Su Ausencia

Horacio Quiroga


Cuento


Con este mismo paso que hasta hace un instante me llevaba a la oficina, con la misma ropa y las mismas ideas, cambio bruscamente de rumbo y voy a casarme.

Son las tres de la tarde de un día de verano. A esta hora, a pleno sol, voy a sorprender a mi novia y a casarme con ella. ¿Cómo explicar esta inesperada y terrible urgencia?

Mil veces me he hecho una pregunta que constituye un oscuro punto en mi alma; mil veces me he torturado el cerebro tratando de aclarar esto: ¿por qué me fijé en la que es actualmente mi novia, le hice el amor y me comprometí con ella? ¿Qué súbito impulso me lleva con este paso a pleno sol, el 24 de febrero de 1921, a casarme fatal y urgentemente con una mujer que no ha oído de mis labios ofrecerle la más remota fecha de matrimonio?

¡Mi novia! No he tenido jamás alucinaciones por ella, ni sufrí nunca ilusión a su respecto. No hay en el mundo persona que pueda enamorarse de ella, fuera de mí. Es cuanto hay de feo, áspero y flaco en esta vida. En el cine puede verse alguna vez a una esquelética mujer de pelo estirado y nariz de arpía que repite el tipo de mi novia. No hay dos mujeres como ella en el mundo. Y a esta mujer he elegido entre todas para hacer de ella mi esposa.

Pero ¿por qué? Todo lo anormal, monstruoso mismo de esta elección, no saltó nunca a enrojecerme el rostro de vergüenza. La miré sin mirar lo que veía; la seguí como un hombre dormido que camina con los ojos abiertos; le hice el amor como un sonámbulo, y como un sonámbulo voy a casarme con ella.

Pero ahora mismo, mientras veo el abismo en que mi vida se precipita, ¿por qué no me detengo?

No puedo. Tengo la sensación de que voy, de que debo ir a toda costa, como si fuera arrastrado por una soga. Soy dueño de todas mis facultades, siento y razono normalmente; pero todo esto detrás de una enorme, vaga e indiferente voluntad que rige mi alma.

Conforme me acerco a casa de ella veo como en sueños, lejanísima en el espacio y el tiempo, diminuta y perfectamente perceptible, la silueta de un hombre que se me parece y camina bajo el ardiente sol. Alcanzo a ver, por bajo la ropa, el alma desesperada de ese hombre. Va a casarse contra su voluntad con un monstruo. A sus ojos y a su boca misma suben la repugnancia y el horror de lo que va a hacer. La vida entera —¡ya la va a perder!— daría ese hombre por detenerse. Toda la rebelión de un alma encadenada pugna por sujetar esa vida que se encamina al desastre. No hace falta sino un poco de voluntad, un pequeñísimo esfuerzo de voluntad, y se salva…

… Y camino siempre bajo el sol, viendo como un sonámbulo la diminuta silueta del hombre desesperado que se me parece…

Y miro con inmensa sorpresa: un lago, montañas negras y un crepúsculo helado. ¿Estoy loco?

Un lago coloreado por el crepúsculo, allá abajo, a miles de metros bajo mis pies. Altas montañas como recortadas en tinta china, contra el cielo frío. Y en todo el ámbito no hay otro ser que yo ante el silencio.

¿Pero cómo pasa esto? ¿Qué fantástico sortilegio me ha transportado en un segundo aquí? Porque hace apenas un segundo yo iba a casarme con un monstruo. (Y esta calma del lago…) No hace un instante eran… ¡son las tres de la tarde! (Y este crepúsculo helado…) ¡Y allí mismo está la verja de la casa maldita! (Y esta soledad salvaje que me oprime como un témpano…)

Reflexionemos. Puede un hombre admitir en broma una intervención fantástica. Puede preguntarse como acabo de hacerlo yo: ¿qué sortilegio me ha traído hasta aquí? ¿Qué hada o genio ha efectuado este milagro? Un hombre que camina al sol por una calle de Buenos Aires está perfectamente libre de que un genio lo transporte en un abrir y cerrar de ojos a un desierto.

Muy bien: mas todos mis sentidos al vivo me dicen que estoy viendo caer la noche en un abismo… ¡Y lo que yo hago, en verdad, es encaminarme a la casa de un monstruo! Tengo inmediata, tocándola casi, la sensación de mi cuerpo al cruzar la calle, la visión de los adoquines deslumbrantes, la percepción de un razonamiento comenzado que acabo en este instante de concluir… ¡Y este paisaje, entonces…!

Bajo los ojos a mi ropa y un escalofrío me recorre la médula: estoy vestido de invierno…

Recorro los bolsillos: ¡nada de lo que poseo me pertenece…!

¡Ah, por fin! Las tarjetas son mías: Julio Roldán Berger. ¿Pero este telegrama…? Hoy no lo tenía… Lo abro temblando y leo:

«Encantada con las flores. Te esperamos sin falta el 3. Papá no podrá asistir casamiento. Ven sin falta. Tuya Nora».

¡De Nora! ¡Del monstruo! Miro el lago fúnebre y un segundo suspiro dilata mi alma: ¡con que no me he casado! ¡Soy libre siempre! ¡Dios del cielo! ¿Qué fuerza misteriosa me ha protegido al arrancarme de golpe de los brazos malditos que me iban a ahogar?

¿Protegido? ¿Pero qué soy yo mismo? ¿Por qué estoy aquí? ¿He muerto tal vez bajo un auto al cruzar la calle, y este paisaje no es del mundo donde nací?

¡Pero no! Oigo por fin algo, un ruido. Es una bocina de auto. Y volviendo la cabeza, veo a un chofer que se encamina hacia mí y me dice:

—Creí que se había perdido, señor Berger… El hotel ha encendido ya los faros, y tendremos neblina.

Me quedo mirando al chofer: ¿Perdido…? ¿Hotel…?

No he muerto, pues. Estoy vivo, soy huésped de un hotel de montaña, donde almuerzo, hablo, tengo relaciones, me traslado de un lugar a otro, todo en perfecta regla, como me lo prueba la deferencia, un poco excesiva tal vez, del chofer. Solamente…

No tengo la menor idea de qué hotel puede ser ése, ni de qué personas conozco, ni de qué hago, ni de nada. Estoy muerto, real y efectivamente. Y aunque muerto, sigo tambaleando al chofer, pretextando desde ya una caída para excusar mi confusión de ideas y las mil y una planchas que con seguridad voy a cometer.

Con un pañuelo atado a la frente (pretexto: me caí anoche en un barranco y he perdido momentáneamente la memoria), pasé anoche de largo por el hall del hotel y me encerré en mi cuarto, conducido por la camarera que no concluía de compadecer al señor Berger, que con el golpe había perdido hasta el recuerdo de su pieza…

Pasé la noche en vela, más confundido que los hombres de Babel. No quiero ver a un médico: para escándalos, hay ya bastante con los habituales. Pero en la estación, adonde fui esta mañana a informarme del horario de trenes, tuve la primera sorpresa del día.

Mientras hablaba con el empleado, alcancé a ver por la ventanilla el gran calendario de papel.

—Andan adelantados aquí —le dije señalando el almanaque.

—¿Qué cosa? —inquirió el hombre.

—El calendario.

—¿Qué tiene el calendario?

—Nada… sino que está un poco avanzado.

—¿Avanzado? 1927.

—No, 1921.

El hombre, dudando al fin de sí mismo, echa una rápida ojeada atrás.

—Ya ve —me dijo volviéndose a sus números—. 1927.

—No, 21 —repetí yo.

—Bien; ¡déjeme en paz, señor! —concluyó el empleado mirándome—. Si no está satisfecho del almanaque, ahí tiene el libro de quejas.

Yo miré entonces el calendario y al hombre tres veces, y salí despacio al andén.

¡1927! ¡2 de abril de 1927! ¡Y el último recuerdo que yo tenía databa de ayer, el 24 de febrero de 1921!

Con muchísimo menos que esto un hombre puede volverse loco. ¡Loco, loco! Esta palabra danza como un aro de fuego ante mi tiniebla mental. ¿Cuándo lo estuve? ¿Lo estoy ahora?

¡Pero no! Todo aquí me dice lo contrario… Y aun noto, como noté anoche en el chofer, una deferencia a mi respecto que raya en la admiración. Si se exceptúa al boletero de esta mañana…

Esta noche sale el tren. Dentro de día y medio estaré en Buenos Aires… si es que Buenos Aires existe todavía.

Si alguna duda me quedaba en el hotel, al llegar aquí a Buenos Aires he sentido, en todo, la vejez del mundo. Han transcurrido dos mil ciento noventa y tantos días de luchas, pasiones y agonías de las que no tengo ninguna idea. No he estado enfermo durante ese tiempo. Ni inconsciente, ni cataléptico. Mi cuerpo ha vivido, e igualmente mi alma. Pero nada sé de lo que he pensado y hecho en esos seis años. Mi yo, que conozco y habla en este momento, está adherido a una calle asoleada, desde el 24 de febrero de 1921.

En este estado de ánimo he volado esta mañana a casa de mi médico. Si yo esperaba que al verme se echara atrás de sorpresa, no pasó así. Se alegró simplemente de que hubiera llegado bien, pues me esperaba hoy. Y me miraba como si yo no volviera en realidad de un viaje mortuorio de seis años.

Había llegado el momento de comprender.

—¿Entonces, me esperaba? —le dije con pausa, mirándolo en las pupilas.

—¡Claro! Su telegrama era bien explícito —me respondió.

—¡Ah! ¿Y era mío?

—Supongo que sí.

—¿Julio Roldán Berger?

—¡Vamos…!

—¡No, no! —le dije—. El caso es más serio de lo que usted cree. Respóndame tal cual le pregunto, como si yo no lo supiera. ¿Qué tiempo hace que usted no me ve?

—Muy bien: quince días.

—¿Por qué?

—Porque estaba en el lago Negro.

—¿En la cordillera?

—Claro. Y ahora permítame…

—No, no me pregunte nada todavía. ¡Por favor, Campillo! Míreme bien y respóndame con entera franqueza: en estos seis años últimos, ¿notó usted algo de anormal en mí?

—Nada.

—¿Nada?

—¡No, nada! ¡Nada! ¿Cuántas veces quiere que se lo repita? ¡Vamos, Berger!

—Todavía un poco más. ¿Y no estuve enfermo… de gravedad alguna vez?

—No.

—Y… ¿no estuve… loco?

Aquí la expresión del médico cambió.

—Pierda cuidado, no estoy loco ahora —le dije—. Míreme más todavía y verá… ¿Pero antes? ¡Campillo, amigo…!

Mas el alienista no parecía ya fastidiado por mi interrogatorio idiota. Me hizo sentar a su frente y me dijo con calma:

—No le pregunto nada; cuénteme usted lo que quiera.

—¡Muy bien! Así nos entenderemos. Y comienzo. ¿Sabe usted cuál es el último recuerdo que tengo de mis pensamientos, de mis actos, de mi vida, en fin? De anteayer.

—Algún golpe…

—No me he golpeado en parte alguna. ¿Sabe cuándo es anteayer para mí?

—No.

—El 24 de febrero de 1921. Tal es el caso.

Campillo echó el cuerpo atrás para mirarme mejor, y yo me levanté con las manos en los bolsillos.

—Tal como lo oye —concluí fríamente—. Anteayer, cuando cruzaba la calle e iba a pisar la vía, me encontré en la cordillera con un lago violeta a mis pies y un crepúsculo lleno de frío, dando fin en ese instante a la misma reflexión que había comenzado un segundo antes al pisar la vía. Y parece que han pasado seis años de un instante a otro. ¿Cómo? Es lo que yo deseo que me explique.

Y la explicación me llegó por fin, en pos de un sinnúmero de preguntas insidiosas del médico. He aquí, pues, lo que ha pasado.

Yo pertenezco a una familia de nerviosos, donde han prosperado algunos histéricos y hasta alguna abuela epiléptica. Personalmente no he tenido nunca desarreglos nerviosos ni mentales, si se exceptúa acaso el estado afectivo anormal de que he dado cuenta, a principios de 1921.

Mas he aquí que bruscamente despierta en mí la epilepsia de mi abuela, la cual, si me esquiva crisis y ataques dramáticos, me sumerge de golpe en una ausencia, justo y cabal en el momento en que atravesaba la calle asoleada. Bajo la influencia de este estado epiléptico que el atacado no percibe en lo más mínimo, la vida prosigue como siempre. Sólo que al cabo de un día, un mes, un año, el hombre despierta de pronto. Se halla en un lugar que ignora, ni sabe por qué está allí, ni conoce a nadie, ni conserva un solo recuerdo de lo que ha hecho desde el momento en que ha caído sobre él la fuga epiléptica. Su último recuerdo data desde aquel instante; de lo demás: triunfos o tragedias de su propia vida, nada sabe. Es decir, que durante esos meses o esos años el hombre ha estado muerto. Ha vivido, amado, aullado de dolor, o delirado de alegría, pero muerto. Otro hombre ha proseguido viviendo en su nombre, en su cuerpo y en su alma; pero él mismo ha quedado detenido, suspenso al borde de la vía que iba a pisar… para despertar seis años después, asombrado e idiota ante su absurdo existir.

—Tal es su caso —concluyó el alienista—. Y no se queje mucho, porque hay epilépticos que arrancan a caminar un día, y no paran hasta llegar al Polo. Otros van derecho al mar o a través de un incendio. Usted ha sido de los afortunados.

—Desde su cínico punto de vista, tal vez —respondí con una sacudida de hombros, yendo a apoyar la frente en los vidrios de la ventana.

Pero mi amigo había bajado ya de su tarima científica.

—¡Vamos, Berger! Me doy cuenta de sobra de lo que le pasa… Lo quiero demasiado para emplear mi amistad en burlarme de usted. ¿Qué piensa hacer…?

—¡Pero es precisamente lo que le pregunto! —me volví malhumorado—. ¿Qué hago yo ahora? ¿Qué hacía yo en el lago Negro? ¿Qué he hecho en esos seis años? ¿A quién pedir cuenta de mi vida en ese tiempo, y qué cuenta debo dar de mis acciones? ¡No se imagina usted, con todas sus definiciones, lo que es ignorar la actuación de la propia vida de uno durante seis años! Sólo sé que hice una cosa… ¡la única que no debía haber hecho!

Y agregué, sonriendo casi de lúgubre dicha:

—¡Qué pesadilla amigo! Usted no lo supo entonces, porque estaba en Europa… Yo iba a casarme. Ahora comprendo que ya mi epilepsia había comenzado cuando miré a aquella mujer, cuando la seguí y le puse el anillo en el dedo, como un sonámbulo… En los últimos momentos me di cuenta de lo que iba a hacer, cuando cruzaba la calle bajo el sol de fuego… Y vi entonces el lago. Pero tenía un telegrama de ella, en que me hablaba siempre de matrimonio. ¿Cómo mi segunda alma ha proseguido adherida a tal monstruo, mientras la primera quedaba en suspenso sobre la vía? ¿Cómo no he…?

—¡Un momento! —me interrumpió mi amigo, que desde hacía un instante me miraba con extrañeza—. ¿Cómo se llamaba esa que usted denomina monstruo?

—Nora. Tengo todavía el telegrama.

Y mientras Campillo leía:

—¡Y pensar —repetía yo dichoso— que si no me quedo plantado en la vía, mañana estaría casado!

—Y lo estará —me dijo tranquilo el médico, devolviéndome el papel—. Mañana se casa usted.

—¿Con Nora…? ¡Bah! Es usted ahora el que está loco.

—No estoy loco. Mañana se casa usted, pero con Nora… Strindberg.

Tableau de nuevo. Uno y otro quedamos inmóviles mirándonos.

—Tal como le digo —rompió por fin Campillo con una sonrisa—. Ese telegrama no es del… monstruo, sino de su novia actual, Nora Strindberg. Hace un año que tienen ustedes amores. Debían haberse casado hace quince días, pero usted fue llamado urgentemente de la cordillera por asuntos particulares. El casamiento se aplazó hasta mañana, 5 de abril. Desde allá usted le envió últimamente un cesto de magníficas orquídeas, pues debo advertirle que está usted perdidamente enamorado. Nora le contestó con este telegrama en que se refiere a la ausencia de su padre. Todo está perfectamente dispuesto para el matrimonio, mañana a las tres. Y si yo le doy esta suma de detalles, es porque durante los seis años de su ausencia epiléptica, hemos intimado mucho más de lo que usted supone, y ahora soy testigo de su boda. Tal es el caso.

Yo no lo oía más, desesperado. ¡Otra Nora! ¿Pero es que mi destino no era otro entonces que planear matrimonios absurdos e idiotizarme al cruzar las vías? ¿No había purgado con seis años de epilepsia la abyección de mi alma al enamorarme de la primera Nora, cuando este segundo monstruo venía a llenar el hueco miserable de mi nuevo corazón?

—¡No, y mil veces no! —me levanté de nuevo—. Me basta con una Nora; no quiero otra. ¡Si usted la hubiera visto! ¡Jamás vio usted mujer más horrible, le digo! Y esta otra debe ser…

—¡Otro momento! No hable todavía —saltó Campillo—. Tengo un retrato de ella, porque somos también muy amigos… Aquí lo tiene, mire.

Tomé la fotografía a distancia, receloso, pero apenas bajé los ojos torné a alzarnos muy abiertos.

—Ésta es… —murmuré.

—Nora Strindberg. Puede mirarla. Vaya a la ventana y la verá mejor.

Fui a la ventana y aparté el visillo. Durante un largo rato contemplé aquel rostro que temblaba y sonreía entre mis manos y que parecía entrecerrar cada vez más los ojos al mirarme.

Campillo fumaba sin perderme de vista, y yo proseguía inmóvil y mudo, como un pobre diablo ante el cual se abren las puertas del Paraíso, y no se atreve a entrar.

—Ésa es Nora Strindberg —dijo por fin Campillo con vaga sorna—. ¿Qué tal?

—Bellísima —murmuré—. No he visto nunca mujer con esta ingenuidad y pasión de mirada…

—Muy bien: ingenuidad y pasión. ¿Y el resto? ¿Corte de cara, nariz, boca?

—Únicos en mujer nacida de los hombres… Pero la expresión, sobre todo. ¿Qué edad tiene?

—Diecinueve años. No es vieja.

Yo no oía más. Una cosa absurda, imposible de ser, se cernía sobre mí en forma de pregunta.

—¿Y esta persona… —me arriesgué al fin sin apartar los ojos del retrato— está enamorada de mí?

—Mucho. Loca por usted, es la palabra. Mírela más todavía… Mañana a estas horas será ya su mujer.

No vale la pena recordar las mil ansiosas preguntas que hice al respecto a mi amigo. Con cada respuesta iba yo naturalmente de asombro en asombro. Hasta que éste rebasó del vaso cuando exclamé por fin, como todo hombre que se excusa ante una dicha no merecida:

—¿Pero qué hice yo, pobre diablo de ingeniero, para merecer el amor de esta criatura?

—Supongo que por usted mismo, en parte —repuso Campillo—. La otra parte se la debe a una circunstancia que aún ignora. ¿No me dijo usted que había notado una obsequiosidad y un respeto muy grande a su respecto?

—Así es —contesté recordando de nuevo el aire misterioso con que me observaban en el hotel y aquí mismo en Buenos Aires y que yo atribuí a algún estigma de locura e idiotez impreso en mi semblante.

—Pues bien —prosiguió el alienista yendo a tomar un libro de la biblioteca y tendiéndomelo—. El otro motivo de simpatía de Nora hacia usted es este libro. Lea el título.

Y leí: El cielo abierto, por Julio Roldán Berger.

—¿Y esto? —murmuré, presa de estupor.

—Es un libro suyo. Vea la fecha: 1924.

—¿Pero de qué trata?

Mi amigo no pudo menos de sonreírse al oír esta pregunta de labios del propio autor estupefacto.

—No cabe su contenido en ninguna definición. Supóngase algo como filosofía de la humanidad… Ensayos de filosofía emersoniana, maeterlinckiana… ¡qué sé yo! Lo cierto es que su obra es simplemente genial. ¿Lo oye, amigo? De un hombre de genio. Lástima que usted no recuerde nada, para darse cuenta de la resonancia que tuvo su libro.

—¡Pero yo no puedo haber escrito esto! —exclamé en el colmo de la inquietud—. ¡Yo no entiendo una palabra de escribir! ¡Y filosofía, tan luego!

—Y así es, sin embargo. Hay en su libro —le cuento lo que dicen los ases del género en el mundo entero— una visión inesperada de la Vida, así como suena, con mayúscula. Usted ha visto lo que jamás vio nadie en el mundo de los vivos sobre el destino de la humanidad, sobre la razón de sus terrores y de sus míseras ansias de serenidad. Sigo hablándole como la crítica. En Europa y Estados Unidos no se quiso creer al principio que esa formidable eclosión de pensamiento hubiera tenido lugar en la cabeza de un argentino, un south americano… Debieron convencerse a la larga, y aquí se encuentra usted convertido, desde hace dos años, en el más célebre escritor de estos tiempos. Éste es el motivo por el cual las gentes lo miran con asombro de tener a su lado y ver pasar a un hombre de su talla intelectual.

¿Qué responder a esto? Yo tenía en mi mano, como ascuas, una obra profunda, trascendental, única en el mundo, que yo había meditado, planeado y resuelto al fin en un libro de 300 páginas. Y yo ignoraba totalmente lo que decía ese libro.

Debo advertir aquí, para que sea más comprensible mi absurda situación, que yo jamás me he preocupado del destino de la humanidad ni de cosas semejantes. He trabajado toda mi vida para salir adelante, y nunca vi en los hombres otra cosa que compañeros; de lucha, más o menos enérgicos, más o menos incapaces, pero prontos todos para abrir los codos si yo no lograba adelantar bien el pecho. Me he hecho un hombre libre sin la ayuda de nadie, y si no soy un intelectual en el sentido que se da a esta palabra, me he roto el alma en el cálculo de los diques del norte. Conozco también el valor del alma humana cuando se la somete a rudas pruebas. Sé lo que es el hambre mientras se estudia, y el hambre cuando se tiene por delante un día y una noche enteros un pilar en construcción que amenaza ceder bajo una avenida de agua imprevista. Conozco más que algunos la energía que cabe en el solo corazón de un hombre cuando se debe a la responsabilidad de una vasta obra. Pero nunca se me ha ocurrido escribir sobre esto ni sobre el destino de la vida. Visto esto, pues, ¿de dónde he podido yo sacar mi libro?

—De sí mismo —me dice el alienista—. No olvide que usted es epiléptico. Los epilépticos no tienen forzosamente genio, pero abundan los genios que lo han sido. Es el mal sagrado. En los epilépticos de genio la función normal de sus cerebros es pensar genialmente, a modo de las ostras cuya enfermedad genial es producir perlas. Usted ha necesitado entrar en ausencia para que su cerebro se «enferme» y escriba ese libro. Es bien claro. Mas algo me parecía oscuro siempre.

—¿Y Nora? —pregunté—. ¿Le gusta mucho mi libro?

—¿Su novia? Ya se lo dije. Su filosofía ha entrado de por mucho en el amor que le tiene. ¡Figúrese! Usted es su grande hombre.

Yo tomé de nuevo el retrato y de nuevo fui con él a la ventana. Ante aquel divino tesoro que por dichoso vuelco del destino debía pertenecerme al día siguiente, medité un largo rato… Y tomé una resolución.

—Aquí está su fotografía —dije a Campillo devolviéndoselo—. No me caso.

—¿Eh…?

—No me caso.

—¡Pero usted está loco! ¿Cree que ella no lo merece a usted? ¡No faltaba sino…!

—No diga idiotadas, Campillo… No me caso, porque no debo casarme. No es a mí a quien quiere; es al autor de eso… —señalé el libro por encima del hombro.

—¡Pero es usted mismo, qué diablo! Con ausencia o sin ella —y eso lo sabemos únicamente los dos—, usted ha pensado y escrito Cielo abierto.

—No he sido yo; también lo sabemos los dos.

—¡Y dale…! Si un músico siente una melodía en sueños y al despertarse corre a escribirla, ¿cree que por eso deja de ser de él? ¡Vamos, Berger! Tome la felicidad que se le ofrece, porque de otro modo será el último de los imbéciles… y de los criminales. ¿Qué derecho tiene usted a rechazar el amor de una chica como Nora? ¿Su maldito libro? ¿Quién le dice que un día de éstos no se pone usted a filosofar como entonces y escribe otro libro, mejor aún? ¿No tiene usted siempre su cabeza? ¿La tiene o no…? ¿Y entonces? Cielo abierto necesitó de una sacudida mental como su ausencia para nacer. ¿Por qué la sacudida emocional de poseer a Nora no había de exaltarlo de nuevo? ¿Qué sabe usted de las cuarenta mil seducciones que un hombre de su carácter tiene para una chica como Nora? ¿Se cree usted incapaz ahora, tal como es, de hacerse amar de una mujer?

—Según. Yo me he roto el alma trabajando siempre…

—¿Y porque usted se haya roto el alma, cree que Nora no puede quererlo por usted mismo, sin que intervenga su libro? ¡Bah! Usted podrá pasar dos días sin comer, viendo bailar sus diques bajo la inundación; pero no tiene idea de lo que es una pollera, y de cuán poco basta en un hombre a veces para enloquecer a quien la lleva. ¿Qué dice?

—No digo nada…

—Así me gusta. Y ahora, a estudiar el plan de campaña, porque en el estado en que está usted…

—¡Precisamente! De esto quiero que hablemos. ¿Qué he hecho yo en estos seis años? ¿Qué compromisos he contraído?

—No lo creo. Un hombre es siempre lo que es, aun bajo el alcohol.

—Pero yo he estado bajo la epilepsia, lo que es mucho peor.

—Pero no en usted. En usted ha sido apenas larvada, digámoslo así. Usted se detuvo en la calle y dio paso a otro hombre que era usted mismo, aunque con distinta manifestación. El ingeniero de cabeza sólida y breeches embarrados quedó inmóvil, mudo y blanco, suspenso seis años sobre la vía. El que lo reemplazó fue un intelectual, un escritor de extraordinaria visión, que cumplido su destino con ese relámpago de genio, se hundió en la niebla de la ausencia para dar otra vez paso al primer ocupante. Pero uno y otro eran usted mismo. En estos seis años transcurridos he sido lo bastante amigo suyo para estar seguro de que no hay tal infamia en ningún recodo de su vida íntima. Un hombre de corazón limpio a los ojos de un amigo, no lo ensucia en mezquindades ocultas. Hombre de acción o de pensamiento, usted ha sido siempre Roldán Berger. Si esto es lo que le faltaba para decidirse, ya está satisfecho.

»Y ahora, en lo que respecta a Nora, hay otras razones que usted no aprecia bien. ¿Cómo cree usted posible que salgamos a proclamar a tambor batiente este extraordinario caso de epilepsia en que usted ha dejado de ser usted durante seis años, y que estaba muerto aunque escribiera libros? ¿Quién lo creería, y qué ganaríamos con este escándalo barato? Guardemos, pues, naturalmente reserva sobre un caso que a lo más interesa a los clínicos. Pero, ahora: ¿qué razones va a encontrar usted para romper su compromiso con Nora, un día antes del matrimonio? Usted ha sido para con ella el amante más tierno. Ella lo adora —por idiota que sea la expresión—, y la familia tiene debilidad muy grande por usted. El mundo —como dicen en vida social— ha acogido con gran simpatía el compromiso de ustedes. Ambos jóvenes, enamorados, libres en sus tête-à-tête, con la libertad que les dan, a usted su nombre, y a ella su origen escandinavo. Y ahora, amigo: ¿con qué pretexto rompe usted el día antes de casarse?

Muy larga pausa, durante la cual veía a Campillo que me miraba esperando respuesta.

—¡Bien! —dijo al fin—. Ya ve que no es fácil hacerlo. Escuche esto al final. Nora vale, como corazón generoso y entusiasta, lo que usted ni sospecha siquiera. No le hablo de su físico; ya ha visto que por una cara, unos ojos y un cuerpo como el suyo, puede morir un hombre por conquistarlos. No volverá usted, en la vida de Dios, a hallar a su alcance una criatura igual a ésa. Que una de las tantas chicas monas que andan por ahí lo quisiera a usted un poco, le parecería ya bastante felicidad. Y Nora Strindberg lo quiere con locura, y no hay para ella mayor dicha que llegar a ser suya. He concluido.

Junto con su seductor alegato concluían también mis últimos escrúpulos. ¿Cómo desechar un cielo abierto (mucho más que el que yo había escrito), para entrar en el cual no se nos pide más que un poco de olvido?

Olvidar, recordar… Recordar que tras mi esplendor intelectual de un día, había en mí un corazón como el de otro cualquiera, que ya había latido junto al seno de Nora…

—Tal como usted pinta las cosas —asentí por fin— me olvido de todo… Pero una sola cosa, para concluir: ¿qué urgencia hay de que nos casemos mañana mismo? ¿Por qué no esperar un tiempo, hasta que…?

—¿Hasta que qué? ¿Qué ganaría usted esperando? ¿Enamorarse más hasta querer matarme porque no lo dejé casarse antes? Y luego los aprontes, Berger. Todo perfectamente listo para mañana, y desde hace meses. Y el disgustito… No se juega con las fechas de matrimonio, amigo… Sobre todo cuando es Nora quien se casa, y está desesperada por estas veintidós horas que le quedan de soltera… es decir, sin ser de usted.

Sólo veintidós horas… Me rendí.

No escapa a nadie que mi situación requería mil precauciones. Primero que todo, debía ponerme al corriente del estado de mi casa (desde la estación había volado directamente a ver a Campillo); de mis nuevas relaciones, de mi ambiente social de ahora, sin contar el punto más escabroso, que lo constituían Nora y su familia.

Con Campillo lo arreglamos todo en dos horas de trabajo. El pretexto del golpe sufrido para excusar mi desconocimiento total de todo, continuaba siendo el mejor. En unos cuantos días, atisbando detrás de mis ojos vagos, yo tomaría las líneas generales de mi nueva vida; y como tenía siempre a la mano el pretexto de la amnesia, no había pregunta, por disparatada que fuera, que yo no pudiera hacer.

Por lo que respecta a Nora, lo más prudente era hacerle saber enseguida mi contraste. Vendría corriendo a verme, yo la esperaría tendido en el diván, con una buena toalla en la frente. Campillo no debía permitirme hablar hasta pasado un rato para que tuviera tiempo de orientarme, especialmente con las personas que Nora podía arrastrar con ella. Concluidos, pues, los últimos toques de la escena, el telegrama de Campillo partió, mientras aquél me enteraba de lo que había pasado durante mi ausencia.

En cuanto mi amigo puede saber, el 24 de febrero de 1921 no se notó, ni notó nadie, en mí cosa alguna anormal, ni tampoco en los días que siguieron. Posiblemente dejé de visitar a la horrible mujer con quien me había comprometido. Posiblemente también me escribió una y mil cartas, hasta que me tendió un lazo para que fuera a verla. No es tampoco difícil que yo haya ido, y que después de oír las violentas recriminaciones de la furia, como quien oye llover, haya tirado el anillo a un rincón, y que yo haya salido con la espalda caliente de maldiciones. Tal vez hice yo todo esto, pero no me acuerdo de nada.

Desde principios del 21 a fines del 23 proseguí mi vida de siempre, sin un solo acto que se apartara de mi norma. Campillo recibió una carta mía del 21, fechada en Neuquén, y no notó el menor cambio en mis ideas o mi sensibilidad. Volví a menudo al Neuquén llevado por mis trabajos, y en mis estadas aquí en Buenos Aires, reanudé viva amistad con Campillo, que ya estaba de regreso. Pero tampoco me acuerdo de esto.

Parece que fue a principios de 1924 cuando se me ocurrió la idea de escribir. Huí de nuevo al sur, pero esta vez sin trabajo alguno, y regresé en diciembre del mismo año con los originales de Cielo abierto. Le pasé el manuscrito a Campillo, pero él no quiso leerlo, por estar convencido de que, después de los escritores de profesión, son los ingenieros y los médicos quienes escriben peor.

Publiqué el libro, y su éxito dejó atónito a Campillo. Los colegas de aquí callaron un tiempo; pero cuando del otro hemisferio comenzaron a llegar impresiones sobre mi libro, y a decir de mí lo que no se ha dicho de nadie desde los tiempos de Kant, el país entero quedó estupefacto. Cuanto hay en la especie humana de angustia y esperanza, yo lo había expresado en Cielo abierto. Puede ser, muy bien; pero yo no sé de ello una palabra.

Mi triunfo fue definitivo. En nuestro mundo intelectual se me hizo un lugar único, y sin volver yo a acordarme de diques, viaductos y mamposterías, entré de lleno en una actividad intelectual que no debía abandonar más. Así al menos lo creían todos, y yo el primero. Tuve que descender a dar conferencias, para que de este modo llegara a las damas algo de lo que en la lectura de Cielo abierto se les escapaba en total.

Al final de una de esas disertaciones subió hasta mí la familia entera de un acaudalado financista extranjero, radicada en América desde mucho tiempo atrás, que quería tener el honor de ver de cerca al autor de tal libro. Quien había arrastrado en verdad a la familia era su hija única. Campillo me dice que el entusiasmo de la joven por mi filosofía subía a sus ojos y latía en su pecho mientras me hablaba. Mutuas simpatías me llevaban días después a su casa, y de este modo conocí a Nora Strindberg. El resto: visitas asiduas, encuentros más asiduos aún, amor y demás, todo esto no se diferenció en lo más mínimo de lo habitual.

Y ahora la espero.

… Hace apenas un instante que se ha ido. Tengo todo lo que tenía hace una hora… ¡Y además una vida de felicidad ignorada, todo un año de amor desconocido, reconquistado en un solo beso!

… Siento su voz voluntariosa en el hall, arrollando al portero. Oigo sus preguntas ansiosas al médico, que en vano quiere detenerla al paso. La siento al fin sobre mí, y siento aún la frescura de sus manos en mis sienes, y el beso de su boca que me sacudió como una pila.

—¡Querido mío! ¡Julio! ¡Contéstame! ¡Campillo, dígale que me mire…! ¡Julio! ¡Mi amor!

Yo no debía permanecer sino el primer instante con los ojos cerrados. Y los abrí, cuando tenía a cuatro dedos de los míos los ojos anegados en angustia de una mujer a quien veía por primera vez, y que en ese mismo momento se extraviaban de pasión y felicidad al verme sonreír.

—¡Querido mío! ¡Ya pasó! ¿Qué tienes? ¿Un golpe…? ¡Y Campillo que no me decía nada! No es nada, ¿verdad? ¡Dime, Julio!

—Sí, de un golpe, Nora… Pero no es nada. Dentro de un rato estaré bien.

Y en voz más baja y lenta:

—¡Cuántas ganas tenía de verte…!

—¡Y yo a ti!

—Nora mía…

Como ustedes ven, yo me portaba pasablemente. Pero tras mis palabras cálidas yo analizaba fríamente aquel rostro desconocido, cuya mejilla abrasada había tenido, sin embargo, mil veces contra la mía.

—¿Pensaste mucho allá en tu Nora? ¡No, no levantes la voz! Dime bajito.

—Sí, mi vida… (Tiene las pestañas más densas de lo que parece en el retrato…)

—Y yo también. ¿Recibiste a tiempo el telegrama? ¡Pobre querido, qué golpe!

—Me caí… ¡Hacía tanto que no te veía…! (Debe quedar divina con las sienes más descubiertas…)

—Ahora sí, querido mío. ¡Juntos para siempre! ¡Toda tuya, siempre! Campillo, mamá: no miren. Otro beso, ligero, el último. ¿No te hará daño?

—Probemos… (Y si su boca es el Paraíso entreabierto, la humedad de sus labios y su seda interior…)

… Yo estaba mareado, y el corazón, tras un espasmo, me latía tumultuosamente. Mis últimos escrúpulos se habían volatilizado en la llama de aquel amor de un año que temblaba en sus pestañas caídas al tenderme la boca, y que yo reencontraba en un solo beso.

¿Qué más? El médico intervino al fin.

—No es nada de inquietud —dijo quitándome la toalla—. Una ligera conmoción, de la que no quedará rastro mañana. Lo único que quedará es una cierta confusión de recuerdos que ya lo ha molestado. ¿Quieren creer que no me conocía al entrar aquí? Se quedó mirándome como si nunca me hubiera visto.

La angustia de Nora renació, mientras la madre (no era difícil haberla conocido), miraba a todos con extrañeza.

—¡Qué cosa más rara! ¿No conoce a nadie, Berger?

—¡Mamá, a mí me conoció enseguida!

—Bueno fuera… Pero a mí, Berger, ¿me conoce?

—No mucho —me atreví sonriendo—. Hasta hace un momento no la reconocía…

—¡Qué raro! —comentó aún la señora—. Y si esto le pasa a él, con el talento que tiene, ¿qué sería de nosotros?

—Nos matan con seguridad —apoyó Campillo, muy satisfecho del giro que tomaban las cosas—. Si yo mañana no reconozco al señor Strindberg, voy derecho a un manicomio. Berger en cambio está facultado para hacerlo impunemente, pues el autor de Cielo abierto no puede regirse por las leyes de los demás hombres.

A la brusca evocación de mi libro, yo había sentido una ola de frío, un soplo de viento helado que barría mi alma. Y quedé mudo, el ceño contraído, en tanto que la digna señora concluía solemnemente:

—Tiene razón, Campillo. Su cerebro no tiene que darnos cuenta de lo que en él pasa…

Y me miró con maternal y hondo orgullo.

Yo estaba ya de pie, y Nora Strindberg tenía las dos manos en mis hombros, contándome a escape los mil y un preparativos para el día de mañana. Y cuando por fin se fue, con la promesa confirmada y sellada en un último beso, de que dentro de tres horas estaría en su casa, me dejé caer exhausto en el diván, con la cabeza entre las manos:

—Todo esto es absurdo, Campillo, horriblemente absurdo… Pero si no me caso con ella, me muero.

No he muerto, pues hace tres meses que Nora es mi mujer. Si la alegría del hogar, el amor extremo, el encanto de una hermosa criatura en nuestros brazos pueden constituir la felicidad de un hombre, yo soy feliz. Mi amigo tenía mil veces razón: jamás soñé yo una dicha como la que me tienden los ojos, los labios y el cálido corazón de mi Nora. Campillo me lo repite a menudo: y, cosa que honra a su carácter, creo que él, a la par de cien otros, deseó ardientemente este tesoro cuya llave Nora Strindberg me entregó palpitante.

Ahora bien: ¿qué continuación puede tener esta historia de un amor realizado en dos etapas por un mismo hombre, y cuya culminación dichosa gozo en este instante mismo?

Pero no soy feliz. Hay en este mundo un ser, un fantasma que exige y absorbe detrás de mi corazón, la mirada, los besos y el cálido corazón de mi Nora. Este fantasma es el autor de Cielo abierto. En balde me digo que él y yo somos una sola persona; pues de no ser así, mi esposa habría rechazado con los brazos, al día siguiente de casados, a un intruso que estaba robando un tesoro ajeno. Pero nunca noté la más vaga extrañeza a mi respecto. Fue y es siempre conmigo la misma viva ternura de la noche de bodas. No ha sufrido junto a mi corazón el menor desengaño. No ha sentido jamás el menor escalofrío de pudor al tener reclinada su alma en la mía.

Pero no soy feliz. Aunque he suprimido toda actividad intelecto-social, dondequiera que esté y adondequiera que vuelva los ojos, hay siempre dos personas detenidas que me miran, y una de las cuales dice a la otra disimulando la boca con la mano:

—Es el autor de Cielo abierto.

Cada correo de Europa me trae docenas de libros dedicados al maestro. Mi nombre está escrito una vez por lo menos en cada número de cada publicación trascendental. De veinte palabras que me dirigen, siete son infaliblemente éstas: «¿Cuándo nos da, maestro, otro Cielo abierto?» Y catorce veces más por día siento sobre mi virgen destino de antaño, el peso abrumador de mi fatal inteligencia.

He contestado a centenares de cartas de agradecimiento. Asisto a conferencias en facultades y centros intelectuales. Desempeño, en fin, del mejor modo posible, mi pesado papel de hombre de genio.

Difícil e idiota como es este disfraz, yo lo aceptaría gustoso si no estuviera de por medio la dignidad de mi amor. He mencionado ya el entusiasmo de Nora a la aparición de Cielo abierto. Sabe de memoria cuanto se ha dicho de mí, y colecciona en un magnífico álbum los miles de recortes sobre el extraordinario libro. Nunca mujer se sintió más orgullosa del talento de su marido. Es ella quien abre febrilmente las hojas de las revistas, y ella quien lee aprisa y salteando los interminables estudios sobre Cielo abierto. Y ella, en fin, quien corre radiante a enseñármelos.

En estas ocasiones yo estoy por lo común en el escritorio repasando mentalmente algún pesado cálculo de materiales. Y al quedar solo, voy a veces a tomar como un autómata un ejemplar de mi obra y lo abro en cualquier parte.

¡Imposible! Si hay en el mundo una cosa que no entiendo, ella es mi propio libro. A la segunda página ceso de leer, fatigado como si saliera de un ataque de gripe. ¡Mi propia obra! ¡Mis propios pensamientos! Puede ser. Hay en ellos un esfuerzo de genio como no vio el mundo después de Kant. Pero yo nada comprendo y me aburro desesperadamente con su lectura.

Un nuevo mes ha pasado. No soy feliz —lo he repetido hasta el cansancio. Y ella, Nora, tampoco lo es. Desde hace un mes me sube al rostro la vergüenza de esta monstruosa farsa, de esta nube de incienso que me envuelve al paso, me sigue y me adula como a un payaso genial. No salgo casi de casa; paso todo el día en mi escritorio con las puertas cerradas y la luz encendida, o acodado sobre mis viejos planos, con la tabla de resistencia a la vista. Bajo a comer, salgo un rato de noche a caminar, y esto es todo.

Pero, tras esta soledad sedante en que por fin me encuentro a mí mismo, siento que mi hogar y mi felicidad se derrumban. Nora me ha tomado entre sus brazos, desesperada:

—¡Julio! ¡Hace diez días que dura esto! ¡Dime qué tienes!

Yo la acaricio, helado:

—No es nada, Nora… Estoy enfermo…

Pero ella esquiva mis manos:

—¡No es cierto! ¡Julio, mi amor! ¡Pero qué te he hecho! ¡Cuatro meses que nos hemos casado y ahora…!

Y cae a sollozar su dicha perdida sobre los brazos del diván.

¡Pero, qué decirle! ¿De dónde sacar fuerzas para concluir de matarla y matarme, diciéndole que yo no soy sino un ladrón de gloria, y que lo que ella amó con pasión es un divino fantasma sobre la vulgar figura de un constructor de diques?

¿Y yo? ¿Merezco, acaso, esta amargura de aniquilar fríamente la felicidad íntegra y pura que hallé en los brazos de mi Nora? Debo hacerlo. Soy un enfermo, o lo fui durante seis años. Me he vestido tres meses de pavo real, disimulando bajo su rueda mis embarrados stromboot de ingeniero. Pero no puedo robar un amor que mi novia sintió por mí, con los ojos fijos en mi frente…

… Concluido, pues. Anoche —como lo hago desde hace un mes— yo recibí el correo y quité una por una las fajas. El correo era muy voluminoso. Hojeé todo lentamente frente al fuego —muy lentamente… Y al final llamé a mi mujer.

—Óyeme, Nora —le dije sentándola a mi lado—. Yo siento al igual que tú lo insostenible de esta situación. No podemos continuar así.

—¡Sí, sí! —murmuró ella ansiosa y feliz, tomándome las manos—. Ya no podía más. ¡Oh, Julio…!

Sus rodillas estaban en las mías, y su divino corazón se volcaba sobre mi pecho. Y sentí, en la firmeza de sus dedos y la humedad de su mirada, la inmensidad de lo que iba a perder. Pero ya estaba yo de pie; fui hasta la mesa y volví con un ejemplar de Cielo abierto.

—He aquí el motivo de mi actitud —le dije tendiéndole el libro—. Este libro lleva mi nombre. Pero yo no lo he escrito, Nora…

Por helada que estuviera mi alma y deshecho mi corazón, no me equivoqué respecto del espanto que expresaron los ojos de Nora.

—No —le dije con la sonrisa de un hombre muerto—. No lo he robado… Yo mismo lo escribí. Pero ahora —¿me oyes bien?— no sé nada de lo que he escrito. Nada recuerdo… No entiendo una palabra de lo que ahí dice. ¿No comprendes, verdad? Tampoco lo comprendía yo. Estuve enfermo… Campillo me lo explicó todo. Pasé seis años en un estado anormal, en el que yo era siempre yo, y no lo era, sin embargo… Entonces fue cuando escribí el libro. Nunca había yo escrito nada… Cuando volví en mí… cuando desperté de ese sueño de seis años… era el 2 de abril —concluí levantándome.

Angustia… nada más que intensa angustia había en los ojos de Nora.

—¿Tres días antes de…? —murmuró mirándome estremecida.

Yo no vi en su estremecimiento otra cosa que la repulsión con que me rechazan las más hondas fibras de su ser. Y proseguí, la boca y el alma desesperadamente amargas:

—Sí, tres días antes de casarnos… ¡Yo me pregunto ahora de dónde saqué tanta infamia para engañarte de este modo! Campillo me había ya informado de todo. Él me ayudó a continuar el engaño… Pero yo solo tuve la culpa. Vi tu retrato… Campillo me habló de ti… Después fuiste a verme… Lo único que debía haber hecho entonces —¡mostrarte al vivo el pobre diablo que yo era!— no lo hice. Me dejé engañar a mí mismo… Engañé a todos, por… por tu amor. Pero ya no lo hago más. Es tarde, no sé; horriblemente tarde… pero perdóname. A mí mismo, el hablarte ahora de esto, me cuesta tanto como a ti perdonarme… ¡porque te pierdo! Lo sé de sobra. ¡Autor de Cielo abierto! ¡Hombre de genio! ¡Ah, no! ¡Te aseguro que no! Jamás escribí una palabra, y menos sobre el destino de la vida. Mi vida la empleé en trabajar como un negro, y desde que tenía doce años… Lo poco que valgo, lo debo a mi voluntad de hacerme hombre… Y vuelvo a preguntarme de nuevo cómo pude engañarte, robar tu amor… Cómo se me ocurrió que podrías quererme por mí mismo, aunque no fuera un intelectual… Sí, alguna vez quise hablarte, decírtelo… Pero era una tontería hacerlo, ahora lo veo bien. ¡Te pierdo para siempre, lo sé! Perdóname, si tienes fuerzas para esto. Yo… yo me voy ahora para siempre.

¡Oh, no! Porque había allí una mano que acababa de tomarse de la mía; que se apoyaba en ella y Nora se alzaba hasta mí.

—¿A dónde te vas? —me preguntó con lenta angustia.

—¡Nora mía! —tuvo fuerzas para gritar mi corazón—. ¿Es cierto lo que dices?

—¿A dónde te vas? —repitió ella alzando sus dos manos a mi cuello, mientras su cuerpo venía a mí con rigidez de piedra.

¡No me fui, no! No fui sino a caer con ella en el diván, y a hundir la cabeza en sus rodillas mientras ella hablaba aún, me pasaba la mano por el cabello.

—No, no te vas… Eres mío… mío…

Y yo, desde la divina almohada:

—Nora… mi adorada Nora… Soy indigno de ti…

—Cállate… no hables.

—Sí, es cierto…

—¡Pst…! No hables nada…

Y con los ojos espantados aún, fijos en el fuego, pálida por la opresión de los sollozos que no podían subir:

—No hables… Mi querido… No te muevas… Mi amor…

«¿Se cree usted incapaz, tal como es, de hacerse amar de una mujer? ¿Qué sabe usted de la seducción que puede tener un hombre para una mujer como Nora?»

Estas palabras de Campillo se presentan nítidas al tener por fin a mi esposa entre mis brazos.

—¡Lo que me has hecho sufrir! —medita ella, aún en alta voz ante el fuego de la chimenea, que ambos contemplamos absortos; yo estoy sentado en el diván; ella está sentada… en el aire.

Yo agrego:

—¿No te pesará nunca haber perdido al autor de Cielo abierto?

—¿Quién? —dice Nora con cómica extrañeza—. No conozco a ese señor. Yo sólo conozco a…

Y lo que no concluyen sus labios, me lo dicen sus ojos y su boca en ansioso y oprimido secreto.

Y como si no fuera este testimonio bastante severo, Nora se levanta a tomar Cielo abierto, vuelve a mis rodillas, y con su brazo pasado tras mi cabeza, va rompiendo una por una las hojas del libro que arroja a las llamas, y que ambos miramos arder maravillados.

—Ahora —me dice juntando su brazo libre con el que me embriaga— ya murió ese señor…

—¿Y el público? —recuerdo yo sobresaltado—. ¿Qué dirá el público, que espera la aparición de otro Cielo abierto?

—¿El público? —responde ella; y con un delicioso mohín, en voz muy baja, y sobre mi aliento mismo—: Que espere…

Tiene razón Nora. Estoy ahora profundamente ocupado. El público… que espere.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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