Beatriz. Idilios y elegías

Ignacio Manuel Altamirano


Cuento



I

In Venice do let heaven see the oranks. They dare

not show their husbands; their best conscience.
Is, not to leave undone, buy keep unknown
.

Shakespeare Othello

Other women cloy. The appetites they feed,
but she makes hungry.
Where most she satisfies: for viles things.
Become themselves in her; that the holy priest.
Bless her when she is riggish.

Un destino singular, semejante a un guía burlón, iba a iniciarme desde muy temprano en todos los misterios de la vida, y lo que es más extraño aún, por una serie maravillosa de contrastes, que hacían para mí doble el tiempo y más rápido el aprendizaje. Mi primer amor fue un lampo de aurora; mi segundo amor fue un incendio. Todavía atónito por las volubilidades de la cervatilla, me encontré, cuando menos lo pensaba, en las garras de la tigre. Mi corazón, excitado apenas con el aroma de la margarita silvestre, se atosigó bien pronto con el perfume letal de la rosa, reina de los jardines.

He dicho que Antonia, en su calidad de niña, necesitaba un mentor que fuese niño. A mi vez, yo no sé si la necesitaba; pero el hecho es que, como Juan Jacobo Rousseau, me encontré con una mamá; ya sabéis que así llamaba él a la buena Madame de Varens.

Mi maestra era una mujer cuyo tipo existe todavía, como un resto edificante de la antigua educación que recibió esta sociedad cuando era colonia, y que se encargó de modificar la vida moderna.

Pero no anticipemos, y hagamos la historia desde el principio.

Estudiaba yo; ya recordaréis que mi buen padre me trajo a México con la intención de meterme en un colegio. Así lo hizo, y por dos años me estuve inocentemente estudiando, confesando y comulgando, como lo acostumbraban los jóvenes que en aquel tiempo tenían la dicha de ilustrarse en esa especie de redil que se llamaba, pomposamente, un colegio.

¡Un colegio! ¡qué mundo de recuerdos evoca este nombre para mí! Tristes y alegres, gratos y fastidiosos, todos pasan en tropel por el campo de mi fantasía en las horas silenciosas de la noche en que escribo esto. Yo en el colegio fui alternativamente feliz o desdichado. Allí dejé el pelo de la dehesa, allí comencé a deletrear en el gran libro del mundo, allí contraje numerosas amistades de las que he perdido muy pocas, y allí por último se me apareció entre las sombras de la meditación, la encantadora imagen de Beatriz, como una realización inesperada de mis deseos juveniles.

Es preciso decir lo que era entonces un colegio, para hacerla conocer bien a los muchachos que hoy disfrutan el beneficio de educarse a la moderna, y más todavía a los que mañana no encontrarán en las escuelas ni un solo espectro de los que espantaban a los jóvenes de mi época, ni una sola ranciedad de las que nos fastidiaron a nosotros sin lograr por eso hacernos amar a las antiguallas.

Un colegio era una gran casa parecida a un convento, y en la que bajo la advocación de un santo cualquiera, se enseñaban las ciencias a la juventud. Esta gran casa tenía un aspecto amable, y el más propio para cautivar el espíritu de los muchachos y hacerles gustar del estudio.

Figuraos tres o cuatro patios generalmente sombríos, más bien a causa de la altura del edificio y del color de las paredes y de los corredores, que de la falta de luz. El hermoso sol de nuestra tierra no penetraba allí sino velado; los hombres de aquella época juzgaban a propósito pintar de negro los nidos, para no hacer peligrosa la alegría de los gorriones que en ellos se educaban.

En estos tres o cuatro patios, circuidos todos por oscuros corredores, se alojaba aquel mundo que se llamaba un colegio. Arriba vivían los estudiantes; abajo estaban las cátedras, el refectorio, la capilla, el general, la cocina, la despensa, los cuartos de criados, etc.

Las habitaciones de los estudiantes eran magníficas, pues se hallaban modeladas según las que se destinaban a los criminales en las cárceles de aquel tiempo. Consistían en una pieza pequeña que comunicaba con el corredor por una puerta, y que además solía tener una ventanilla con una reja de hierro.

En esa pieza vivían generalmente cuatro o cinco estudiantes. A veces el número era mayor, aunque el de puertas y ventanas era el mismo, de manera que la ventilación era excelente.

La higiene preocupaba muchísimo a los directores de semejantes establecimientos, y no pocos de los antiguos educandos deben la robusta salud de que disfrutan hoy a los solícitos cuidados de que fueron objeto, y a la sana alimentación que recibieron en la época feliz de su juventud.

Por lo demás la vida de colegio era encantadora, como que estaba enteramente calcada sobre la vida monástica, la de los tiempos de la Tebaida, se entiende, porque ni por todo el oro del mundo se nos hubiera permitido imitar la edificante conducta de los virtuosos anacoretas que en ese tiempo honraban nuestra santa religión con sus evangélicas virtudes.

Así pues, nuestra vida giraba en el eterno círculo del ayuno, del rezo, del estudio, de la contemplación y de la taciturnidad. A las cinco de la mañana, en el verano como en el invierno, el toque de una campana nos despertaba del sabroso y pesado sueño de la juventud. Una mano poco ceremoniosa abría la puerta de nuestro cuarto, y la cabeza de Medusa del padre maestro o prefecto de estudios, abrigada bajo un birrete negro y grasiento, se introducía para gritarnos con voz cascada, el sacramental ¡arriba!

A esta palabra nos levantábamos sobresaltados, nos poníamos de prisa los desgarrados vestidos del colegial, y nos lanzábamos al corredor a recibir al agradable fresquecillo de la mañana. En algunos de esos colegios donde los estudiantes dormían en un largo salón, el susodicho padre maestro o prefecto obligaba a todo el mundo a saltar del lecho a medio vestir, persignándose y rezando en voz alta el himno aquel:

Jam lucis orto sidere
Deum precemur supplices
Ut in diurnis actibus
Nos servet a nocentibus, etc.
,

…después de lo cual salíamos a los corredores a murmurar con voz soñolienta y tiritando de frío, nuestra lección del día. A las siete, poco más o menos, otro campanazo nos mandaba ir a misa. Bajábamos a la capilla de dos en dos, en silencio, y con una compunción que nos habría envidiado un claustro de capuchinos. En la capilla nos aguardaba ya el capellán, revestido y acompañado de sus acólitos, muchachuelos escogidos entre los más decentes del colegio. Nos poníamos de rodillas bajo la mirada paternal y tierna del prefecto, y presenciábamos el santo sacrificio, sin que nos fuera dado sentarnos una vez siquiera en las bancas, que para mortificar nuestro miserable cuerpo se colocaban a nuestro lado. Algunas pelotillas de pan lanzadas por alguna mano irreverente sobre el augusto altar, y que por acaso solían pegar en el cerviguillo del venerable ministro, eran un pretexto suficiente para castigar al colegio privándolo del desayuno. Estos castigos eran las gangas de la mayordomía.

De misa, cuando no había castigo, pasábamos al refectorio. El padre maestro decía el benedicete, y luego nos sentábamos; circulaban entonces los portaviandas con las jícaras de chocolate, de un chocolate suculento de pepita de calabaza, capaz de nutrir el estómago más rebelde; un panecillo sabroso e invariable, era el compañero del fingido soconusco, y después de devorar todo eso, salíamos a hacer nuestra toilette que consistía, como es de suponerse, en arreglarnos pasablemente los cabellos, y en anudárnoslo más graciosamente posible el descolorido arambel que nos servía de corbata.

Después, la campana otra vez nos prescribía el estudio. ¡El estudio! ¡Ah! entonces sí que se estudiaba; entonces sí que se conocían los buenos libros, y no se era, como ahora, erudito a la violeta. Los estudios preparatorios debían ser, y eran, en todos los colegios, los siguientes: gramática latina, por Nebrija o por Iriarte; este estudio estaba dividido en cuatro clases, a saber: mínimos, menores, medianos y mayores. Todo hombre que deseara tener una carrera científica, debía comenzar entonces por saber latín. El latín era indispensable, y aun los ricos, los viejos ricos que pretendían hacer de sus herederos alguna cosa grande en el mundo, opinaban como el Mr. de la Jeannotiére de Voltaire, que debían éstos saber su poco de latín. Por supuesto que el tal latín no era el conocimiento de la literatura latina, ¡ca! no; reducíase a algunas traduccioncillas que se aprendían automáticamente, a algunos retruécanos que venían repitiéndose desde el tiempo de Luis Vives, y algunos diálogos que hubieran hecho exclamar a Pedro Gringoire, con más razón que en los tribunales del viejo París: ¡Eheu! ibassa latinitas! Del latín se pasaba al estudio de la lógica.

Stuart Mill no había aún publicado su método, y si hubiera sido conocido, habría quedado quemado por la mano del portero, entre la rechifla de aquellos grandes sabios. Se estudiaba entonces Lógica por Jacquier; por Bouvin; y los más ilustrados profesores escogían por texto la Lógica de Heineccius. Aquello sí que enseñaba a discurrir. Meses enteros se consagraba uno a la gravísima cuestión de las ideas innatas, resolviéndola lindamente por medio de los silogismos en Bárbara o en Celarent, Darii, Feriioque, Baralipton. El ergotismo enfrentaba los indiscretos ímpetus del espíritu, y entonces sí que no se conocía la palabrería de la actualidad; la charla estaba proscrita, y al concluir el estudio de la lógica podía uno muy bien vanagloriarse de no haber fatigado en vano ni su lengua ni su garguero.

Ya que estaba uno convertido en cocuyo con la luz de la lógica, se lanzaba atrevidamente en los tenebrosos abismos de la metafísica. ¡Oh, la metafísica! ¡Qué ciencia tan positiva y tan útil! ¡Cómo siento que nuestros legisladores inficionados por el veneno de los principios modernos, hayan suprimido en las escuelas nacionales el estudio de la metafísica que por tantos años había sido la antorcha del género humano! ¡Qué discusiones aquéllas sobre los entes! ¡Qué argumentos en favor de la existencia de Dios, como que sin ellos era imposible decir una palabra razonable sobre el asunto! ¿Y la Psicología? Si después de aquellas lecciones sentía uno de veras el alma del cuerpo… ¿y el tratado de los ángeles? ¿y el otro sobre el alma de las bestias? Todo era admirable. Medio año se empleaba en adquirir tan bellos conocimientos, y aún parecía poco; así lo decían los profesores, así lo repiten aún hoy los espíritus ilustrados que han emprendido la buena obra de querer volvernos a aquellos tiempos, y así lo creo yo también, que me hallo muy satisfecho de haber consagrado los mejores días de mi juventud a esas graves materias, de que saqué un indisputable provecho.

Por este orden seguían los demás estudios: la Moral, la Ideología, un poquillo de Matemáticas, como que era lo que menos se necesitaba para ser ilustrado en aquel tiempo, y aún hoy, según he oído decir recientemente a algunos diputados en el Congreso de la Unión. Así opinaba el excelente ayo de Jeannot, hijo. Después venían la Física en dosis homeopática y sin necesidad de tener un gabinete; la Geografía en diez lecciones, y no más. Tales eran los estudios preparatorios, de los cuales he querido hablar porque la historia que va a seguir tuvo su curso durante ellos; de modo que los recuerdos del colegio en esa época, están inevitablemente ligados con los recuerdos de una mujer y de una serie de sucesos íntimos inolvidables.

Pero aún no está concluida la descripción de la vida de colegio.

Quedamos en el estudio de la mañana. Una vez concluido éste, entrábamos a cátedra. Allí un profesor lleno de sabiduría nos explicaba el texto bostezando, y nos ponía de rodillas de cuando en cuando, si no sabíamos la clase, o bien nos hacía encerrar en una cárcel, o nos ponía a pan y agua. En algunos Colegios, como en San Gregario, el castigo era todavía más enérgico. Se aplicaban al alumno, cualquiera que fuese su edad, sendos latigazos, correctivo de que, sea dicho en verdad, no tuvimos el gusto de ser partícipes.

De cátedra salíamos a tener un rato de solaz. Se conversaba entonces, se reía, se jugaba. Algunos muchachos que amaban la lectura sacaban entonces librillos sabrosos para devorarlos; novelillas francesas, y algunos poetas españoles hacían el gasto. En casi todos los colegios había una biblioteca más o menos grande y buena, pero en ninguna de ellas se permitía leer a los estudiantes un solo libro. ¡Feliz aquél que a hurtadillas podía recrearse con un clásico, griego o latino! Los estudiantes no debían saber más que lo que se les quería enseñar. Recuerdo que una vez, durante nuestro estudio de latinidad, un amigo mío fue encontrado leyendo un bello ejemplar de Tibulo. ¡Horror! El libro le fue arrebatado de las manos, y el pequeño criminal fue encerrado, ni más ni menos que como un conspirador contra el orden público. El rector creía muy peligrosas para la imaginación de un joven, las ardientes elegías consagradas por el más sensible de los poetas del tiempo de Augusto a la hermosa Delia. En cambio, nada encontraba el severo pedagogo de reprensible en la famosa bucólica de Virgilio, que comienza:

Formosus pastor Corydon ardebat Alexim
Delicias domini, ne quid speraret habebat.

Y tenía razón, puesto que una mano venerable y consagrada había colocado expresamente este bello modelo en la colección de los autores latinos, que se había escogido, como el mejor texto, para la juventud.

Al mediodía, otra vez la campana invitaba al colegio a pasar al refectorio, donde una comida suculenta esperaba al alumno para restaurar sus fuerzas. La bondad de este banquete diario es todavía un motivo de recuerdo delicioso y grato para los que se educaron en otro tiempo. En la cuaresma se comía rigurosamente de vigilia, como era debido.

Después de comer se estudiaba, porque precisamente a esa hora el espíritu, sobre el cual para nada influye la materia, se hallaba en la mayor aptitud para pensar y retener. Las cátedras vespertinas eran iguales a las de la mañana. En la noche se escuchaba devotamente en la capilla la vida del santo del día, después de la cual se rezaba el rosario con su correspondiente letanía, antífonas, etc., etc. Con esta devoción se cerraban los trabajos del día y se acostaba uno a las nueve o diez de la noche en medio del mayor recogimiento.

Los domingos se salía a la calle después de misa, y se entraba al colegio a las oraciones de la noche. Afortunadamente los días de fiesta eran frecuentísimos, de modo que en todos ellos se encontraba el apetecido descanso. Cada mes se comulgaba, consagrándose dos días antes a preparar la conciencia, a cuyo efecto se ponía en manos de los jóvenes el piadoso libro del padre Jaen, cuyas lecciones acababan de aclarar prontamente las dudas que hubieran podido abrigar los muchachos sobre ciertas materias. Los ejemplos del padre Jaen completaban en castellano las lecciones latinas de Virgilio, y aun ilustraban la conciencia juvenil sobre nuevos y más complicados asuntos.

De esta manera se iba ascendiendo en la escala de los conocimientos humanos, y pasando de la infancia a la adolescencia, de la adolescencia a la pubertad. Cuando solía uno entrar en los círculos mundanos, ya iba armado con un arsenal de teorías. La imaginación podía descarriarse antes de la salida al mundo, pero la devoción había sido enseñada como un antídoto infalible, de modo que entonces la inmoralidad no hacía estragos, y si los hacía, quedaban conjurados con las poderosas armas de la fe.

No debe olvidarse que estoy hablando de un colegio tal como era antes de 1857, época en que, sin embargo, ya los principios modernos habían inficionado la enseñanza. Allá, al comenzar el siglo, el régimen escolar era todavía más agradable, y sobre todo, más ajustado a las santas reglas de la honestidad.

Como unos diez años antes de ese famoso en que se proclamó la Constitución, y como lo he dicho en otra parte, poco después de la invasión norteamericana, yo hacía mis estudios preparatorios en el colegio de… en la manera y forma que dejo apuntadas.

II

Mi padre, previendo que yo necesitaría en México de algún amparo, y sobre todo, de una persona a quien respetar y a quien acudir en demanda de consejo, me recomendó, al dejarme en el colegio, a un pariente suyo, eclesiástico venerable y que por su saber y sus virtudes había obtenido una canongía en la Colegiata de Guadalupe.

Este santo personaje, que había sido cura en el Estado de Veracruz hacía cosa de treinta años, poseía junto a mi pueblo precisamente, un rancho de los mejores del rumbo y unos grandes terrenos en que sembraba tabaco, todo lo cual había sido el fruto de sus trabajos en el cuidado de las almas.

Como el canónigo residía en México, había confiado a extrañas manos la administración de aquellos cuantiosos bienes que le producían una renta pingüe, pero había tenido que acudir muchas veces a la honradez de mi padre para que en su calidad de inteligente campesino, ranchero, y pariente suyo, le arreglase varias dificultades y ejerciera cierta vigilancia sobre los administradores. Así es que debía grandes consideraciones a mi padre, y éste pudo, en esa virtud, solicitar de su respetable pariente protección para mí.

El señor prebendado la ofreció muy amplia, no sin exigir de mi padre que cuidase, a su vez, de los becerros, de la ordeña, del herradero y de las cosechas de tabaco. Así es que en virtud de este contrato facio ut facias, como diría un jurista, hubo encargo recíproco de tutelas, y yo quedé bajo la del piadoso sacerdote.

Era éste un grave personaje de cincuenta y tantos años, de elevada talla, robusto, coloradote y bien conservado. Mantenía, como todos los hombres de su profesión y de su posición, numerosas relaciones en México con las grandes familias y los más famosos próceres de la política. Así es que, cuando él no pasaba el día en el seno de una familia aristocrática, recibía en su casa a un gran número de personas: generales, senadores, diputados, jueces, ricos tenderos españoles, agiotistas célebres, opulentas y viejas devotas, y otras muchas gentes de ambos sexos.

De manera que en las primeras visitas que le hice, me formé una gran idea de su influencia y de su saber, y desde su antesala, en que aguardaba con mi timidez de catorce años a que me llamara para disfrutar el honor de… saludarle, y viendo pasar delante de mí a una tan abigarrada falange de cortesanos y cortesanas, me figuré buenamente que el señor canónigo era un semidios.

Por supuesto que las audiencias que me concedía eran brevísimas, y en ellas respondía yo en pie a las tres o cuatro preguntas que hacía sobre mis estudios y alimentos, después de lo cual me observaba un momento fijando en mí una mirada altanera a través de sus oscuros anteojos de oro y bajo sus espesas cejas grises, y concluía recomendándome que fuese devoto, y amenazándome con la ira de mi padre si no obedecía.

¡Qué impresión tan terrible me producían estas audiencias! El canónigo me inspiraba al principio una especie de terror místico. Yo comprendo que esto provenía de su sequedad al hablarme y del aparato de que le veía yo rodeado, porque me recibía en su gabinete de estudio, que estaba arreglado a la manera eclesiástica. Era amplio, pero iluminado débilmente por una ventana estrecha y cuyos cristales estaban cubiertos con cortinas descoloridas y sucias; el tapiz era también oscuro y viejo; el mueblaje consistía en seis grandes libreros de madera negra llenos de pergaminos in folio y de otros libros viejos eclesiásticos de pastas desagradables. Algunos sillones antiguos de cuero mostraban sus cojines y respaldos destripados junto a una gran mesa cubierta con una carpeta de bayeta verde, sobre la cual se mostraba el enorme e indispensable tintero de plomo o de cobre con su haz de plumas de ave, y en medio de libros colocados simétricamente, y de papeles, y de cuadernos forrados en badana oscura, se destacaba un enorme crucifijo de madera chorreando sangre, pero adornado con su corona y potencias de plata, con su cendal de lino, encarrujado y sucio, y sus flores de trapo manchadas de tinta. Esta mesa estaba colocada junto a un librero, y entre éste y ella se hallaba el gran sillón del canónigo, en el que se mostraba el austero personaje medio oculto entre las sombras de aquel santuario. Descansaba generalmente los brazos sobre una carpeta de hule, a cuyas orillas se mostraba abierta una petaquita grasienta rellena de grandes tabacos, o bien una gran caja de oro para polvos, el braserillo de plata con su pequeño cono de ceniza ocultando la braza, y junto a él un gato enorme, el favorito de su reverencia.

Sobre los estantes de libros colgábanse diez o doce cuadros espantosos, y no sé si de la escuela española o mexicana, pero que representaban suplicios de vírgenes desmelenadas, frailes desollados, escenas de la Pasión, y quién sabe cuántos horrores más, pero que según los peritos en el arte de la pintura, eran de un gusto excelente.

Tal era el cuadro no menos desapacible ante el cual me encontraba yo, casi todos los domingos en que iba a saludar al venerable prebendado de la Villa.

¿Qué extraño, pues, que yo saliera de allí hastiado y sintiendo oprimido el corazón? Parecíame, al respirar el aire libre de la calle, que salía yo de una cueva.

Así pasaron dos o tres años, y durante ellos jamás me vino el menor deseo de pedir consejo sobre nada a tan santo varón. Me hubiera llevado el diablo más bien que acercarme a aquel pozo de sabiduría que se me presentaba rodeado de ortigas, a aquella seráfica virtud metida en el zurrón de un jabalí disecado. Por otra parte, el viejo canónigo, asaz ocupado con sus compañeros de conspiración contra el orden público (porque era conspirador) y con sus viejas devotas, maldito el caso que hacía de mí, y nunca se dignó humanizarse hasta el grado de invitarme a comer una vez siquiera. En vano yo, por orden de mi señor padre, le hacía partícipe de los regalos que solía enviarme al colegio, y consistían en sendos ponites de mangos y de plátanos de Orizaba, o en algunas docenas de aromáticas piñas de Córdoba, o en algunas arrobas de carne cecina de Nopalapan, obsequios todos muy apreciados en esta capital. El glotón prebendado se contentaba con enseñarme un diente, formulando una especie de sonrisa protectora, mandaba recibir el obsequio, que se apresuraba a devorar en unión de sus hijas de confesión; hablándome de las frutas que le llegaban a él del mismo rumbo, y me despedía con su frase de siempre ¡aplicarse! ¡aplicarse!

Y en tanto, mi confiado y laborioso padre, creyendo que el canónigo me dispensaba mil consideraciones, se afanaba para captarse más su voluntad, y aun descuidando sus propios intereses, en cuidar los becerros, la ordeña y el herradero en los ranchos del egoísta viejo, y yo me guardaba bien de escribir al autor de mis días dándole la noticia de la benevolencia con que trataban a su recomendado. Por otra parte, yo no había ido a pasar las vacaciones a mi tierra, prefiriendo mi padre, según me decía, privarse de verme en todo ese tiempo, con tal de que me quedara divirtiéndome en México y pasándome buena vida en la casa del canónigo, donde él suponía que yo habría tenido el buen gusto de ir a alojarme. Entretanto, yo soportaba los tristes días de diciembre encerrado en el colegio, en unión de los pocos muchachos perdidos que se quedaban allí, castigados por su holgazanería durante el año escolar.

Pero un domingo de los primeros del mes de enero, al hacer mi visita de costumbre al prebendado, éste, desarrugando el ceño y encendiendo un enorme puro, me mandó sentar en uno de los destripados sillones, y me habló así, con un acento un poco meloso:

— Jorge, deseaba que vinieras para decirte que mañana entrará en tu colegio un niño muy decente, muy bueno, muy juiciocito, hijo de padres muy recomendables, y a quien yo quiero con entrañable cariño. Como tú eres antiguo allí y debes conocer el modo y tener muchos amigos, te lo recomiendo mucho, muy mucho, para que seas su protector, su defensor, y no permitas que le hagan las maldades que acostumbran con los niños nuevos. Tú eres fuerte, tengo idea de que te haces respetar, porque seguramente te pareces en el genio a tu padre y a tus tíos, a quienes he conocido en otro tiempo como hombres valientes y resueltos, ¿no es verdad?

— Señor —le respondí—, al principio yo padecí mucho como todos los colegiales nuevos, con la guerra que me hacían los antiguos, pero como no han logrado dominarme, acabaron por ser mis amigos, y yo le respondo a usted de que no le harán nada al niño de que usted me habla.

— ¡Magnífico! —replicó el canónigo— Cuento entonces contigo, y me alegraré de poder escribir a tu padre diciéndole que te portas bien en todo lo que te mando. Como te iba diciendo, el niño que va a entrar es inocentísimo, y no ha oído en su vida ni una mala palabra, porque los ejemplos que ha visto en su casa son todos de virtud, de recato y de temor a Dios; de modo que cuidarás de que no tenga malas amistades y de que no oiga conversaciones pecaminosas; además, como es un niño muy fino y muy delicado, es preciso que lo cuides mucho; evítale trabajos y sírvele como de hermano mayor. Sus padres y yo te lo agradeceremos mucho, y su mamá, que es una santa, un ángel del Señor sobre la tierra, se tranquilizará sabiendo que hay en el colegio quien proteja al niño, y aun te protegerá en lo que pueda.

Mañana, yo mismo lo llevaré en compañía de su mamá, y te llamaremos para presentártelo. Se llama Luisito.

Yo prometí al canónigo cuidar de Luisito con esmero, y después de esto, el viejo me despidió más bondadosamente que de costumbre, diciéndome como siempre:

— ¡Vaya, pues, hasta luego, y aplicarse, aplicarse!

III

Maldita la cosa que me importaba a mí el tal Luisito, tanto más, cuanto que había visto que la protección del eclesiástico no me había servido de nada, pero me proponía, sin embargo, cumplir lo ofrecido, siquiera para aprovechar la oportunidad de proteger al débil. Era la primera ocasión que se me presentaba de prestar mi apoyo contra la indolencia característica de los colegiales, y en defensa de una criatura enclenque.

Al siguiente día me desperté con cierta curiosidad. Los colegiales estaban llegando de vacaciones, y hacían meter en sus cuartos respectivos la clásica cama de madera pintada de verde, el baúl forrado de cuero peludo, la cómoda llena de raspaduras, el colchón sucio y enrollado, la sombrerera de cuero, y otras zarandajas que formaban su pobre menaje. Los recién llegados saludaban con efusión a los que les habían precedido, y se contaban mutuamente sus aventuras de vacaciones. Esta vuelta de las vacaciones es uno de los recuerdos más risueños del que ha sido estudiante, y pocos hay que no sientan conmoverse aún su empedernido corazón al volver los ojos al pasado y recordar aquellos días de enero en que se esperaba con impaciencia la llegada de los hermanos de colegio, hermanos quizá más queridos que los hermanos de sangre. Colocábanse generalmente los colegiales en el patio, para ver entrar a los amigos y a los nuevos. Los cargadores, que eran los primeros en entrar con el susodicho equipaje, hacían palpitar de curiosidad a los que esperaban. A poco llegaba el amigo riendo estrepitosamente, gritando por sus nombres y apodos a sus amigos y abrazándolos de una manera ruda. Todo era risotada, tumulto y barahúnda a cada entrada de estudiante.

Con los nuevos era otra cosa. Si se veía llegar un equipaje recién comprado y flamante, se comprendía luego que pertenecía a un nuevo: éste llegaba como azorado, como espeluznado, mirando por todas partes y recelando de todo, pegándose mucho a su padre o tutor, que generalmente le servía de patrono para entrar en la terrible casa. Los colegiales fisgaban, criticaban sin piedad, discutían los apodos que iban a ponérsele y concertaban las espantosas travesuras de que iban a hacer víctima al susodicho nuevo.

Esa mañana de que estoy hablando llegaron muchos antiguos y algunos nuevos, pero no aparecía aún Luisito, y eran las diez de la mañana.

Fuéronse todos a estudiar, pero yo me di maña para quedarme esperando en el primer patio, seguro de que el canónigo no tardaría en llegar con el chico.

En efecto, a las once oí acercarse un carruaje; el empedrado de la calle resonaba con las herraduras de dos caballos frisones, y un momento después, éstos se pararon frente a la puerta del colegio. El carruaje era magnífico y revelaba pertenecer a una familia opulenta. El cochero y el lacayo vestían una lujosa librea. Los soberbios frisones tordillos rodados ostentaban guarniciones riquísimas.

Yo me asomé a la puerta para ver bien: el lacayo bajó del pescante, abrió, descubriéndose, la portezuela, bajó y aguardó inclinado. Entonces el canónigo salió recogiéndose el luengo manto de paño, apoyando con cuidado el largo pie calzado con chinela de hebilla de oro en el estribo, y sacando con dificultad el gran sombrero acanalado, todo lo cual formaba el hermoso arreo de los ministros del Señor en aquella época, arreo por lo cual suspiran todavía algunos aficionados a las usanzas carnavalescas.

El canónigo, luego que se hubo colocado su gran sombrero a la don Basilio y acomodándose los anteojos de oro, fue a ofrecer galantemente la mano a una dama, para ver a la cual todo yo me volví ojos.

¡Ah! y valía la pena. ¡Qué aparición! ¡Qué mujer! ¡Cómo me sonríe todavía esta encantadora imagen después de tantos años, y de tantas vicisitudes, y de tantas mujeres!

La dama era hermosísima y vestía lujosamente a la española, como la mayor parte de las grandes señoras de México en aquel tiempo. Yo no vi por lo pronto más que un bello rostro que se inclinaba para ver el estribo, una rica mantilla negra que ondeaba sobre los hombros y velaba el semblante y el cuello blanco y majestuoso, una ancha falda de moaré negro que crujía al desplegarse fuera del coche; una manga también negra, de la que se destacaba entre un círculo de finísimos encajes un puño de alabastro, rematando en una mano aristocrática cubierta con un guante color de caña y llevando un devocionario con pasta de marfil y un rosario de pequeños corales entre los dedos. Otra mano igual se alargó al canónigo buscando su apoyo; luego asomó entre la falda un hermoso pie calzado con zapato bajo de seda (no usaban botitas entonces) de color oscuro, con lindas cáligas; después el principio de una pierna robusta y elegante, cubierta con una media bordada de seda color rosa. Y luego sufrí una especie de vértigo: la sangre juvenil, mi sangre virgen y ardiente me había puesto una venda roja en los ojos. Creí que iba a caer. Ni vi bajar al niño, ni me importaba después de haber visto a aquella diosa.

Detuviéronse un instante para que la dama arreglase su tocado y el jovencito su chaleco, pantalones y corbata. En este tiempo pude reponerme y colocarme, desde mi escondite pude contemplar a mi sabor a la dama. Tendría de treinta y cinco a treinta y ocho años; sí señor, era una beldad, un po matura, como entre el claroscuro de un corredor, de modo que no fui visto por ninguno. Pero dice Mephistófeles en la ópera, pero ¡qué hermosa! y ¡qué fresca! y ¡qué provocativa! Tenía todos los encantos punzantes de las frutas del trópico en plena sazón.

Conducida por el canónigo atravesó el primer patio para dirigirse a la sala rectoral, y entonces pude admirar toda la esbeltez de su talle que le hubiera envidiado una joven de quince años, toda la gracia, toda la soupplesse de sus movimientos, toda la opulencia de sus formas, perfeccionadas por el genio de la voluptuosidad. Volvió por casualidad el semblante hacia el lado en que yo me encontraba, y al mirarlo de nuevo, me pareció más bello todavía. Cabellos rizados sobre una frente blanca y tersa; ojos negros, dulces y apasionados, revelando inteligencia y energía; nariz altiva; labios de granada, sensuales y húmedos; un cuello erguido; todo, en fin, me hizo conocer por instinto que aquella mujer no era vulgar. Sentí desfallecer mi corazón. ¿Qué significaba eso?

¡Qué diablo! Siempre que alguna mujer ha tenido que influir algo en mi vida, me ha producido al verla semejante impresión. ¿Es el aviso misterioso del Destino? ¿Es el aletazo de esa procelaria invisible que se llama el agüero? No lo sé, pero la experiencia me ha enseñado a conocerlo, y jamás ha fallado.

El señor rector, avisado de la llegada de tan extraordinaria visita, salió a recibirla apresurado, y la condujo a su sala. Algunos momentos después fui llamado.

Era la primera vez que iba a verme frente a frente de una dama distinguida y hermosa, y se apoderó de mí una emoción terrible. El corazón me palpitaba fuertemente, la sangre me subía a la cabeza y se me doblaban las piernas. A esta primera turbación sucedió rápidamente una especie de miedo; debí haber palidecido espantosamente. Así me acerqué a la puerta de la sala rectoral, y toqué.

— ¡Adentro! —dijo con voz imperiosa el rector.

Y me encontré entonces frente al temible grupo, al cual no pude distinguir; tal fue el vértigo que sufrí; apenas pude inclinarme y balbucir un saludo incomprensible.

— Jorge —me dijo el rector—, el señor canónigo ha llamado a usted para presentarle a este niño.

— Vamos —añadió el eclesiástico—, aquí tiene usted a Luisito.

El chico se quedó viéndome como un imbécil y nada habló, permaneciendo sentado en el sofá entre su mamá y el canónigo.

— Niño —dijo entonces la dama—, abraza a tu amigo, al que va a ser tu amigo y tu compañero en el colegio.

Luisito se levantó y vino a abrazarme. Yo correspondí con una amabilidad automática. La presencia de la bellísima señora, el sonido de su voz dulce y penetrante me tenía arrobado.

Yo no sabía más que mirarla e inclinar la vista dominado por aquellos ojos ardientes y lánguidos.

— El señor doctor me ha dicho —añadió ella—, que usted es un niño muy bueno y muy aplicado, y eso me ha dado mucho gusto, porque Luis tendrá en usted un amigo como yo lo deseo; ¿no es verdad que lo va usted a querer mucho?

— Sí señora, mucho —respondí con vivacidad—: en mí va a tener un hermano, y ustedes, no se arrepentirán jamás de haber confiado en mí.

— Gracias, gracias, jovencito —replicó la dama—; estoy muy tranquila.

Y luego, volviéndose al rector y al canónigo, les dijo en voz baja, pero de modo que yo lo oyese:

— ¡Qué simpático es!

Evidentemente aquella frase había sido dicha para halagarme; iba a ser el amigo y el protector de su hijo, y natural era que procurara captarse mi voluntad; el hecho es que yo me sentí dulcemente lisonjeado, y al acabar de pronunciar ella aquellas palabras, le dirigí una mirada muy atrevida para un colegial de dieciséis años.

— No tenga usted cuidado, Beatriz —dijo el canónigo—: este Jorge es un excelente muchacho; él sabe que me está recomendado por su padre, que es un honrado amigo mío y pariente; de manera que viéndome a mí como su protector, en México, él hará por darme gusto todo lo posible en favor de Luisito.

— En cambio, yo seré para él una amiga tierna, una madre que lo querrá mucho y que procurará hacerle menos amarga la ausencia de su familia.

Beatriz, que se levantaba, dijo esto con acento conmovido y mirándome dulcemente; me alargó una de sus manos hechiceras que yo me apresuré a tomar entre las mías trémulas, y aun la habría besado mil veces si la presencia de aquellos dos viejos no me hubiera quitado en el acto la tentación fuerte que me vino. Luego me preguntó:

— ¿Usted tiene aquí alguna familia conocida en cuya casa pase los domingos y días de fiesta?

— No señora —respondí—; la única persona respetable a quien estoy recomendado en México es el señor canónigo, a quien visito todos los domingos un momento, y me vuelvo al colegio.

— Usted sabe, Beatriz —interrumpió el canónigo—, la casa de una persona como yo, que vive sola… no puede ofrecer atractivos a un joven deseoso de distraerse, de pasear… por eso no detengo jamás a Jorge, que preferirá pasear un poco.

— Pues bien, Jorge —dijo la dama—, desde hoy sabe usted que tiene una casa en la calle de… número… y espero a usted en ella todos los domingos. Vendrá el coche por usted y Luis, y por nada deje usted de acompañarle. Señor rector, yo espero que usted no tendrá inconveniente en permitir a Jorge que vaya con mi hijo a casa, ¿no es verdad?

— Ciertamente, señora —contestó el rector— y yo me alegro de que este muchacho tenga la oportunidad de frecuentar una casa tan respetable como la de usted, en la que se encontrará siempre un círculo de personas distinguidas, con cuyo trato irá familiarizándose con la sociedad, puliendo sus maneras y dejando ese encogimiento que es propio de un joven campesino. ¡Oh! es una fortuna para usted, Jorge, esta que se le ofrece, y yo espero que sabrá usted agradecerla y aprovecharla.

— Sin duda, señor rector, yo agradezco con todo mi corazón tamaño bien, y procuraré hacerme digno de él —contesté yo inclinándome ante la señora.

Entonces ésta, con los ojos inundados de lágrimas, abrazó a Luis y le besó en las mejillas, diciéndole:

— Tú te quedas, mi Luis; dentro de una hora te enviaré tus cosas.

El rector indicó que podíamos Luis y yo acompañar a la señora hasta la puerta referida. Allí Beatriz volvió a abrazar y a besar a su hijo, procurando ocultar el llanto, y luego volviéndose a mí con una amable sonrisa, aunque con las lágrimas temblando en sus largas pestañas, me dijo apretándome la mano:

— Hasta el domingo, Jorge; mire usted que le espero. ¡Le dejo a usted a mi hijo!

Una de aquellas lágrimas había caído en mi mano; yo la llevé a mis labios, y apenas pude responder:

— No tenga usted cuidado, señora, no tenga usted cuidado.

El canónigo se despidió también de nosotros, abrazó a Luis y me dio la mano; pero yo apenas le hice caso, absorto como me hallaba, siguiendo con una mirada de profundo cariño a la hermosa Beatriz que entró en su coche apoyada por el rector.

Despidióse éste del canónigo; aún se asomó la dama para darnos el último adiós, y el carruaje partió dejándome como petrificado.

La voz del rector me sacó de mi éxtasis amoroso, mandándome que llevase a Luis al estudio y que le indicara cuáles eran los deberes que tenía que cumplir.

Luisito era un muchacho de doce a catorce años, de modo que era poco menor que yo, raquítico y revelando en todo su carácter al niño mimado y orgulloso, pagado de su aristocracia y de su dinero. Conmigo se mostraba amable, confiado y expansivo, y aun comprendió desde luego que él iba a ser la yedra y yo el olmo, que su debilidad tenía que buscar apoyo en mi fuerza, y que era perfectamente inútil que allí mantuviera los humos de niño rico, que son tan ridículos y que de nada sirven en un lugar en que el primer rango está reservado a la inteligencia. Así, pues, desde el primer instante se plegó ante mi energía y mi superioridad.

En cuanto a mí, a las dos horas de hablar con él, había yo reconocido que Luisito era un solemne bestia.

IV

Inútil es decir que esperé el domingo siguiente con una impaciencia extraordinaria. Mientras, Luisito se encargó de entretenerme informándome confidencialmente acerca de todo lo que yo deseaba saber y no me atrevía a preguntarle. Así, supe que su papá se llamaba don Salustiano Rodríguez, que era rico, dueño de casas, viejo, de mal genio, que usaba peluca y dentadura postiza, que estaba poco en casa, adonde iba nada más a comer y a dormir ya muy tarde, que tenía numerosos amigos de todas clases, algunos de muy mala catadura, que solía ausentarse de México por bastante tiempo, que tenía muchos caballos en sus caballerizas, y varios carruajes, entre los que el más lujoso era el que usaba siempre la señora, y el más grande, uno de camino que tenía su cochera aparte; que su amigo más íntimo y a quien guardaba más consideraciones era el canónigo, quien se pasaba días enteros en la casa y solía mandar como amo en la ausencia del verdadero; que la señora era devota, muy devota, que tenía oratorio en la casa, un oratorio muy bonito, donde a veces venía un capellán a decir misa; pero que la señora prefería oírla en una iglesia, por lo cual salía todas la mañanas; que al mediodía también acostumbraba salir a rezar, bien a Catedral, bien a Santo Domingo o a otras iglesias frecuentadas por la gente decente; que en las tardes iba siempre al Paseo de Bucareli, y en las noches solía ir al Teatro Nacional, en el que tenía un palco; y cuando no había función, recibía numerosas visitas de señoras, de jóvenes, de clérigos y de personajes importantes, pero que el que iba más frecuentemente y a varias horas, era su médico, un señor muy seco, muy orgulloso y muy presumido, a quién él (Luis) no quería, a pesar de que era amable con él y solía traerle algunos regalillos; que la susodicha señora, su mamá, salía también a expedicionar por los barrios, sola o con una costurera, para socorrer a los pobres; que las Hermanas de la Caridad (entonces recién llegadas a México) no se quitaban de la casa, en la que recibían mucho dinero; y que por último, su repetida mamá tenía muy buen carácter, aunque a veces se pasaba largas horas sin querer hablar con nadie; que él había estado desde que tenía seis años en un colegio de instrucción primaria, como medio pupilo, es decir, que comía allí y sólo venía a dormir a su casa; pero que en ésta tenía toda clase de libertades; que recibía a sus amiguitos en sus departamentos o se iba a pasear con ellos los días de fiesta, y que en los ordinarios, se divertía con las niñas que estaban de visita, o se recogía temprano, después de rezar el rosario y otras devociones en unión de las criadas viejas y jóvenes, quienes no le dejaban hasta que se hallaba profundamente dormido.

Que ya más grandecito, esto es, cuando cumplió diez años y estuvo más adelantado en la escuela, le compraron su caballo, su silla plateada, su vestido charro y su reloj de oro, y le dedicaron a él solo un criado para que le sirviera y le acompañara al paseo: Desde entonces había tenido varias novias entre las niñas que visitaban su casa y otras que él se proporcionaba, pues teniendo un caballo, un vestido charro, un reloj de oro y dinero en el bolsillo, claro es que podía ir a hacer el oso por la calle que quisiera y enamorar a la muchacha que le gustara. Su camarista llevaba las cartitas a las novias mediante las propinas que le daba para él y para seducir a los criados de ellas, y en su casa, en una cómoda que tenía muy lujosa, guardaba la colección de esas cartitas, las trencitas de pelo y algunas otras cositas que les había arrancado. En la actualidad tenía dos novias, una hija de un español muy rico y amigo de su papá, otra pobretoncilla, sobrina de un fraile amigo de su mamá, y además, estaba en relaciones de muchísima confianza con una de las recamareras de su casa, muy bonita, llamada Paulina, quien los domingos, cuando le tocaba salir, se vestía de túnico y tápalo, se ponía medias y zapatos de raso verde y le daba citas en la plazuela de las Vizcaínas, donde vivía una tía suya.

Pero a quien él amaba, era a la hija del español. Concha, una niña de doce años, muy linda y muy elegante, que tenía dos coches y siempre hablaba de ellos: que ya iba a los bailes de la Lonja y sabía tocar el piano, y tenía muchos pretendientes, pero que lo había preferido a él, al grado de que una vez, mientras rezaban las mamás sus devociones en el oratorio, le había dado un beso muy largo y muy sabroso y lo había abrazado como trastornada.

En fin, el niño Luisito era un redomado pillastre.

Pero su conducta poco me interesaba, y me puse a reflexionar profundamente sobre la de Beatriz, de esa mujer encantadora y terrible cuya imagen me perseguía tenazmente desde el día en que la había visto aparecer ante mis ojos, como una maga, como la condensación de algunos de mis sueños de púber.

Porque me es preciso decir que después del desengaño que sufrí con Antonia, había yo llegado a concebir una repugnancia invencible por las ingenuas del campo o de la ciudad. Figurábanseme todas pérfidas, todas dispuestas a traicionarme por el primer calavera de más edad que yo, que se les presentase. Conocía yo, además, tal vez por instinto, que no era entre ellas donde debía buscar, yo joven, yo inexperto, yo ignorante, a la mujer que debía abrirme las puertas misteriosas de la vida, esas puertas que ocultan a la vista del niño tantas revelaciones apenas entrevistas al través de las brumas del deseo.

Por otra parte, habían pasado ya más de tres años desde que dejé mi aldea. Esa edad crítica que se llama la pubertad, en pleno desarrollo, ejercía en mí los terribles efectos de su influencia natural. Harto precoz se había mostrado ya en mi pueblo, y cuando apenas rayaba yo en los doce años, el tiempo legal, pero en el que la naturaleza no acude vigorosa al llamamiento de la ley, sino en casos excepcionales. Pero en la ciudad, habiendo saboreado ya los primeros goces del amor, sintiendo aún en los labios, por decirlo así, los amargos e irritantes dejos de una voluptuosidad rudimentaria, con tres años más, es decir, con mi sangre encendida en el calor de una triple hornaza, dentro de aquellos muros del colegio, es decir, bajo la presión de cien capas de granito, mis sentimientos se hallaban en una ebullición plutoniana… no había término medio… la erupción o la muerte.

Me era preciso amar.

Pero en tal situación, Pablo y Chactas, esos dos tipos poéticos creados por dos cerebros admirables, pero fríos, son dos modelos imposibles. El natural, el real, el único, es el de Dafnis.

Virginia y Atala me hubieran vuelto loco; pero Cloé me salvó, y ¡qué Cloé!

Repito que durante los tres años que acababan de transcurrir, yo había sufrido. Todo el cortejo de la pubertad me había asaltado furiosamente. Los sueños que siempre condensaban sus absurdos en una sola forma —la mujer—; las meditaciones de cuyos sombríos abismos siempre surgía una imagen luminosa y provocativa —la mujer—; las esperanzas, magas risueñas que siempre conducían entre nubes de rosa o un ángel —la mujer—; la tristeza, oscuridad y fatiga al comenzar el camino, y que hacía buscar el único apoyo y la única luz —la mujer—; la desesperación, revuelto océano en que el único cable que me parecía atar a la roca de la vida era la mujer; por último, el deseo, fiebre mortal, sed angustiosa que me hacía suspirar por un oasis de encantadas y cristalinas fuentes: ¡la mujer!

Cuando en la estación de la primavera, en esa pubertad siempre renovada de la tierra, salía yo a pasear al campo y veía en mi derredor a las flores abrir su cáliz con un estremecimiento de voluptuosidad, a los árboles agitarse con su diadema de verdes frondas, como bajo el peso de una embriaguez de juventud, a las colinas cubrirse de grama como para sonreír al cielo; cuando aspiraba un aire impregnado de aromas irritantes, cuando en fin, sentía a la tierra palpitar enamorada bajo los besos del sol, yo también sentía en el corazón todas estas ansiedades, todos estos latidos, todo este martirio, toda esta agonía indecible y sensual del amor que se despierta exigente.

Me era preciso amar, mejor dicho, amaba ya, amaba sin saber a quién, amaba como aquellos púberes que acudían impacientes de los confines del Asia, para iniciarse en los misterios de los sentidos, en los jardines sombríos de la Venus y Mylita. Era una sacerdotisa velada el objeto de mis aspiraciones. Mi fantasía se había complacido en dotarla con todos los atractivos de la belleza, de la experiencia, de la gracia y del ardor apasionado. Mi despecho no había querido revestirla con la maligna candidez de Antonia; mi inexperiencia me hacía temer la edad inconsciente de aquella aldeana, y por eso la duplicaba mi deseo. Necesitaba yo ser iniciado y no pontífice, discípulo y no maestro, y me acercaba yo al recinto del augusto templo, palpitando de curiosidad y de zozobra.

La había encontrado, a la sacerdotisa de la diosa, a la maga desconocida y ardientemente deseada.

Hacía tres años que la estaba adivinando, siempre oculta entre las sombras. Por fin, el destino me acercó a ella, levantóse, arrojó su velo y un rayo de sol iluminó su semblante.

Mi sueño se convertía en realidad y mi fantasía de mancebo, que como el cincel de Pigmalion, había estado creando durante tres años una estatua… la vio de repente animarse y vivir.

Sí; era Beatriz, Beatriz que, como si hubiese sido la creación de mis malditos deseos de pubertad, reunía todas las dotes que yo necesitaba.

Ahora lo importante era, ¡oh terrible incertidumbre! saber si me amaría, ella, la gran señora, la aristócrata, la vigilada por esa lechuza de canónigo, a mí, un muchacho miserable, tímido, ignorante del mundo. ¡Imposible… ! ¿Imposible?

Y el insomnio, el insomnio de amor, como un demonio cuya ira se aplaca, comenzó a alejarse de mí sonriendo y guiñándome el ojo. Mis párpados comenzaban a cerrarse, pero aún oí al pícaro gnomo que saliendo por la ventana de mi cuarto, decía, con acento burlón y apagado: ¡Estúpido aldeano… ! ¡En amor no hay imposibles! ¡Las mujeres son absurdas! ¡Mañana!

Yo me dormí suspirando.

Cuando desperté, la luz de la mañana penetraba en mi cuarto, el prefecto con su grosería de costumbre, metía la enorme cabeza para despertarnos, y las campanas de la gran ciudad repicaban alegremente llamando a la misa del domingo.

¡Pobre e imbécil corazón mío! ¡Cómo te alborozaste en ese día condenado!


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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