Antonia. Idilios y elegías

Memorias de un imbécil

Ignacio Manuel Altamirano


Novela corta



A Gustavo G. Gostkowski

Mi querido amigo:

El pobre muchacho con cuyo carácter diabólico tanto hemos luchado usted y yo, ha partido por fin hoy, resuelto a seguir nuestros consejos. ¡Quiera el cielo que ellos le curen y le libren de ir a un hospital de locos, o de arrojarse al mar, lo que sería para nosotros doblemente sensible!

Al despedirse, me encargó enviase a usted, pues se lo dedicaba, el consabido cuaderno en que ha escrito sus impresiones en forma de novelitas, a las que ha puesto un título digno de su extravagante numen: Memorias de un Imbécil. El bardo de esta aldea se permitió hacerlo preceder de otro un poco poético que escribió con letras grandes en la primera hoja. Si se decide Ud. a publicar eso en El Domingo, no vendrá tan mal, porque al menos los lectores tendrán una historia pequeña pero completa en cada número.

Además nuestro amigo dejó a usted su retrato: ¿para qué diablos lo quiere usted? He preferido regalarlo a mi vecina, que al leer el título del cuaderno que le enseñé derramó un lagrimón enorme, diciendo: ¡No era tan bestia!

Si los lectores repiten un elogio semejante, el miserable autor debe arrojarse al mar, ahora que van a presentársele las más bellas oportunidades.

Sabe usted que le quiere su afectísimo: P. M.

Mixcoac, Mayo 23 de 1872.

I

Even as one heat another heat expels,

Or as one nail by strenght drives out another,
So the remembrance of my former love
Is by a newer object quite forgotten
.

Shakespeare — The two gentlemen of Verona.

Decididamente voy a emplear el día escribiendo… ¿Y para qué? Nadie me ha de leer. Mi vecinita… Pero mi vecinita no hace más que dormir todo el día, y cuando suele despertar, tiene siempre los párpados cargados de sueño. Es seguro que al comenzar a recorrer estas páginas del corazón, abriría su linda boca en un bostezo preliminar del cabeceo más ignominioso para mí. ¿Quién piensa en la vecina?

No importa, debo escribir, aunque no sea más que para consignar en este papel los recuerdos que dentro de poco va a cubrir la negra cortina del idiotismo en el teatro de títeres de mi memoria. ¡Estoy aterrado! Anoche he soñado una cosa horrible… ¡horrible! Mi memoria, bajo la forma de una matroncita llorosa y agonizante de fatiga, se me presentó abrazada de la última joven bacante, a cuyo lado pasé horas deliciosas en México.

Todavía se hallaba ésta acicalada como en aquella famosa cena. Crujía su hermoso vestido de seda azul de larga cola, al recorrer ella mi cuarto solitario. Sentía quemar mis ojos con la mirada de aquellos ojos azules y cargados de un fluido embriagador. Aún escuché una voz suave, pero cuyo acento extranjero conocía… que murmuró en mi oído: ¡Despierta!

Y entonces mi memoria, inclinándose sobre el cuello blanco de la bacante, como una ebria, me decía…

— ¡Te abandono, me voy… abur!

Y desaparecieron.

Yo me senté en mi lecho y me puse a decir varias veces: ¿Es posible? con el mismo aire de asombro con que un chico se hace alguna pregunta en las Lecciones de Historia de Payno.

Después volví a dormirme; pero son las siete de la mañana y heme aquí despierto y pensando todavía si será posible que mi memoria se vaya, a pesar de que todavía recuerdo el sueño en que ella vino a decirme adiós.

¡Oh! ¡Simplezas… !

Sin embargo, es posible que yo pierda la memoria; tan posible como que don Anastasio Bustamante fuera presidente de la República por la segunda vez.

Entonces preparémonos: aún quedarán, lo supongo, algunos días, y pienso aprovecharlos, comenzando por el de hoy.

Un rayo de sol naciente penetra alegrísimo por la ventana abierta. Una oleada de aire fresco me trae el aroma de los árboles del parque vecino y el gorjeo de los pájaros que me importunaba otras veces. Todo me invita a levantarme y a trabajar. La campana de la aldea llama a los fieles a misa. Iré a misa, después hundiré mi cuerpo miserable en las quietas y cristalinas aguas del estanque. Dicen que el agua fría es un buen lazo para retener a la fugitiva memoria: luego, después de un desayuno frugal pero sano, me marcharé a recorrer los campos vecinos, y si es posible me entretendré en oír piar a los guinderos, rebuznar a los asnos del pueblo y mugir a las vacas que se dirigen a San Ángel. Recogeré también las flores del espino blanco y de la pervinca que se extiende humilde a orilla de los arroyos. Con esas florecillas haré un ramillete para colocarlo al pie del retrato de uno de los veinte verdugos que han torturado mi corazón y que conservo como una acusación palpitante de mi estupidez. Al volver del campo, almorzaré como un espartano y me pondré a trabajar, si trabajo puede llamarse a reproducir en algunas cuartillas de papel todos los disparates que me han amargado la vida. El trabajo sería olvidarlos completamente. Pero mi sueño, mi sueño me causa terror, y debiendo alegrarme por lo que él me prometía, he sentido al contrario un cierto dolor al considerar que pronto van a alejarse de mí aquellos recuerdos que me han hecho fastidiarme de la vida muchas veces. ¡Qué absurdo! ¿Es ésta acaso un capricho del carácter humano? ¿Hay cierta complacencia en recordar los sufrimientos? Ya había yo observado que los que han tenido una larga y penosa enfermedad se entretienen en referir a todo el mundo las terribles peripecias de ella; que los que han pasado largos años de prisión o han experimentado las negras angustias del destierro, se deleitan en referir a otros, o a sí mismos en sus horas de soledad, toda la historia de sus infortunios, de sus dolores físicos.

De seguro hay algo de amarga complacencia en recordar los tiempos desgraciados, cuando uno está ya libre de ellos.

Francesca, abrazando a su amante en las profundidades del infierno, deteniéndose delante del poeta para narrarle entre suspiros la historia de sus goces delincuentes, decía lo mismo, diciendo lo contrario.

He vuelto del campo, y la vista del cielo, y la soledad han avivado mi memoria.

II

Tenía yo trece años y vivía en un pueblecito de oriente, donde nací, y cuyo nombre no importa. Mi padre tenía algunas fanegas de tierra que sembraba cada año, un rancho pequeño y una huerta, con todo lo cual era pobre: primero, porque eso no produce por ahí gran cosa, y luego, porque se había propuesto ser benéfico, y mantenía a una legión de parientes haraganes que no le servían, si no es para consumir los escasos productos de su miserable hacienda.

Yo, que era hijo primogénito, constituía su esperanza, y, ¡pena me da decirlo! tenía ya trece años y era tan ocioso como mis parientes; y no es eso lo peor, sino que sentía grandes propensiones al far niente y a la independencia, dos cosas que nunca pueden unirse, si no es en el gitano o en el mendigo. Verdad es que sabía yo leer y escribir, de manera que tenía la educación más completa que puede recibirse en la escuela de aldea; pero eso no me servía sino para leer algunos libros místicos y una que otra novela que alguna vieja solterona me prestaba a hurtadillas, para pagarme así el trabajo de escribirle cartas que despachaba por el correo al pueblo vecino, donde residía un antiguo amante que venía cada tres meses a verla, y siempre de noche.

Esta amable señora, que había sido bonita, y que conservaba aún algunos rasgos que eran como el crepúsculo de su belleza que se ponía con rapidez, era mi confidente y mi amiga, y bien puedo asegurarlo, mi primera preceptora en las cosas del mundo, aunque debo hacerle la justicia de declarar que no me enseñó mas que algunas tonterías que ya había yo adivinado por instinto. Sus conversaciones, con todo, me parecían sabrosas. A esa edad, una frase manifiesta ilumina con un rayo de picardía la imaginación aún envuelta en las oscuridades de la inocencia infantil. Una reticencia acompañada de una sonrisa, es bastante para hacer pensar; y la sangre de la pubertad, que comienza a hervir, ayuda eficazmente al pensamiento.

Mi excelente amiga, revelándome algunas de sus aventuras, acabó de justificar las sospechas que una amatividad precoz me había hecho concebir desde hacía tiempo. Además, aunque lo contrario digan los defensores de las virtudes bucólicas, yo sé de cierto que la tierra de una aldea es la menos a propósito para cultivar por muchos días, después de la época de la dentición, las flores de la inocencia. ¡Se ven tantas cositas en una aldea!

Yo sentí, pues, al cumplir trece años, una necesidad irresistible de amar. Esta necesidad se explicaba por un humor melancólico y extravagante, por una opresión de pecho que me obligaba a salir de mi casa frecuentemente en busca de aire puro que respiraba a bocanadas, y por una constante y desenfrenada propensión a ver a las mujeres y a contemplar sus pies, sus brazos, su cuello y sus ojos.

Ya varias veces la mujer del administrador de rentas, que era una gordita muy risueña, había reparado con cierta complacencia en mi manera de mirarla fijamente; y aun la respetable esposa del alcalde municipal, jamona rechoncha que respiraba con estrépito y movía con alguna pretensión de coquetería su voluminosa persona, robustecida por la energía de sus cuarenta otoños, al ver una vez que examinaba yo su seno temblante y sus labios frescos y rojos, había fruncido el entrecejo murmurando:

— ¡Ha visto usted qué muchacho!

Ninguna mujer se escapaba de mis pícaros ojos; y en el tianguis, en la iglesia, en las procesiones, en las calles, siempre encontraba yo abundantes motivos para mis análisis y mis reflexiones. La blanca túnica de la adolescencia iba desapareciendo día a día, como si fuese una película de cera derretida por el calor creciente de mi corazón que, mariposa del deseo, comenzaba a revolar devorada por una sed inmensa.

Desde entonces comprendí que la aurora del amor es el deseo. Después he tratado en vano de convencerme, leyendo a los poetas platónicos, de que sucede lo contrario.

Puede que sea cierto, pero a mí no me sucedió así, y creo que a nadie le sucede; sólo que la hipocresía social y literaria impide que estas cosas se confiesen ingenuamente.

A pesar de mis aficiones, que me hacían grato el pueblo, yo prefería el campo, las montañas vecinas, las orillas de los ríos y el lago, y ahí gustábame contemplar las bellezas de la naturaleza, entre las que no me olvidaré de enumerar a las jóvenes labradoras que solían andar, como Ruth, medio desnudas, recogiendo mazorcas, ni a las lavanderitas o bañadoras que jugueteaban en los remansos, semejantes a las ninfas antiguas. Ahí comprendía yo la sensación de Adán al encontrarse con Eva; sólo que las evas que se ofrecían ante mis ojos no estaban consagradas a mí por sus creadores, y temblaba yo ante el riesgo de sufrir una paliza si me permitía con ellas las confianzas de nuestro primer padre.

Con todo, algo me decía que en esos lugares había de encontrar al fin el ansiado objeto de mis aspiraciones, vagas aún, de mis deseos aún no definidos, de mis esperanzas halagadoras. La sombra de la mujer amada, invisible todavía para los ojos, pero no para el corazón que la palpa en su pensamiento, suele pasearse así, de antemano, en los sitios que más tarde la suerte consagra en nuestra existencia.

Así se paseaba la sombra de Antonia entre aquellos sauces del río, entre aquellos nogales de la cañada, sobre aquella grama olorosa y menuda que cubría el llano como una alfombra de terciopelo.

Y ciertamente, ahí le vi por la primera vez.

Era una mañana del mes de julio, radiante y hermosa. Había llovido la noche anterior y los árboles aún sacudían de sus hojas brillantes las últimas gotas que los rayos del sol convertían en rubíes, en topacios y en amatistas.

Yo desperté con los pájaros, y sintiendo también la voluptuosa influencia del tiempo, salí al campo para ver los sembrados de mi padre y para pensar en mis sueños; porque después de algunas horas de insomnio, en las que había luchado con mis proyectos de independencia, me había dormido dulcemente, escuchando el ruido monótono del agua, y había soñado que abrazaba a alguien llamándola bien mío, precisamente como mi amiga la solterona me había referido que se llamaban mutuamente los amantes.

Así, meditabundo y predispuesto al amor, llegué hasta el pie de dos pequeñas colinas, enteramente cubiertas con los maizales de un labrador viejo y riquillo del pueblo, a quien apenas conocía yo. Entre una y otra colina serpenteaba un arroyo, entonces un poco crecido y pintorescamente bordado por dos hileras de amates y de sauces, cuyas copas formaban una espesa bóveda sobre él. En la cumbre de una de estas colinas había unas cabañas cómodas y de alegre aspecto; era un rancho, es decir, la habitación de la familia del labrador.

Yo quise pasar de una a otra colina y descendía al arroyo, deteniéndome un momento a la sombra de los árboles para observar el vado. De repente, vi aparecer del lado opuesto una figura que me produjo una especie de desvanecimiento: era una joven como de quince años, morena, muy linda, y estaba sola.

Se inclinaba para observar también el paso del arroyo, y por eso no pude mirar bien su semblante, pero sí vi lo demás. Levantábase el vestido lo suficiente para poder pasar sin mojarlo, y en esta desnudez, tan común en las vírgenes antiguas, pude admirar sus bellísimas formas. Un estatuario habría tenido deseo de reproducir en una Venus aquel pie pequeño y arqueado, y aquella pierna mórbida y blanca que parecía modelada por el cincel de Praxíteles.

Jamás había yo contemplado un espectáculo semejante, y aquél me enloqueció por la primera vez. Llegó por fin la hora del amor. Repuesto de mi emoción, di un grito, y la joven alzó la cara y me vio con sorpresa, pero ni soltó su falda, ni dio muestras de hacer gran caso de mí. Entonces pude examinarla. Era muy bella, tenía ojos negros como su cabello, hecho trenzas tejidas con flores rojas y amarillas. Sus labios eran bermejos y carnosos, y su cuello robusto y erguido le daba una cierta semejanza con la Agar y la Raquel, que había visto en las estampas de la Biblia de mi amiga la solterona.

Pero la muchacha no podía pasar; en vano había buscado una línea de piedras donde apoyarse para atravesar sin riesgo. La creciente de la noche anterior las había cubierto. El vado era profundo, y hubiera sido preciso hundirse hasta la cintura para llegar a la margen opuesta.

Entonces, un instinto que más tarde había de desarrollarse en alto grado, me inspiró mi primera galantería. Me eché al río, y en un momento estuve al lado de la hermosa niña que me vio llegar sonriendo.

— ¿Qué quieres hacer? —me preguntó.

En los pueblos todos los muchachos se tutean.

— Vengo a ayudarte a pasar el arroyo —le respondí.

Tenía yo miedo de que ella rehusara mi auxilio, pero con gran contento mío repuso:

— Pero ¿me aguantarás? Yo peso mucho.

— No, ¡qué vas a pesar! Tan delgadita y tan ligera.

— Sí, pero tú eres más chico que yo.

— No, mira, te llevo lo menos una cuarta, y además, soy fuerte.

— Bueno, pues ahora verás, voy a abrazarme a tu cuello; tú me cargarás, tomándome de la cintura y de las piernas, y así no nos caeremos; si el vado está más hondo, me subes más, y aunque me moje los pies y las pantorrillas, no le hace.

Y diciendo y haciendo, la linda muchacha me abrazó y pegó su rostro contra el mío, y sentí su aliento fresco y puro soplar en mis mejillas, y aun toqué con mi labio uno de sus hombros, redondo y suave. Yo la tomé de la cintura, que enlacé perfectamente con uno de mis brazos, mientras que con el otro abarqué las piernas dejando colgar sus pies a la altura de mis rodillas.

Y me lancé al arroyo y temiendo caer con carga, porque sentía golpear la sangre en mis sienes y desfallecer mi corazón. En medio del arroyo vacilé y me detuve para no caer. Entonces ella me apretó contra su seno, y me dijo riendo y juntando su rostro con el mío:

— ¡Cuidado! ¡Cuidado! me vas a tirar.

Esto, que pudo acabar de perderme, me hizo cobrar fuerzas y llegué a la orilla opuesta, donde ella se apresuró a saltar y a sentarse sobre la yerba, no sin arreglarse antes el vestido. Yo me puse a contemplarla extasiado. Tenía dos lunares en las mejillas y uno sobre el labio superior.

Decididamente, era linda.

— Ven, siéntate, me dijo, y luego subiremos a donde está la casa. ¿Por qué me ves así?

— Porque eres muy bonita —le respondí tartamudeando.

— Pero, qué ¿no me conoces?

— No, o puede ser que te haya visto, pero no como estás ahora.

— Ya lo creo, aquí ando en el campo, pero me has de haber visto en la iglesia o en la plaza, con mi madre, sólo que llevo allá mis vestidos de fiesta y me tapo la cara con mi rebozo porque así me lo mandan. Yo sí te conozco bien y te he visto muchas veces.

Después he podido notar en el largo curso de mi vida que siempre que una mujer que nos agrada y a quien amamos nos dice que nos conoce y que nos ha visto, nos causa un intenso placer. Con esto nos indica que no le hemos sido indiferentes, puesto que se ha fijado en nosotros. Algunas coquetas usan este recurso aun cuando no digan la verdad, y hacen bien, porque pocos hombres dejan de ser sensibles a semejante homenaje.

— ¿Me has visto?, y ¿en dónde?

— Te he visto en la casa de doña…

Esta es otra galantería sabrosa. Decirle a uno que le han visto con una mujer, aunque esa mujer sea una vieja, es manifestarle un interés que casi provoca una confidencia. Yo apelo para confirmar esta verdad, a todos los hombres.

— Sí —añadió— te he visto platicando con ella en la ventana, y te conozco mucho, te llamas Jorge.

— Es verdad, y tú ¿cómo te llamas?

— ¿No lo sabes? Me llamo Antonia.

— ¡Antonia! —repetí muchas veces con fruición, como siempre que se repite el nombre de la mujer querida. Ella se levantó, y cogiéndome de la mano, me indicó que la siguiera.

— Pero —le dije deteniéndome—; ¿no estará tu padre o tu familia allá arriba?

— No hay nadie —me contestó—, mi padre se ha marchado con mi madre esta mañana al pueblo; mis hermanos están trabajando en el maizal, y yo voy a prepararles el almuerzo. Ven y te daré de almorzar.

La seguí.

Llegamos a las casitas, y ahí ella hizo lumbre, yo me puse a soplar; y mientras ella preparaba rápidamente un asado de gallina, huevos y un jarro de leche, y amontonaba en una gran jícara pintada de verde, olorosas y provocativas frutas, yo arreglé, también por indicación suya, algunos platos que colocamos después en un canasto. Una vez que todo estuvo dispuesto, almorzamos ella y yo alegremente.

Parecía que éramos amigos hacía diez años. No me acuerdo de cómo le declaré mi amor, y lo siento, porque aún hoy me divertiría con las bestialidades que debo haberle dicho; ni recuerdo tampoco si ella se puso colorada, si sonrió o frunció las cejas; en fin, se ha perdido, entre las nebulosidades que envuelven a veces los más grandes momentos de la juventud, esta escena; pero sí me viene a la memoria, lúcidamente, lo que ella hizo después. Me abrazó y me presentó una mejilla que yo devoré a besos. Poco a poco fui acercándome a la boca, pero ella al sentirlo retiró el semblante y me dijo con alguna solemnidad, en que había ya una tremenda coquetería:

— No, déjame; eso será después…

¡Ah! la niña de aldea era en esto, como en muchas cosas, igual a la mujer de corte. Un hombre se impacienta y quiere apurarlo todo de una vez. Una mujer tiene energía para enfrenar sus deseos, y no se concede sino por grados, aun a costa de sus propios tormentos. ¿Es cuestión de virtud, de vanidad, de expectación, o simplemente un artificio? Quién sabe; pero si hay en ello una dosis de cada una de estas cosas, entiendo que de la primera la dosis es pequeñísima.

— ¿Te casarás conmigo? —me preguntó Antonia, cargándome la canasta con el almuerzo.

— Sí me casaré; si no me casara yo contigo, me moriría.

A los trece años, y aún a doble tiempo, promete uno casarse con todo el mundo con una facilidad asombrosa, y lo peor es que suele hacerla como lo dice. A los trece años también, cree uno que si no le dan a la muchacha que le gusta, puede morirse. No es sino más tarde cuando llega uno a comprender que de amor no se muere jamás, a no ser que se haya interesado el orgullo.

Cuando bajamos al arroyo, lo encontramos ya muy disminuido, y pudimos atravesarlo fácilmente; pero al llegar a la otra orilla, Antonia, tomando la canasta, me dijo:

— Ahora sí, no conviene que nos vean juntos; anda, vete, y no le digas a nadie lo que hemos hecho, porque mi padre me pegaría, y haría que tu padre te pegara también. Esta noche dormiremos en el pueblo, me irás a ver por la cerca de mi casa, y saldré a hablarte. No hagas ruido al arrimarte, porque hay perros, y además mi padre tiene el sueño ligero. Mis hermanos duermen aquí.

La aldeanita me daba una instrucción completa. La mujer de la ciudad, la mujer de mundo, hace lo mismo. Observad que es ella siempre la primera que legisla, sea joven o vieja.

El hombre no ejerce la dictadura sino después, a no ser que sea un papanatas, porque entonces se quedará en eterno vasallaje, y cuidado, que no será ya en su provecho, sino en el de otros.

Antonia se puso a mirarme amorosamente, me ofreció otra vez su mejilla sonrosada y aun sus lunarcitos, y me dijo adiós tomando con ligereza un sendero que se ocultaba a pocos pasos entre las cañas del maíz.

Yo me quedé abatido, y por la primera vez también comprendí lo que era ese horroroso desierto que se hace en derredor nuestro cuando se ausenta la mujer amada. Parecía que me había quedado sin alma y sin aliento; que el arroyo estaba inmóvil; que los árboles no tenían vida; que el cielo no tenía luz, y que mi casa, mi padre, mi madre y la aldea entera, no eran más que vanos fantasmas. Aquella joven se había llevado mi mundo.

III

Pasé aquel día soñando y rumiando las sensaciones que había tenido en la mañana. Como mi familia estaba acostumbrada a las excentricidades de mi carácter, no paró la atención en aquella agitación extraña de que me sentía sobrecogido, ni en aquel aparente mal humor que me hacía permanecer obstinadamente callado. Por otra parte, yo procuré estar el menor tiempo posible en mi casa, y según mis inclinaciones, volví a salir al campo, sólo que esta vez tomé un rumbo opuesto a aquél en que se hallaba el lugar querido en que había pasado mi primera escena de amor.

Me dirigí por las escarpadas orillas de otro riachuelo a una montaña vecina. Tenía deseos de estar absolutamente solo, y de entregarme a mis pensamientos en el silencio de los bosques. En pocos momentos comencé a trepar por las rocas, y fui a escoger una punta desde donde podía dominar el pueblo, y el hermoso y pequeño valle en que está situado, y que verdegueaba entonces con los sembrados, divididos simétricamente. A mi lado y a mi espalda se extendían grandes y espesos bosques de encinas y de pinos, en los que reinaba un silencio solemne, apenas turbado de cuando en cuando por el blando rumor de las hojas agitadas por el viento suave del mediodía.

A mi frente y abajo de mí, tenía el pueblo y el valle. Muchas veces había contemplado este mismo panorama, pero jamás me había parecido tan bello. Era que faltaba algo que lo animara a mis ojos.

Entonces me pareció encantador. Y realmente mi pueblo era bonito. El caserío era humilde, pero gracioso; la pequeña iglesia, que a mí se me figuraba el edificio más gigantesco del mundo, tenía dos torrecillas pardas, que juntamente con la fachada, en que había dos ventanas laterales y una puerta aplastada y deforme, daban al conjunto un cierto parecido a la cabeza de un burro en estado de meditación. A orillas del pueblo y por todos lados, había huertos, y allá al Oriente se extendía, coqueto y azul, un lago formado por las vertientes de las sierras que se levantaban en círculo en derredor del pueblo.

Aquel día, el pueblo, el lago, las llanuras, los trabajadores que en grupos veía entre las sementeras, los ganados que pastaban en los ejidos y que estaban divididos de aquéllos por una gran cerca de piedra, que se extendía serpenteando entre los arroyos, todo me parecía iluminado con una nueva luz. Había alma en ese cuadro antes mudo. Si alzaba la cabeza para contemplar el cielo, lo veía azul, radiante y risueño, con sus nubecillas blancas y transparentes que se tendían en el espacio formando figuras caprichosas.

Yo sentía que se elevaba por todas partes un himno melodioso y solemne, que despertaba en mí sensaciones desconocidas.

¡Ay! El himno se elevaba dentro de mi propio corazón. El amor es un sol que anima con sus rayos todo lo que se halla en derredor nuestro, y a cuyo contacto todos los objetos, semejantes a la antigua estatua de Memnon, producen un sonido armonioso.

Yo amaba, y eso era todo.

Después de mi primer arrobamiento en aquella soledad, mis ojos se dirigieron, como es de suponerse, hacia el lugar en que aún estaba Antonia, hacia aquellas dos pequeñas colinas que apenas se distinguían entre el mar de esmeralda del llano.

Apenas las había distinguido, cuando me acometió el irresistible deseo de volar a aquella parte, y sentí no tener alas para hacerlo con la rapidez del pensamiento, y aun envidié a las águilas, que levantándose en enormes espirales, dominaban majestuosamente el espacio que cubría aquel lado del valle.

Sin embargo, y a pesar de la distancia y de la hora, bajé de prisa de mi peñasco, y con la ligereza de mi edad y de mi organización de montañés, me puse en el instante en la llanura y tomé una vereda que debía conducirme en la dirección de las deseadas colinas.

El sol declinaba ya, cuando llegué al gran camino que conducía de aquellos lugares al pueblo, y fui encontrando a numerosos trabajadores, que con sus instrumentos de labranza se dirigían a sus hogares, aunque no era muy tarde.

Avancé, no sé si con temor de encontrar a la familia de Antonia, pero sí arrastrado de un frenético deseo de volver a verla, como si aún dudara de que existía, y necesitara contemplarla de nuevo para convencerme de que la entrevista de la mañana no había sido un sueño de mi fantasía juvenil y ansiosa.

De repente, y al dar vuelta a un recodo, oí voces y me detuve, porque el corazón me palpitó de una manera terrible. Tuve necesidad de apoyarme en el débil tronco de un arbusto para no caer desplomado.

No tardó en aparecer un grupo. Por delante, y montado en una gran mula venía el viejo padre de Antonia, labrador robusto y frescote que a pesar de sus sesenta años presentaba un aspecto bastante vigoroso. Estaba vestido como los labradores y rancheros riquillos; con su zamarra de cuero rojo adornada con agujetas de plata, calzón corto de panilla azul, botas de campana, también de cuero rojo, y mangas de paño azul cruzadas en la silla y forradas de indiana de grandes flores. Detrás de él venía la madre de Antonia, gruesa matrona de cincuenta años, pero que montaba muy lista una yegua de pasito. Y al último apareció Antonia, que montaba una jaquita muy ligera, trayendo en las ancas a un hermano pequeño. A pie y a los lados caminaban dos mancebos, trabajadores en el maizal.

Antonia estaba vestida como en la mañana, sólo que venía calzada con zapatos bajos de mahon verde, lo que hacía encantador el piececito que pude ver posado en el estribo. Traía la cabeza descubierta y flotando sobre sus hombros sus cabellos ensortijados y negros. Platicaba con sus padres y reía alegremente.

Al distinguirme medio cubierto por el arbusto, la mula del viejo, pajarera como lo son la mayor parte, se detuvo, y aun se hizo atrás con cierta brusquedad; el viejo arrugó las cejas, clavó sus grandes espuelas de rodaja con campanillas en el vientre del estúpido animal, y siguió adelante, no sin echarme una mirada de curiosidad.

— Parece loco ese muchacho —dijo a su mujer que me contempló a su vez.

Yo no veía sino a Antonia. Esta, sin embargo, pasó delante de mí en su jaquita ruborizándose imperceptiblemente, pero sin dirigirme siquiera una mirada. El muchacho, su hermanito, me arrojó una fruta silvestre, y se cogió riendo de la cintura de Antonia.

Yo no pude caminar más; y ¿para qué? Quedéme triste otra vez y más aún que en la mañana, porque ni había tenido el consuelo de ser gratificado con una sonrisa por mi amada. Ella se había visto obligada a disimular, evidentemente, pero a mí me pareció desprecio el disimulo. ¡Necio de mí! Desde entonces, y a pesar de mi conocimiento del mundo y de las mujeres, y de la necesidad en que se ven las pobrecillas de cubrir sus sentimientos bajo la impasible máscara de la serenidad, yo no he podido acostumbrarme a su disimulo, y siempre me hace mal. Figúraseme que tienen el deber de publicar por todas partes su amor, y que deben anteponer mi satisfacción a todas las consideraciones sociales. ¡Impertinencia del orgullo! El caso es que a todos los hombres nos sucede lo mismo, y que amamos siempre más a la mujer que, atropellando todo, nos hace dondequiera que nos encuentra una distinción, aunque la comprometa. No es sino en circunstancias muy especiales cuando preferimos el más profundo misterio, y nosotros mismos, menos aptos para disimular, las ayudamos con todo nuestro esfuerzo a enmascarar su semblante.

Aquella mañana había tenido mi primer goce amoroso; aquella tarde también tuve mi primera contrariedad, y cuando el sol acabó de trasponer las montañas y me vi obligado a volver al pueblo, ya inclinaba yo con inquietud la frente y sentía en mi corazón la primera gota de amargura. Veía acercarse la noche con impaciencia, pero abrigaba ya el mal pensamiento de hacer sufrir un poco a Antonia por aquel disimulo que, a pesar mío, no podía perdonarle.

IV

En efecto, sonó el toque de oración en el campanario del pueblo, en una de aquellas torres que parecían orejas de asno. Yo acompañé a rezar hipócritamente a las personas de mi casa; después comí de mala gana la colación de la noche, y al oír la queda fingí recogerme, pero me salí calladito de mi casa y me dirigí por el camino más corto, a la de Antonia, a tiempo en que el pueblo entero dormía y el silencio no era turbado mas que por el ladrillo de los perros. Ya se sabe que en los pueblos del campo, la gente se acuesta a la misma hora que las gallinas.

De puntillas, y conteniendo la respiración por miedo de los perros y del viejo de la mula, que se me figuró formidable para dar una paliza, me arrimé junto a la cerca de la casa patriarcal donde vivía Antonia, allí esperé acurrucado que ella saliera a buscarme.

Tenía yo un miedo atroz; ese miedo hace siempre muy voluptuosas las entrevistas; es la mostaza del manjar que se devora ansiosamente después. En tales momentos, el hombre es el débil, la mujer es la que tiene la fuerza protectora de su parte. No se tranquiliza uno hasta que no la ve.

Yo esperé una hora, lo menos. La noche estaba oscura; en la casa no se veía ya una sola luz. Aquella gran cabaña, con sus anchos camarines, sus trancas y sus árboles y flores, me causaba terror. Dentro de ella dormía el viejo de la mula que me causaba el efecto de un ogro.

Cuatro perros, que me parecían una legión entera de diablos, dormían acurrucados por allí cerca, y cada gruñido que se les escapaba en su sueño o al menor ruido de las bestias que había en la cuadra, me hacía saltar el corazón.

¡Qué difícil se me figuró aquella entrevista! ¡Cómo me pareció blando y tranquilo el lecho que había abandonado en mi casa por andarme arriesgando en aquellas aventuras peligrosísimas! Sentí que el amor era una cosa muy mala, puesto que tenía uno que esconderse así de las gentes.

Pero un rumorcillo, que apenas distinguió mi oído alerta, hizo circular mi sangre apresuradamente; el corazón me ahogaba.

Me pareció escuchar que se abría quedito una puerta y que se volvía a cerrar lo mismo. Luego distinguí entre las sombras un bulto que andaba cautelosamente, después los perros gruñeron, pero volvieron a callarse, el bulto se dirigió por el lado en que yo estaba, y se detuvo y percibí que me hacían con los labios:

— ¡Pst! iPst!

Yo respondí de la misma manera y entonces el bultito corrió apresuradamente hacia mí.

— ¿Jorge?

— ¿Antonia?

— No hagas ruido; mi padre ha estado malo de la cabeza y no ha podido dormir bien. Creí que no vendrías.

— ¡Cómo no! —contesté—; y mira, pensaba yo no venir porque estaba yo sentido. Ni siquiera me viste hoy en la tarde.

— ¡Ah! ¿Cómo querías que te viese? ¿No iban allí mi padre y mi madre? ¡Dios me libre de verte y de hablarte delante de ellos! ¿Y por eso te enojaste?

— Por eso.

— ¡Tonto!

Y diciendo esto, la muchacha me abrazó con ternura. Yo me desenojé, la enlacé al cuello los brazos y le di muchos besos. Volví a insistir en mi deseo de besarle la boca. Pero ella se apartó bruscamente y me dijo:

— No; todavía no, todavía no.

— ¿Pues hasta cuándo?

— Hasta que seas mi marido. Mi madre dice que no se debe uno besar la boca hasta que sea casada, porque si no, peca uno.

— ¿Y por qué?

— Yo no sé, pero peca uno.

— Pues mira, será pecado, pero yo tengo muchas ganas de hacerlo.

— ¡Jesús! ¿Quieres condenarte? ¿No ves que es el diablo el que te da esas ganas?

Antonia se puso seria. Yo callé: a esa edad, en ese pueblo, con aquella educación y a semejante hora, tal argumento me parecía poderoso. Pero debo decir en descargo de mi conciencia, que se me figuraban más terribles los perros, y sobre todo, el viejo de la mula, que el diablo. Así es que aguardé un poco. Mientras, abrazaba a la joven que se había sentado sobre la cerca y junto a mí. Tal aproximación me incendiaba, y no sabía yo, lo digo candorosamente, lo que deseaba y lo que quería hablar.

— Oyes —me preguntó Antonia—, y qué ¿quieres mucho a doña Dolores? —Así se llamaba mi amiga la solterona.

— Sí la quiero —respondí—, platica conmigo mucho y me hace regalos.

— Es mi madrina de confirmación —me replicó— y no la voy a ver porque mi padre está enojado con ella; pero si tú quieres iré allá seguido, para que nos veamos con más segundad, y así será mejor.

— ¡De veras! —contesté alborozado—, como ella vive sola, podemos vernos en el patio, en la huerta, en la sala, cuando ella vaya a visita o esté rezando, y así estaremos mejor.

— Pues hasta mañana —me dijo, y abrazándome, buscó mis labios con los suyos carnosos y ardientes, y los oprimió de tal modo, que temí desmayarme. ¡Tal fue la sensación que experimenté y que jamás había adivinado! Ella también se puso como temblorosa y se quedó callada y respirando con dificultad. Yo me repuse primero, y le dije:

— ¡Qué te pasa!

— Quién sabe —respondió—; déjame.

— Y ¿el diablo?

— ¡Ah! —dijo bajándose de la cerca— ¡El diablo! ¡De veras! ¡Jesús! Hasta mañana, hasta mañana.

El acento burlón con que Antonia hizo estas exclamaciones, me hizo comprender desde entonces que las mujeres no convierten sus escrúpulos en fantasmas sino para darse el gusto de reírse de ellos en la primera ocasión.

La muchacha corrió a meterse en su casa: los perros la conocieron y no hicieron ruido; pero yo, todavía agitado por aquel beso terrible, no puse mucho cuidado al bajarme de la cerca de piedras; rodaron algunas, y los perros que no necesitaban tanto para confirmar sus atroces sospechas, se dirigieron hacia mí como demonios, ladrando furiosamente. El terror me volvió con toda su fuerza; fié a mis piernas mi salvación, y corrí como un desesperado; pero los perros me alcanzaron y tuve que arrojarles mi sombrero para satisfacer su rabia. Llegué a mi casa jadeando y medio loco; pero una vez acostado y después de saborear todavía el dejo punzante y desconocido de aquel beso, me dormí, no sin dar terribles saltos a cada momento soñando que los perros afianzaban mis pantorrillas.

V

Si es verdad que el amor florece muchas veces mejor a la sombra protectora de un confidente, también es cierto, por desgracia, que otras, y son las más, se marchita y muere pronto. Es difícil hallar un amigo desinteresado que no venga con su influencia a envenenar el sentimiento que se nutre con la savia de dos corazones puros.

Antonia y yo pensábamos encontrar en la casa de la solterona, mi amiga, un santuario para nuestro amor naciente. Yo creí encontrar en ella una protectora, puesto que había yo sido el depositario de algunos de sus más caros secretos.

Pues bien, Antonia y yo nos engañábamos.

Al día siguiente de nuestra sabrosa entrevista nocturna, la muchacha fue a visitar a su madrina, y pasó en su compañía la tarde. Yo me hice el aparecido también, con cualquier pretexto, y fingí no conocer a mi amada, a quien contemplé, sin embargo, con mucha atención, entablando con ella una de esas conversaciones de muchachos, que establecen desde luego una gran intimidad.

Antonia estaba más bonita que nunca aquella tarde, pues se había puesto muy maja, y aún su madrina le elogió su belleza creciente y su lindo traje aldeano. Antonia estaba ligeramente pálida, y bien se conocía que había dormido mal. Era claro; debió haber sentido las mismas novedades que yo, después de nuestro coloquio sobre la cerca de su casa.

Ese día, sin embargo, ni la solterona tuvo nada que observar de extraordinario en nosotros, ni le dimos tampoco motivo para alimentar una sospecha, pero Antonia siguió visitándola asiduamente, y daba la casualidad de que yo concurría a la casa a la misma hora, y que me retiraba pocos momentos después de que Antonia había partido.

La joven alegaba como pretexto para sus frecuentes visitas, el cariño que tenía a su madrina; pero ésta era demasiado perspicaz para no ver en aquella ternura inesperada un motivo diverso. Además, estudiaba nuestros ojos, que se buscaban a cada instante; que se inflamaban con la llama del amor, que entablaban entre sí esos diálogos que los amantes inexpertos creen indescifrables, pero que son claros, clarísimos, para quien ha usado de ellos durante veinte años.

Dolores adivinó fácilmente lo que había entre nosotros, y dejándonos solos varias veces a fin de tendernos un lazo, en el que caímos por supuesto, pudo cerciorarse de nuestra intimidad. Nunca quiso sorprendemos, porque eso no le convenía; de modo que nosotros nos avanzamos hasta a creer que nos protegía decididamente, y le tributamos por ello una candorosa y sincera gratitud.

Sin embargo, ella parecía preocupada frecuentemente, y algunos días su mal humor inmotivado me causó una viva impresión. Antonia me confió por su parte, que varias veces la había recibido con extraña frialdad, a la que había seguido luego un arranque de afecto entusiasta. Atribuimos, como era natural, esta variedad de humor, a los cuidados y pesares que debía tener una señora como ella, que se permitía conservar relaciones amistosas con un amante que venía a verla cada mes como un fantasma, y que partía a la media noche galopando en un caballo negro, como lo había yo visto muchas veces.

Siempre al otro día de cada una de estas entrevistas tenebrosas, la solterona padecía jaquecas y nos hablaba poco; y aunque es verdad que esto no solía prolongarse por mucho más tiempo del acostumbrado, nosotros queríamos creer que no había otras causas que las ya mencionadas.

Y seguíamos confiados cada vez más en nuestra intimidad, a la que debía yo diariamente nuevas concesiones que no traspasaban, sin embargo, los límites de la inocencia infantil.

Antonia era menos candorosa que yo, pero era candorosa; y a los quince años, aunque presentía todas las exigencias que puede tener el amor, no las conocía, ni yo que era menos instruido que ella podía hacérselas comprender. A los trece años se hace más comúnmente el papel de Pablo que el de don Juan, y he ahí precisamente en lo que consiste la desgracia de los amantes muy jóvenes, y lo que hace insípido, soso y deleznable el primer amor.

La niña busca un preceptor en su amante. Sólo cuando ha llegado al otoño de su vida amorosa, gusta algunas veces, como Calipso, de encontrar un educando; pero esta afición extraña acusa infaliblemente un estado de decadencia en la mujer. La vieja, desdeñada ya por los Ulises, se refugia en los Telémacos. Es la peor desgracia que puede acontecer a una mujer galante. Pero, lo repito, la jovencita busca el atractivo punzante de lo desconocido; y como el inocente que ha prendado su corazón por la primera vez no puede ofrecérselo, ella espera siempre con inquietud al que vendrá en seguida; es decir, al perito en las cosas de amor. De manera que un primer amante joven es siempre un interino.

Entonces lo supe, bien a costa mía.

Tenía yo en contra esta circunstancia, y además otra no menos poderosa y que descubrí con terror, cuando no podía evitarla ya. La solterona, nuestra mentida protectora, me quería. Había entrado ya al maldito período en que las mujeres sienten con la llegada de su invierno un deseo insensato de rejuvenecerse. En tal momento, ¡ay del polluelo que se halle al alcance de una cotorra!

La mía tenía un amante, es verdad, pero éste no la encontraba ya ni bella, ni amable seguramente. Dolores lloraba, pasaba días enteros hundida en el tedio y en el desaliento; había agotado inútilmente todos los recursos con que una mujer experimentada y sagaz cuenta siempre para retener a un hombre. Pero el espectro aquel que apenas habíamos entrevisto algunas noches, se le iba de los brazos, y las últimas entrevistas eran los adioses de un amor fatigado.

La cotorra se resignaba a pesar suyo, y pensó en mí.

¡Pensó en mí! Y todas sus cavilaciones tuvieron desde entonces por objeto desbaratar el frágil castillo de mis amores inocentes con Antonia. No era muy difícil la empresa, y la casualidad ayudó maravillosamente a la solterona.

VI

Era el mes de octubre del año venturoso de 1847, y algunas tropas del ejército se retiraban a los Estados, orgullosas y satisfechas de dejar la capital en poder de los yankees, que no debían desocuparla, sino en virtud del Tratado de Guadalupe que les dio media República.

Acertó entonces a pesar por mi pueblo una cursi brigada mandada por un generalote de aquel tiempo, de los más allegados a Santa Anna, y que en unión de tan famoso capitán había hecho prodigios de valor en la campaña contra los americanos. Era el tal, a lo que pude juzgar en aquella época, uno de esos espantajos del antiguo ejército, que fueron por mucho tiempo el coco del pueblo bobalicón, y que debía sus ascensos, a lo que he averiguado después, a los gloriosos títulos de haber dado el ser a una hermosa joven que el dictador encontró digna de su gracia. Ya se sabe que en las administraciones de Santa Anna esto no era un caso raro, y que numerosas bandas rojas y verdes fueron ceñidas a los talles de hermanos y papás por las manecitas blancas de varias niñas, cuyos nombres asentó en sus registros el implacable lápiz de la maledicencia pública.

Pues bien, mi general, el que pasó con gran pompa a la cabeza de su brigada victoriosa, por mi pueblo, era uno de esos papás. Y no solo, sino que tenía un hijo a quien probablemente las mismas manos condecoraron con una banda de coronel. Era un joven de treinta años, gallardísimo, y mandaba un croquis de batallón compuesto de doscientos soldados macilentos y haraposos, que ellos sí llevaban retratada en el semblante la historia íntegra de las desdichas de la patria. Y digo ellos sí, porque el coronelito parecía muy orondo, muy fanfarrón, muy pagado de sus hazañas; y quien hubiera creído ver un boletín en su cara de mata—moros, habría leído en él el orgullo de cincuenta victorias obtenidas a lo hombre, como dicen los malditos.

La verdad es que semejante fisonomía y aspecto tan belicoso, fue común entonces a todos los generales, jefes y oficiales que corrieron; y lo que más me asombra es que hasta hoy, los que aún quedan para dar fe de la grande utilidad de aquel ejército llamado permanente, todavía se enorgullecen de haber pertenecido a él, y se ponen muy ufanos cuando recuerdan aquella época de gloria y de honor.

Ni entonces, siendo yo chico, ni ahora que tengo el chirumen ya maduro, he podido comprender nunca el verdadero motivo de tan descompasada soberbia. La historia me dice que hubo héroes en esa campaña que sellaron con su sangre bendita la honra de México; pero la historia me dice también que esos héroes no se cuentan por centenares, al menos entre los caudillos del ejército, que eran los responsables directos del éxito de la guerra.

Pero repito, esto no impedía que el señor general y el señor coronel, su hijo, se diesen al entrar en mi pueblo toda la importancia de los antiguos vencedores romanos, a quienes el Senado concedía los honores del triunfo.

Así es que cuando se anunció su llegada, todo fue alboroto en el vecindario. El desventurado alcalde, con sus regidores y ministriles, corría por todas partes preparando alojamientos y señalando a los vecinos la cuota con que habían de contribuir para el préstamo, las raciones para los soldados y el forraje para la caballada. Además, obligaba a todo el mundo a adornar el frente de sus casas con ramas verdes, guirnaldas y cortinas; y cuando todo esto se halló listo, la tambora sonando en la plaza convocó a los individuos que componían nuestra mala murga, llamada música de viento, la cual música, por más señas, tocaba sólo cinco sonatas que estaba yo oyendo desde que tuve orejas.

Como es natural, aquella novedad me causó un alborozo indecible, lo mismo que a todos los muchachos de mi edad; y como mi casa estaba en un barrio lejano, corrí luego a la de mi amiga la solterona, que estaba situada en la calle Real, por la que debía pasar la tropa.

Cuando llegué a ella, encontré a Doloritas afanada en preparar los adornos con que debían engalanarse las ventanas, y Antonia le estaba prestando un auxilio eficaz. Habían hecho guirnaldas con las flores del huerto, y arcos con ramas de fresno y con manojos de trébol. La solterona había sacado de su ropero dos colchas y una sobrecama lindísima, con largos flecos. Todo ese adorno rústico y urbano iba a colocarse en puertas y ventanas con el mejor gusto posible, y yo fui el artífice a cuyo ingenio se confió semejante tarea.

Lo hice muy bien; encaramándome en una escalera me estuve una hora larga amarrando y clavando aquellas colas, dirigido por la solterona, y cuando bajé, tanto ella como Antonia parecieron satisfechas de mí.

A las once pasó la comitiva del pueblo que iba a recibir al señor general. El digno alcalde, el señor cura, el vicario, el administrador de rentas, los regidores, dos o tres dueños de tienda y otros honrados vecinos que se habían puesto sus mejores ropas, precedidos por la música y por los alguaciles que llevaban sendas gruesas de cohetes, atravesaron la calle Real y se dirigieron a la orilla del pueblo por donde debía entrar la tropa.

Un momento después, estos cohetes, los tamborazos desaforados que se oyeron, y el sonar de las cometas, anunciaron que la columna llegaba; la gente se apiñó en las bocacalles y en puertas y ventanas, que como las de la casa de Doloritas, estaban hechas un altar de Viernes de Dolores. Las campanas de la parroquia repicaban a vuelo y todo era alboroto y expectativa en la calle.

La comitiva de las autoridades y de los particulares venía por delante, trayendo en medio al señor general, viejo sargentón bigotudo y terrible, vestido con un dorman azul, en el que se ostentaban las enormes divisas, y montado en un caballo magnífico y que parecía buen corredor. La música venía dando unos pitazos descomunales; y como los ciudadanos que lo componían andaban a pie y al paso de la cabalgata, aquellos sonecitos salían de los demonios.

La comitiva se dirigió a la plaza, y el general fue alojado en la casa de un rico tendero, que era la mejor.

Pero la brigada venía atrás, y era a ella a la que esperaban con mayor ansiedad las gentes. Se me olvidaba decir que Doloritas se había puesto de veinticinco alfileres, y aun creo que se había encajado en los cabellos algunas viejas flores de trapo que eran el tesoro de su tocador. Esperaba seguramente llamar la atención de los oficiales, y atrapar a alguno de esos galanes de uniforme grasiento, que son el encanto y la delicia de las románticas de los poblados y aun, de las ciudades.

En cuanto a Antonia, estaba como siempre, linda, con su fisonomía virginal, sonrosada y fresca, y con su traje sencillo y gracioso. Ella no necesitaba flores de trapo para sus cabellos negros y brillantes. Sus quince años eran una corona de rosas que poetizaba su frente juvenil. Sus ojos grandes y curiosos animaban su semblante, y su boquita sensual y encarnada lo hacía irresistible.

Decididamente, la solterona había escogido una mala compañera para mostrarse.

La primera banda de tambores y de cometas pasó frente a nosotros, y detrás de ella ¡oh! detrás de ella venía el citado coronel, hijo del general, mandando la columna y acompañado de su ayudante y de su cometa de órdenes.

Ya se supondrá que el bravo militar venía mirando a todos lados con extremada insolencia, guiñando el ojo a las muchachas buenas mozas, con aire conquistador, y haciendo caracolear su caballo tordillo como un centurión en Jueves Santo. También se supondrá que las mujeres se fijaban en él de preferencia. Traía su cachucha, una levita militar, pantalón con franja y botas fuertes. Todo estaba lleno de bordados, y empuñaba con suma bizarría la valerosa espada que él se imaginaba teñida en sangre de invasores.

El carmín de la navidad tiñó las mejillas de la solterona luego que distinguió al garboso coronel. Alisóse el cabello, arregló su pañoleta, y con un descaro singular dijo a Antonia, estirándole el vestido:

— ¡Ay, Antonia, mira qué coronel tan buen mozo! ¡Y qué garbo! ¡Y qué ojos!

El coronel, que notó que se fijaba en él con admiración, lanzó a la solterona una mirada flechadora; le dirigió una sonrisa; pero reparando luego en la linda aldeana, se sorprendió visiblemente, la devoró con ojos de tigre y no pudo menos que señalarla a su ayudante con una sonrisa preñada de amenazas.

Antonia, al verse mirada así, se ruborizó y se cubrió el semblante con su chal, pero mi coronel, aún cuando se alejaba con su columna, volvía la cara frecuentemente para seguir mirando.

La solterona, irritada al ver esta preferencia, disimuló, sin embargo, y dijo a la joven:

— ¡Ay! Antonia, ¡cómo me mira el coronel!

Antonia no dijo nada; pero yo, ardiendo ya de celos, había comprendido perfectamente que no era a la jamona a quien veía el pícaro militar, sino a la muchacha de quince años que me pertenecía.

¡Entonces conocí por primera vez el sabor delicioso de este rico manjar que el mundo llama celos, y que te deseo, ¡oh lector! para que endulces con él tu querida existencia!

Desde ese momento me pareció que rugía sobre mi cabeza algo como una tempestad. Probablemente era el zumbido de los oídos que ocasiona la sangre alborotada de todos los celosos. Vi a Antonia, me estremecí, la odié, y tuve ganas de que se muriera. Es seguro que la solterona sintió lo mismo que yo, aunque no por la misma causa. En ella había la vanidad herida de la coqueta vieja; en mí había la horrorosa inquietud del amor alarmado.

¡Ay! ¡pobre del que tiene corazón!

VII

Después de haberse acuartelado las tropas, alojádose el general y oído con una cara de Federico el Grande el discurso elocuente que el Secretario del Ayuntamiento le dirigió en nombre del vecindario, felicitándole por las glorias de la Patria, los jefes y oficiales se diseminaron por la población para buscar sus alojamientos y comenzar sus conquistas.

Yo no sé cómo diablos se arregló el coronel con el alcalde, pero el caso es que le tocó de alojamiento la casa de Doloritas. De manera que aún no había transcurrido media hora de la entrada y estábamos todos nosotros en las ventanas, cuando vimos llegar a un ayudante seguido de asistentes, caballos y mulas de carga. Un alguacil traía la boleta de alojamiento, y notificó a la solterona, de orden del alcalde, que recibiera en su casa al señor coronel.

Cualquier otra persona se habría puesto de mal humor, calculando las molestias que aquella carga le imponía; pero la jamona, todavía no enteramente desengañada acerca de las intenciones del coronel, recibió sonriendo al ayudante, y ordenó a sus criados que indicaran a los asistentes la cuadra y los demás departamentos de la casa, yendo ella misma a preparar su recámara para que sirviera al militar.

Como es de suponerse, Antonia fue ocupada por su madrina en estas faenas, y yo, temblando de inquietud y de cólera, me aproveché de tales momentos para acercarme a mi amada y decirle casi llorando:

— Oye, te suplico que luego que acabes te vayas a tu casa, y no vuelvas aquí.

— ¿Sí? ¿por qué? —me preguntó ella con aire burlón.

— ¿Cómo por qué? Pues qué, ¿no tienes miedo a los soldados?

— Yo no… ni tantito.

— ¿Ni tantito? ¿Es posible Antonia? ¿Y si te roban?

— ¡Qué me han de robar! No seas tonto.

— Oye: he oído decir que los soldados son muy malos; ese coronel te miró con unos ojos…

— ¿A mí? No… sería a mi madrina.

Ahora era la niña la que ocultaba la verdad, que había comprendido tanto como nosotros.

— No, fue a ti —repuse colérico—; a ti que eres más bonita que doña Lola.

— ¿De veras?

— ¡Oh! Antonia, no me hagas enojar; vete para tu casa, por vida tuya.

Yo dije esto saltándoseme las lágrimas. La muchacha pareció sorprenderse al notar mi sentimiento, y enternecida me dio un beso, deciéndome:

— No tengas cuidado, no tengas cuidado.

Pero en ese instante oímos un ruido ocasionado por la llegada del coronel, que como todos los animales de su especie, no entraba jamás a una casa sin causar un estrépito escandaloso. Pisaba con brutalidad para que sus acicates repiquetearan, y arrastraba su sable de cubierta metálica para producir un curioso terror en las mujeres y en los niños. Además, hablaba con voz de esténtor y de una manera imperiosa e insolente, tratando a todo el mundo como trataba a sus reclutas. Todos los que hayan conocido al antiguo ejército recordarán este tipo, que va perdiéndose de día en día, pues aunque algunos oficiales de esta época, a los que se han incrustado por hambre en las filas liberales, pretenden algunas veces reproducirlo, nuestras burlas lo hacen insostenible.

Antonia me abandonó para ir a la sala. Yo la seguí. Ya la solterona estaba haciendo los honores al coronel, que aún no tomaba asiento. Parecía que buscaba algo. Luego que vio a Antonia, sonrió con satisfacción y la saludó con una familiaridad descarada.

— ¡Hola! ¡Qué linda niña! ¿Es algo de usted, señorita? —preguntó a Dolores.

— Es mi ahijada, señor coronel.

— ¿Ahijada de usted?

— Sí; era yo muy niña cuando la confirmé. Es muy encogidita, porque ya sabe usted lo que son las gentes del pueblo. Yo también así soy, aunque me he educado en México.

— ¿Ha estado usted en México, eh?

— Sí; desde chica, allí estuve en un convento, y después con mi familia hasta que mamá, que estaba curándose, tuvo alivio, y nos vimos obligados a venirnos a este pueblo donde papá tenía sus fincas. En aquel tiempo murió papá.

— ¿Y su mamá de usted vive todavía?

— No señor, a consecuencia de la muerte de papá nos vimos enredadas en un pleito, y mamá, quizá a causa de las pesadumbres que tuvo y de las infamias que nos hicieron, murió también —la solterona aquí suspiró y se llevó el pañuelo a los ojos.

— Vamos, no se entristezca usted, señorita, con esos recuerdos —dijo con aire indiferente el militar.

— ¡Ay, señor coronel! ¡cuán desgraciada he sido! Pues señor, desde entonces vivo aquí sola, lejos del mundo, sin distracciones, porque ¿qué distracciones quiere usted que haya en este poblacho? Y hasta me estoy volviendo tonta; me ha de encontrar usted muy tonta, acostumbrado como estará usted a tratar a las señoritas de la Capital.

— ¡Oh! no lo crea usted, la encuentro muy amable y muy graciosa, y me alegro de encontrarme por estos rumbos una joya como usted, cuyo trato me recuerda la sociedad en que he vivido siempre. Además, la hermosura de usted…

— Coronel —repuso la jamona mirando tiernamente al jefe—, usted es muy galante, usted me hace mucho favor… ¡Yo hermosa! ¡Si en estos pueblos se pone una harto fea, y luego los pesares… ! ¡Si estoy inconocible… !

— Y ¿esta niña vive con usted? —preguntó el coronel que había estado mirando frecuentemente a Antonia.

La solterona hizo una mueca de disgusto y se apresuró a contestar:

— No; no vive aquí sino con su padre que es un labrador; y de veras, Antonia se me pasaba decirte que ya es tarde y te estarán aguardando en tu casa; no vayan a regañarte.

— ¡Cómo! —dijo impaciente el militar—, ¿esta niña nos abandonará cuando es tan graciosa, señorita? Espero que no me privará usted de su presencia.

Yo devoraba a señas a Antonia, pero esta bribonzuela respondió con mucha seguridad, aunque ruborizándose.

— No, madrina, mi padre me dijo que podía yo estarme todo el día con usted.

Dolores hizo una mueca nueva, el coronel movió la cabeza con satisfacción, yo me desesperé y quise arrancarme los cabellos.

— Ya lo ve usted, señorita —añadió el soldado—; está autorizada, y por consiguiente comerá con nosotros y nos platicará. ¡Qué candorosa es! ¿Cuántos años tienes linda?

— Quince, señor, ya los cumplí.

— ¡Quince! —repitió él, atusándose los bigotes con marcada fatuidad—. ¡Muy bien… ! —y la devoró con una mirada de sátiro.

No había remedio: la solterona, al oír hablar de comer, se había levantado para dar sus órdenes.

— Usted dispensará, coronel, la asistencia; va usted a comer muy mal.

— ¡Oh, señorita, no lo creo así! Pero no se moleste usted por mí; cualquiera cosa; un soldado como yo se contenta con nada… ¡con tal de que ustedes me acompañen, me parecerá divina cualquier cosa!

Este ustedes acabó de malhumorar a Dolores, que se marchó llevando el diablo adentro. En cuanto a Antonia, quedóse mirando de soslayo al guapo militar, y poniéndose colorada a cada momento. El coronel la hizo señas de que se sentase junto a él; Antonia obedeció, y sentóse en el canapé jugando con los flecos de su chal. Yo me arrimé también.

— Y este picarillo, ¿es tu hermano?

— ¿Quién? ¿Este? No, no es nada; es Jorge, un muchacho de aquí que viene a ver a mi madrina.

Ni la negación de San Pedro me pareció tan infame como esta negación de mi amada.

El coronel, mirándome con burla, me dijo:

— ¡Qué bueno estás para tambor, muchacho! ¿Quieres irte con la tropa?

Yo me encogí de hombros confuso y aterrado. ¡Tambor! Esa es una amenaza terrible para los muchachos de pueblo.

— Vamos, te voy a llevar de tambor; ¿no te enojarás tú, linda mía? ¿Qué dices?

— Si él no ha de querer —contestó sonriendo Antonia.

Esa fue la única observación que se le ocurrió.

Yo me olvidé por un momento de mi amor, de mis celos y de Antonia, por no atender más que al peligro que estaba corriendo. El coronel me miraba como un tigre; sentí correr hielo en mis venas a la sola idea de que me cogiesen de tambor y me quebrasen las manos, como me habían dicho que se hacía con los muchachos. Así es que, espantado y sacando los ojos, me escurrí poco a poco de la sala; y sin decir adiós a nadie, eché a correr con todas mis zancadas en dirección de mi casa, y busqué el rincón más oscuro para acurrucarme.

Hasta que estuve en salvo, no reflexioné que había yo dejado a la tórtola en las garras del gavilán.

VIII

Decir cómo pasé aquel día maldito, es inútil. Transcurridos los primeros momentos de cólera y terror, reflexioné con profunda humillación que estaba yo derrotado física y moralmente.

¿Qué podía yo hacer, pobre muchacho, aldeano insignificante, contra aquel militar, superior a mí bajo mil aspectos, y que se me figuraba un semidios o algo semejante? Tan grande era mi impotencia, y tal la distancia que la casualidad había querido establecer entre mi rival y yo.

Naturalmente, esta distancia y esta impotencia se marcaban dolorosamente a mis ojos, a propósito de mi amor a Antonia; porque en otro caso, y con otro motivo, la comparación no me habría preocupado un solo instante.

En el mundo tiene uno, día a día, y momento a momento, ocasiones de comprender la inferioridad de su situación, si la compara con la de otras gentes más afortunadas; pero estas observaciones rápidas y comunes no inquietan el ánimo para nada, y sigue uno su camino indiferente y resignado, sin sentir las amarguras de la desigualdad social.

Pero llega un momento en que, a causa de algún asunto que interesa vivamente al orgullo, esta desigualdad toma proporciones colosales a nuestra vista, y entonces se siente todo el dolor, toda la indignación de la debilidad humillada. En tal ocasión, los espíritus débiles miden temblando sus fuerzas, y encontrándolas miserables, sufren la agonía de la desesperación y mueren en el abatimiento. Son atletas afeminados que se doblegan al primer empuje, y caen en la arena cubriéndose la cara con las manos. Pero los espíritus altivos y templados para la lucha, sienten entonces nacer o despertarse en ellos algo desconocido y terrible que los transforma y les hace comprender su fuerza. Es el gigante del orgullo, que nace desafiando al mundo con una mirada, y que desde su cuna, como Hércules, alza los puños para ahogar entre sus manos a las serpientes que le amenazan.

Aquel instante decide el porvenir. Basta un arranque de esos para romper las cadenas de la debilidad humana, y emprender con paso firme los caminos más difíciles de la vida.

Esa revolución se operó en mí aquel día, y le doy gracias; porque habiéndome hecho conocer mi debilidad, despertó en mí la ambición de ser algo más que un pobre aldeanito, asustadizo y expuesto a ser tratado con desprecio por el primer sayón insolente que quisiera divertirse con él.

Mis propensiones a la independencia y a otra vida superior, largamente acariciadas, se fortificaron entonces de tal manera, que mi resolución quedó tomada irremisiblemente. ¿Cómo iba yo a ponerla en práctica? No lo sabía, y esperé con ciega confianza que el destino, por uno de sus agentes misteriosos, me tomase por los cabellos como al profeta Ezequiel para colocarme en mi nuevo camino.

Por lo demás, tuve el buen sentido de comprender que en el asunto de Antonia había otros mil motivos fuera del de mi humilde posición, para que ella me juzgase inferior al coronel. El primero era seguramente mi edad. Tenía yo trece años; mi rival treinta. El prestigio que ejerce la virilidad cuando está en plena florescencia sobre el corazón femenil, me faltaba por completo. Yo era un niño inexperto y candoroso, y esta inexperiencia y este candor que tienen tanto atractivo para la vieja, no son más que virtudes sosas y desabridas para la joven.

Y si ésta siente una repugnancia invencible por el anciano, o por el hombre cuya edad está en gran desproporción con la de ella, en cambio adora y se somete al hombre que reúne en su persona el ardor de la juventud con la energía de la madurez. Esta década de treinta a cuarenta años, que suele prolongarse en las organizaciones privilegiadas, es la poderosa en los hombres y peligrosa para las mujeres.

Yo no me explicaba esto tan claramente como hoy, pero comenzaba a comprenderlo, merced a una rara y precoz disposición a reflexionar.

Los otros motivos de mi inferioridad eran mi humilde posición y lo insignificante de mi carácter. Pero cuando yo pensaba en ellos, era cuando se sublevaba mi indignación contra Antonia, porque era entonces, también, cuando consideraba yo que su fragilidad no tenía razón alguna para hacerse perdonar. Yo la amaba y mi amor era bastante para llenar ante sus ojos los vacíos que la casualidad había puesto en mi vida. Ella me había correspondido; es decir, me amaba, me encontraba digno de ella y debía encontrarme preferible a todos los demás. Haberme sacrificado en la primera comparación, era una cosa infame, era indicarme o que su amor era mentido, o que su corazón que así desalojaba el cariño, no valía un ardite.

Como es natural, cualquiera de estas conclusiones me ponía fuera de mí y me obligaba a formar proyectos de venganza a cual más disparatados.

Entonces sentía yo una necesidad irresistible de confiar a alguno mi pena y mis deseos; pero ¿a quién abrir mi corazón? La solterona era rival de Antonia, cuando no su cómplice, y por ese momento también ella se hallaba demasiado ocupada en hacer la conquista del coronel para que tuviese tiempo de consagrarme su atención. A ningún otro me resolvía yo a darle participio en aquel asunto.

Así es que me encerré en un silencio sombrío y triste, y como siempre, fui a buscar en la soledad el oráculo que debía guiarme.

— Mañana —decía yo—, seré otra cosa; procuraré salir de la esfera humillante en que me hallo, y no correré el peligro de que me amenacen con hacerme tambor; podré ver frente a frente a los fanfarrones y a los soberbios de la estofa de este militar; pero entretanto, ¿qué haré con Antonia? ¿Cuál debe ser mi conducta con ella después de haber renegado de mí?

— Después de todo —añadía yo como para consolarme—, tal vez estoy construyendo sobre arena el edificio de mi propia desgracia; tal vez estoy atormentando con fantasmas mi pobre imaginación. ¿Pues qué, porque mi amada con la timidez de su edad no ha podido dar otras respuestas que las que le he oído, y ha sonreído avergonzada a un soldado buen mozo y terrible, puedo creer ya que se ha dejado conquistar y que me ha sido infiel? Antonia y yo somos unos niños apenas. ¿Qué sabemos nosotros de estos asuntos? Yo, sobre todo, soy un injusto en pensar así, y este sentimiento de cólera contra mi amada es una cosa ruin. Por la primera vez, como lo he dicho, conocía yo los celos, y es una verdad que el corazón que jamás los ha sentido, los rechaza siempre avergonzado cuando brotan por primera vez. La credulidad lucha desesperadamente antes de sufrir la primera derrota.

De manera que al tremendo arranque de celos, de cólera y de tristeza, sucedió luego un momento de confianza y de sabrosa tranquilidad. Renació mi cariño hacia Antonia, y a su impulso me dirigí ya adelantada la noche y con paso seguro, a la casa de la solterona, donde supuse que aún encontraría a mi amada.

IX

Eran las nueve de la noche cuando penetré en la casa por el zaguán, dirigiéndome al pequeño patio que estaba todo sembrado de flores, para observar desde allí un momento lo que podía verse en las piezas de asistencia.

Con ese objeto entré de puntitas y sin hacer el menor ruido. Lo primero que oí fue el punteo de una guitarra y el principio de una canción ridícula, entonada con voz tabernaria. Era un ayudante del señor coronel que procuraba en la sala lucir sus talentos musicales delante de la solterona. Era probable también que ésta hubiese cantado algunas antigüedades que sabía, y con las cuales estaba hechizando a la gente de mi pueblo desde hacía diez años. De manera que se divertían, y no pude dejar de reírme, figurándome los esfuerzos que la vieja coqueta estaría haciendo para parecer amable. Pero a todo esto, ¿y el coronel dónde estaría? Y Antonia ¿qué había sido de ella?

Apenas acababa de hacerme estas preguntas, cuando oí sonar a mi espalda dos magníficos besos tan tronados, según se dice aquí, como los que dan las nodrizas a sus nenes.

Volví la cara con rapidez, y me quedé helado. Era el coronel que parecía perseguir a Antonia, que la había alcanzado, la había cogido por el talle; y le había aplicado en la boca aquellos dos ósculos escandalosos.

La muchacha presentó muy leve resistencia, y murmuraba por fórmula algunas palabras que el militar ahogó con sus labios.

— ¡Oh! déjeme usted, déjeme usted —dijo ella al coronel que aún la enlazaba con sus brazos.

— Espérate, mi vida, espérate linda… —le decía éste— estoy enamorado de ti y voy a robarte.

— Sí, ¿verdad? y ¿mi madrina? ¡también está usted enamorado de ella!

— ¡Qué he de estar! ¿de esa vieja? Vamos, no seas tonta… ven.

— No, no; suélteme usted.

Y acabando de desasirse, la muchacha corrió medio desmelenada a refugiarse en la sala. El coronel la siguió a paso lento, y un instante después le oí puntear a su vez la guitarra y entonar una canción amorosa con una voz de sochantre endemoniada.

Sabido es que los valientes del antiguo ejército eran muy aficionados a cantar, acompañándose con la vihuela, lo cual constituía uno de sus principales atractivos a los ojos de las mujeres de aquella época. Lo hacían de los perros casi todos, pero ellos sabían sacar partido de esta cualidad, por más que presentasen una abominable figura, vestidos de uniforme y con sendos bigotes, abriendo una boca enorme para entonar con voz áspera y forzada una tonadilla generalmente desapacible. Ya se acabó también esta familia de trovadores, y los pocos miembros de ella que aún quedan, tienen la boca desamueblada por los años, y no cantan ya.

Pero volvamos a Antonia. Si al lector (lo cual no sería raro) le ha acontecido alguna vez presenciar la escena desgarradora que yo presencié, puede formarse una idea de mi indignaci6n y de mi desaliento.

Acababa yo de sentir en mi alma una ardiente reacción cariñosa en favor de Antonia, merced a las razones tranquilizadoras que yo mismo me di para alejar mis sospechas. Venía yo dispuesto a repetirle que la seguía amando, y a arrancarla, si era posible, de los peligros que la cercaban. Pero al ver lo que vi, toda aquella expectativa risueña se había disipado. Volví a caer en un abismo.

Es verdad que lo que oí me indicaba que aún la joven no había concedido cosa mayor al coronel, y éste había tenido que sorprenderla para arrebatarle aquellos besos; pero también me constaba que la muy bribona se había dejado alcanzar fácilmente, y no se había muerto de ira al sentir sobre la suya la boca atrevida del militar; lejos de eso, ni siquiera había gritado pidiendo socorro; y sobre todo, a las solicitudes del coronel sólo había contestado con una frase de celos y de reproche.

¡También está usted enamorado de mi madrina! había dicho. Eso indicaba que para ella no había más obstáculo ni más razón de resistir, que la doble galantería de su seductor. Y ese obstáculo que entonces sólo era un pretexto a mi modo de ver, hoy que lo analizo con mayor experiencia, era justamente un incentivo más para la muchacha, como para toda mujer.

Arrebatarle un amante a una amiga, a una parienta, a una conocida siquiera, he aquí el manjar de los dioses para el orgullo femenil.

Todas estas amargas reflexiones hechas después que salí de mi dolorosa estupefacción, me produjeron un arrebato tal de cólera, que determiné marcharme a mi casa sin volver siquiera la vista hacia aquella casa odiosa que escondía a tan miserable criatura.

Pero en este momento el coronel había acabado de cantar y recibía los aplausos de la vieja coqueta, cuya voz chillona recorría todas las notas de la adulación.

Seguramente se acercaba la hora de la cena, porque inmediatamente después, Doloritas salió de la sala y se dirigió con paso ligero a la cocina. Yo me le atravesé en el camino.

— ¡Ah! ¿eres tú, Jorge? —me dijo al verme—, ¿qué andas haciendo?

— Venía a ver qué se le ofrecía a usted.

— ¿Sí? pues precisamente te estaba deseando. Corre a la casa de Antonia, y dile a su padre de mi parte que venga por ella. Ya es de noche y es tiempo de que se vaya. Además, yo no quiero ser responsable de lo que le suceda a la muy…

— ¡Cómo! —exclamé yo, haciéndome el asombrado—, ¿pues qué le pasa algo?

— Le pasa que es una indecente, una provocativa. Ha estado haciendo todo el santo día los ojos tiernos al coronel, y éste que no se hace de rogar va a acabar por trastornármela; pero no será en casa, ¡no faltaba más! ¡Como si yo no hubiera quedado ya más que para eso!

— Pues yo creí a Antonia muy buena muchacha, muy candorosa.

— Linda está tu candorosa y tu buena muchacha… tiene unos modos que, ¡Dios me ampare! pero va a parar en… ¡Cállate boca! Anda, anda Jorge, dile a su padre que venga por ella en el instante, y que le mando llamar porque hay ahora soldados en el pueblo, no me atrevo a enviarla sola, ni contigo. Ya es hora de cenar, y no quiero que se siente con nosotros a la mesa.

Yo volé con las alas de mis celos, alegre de poder pagar a Antonia con la contrariedad que iba a sufrir, el mal que me había hecho.

X

Di el recado de Doloritas al viejo de la mula, y el buen hombre, encontrando muy cuerda la disposición de su comadre, se envolvió en su manga y se dirigió, en unión mía, a la casa en que se hallaba su picarona hija.

Yo quise hacerle aguardar en el zaguán; pero él, contra lo que yo esperaba de su timidez de campesino, quiso entrar para conocer a los oficiales, como él decía, y se entró muy ceremonioso en la sala.

— Santas noches, mi señora comadre —dijo saludando a la solterona—: ¿dónde está ese señor coronel para que yo le salude?

El coronel estaba tan pegadito a Antonia y tan entretenido, que el ranchero se admiró de aquella familiaridad. El coronel, contra su carácter, se levantó muy atento y vino a abrazar al viejo, cuando supo que era el padre de la muchacha.

— Amigo —le dijo—, tengo muchísimo gusto de conocer a un tan honrado vecino y padre de una niña tan hermosa como Antoñita.

— ¡Ah! sí, señor —respondió el estúpido—, eso sí señor, muy hombre de bien, es lo único que yo tengo; y en cuanto a la chica, es regular, señor, regular, no hay que alabarla. ¡Válgame María Santísima, señor coronel! Y su merced ha estado platicando con esta mocosa de mis pecados, que no tiene palabra, ni modos… Fuera mi comadrita, señor, esa sí que lo entiende, como que se ha criado en la capital y se ha rozado con caballeros y con licenciados, y con frailes y demás gente copetona. Esa sí, señor, que se la recomiendo deveritas; porque no es porque sea mi comadrita, pero aquí es la que hace raya…

El coronel se reía abrazando burlescamente al ranchero; la solterona hacía muecas de desagrado, aparentando sumo despejo para con el militar; Antonia procuraba ocultar la cara, y los ayudantes se reían de la figura y de las palabrotas del viejo. Sólo yo examinaba aquel cuadro con simple curiosidad. El viejo entabló después conversación con el coronel. Este, que tenía interés en familiarizarse con el padre de Antonia, le prodigó mil frases lisonjeras, en las que, sin embargo, se podía notar una mofa mal disimulada. A las preguntas que el ranchero hizo sobre la campaña con los Norteamericanos, cualquier hombre pundonoroso se habría visto singularmente embarazado; pero el coronel, como todos los hombres de su clase, no tenía sino una idea muy mediana de la vergüenza militar; y en consecuencia, comenzó a ensartar con el mayor desenfado del mundo, tantas y tan estupendas mentiras sobre su propio heroísmo y el de su ilustre padre, que todo el auditorio escuchaba en silencio y asombrado, como el auditorio de Eneas. Sólo el ayudante sonreía a hurtadillas, lo que observado por el valiente narrador, no le inquietó sin embargo.

Antonia escuchaba extasiada. Figurábasele su nuevo amante uno de los doce pares de Francia. Muy lejos estaba de pensar la pobre aldeanilla que el tal coronel no era más que un solemne embustero, gran figurón de parada, y más, gran corredor todavía a la hora de los cañonazos.

En cuanto al ranchero, movía la cabeza de cuando en cuando en señal de admiración, y en su boca enormemente abierta, y en su semblante todo, que presentaba las señales de la petrificación, se traslucía el rústico entusiasmo de que estaba poseído el muy bestia.

Doloritas, que por su trato con los militares en México, sabía ya a qué atenerse respecto del valor temerario de que hacían gala siempre, no se mostraba muy convencida; pero en su empeño de hacer la conquista de aquel héroe, aparentaba creer todas sus hazañas, y a cada peligro que refería el valiente haber corrido, ella se estremecía, juntaba las manos con angustia, para concluir, al oír el desenlace afortunado, lanzándonos un ¡ah! tiernísimo, respirando como un fuelle, y gratificando al coronel con una mirada y una sonrisa dignas de la Gran Duquesa. La misma Dido no hizo tantas coqueterías escuchando la narración del héroe troyano, como la jamona, mi amiga, oyendo los embustes del gallinón de mi coronel. Por mi parte, debo declarar que en esa época no tenía yo la más ligera idea de lo que valían realmente estos Fierabrás del ejército, a quienes apenas conocía por su aspecto arrogante y por sus fechorías en los pueblos inermes. Pero por simple instinto había yo comprendido que todo lo que había confiado nuestro paladín, era un tejido de mentiras apropósito para embaucar a la muchacha, al viejo, a la solterona y a mí.

Y me asaltaron vivísimos deseos de reírme a carcajadas y de decirle al coronel que no era más que un podenco, pero me contuvo el temor de exponerme a una paliza soberana, y de ir a aumentar la banda de haraposos y hambrientos tambores que había visto entrar al frente del batallón que mandaba su señoría.

A esta sazón, el ranchero, como si coincidiera conmigo en pensamientos, o bien reflexionando con su rudo buen sentido, que el resultado de todas aquellas heroicidades no era precisamente el que debía esperarse de ellas, se atrevió a decir con voz en la que la duda se traslucía a leguas:

— Bueno, señor coronel, usted es muy valiente, y todos los que andan con usted son muy valientes, y así me gustan los hombres; pero dígame usted, mi señor, dispensando la llaneza, y no haga usted caso de mis palabras, porque yo soy un animal que no rebuzno porque Dios es grande, dígame usted ¿por qué con todas esas redotas que les ha pagado usted a los yankees, ellos se han metido hasta México y ustedes andan por aquí? Tal vez será para cogerlos a toditos acorralados; eso me pienso yo; pero quiero que usted me saque de ese engaño, para mi gobierno.

El maldito viejo había dado en el clavo, y el coronel se fastidió de aquella pregunta, mientras que el maligno ayudante tarareaba una cancioncilla para no reírse tal vez.

— Amigo —respondió el héroe—: usted no entiende de cosas militares, y sería inútil que yo le explicara cómo está eso; pero sépase usted que así está bien hecho, y que lo que ha dispuesto el gobierno es muy hábil. Ha pensado usted algo de lo que va a suceder. Los yankees, derrotados como están, y en tierra ajena, y en medio de una población que no los puede ver, van a llevar su merecido. Ni uno solo ha de salir de México, yo se lo aseguro a usted; pero el cómo no puedo decírselo a usted, porque eso sólo nosotros los soldados lo sabemos.

— Cabal —repuso el viejo—, usted me convence. Ya le dije a usted que yo soy un animal; pero me alegro de haber acertado en parte. Con eso me sobra. Con que quiere decir que los yankees, aunque parece que están ganando, están perdiendo. Pues bendita sea su boca, señor coronel, que eso que nos dice es precisamente lo que deseamos saber para nuestro consuelo. Ahora, si su señoría me hace la honra de ir por aquella mi casa, yo se lo estimaré mucho. Es una casa de rancheros, pero su señoría será recibido como quien es, y no faltará por allí una pobre comida que ofrecerle. Quién sabe si le gustará la carne de los pobres.

— ¡Ah! —se apresuró a responder el coronel—, y cómo si me gusta la carne de los pobres. Yo la prefiero muchas veces a la carne de los ricos, porque es más sazonada y se come con mejor apetito y con menos peligro de indigestarse. Figúrese usted, amigo, si no habré comido la carne de los pobres en esta carrera militar, en que tiene uno que contentarse con lo que encuentra más a mano. Le he tomado gusto y le probaré a usted con cuánto placer acepto sus ofertas. Mañana pasaré el día con usted.

— Corrientes —concluyó el ranchero, levantándose—; pues mañana aguardo a su señoría a almorzar, y si gusta echaremos una correría por esos campos, en que tengo mis labores, y mi rancho y mi huerta. Se divertirá usted.

— ¿Y nos acompañará Antoñita?

— Nos acompañará, mi señor, que ella para andar a caballo es tan buena como un hombre; usted la verá.

— Muy bien, Antoñita, hasta mañana, yo seré el caballero de usted en ese paseo, que espero será delicioso. No sabe usted, amigo, cuánto me ha simpatizado su hija.

— Favor de usted, mi señor, ella no merece.

— Compadre —interrumpió la solterona, que había escuchado este capítulo de cumplimientos con el más visible enfado—, ¿y a mí no me invita usted?

— Con mucho gusto, comadrita, y le mandaré ensillar a usted aquel caballito canelo que tanto le gusta.

Entonces el ranchero y su hija se despidieron; Doloritas abrazó a su compadre y a su ahijada con un mal humor infernal, el coronel se restregó las manos, pensando en el día siguiente, y yo seguí a Antonia con un puñal clavado en el corazón.

El viejo, cuya locuacidad se había despertado con la conversación del coronel, charló en el camino de una manera fastidiosa. Antonia, preocupada, apenas contestaba una que otra vez, y yo caminaba en silencio mordiéndome los labios de cólera.

Al llegar a la casa, el viejo me invitó a entrar, pero yo rehusé, pretextando que era muy tarde; el viejo se metió, y Antonia iba a hacer lo mismo, cuando la detuve temblando de ira y de celos.

— Antonia —le dije—, ¿ya no cuento contigo, no es verdad?

— ¿Por qué? —me preguntó a su vez con una frialdad que me la hizo odiosa.

— ¿Cómo por qué? ¿Y lo que he visto esta noche, y esos besos que te dio el coronel, y el paseo de mañana? Tú estás enamorada de él, y va a perderte.

— ¡Qué me ha de perder… ! no seas tonto. En lo que has visto esta noche no tengo yo la culpa, y bien viste que corrí para que no me abrazara; lo del paseo fue cosa de mi padre, ¿qué quieres que yo haga? No estoy enamorada del coronel: pues qué ¿somos iguales? El es un señor muy caballero, yo soy una pobre muchacha: ¿qué caso me había de hacer? Mi madrina es a la que él va a querer; ya verás.

Antonia dijo estas palabras con una cierta tristeza de muy mal agüero para mí.

— Además —añadió pensativa—, si al coronel le parezco bonita, y quiere hacer de mí una cosa que no convenga, yo sé cuidarme, y eso de que él me dejara así, para que fuera yo después la burla del pueblo… ¡no! ¡eso no!

— Antonia, cuídate —le dije tomándole la mano y próximo a llorar—. Mira que si te sucede algo me voy a morir.

— ¿Tú… ? —replicó la joven, como interrumpiendo sus reflexiones—. ¿Tú morirte? ¡Vaya que tienes unas cosas, Jorge! ¿Y por qué te habías de morir si me sucediera algo?

— Porque te quiero con todo mi corazón, Antonia; porque no quiero que seas de otro.

— Vamos, vete a acostar, no seas tonto, no tengas cuidado. ¡Hasta mañana!

— Oye una palabra. ¿Quieres que venga yo mañana para ir con ustedes al paseo?

Antonia pensó un momento y me contestó resueltamente:

— No: será mejor que no vengas, porque el coronel ha dado en que te ha de meter de tambor, y no se le vaya a antojar mandarte desde mañana. Además, nosotros iremos a pasear a caballo, y tú no podrías venir a pie. No nos veremos hasta pasado mañana.

— Está muy bien —dije yo derramando lágrimas de indignación.

Antonia se entró a su casa; yo me alejé desesperado para ocultar en las tinieblas mi primer tormento de celos. ¡Ay! Las horas de esa noche fueron las primeras en que el insomnio calcinó mis ojos y mi cerebro por causa de una mujer.

Aquel quebranto de mis primeros amores, exprimió la primera gota de duda en el blanco cáliz de mi alma.

XI

Al día siguiente me levanté muy temprano, y fui a situarme a una huerta vecina de la casa de Antonia desde donde podía observarlo todo sin ser visto.

En la casa se hacían los preparativos correspondientes al rango de la ilustre visita que venía a honrarla. Los criados iban y venían muy afanados. El viejo comprendía, quizá por instinto, que los héroes ordinariamente están dotados de una voracidad bestial, y con esa convicción mandó sacrificar un buen número de víctimas. Gallinas, pavos, carneros, lechoncitos, todo esto se asaba en el horno, se freía en sendas cazuelas o se cocía en las ollas; amén de la nata que los vaqueros habían traído del rancho y que se ostentaba en grandes fuentes, de los dulces de leche que la madre de Antonia preparaba con cierto orgullo, y de las sabrosas y aromáticas frutas que la joven colocaba con esmero en limpios canastillos.

Aquello parecía un banquete de bodas.

El viejo bonazo aparecía de cuando en cuando por el patio dando órdenes a sus criados para el arreglo de la casa. Habíase puesto sus mejores ropas: su camisa llena de randas y bordados; su corbata de colores chillantes atada con una sortija, calzoneras con grandes botones de plata, chaqueta de paño oscuro, y botas de venado color verde olivo.

Antonia también apareció acompañada de algunas primas que estaban ayudándola en sus tareas. Para mi desesperación, la muchacha estaba más linda y más provocativa que nunca. Su vestido tenía siempre la sencillez encantadora, que ella, por un instinto de buen gusto, sabía dar a todo lo que se ponía. Había colocado hábilmente entre sus espesas y negras trenzas, algunas flores del campo rojas y exquisitas. Sobre su camisa de finísimo lino y para cubrirse el seno, se había cruzado el más precioso pañuelo de punto que puede imaginarse; sus mangas bordadas y llenas de encajes dejaban en toda su desnudez sus hermosos y torneados brazos, adornados de hoyuelos y cubiertos de un vellito suave y apenas perceptible, como el de un melocotón. (Aunque no pude ver por la distancia esto último, me lo figuré; ¡había yo besado tantas veces esos pícaros brazos!)

Sus enaguas eran de seda de bonitos dibujos y colores, y como en aquel tiempo precisamente no se usaban largas, dejaban ver a la perfección unos pies arqueados y pequeños, calzados con zapatitos de raso verde, y el principio de dos piernas que había yo visto, ¡ay! la primera vez desnudas en su mayor parte, pero que entonces se me figuraron desconocidas y por lo mismo terriblemente hermosas. ¡Lo que es la privación!

Yo me mordía los puños y los brazos, como debió sucederle a Tántalo siempre que tenía delante la fruta provocadora que no podía devorar. Ardientes lágrimas surcaban mis mejillas, y ardía en mi corazón una sed de venganza espantosa.

¡Antonia, Antonia, perdóname si más tarde la ejercí con una crueldad tan terrible! ¡Sufrí tanto entonces, que nunca creí que pudiera llegar hasta la saciedad y el arrepentimiento!

Pero no anticipemos: yo continué observando desde la atalaya que me había formado entre los árboles y arbustos de la huerta susodicha.

Las viejas campanas y rotos esquilones de la iglesia parroquial daban las doce, cuando llegó a la casa de Antonia la gran comitiva.

Componíase ésta del valiente general, a quien había invitado su hijo el bizarro coronel, de algunos oficiales y de Doloritas, a quien ofrecía galantemente el brazo el viejo jefe, y que venía emperejilada con todos los ridículos arreos que una vieja coqueta, ignorante de la moda de la ciudad, se envanece de ostentar en un poblacho.

El padre de Antonia salió a recibir a sus visitantes con profundas cortesías, y la linda muchacha se sonrió, poniéndose como una grana al ver al coronel.

Este se sorprendió al encontrar tan bella a Antonia, y la devoró con una mirada de sátiro. No se contentó con eso, sino que pasando de la contemplación más impertinente a la familiaridad más indebida, ciñó con sus brazos el talle de la niña y levantándola hasta la altura de su rostro, la estrechó contra sí, de un modo que hizo dar un brinco al viejo, lanzar un chillido a la jamona, reír a los oficiales y decir al general con una severidad zumbona:

— ¡Hombre! ¡Hombre!

Pero ya estaba hecho: el coronel tomando las manos de la aldeanita, se entró con ella en la casa seguido de los demás, y para mí cayó la horrorosa cortina de lo invisible, tras de la cual iban a ocultarse misterios cuyo solo presentimiento me hacía temblar y oprimírseme el corazón. Caí desplomado sobre mi asiento de yerba; los árboles que me rodeaban me parecieron odiosos, y aun aquella luz del mediodía, que tomó a mis ojos un color verdoso, no logró calentarme los huesos. La bilis comenzaba a mezclarse en los asuntos del corazón.

Así quedé por espacio de dos horas, enderezándome a veces al oír las carcajadas de los militares, la risa chillona de Doloritas, o la voz armoniosa de la infame aldeana, que me punzaba como un puñal agudo.

A las tres de la tarde concluyó la comilona; y debieron haber bebido bastante aquellos sujetos porque, cuando salieron al patio en espera de los caballos, algunos de ellos, particularmente el general y el viejo de la mula, vacilaban y reían como insensatos.

Los caballos llegaron un momento después. Los de los militares, que habían sido traídos por asistentes, venían ricamente enjaezados. El caballito canelo prometido a Doloritas, y cuya silla plateada estaba cuidadosamente envuelta por un blando cobertor para que no se lastimara la gordinflona, fue sacado en triunfo por el viejo ranchero, que levantó en sus robustos brazos a su comadrita y tardó diez minutos en acomodarla.

La madre de Antonia no era de la partida, porque tenía que recoger el campo del festín; pero la joven, habiéndose colocado un gracioso sombrerillo de paja, de alas anchas, montó con gallardía y ligereza, y sin ayuda de nadie, en un potro retinto de hermosa estampa y de mucho brío, que apenas sintió su carga cuando comenzó a caracolear impaciente.

— Ajá —exclamó el general con voz de borracho—. ¿Con que esas tenemos, eh? ¡Caramba, y qué bien monta la chica! Pues es un tesoro de gracias la bribonzuela, amigo; debe usted estar vanidoso con semejante alhaja.

— Mil gracias, mi general; usted la pondera, señor. Es regular, no hay que alabarla —contestó el ranchero con su fraseología de siempre.

Después de lo cual montó a su vez en un caballo magnífico, el mejor de sus dehesas seguramente, y se puso a la cabeza de la comitiva para guiarla.

Entonces yo, como todos los celosos, deseando apurar el cáliz hasta la última gota, sin haberme desayunado, pero fuerte con mi cólera, puse los pies en alas de mis celos, y seguí a la cabalgata hasta llegar a orillas del pueblo. Allí, adivinando adonde se dirigía, tomé un camino de través, me hundía en un bosque contiguo a la casa del rancho. Luego, trepando a veces en las rocas que elevaban sus picos por sobre la cima de los grandes árboles, procuraba yo encontrar con la vista a la comitiva.

Esta llegó a la casa, descansó en ella un momento, y volvió a salir para continuar el paseo, pues ya pardeaba la tarde.

El viejo ranchero se había apoderado del general y le mostraba todas sus riquezas agrícolas y pecuarias, cosa que maldito lo que importaba al sargentón, haragán de oficio y poco afecto al honrado trabajo de los campos, del que no tenía noticia sino por los productos que muchas veces había saqueado durante su honrosa carrera militar.

Yo procuré colocarme cerca del camino que tenía que atravesar la comitiva, a fin de cerciorarme por mis propios ojos de la liviandad de Antonia. No tardé en satisfacerme.

Apenas me había escondido entre la grieta que formaban dos riscos, y que estaba oculta bajo una cortina de maleza, cuando pasaron el ranchero y el general, después Doloritas, en compañía de los oficiales. La jamona venía muy encarnada, y sus cabellos flotaban en desorden bajo su gorrito viejo de terciopelo, del que pendía un gran velo descolorido.

Al último, y una distancia considerable, caminaban paso a paso Antonia y el coronel, conversando, al parecer con extraordinaria animación.

Después de sentir un horrible estremecimiento, causado por el temor y el disgusto, fijé sobre ellos una mirada de odio. Venían muy juntos, al grado de que los caballos parecían encadenados estrechamente el uno al otro. El coronel se había puesto, como era natural, del lado en que podía contemplar a su sabor la parte inferior del cuerpo de Antonia, y aun tomarse algunas libertades, sin riesgo de ser visto.

Ella parecía abandonarse a las caricias del militar libertino, con todo gusto. De repente vi una mano de éste coger una cosa blanca que estrechó y atrajo, de manera que imprimió con esta acción un movimiento oblicuo al caballo de su compañera. La cosa blanca era el pie de Antonia calzado todavía con el zapato de raso verde, y que pertenecía a la pierna que iba cruzada en la cabeza de la silla.

La muchacha sonrió soltando las riendas, lo que permitió al coronel atraerla hacia él y estamparle el beso más voluptuoso en la boca, beso que ella correspondió con un entusiasmo superior a sus conocimientos. Esto hizo que se le cayera el sombrerillo de paja. El coronel, después de repetir sus ósculos, se bajó para alzar el sombrero.

Entonces no pude reprimir mi cólera, y encontrando a mano un guijarro, lo lancé con la destreza que me era habitual, y con tal fuerza, que silbando como una bala fue a estrellar precisamente aquella mano atrevida que acababa de acariciar el hermoso pie de mi infiel amada.

El movimiento que el coronel hizo al sentir aquella pedrada maestra, fue tan grotesco, que me obligó a lanzar una carcajada, la cual aumentó la sorpresa y la confusión de los dos amantes. Antonia lanzó un grito; el militar, engarabatado todavía por el dolor, y sacudiendo frenético la mano lastimada, alcanzó a duras penas su caballo, lo montó y echó a correr como si una legión de diablos le persiguiese. Antonia, menos asustada, porque probablemente me había visto, se apresuró a seguirlo, sin embargo, procurando tranquilizarlo.

Yo no creí conveniente continuar mi persecución, temiendo que el viejo ranchero viniese a buscarme; y alejándome por una vereda escabrosa, me alejé de aquel lugar, sin querer entrar tampoco en el pueblo hasta que fuese de noche.

Hice muy bien, porque al acercarme a mi casa a cosa de las ocho, distinguí junto a las puertas a una patrulla de soldados, y una criada de mi familia me detuvo por el brazo tan pronto como me conoció.

— Jorge, por Dios, anda, vete —me dijo temblando—; esos soldados vienen a cogerte para tambor, y te andan buscando por todas partes los alguaciles. Dice tu madre que te huyas al monte hasta que se vaya la tropa. ¡Corre!

Todo lo comprendí; la traidora Antonia había seguramente descubierto que era yo el que había herido al coronel. Habían venido al pueblo rabiosos y me perseguían. No pensé ya entonces más que en salvarme.

Me apresuré a ganar una montaña vecina; y sería la medianoche, cuando habiendo llegado a lo más escarpado de aquella sierra, resolví descansar, pues estaba ya fuera del alcance de mis perseguidores. Rendido por la fatiga y el sueño, dormí, como se duerme a esa edad, y cobijado por el manto de la madre Naturaleza.

XII

A los primeros albores de la mañana siguiente, desperté, y pude darme cuenta de mi situación. No era, en verdad, muy favorable. En mi casa ignoraban el rumbo que había yo tomado; no tenía provisiones, y me hubiera sido difícil dar con un camino que me condujera a alguna ranchería. Pero mi carácter enérgico y el peligro que estaba corriendo, sostuvieron mi ánimo, y no desesperé.

Vagando entre las selvas pasé dos días, manteniéndome como el Bautista, con frutas y miel silvestre, que se convertía en rejalgar cuando pensaba yo que Antonia, a esa hora, pertenecía ya al coronel.

En la mañana del tercer día logré encontrar un sendero que iba a parar hasta lugares conocidos, y respiré cuando distinguí la torre de la iglesia, el caserío del pueblo y los jardines que lo rodean.

Contemplaba yo con una emoción gratísima este espectáculo, del que me parecía haber estado ausente por muchos años, cuando al mirar abajo de la colina montuosa en que estaba yo situado, distinguí primero una polvareda y luego una columna de tropa que serpenteaba subiendo por un camino ancho y cercano al lugar en que yo estaba.

Era la brigada; vi brillar las armas, conocí los uniformes, aunque no pude, por la lejanía, distinguir a las personas. Mi primer deseo fue el de correr para salvarme de mis enemigos; pero después, comprendiendo que nada podían hacerme en aquel terreno, me atreví a acercarme hasta llegar a un flanco del camino para examinarlo bien todo. Poco a poco, y aprovechándome de los accidentes de la montaña, me acerqué tanto, que pude ponerme a algunos pasos de la columna.

El general marchaba por delante con algunos oficiales y precedido de una pequeña guerrilla. Luego seguían los croquis de batallones, y a retaguardia, venía mi coronel; pero, ¡oh rabia! no venía solo, sino con Antonia, que ya vestida con una túnica mal forjada y cubierta la cabeza con un sombrero gris y un paño de sol, montaba un gran caballo flaco y amarillento de su ilustre raptor.

No me habían engañado mis celos. El pícaro militar había acabado por robarse a la muchacha, que firme en sus principios, no había prometido entregarse sino a condición de ser sacada de la casa paterna y del pueblo.

Así pues, al desventurado viejo de la mula, el estúpido anfitrión que había tenido a mucha honra el ofrecer un banquete a aquellos soldados cobardes, había él mismo preparado su deshonra, y a aquella hora lamentaba la desenvoltura de su hija y la ingratitud infame del coronel.

Pero sobre todo, yo estaba furioso. Jamás había sentido el dolor punzante que sentí al ver a mi primera amada huir con su raptor.

¿Conque así se cumplían las promesas? ¿Así se guardaba la fe jurada? ¿Esto ocultaban aquellas palabras tranquilizadoras de la última noche?

¡Pérfida! ¡Infame!

Y pasaba junto a mí, platicando con su aborrecido amante, que aún traía envuelta en un pañuelo la mano herida por mí. Yo no pude contenerme, y asomé el cuerpo de tal manera, que lo dos me reconocieron. Antonia palideció. El coronel, enfurecido, sacó una pistola, me apuntó y disparó; pero no era un buen tirador, y la bala pasó lejos de mí.

Entonces gritó a sus asistentes:

— ¡Ea, pronto, a coger a ese bribón! Ahora verás si te escapas de llevar el tambor o de que te cuelgue de un árbol…

Yo quise responder algo terrible que tradujese mi odio y mi cólera; pero no encontré más que esta frase, muy de mi edad y de mi inexperiencia:

— ¿Yo tambor? grité… ¿Sí? ¡Su madre!

El coronel se torció de ira, los asistentes quisieron lanzarse en mi persecución, pero el flanco del camino era montuoso, muy escarpado y lleno de cortaduras. A caballo era imposible seguirme; a pie, tenía yo ventaja. Así es que me alejé lentamente y con toda seguridad, aun cuando oí algunos tiros sonar a mis espaldas. La columna entera había hecho alto, comunicóse la novedad al general en jefe, pero después de haber reconocido este ilustre veterano la imposibilidad de perseguirme con buen éxito, y de haberme contemplado con su anteojo suficientemente, mandó continuar la marcha con gran despecho de su valeroso hijo, que dos veces se había visto burlado por un chico delante de su joven dama.

Sin embargo, de este triunfillo, que me envaneció por algunos momentos y calmó algo mi dolor, cuando desde una nueva altura miré perderse a lo lejos la columna, me sentí desfallecer; me senté sobre una piedra, incliné la cabeza y lloré.

Todo el mundo, en mi caso, al conocer que está consumada la primera perfidia de la mujer que se ama, se pregunta con voz sorda y ahogada por una convulsión dolorosa: ¿Es posible? Yo también me pregunté ¿Es posible?

¡Ay! Largos años de perfidias y decepciones iban a responderme en seguida, que para las mujeres todo es posible.

XIII

Por la tarde bajé por fin al pueblo, y lo encontré mudo, triste y vacío. No estaba allí Antonia.

La mujer querida es la que alegra y hace vivir todo en derredor nuestro. El pueblo, mi casa, mi familia, todo me parecía insoportable. Apenas la ternura de mi buena madre que me creía salvado de un gran peligro, y la severa bondad de mi padre que me dio muchos consejos, pudieron derramar un poco de bálsamo en las heridas de mi corazón.

Después de algunos días en que anduve arrastrando por las soledades mi tristeza, me sentí con deseos de ver a la solterona para hablar con ella de mi mal.

Doloritas me recibió sonriendo y al parecer satisfecha.

— No te aflijas, Jorge —me dijo—, prodigándome extrañas caricias; ya has conocido cuán bribona era la Antoñita; yo me alegro de que te hayas desengañado.

— ¿Se alegra usted? —le pregunté sorprendido.

— Naturalmente, hijito, porque tú eres un buen muchacho, muy amoroso, muy tierno, muy niño, y no merecías a esa perdularia, que lo que deseaba era que se la llevara el diablo, como se la llevó, con un militar que va a dejarla en el primer pueblo del camino. Tú mereces otra cosa, tú mereces un corazón que sea siempre tuyo, que te quiera como tú deseas y que no sea capaz de dejarte por el primer advenedizo. Además, tú eres muy jovencito, y aún no conoces bien lo que es verdaderamente amor. Déjate de miraditas, de suspiros y de niñadas que no tienen objeto, y que no te han de traer más que tristeza y fastidio. Hay otras cosas en el amor que tú no conoces, y que necesitas que te enseñen… Pero eso no puede hacerlo una criatura que todavía tiene la leche en los labios. Te hace falta una mujer que tenga más experiencia que tú. Yo te aseguro que con ella olvidarás a tu Antonia en el término de tres días, y hasta te reirás de haberla sentido tanto.

— Pero, Lola —le respondí—; si eso es verdad, ¿en dónde encontraré ese corazón de que usted me habla? ¿dónde está esa mujer de experiencia que necesito para consolarme? Si ella me prometiera curarme, yo la amaría toda mi vida…

Doloritas se puso como una amapola; sus ojos despedían llamas, su boca estaba seca, y su pecho se agitaba. Abrió los brazos, me estrechó contra su corazón, y me dijo con voz trémula:

— ¡Ah! si tú me prometieras ser reservado, si tú me quisieras como querías a Antonia.

— ¿A usted? —le pregunté azorado.

Por más señales que hubiese visto antes, de la extraña afición que la jamona me tenía, mi inexperiencia y mi amor a Antonia me habían impedido darles su verdadero carácter. Aquella tía me inspiraba una repugnancia invencible. Además, yo la creía muy culpable en el rapto de Antonia.

A mi brusca interpelación, la jamona me alejó de sí; pero pareció calmarse, y leyendo en mi semblante mi absoluto desamor y mi sorpresa, que no ocultaba mi repulsión hacia ella, me respondió:

— Sí, a mí, niño, a mí para ser tu consejera en estos asuntos, para que no te vuelvan a engañar. Te digo que sería necesario que me quisieras como a Antonia, porque así nada me ocultarías y tendrías suma confianza en mí. No lo digo por otra cosa, Jorge, ni tú lo vayas a entender de otra manera, porque bien sabes que yo, teniendo otra edad que tú, y habiendo querido mucho (aquí suspiró) a un hombre digno de mí, no puedo querer ya a nadie, ni menos a un niño como tú.

Respiré. Doloritas se replegaba, ahorrándose un compromiso ridículo. Aquella declaración llevada hasta su último extremo, me hubiera causado horror.

Me alejé y no volví a la casa de la solterona, que por otra parte, lejos de extrañarme, me tomó ojeriza. Sabido es que las mujeres se convierten en enemigas, después de una contrariedad de esta naturaleza.

Seguí viviendo triste en aquella aldea, por espacio de ocho a diez meses, sin querer dedicarme a nada, ni trabajar en nada.

Mi familia estaba alarmadísima, hasta que mi pobre padre, llamándome un día, me preguntó:

— Hijo, ¿quisieras irte a estudiar a México?

Yo di un salto de gozo, jamás me hubiera atrevido a solicitar semejante cosa, pero la verdad era que esa idea me halagaba desde hacía tiempo.

— ¿A estudiar? ¿Y en dónde?

— En un colegio; aunque somos pobres, aplicándote, te podemos sostener y serás lo que tú quieras.

— Con mucho gusto, padre. Ese es mi deseo.

— Pues arreglado; partiremos pronto.

Desde aquel día no pensé en otra cosa. Dar a mi espíritu una ocupación conforme con mis esperanzas y mis ambiciones; ir a México, entrar en otro mundo, poner el pie en los primeros peldaños de una escala que yo había soñado… ¡qué orgullo y qué dicha!

Quince días después, acompañado de mi padre y de algunos parientes, y montado en un caballejo pacífico y meditabundo como yo, me dirigía a la famosa capital de la República, con la cabeza llena de ilusiones y el corazón casi enfermo por las constantes palpitaciones de alborozo.

Los yankees habían evacuado ya la República, y la vida mexicana iba volviendo a su curso normal.

A medida que me aproximaba a la gran ciudad, nuevas sorpresas y más bellas ilusiones acariciaban mi joven imaginación. Un recuerdo me asaltó al entrar en la hermosa calzada que debía conducirnos hasta las puertas de México.

¡Antonia!

Este amor no se había apagado enteramente, y de sus cenizas tibias aún brotaban de cuando en cuando algunas chispas. Antonia tal vez estaba en México; tal vez iba a encontrarla. ¡Qué curioso estaba yo de conocer su nuevo estado! ¡Qué deseos abrigaba de vengarme de ella!

¡Desgraciada!

El destino iba a ponérmela delante más tarde. ¡y de qué manera iba yo a verla otra vez!

Pero esa segunda parte de esta historia de mi adolescencia, pertenece a otro tiempo, y allí tendrá su lugar.

Mi padre me sacó de mi meditación cuando estábamos frente a la garita, y veíamos las grandes calles de la capital por las que hormigueaba la gente. Diome un golpecito en el hombro y me dijo:

— Muchacho, ¡ya estamos en México!

Mis recuerdos y preocupaciones se disiparon como por encanto, en presencia de este espectáculo terrible para un niño de aldea. ¡MÉXICO!


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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