa total deserción de las fuerzas creadoras que en arte reciben el nombre de imaginación, todo esto fue lo que combatí por el espacio de veinticinco años, hasta venir hoy a dar, cansado y sangrante todavía de ese luchar sin tregua, ante este tribunal que debe abrir para mi nombre las puertas al futuro, o cerrarlas definitivamente.

… Cerradas. Para siempre cerradas. Debo abandonar todas las ilusiones que puse un día en mi labor. Así lo decide el honorable tribunal, y agobiado bajo el peso de la sentencia me alejo de allí a lento paso.

Una idea, una esperanza, un pensamiento fugitivo viene de pronto a refrescar mi frente con su hálito cordial. Esos jueces… Oh, no cuesta mucho prever decrepitud inminente en esos jóvenes que han borrado el ayer de una sola plumada, y que dentro de otros treinta años —acaso menos— deberán comparecer ante otro tribunal que juzgue de sus muchos yerros. Y entonces, si se me permite volver un instante del pasado… entonces tendré un poco de curiosidad por ver qué obras de esos jóvenes han logrado sobrevivir al dulce y natural olvido del tiempo.

Los intelectuales y el cine

Los intelectuales son gente que por lo común desprecian el cine. Suelen conocer de memoria, y ya desde enero, el elenco y programa de las compañías teatrales de primero y séptimo orden. Pero del cine no hablan jamás; y si oyen a un pobre hombre hablar de él, sonríen siempre sin despegar los labios.

No es del caso averiguar si no se cumple con los intelectuales, respecto del cine, el conocido aforismo de estética por el cual todos los wagnerianos exclusivos silban sin cesar trozos de Verdi. Acaso el intelectual cultive furtivamente los solitarios cines de su barrio; pero no confesará jamás su debilidad por un espectáculo del que su cocinera gusta tanto como él, y el chico de la cocinera tanto como ambos juntos. Manantial democrático de arte, como se ve, y que a ejemplo de las canciones populares, da de beber a chicos, medianos, y hombres de vieja barba como Tolstoi.

Pero el intelectual suele ser un poquillo advenedizo en cuestiones de arte. Una nueva escuela, un nuevo rumbo, una nueva tontería pasadista, momentista o futurista, está mucho más cerca de seducirle que desagradarle. Y como es de esperar, tanto más solicitado se siente a defender un ismo cualquiera, cuanto más irrita éste a la gente de humilde y pesado sentido común.

¿Cómo, pues, el intelectual no halló en el arte recién creado, atractivos que por quijotería o esnobismo hicieran de él su paladín?

La revista Clarté, que no se caracteriza precisamente por el estudio de frivolidades, plantea esta misma pregunta en un primer artículo así encabezado: «El problema del cine en los tiempos modernos es demasiado importante para que no entre en nuestras preocupaciones».

¡Por fin! —podrá decirse. Los intelectuales de Clarté escapan por lo visto a esta generalización que acabamos de exponer. Oigamos un momento, porque vale la pena, lo que dice la revista en cuestión:

«En un principio no se ha querido ver en el cine más que una industria. Ahora bien, el cine es un arte, y la industria cinematográfica no es a este arte sino lo que la industria del libro, por ejemplo, es a la literatura. De este modo el cine anda aún en busca de su verdad, conducido por los peores guías que podía hallar.

»Se le ha trabado con las viejas reglas de un teatro en crisis de renovación y de estilo. El cine no se ha liberado aún de esta funesta influencia…»

Exactamente. Todo lo que de verdad, fuerza franca y fresca tiene hoy el cine, se lo debe a sí mismo, y lo adquirió con dolores y tanteos sin nombre. Lo malo que todavía guarda, y que oprime por la desviación o hace reír por lo convencional, es patrimonio legítimo del teatro, que heredó y no puede desechar todavía. La gesticulación excesiva, violenta, que comienza impresa en los mascarones de la tragedia primitiva y continúa en la afectación de expresiones y actitudes de la escena actual, es teatro y no cine. Pero oigamos todavía:

«El cine procede de todas las artes, es su poderosa síntesis, y ello nos obliga a tener fe en su prodigioso porvenir. Atrae sobre sí, universalmente, todas las verdades esenciales de la vida moderna para crear con ellas una nueva belleza. Pero se comprende que el descubrimiento de tal riqueza haya provocado graves errores. Los tanteos eran inevitables. No se ha llegado de un golpe a la sinfonía. El genio ferviente y sincero de muchos siglos se ha empleado en aquélla. ¿Por qué el cine escaparía a esta necesidad, tanto más cuanto que su porvenir es más formidable? Y luego —es menester decirlo—, los que podían haberlo ayudado más eficazmente, lo han despreciado y vilipendiado. Dejando en manos de los arribistas del primer momento —ratés de todas las categorías— este inaudito medio de creación, los intelectuales…»

He aquí la palabra. No fueron sólo nuestros intelectuales, al parecer, los que permanecieron mudos y con superior sonrisa cuando se les habló de cine. «Arte para sirvientas», en el mejor de los casos. «Payasadas melodramáticas», cuando el intelectual explicaba su sonrisa.

Cierto; tales groserías melodramáticas constituyen el triste don que las hadas escénicas del primer instante hicieron al recién nacido. Pero continuemos:

«Los intelectuales se encerraron en el desprecio. No comprendieron que la imagen podía ser no solamente expresiva en su movimiento o su asunto, sino también bella. Pero no es ésta la obra de un solo día o de un solo espíritu. No basta, particularmente, con ir a ver de cuando en cuando, en los programas tan mal confeccionados de los salones actuales, dos o tres cintas para quedar ungido de gracia. Es menester frecuentar larga y pacientemente las salas…»

Tal es por lo común, en efecto, la causa de los innumerables desengaños. Dada la superproducción de films, que alcanza a muchos millares por año, puédese sentar, sin temor de yerro, que la primera cinta con que tropecemos en un cine cualquiera no será una obra de arte. Después de ocho y diez cintas, ya hallaremos una pasable. Y es menester que transcurra un mes entero —y tal vez un trimestre—, para hallar por fin un film que sea el exponente de este maravilloso nuevo arte. Hablamos aquí, como se comprenderá, de condiciones de film puramente artísticas.

Bien; un mes, un trimestre, un año… No es mucho plazo, sin embargo. Si en toda la producción escénica de un año corrido, y en la otra terrible superproducción literaria mundial, tuviéramos que escoger las obras maestras —con todas sus letras—, el rubor nos subiría al rostro al constatar que sólo tres o cuatro libros o algún drama merecen el nombre de tales.

¿Qué juicio del arte literario podría formarse un novicio ideal, por el primer libro adquirido al azar en una librería? No culpemos pues al arte cinematográfico de las tonterías diarias impresas en la primera pantalla que encontramos al paso. Para evitarlas se requiere una larga cultura —como pasa con el libro— que no se adquiere sino devorando mucho malo. Pues como dice y prosigue Clarté:

«Es menester frecuentar larga y pacientemente las salas. La fe no se adquiere de golpe. En el estado actual, el mejor film no contiene sino las bases posibles de lo que llegará a ser. Y tal mala cinta, en un segundo, en el relámpago de un gesto, en una actitud, en la expresión de un sentimiento, nos deja descubrir verdades no menos esenciales. Lo que desde un principio ha corrido a los intelectuales es precisamente lo que debería haber sido para ellos razón de entusiasmo: el modo como el público se ha apasionado por el cine, y la fuerza de su irradiación. Pequeña vanidad de inteligencias que no creen ser comprendidas sino por unos cuantos. Los intelectuales se han dado cuenta ahora, pero un poco tarde, de los tanteos, de la torpeza y del dinero que su indiferencia y desprecio ha costado al desarrollo del cine. Y si sueñan todavía con un arte dramático en trance de renovación, deben saber esto sólo: que el cine matará un día al teatro, si éste no se orienta hacia formas más puras».

Hasta aquí el intelectual (naturalmente, nadie conoce mejor a su familia que el miembro de ella) de Clarté. Bienvenido con su franco amor, su fe y su desencanto del exceso de palabras que han convertido al libro y la escena en un fonógrafo de larga repetición.

Dícese que en la mejor novela de trescientas páginas sobran cien por lo menos, del mismo modo que en el mejor drama se puede suprimir la mitad de los parlamentos. Como pocas veces se ha expresado cosa más cierta, las leyendas concisas de un film, bajo la pluma de un escritor de verdad, realizarán esa sed de brevedad, precisión sin palabreo ni engaño que sufre actualmente el arte.


Publicado el 20 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
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