Un Chantaje

Horacio Quiroga


Cuento


El diario iba tan mal que una mañana sus propietarios se reunieron en consejo, a fin de poner término a aquello. Los dueños eran también sus redactores, cosa bastante rara: cuatro muchachos sin rastros de escrúpulos, que habían obtenido a fuerza de elocuencia un capital de cien mil pesos, ahora en riesgo inminente de desaparecer.

La deuda —había pagarés de por medio— los inquietaba suficientemente. A pesar de esto no hallaron esa mañana nada que pudiera salvarlos, agotados ya como estaban los pequeños recursos lucrativos que ofrece un diario cuando sus redactores se deciden a ello. Resolvieron, sin embargo, sostenerse quince días más, mientras se buscaba desesperadamente de dónde asirse. Y de este modo, una mañana de ésas se presentó a la dirección un hombrecito cetrino, muy flaco, lentes con guarnición de acero y ropa negra, bastante sucia; pero muy consciente de sí todo él.

—Tengo una idea para levantar un diario; deseo venderla.

Los muchachos, muy sorprendidos, miraron atentamente al sujeto.

—¿Una idea?

—Sí, señor; una idea.

—¿Utilizable enseguida?

—Hoy mismo; mañana se obtendrá el resultado.

—¿Qué resultado?

—Cien mil pesos, fácilmente.

Esta vez los ocho ojos se clavaron en el hombrecito. Éste, después de mirarlos a su vez tranquilamente, púsose a observar los mapas que colgaban de las paredes, como si se tratara de todo el mundo menos de él.

—En fin, si nos quisiera indicar…

—Con mucho gusto. Solamente desearía antes un pequeño contrato.

—¿Contrato?…

—Sí, señor. Ustedes se comprometerían a no utilizar mi idea, si no les conviniera.

—¿Y si nos conviene?

—Mil pesos.

El negocio era bastante fuerte y difícil de ser adivinado, aun para los cuatro muchachos avezados en toda inextricable estafa. ¿Pero qué se arriesgaba? Si la idea era realmente buena, nada más justo que su autor obtuviera su parte; si era mala, no la utilizarían, desde luego, ni entonces ni nunca.

Así es que extendieron el siguiente compromiso:

Los abajo firmados se comprometen a no utilizar jamás en su diario la idea del señor X, si no la ponen en práctica al día siguiente de serles participada por el señor X, el cual percibirá la cantidad de mil pesos m/n, en el caso y momento de ser aceptada.

Llamose a testigos.

—Mi idea es ésta —dijo el sujeto sin apresurarse en lo más mínimo—. En la sección Necrología, en vez de la fórmula habitual, hacer esta pequeña reforma: «Fulano de Tal (Q.E.P.D.) Falleció el tanto de tanto, asistido…»

—¡Basta, basta! —lo interrumpieron, tapándole casi la boca—. Aceptamos. Es un caso neto de extorsión, un chantaje por el cual mereceremos cuatro tiros, pero aceptamos.

—Sí —apoyó el hombrecito sucio, con igual tranquilidad de ideas, palabras y mirada—. Es perfectamente un chantaje.

—¡Ya lo creo! Pero aceptamos.

Un cuarto de hora después el autor se retiraba con sus mil pesos. Sin embargo, discutiose aún la operación, aunque ella entraba en los más estrictos derechos del periodista. Mas los pagarés a vencerse era un porvenir mucho más negro que todo esto, y de este modo a la mañana siguiente se leyó en Necrología: «Juan Pérez (Q.E.P.D.) Falleció el 28 de mayo de 1906, asistido por el doctor Luis Ponce Zabaleta…»; «Luis Fernández (Q.E.P.D.) Falleció el 28 de mayo de 1906, asistido por el doctor Luis Ponce Zabaleta…»; «Pedro González (Q.E.P.D.) Falleció el 28 de mayo de 1906, asistido por el doctor Luis Ponce Zabaleta…»

Y así toda la fe de errata de cada muerto. Los muchachos habían tenido buen cuidado de comenzar con Ponce Zabaleta, médico que, por ser famoso y en consecuencia muy solicitado, perdía naturalmente más clientes. Era posible que los enfermos de Ponce, vivos aún, que leyeran esa sucesión de antecesores atendidos por su médico y fallecidos bajo su asistencia, era muy posible que soñaran enseguida con la muerte, disfrazada de Ponce Zabaleta.

Nada más penoso que esto: pero en ello residía la gracia del hombrecito sucio.

A las diez de esa misma mañana el portero hizo pasar a la dirección al doctor Ponce Zabaleta.

—Acabo de ver —comenzó con la voz un poco jadeante por las escaleras y la indignación— mi nombre en la sección Necrología, cer-ti-fi-can-do que yo he asistido a esos enfermos. Yo entiendo…

—Un momento, doctor —lo interrumpieron—. Nosotros entendemos que se trata de una simple información, completamente correcta y absolutamente veraz, desde luego, que no daña en lo más mínimo su reputación. No hemos hecho público nada oculto, ni siquiera disimulado. Su asistencia a ese enfermo consta en toda la familia, en todo el barrio, y nosotros no hacemos más que informar a una parte del público lo que ya sabe la otra mitad. Sentiríamos que le desagradara nuestra información, pero creemos haber hallado una verdadera novedad en el periodismo, que (estamos seguros) agradecerán nuestros lectores…

El doctor comprendió a dónde quería ir el caluroso orador. Miró a uno tras otro con hondo desprecio.

—Yo creo que eso se llama chantaje.

—Si usted da ese nombre a nuestra información, nosotros, visto el interés que usted tiene en ocultar defunciones, las llamaremos asesinatos. Cuestión de nombres; pero abandonar nuestro plan nos ocasionaría graves pérdidas.

—¿Y qué cantidad creen ustedes que perderían?

—Veinte mil pesos, seguramente.

—Dentro de dos horas estarán acá.

Y los pillastres replicaron con la misma historia a todos los médicos anunciados ese día, variando razonablemente la tarifa. La profecía del hombrecito sucio se realizó punto por punto. La ganancia ascendió a cien mil pesos, aunque, claro está, ese mismo día el diario desaparecía del mundo.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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