Venida del Primogénito

Horacio Quiroga


Cuento



I

Con la estación que había llegado, el cielo se apaciguó por varios días; y en los yermos plantíos a que trastornaron los chubascos sin fin, la mano del quintero puso un poco del orden que era necesario. Por el sol de los establos lejanos las jóvenes vaqueras cruzaban con ramas floridas; las brisas tornábanse livianas; los pavos reales --recobradas sus grandes plumas-- exhibían como reinas quietas su decorativa visión.

Y como la fecha de nuestros esponsales fuera ya algo fugaz, bajo el aire matinal en que tu cintura iba --como una asaz joven señora-- a buscar el apoyo de los grandes árboles, el nanzú de tus corpiños, los cinturones difíciles, las faldas oscuras que para mi comenzaban a ser sensatas, supuse que podrían muy bien ser las ropas de una mujer encinta.

II

Y surgieron las primeras entrevistas: Juana, la hermana menor, a quien el piano era grato; Estela, bien amada del padre, dormía con lámpara encedida; Doralisa, cuyas equívocas amistades atrajeron sobre sí la vigilancia materna; Perdigona, hábil en el manejo de la casa, era la mayor de todas.

Las cuatro hermanas, en compañía de la que debía ser mi esposa, me escuchaban como a un hermano mayor que hace preguntas sencillas. Y decía a Juana: «El piano es en verdad difícil instrumento». Y preguntaba a Estela: «¿No temes desvelarte con la luz encendida?». Y a Doralisa decía: «¡Ten cuidado, joven incauta». Y a Perdigona, hacendosa: «Difícilmente ¡oh Perdigona! se hallará precio a tus virtudes».

Familiar así a sus caracteres, unime con ellas en plácido cariño; de modo que la noche en que la iglesia fue para nosotros bien emocionante --vestidas desde temprano, Perdigona primero, luego Juana, después Estela, Doralisa última de todas, en el último cortejo--, las cuatro hermanas nos seguían. Nuestra casa de novios fue alegre mientras cruzaron sus maliciosas sonrisas. Y sólo yo con mi esposa hubimos de abrazarnos con ternura cuando --abiertos los sobres que nos dejaran las cuatro hermanas-- leímos en cada uno de ellos el nombre elegido para el que debía ser retoño de mi raza.

III

El señor obispo, amigo y protector de mi familia, nos favorecía con su amistad, y sus recuerdos prolongaban las veladas como una voz cordial que predica desde el lago: eran niños comulgados, a veces, cuyos labios gustaban la sagrada hostia; jóvenes campesinas que hicieron dos jornadas para ver al obispo en misión; tardes de piadosos besos, en que sus manos eran muy estrechadas, detalles múltiples que no siempre fueron puros. Y nuestro venerable amigo, inclinándose a mi oído, me contó como en una noche venial se sustrajo --nerviosas aún por las riendas de los grandes trotones que volvían de las carreras- a las manos áridas de una mujer en deseo.

IV

En pos de la primavera llegó el verano, y en esta estación, como en la bella fábula de La Fontaine, hice con mi esposa largo acopio para el invierno. Por los primeros días de abril, las cuatro hermanas venían a buscarnos y salíamos. Doralisa, ufana de mi brazo, establecía las distancias, y en el claro otoñal de las florestas me mostraba, riendo, la escasa vigilancia del guardabosque, enamorado como una mujer.

Luego, Estela huía de las alamedas demasiado umbrosas; la hermana menor y la mayor pescaban; Doralisa, despierta, reñía alegremente conmigo. El día deslizábase así, lleno de plácidas horas, hasta que mi voz llamaba al retorno, cuando Juana y Perdigona --recogidas las blancas enaguas-- subían a pie enjuto la húmeda vertiente. Y en los paseos aquellos para los cuales Estela, temerosa del frío, no abandonó sus cortas capas, justo es decir que mi esposa llevaba a nuestro primogénito en brazos.


Publicado el 4 de agosto de 2025 por Edu Robsy.
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