La Florida del Inca

Inca Garcilaso de la Vega


Historia, Crónica


La Florida del Inca
Proemio al lector
LIBRO I
Capítulo I. Hernando de Soto pide la conquista de la Florida al emperador Carlos V. Su Majestad le hace merced de ella
Capítulo I. Descripción de la Florida y quién fue el primer descubridor de ella, y el segundo, y tercero
Capítulo I. De otros descubridores que a la Florida han ido
Capítulo V. De otros más que han hecho la misma jornada de la Florida y de las costumbres y armas en común de los naturales de ella
Capítulo V. Publícanse en España las provisiones de la conquista y del aparato grande que para ella se hace
Capítulo I. Del número de gente y capitanes que para la Florida se embarcaron
Capítulo I. Lo que sucedió a la armada la primera noche de su navegación
Capítulo I. Llega la armada a Santiago de Cuba, y lo que a la nao capitana sucedió a la entrada del puerto
Capítulo X. Batalla naval de dos navíos que duró cuatro días dentro en el puerto de Santiago de Cuba
Capítulo X. Prosigue el suceso de la batalla naval hasta el fin de ella
Capítulo I. De las fiestas que al gobernador hicieron en Santiago de Cuba
Capítulo I. Las provisiones que el gobernador proveyó en Santiago de Cuba, y de un caso notable de los naturales de aquellas islas
Capítulo I. El gobernador va a La Habana, y las prevenciones que en ella hace para su conquista
Capítulo V. Llega a La Habana una nao en la cual viene Hernán Ponce, compañero del gobernador
Capítulo V. Las cosas que pasan entre Hernán Ponce de León y Hernando de Soto, y cómo el gobernador se embarcó para la Florida
LIBRO II. 1ª Parte
Capítulo I. El gobernador llega a la Florida y halla rastro de Pánfilo de Narváez
Capítulo I. De los tormentos que un cacique daba a un español esclavo suyo
Capítulo I. Prosigue la mala vida del cautivo cristiano y cómo se huyó de su amo
Capítulo V. De la magnanimidad del curaca o cacique Mucozo, a quien se encomendó el cautivo
Capítulo V. Envía el gobernador por Juan Ortiz
Capítulo I. Lo que sucedió a Juan Ortiz con los españoles que por él iban
Capítulo I. La fiesta que todo el ejército hizo a Juan Ortiz, y cómo vino Mucozo a visitar al gobernador
Capítulo I. Viene la madre de Mucozo muy ansiosa por su hijo
Capítulo X. De las Prevenciones que para el descubrimiento se hicieron y cómo prendieron los indios un español
Capítulo X. Cómo se empieza el descubrimiento y la entrada de los españoles la tierra adentro
Capítulo I. Lo que sucedió al teniente general yendo a prender a un curaca
Capítulo I. La relación que Baltasar de Gallegos envió de lo que había descubierto
Capítulo I. Pasan mal dos veces la ciénaga grande y el gobernador sale a buscarle paso y lo halla
Capítulo V. Lo que pasaron los dos españoles en su viaje hasta que llegaron al real
Capítulo V. Salen treinta lanzas con el socorro del bizcocho en pos del gobernador
Capítulo I. Descomedida respuesta del señor de la provincia Acuera
Capítulo I. Llega el gobernador a la provincia Ocali y lo que en ella sucedió
Capítulo I. De otros sucesos que acaecieron en la provincia de Ocali
Capítulo X. Hacen los españoles una puente y pasan el río de Ocali y llegan [a] Ochile
Capítulo X. Viene de paz el hermano del curaca Ochile y envían embajadores a Vitachuco
Capítulo I. De la soberbia y desatinada respuesta de Vitachuco, y cómo sus hermanos van a persuadirle a la paz
Capítulo I. Vitachuco sale de paz, y arma traición a los españoles, y la comunica a los intérpretes
Capítulo I. Vitachuco manda a sus capitanes concluyan la traición, y pide al gobernador salga a ver su gente
Capítulo V. Cómo prendieron a Vitachuco, y el rompimiento de batalla que hubo entre indios y españoles
Capítulo V. Del espacioso rendirse de los indios vencidos y de la constancia de siete de ellos
Capítulo I. De lo que el gobernador pasó con los tres indios señores de vasallos y con el curaca Vitachuco
Capítulo I. Donde responde a una objeción
Capítulo I. De un desatino que Vitachuco ordenó para matar los españoles y causó su muerte
Capítulo X. De la extraña batalla que los indios presos tuvieron con sus amos
Capítulo X. El gobernador pasa a Osachile. Cuéntase la manera que los indios de la Florida fundan sus pueblos
LIBRO II. 2ª Parte
Capítulo I. Llegan los españoles a la famosa provincia de Apalache, y de la resistencia de los indios
Capítulo I. Ganan los españoles el paso de la ciénaga, y la mucha y brava pelea que hubo en ella
Capítulo I. De la continua pelea que hubo hasta llegar al pueblo principal de Apalache
Capítulo V. Tres capitanes van a descubrir la comarca de Apalache y la relación que traen
Capítulo V. De los trabajos que pasó Juan de Añasco para descubrir la costa de la mar
Capítulo I. El capitán Juan de Añasco llegó a la bahía de Aute, y lo que halla en ella
Capítulo I. Apercíbense treinta lanzas para volver a la bahía de Espíritu Santo
Capítulo I. Lo que hicieron los treinta caballeros hasta llegar a Vitachuco, y lo que en ella hallaron
Capítulo X. Prosigue el viaje de las treinta lanzas hasta llegar al río de Ochile
Capítulo X. El gobernador prende al curaca de Apalache
Capítulo I. El cacique de Apalache va con orden del gobernador a reducir sus indios
Capítulo I. El cacique de Apalache, siendo tullido, se huyó a gatas de los españoles
Capítulo I. El suceso del viaje de los treinta caballeros hasta llegar a la ciénaga grande
Capítulo V. Del trabajo incomportable que los treinta caballeros pasaron al pasar de la ciénaga grande
Capítulo V. Que cuenta el viaje de los treinta caballeros hasta llegar media legua del pueblo de Hirrihigua
Capítulo I. Llegan los treinta caballeros donde está el capitán Pedro Calderón y cómo fueron recibidos
Capítulo I. De las cosas que los capitanes Juan de Añasco y Pedro Calderón ordenaron en cumplimiento de lo que el general les había mandado
Capítulo I. Sale Pedro Calderón con su gente, y el suceso de su camino hasta llegar a la ciénaga grande
Capítulo X. Pedro Calderón pasa la ciénaga grande y llega a la de Apalache
Capítulo X. Prosigue el camino Pedro Calderón, y la continua pelea de los enemigos con él
Capítulo I. Pedro Calderón, con la porfía de su pelea, llega donde está el gobernador
Capítulo I. Juan de Añasco llega a Apalache y lo que el gobernador proveyó para descubrir puerto en la costa
Capítulo I. El gobernador envia relación de su descubrimento a La Habana. Cuéntase la temeridad de un indio
Capítulo V. Dos indios se ofrecieron a guiar los españoles donde hallen mucho oro
Capítulo V. De algunos trances de armas que acaecieron en Apalache, y de la fertilidad de aquella provincia
LIBRO III
Capítulo I. Sale el gobernador de Apalache y dan una batalla de siete a siete
Capítulo I. Llegan los españoles a Altapaha y de la manera que fueron hospedados
Capítulo I. De la provincia Cofa y de su cacique y de una pieza de artillería que le dejaron en guarda
Capítulo V. Trata del curaca Cofaqui y del mucho regalo que a los españoles hizo en su tierra
Capítulo V. Patofa promete venganza a su curaca, y cuéntase un caso extraño que acaeció en un indio guía
Capítulo I. El gobernador y su ejército se hallan en mucha confusión por verse perdidos en unos desiertos y sin comida
Capítulo I. Van cuatro capitanes a descubrir la tierra, y un extraño castigo que Patofa hizo a un indio
Capítulo I. De un cuento particular acerca de la hambre que los españoles pasaron, y cómo hallaron comida
Capítulo X. Llega el ejército donde hay bastimento. Patofa se vuelve a su casa y Juan de Añasco va a descubrir tierra
Capítulo X. Sale la señora de Cofachiqui a hablar al gobernador y ofrece bastimento y pasaje para el ejército
Capítulo I. Pasa el ejército el río de Cofachiqui, y alójase en el pueblo y envían a Juan de Añasco por una viuda
Capítulo I. Degüéllase el indio embajador y Juan de Añasco pasa adelante en su camino
Capítulo I. Juan de Añasco se vuelve al ejército sin la viuda, y lo que hubo acerca del oro y plata de Cofachiqui
Capítulo V. Los españoles visitan el entierro de los nobles de Cofachiqui y el de los curacas
Capítulo V. Cuenta las grandezas que se hallaron en el templo y entierro de los señores de Cofachiqui
Capítulo I. Que prosigue las riquezas del entierro y el depósito de armas que en él había
Capítulo I. Sale de Cofachiqui el ejército dividido en dos partes
Capítulo I. Del suceso que tuvieron los tres capitanes en su viaje y cómo llegó el ejército a Xuala
Capítulo X. Donde se cuentan algunas grandezas de ánimo de la señora de Cofachiqui">CAPÍTULO
Capítulo X. Sucesos del ejército hasta llegar a Guaxule y a Ychiaha
Capítulo I. Cómo sacan las perlas de sus conchas, y la relación que trajeron los descubridores de las minas de oro
Capítulo I. El ejército sale de Ychiaha y entra en Acoste y en Coza, y el hospedaje que en estas provincias se les hizo
Capítulo I. Ofrece el cacique Coza su estado al gobernador para que asiente y pueble en él, y cómo el ejército sale de aquella provincia
Capítulo V. Del bravo curaca Tascaluza, casi gigante, y cómo recibió al gobernador
Capítulo V. Llega el gobernador a Mauvila y halla indicios de traición
Capítulo I. Resuélvense los del consejo de Tascaluza de matar los españoles; cuéntase el principio de la batalla que tuvieron
Capítulo I. Do se cuentan los sucesos de la batalla de Mauvila hasta el primer tercio de ella
Capítulo I. Que prosigue la batalla de Mauvila hasta el segundo tercio de ella
Capítulo X. Cuenta el fin de la batalla de Mauvila y cuán mal parados quedaron los españoles
Capítulo X. Las diligencias que los españoles en socorro de sí mismos hicieron y de dos casos extraños que sucedieron en la batalla">CAPÍTULO
Capítulo I. Del número de los indios que en la batalla de Mauvila murieron
Capítulo I. Lo que hicieron los españoles después de la batalla de Mauvila, y de un motín que entre ellos se trataba
Capítulo I. El gobernador se certifica del motín y trueca sus propósitos
Capítulo V. Dos leyes que los indios de la Florida guardaban contra las adúlteras
Capítulo V. Salen de Mauvila los españoles y entran en Chicaza y hacen piraguas para pasar un río grande
Capítulo I. Alójanse los nuestros en Chicaza. Danles los indios una cruelísima y repentina batalla nocturna
Capítulo I. Prosigue la batalla de Chicaza hasta el fin de ella
Capítulo I. Hechos notables que pasaron en la batalla de Chicaza
Capítulo X. De una defensa que un español inventó contra el frío que padecían en Chicaza
LIBRO IV
Capítulo I. Salen los españoles del alojamiento Chicaza y combaten el fuerte de Alibamo
Capítulo I. Prosigue la batalla del fuerte hasta el fin de ella
Capítulo I. Por falta de sal mueren muchos españoles, y cómo llegan a Chisca
Capítulo V. Los españoles vuelven el saco al curaca Chisca y huelgan de tener paz con él
Capítulo V. Salen los españoles de Chisca y hacen barcas para pasar el Río Grande y llegan a Casquín
Capítulo I. Hácese una solemne procesión de indios y españoles para adorar la cruz
Capítulo I. Indios y españoles van contra Capaha. Descríbese el sitio de su pueblo
Capítulo I. Saquean los casquines el pueblo y entierro de Capaha, y van en su busca
Capítulo X. Huyen los casquines de la batalla y Capaha pide paz al gobernador
Capítulo X. Apadrina el gobernador a Casquín dos veces y hace amigos los dos curacas
Capítulo I. Envían los españoles a buscar sal y minas de oro, y pasan a Quiguate
Capítulo I. Llega el ejército a Colima, halla invención de hacer sal y pasa a la provincia Tula
Capítulo I. De la extraña fiereza de ánimo de los tulas, y de los trances de armas que con ellos tuvieron los españoles
Capítulo V. Batalla de un indio tula con tres españoles de a pie y uno de a caballo
Capítulo V. Los españoles salen de Tula y entran en Utiangue; alojándose en ella para invernar
Capítulo I. Del buen invierno que se pasó en Utiangue y de una traición contra los españoles
LIBRO V. 1ª Parte
Capítulo I. Entran los españoles en Naguatex y uno de ellos se queda en ella
Capítulo I. De las diligencias que se hicieron por haber a Diego de Guzmán, y de su respuesta y la del curaca
Capítulo I. Sale el gobernador de Guancane, pasa por otras siete provincias pequeñas y llega a la de Anilco
Capítulo V. Entran los españoles en Guachoya. Cuéntase cómo los indios tienen guerra perpetua unos con otros
Capítulo V. Cómo guachoya visita al general y ambos vuelven sobre anilco
Capítulo I. Prosiguen las crueldades de los guachoyas y cómo el gobernador pretende pedir socorro
Capítulo I. Do se cuenta la muerte del gobernador y el sucesor que dejó nombrado
Capítulo I. Dos entierros que hicieron al adelantado Hernando de Soto
LIBRO V. 2ª Parte
Capítulo I. Determinaron los españoles desamparar la Florida y salirse de ella
Capítulo I. De algunas supersticiones de indios, así de la Florida como del Perú, y cómo los españoles llegan a Auche
Capítulo I. Los españoles matan a la guía. Cuéntase un hecho particular de un indio
Capítulo V. Dos indios dan a entender que desafían a los españoles a batalla singular
Capítulo V. Vuelven los españoles en demanda del Río Grande y los trabajos que en el camino pasaron
Capítulo I. De los trabajos incomportables que los españoles pasaron hasta llegar al Río Grande
Capítulo I. Los indios desamparan dos pueblos donde se alojan los españoles para invernar
Capítulo I. Dos curacas vienen de paz. Los españoles tratan de hacer siete bergantines
Capítulo X. Hacen liga diez curacas contra los españoles y el apu Anilco avisa de ella
Capítulo X. Guachoya habla mal de Anilco ante el gobernador y Anilco le responde y desafía a singular batalla
Capítulo I. Hieren los españoles un indio espía y la queja que sobre ello tuvieron los curacas
Capítulo I. Diligencia de los españoles en hacer los bergantines, y de una bravísima creciente del Río Grande
Capítulo I. Envían un caudillo español al curaca Anilco por socorro para acabar los bergantines
Capítulo V. Sucesos que durante el crecer y menguar del Río Grande pasaron, y el aviso que de la liga dio Anilco
Capítulo V. El castigo que a los embajadores de la liga se les dio y las diligencias que los españoles les hicieron hasta que se embarcaron
LIBRO VI
Capítulo I. Eligen capitanes para las carabelas y embárcanse los españoles para su navegación
Capítulo I. Maneras [de] balsas que los indios hacían para pasar los ríos
Capítulo I. Del tamaño de las canoas, y la gala y orden que los indios sacaron en ellas
Capítulo V. La manera de pelear que los indios tuvieron con los españoles por el río abajo
Capítulo V. Lo que sucedió el onceno día de la navegación de los españoles
Capítulo I. Llegan los indios casi a rendir una carabela, y el desatino de un español desvanecido
Capítulo I. Matan los indios cuarenta y ocho españoles por el desconcierto de uno de ellos
Capítulo I. Los indios se vuelven a sus casas y los españoles navegan hasta reconocer la mar
Capítulo X. Número de las leguas que los españoles entraron la tierra adentro
Capítulo X. De una batalla que los españoles tuvieron con los indios de la costa
Capítulo I. Hacen a la vela los españoles, y el suceso de los primeros veinte y tres días de su navegación
Capítulo I. Prosigue la navegación hasta los cincuenta y tres días de ella, y de una tormenta que les dio
Capítulo I. De una brava tormenta que corrieron dos carabelas y cómo dieron al través en tierra
Capítulo V. Lo que ordenaron los capitanes y soldados de las dos carabelas
Capítulo V. Lo que sucedió a los tres capitanes exploradores
Capítulo I. Saben los españoles que están en tierra de México
Capítulo I. Júntanse los españoles en Pánuco. Nacen crueles pendencias entre ellos y la causa por qué
Capítulo I. Cómo los españoles fueron a México y de la buena acogida que aquella insigne ciudad les hizo
Capítulo X. Dan cuenta al visorrey de los casos más notables que en la Florida sucedieron
Capítulo X. Nuestros españoles se derramaron por diversas partes del mundo, y lo que Gómez Arias y Diego Maldonado trabajaron por saber nuevas de Hernando de Soto
Capítulo I. Prosigue la peregrinación de Gómez Arias y Diego Maldonado
Capítulo I. Del número de los cristianos seglares y religiosos que en la Florida han muerto hasta el año de mil y quinientos y sesenta y ocho

HISTORIA DEL ADELANTADO HERNANDO DE SOTO, GOBERNADOR Y CAPITÁN GENERAL DEL REINO DE LA FLORIDA, Y DE OTROS HEROICOS CABALLEROS ESPAÑOLES E INDIOS, ESCRITA POR EL INCA GARCILASO DE LA VEGA, CAPITÁN DE SU MAJESTAD, NATURAL DE LA GRAN CIUDAD DEL COZCO, CABEZA DE LOS REINOS Y PROVINCIAS DEL PERÚ

AL EXCELENTÍSIMO SEÑOR DON TEODOSIO DE PORTUGAL, DUQUE DE BRAGANZA Y DE BARCELOS, ETC.

Por haber en mis niñeces, Serenísimo Príncipe, oído a mi padre y a sus deudos las heroicas virtudes y las grandes hazañas de los reyes y príncipes de gloriosa memoria, progenitores de Vuestra Excelencia, y las proezas en armas de la nobleza de ese famoso reino de Portugal, y por haberlas yo leído después acá en el discurso de mi vida, no solamente las que han hecbo en España, mas también las de África, y las de la gran India oriental y su larga y admirable navegación, y los trabajos y afanes en la conquista de ella y en la predicación del Santo Evangelio los ilustres lusitanos han pasado, y las grandezas que los reyes y príncipes para lo uno y para lo otro han ordenado y mandado, he sido siempre muy aficionado al servicio de Sus Majestades y a todos los de su reino. Esta afición se convirtió el tiempo adelante en obligación, porque la primera tierra que vi cuando vine de la mía, que es el Perú, fue la de Portugal, la isla del Fayal y la Tercera, y la real ciudad de Lisbona, en las cuales, como gente tan religiosa y caritativa, me hicieron los ministros reales y los ciudadanos y los de las islas toda buena acogida, como si yo fuera hijo natural de alguna de ellas, que, por no cansar a Vuestra Excelencia, no doy cuenta en particular de los regalos y favores que me hicieron, que uno de ellos fue librarme de la muerte. Viéndome, pues, por una parte tan obligado y por otra tan aficionado, no supe con qué corresponder a la obligación ni cómo poder mostrar la afición sino con hacer este atrevimiento (para un indio demasiado) de ofrecer y dedicar a Vuestra Excelencia esta historia. A lo cual no me dio poco ánimo las hazañas que en ella se cuentan de los caballeros hijosdalgo naturales de ese reino que fueron a la conquista de la gran Florida, que es razón que se empleen y dediquen digna y apropiadamente para que, debajo de la sombra de Vuestra Excelencia, vivan y sean estimadas y favorecidas como ellas lo merecen.

Suplico a Vuestra Excelencia que con la afabilidad y aplauso que vuestra real sangre os obliga se digne de admitir y recibir este pequeño servicio y el ánimo que siempre he tenido y tengo de verme puesto en el número de los súbditos y criados de la real casa de Vuestra Excelencia. Que haciéndose esta merced como la espero, quedaré con muchas ventajas gratificado de mi afición, y, con la misma merced, podré pagar y satisfacer la obligación que a los naturales de este cristianísimo reino tengo, porque mediante el don y favor de Vuestra Excelencia seré uno de ellos. Nuestro Señor guarde a Vuestra Excelencia muchos y felices años para refugio y amparo de pobres necesitados. Amén.

EL INCA GARCILASO DE LA VEGA

Proemio al lector

Conversando mucho tiempo y en diversos lugares con un caballero, grande amigo mío, que se halló en esta jornada, y oyéndole muchas y muy grandes hazañas que en ella hicieron así españoles como indios, me pareció cosa indigna y de mucha lástima que obras tan heroicas que en el mundo han pasado quedasen en perpetuo olvido. Por lo cual, viéndome obligado de ambas naciones, porque soy hijo de un español y de una india, importuné muchas veces a aquel caballero escribiésemos esta historia, sirviéndole yo de escribiente. Y, aunque de ambas partes se deseaba el efecto, lo estorbaban los tiempos y las ocasiones que se ofrecieron, ya de guerra, por acudir yo a ella, ya de largas ausencias que entre nosotros hubo, en que se gastaron más de veinte años. Empero, creciéndome con el tiempo el deseo, y por otra parte el temor, que si alguno de los dos faltaba perecía nuestro intento, porque, muerto yo, no había él de tener quién le incitase y sirviese de escribiente, y, faltándome él, no sabía yo de quién podría haber la relación que él podía darme, determiné atajar los estorbos y dilaciones que había con dejar el asiento y comodidad que tenía en un pueblo donde yo vivía y pasarme al suyo, donde atendimos con cuidado y diligencia a escribir todo lo que en esta jornada sucedió, desde el principio de ella hasta su fin, para honra y fama de la nación española, que tan grandes cosas ha hecho en el nuevo mundo, y no menos de los indios que en la historia se mostraren y parecieren dignos del mismo honor.

En la cual historia —sin hazañas y trabajos que, en particular y en común, los cristianos pasaron e hicieron, y sin las cosas notables que entre los indios se hallaron— se hace relación de las muchas y muy grandes provincias que el gobernador y adelantado Hernando de Soto y otros muchos caballeros extremeños, portugueses, andaluces, castellanos, y de todas las demás provincias de España, descubrieron en el gran reino de la Florida. Para que de hoy más (borrado el mal nombre que aquella tierra tiene de estéril y cenagosa, lo cual es a la costa de la mar) se esfuerce España a la ganar y poblar, aunque sin lo principal, que es el aumento de nuestra Santa Fe Católica, no sea más de para hacer colonias donde envíe a habitar a sus hijos, como hacían los antiguos romanos cuando no cabían en su patria, porque es tierra fértil y abundante de todo lo necesario para la vida humana, y se puede fertilizar mucho más de lo que al presente lo es de suyo con las semillas y ganados que de España y otras partes se le pueden llevar, a que está muy dispuesta, como en el discurso de la historia se verá.

El mayor cuidado que se tuvo fue escribir las cosas que en ella se cuentan como son y pasaron, porque, siendo mi principal intención que aquella tierra se gane para lo que se ha dicho, procuré desentrañar al que me daba la relación de todo lo que vio, el cual era hombre noble hijodalgo y, como tal, se preciaba tratar verdad en toda cosa. Y el Consejo Real de las Indias, por hombre fidedigno, le llamaba muchas veces (como yo lo vi), para certificarse de él así de las cosas que en esta jornada pasaron como de otras en que él se había hallado.

Fue muy buen soldado y muchas veces fue caudillo, y se halló en todos los sucesos de este descubrimiento, y así pudo dar la relación de esta historia tan cumplida como va. Y si alguno dijere lo que se suele decir, queriendo motejar de cobardes o mentirosos a los que dan buena cuenta de los particulares hechos que pasaron en las batallas en que se hallaron, porque dicen que, si pelearon, cómo vieron todo lo que en la batalla pasó, y, si lo vieron, cómo pelearon, porque dos oficios juntos, como mirar y pelear, no se pueden hacer bien, a esto se responde que era común costumbre, entre estos soldados, como lo es en todas las guerras del mundo, volver a referir delante del general y de los demás capitanes los trances más notables que en las batallas habían pasado. Y muchas veces, cuando lo que contaba algún capitán o soldado era muy hazañoso y difícil de creer, lo iban a ver los que lo habían oído, por certificarse del hecho por vista de ojos. Y de esta manera pudo haber noticia de todo lo que me relató, para que yo lo escribiese. Y no le ayudaban poco, para volver a la memoria los sucesos pasados, las muchas preguntas y repreguntas que yo sobre ellos y sobre las particularidades y calidades de aquella tierra le hacía.

Sin la autoridad de mi autor, tengo la contestación de otros dos soldados, testigos de vista, que se hallaron en la misma jornada. El uno se dice Alonso de Carmona, natural de la Villa de Priego. El cual, habiendo peregrinado por la Florida los seis años de este descubrimiento, y después otros muchos en el Perú, y habiéndose vuelto a su patria, por el gusto que recibía con la recordación de los trabajos pasados escribió estas dos peregrinaciones suyas, y así las llamó. Y sin saber que yo escribía esta historia, me las envió ambas para que las viese. Con las cuales holgué mucho, porque la relación de la Florida, aunque muy breve y sin orden de tiempo ni de los hechos, y sin nombrar provincias, sino muy pocas, cuenta, saltando de unas partes a otras, los hechos más notables de nuestra historia.

El otro soldado se dice Juan Coles, natural de la Villa de Zafra, el cual escribió otra desordenada y breve relación de este mismo descubrimiento, y cuenta las cosas más hazañosas que en él pasaron. Escribiolas a pedimiento de un provincial de la provincia de Santa Fe en las Indias, llamado fray Pedro Aguado, de la religión del seráfico padre San Francisco. El cual, con deseo de servir al rey católico don Felipe Segundo, había juntado muchas y diversas relaciones de personas fidedignas de los descubrimientos que en el nuevo mundo hubiesen visto hacer, particularmente de esto primero de las Indias, como son todas las islas que llaman de Barlovento, Veracruz, Tierra Firme, el Darién, y otras provincias de aquellas regiones. Las cuales relaciones dejó en Córdoba, en poder y guarda de un impresor, y acudió a otras cosas de la obediencia de su religión y desamparó sus relaciones, que aún no estaban en forma de poderse imprimir. Yo las vi, y estaban muy maltratadas, comidas las medias de polilla y ratones. Tenían más de una resma de papel en cuadernos divididos, como los había escrito cada relator, y entre ellas hallé la que digo de Juan Coles; y esto fue poco después que Alonso de Carmona me había enviado la suya. Y, aunque es verdad que yo había acabado de escribir esta historia, viendo estos dos testigos de vista tan conformes con ella, me pareció, volviéndola a escribir de nuevo, nombrarlos en sus lugares y referir en muchos pasos las mismas palabras que ellos dicen sacadas a la letra, por presentar dos testigos contestes con mi autor, para que se vea cómo todas tres relaciones son una misma.

Verdad es que en su proceder no llevan sucesión de tiempo, si no es al principio, ni orden en los hechos que cuentan, porque van anteponiendo unos y posponiendo otros, ni nombran provincias, sino muy pocas y salteadas. Solamente van diciendo las cosas mayores que vieron, como se iban acordando de ellas; empero, cotejados los hechos que cuentan con los de nuestra historia, son los mismos; y algunos casos dicen con adición de mayor encarecimiento y admiración, como los verán notados con sus mismas palabras.

Estas inadvertencias que tuvieron, debieron de nacer de que no escribieron con intención de imprimir, a lo menos el Carmona, porque no quiso más de que sus parientes y vecinos leyesen las cosas que había visto por el nuevo mundo, y así me envió las relaciones como a uno de sus conocidos nacidos en las Indias, para que yo también las viese. Y Juan Coles tampoco puso su relación en modo historial, y la causa debió de ser que, como la obra no había de salir en su nombre, no se le debió de dar nada por ponerla en orden y dijo lo que se le acordó, más como testigo de vista que no como autor de la obra, entendiendo que el padre provincial que pidió la relación la pondría en forma para poderse imprimir. Y así va la relación escrita en modo procesal, que parece que escribía otro lo que él decía, porque unas veces dice: «Este testigo dice esto y esto»; y otras veces dice: «Este testigo dice que vio tal y tal cosa»; y en otras partes habla como que él mismo la hubiese escrito, diciendo vimos esto e hicimos esto, etc. Y son tan cortas ambas relaciones que la de Juan Coles no tiene más de diez pliegos de papel, de letra procesada muy tendida; y la de Alonso de Carmona tiene ocho pliegos y medio, aunque, por el contrario, de letra muy recogida.

Algunas cosas dignas de memoria que ellos cuentan, como decir Juan Coles que yendo él con otros infantes —debió de ser sin orden del general— halló un templo con un ídolo guarnecido con muchas perlas y aljófar, y que en la boca tenía un jacinto colorado de un jeme en largo y como el dedo pulgar en grueso, y que lo tomó sin que nadie lo viese, etc., esto, y otras cosas semejantes, no las puse en nuestra historia, por no saber en cuáles provincias pasaron, porque en esto de nombrar las tierras que anduvieron, como ya lo he dicho, son ambos muy escasos, y mucho más el Juan Coles. Y, en suma, digo que no escribieron más sucesos de aquellos en que hago mención de ellos, que son los mayores, y huelgo de referirlos en sus lugares por poder decir que escribo de relación de tres autores contestes. Sin los cuales tengo en mi favor una gran merced que un cronista de la Majestad Católica me hizo por escrito, diciendo, entre otras cosas, lo que sigue: «Yo he conferido esta historia con una relación que tengo, que es la que las reliquias de este excelente castellano que entró en la Florida, hicieron en México a don Antonio de Mendoza, y hallo que es verdadera, y se conforma con la dicha relación, etcétera».

Y esto baste para que se crea que no escribimos ficciones, que no me fuera lícito hacerlo habiéndose de presentar esta relación a toda la república de España, la cual tendría razón de indignarse contra mí, si se la hubiese hecho siniestra y falsa.

Ni la Majestad Eterna, que es lo que más debemos temer, dejará de ofenderse gravemente, si, pretendiendo yo incitar y persuadir con la relación de esta historia a que los españoles ganen aquella tierra para aumento de nuestra Santa Fe Cató1ica, engañase con fábulas y ficciones a los que en tal empresa quisieron emplear sus haciendas y vidas. Que cierto, confesando toda verdad, digo que, para trabajar y haberla escrito, no me movió otro fin sino el deseo de que por aquella tierra tan larga y ancha se extienda la religión cristiana; que ni pretendo ni espero por este largo afán mercedes temporales; que muchos días ha desconfié de las pretensiones y despedí las esperanzas por la contradicción de mi fortuna. Aunque, mirándolo desapasionadamente, debo agradecerle muy mucho el haberme tratado mal, porque, si de sus bienes y favores hubiera partido largamente conmigo, quizá yo hubiera echado por otros caminos y senderos que me hubieran llevado a peores despeñaderos o me hubieran anegado en ese gran mar de sus olas y tempestades, como casi siempre suele anegar a los que más ha favorecido y levantado en grandezas de este mundo; y con sus disfavores y persecuciones me ha forzado a que, habiéndolas yo experimentado, le huyese y me escondiese en el puerto y abrigo de los desengañados, que son los rincones de la soledad y pobreza, donde, consolado y satisfecho con la escasez de mi poca hacienda, paso una vida, gracias al Rey de los Reyes y Señor de los Señores, quieta y pacífica más envidiada de ricos, que envidiosa de ellos. En la cual, por no estar ocioso, que cansa más que el trabajar, he dado en otras pretensiones y esperanzas de mayor contento y recreación del ánimo que las de la hacienda, como fue traducir los tres Diálogos de Amor de León Hebreo, y, habiéndolos sacado a la luz, di en escribir esta historia, y con el mismo deleite quedo fabricando, forjando y limando la del Perú, del origen de los reyes incas, sus antiguallas, idolatría y conquistas, sus leyes y el orden de su gobierno, en paz y en guerra. En todo lo cual, mediante el favor divino, voy ya casi al fin. Y aunque son trabajos, y no pequeños, por pretender y atinar yo a otro fin mejor, los tengo en más que las mercedes que mi fortuna pudiera haberme hecho cuando me hubiera sido muy próspera y favorable, porque espero en Dios que estos trabajos me serán de más honra y de mejor nombre que el vínculo que de los bienes de esta señora pudiera dejar. Por todo lo cual, antes le soy deudor que acreedor, y como tal, le doy muchas gracias, porque a su pesar, forzada de la divina clemencia, me deja ofrecer y presentar esta historia a todo el mundo, la cual va escrita en seis libros, conforme a los seis años que en la jornada gastaron. El libro segundo y el quinto se dividieron en cada dos partes. El segundo, porque no fuese tan largo que cansase la vista, que, como en aquel año acaecieron más cosas que contar que en cada uno de los otros, me pareció dividirlo en dos partes, porque cada parte se proporcionase con los otros libros, y los sucesos de un año hiciesen un libro entero.

El libro quinto se dividió porque los hechos del gobernador y adelantado Hernando de Soto estuviesen de por sí aparte y no se juntasen con los de Luis de Moscoso de Alvarado, que fue el que le sucedió en el gobierno. Y así, en la primera parte de aquel libro, prosigue la historia hasta la muerte y entierros que a Hernando de Soto se le hicieron, que fueron dos. Y en la segunda parte se trata de lo que el sucesor hizo y ordenó hasta el fin de la jornada, que fue el año sexto de esta historia. La cual suplico se reciba en el mismo ánimo que yo la presento, y las faltas que lleva se me perdonen porque soy indio, que a los tales, por ser bárbaros y no enseñados en ciencias ni artes, no se permite que, en lo que dijeren o hicieren, los lleven por el rigor de los preceptos del arte o ciencia, por no los haber aprendido, sino que los admitan como vinieren.

Y llevando más adelante esta piadosa consideración, sería noble artificio y generosa industria favorecer en mí (aunque yo no lo merezca) a todos los indios, mestizos y criollos del Perú, para que, viendo ellos el favor y merced que los discretos y sabios hacían a su principiante, se animasen a pasar adelante en cosas semejantes, sacadas de sus no cultivados ingenios. La cual merced y favor espero que a ellos y a mí nos la harán con mucha liberalidad y aplauso los ilustres de entendimiento y generosos de ánimo, porque mi deseo y voluntad en el servicio de ellos (como mis pobres trabajos pasados y presentes, y los por salir a la luz, lo muestran), la tiene bien merecida. Nuestro Señor, etc.

LIBRO I

Contiene la descripción de ella, las costumbres de sus naturales; quién fue su primer descubridor, y los que después acá han ido; la gente que Hernando de Soto llevó; los casos extraños de su navegación; lo que en La Habana ordenó y proveyó, y cómo se embarcó para la Florida. Contiene quince capítulos.

Capítulo I. Hernando de Soto pide la conquista de la Florida al emperador Carlos V. Su Majestad le hace merced de ella

El adelantado Hernando de Soto, gobernador y capitán general que fue de las provincias y señoríos del gran reino de la Florida, cuya es esta historia, con la de otros muchos caballeros españoles e indios, que para la gloria y honra de la Santísima Trinidad, Dios Nuestro Señor, y con deseo del aumento de su Santa Fe Católica, y de la corona de España pretendemos escribir, se halló en la primera conquista del Perú y en la prisión de Atahuallpa, rey tirano, que, siendo hijo bastardo, usurpó aquel reino al legítimo heredero y fue el último de los incas que tuvo aquella monarquía, por cuyas tiranías y crueldades que en los de su propia carne y sangre usó mayores, se perdió aquel imperio, o a lo menos por la discordia y división que en los naturales su rebelión y tiranía causó, se facilitó a que los españoles lo ganasen con la facilidad que lo ganaron (como en otra parte diremos con el favor divino), de la cual, como es notorio, fue el rescate tan soberbio, grande y rico que excede a todo crédito que a historias humanas se puede dar, que según la relación de un contador de la hacienda de Su Majestad en el Perú, que dijo lo que valió el quinto de él. Y por el quinto, sacando el todo y reduciéndole a la moneda usual de los ducados de Castilla de a trescientos y setenta y cinco maravedís cada uno, se sabe que valió tres millones y doscientos y noventa y tres mil ducados, y dineros más, sin lo que se desperdició sin llegar a quintarse, que fue otra mucha suma. De esta cantidad, y de las ventajas que como a tan principal capitán se le hicieron, y con lo que en el Cuzco los indios le presentaron cuando él y Pedro del Barco solos fueron a ver aquella ciudad, y con las dádivas que el mismo rey Atahuallpa le dio (ca fue su aficionado por haber sido el primer español que vio y habló), hubo este caballero más de cien mil ducados de parte.

Esta suma de dineros trajo Hernando de Soto cuando él y otros setenta conquistadores, juntos con las partes y ganancias que en Casamarca tuvieron, se vinieron a España: y aunque con esta cantidad de tesoro (que entonces, por no haber venido tanto de Indias como después acá se ha traído, valía más que ahora), pudiera comprar en su tierra, que era Villanueva de Barcarrota, mucha más hacienda que al presente se puede comprar, porque entonces no estaban las posesiones en la estima y valor que hoy tienen, no quiso comprarla, antes, levantando los pensamientos y el ánimo con la recordación de las cosas que por él habían pasado en el Perú, no contento con lo ya trabajado y ganado mas deseando emprender otras hazañas iguales o mayores, si mayores podían ser, se fue a Valladolid, donde entonces tenía su Corte el emperador Carlos Quinto, rey de España, y le suplicó le hiciese merced de la conquista del reino de la Florida (llamada así por haberse descubierto la costa día de Pascua Florida), que la quería hacer a su costa y riesgo, gastando en ella su hacienda y vida, por servir a Su Majestad y aumentar la corona de España.

Esto hizo Hernando de Soto movido de generosa envidia y celo magnánimo de las hazañas nuevamente hechas en México por el marqués del Valle don Hernando Cortés y en el Perú por el marqués don Diego de Almagro, las cuales él vio y ayudó a hacer. Empero, como en su ánimo libre y generoso no cupiese súbdito, ni fuese inferior a los ya nombrados en valor y esfuerzo para la guerra ni en prudencia y discreción para la paz, dejó aquellas hazañas, aunque tan grandes, y emprendió estotras para él mayores, pues en ellas perdía la vida y la hacienda que en las otras había ganado. De donde, por haber sido así hechas casi todas las conquistas principales del nuevo mundo, algunos, no sin falta de malicia y con sobra de envidia, se han movido a decir que a costa de locos, necios y porfiados, sin haber puesto otro caudal mayor, ha comprado España el señorío de todo el nuevo mundo, y no miran que son hijos de ella, y que el mayor ser y caudal que siempre ella hubo y tiene fue producirlos y criarlos tales que hayan sido para ganar el mundo nuevo y hacerse temer del viejo. En el discurso de la historia usaremos de estos dos apellidos españoles y castellanos; adviértase que queremos significar por ellos una misma cosa.

Capítulo I. Descripción de la Florida y quién fue el primer descubridor de ella, y el segundo, y tercero

La descripción de la gran tierra Florida será cosa dificultosa poderla pintar tan cumplida como la quisiéramos dar pintada, porque como ella por todas partes sea tan ancha y larga, y no esté ganada ni aun descubierta del todo, no se sabe qué confines tenga.

Lo más cierto, y lo que no se ignora, es que al mediodía tiene el mar océano y la gran isla de Cuba. Al septentrión (aunque quieren decir que Hernando de Soto entró mil leguas la tierra adentro, como adelante tocaremos), no se sabe dónde vaya a parar, si confine con la mar o con otras tierras.

Al levante, viene a descabezar con la tierra que llaman de los Bacallaos, aunque cierto cosmógrafo francés pone otra grandísima provincia en medio, que llama la Nueva Francia, por tener en ella siquiera el nombre.

Al poniente confina con las provincias de las Siete Ciudades, que llamaron así sus descubridores de aquellas tierras, los cuales, habiendo salido de México por orden del visorrey don Antonio de Mendoza, las descubrieron año de mil y quinientos y treinta y nueve, llevando por capitán a Francisco Vázquez Coronado, vecino de dicha ciudad. Por vecino se entiende en las Indias el que tiene repartimiento de indios, y esto significa el nombre vecino, porque estaban obligados a mantener vecindad donde tenían los indios y no podían venir a España sin licencia del Rey, so pena que, pasados los dos años que no tuviesen mantenido vecindad, perdían el repartimiento.

Francisco Vázquez Coronado, habiendo descubierto mucha y muy buena tierra, no pudo poblar por grandes inconvenientes que tuvo. Volviose a México, de que el visorrey hubo gran pesar, porque la mucha y muy buena provisión de gente y caballos que para la conquista había juntado se hubiese perdido sin fruto alguno. Confina asimismo la Florida al poniente con la provincia de los chichimecas, gente valentísima, que cae a los términos de las tierras de México.

El primer español que descubrió la Florida fue Juan Ponce de León, caballero natural del reino de León, hombre noble, el cual, habiendo sido gobernador de la isla de San Juan de Puerto Rico, como entonces no entendiesen los españoles sino en descubrir nuevas tierras, armó dos carabelas y fue en demanda de una isla que llamaban Bimini y según otros Buyoca, donde los indios fabulosamente decían había una fuente que remozaba a los viejos, en demanda de la cual anduvo muchos días perdido, sin la hallar. Al cabo de ellos, con tormenta, dio en la costa al septentrión de la isla de Cuba, la cual costa, por ser día de Pascua de Resurrección cuando la vio, la llamó la Florida, y fue el año de mil y quinientos y trece, que según los computistas se celebró aquel año a los veinte y siete de marzo.

Contentose Juan Ponce de León sólo con ver que era tierra, y, sin hacer diligencia para ver si era tierra firme o isla, vino a España a pedir la gobernación y conquista de aquella tierra. Los Reyes Católicos le hicieron merced de ella, donde fue con tres navíos el año de quince. Otros dicen que fue el de veinte y uno. Yo sigo a Francisco López de Gómara; que sea el un año o el otro, importa poco. Y habiendo pasado algunas desgracias en la navegación, tomó tierra en la Florida. Los indios salieron a recibirle, y pelearon con él valerosamente hasta que le desbarataron y mataron casi todos los españoles que con él habían ido, que no escaparon más de siete, y entre ellos Juan Ponce de León; y heridos se fueron a la isla de Cuba donde todos murieron de las heridas que llevaban. Este fin desdichado tuvo la jornada de la Florida, y parece que dejó su desdicha en herencia a los que después acá le han sucedido en la misma demanda.

Pocos años después, andando rescatando con los indios, un piloto llamado Miruelo, señor de una carabela, dio con tormenta en la costa de la Florida, o en otra tierra, que no se sabe a qué parte, donde los indios le recibieron de paz, y en su contratación, llamado rescate, le dieron algunas cosillas de plata y oro en poca cantidad, con las cuales volvió muy contento a la isla de Santo Domingo, sin haber hecho el oficio de buen piloto en demarcar la tierra y tomar el altura, como le fuera bien haberlo hecho, para no verse en lo que después se vio por esta negligencia.

En este mismo tiempo hicieron compañía siete hombres ricos de Santo Domingo, entre los cuales fue uno, Lucas Vázquez de Ayllón, oidor de aquella audiencia, y juez de apelaciones que había sido en la misma isla, antes que la audiencia se fundara. Y armaron dos navíos que enviaron por entre aquellas islas a buscar y traer los indios que, como quiera que les fuese posible, pudiesen haber, para los echar a labrar las minas de oro que de compañía tenían. Los navíos fueron a su buena empresa, y con mal temporal dieron acaso en el cabo que llamaron de S. Elena, por ser en su día, y en el río llamado Jordán, a contemplación de que el marinero que primero lo vio se llamaba así. Los españoles saltaron en tierra, los indios vinieron con gran espanto a ver los navíos por cosa extraña nunca jamás de ellos vista, y se admiraron de ver gente barbuda y que anduviese vestida. Mas con todo esto, se trataron unos a otros amigablemente y se presentaron cosas de las que tenían. Los indios dieron algunos aforros de martas finas, de suyo muy olorosas, y aljófar y plata en poca cantidad. Los españoles asimismo les dieron cosas de su rescate. Lo cual pasado, y habiendo tomado los navíos el matalotaje que hubieron menester y la leña y agua necesarias, con grandes caricias convidaron los españoles a los indios a que entrasen a ver los navíos y lo que en ellos llevaban, a lo cual, fiados en la amistad y buen tratamiento que se habían hecho, y por ver cosas para ellos tan nuevas, entraron más de ciento y treinta indios. Los españoles, cuando los vieron debajo de las cubiertas, viendo la buena presa que habían hecho, alzaron las anclas y se hicieron a la vela en demanda de Santo Domingo. Mas en el camino se perdió un navío de los dos, y los indios que quedaron en el otro, aunque llegaron a Santo Domingo, se dejaron morir todos de tristeza y hambre, que no quisieron comer de coraje del engaño que debajo de amistad se les había hecho.

Capítulo I. De otros descubridores que a la Florida han ido

Con la relación que estos castellanos dieron en Santo Domingo de lo que habían visto, y con la de Miruelo, que ambas fueron casi a un tiempo, vino a España el oidor Lucas Vázquez de Ayllón a pedir la conquista y gobernación de aquella provincia, la cual, entre las muchas que la Florida tiene, se llama Chicoria. El emperador se la dió, honrándole con el hábito de Santiago. El oidor se volvió a Santo Domingo y armó tres navíos grandes, año de mil y quinientos y veinticuatro, y con ellos, llevando por piloto a Miruelo, fue en demanda de tierra que el Miruelo había descubierto, porque decían que era más rica que Chicoria. Mas Miruelo, por mucho que lo porfió, nunca pudo atinar dónde había sido su descubrimiento, del cual pesar cayó en tanta melancolía que en pocos días perdió el juicio y la vida.

El licenciado Ayllón pasó adelante en busca de su provincia Chicoria y en el río Jordán perdió la nave capitana, y con las dos que le quedaban siguió su viaje al levante, y dio en la costa de una tierra apacible y deleitosa, cerca de Chicoria, donde los indios le recibieron con mucha fiesta y aplauso. El oidor, entendiendo que todo era ya suyo, mandó que saltasen en tierra doscientos españoles y fuesen a ver el pueblo de aquellos indios, que estaba tres leguas tierra adentro. Los indios los llevaron, y después de los haber festejado tres o cuatro días, y asegurándolos con su amistad, los mataron una noche, y de sobresalto dieron al amanecer en los pocos españoles que con el oidor habían quedado en la costa en guarda de los navíos; y habíendo muerto y herido los más de ellos, les forzaron a que rotos y desbaratados se embarcasen y volviesen a Santo Domingo, dejando vengados los indios de la jornada pasada.

Entre los pocos españoles que escaparon con el oidor Lucas Vázquez de Ayllón, fue uno llamado Hernando Mogollón, caballero natural de la ciudad de Badajoz, el cual pasó después al Perú, donde contaba muy largamente lo que en suma hemos dicho de esta jornada. Yo le conocí.

Después del oidor Lucas Vázquez de Ayllón, fue a la Florida Pánfilo de Narváez, año de mil y quinientos veinte y siete, donde con todos los españoles que llevó se perdió tan miserablemente, como lo cuenta en sus Naufragios Álvar Núñez Cabeza de Vaca que fue con él por tesorero de la Hacienda Real. El cual escapó con otros tres españoles y un negro y, habiéndoles hecho Dios Nuestro Señor tanta merced que llegaron a hacer milagros en su nombre, con los cuales habían cobrado tanta reputación y crédito con los indios que les adoraban por dioses, no quisieron quedarse entre ellos, antes, en pudiendo, se salieron a toda prisa de aquella tierra y se vinieron a España a pretender nuevas gobernaciones, y, habiéndolas alcanzado, les sucedieron las cosas de manera que acabaron tristemente como lo cuenta todo el mismo Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el cual murió en Valladolid, habiendo venido preso del Río de la Plata, donde fue por gobernador.

Llevó Pánfilo de Narváez en su navegación cuando fue a la Florida un piloto llamado Miruelo, pariente del pasado y tan desdichado como él en su oficio, que nunca acertó a dar en la tierra que su tío había descubierto, por cuya relación tenía noticia de ella, y por esta causa lo había llevado Pánfilo de Narváez consigo.

Después de este desgraciado capitán, fue a la Florida el adelantado Hernando de Soto, y entró en ella año de 39, cuya historia, con las de otros muchos famosos caballeros españoles e indios, pretendemos escribir largamente, con la relación de las muchas y grandes provincias que descubrió hasta su fin y muerte, y lo que después de ella sus capitanes y soldados hicieron hasta que salieron de la tierra y fueron a parar a México.

Capítulo V. De otros más que han hecho la misma jornada de la Florida y de las costumbres y armas en común de los naturales de ella

Luego que en España se supo la muerte de Hernando de Soto, salieron muchos pretensores a pedir la gobernación y conquista de la Florida, y el emperador Carlos Quinto, habiéndola negado a todos ellos, envió a su costa el año de mil y quinientos y cuarenta y nueve un religioso llamado fray Luis Cáncel Balbastro, por caudillo de otros cuatro de su orden, que se ofrecieron a reducir con su predicación aquellos indios a la doctrina evangélica. Los cuales religiosos, habiendo llegado a la Florida, saltaron en tierra a predicar, mas los indios, escarmentados de los castellanos pasados, sin quererlos oír, dieron en ellos y mataron a fray Luis y a otros dos de los compañeros. Los demás se acogieron al navío y volvieron a España, afirmando que gente tan bárbara e inhumana no quiere oír sermones.

El año de 1562, un hijo del oidor Lucas Vázquez de Ayllón pidió la misma conquista y gobernación, y se la dieron. El cual murió en la Española solicitando su partida, y la enfermedad y la muerte se le causó de tristeza y pesar de que por su poca posibilidad se le dificultase de día en día la empresa. Después acá han ido otros, y entre ellos el adelantado Pedro Meléndez de Valdés, de los cuales dejo de escribir por no tener entera noticia de sus hechos.

Esta es la relación más cierta, aunque breve, que se ha podido dar de la tierra de la Florida y de los que a ella han ido a descubrirla y conquistarla. Y antes que pasemos adelante, será bien dar noticia de algunas costumbres que en general los indios de aquel reino tenían, a lo menos los que el adelantado Hernando de Soto descubrió, que casi en todas las provincias que anduvo son unas, y, si en alguna parte en el proceso de nuestra historia se diferenciaren, tendremos cuidado de notarlas; empero, en lo común, todos tienen casi una manera de vivir.

Estos indios son gentiles de nación e idólatras. Adoran al Sol y a la Luna por principales dioses, mas sin ningunas ceremonias de tener ídolos ni hacer sacrificios ni oraciones ni otras supersticiones como la demás gentilidad. Tenían templos, que servían de entierros y no de casa de oración, donde por grandeza, demás de ser entierro de sus difuntos, tenían todo lo mejor y más rico de sus haciendas, y era grandísima la veneración en que tenían estos sepulcros y templos, y a las puertas de ellos ponían los trofeos de las victorias que ganaban a sus enemigos.

Casaban, en común, con sola una mujer, y ésta era obligada a ser fidelísima a su marido so pena de las leyes que para castigo del adulterio tenían ordenadas, que en unas provincias eran de cruel muerte y en otras de castigo muy afrentoso, como adelante en su lugar diremos. Los señores, por la libertad señorial, tenían licencia de tomar las mujeres que quisiesen, y esta ley o libertad de los señores se guardó en todas las Indias del nuevo mundo, empero, siempre fue con distinción de la mujer principal legítima, que las otras más eran concubinas que mujeres, y así servían como criadas, y los hijos que de estas nacían ni eran legítimos ni se igualaban en honra ni en la herencia con los de la mujer principal.

En todo el Perú la gente común casaba con sola una mujer, y el que tomaba dos tenía pena de muerte. Los incas, que son los de la sangre real, y los curacas, que eran los señores vasallos, tenían licencia para tener todas las que quisiesen o pudiesen mantener, empero, con la distinción arriba dicha de la mujer legítima a las concubinas. Y, como gentiles, decían que se permitía y dispensaba con ellos esto, porque era necesario que los nobles tuviesen muchas mujeres para que tuviesen muchos hijos. Porque para hacer guerra y gobernar la república y aumentar su imperio, afirmaban era necesario hubiese muchos nobles, porque éstos eran los que se gastaban en las guerras y morían en las batallas, y que, para llevar cargas y labrar la tierra y servir como siervos, había en la plebeya gente demasiada, la cual (porque no era gente para emplearla en los peligros que se empleaban los nobles), por pocos que naciesen, multiplicaban mucho, y que para el gobierno eran inútiles, ni era lícito que se lo diesen, que era hacer agravio al mismo oficio, porque el gobernar y hacer justicia era oficio de caballeros hijosdalgo y no de plebeyos.

Y volviendo a los de la Florida, el comer ordinario de ellos es el maíz en lugar de pan, y por vianda frisoles y calabaza de las que acá llaman romana, y mucho pescado, conforme a los ríos de que gozan. De carne tienen carestía, porque no la hay de ninguna suerte de ganado manso. Con los arcos y las flechas matan mucha caza de ciervos, corzos y gamos, que los hay muchos en número y más crecidos que los de España. Matan mucha diversidad de aves, así para comer la carne como para adornar sus cabezas con las plumas, que las tienen de diversos colores y galanas de media braza en alto, que traen sobre las cabezas, con las cuales se diferencian los nobles de los plebeyos en la paz, y los soldados de los no soldados en la guerra. Su bebida es agua clara, como la dio la naturaleza, sin mezcla de cosa alguna. La carne y pescado que comen ha de ser muy asado o muy cocido, y la fruta muy madura, y en ninguna manera la comen verde ni a medio madurar, y hacían burla de que los castellanos comiesen agraz.

Los que dicen que comen carne humana se lo levantan, a lo menos a los que son de las provincias que nuestro gobernador descubrió; antes lo abominan, como lo nota Álvar Núñez Cabeza de Vaca en sus Naufragios, capítulo catorce, y diez y siete, donde dice que de hambre murieron ciertos castellanos que estaban alojados aparte y que los compañeros que quedaban comían los que se morían hasta el postrero, que no hubo quién lo comiese, de lo cual dice que se escandalizaron los indios tanto que estuvieron por matar todos los que habían quedado en otro alojamiento. Puede ser que la coman donde los nuestros no llegaron, que la Florida es tan ancha y larga que hay para todos.

Andan desnudos. Solamente traen unos pañetes de gamuza de diversos colores que les cubre honestamente todo lo necesario por delante y atrás, que casi son como calzones muy cortos. En lugar de capa, traen mantas abrochadas al cuello que les bajan hasta medias piernas; son de martas finísimas que de suyo huelen a almizque. Hácenlas también de diversas pellejinas de animales, como gatos de diversas maneras, gamos, corzos, venados, osos y leones, y cueros de vaca, los cuales pellejos aderezan en todo extremo de perfección; que un cuero de vaca y de oso con su pelo lo aderezan y dejan tan blando y suave que se puede traer por capa y de noche les sirve de ropa de cama. Los cabellos crían largos y los traen recogidos y hechos un gran nudo sobre la cabeza. Por tocado traen una gruesa madeja de hilo del color que quieren, la cual rodean a la cabeza y sobre la frente le dan con los cabos de la madeja dos medios nudos, de manera que el un cabo queda pendiente por la una sien y el otro por la otra hasta lo bajo de las orejas. Las mujeres andan vestidas de gamuza; traen todo el cuerpo cubierto honestamente.

Las armas que estos indios comúnmente traen son arcos y flechas, y, aunque es verdad que son diestros en otras diversas armas que tienen, como son picas, lanzas, dardos, partesanas, honda, porra, montante y bastón, y otras semejantes, si hay más, excepto arcabuz y ballesta, que no la alcanzaron, con todo eso no usan de otras armas, sino del arco y flechas, porque, para los que las traen, son de mayor gala y ornamento; por lo cual los gentiles antiguos pintaban a sus dioses más queridos, como eran Apolo, Diana y Cupido, con arco y flechas, porque demás de lo que estas armas en ellos significan, son de mucha hermosura y aumentan gracia y donaire al que las trae. Por las cuales cosas, y por el efecto que con ellas, mejor que con algunas de las otras, se puede hacer de cerca y de lejos, huyendo o acometiendo, peleando en las batallas o recreándose en sus cacerías, las traían estos indios, y en todo el nuevo mundo es arma muy usada.

Los arcos son del mismo altor del que les trae, y como los indios de la Florida son generalmente crecidos de cuerpo, son sus arcos de más de dos varas de largo y gruesos en proporción. Hácenlos de robles y de otras diversas maderas, que tienen fuertes y de mucho peso. Son tan recios de enarcar que ningún español, por mucho que lo porfiaba, podía, llevando la cuerda, llegar la mano al rostro; y los indios, por el mucho uso y destreza que tienen, llevan la cuerda con grandísima facilidad hasta ponerla detrás de la oreja, y hacen tiros tan bravos y espantables como adelante los veremos.

Las cuerdas de los arcos hacen de correa de venado. Sacan del pellejo, desde la punta de la cola hasta la cabeza, una correa de dos dedos de ancho, y, después de pelada, la mojan y tuercen fuertemente, y el un cabo de ella atan a un ramo de un árbol y del otro cuelgan un peso de 4 o 5 arrobas y lo dejan así hasta que se pone como una cuerda de las gruesas de vihuelón de arco, y son fortísimas. Para tirar con seguridad de que la cuerda al soltar no lastime el brazo izquierdo, lo traen guarnecido por la parte de adentro con un medio brazal, que los cubre de la muñeca hasta la sangradura, hecho de plumas gruesas y atado al brazo con una correa de venado que le da siete u ocho vueltas donde sacude la cuerda con grandísima pujanza.

Esto es lo que en suma se puede decir de la vida y costumbre de los indios de la Florida. Y ahora volvamos a Hernando de Soto, que pedía la conquista y gobernación de aquel gran reino que tan infeliz y costoso ha sido a todos los que a él han ido.

Capítulo V. Publícanse en España las provisiones de la conquista y del aparato grande que para ella se hace

La Cesárea Majestad hizo merced a Hernando de Soto de la conquista con título de adelantado y marqués de un estado de treinta leguas en largo y quince de ancho en la parte que él quisiese señalar de lo que a su costa conquistase. Diole asimismo que durante los días de su vida fuese gobernador y capitán general de la Florida, que también lo fuese de la isla de Santiago de Cuba, para que los vecinos y moradores de ella como a su gobernador y capitán le obedeciesen y acudiesen con mayor prontitud a las cosas que mandase necesarias para la conquista. La gobernación de Cuba pidió Hernando de Soto con mucha prudencia, porque es cosa muy importante para el que fuere a descubrir, conquistar y poblar la Florida.

Estos títulos y cargos se publicaron por toda España con gran sonido de la nueva empresa que Hernando de Soto emprendía de ir a sujetar y ganar grandes reinos y provincias para la corona de España. Y como por toda ella se dijese que el capitán que la hacía había sido conquistador del Perú y que, no contento con cien mil ducados que de él había traído, los gastaba en esta segunda conquista, se admiraban todos y la tenían por mucho mejor y más rica que la primera. Por lo cual de todas partes de España acudieron muchos caballeros muy ilustres en linaje, muchos hijosdalgo, muchos soldados prácticos en el arte militar que en diversas partes del mundo habían servido a la corona de España, y muchos ciudadanos y labradores, los cuales todos con la fama tan buena de la nueva conquista, y con la vista de tanta plata y oro y piedras preciosas como veían traer del nuevo mundo, dejando sus tierras, padres, parientes y amigos, y vendiendo sus haciendas, se apercibían y se ofrecían por sus personas y cartas para ir a esta conquista, con esperanzas que se prometían que había de ser tan rica, o más, que las dos pasadas de México y del Perú. Con las mismas esperanzas se movieron también a ir a esta jornada de la Florida seis o siete de los conquistadores que dijimos se habían vuelto del Perú, no advirtiendo que no podía ser mejor la tierra que iban a buscar que la que habían dejado, ni satisfaciéndose con las riquezas que de ella habían traído; antes parece que la hambre de ellas les había crecido conforme a su naturaleza, que es insaciable. Los conquistadores nombraremos en el proceso de esta historia como se fueren ofreciendo.

Luego que el gobernador mandó publicar sus provisiones entendió en dar orden que se comprasen navíos, armas, municiones, bastimentos y las demás cosas pertenecientes a tan gran empresa como la que había tomado. Para los cargos eligió personas suficientes cada cual en su ministerio; convocó gente de guerra, nombró capitanes y oficiales para el ejército, como diremos en el capítulo siguiente. En suma, proveyó con toda magnificencia y largueza, como quien podía y quería todo lo que convenía para su demanda.

Pues como el general y los demás capitanes y ministros acudiesen con tanta liberalidad al gasto y con tanta diligencia a las cosas que eran a cargo de cada uno de ellos, las concluyeron y juntaron todas en San Lúcar de Barrameda (donde había de ser la embarcación), en poco más tiempo de un año que las provisiones de Su Majestad se habían publicado. Traídos los navíos y llegado el plazo señalado para que la gente levantada viniese al mismo puerto, y habiéndose juntado toda, que era lucidísima, y hechas las demás provisiones así de matalotaje como de mucho hierro, acero, barretas, azadas, azadones, serones, sogas y espuertas, cosas muy necesarias para poblar, se embarcaron y pusieron en su navegación en la forma siguiente.

Capítulo I. Del número de gente y capitanes que para la Florida se embarcaron

Novecientos y cincuenta españoles de todas calidades se juntaron en San Lúcar de Barrameda para ir a la conquista de la Florida, todos mozos, que apenas se hallaba entre ellos uno que tuviese canas (cosa muy importante para vencer los trabajos y dificultades que en las nuevas conquistas se ofrecen). A muchos de ellos dio el gobernador socorro de dineros; envió a cada uno según la calidad de su persona, conforme a la estofa de ella y según la compañía y criados que traía. Muchos, por necesidad, recibieron el socorro, y otros (con respeto y comedimiento de ver la máquina grande que el general traía sobre sus hombros), no quisieron recibirlo, pareciéndoles más justo socorrer, si pudieran, al gobernador, que ser socorridos de él.

Llegado el tiempo de las aguas vivas, se embarcaron en siete navíos grandes y tres pequeños que en diversos puertos de España se habían comprado. El adelantado, con toda su casa, mujer y familia, se embarcó en una nao llamada San Cristóbal, que era de ochocientas toneladas, la cual iba por capitana de la armada, bien apercibida de gente de guerra, artillería y munición como convenía a nao capitana de tan principal capitán.

En otra no menor, llamada la Magdalena, se embarcó Nuño Tovar, uno de los sesenta conquistadores, natural de Jerez de Badajoz. Este caballero iba por teniente general y en su compañía llevaba otro caballero, don Carlos Enríquez, natural de la misma ciudad, hijo segundo de un gran mayorazgo de ella. Luis de Moscoso de Alvarado, caballero natural de Badajoz y vecino de Zafra y uno de los sesenta conquistadores elegido y nombrado para maese de campo del ejército, iba por capitán del galeón llamado la Concepción, que era de más de quinientas toneladas.

En otro galeón igual a éste, llamado Buena Fortuna, iba el capitán Andrés de Vasconcelos, caballero fidalgo portugués, natural de Yelves, el cual llevaba una muy hermosa y lucida compañía de fidalgos portugueses, que algunos de ellos habían sido soldados en las fronteras de África. Diego García, hijo del alcaide de Villanueva de Barcarrota, iba por capitán de otro navío grueso, llamado San Juan. Arias Tinoco, nombrado por capitán de infantería, iba por capitán de otra nao grande llamada Santa Bárbara. Alonso Romo de Cardeñosa, hermano de Arias Tinoco, que también era nombrado capitán de infantería, iba por capitán de un galeoncillo llamado San Antón. Con ese capitán iba otro hermano suyo llamado Diego Arias Tinoco, nombrado para alférez general del ejército. Estos tres hermanos eran deudos del general.

Por capitán de una carabela muy hermosa iba Pedro Calderón, caballero natural de Badajoz, y en su compañía iba el capitán micer Espíndola, caballero genovés, el cual era capitán de sesenta alabarderos de la guardia del gobernador. Sin estos ocho navíos, llevaban dos bergantines para servicio de la armada, que, por ser más ligeros y más fáciles de gobernar que las naos gruesas, sirviesen como espías de descubrir por todas partes lo que hubiese por la mar.

En estos siete navíos, carabela y bergantines se embarcaron los novecientos y cincuenta hombres de guerra, sin los marineros y gente necesaria para el gobierno y servicio de cada nao. Sin la gente que hemos dicho, iban en la armada doce sacerdotes, ocho clérigos y cuatro frailes. Los nombres de los clérigos que la memoria ha retenido son: Rodrigo de Gallegos, natural de Sevilla, deudo de Baltasar de Gallegos, y Diego de Bañuelos y Francisco del Pozo, naturales de Córdoba; Dionisio de París, natural de Francia, de la misma ciudad de París. Los nombres de los otros cuatro clérigos se han olvidado. Los frailes se llamaban: fray Luis de Soto, natural de Villanueva de Barcarrota, deudo del gobernador Hernando de Soto; fray Juan de Gallegos, natural de Sevilla, hermano del capitán Baltasar de Gallegos, ambos frailes de la orden de Santo Domingo; fray Juan de Torres, natural de Sevilla, de la religión de San Francisco, y fray Francisco de la Rocha, natural de Badajoz, de la advocación e insignia de la Santísima Trinidad. Todos ellos hombres de mucho ejemplo y doctrina.

Con esta armada de la Florida iba la de México, que era de veinte naos gruesas, de la cual iba también por general Hernando de Soto hasta el paraje de la isla de Santiago de Cuba, de donde se había de apartar para la Veracruz. Y para de allí adelante iba nombrado por general de ella un caballero principal llamado Gonzalo de Salazar, el primer cristiano que nació en Granada después que la quitaron a los moros, por lo cual, aunque él era caballero hijodalgo, los Reyes Católicos de gloriosa memoria que ganaron aquella ciudad le dieron grandes privilegios e hicieron mercedes de que se fundó un mayorazgo para sus descendientes. El cual había sido conquistador de México. Este caballero volvió por fator de la Hacienda Imperial de la ciudad de México.

Con esta orden, salieron por la barra de San Lúcar las treinta naos de las dos armadas y se hicieron a la vela a los seis de abril del año de mil y quinientos y treinta y ocho, y navegaron aquel día, y otros muchos, con toda la prosperidad y bonanza de tiempo que se podía desear. La armada de la Florida iba tan abastecida de todo matalotaje que a cuantos iban en ella se daba ración doblada, cosa bien impertinente porque se desperdiciaba todo lo que sobraba, que era mucho. Mas la magnificencia del general era tanta, y tan grande el contento que llevaba de llevar en su compañía gente tan lucida y noble, que todo se le hacía poco para el deseo que tenía de regalarlos.

Capítulo I. Lo que sucedió a la armada la primera noche de su navegación

El primer día que navegaron, poco antes de que anocheciese, llamó el general a un soldado de muchos que llevaba escogidos para traer cerca de su persona, llamado Gonzalo Silvestre, natural de Herrera de Alcántara, y le dijo: «Tendréis cuidado de dar esta noche orden a las centinelas cómo hayan de velar y apercibiréis al condestable, que es el artillero mayor, que lleve toda su artillería aprestada y puesta a punto, y, si pareciere algún navío de mal andar, haréis que le tiren, y en todo guardaréis el orden que la navegación buena requiere». Así se proveyó todo como el gobernador lo mandó.

Siguiéndose, pues, el viaje con muy próspero tiempo, sucedió a poco más de media noche que los marineros de la nao que había de ser capitana de las de México, en que iba el fator Gonzalo de Salazar, o por mostrar la velocidad y ligereza de ella, o por presumir que también era capitana, como la de Hernando de Soto, o porque, como será lo más cierto, el piloto y el maestre con la bonanza del tiempo se hubiesen dormido y el marinero que gobernaba la nao no fuese plático de las reglas y leyes de navegar, la dejaron adelantarse de toda la armada e ir adelante de ella, a tiro de cañón y a barlovento que la capitana, que por cualquiera de estas dos cosas que los marineros hagan tienen pena de muerte.

Gonzalo Silvestre, que por dar buena cuenta de lo que se le había encargado, aunque tenía sus centinelas puestas, no dormía (como lo debe hacer todo buen soldado e hijodalgo como él lo era), recordando al condestable, preguntó si aquel navío era de su armada y compañía o de mal andar. Fuele respondido que no podía ser de la armada, porque, si lo fuera, no se atreviera a ir donde iba, por tener pena de muerte los marineros que tal hacían; por tanto, se afirmaba que era de enemigos. Con esto se determinaron ambos a le tirar, y al primer cañonazo le horadaron todas las velas por medio de proa a popa, y al segundo le llevaron de un lado parte de las obras muertas, y, yendo a tirarle más, oyeron que la gente de ella daba grandes gritos, pidiendo misericordia, que no les tirasen que eran amigos.

El gobernador se levantó al ruido, y toda la armada se alborotó y puso en arma, y encaró hacia la nao mexicana. La cual, como se le iba el viento por las roturas que la pelota le había hecho en las velas, vino decayendo sobre la capitana, y la capitana, que iba en su seguimiento, la alcanzó presto, donde les hubiera de suceder otro mayor mal y desventura que la que se temía por lo pasado. Y fue que, como los unos con el temor y confusión de su delito atendiesen más a disculparse que a gobernar su navío, y los otros, con la ira y enojo que llevaban de pensar que el hecho hubiese sido desacato y no descuido, y con deseo de lo castigar o vengar, no mirasen cómo ni por dónde iban, hubieran de embestirse y encontrarse con los costados ambas naos. Y estuvieron tan cerca de ello que los de dentro, para socorrerse en este peligro, no hallando remedio mejor, a toda prisa sacaron muchas picas con las cuales entibando de la una en la otra nao, porque no diesen golpe, rompieron más de trescientas, que pareció una hermosísima folla de torneo de a pie, e hicieron buen efecto. Mas, aunque con las picas y otros palos les estorbaron que no se encontrasen con violencia, no les pudieron estorbar que no se trabasen y asiesen con las jarcias, velas y entenas, de manera que se vieron en el último punto de ser ambas anegadas, porque el socorro de los suyos del todo las desamparó, que los marineros, turbados con el peligro tan eminente y repentino, desconfiaron de todo remedio, ni sabían cuál hacer que les fuese de provecho. Y, cuando pudieran hacer alguno, la vocería de la gente, que veía la muerte al ojo, era tan grande que no les dejaba oírse; ni la oscuridad de la noche, que acrecienta las tormentas, daba lugar a que viesen lo que les convenía hacer; ni los que tenían algún ánimo y esfuerzo podían mandar, porque no había quién les obedeciese ni escuchase, que todo era llanto, grita, voces, alaridos y confusión.

En este punto estuvieron ambos generales y sus dos naos capitanas, cuando Dios Nuestro Señor las socorrió con que la del gobernador con los tajamares o navajas que en las entenas llevaba cortó a la del fator todos los cordeles, jarcias y velas con que las dos se habían asido, las cuales cortadas, pudo la del general, con el buen viento que hacía, apartarse de la otra, quedando ambas libres.

Hernando de Soto quedó tan airado, así de haberse visto en el peligro pasado como de pensar que el hecho que lo había causado hubiese sido por desacato maliciosamente hecho, que estuvo por hacer un gran exceso en mandar cortar luego la cabeza al fator. Mas él se disculpaba con gran humildad diciendo que no había tenido culpa en cosa alguna de lo sucedido, y así le testificaron todos los de su nao. Con lo cual, y con buenos terceros que no faltaron en la del gobernador que excusaron y abonaron al fator, se aplacó la ira del general, y le perdonó, y olvidó todo lo pasado, aunque el fator Gonzalo de Salazar, después de llegado a México, siempre que se ofrecía plática sobre el suceso de aquella noche, como hombre sentido del hecho, solía decir que holgara toparse con igual fortuna con Hernando de Soto para le retar y desafiar sobre las palabras demasiadas que con sobra de enojo le había dicho en lo que él no había tenido culpa. Y así era verdad que no la había tenido; mas tampoco el general le había dicho cosa de que él pudiese ofenderse. Pero como el uno sospechó que el hecho había sido malicioso, así el otro se enojó, entendiendo que las palabras habían sido ofensivas, no habiendo pasado ni lo uno ni lo otro, mas la sospecha y la ira tienen grandísima fuerza y dominio sobre los hombres, principalmente poderosos, como lo eran nuestros dos capitanes.

Los marineros de la nao del fator, habiendo remendado las roturas de las velas y las jarcias con toda la presteza, diligencia y buena maña que en semejantes casos suelen tener, siguieron su viaje, dando gracias a Nuestro Señor que los hubiese librado de tanto peligro.

Capítulo I. Llega la armada a Santiago de Cuba, y lo que a la nao capitana sucedió a la entrada del puerto

Sin otro caso más que de contar sea, llegó el gobernador a los veinte y uno de abril de Pascua Florida a la Gomera, una de las islas de la Canaria, donde halló al conde señor de ella, que lo recibió con gran fiesta y regocijo.

En este paso, dice Alonso de Carmona en su peregrinación estas palabras: «Salimos del puerto de San Lúcar, año treinta y ocho, por cuaresma, y fuimos navegando por las islas de la Gomera, que es adonde todas las flotas van a tomar agua y refresco de matalotaje, y, a los quince días andados, llegamos a vista de la Gomera. Y diré dos cosas que acaecieron aquel día en mi nao. La una fue que, peleando dos soldados, se asieron a brazo partido y dieron consigo en la mar, y así se sumieron, que no pareció pelo ni hueso de ellos. La otra fue que iba allí un hidalgo que se llamaba Tapia, natural de Arévalo, y llevaba un lebrel muy bueno y de mucho valor, y, estando como doce leguas del puerto, cayó a la mar. Y como llevábamos viento próspero, se quedó, que no lo pudimos tomar, y fuimos prosiguiendo nuestro viaje, y llegamos al puerto, y otro día de mañana, vio su amo el lebrel en tierra, y, admirándose de ello, fuelo con gran contento a tomar, y defendióselo el que lo llevaba, y averiguose que, viniendo un barco de una isla a otra, lo hallaron en la mar, que andaba nadando, y lo metieron en el barco, y averiguose que había nadado el lebrel cinco horas. Y tomamos refresco, y lo demás, y proseguimos nuestro viaje, y a vista de la Gomera se llegó el amo del lebrel a bordo, y le dio la vela un envión que le echó a la mar, y así se sumió como si fuera plomo y nunca más pareció, de que nos dio mucha pesadumbre a todos los de la armada, etcétera».

Todas son palabras de Alonso de Carmona sacadas a la letra, y púselas aquí, porque los tres casos que cuenta son notables, y también porque se vea cuán conforme va su relación con la nuestra, así en el año y en los primeros quince días de la navegación como en el temporal y en el puerto que tomaron, que todo se ajusta con nuestra historia. Por lo cual, pondré de esta manera otros muchos pasos suyos y de Juan Coles, que es el otro testigo de vista, los cuales se hallaron en esta jornada juntamente con mi autor.

Pasados los tres días de Pascua, en que tomaron el refresco que habían menester, siguieron su viaje. El gobernador en aquellos días alcanzó del conde, con muchos ruegos y súplicas, le diese una hija natural que tenía, de edad de diez y siete años, llamada doña Leonor de Bobadilla, para llevarla consigo y casar y hacerla gran señora en su nueva conquista. La demanda del gobernador concedió el conde, confiado en su magnanimidad que cumpliría mucho más que le prometía; y así se la entregó a doña Isabel de Bobadilla, mujer del adelantado Hernando de Soto, para que, admitiéndola por hija, la llevase en su compañía.

Con esta dama, cuya hermosura era extremada, salió el gobernador muy contento de la isla de la Gomera a los veinte y cuatro de abril, y, mediante el buen viento que siempre le hizo, dio vista a la isla de Santiago de Cuba a los postreros de mayo, habiendo doce días antes pedido licencia el fator Gonzalo de Salazar para apartarse con la armada de México y guiar su navegación a la Veracruz, que lo había deseado en extremo por salir de jurisdicción ajena (porque la voluntad humana siempre querría mandar más que no obedecer) y el gobernador se la había dado con mucha facilidad, por sentirle el deseo que de ella tenía.

El adelantado y los de su armada iban a tomar el puerto con mucha fiesta y regocijo de ver que se les había acabado aquella larga navegación y que llegaban a lugar por ellos tan deseado para tratar y apercibir de más cerca las cosas que convenían para su jornada y conquista, cuando he aquí vieron venir un hombre, que los de la ciudad de Santiago habían mandado salir a caballo, corriendo hacia la boca del puerto, dando grandes voces a la nao capitana que iba ya a entrar en él, y diciendo: «A babor, a babor» (que en lenguaje de marineros, para los que no lo saben, quiere decir a mano derecha del navío), con intención que la capitana y las demás que iban en pos de ella se perdiesen todas en unos bajíos y peñas que el puerto tiene muy peligrosas a aquella parte.

El piloto y los marineros, que en la entrada de aquel puerto no debían de ser tan experimentados como fuera razón (para que se vea cuánto importa la práctica y experiencia en este oficio), encaminaron la nao adonde decía el de a caballo. El cual, como hubiese reconocido que la armada era de amigos y no de enemigos, volvió con mayores voces y gritos a decir, en contra: «A estribor (que es a mano izquierda del navío), que se pierden». Y, para darse a entender mejor, se echó del caballo abajo y corrió hacia su mano derecha, haciendo señas con los brazos y la capa, diciendo: «Volved, volved a la otra banda que os perderéis todos». Los de la nao capitana, cuando lo hubieron entendido, volvieron con toda diligencia a mano izquierda, mas por mucha que pusieron no pudieron excusar que la nao no diese en una peña un golpe tan grande que todos los que iban dentro entendieron que se había abierto y perdido, y, acudiendo a la bomba, sacaron a vueltas del agua mucho vino y vinagre, aceite y miel, que del golpe que la nao había dado en la roca se habían quebrado muchas vasijas de las que llevaban estos licores, y, con los ver, se certificaron en el temor que habían cobrado de que la nao era perdida. A mucha prisa echaron al agua el batel y sacaron a tierra la mujer del gobernador y sus dueñas y doncellas. Y a vueltas de ellas, salieron algunos caballeros mozos, no experimentados en semejantes peligros, los cuales se daban tanta prisa a entrar en el batel que, perdido el respeto que a las damas se les debe, no se comedían ni daban lugar a que ellas entrasen primero, pareciéndoles que no era tiempo de comedimientos. El general, como buen capitán y plático, no quiso, aunque se lo importunaron, salir de la nao hasta ver el daño que había recibido, y también por la socorrer de más cerca, si fuese menester, y por obligar con su presencia a que no desamparasen todos. Acudiendo, pues, muchos marineros a lo bajo de ella, hallaron que no había sido más el daño que la quiebra de las botijas y que la nao estaba sana y buena, como lo certificaba la bomba en no sacar más agua, con que se alegraron todos, y los que habían sido mal comedidos y muy diligentes en salir a tierra quedaron corridos.

Capítulo X. Batalla naval de dos navíos que duró cuatro días dentro en el puerto de Santiago de Cuba

Para descargo de los de la ciudad, será razón que digamos la causa que les movió a dar este mal aviso, por el cual sucedió lo que se ha dicho. Que cierto, bien mirado el hecho que lo causó y la porfía tan obstinada que en él hubo, se verá que fue un caso notable y digno de memoria y que de alguna manera disculpa a estos ciudadanos, porque el miedo en los ánimos comunes y gente popular impide y estorba los buenos consejos. Para lo cual es de saber que, diez días antes que el gobernador llegase al puerto, había entrado en él una muy hermosa nao de un Diego Pérez, natural de Sevilla, que andaba contratando por aquellas islas y, aunque andaba en traje de mercader, era muy buen soldado de mar y tierra, como luego veremos. No se sabe cuál fuese la calidad de su persona, mas la nobleza de su condición y la hidalguía que en su conversación, tratos y contratos mostraba decían que derechamente era hijodalgo, porque ése lo es que hace hidalguías. Este capitán plático traía su navío muy pertrechado de gente, armas, artillería y munición para si fuese necesario pelear con los corsarios que por entre aquellas islas y mares topase, que allí son muy ordinarios. Pasados tres días que Diego Pérez estaba en el puerto, sucedió que otra nao, no menos que la suya, de un corsario francés que andaba a sus aventuras entró en él.

Pues como los dos navíos se reconociesen por enemigos de nación, sin otra alguna causa, embistió el uno con el otro, y aferrados pelearon todo el día hasta que la noche los despartió. Luego que cesó la pelea, se visitaron los dos capitanes por sus mensajeros que el uno al otro envió con recaudos de palabras muy comedidas y con regalos y presentes de vino y conservas, fruta seca y verde, de la que cada uno de ellos traía, como si fueran dos muy grandes amigos. Y, para adelante, pusieron treguas sobre sus palabras que no se ofendiesen ni fuesen enemigos de noche sino de día, ni se tirasen con artillería, diciendo que la pelea de manos con espadas y lanzas era más de valientes que las de las armas arrojadizas, porque las ballestas y arcabuces de suyo daban testimonio de haber sido invenciones de ánimos cobardes o necesitados, y que el no ofenderse con la artillería, demás de la gentileza de pelear y vencer a fuerza de brazos y con propia virtud, aprovecharía para que el vencedor llevase la nao y la presa que ganase, de manera que le fuese de provecho sana y no rota. Las treguas se guardaron inviolables, mas no se pudo saber de cierto qué intención hubiesen tenido para no ofenderse con la artillería, si no fue el temor de perecer ambos sin provecho de alguno de ellos. No embargante las paces puestas, se velaban y recataban de noche por no ser acometidos de sobresalto, porque de palabra de enemigo no se debe fiar el buen soldado para descuidarse por ella de lo que le conviene hacer en su salud y vida.

El segundo día volvieron a pelear obstinadamente, y no cesaron hasta que el cansancio y la hambre los despartió; mas, habiendo comido y tomado aliento, tornaron a la batalla de nuevo, la cual duró hasta el sol puesto. Entonces se retiraron y pusieron en sus sitios, y se visitaron y regalaron como el día antes, preguntando el uno por la salud del otro y ofreciéndose para los heridos las medicinas que cada cual de ellos tenía.

La noche siguiente envió el capitán Diego Pérez un recaudo a los de la ciudad diciendo que bien habían visto lo que en aquellos días había hecho por matar o rendir al enemigo y cómo no le había sido posible por hallar en él gran resistencia; que les suplicaba (pues a la ciudad le importaba tanto quitar de su mar y costas un corsario tal como aquel), le hiciesen la merced de darle palabra, si en la batalla se perdiese, como era acaecedero, restituirían a él o a sus herederos lo que su nao podía valer, y mil pesos menos; que él se ofrecería a pelear con el contrario, hasta le vencer o morir a sus manos y que pedía esta recompensa porque era pobre y no tenía más caudal que aquel navío; que, si fuera rico, holgara de lo arriesgar libremente en su servicio y que, si venciese, no quería de ellos premio alguno. La ciudad no quiso conceder esta gracia a Diego Pérez, antes le respondió desabridamente diciendo que hiciese lo que quisiese, que ellos no querían obligarse a cosa alguna. El cual, vista la mala respuesta a su petición y tanta ingratitud a su buen ánimo y deseo, acordó pelear por su honra, vida y hacienda sin esperar en premio ajeno diciendo: «Quien puede servirse a sí mismo mal hace en servir a otro, que las pagas de los hombres casi siempre son como ésta».

Luego que amaneció el día tercero de la batalla de estos bravos capitanes, Diego Pérez se halló a punto de guerra y acometió a su enemigo con el mismo ánimo y gallardía que los dos pasados, por dar a entender a los de la ciudad que no peleaba en confianza de ellos sino en la de Dios y de su buen ánimo y esfuerzo. El francés salió a recibir con no menos deseo de vencer o morir aquel día que los pasados, que cierto parece la obstinación y el haberlo hecho caso de honra les instigaba a la pelea más que el interés que se les podía seguir de despojarse el uno al otro, porque, sacados los navíos, debía de valer bien poco lo que había en ellos. Aferrados, pues, el uno con el otro, pelearon todo aquel día como habían hecho los dos pasados, apartándose solamente para comer y descansar cuando sentían mucha necesidad. Y, en habiendo descansado, volvían a la batalla tan de nuevo como si entonces la empezaran, y siempre con mayor enojo y rabia de no poderse vencer. La falta del día los despartió, con muchos heridos y algunos muertos que de ambas partes hubo; mas, luego que se retiraron, se visitaron y regalaron como solían con sus dádivas y presentes, como si entre ellos no hubiera pasado cosa alguna de mal. Así pasaron la noche, con admiración de toda la ciudad, que dos hombres particulares, que andaban a buscar la vida, sin otra necesidad ni obligación que les forzase, porfiasen tan obstinadamente en matarse el uno al otro, no habiendo de llevar más premio que el haberse muerto, ni pudiendo esperar gratificación alguna de sus reyes, pues no andaban en servicio de ellos ni a su sueldo. Empero todo esto, y más, pueden las pasiones humanas cuando empiezan a reinar.

Capítulo X. Prosigue el suceso de la batalla naval hasta el fin de ella

Venido el cuarto día, habiéndose hecho salva con los tiros y saludándose con palabras del un navío al otro, según costumbre de mareantes, volvieron españoles y franceses a la porfía de la batalla con el mismo ánimo y esfuerzo que los tres días pasados, aunque con menos fuerzas, porque andaban ya muy cansados y muchos de ellos mal heridos. Mas el deseo de la honra, que en los ánimos generosos puede mucho, les daba esfuerzo y vigor para sufrir y llevar tanto trabajo. Todo este día pelearon como los pasados, apartándose solamente para comer y descansar y curar los heridos, y luego volvían a la batalla, como de nuevo, hasta que la noche los puso en paz. Retirados que fueron, no faltaron de visitarse con sus presentes y regalos y buenas palabras. Que cierto son de notar los dos extremos tan contrarios, uno de enemistad y otro de comedimientos, que entre estos capitanes aquellos cuatro días pasaron; porque es verdad que la pelea de ellos era de enemigos mortales, ansiosos de quitarse las vidas y haciendas, y en cesando de ella, todo se les convertía en amistad de hermanos, deseos de hacerse todo el regalo posible, por mostrar que no eran menos corteses y afables en la paz que valientes y feroces en la guerra, y que no deseaban menos vencer de la una manera que de la otra.

Volviendo a los de la batalla, el español que había sentido aquel día flaqueza en su enemigo, le envió entre sus condimentos y regalos a decir que en extremo deseaba que aquella batalla, que tanto había durado, no cesase hasta que el uno de los dos hubiese alcanzado la victoria; que le suplicaba le esperase el día siguiente, que él le prometía buenas albricias si así lo hiciese, y que por obligarle con las leyes militares a que no se fuese aquella noche, le desafiaba de nuevo para la batalla del día venidero y que confiaba no la rehusaría, pues en todo lo de atrás se había mostrado tan principal y valiente capitán.

El francés, haciendo grandes ostentaciones de regocijo por el nuevo desafío, respondió que lo aceptaba y que esperaría el día siguiente, y otros muchos que fuesen menester, para cumplir su deseo y fenecer aquella batalla cuyo fin no deseaba menos que su contrario; que de esto estuviese cierto y descuidadamente reposase toda la noche y tomase vigor y fuerzas para el día siguiente, y que le suplicaba no fuese aquel desafío fingido y con industria artificiosamente hecho para le asegurar e descuidar e irse a su salvo la noche venidera, sino que fuese cierto y verdadero, que así lo deseaba él por mostrar en su persona la valerosidad de su nación.

Mas con todas estas bravatas, cuando vio tiempo acomodado, alzando las anclas, con todo el silencio que pudo, se hizo a la vela por no arrepentirse de haber cumplido palabra dada en perjuicio y daño propio, que no deja de ser muy gran simpleza la observancia de ella en tales casos, pues el mudar consejos es de sabios, principalmente en la guerra, por la inestabilidad que hay en los sucesos de ella, de lo cual carece la paz, y también porque el último fin que en ella se pretende es alcanzar la victoria.

Las centinelas de la nao española, aunque sintieron algún ruido en la francesa, no tocaron arma ni dieron alerta, entendiendo que se aprestaban para la batalla venidera y no para huir. Venido el día, se hallaron burlados. Al capitán Diego Pérez le pesó mucho que sus enemigos se hubiesen ido, porque, según la flaqueza que el día antes les había sentido, tenía por muy cierta la victoria de su parte, y, con deseo de ella, tomando de la ciudad lo que había menester para los suyos, salió en busca de los contrarios.

Capítulo I. De las fiestas que al gobernador hicieron en Santiago de Cuba

De este caso tan notable y extraño quedó la ciudad de Santiago muy escandalizada y temerosa, y, como sucedió tan pocos días antes que el gobernador llegase al puerto, temió que era el corsario pasado que, habiendo juntado otros consigo, volvía a saquear y quemar la ciudad. Por esto dio el mal aviso que hemos dicho, para que se perdiesen en las peñas y bajíos que hay en la entrada del puerto.

El gobernador se desembarcó, y toda la ciudad salió con mucha fiesta y regocijo a le recibir y dar el parabién de su buena venida, y, en disculpa de haberle enojado con el mal recaudo, le contaron más larga y particularmente todo el suceso de los cuatro días de la batalla del francés con el español y las vistas y regalos que se enviaban, y le suplicaron les perdonase, que aquel gran miedo les había causado este mal consejo. Mas no se disculparon de haber sido tan crueles y desagradecidos con Diego Pérez, como el gobernador lo supo después en particular, de que se admiró no menos que de la pelea y comedimientos que los dos capitanes habían tenido. Porque es cierto que le informaron que, demás de la mala respuesta que habían dado al partido que Diego Pérez les había ofrecido, habían estado tan tiranos con él que en todos los cuatro días que había peleado, con ser la batalla en servicio de ellos y con salir toda la ciudad a verlo cada día, nunca se había comedido a socorrerle mientras peleaba, ni a regalarle siquiera con un jarro de agua cuando descansaba, sino que le habían tratado tan esquivamente como si fuera de nación y religión contraria a la suya. Ni en propio beneficio habían querido hacer cosa alguna contra el francés, que con enviar veinte o treinta hombres en una barca o balsa que hicieran muestra de acometer al enemigo por el otro lado, sin llegar con él a las manos, sólo con divertirle dieran la victoria a su amigo, que cualquier socorro, aunque pequeño, fuera parte para dársela, pues las fuerzas de ellos estaban tan iguales que pudieron pelear cuatro días sin reconocerse ventaja. Mas ni esto ni otra cosa alguna habían querido hacer los de la ciudad por sí ni por el español como si no fueran españoles, temiendo que, si el francés venciese, no la saquease o quemase, trayendo otros en su favor, como habían sospechado que traía; y no advertían que el enemigo de nación o de religión, siendo vencedor, no sabe tener respeto a los males que le dejaron de hacer, ni agradecimiento a los bienes recibidos, ni vergüenza a las palabras y promesas hechas para dejarlas de quebrantar, como se ve por muchos ejemplos antiguos y modernos. Por lo cual, en la guerra (principalmente de infieles), el enemigo siempre sea tenido por enemigo y sospechoso, y el amigo por amigo y fiel, porque de éste se debe esperar y de aquél temer, y nunca fiar de su palabra, antes perder la vida que fiarse de ella, porque como infieles se precian de quebrantarla y lo tienen por religión, principalmente contra fieles. Por esta razón, no dejó de culpar el gobernador a los de la ciudad de Santiago que no hubiesen ayudado a Diego Pérez, pues era de su misma ley y nación.

Como dijimos, fue recibido el general con mucha fiesta y común regocijo de toda la ciudad, que, por las buenas nuevas de su prudencia y afabilidad, había sido muy deseosa su presencia. A este contento se juntó otro, no menor, que les dobló el placer y alegría, que la persona del obispo de aquella iglesia, fray Hernando de Mesa, dominico, que era un santo varón y había ido en la misma armada con el gobernador y fue el primer prelado que a ella pasó. El cual se hubiera de ahogar al desembarcar de la nao, porque al tiempo que Su Señoría se desasía del navío y saltaba en el batel, la barca se apartó algún tanto, de manera que, no la pudiendo alcanzar (por ser las ropas largas), cayó entre los dos bajeles y al descubrirse del agua dio con la cabeza en la barca, por lo cual se vio en lo último de la vida. Los marineros, echándose al agua, lo libraron. Viéndose la ciudad con dos personajes tan principales para el gobierno de ambos estados, eclesiástico y seglar, no cesó por muchos días de festejarlos, unas veces con danzas, saraos y máscaras que hacían de noche; otros con juegos de cañas y toros, que corrían y alanceaban; otros días hacían regocijo a la brida, corriendo sortija. Y a los que en ella se aventajaban en la destreza de las armas y caballería, o en la discreción de la letra, o en la novedad de la invención, o en la lindeza de la gala, se les daban premios de honor de joyas de oro y plata, seda y brocado, que para los victoriosos estaban señalados, y, al contrario, daban asimismo premios de vituperio a los que lo hacían peor. No hubo justas ni torneos a caballo ni a pie por falta de armaduras.

En estas fiestas y regocijos entraban muchos caballeros de los que habían ido con el gobernador, así por mostrar la destreza que en toda cosa tenían como por festejar a los de la ciudad, pues el contento era común. Para estos regocijos y fiestas ayudaban mucho (como siempre en las burlas y veras suelen ayudar) los muchos y por extremo buenos caballos que en la isla había, de obra, talle y colores, porque demás de la bondad natural que los de esta tierra tienen, los criaban entonces con mucha curiosidad y en gran número, que había hombres particulares que tenían en sus caballerizas a veinte y a treinta caballos, y los ricos a cincuenta y a sesenta, por granjería, porque para las nuevas conquistas que en el Perú, México y otras partes se habían hecho y hacían, se vendían muy bien y era la mayor y mejor granjería que en aquel tiempo tenían los moradores de la isla de Cuba y sus comarcas.

Capítulo I. Las provisiones que el gobernador proveyó en Santiago de Cuba, y de un caso notable de los naturales de aquellas islas

Casi tres meses se entretuvo la gente del gobernador en las fiestas y regocijos, habiendo entre ella y los de la ciudad toda paz y concordia, porque los unos y los otros procuraban tratarse con toda amistad y buen hospedaje. El gobernador, que atendía a cuidados mayores, visitó en este tiempo los pueblos que en la isla había, proveyó ministros de justicia que en ellos quedasen por tenientes suyos, compró muchos caballos para la jornada, y su gente principal hizo lo mismo, para lo cual dio a muchos de ellos socorro en más cantidad que lo había hecho en San Lúcar, porque, para comprar caballos, era menester socorrerlos más magníficamente. Los de la isla le presentaron muchos, que, como hemos dicho, los criaban en gran número.

Y entonces estaba aquella tierra próspera y rica y muy poblada de indios, los cuales, poco después, dieron en ahorcarse casi todos. Y la causa fue que, como toda aquella región de tierra sea muy caliente y húmeda, la gente natural que en ella había era regalada y floja y para poco trabajo. Y como por la mucha fertilidad y frutos que la tierra tiene de suyo, no tuviesen necesidad de trabajar mucho para sembrar y coger, que por poco maíz que sembraban cogían por año más de lo que habían menester para el sustento de la vida natural, que ellos no pretendían otra cosa; y, como no conociesen el oro por riqueza ni lo estimasen, hacíaseles de mal el sacarlo de los arroyos y sobre haz de la tierra donde se cría, y sentían demasiadamente, por poca que fuese, la molestia que sobre ello les daban los españoles. Y como también el demonio incitase por su parte, y con gente tan simple, viciosa y holgazana pudiese lo que quisiese, sucedió que, por no sacar oro, que en esta isla lo hay bueno y en abundancia, se ahorcaron de tal manera y con tanta prisa que hubo día de amanecer cincuenta casas juntas de indios ahorcados con sus mujeres e hijos de un mismo pueblo, que apenas quedó en él hombre viviente, que era la mayor lástima del mundo verlos colgados de los árboles, como pájaros zorzales cuando les arman lazos. Y no bastaron remedios que los españoles procuraron e hicieron para lo estorbar. Con esta plaga tan abominable se consumieron los naturales de aquella isla y sus comarcas, que hoy casi no hay ninguno. De este hecho sucedió después la carestía de los negros, que al presente hay, para llevarlos a todas partes de India, que trabajen en las minas.

Entre otras cosas que el gobernador proveyó en Santiago de Cuba, fue mandar que un capitán llamado Mateo Aceituno, caballero natural de Talavera de la Reina, fuese con gente por la mar a reedificar la ciudad de La Habana, porque tuvo aviso que pocos días antes la habían saqueado y quemado corsarios franceses sin respetar el templo ni atacar las imágenes que en él había. De que el gobernador y toda su gente, como católicos, hicieron mucho sentimiento. En suma proveyó el general todo lo que le pareció convenir para pasar adelante en la conquista. A la cual no ayudó poco lo que diremos, y fue que en la villa de la Trinidad, que es un pueblo de los de aquella isla, vivía un caballero muy rico y principal llamado Vasco Porcallo de Figueroa, deudo cercano de la ilustrísima casa de Feria. El cual visitó el gobernador en la ciudad de Santiago de Cuba, y, como él estuviese en ella algunos días y viese la gallardía y gentileza de tantos caballeros y tan buenos soldados como iban a esta jornada y el aparato magnífico que para ella se proveía, no pudo contenerse que su ánimo ya resfriado de las cosas de la guerra no volviese ahora de nuevo a encenderse en los deseos de ella. Con los cuales, voluntariamente se ofreció al gobernador de ir en su compañía a la conquista de la Florida tan famosa, sin que su edad, que pasaba ya de los cincuenta años, ni los muchos trabajos que había pasado así en Indias como en España e Italia, donde en su juventud había vencido dos campos de batalla singular, ni la mucha hacienda ganada y adquirida por las armas, ni el deseo natural que los hombres suelen tener de la gozar, fuese para resistirle; antes posponiéndolo todo, quiso seguir al adelantado, para lo cual le ofreció su persona, vida y hacienda.

El gobernador, vista una determinación tan heroica, y que no la movía deseo de hacienda ni honra, sino propia generosidad y el ánimo belicoso que este caballero siempre había tenido, aceptó su ofrecimiento, y habiéndole estimado y con palabra encarecida en lo que era razón, por corresponder con la honra que tan gran hecho merecía, le nombró por teniente general de toda su armada y ejército, habiendo muchos días antes depuesto de este cargo a Nuño Tovar por haberse casado clandestinamente con doña Leonor de Bobadilla, hija del conde de la Gomera.

Vasco Porcallo de Figueroa y de la Cerda, como hombre generoso y riquísimo ayudó magníficamente para la conquista de la Florida, porque, sin los muchos criados españoles, indios y negros que llevó a esta jornada, y sin el demás aparato y menaje de su casa y servicio, llevó treinta y seis caballos para su persona, sin otros más de cincuenta que presentó a caballeros particulares del ejército. Proveyó de mucho bastimento de carnaje, pescado, maíz y cazavi, sin otras cosas que la armada hubo menester. Fue causa que muchos españoles de los que vivían en la isla de Cuba a imitación suya se animasen y fuesen a esta jornada. Con las cuales cosas, en breve tiempo se concluyeron las que eran de importancia para que la armada y gente de guerra pudiese salir y caminar a La Habana.

Capítulo I. El gobernador va a La Habana, y las prevenciones que en ella hace para su conquista

A los postreros de agosto del mismo año de mil y quinientos y treinta y ocho, salió el general de la ciudad de Santiago de Cuba con cincuenta de a caballo para ir a La Habana, habiendo dejado orden que los demás caballos, que eran trescientos, caminasen en pos de él en cuadrillas de cincuenta en cincuenta, saliendo los unos ocho días después de los otros, para que fuesen más acomodados y mejor proveídos. La infantería y toda su casa y familia mandó que, bojando la isla, fuese por la mar a juntarse todos en La Habana. Donde habiendo llegado el gobernador y vista la destrucción que los corsarios habían hecho en el pueblo, socorrió de su hacienda a los vecinos y moradores de él para ayudar a reedificar sus casas, y lo mejor que pudo reparó el templo y las imágenes destrozadas por los herejes. Y, luego que llegaron a La Habana, dio orden que un caballero natural de Sevilla, nombrado Juan de Añasco, que iba por contador de la hacienda imperial de Su Majestad, que era gran marinero, cosmógrafo y astrólogo, con la gente más plática de la mar que entre ellos se hallaba, fuese en los dos bergantines a costear y descubrir la costa de la Florida, a ver y notar los puertos, calas o bahías que por ella hubiese.

El contador fue, y anduvo dos meses corriendo la costa a una mano y a otra. Al fin de ellos volvió con relación de lo que había visto y trajo consigo dos indios que había preso. El gobernador, visto la buena diligencia que Juan de Añasco había hecho, mandó que volviese a lo mismo y muy particularmente que notase todo lo que por la costa hubiese para que la armada, sin andar costeando, fuese derechamente a surgir donde hubiese de ir. Juan de Añasco volvió a su demanda y, con todo cuidado y diligencia, anduvo por la costa tres meses y al cabo de ellos vino con más certificada relación de lo que por allá había visto y descubierto y dónde podían surgir los navíos y tomar tierra. De este viaje trajo otros dos indios que con industria y buena maña había pescado, de que el gobernador y todos los suyos recibieron mucho contento, por tener puertos sabidos y conocidos donde ir a desembarcar. En este paso añade Alonso de Carmona que (por haber estado perdidos el capitán Juan de Añasco y sus compañeros dos meses en una isla despoblada donde no comían sino pájaros bobos, que mataban con garrotes, y caracoles marinos, y por mucho peligro que habían corrido de ser anegados cuando volvieron a La Habana), al salir en tierra, dende la lengua de agua fueron todos los que venían en el navío de rodillas hasta la iglesia, donde les dijeran una misa, y, después de cumplida su promesa, dice que fueron muy bien recibidos del gobernador y de todos los suyos, los cuales habían estado muy desconfiados de temor que se hubiesen perdido en la mar, etcétera.

Estando el adelantado Hernando de Soto en La Habana aderezando y proveyendo lo necesario para su jornada, supo cómo don Antonio de Mendoza, visorrey que entonces era de México, hacía gente para enviar a conquistar la Florida, y, no sabiendo el general qué parte la enviaba y temiendo no se encontrasen y estorbasen los unos a los otros y hubiese discordia entre ellos, como la hubo en México entre el marqués del Valle, Hernando Cortés, y Pánfilo de Narváez, que en nombre del gobernador Diego Velázquez había ido a tomarle cuenta de la gente armada que le había entregado, y como la hubo en el Perú entre los adelantados don Diego de Almagro y don Pedro de Alvarado a los principios de la conquista de aquel reino. Por lo cual, y por excusar la infamia del vender y comprar la gente, como dijeron de aquellos capitanes, le pareció a Hernando de Soto sería bien dar aviso al visorrey de las provisiones y conduta de que Su Majestad le había hecho merced para que lo supiese, y juntamente suplicarle con ellas. A lo cual envió un soldado gallego llamado San Jurge, hombre hábil y diligente para cualquier hecho, el cual fue a México y en breve tiempo volvió con respuesta del visorrey que decía hiciese el gobernador seguramente su entrada y conquista por donde la tenía trazada y no temiese que se encontrasen los dos, porque él enviaba la gente que hacía a otra parte muy lejos de donde el gobernador iba; que la tierra de la Florida era tan larga y ancha que había para todos y que, no solamente no pretendía estorbarle, mas antes deseaba y tenía ánimo de le ayudar y socorrer si menester fuese, y así le ofrecía su persona y hacienda y todo lo que con su cargo y administración pudiese aprovecharle. Con esta respuesta quedó el gobernador satisfecho y muy agradecido del ofrecimiento del visorrey.

Ya por este tiempo, que era mediado abril, toda la caballería que en Santiago de Cuba había quedado era llegada a La Habana, habiendo caminado a jornadas muy cortas las doscientas y cincuenta leguas, poco más o menos, que hay de la una ciudad a la otra.

Viendo el adelantado que toda su gente, así de a caballo como infantes, estaba ya toda junta en La Habana y que el tiempo de poder navegar se iba acercando, nombró a doña Isabel de Bobadilla su mujer e hija del gobernador Pedro Arias de Ávila, mujer de toda bondad y discreción, por gobernadora de aquella gran isla, y por su lugarteniente a un caballero noble y virtuoso llamado Joan de Rojas, y en la ciudad de Santiago dejó por teniente a otro caballero que había nombre Francisco de Guzmán. Los cuales dos caballeros, antes que el general llegara a esta isla, gobernaban aquellas dos ciudades, y, por la buena relación que de ellos tuvo, los dejó en el mismo cargo que antes tenían. Compró una muy hermosa nao llamada Santa Ana que a aquella sazón acertó a venir al puerto de La Habana. La cual nao, había ido por capitana a la conquista y descubrimiento del Río de la Plata con el gobernador y capitán general don Pedro de Zúñiga y Mendoza, el cual se perdió en la jornada y, volviéndose a España, murió de enfermedad en la mar. La nao llegó a Sevilla de aquel viaje y volvió con otro a México, de donde volvía entonces, cuando Hernando de Soto la compró por ser tan grande y hermosa, que llevó en ella ochenta caballos a la Florida.

Capítulo V. Llega a La Habana una nao en la cual viene Hernán Ponce, compañero del gobernador

El gobernador andaba ya muy cerca de embarcarse para ir a su conquista, que no esperaba sino la bonanza del tiempo, cuando entró en el puerto otra nao que venía de Nombre de Dios, la cual, como pareció, entró contra toda su voluntad, forzada del mal temporal que corría, porque, en cuatro o cinco días que anduvo contrastando con el viento, la vieron llegar a la boca del puerto tres veces y volverse a meter en alta mar otras tantas como huyendo de aquel puerto por no le tomar. Mas, no pudiendo resistir a la furia de la tormenta que hacía, aunque el principal pasajero que en ella venía hubiese hecho grandes promesas a los marineros porque no entrasen en el puerto, mal que les pesó lo hubieron de tomar sin poder hacer otra cosa, porque a la furia del mar no hay resistencia. Para lo cual es de saber que, cuando Hernando de Soto salió del Perú para venir a España, como se dijo en el capítulo primero, dejó hecha compañía y hermandad con un Hernán Ponce que fuesen ambos a la parte de lo que los dos durante su vida ganasen o perdiesen, así en los repartimientos de indios que Su Majestad les diese como en las demás cosas de honra y provecho que pudiesen haber. Porque la intención de Hernando de Soto cuando salió de aquella tierra fue de volver a ella a gozar del premio que por los servicios hechos en la conquista de ella había merecido, aunque después, como se ha visto, pasó los pensamientos a otra parte. Esta misma compañía se hizo entonces y después entre otros muchos caballeros y gente principal que se halló en la conquista del Perú, que aún yo alcancé a conocer algunos de ellos, que vivían en ella como si fueran hermanos, gozando de los repartimientos que les habían dado sin dividirlos.

Hernán Ponce (cuya parentela ni patria no alcancé a saber más de que oí decir que era del reino de León), después de la venida de Hernando de Soto a España, tuvo en el Perú un repartimiento de indios muy rico (merced que el marqués don Francisco Pizarro en nombre de Su Majestad le hizo), los cuales le dieron mucho oro y plata y piedras preciosas, con lo cual, y con lo que más pudo recoger del valor de las preseas y alhajas de casa, que entonces todo se vendía a peso de oro, y con la cobranza de algunas deudas que Hernando de Soto le dejó, venía a España muy próspero de dinero. Y, como supiese en Nombre de Dios o en Cartagena que Hernando de Soto estaba en La Habana con tanto aparato de gente y navíos para ir a la Florida, quisiera pasarse de largo sin tocar en ella por no darle cuenta de lo que entre los dos había, y por no partir con él de lo que traía, que temió no se lo quitase todo como hombre menesteroso que se había metido en tanto gasto. Y ésta era la causa de haber rehusado tanto de no tomar el puerto, si pudiera no tomarlo; mas no le fue posible, porque la fortuna o tempestad de la mar, sin atención o respeto alguno, desdeña o favorece a quien se le antoja.

Luego que la nao entró en el puerto supo el gobernador que venía Hernán Ponce en ella. Envió a visitarle y darle el parabién de su venida y ofrecerle su posada y todo lo demás de su hacienda, oficios y cargos, pues, como compañero y hermano, tenía la mitad en todo lo que él poseía y mandaba, y, en pos de este recaudo, fue en persona a verle y sacarle a tierra.

Hernán Ponce no quisiera tanto comedimiento ni hermandad; empero, después de haberse hablado el uno al otro con palabras ordinarias de buenas cortesías, disimulando su congoja, se excusó lo mejor que pudo de salir a tierra, diciendo que por el mucho trabajo y poco sueño que en aquellos cuatro o cinco días con la tormenta de la mar había tenido no estaba para desembarcarse; que suplicaba a su señoría, por aquella noche siquiera, tuviese por bien se quedase en el navío; que otro día, si estuviese mejor, saldría a besarle las manos y a recibir y gozar toda la merced que le ofrecía. El gobernador lo dejó a toda su voluntad por mostrar que no quería ir contra ella en cosa alguna, mas, sintiendo el mal que tenía, mandó con mucho secreto poner guardas por mar y por tierra que con todo cuidado velasen la noche siguiente y viesen lo que Hernán Ponce hacía de sí.

El cual, no fiando de la cortesía de su compañero ni pudiendo entender que fuese tanta, como después vio, ni aconsejándose con otro, que con la avaricia, cuyos consejos siempre son en perjuicio del mismo que los toma, acordó poner en cobro y esconder en tierra una gran partida de oro y piedras preciosas que traía, no advirtiendo que, en mar ni en tierra en todo aquel distrito, podía haber lugar seguro para él, donde le fuera mejor esperar en el comedimiento ajeno que en sus propias diligencias, mas el temeroso y sospechoso siempre elige por remedio lo que le es mayor mal y daño. Así lo hizo este caballero que, dejando la plata para hacer muestra con ella, mandó sacar del navío a media noche todo el oro, perlas y piedras preciosas que en dos cofrecillos traía, que todo ello pasaba de cuarenta mil pesos de valor, y llevarlo al pueblo, a casa de algún amigo o enterrarle en la costa a vista del navío para volverlo a cobrar pasada la tormenta que recelaba tener con Hernando de Soto. Mas sucedió al revés, porque las guardas y centinelas, que velaban metidos en el monte, que lo hay muy bravo en aquel puerto y en toda su costa, viendo ir el batel hacia ellos, se estuvieron quedos hasta que desembarcase lo que traía, y cuando vieron la gente en tierra y lejos del batel, arremetieron con ellos, los cuales, desamparando el tesoro, huyeron al barco. Unos acertaron a tomarlo y otros se echaron al agua por no ser muertos o presos. Los de tierra, habiendo recogido la presa, sin hacer más ruido, la llevaron toda al gobernador, de que él recibió pena por ver que su compañero viniese tan sospechoso de su amistad y hermandad, como lo mostraba por aquel hecho, y mandó tener encubierto hasta ver cómo salía de él Hernán Ponce.

Capítulo V. Las cosas que pasan entre Hernán Ponce de León y Hernando de Soto, y cómo el gobernador se embarcó para la Florida

Venido el día siguiente, Hernán Ponce salió de su navío con mucha tristeza y dolor de haber perdido su tesoro donde pensaba haberlo puesto en cobro. Mas, disimulando su pena, fue a posar a la posada del gobernador, y a solas hablaron muy largo de las cosas pasadas y presentes, y, llegados al hecho de la noche precedente, Hernando de Soto se le quejó con mucho sentimiento de la desconfianza que había tenido de su amistad y hermandad, pues, no fiando de ella, había querido esconder su hacienda temiendo no se la quitase, de que él estaba tan lejos como él lo vería por la obra. Diciendo esto, mandó traer ante sí todo lo que la noche antes había tomado a los del batel y lo entregó a Hernán Ponce, advirtiéndole mirase si faltaba algo, que lo haría restituir. Y para que viese cuán diferente ánimo había sido el suyo, de no partir la compañía y hermandad que tenía hecha, le hacía saber que todo lo que había gastado para hacer aquella conquista, y el haberla pedido a Su Majestad, había sido debajo de la unión de ella, para que la honra y provecho de la jornada fuese de ambos, y que de esto podía certificarse de los testigos que allí había, en cuya presencia había otorgado las escrituras y declaraciones para esto necesarias; y, para mayor satisfacción suya, si quería ir a aquella conquista o, sin ir a ella, como él gustase, de cualquier manera que fuese, dijo, que luego al presente renunciaría en él el título o títulos que apeteciese de los que Su Majestad le había dado. Demás de esto dijo holgaría le avisase de todo lo que a su gusto, honra y provecho tuviese bien, que en él hallaría lo que quisiese muy al contrario de lo que él había temido.

Hernán Ponce se vio confundido de la mucha cortesía del gobernador y de la demasiada desconfianza suya, y atajando razones, porque no las hallaba para su descargo, respondió suplicaba a su señoría le perdonase el yerro pasado y tuviese por bien de le sustentar y confirmar las mercedes que le había hecho en llamarle compañero y hermano, de que él se tenía por muy dichoso, sin pretender otro título mejor, que para él no lo podía haber, sólo deseaba que las escrituras de su compañía y hermandad, para mayor publicidad de ella, se volviesen a renovar, y que su señoría fuese muy enhorabuena a la conquista y a él dejase venir a España, que, dándoles Dios salud y vida, gozarían de su compañía, y adelante, si quisiesen, partirían lo que hubiesen ganado. Y, en señal que aceptaba por suya la mitad de lo conquistado, suplicaba a su señoría permitiese que doña Isabel de Bobadilla, su mujer, recibiese diez mil pesos en oro y plata, con que le servía para ayuda a la jornada, puesto que, conforme a la compañía, era de su señoría la mitad de todo lo que del Perú traía, que era mayor cantidad. El gobernador holgó de hacer lo que Hernán Ponce le pedía, y, en mucha conformidad de ambos, se renovaron las escrituras de su compañía y hermandad, y en ella se mantuvieron el tiempo que estuvieron en La Habana, y el gobernador avisó a los suyos en secreto y les persuadió con el ejemplo en público tratasen a Hernán Ponce como a su propia persona, y así se hizo, que todos le hablaban señoría y le respetaban como al mismo adelantado.

Concluidas las cosas que hemos dicho, pareciéndole al gobernador que el tiempo convidaba ya a la navegación, mandó embarcar a toda prisa los bastimentos y las demás cosas que se habían de llevar, todo lo cual puesto en los navíos como había de ir, embarcaron los caballos: en la nao Santa Ana, ochenta; en la nao de San Cristóbal, sesenta; en la llamada Concepción, cuarenta; y en los otros tres navíos menores, San Juan, Santa Bárbara y San Antón, embarcaron setenta, que por todos fueron trescientos y cincuenta caballos los que llevaron a esta jornada. Luego se embarcó la gente de guerra, que con los de la isla que quisieron ir a esta conquista, sin los marineros de los ocho navíos, carabela y bergantines, llegaban a mil hombres, toda gente lucida, apercibida de armas y arreos de sus personas y caballos, tanto que hasta entonces, ni después acá, no se ha visto tan buena banda de gente y caballos, todo junto, para jornada alguna que se haya hecho de conquista de indios.

En todo esto de navíos, gente, caballos y aparato de guerra, concuerdan igualmente Alonso de Carmona y Juan Coles en sus relaciones.

Este número de navíos, caballos y hombres de pelea, sin la gente marinesca, sacó el gobernador y adelantado Hernando de Soto del puerto de La Habana, cuando a los doce de mayo del año mil y quinientos y treinta y nueve se hizo a la vela para hacer la entrada y conquista de la Florida, llevando su armada tan abastada de todo bastimento que más parecía estar en una ciudad muy proveída que navegar por la mar, donde le dejaremos por volver a una novedad que Hernán Ponce hizo en La Habana, donde, con achaque de refrescarse y aguardar mejor tiempo para la navegación de España, se había quedado hasta la partida del gobernador.

Es así que, pasados ocho días que el general se había hecho a la vela, Hernán Ponce presentó un escrito ante Juan de Rojas, teniente de gobernador, diciendo haber dado a Hernando de Soto diez mil pesos de oro sin debérselos, forzado de temor no le quitase como hombre poderoso toda la hacienda que traía del Perú. Por tanto, le requería mandase a doña Isabel de Bobadilla, mujer de Hernando de Soto, que los había recibido, se los volviese; donde no, protestaba quejarse de ello ante la majestad del emperador nuestro señor.

Sabida la demanda por doña Isabel de Bobadilla, respondió que entre Hernán Ponce y Hernando de Soto, su marido, había muchas cuentas viejas y nuevas que estaban por averiguar, como por las escrituras de la compañía y hermandad entre ellos hecha parecía, y por ellas mismas constaba deber Hernán Ponce a Hernando de Soto más de cincuenta mil ducados, que era la mitad del gasto que había hecho para aquella conquista. Por tanto pidió a la justicia prendiese a Hernán Ponce y lo tuviese a buen recaudo hasta que se averigüasen las cuentas, las cuales ella ofrecía dar luego en nombre de su marido. Esta respuesta supo Hernán Ponce antes que la justicia hiciese su oficio (que doquiera por el dinero se hallan espías dobles), y, por no verse en otras contingencias y peligros como los pasados, alzó las velas y se vino a España sin esperar averiguación de cuentas en que había de ser alcanzado en gran suma de dinero. Muchas veces la codicia del interés ciega el juicio de los hombres, aunque sean ricos y nobles, a que hagan cosas que no les sirven más que de haber descubierto y publicado la bajeza y vileza de sus ánimos.

Fin del libro primero

de la Florida del Inca

LIBRO II. 1ª Parte

Donde se trata de cómo el gobernador llegó a la Florida y halló rastro de Pánfilo de Narváez y un cristiano cautivo; los tormentos y la cruel vida que los indios le daban; las generosidades de un indio, señor de vasallos; las prevenciones que para el descubrimiento se hicieron: los sucesos que acaecieron en las primeras ocho provincias que descubrieron y las desatinadas bravezas, en palabras y obras, de un cacique temerario. Contiene treinta capítulos.

Capítulo I. El gobernador llega a la Florida y halla rastro de Pánfilo de Narváez

El gobernador Hernando de Soto, que, como dijimos, iba navegando en demanda de la Florida, descubrió tierra de ella el postrer día de mayo, habiendo tardado diez y nueve días por la mar por haberle sido el tiempo contrario. Surgieron las naos en una bahía honda y buena que llamaron del Espíritu Santo, y, por ser tarde, no desembarcaron gente alguna aquel día. El primero de junio echaron los bateles a tierra, los cuales volvieron cargados de hierba para los caballos y trajeron mucho agraz de parrizas incultas que hallaron por el monte, que los indios de todo este gran reino de la Florida no cultivan esta planta ni la tienen en la veneración que otras naciones, aunque comen la fruta de ella cuando está muy madura o hecha pasas. Los nuestros quedaron muy contentos de las buenas muestras que trajeron de tierra por asemejarse en las uvas a España, las cuales no hallaron en tierra de México ni en todo el Perú. El segundo día de junio mandó el gobernador que saliesen a tierra trescientos infantes al auto y solemnidad de tomar la posesión de ella por el emperador Carlos Quinto, rey de España. Los cuales, después del auto anduvieron todo el día por la costa sin ver indio alguno y a la noche se quedaron a dormir en tierra. Al cuarto del alba dieron los indios en ellos con tanto ímpetu y denuedo que los retiraron hasta el agua, y, como tocasen arma, salieron de los navíos infantes y caballos a los socorrer con tanta presteza como si estuvieran en tierra.

El teniente general Vasco Porcallo de Figueroa fue el caudillo del socorro. Halló los infantes de tierra apretados y turbados como bisoños, que unos a otros se estorbaban al pelear, y algunos de ellos ya heridos de las flechas. Dado el socorro y seguido un buen trecho el alcance de los enemigos, se volvieron a su alojamiento. Y apenas habían llegado a él cuando se les cayó muerto el caballo del teniente general de un flechazo que en la refriega le dieron sobre la silla, que pasando la ropa, tejuelas y bastos, entró más de una tercia por las costillas a lo hueco. Vasco Porcallo holgó mucho de que el primer caballo que en la conquista se empleó y la primera lanza que en los enemigos se estrenó, fuese el suyo.

Este día y otro siguiente desembarcaron los caballos, y toda la gente salió a tierra. Y, habiéndose refrescado ocho o nueve días y dejado orden en lo que a los navíos convenía, caminaron en la tierra adentro poco más de dos leguas, hasta un pueblo de un cacique llamado Hirrihigua con quien Pánfilo de Narváez, cuando fue a conquistar aquella provincia, había tenido guerra, aunque después el indio se había reducido a su amistad, y, durante ella, no se sabe por qué causa, enojado Pánfilo de Narváez, le había hecho ciertos agravios que por ser odiosos no se cuentan.

Por la sinrazón y ofensas quedó el cacique Hirrihigua tan amedrentado y odioso de los españoles que, cuando supo la ida de Hernando de Soto a su tierra, se fue a los montes desamparando su casa y pueblo. Y por caricias, regalos y promesas que el gobernador le hizo, enviándoselas por los indios sus vasallos que prendía, nunca jamás quiso salir de paz ni oír recaudo alguno de los que le enviaban, antes se enfadaba con quien se los llevaba diciendo que, pues sabían cuán ofendido y lastimado estaba de aquella nación, no tenían para qué llevarle sus mensajes, que, si fueran sus cabezas, ésas recibiera él de muy buena gana, mas que sus palabras y nombres no les querría oír. Todo esto y más puede la injuria, principalmente si fue hecha sin culpa del ofendido. Y para que se vea mejor la rabia que este indio contra los castellanos tenía, será bien decir aquí algunas crueldades y martirios que hizo en cuatro españoles que pudo haber de los de Pánfilo de Narváez, que, aunque nos alarguemos algún tanto, no saldremos del propósito, antes aprovechará mucho para nuestra historia.

Es de saber que, pasados algunos días después que Pánfilo de Narváez se fue de la tierra de este cacique, habiendo hecho lo que dejamos dicho, acertó a ir a aquella bahía un navío de los suyos en su busca, el cual se había quedado atrás, y, como el cacique supiese que era de los de Narváez y que los buscaba, quisiera coger todos los que iban dentro para quemarlos vivos. Y por asegurarlos se fingió amigo de Pánfilo de Narváez y les envió a decir cómo su capitán había estado allí y dejado orden de lo que aquel navío debía de hacer, si aportase a aquel puerto. Y para persuadirles a que le creyesen mostró desde tierra dos o tres pliegos de papel blanco y otras cartas viejas que de la amistad pasada de los españoles, o como quiera que hubiese sido, había podido haber, y las tenía muy guardadas.

Los del navío, con todo esto, se recataron y no quisieron salir a tierra. Entonces el cacique envió en una canoa cuatro indios principales al navío diciendo que, pues no fiaban de él, les enviaba aquellos cuatro hombres nobles y caballeros (este nombre caballero en los indios parece impropio porque no tuvieron caballos, de los cuales se dedujo el nombre, mas, porque en España se entiende por los nobles, y entre indios los hubo nobilísimos, se podrá también decir por ello) en rehenes y seguridad para que del navío saliesen los españoles que quisiesen ir a saber de su capitán Pánfilo de Narváez, y que, si no se aseguraban, que les enviaría más prendas. Viendo esto, salieron cuatro españoles y entraron en la canoa con los indios que habían llevado los rehenes. El cacique, que los quisiera todos, viendo que no iban más de cuatro no quiso hacer más instancia en pedir más castellanos porque esos pocos que iban a él no se escandalizasen y se volviesen al navío.

Luego que los españoles saltaron en tierra, los cuatro indios que habían quedado en el navío por rehenes, viendo que los cristianos estaban ya en poder de los suyos, se arrojaron al agua, y, dando una larga zambullida y nadando como peces, se fueron a tierra, cumpliendo en esto el orden que su señor les había dado. Los del navío, viéndose burlados, antes que les acaeciese otra peor, se fueron de la bahía con mucho pesar de haber perdido los compañeros tan indiscretamente.

Capítulo I. De los tormentos que un cacique daba a un español esclavo suyo

El cacique Hirrihigua mandó guardar a buen recaudo los cuatro españoles para con la muerte de ellos solemnizar una gran fiesta que, según su gentilidad, esperaba celebrar dentro de pocos días. Venida la fiesta, los mandó sacar desnudos a la plaza y que uno a uno, corriéndolos de una parte a otra, los flechasen como a fieras, y que no les tirasen muchas flechas juntas porque tardasen más en morir y el tormento les fuese mayor, y a los indios, su fiesta y regocijo más larga y solemne. Así lo hicieron con los tres españoles, recibiendo el cacique gran contento y placer de verlos huir a todas partes buscando remedio y que en ninguna hallasen socorro sino muerte. Cuando quisieron sacar el cuarto, que era mozo que apenas llegaba a los diez y ocho años, natural de Sevilla, llamado Juan Ortiz, salió la mujer del cacique, y en su compañía sacó tres hijas suyas mozas, y, puestas delante del marido, le dijo que le suplicaba se contentase con los tres castellanos muertos y que perdonase aquel mozo, pues ni él ni sus compañeros habían tenido culpa de la maldad que los pasados habían hecho, pues no habían venido con Pánfilo de Narváez, y que particularmente aquel muchacho era digno de perdón, porque su poca edad le libraba de culpa; y pedía misericordia, que bastaba quedase por esclavo y no que lo matasen tan crudamente, sin haber hecho delito.

El cacique, por dar contento a su mujer e hijas, otorgó por entonces la vida a Juan Ortiz, aunque después se la dio tan triste y amarga que muchas veces hubo envidia a sus tres compañeros muertos, porque el trabajo continuo sin cesar de acarrear leña y agua era tanto y el comer y dormir tan poco, los palos, bofetadas y azotes de todos los días tan crueles, sin los demás tormentos que a sus tiempos en particulares fiestas le daban, que muchas veces, si no fuera cristiano tomara por remedio la muerte con sus manos. Porque es así que, sin el tormento cotidiano, el cacique, por su pasatiempo, muchos días de fiesta mandaba que Juan Ortiz corriese todo el día sin parar (de sol a sombra), en una plaza larga que en el pueblo había, donde flecharon a sus compañeros. Y el mismo cacique salía a verle correr, y con él iban sus gentileshombres apercibidos de sus arcos y flechas para tirarle en dejando de correr. Juan Ortiz empezaba su carrera en saliendo el sol y no paraba de una parte a otra de la plaza hasta que se ponía el sol, que éste era el tiempo que le señalaban. Y cuando el cacique se iba a comer dejaba sus gentileshombres que le mirasen para que, en dejando de correr, lo matasen. Acabado el día, quedaba el triste cual se puede imaginar, tendido en el suelo más muerto que vivo. La piedad de la mujer e hijas del cacique le socorrían estos tales días, porque ellas lo tomaban luego y lo arropaban y hacían otros beneficios que le sustentaban la vida, que fuera mejor quitársela por librarle de aquellos muchos trabajos. El cacique, viendo que tantos y tan continuos tormentos no bastaban a quitar la vida a Juan Ortiz, y creciéndole por horas el odio que le tenía, por acabar con él mandó un día de sus fiestas hacer un gran fuego en medio de la plaza, y, cuando vio mucha brasa hecha, mandó tenderla y poner encima una barbacoa, que es un lecho de madera en forma de parrillas una vara de medir alta del suelo, y que sobre ella pusiesen a Juan Ortiz para asarlo vivo.

Así se hizo, donde estuvo el pobre español mucho rato tendido de un lado, atado a la barbacoa. A los gritos que el triste daba en el fuego, acudieron la mujer e hijas del cacique, y, rogando al marido, y aun riñendo su crueldad, lo sacaron del fuego ya medio asado, que las vejigas tenía por aquel lado como medias naranjas, y algunas de ellas reventadas, por donde le corría mucha sangre, que era lástima verlo. El cacique pasó por ello porque eran mujeres que él tanto quería, y quizá lo hizo también por tener adelante en quien ejercitar su ira y mostrar el deseo de su venganza; porque hubiese en quien la ejercitar, que aunque tan pequeña para como la deseaba, todavía se recreaba con aquella poca. Y así lo dijo muchas veces que le había pesado de haber muerto los tres españoles tan brevemente. Las mujeres llevaron a Juan Ortiz a su casa, y con zumos de yerbas (que las indias e indios como carecen de médicos son grandes herbolarios), le curaron con gran lástima de verle cuál estaba. ¡Qué veces y veces se habían arrepentido ya de haberlo la primera vez librado de muerte, por ver que tan a la larga y con tan crueles tormentos se la daban cada día! Juan Ortiz al cabo de muchos días quedó sano, aunque las señales de las quemaduras del fuego le quedaron bien grandes.

El cacique, por no verlo así y por librarse de la molestia que su mujer e hijas con sus ruegos le daban, mandó, porque no estuviese ocioso, ejercitarlo en otro tormento no tan grave como los pasados. Y fue que guardase de día y de noche los cuerpos muertos de los vecinos de aquel pueblo que se ponían en el campo dentro en un monte lejos de poblado, lugar señalado para ellos. Los cuales ponían sobre la tierra en unas arcas de madera que servían de sepulturas, sin gonces ni otro más recaudo de cerradura que unas tablas con que las cubrían y encima unas piedras o maderos, de las cuales arcas, por el mal recaudo que ellas tenían de guardar los cuerpos muertos, se los llevaban los leones, que por aquella tierra hay muchos, de que los indios recibían mucha pesadumbre y enojo. Este sitio mandó el cacique a Juan Ortiz que guardase con cuidado que los leones no le llevasen algún difunto, o parte de él, con protestación y juramento que le hizo, si lo llevaban moriría asado sin remedio alguno. Y para con qué los guardase le dio cuatro dardos que tirase a los leones o a otras salvajinas que llegasen a las arcas. Juan Ortiz, dando gracias a Dios que le hubiese quitado de la continua presencia del cacique Hirrihigua, su amo, se fue a guardar los muertos, esperando tener mejor vida con ellos que con los vivos. Guardábalos con todo cuidado, principalmente de noche, porque entonces había mayor riesgo. Sucedió que una noche de las que así velaba se durmió al cuarto del alba sin poder resistir el sueño, porque a esta hora suele mostrar sus mayores fuerzas contra los que velan. A este tiempo acertó a venir un león, y, derribando las compuertas de una de las arcas, sacó un niño que dos días antes habían echado en ella y se lo llevó. Juan Ortiz recordó al ruido que las compuertas hicieron al caer, y como acudió al arca y no halló el cuerpo del niño, se tuvo por muerto. Mas con toda su ansia y congoja no dejó de hacer sus diligencias, buscando al león para, si lo topase, quitarle el muerto o morir a sus manos. Por otra parte se encomendaba a Nuestro Señor le diese esfuerzo para morir otro día confesando y llamando su nombre, porque sabía que, luego que amaneciese, habían de visitar los indios las arcas, y, no hallando el cuerpo del niño, lo habían de quemar vivo. Andando por el monte de una parte a otra con las ansias de la muerte, salió a un camino ancho, que por medio de él pasaba, y, yendo por él un rato con determinación de huirse, aunque era imposible escaparse, oyó en el monte, no lejos de donde iba, un ruido como de perro que roía huesos. Y escuchando bien, se certificó en ello, y, sospechando que podía ser el león que estuviese comiendo el niño, fue con mucho tiento por entre las matas, acercándose adonde sentía el ruido, y a la luz de la luna que hacía, aunque no muy clara, vio cerca de sí al león, que a su placer comía el niño. Juan Ortiz, llamando a Dios y cobrando ánimo, le tiró un dardo. Y, aunque por entonces no vio, por causa de las matas, el tiro que había hecho, todavía sintió que no había sido malo por quedarle la mano sabrosa, cual dicen los cazadores que la sienten cuando han hecho algún buen tiro a las fieras de noche. Con esta esperanza, aunque tan flaca, y también por no haber sentido que el león se hubiese alejado de donde le había tirado, aguardó a que amaneciese, encomendándose a Nuestro Señor le socorriese en aquella necesidad.

Capítulo I. Prosigue la mala vida del cautivo cristiano y cómo se huyó de su amo

Con la luz del día se certificó Juan Ortiz del buen tiro que a tiento había hecho de noche porque vio muerto el león, atravesadas las entrañas y el corazón por medio (como después se halló cuando lo abrieron), cosa que él mismo, aunque la veía, no podía creer. Con el contento y alegría que se puede imaginar mejor que decir, lo llevó arrastrando por un pie, sin quitarle el dardo, para que su amo lo viese así como lo había hallado, habiendo primero recogido y vuelto al arca los pedazos que del niño halló por comer. El cacique y todos los de su pueblo se admiraron grandemente de esta hazaña, porque en aquella tierra en general se tiene por cosa de milagro matar un hombre a un león, y, así, tratan con gran veneración y acatamiento al que acierta a matarlo. Y en toda parte, por ser animal tan fiero, se debe estimar en mucho, principalmente si lo mata sin tiro de ballesta o arcabuz, como lo hizo Juan Ortiz. Y, aunque es verdad que los leones de la Florida, México y Perú no son tan grandes ni fieros como los de África, al fin son leones y el nombre les basta, y, aunque el refrán común diga que no son tan fieros como los pintan, los que se han hallado cerca de ellos dicen que son tanto más fieros que los dibujados, cuanto va de lo vivo a lo pintado.

Con esta buena suerte de Juan Ortiz tomaron más ánimo y osadía la mujer e hijas del cacique para interceder por él que lo perdonase del todo y se sirviese de él en oficios honrados, dignos de su esfuerzo y valentía. Hirrihigua de allí en adelante, por algunos días, trató mejor a su esclavo, así por la estima y favor que en su pueblo y casa le hacían como para acudir al hecho hazañoso que ellos en su vana religión tanto estiman y honran, que lo tienen por sagrado y más que humano. Empero (como la injuria no sepa perdonar), todas las veces que se acordaba que a su madre habían echado a los perros y dejádola comer de ellos y cuando se iba a sonar y no hallaba sus narices, le tomaba el diablo por vengarse de Juan Ortiz, como si él se las hubiera cortado; y como siempre trajese la ofensa delante de los ojos, y con la memoria de ella de día en día le creciese la ira, rencor y deseo de tomar venganza, aunque por algún tiempo refrenó estas pasiones, no pudiendo ya resistirlas, dijo un día a su mujer e hijas que le era imposible sufrir que aquel cristiano viviese, porque su vida le era muy odiosa y abominable, que cada vez que le veía se le refrescaban las injurias pasadas y de nuevo se daba por ofendido. Por tanto, les mandaba que en ninguna manera intercediesen más por él si no querían participar de la misma saña y enojo, y que, para acabar del todo con aquel español, había determinado que tal día de fiesta (que presto habían de solemnizar), lo flechasen y matasen como habían hecho a sus compañeros, no obstante su valentía, que por ser de enemigo se debía antes de aborrecer que estimar. La mujer e hijas del cacique, porque lo vieron enojado y entendieron que no había de aprovechar intercesión alguna, y también porque les pareció que era demasía importunar y dar tanta pesadumbre al señor por el esclavo, no osaron replicar palabra en contra. Antes, con astucia mujeril acudieron a decirle que sería muy bien que así se hiciese pues él gustaba de ello. Mas la mayor de las hijas, por llevar su intención adelante y salir con ella, pocos días antes de la fiesta en secreto dio noticia a Juan Ortiz de la determinación de su padre contra él y que ella, ni sus hermanas, ni su madre ya no valían ni podían cosa alguna con el padre, por haberles puesto silencio en su favor y amenazándolas si lo quebrantasen.

A estas nuevas tan tristes, queriendo esforzar al español añadió otras en contrario y le dijo: «Porque no desconfíes de mí ni desesperes de tu vida, ni temas que yo deje de hacer todo lo que pudiere por dártela, si eres hombre y tienes ánimo para huirte, yo te daré favor y socorro para que te escapes y te pongas en salvo. Esta noche que viene, a tal hora y en tal parte, hallarás un indio de quien fío tu salud y la mía, el cual te guiará hasta un puente que está dos leguas de aquí. Llegando a ella, le mandarás que no pase adelante, sino que se vuelva al pueblo antes que amanezca, porque no le echen menos y se sepa mi atrevimiento y el suyo, y, por haberte hecho bien, a él y a mí nos venga mal. Seis leguas más allá del puente está un pueblo cuyo señor me quiere bien y desea casar conmigo, llámase Mucozo; dirasle de mi parte que yo te envío a él para que en esta necesidad te socorra y favorezca como quien es. Yo sé que hará por ti todo lo que pudiere, como verás. Encomiéndate a tu Dios, que yo no puedo hacer más en tu favor». Juan Ortiz se echó a sus pies, en reconocimiento de la merced y beneficio que le hacía, y siempre le había hecho, y luego se apercibió para caminar la noche siguiente. Y a la hora señalada, cuando ya los de la casa del cacique estaban reposados, salió a buscar la guía prometida, y con ella salió del pueblo sin que nadie los sintiese, y, en llegando a la puente, dijo al indio que con todo recato se volviese luego a su casa, habiendo primero sabido de él que no había dónde perder el camino hasta el pueblo de Mucozo.

Capítulo V. De la magnanimidad del curaca o cacique Mucozo, a quien se encomendó el cautivo

Juan Ortiz, como hombre que iba huyendo, llegó al lugar antes que amaneciese, mas por no causar algún alboroto no osó entrar en él, y, cuando fue de día, vio salir dos indios del pueblo por el mismo camino que él llevaba, los cuales quisieron flecharle, que siempre andan apercibidos de estas armas. Juan Ortiz, que también las llevaba, puso una flecha en su arco para defenderse de ellos, y también para ofenderles. ¡Oh cuánto puede un poco de favor, y más si es de dama! Pues vemos que el que poco antes no sabía dónde esconderse, temiento la muerte, ahora se atreve a darla a otros de su propia mano sólo por verse favorecido de una moza hermosa, discreta y generosa, cuyo favor excede a todo otro favor humano, con el cual, habiendo cobrado ánimo y esfuerzo, y aun soberbia, les dijo que no era enemigo sino que iba con embajada de una señora para el señor de aquel lugar.

Los indios, oyendo esto, no le tiraron, antes se volvieron con él al pueblo y avisaron a su cacique cómo el esclavo de Hirrihigua estaba allí con mensaje para él. Lo cual, sabido por Mucozo, o Mocozo, que todo es uno, salió hasta la plaza a recibir el recaudo que Juan Ortiz le llevaba, el cual, después de haber saludado como mejor supo a la usanza de los mismos indios, en breve le contó los martirios que su amo le había hecho, en testimonio de los cuales le mostró en su cuerpo las señales de las quemaduras, golpes y heridas que le habían dado; y cómo ahora últimamente su señor estaba determinado de matarle para con su muerte regocijar y solemnizar tal día de fiesta, que esperaba tener presto. Y que la mujer e hijas del cacique su amo, aunque muchas veces le habían dado la vida, no osaban ahora hablar en su favor por haberla impedido el señor so pena de enojo; y que la hija mayor de su señor, con deseo que no muriese, por último y mejor remedio, le había mandado y puéstole ánimo que se huyese, y dándole guía que le encaminase a su pueblo y casa, y díchole que en nombre de ella se presentase ante él. La cual le suplicaba por el amor que le tenía le recibiese debajo de su amparo, y, como a cosa encomendada por ella, le favoreciese como quien era. Mucozo lo recibió afablemente y le oyó con lástima de saber los males y tormentos que había pasado, que bien se mostraban en las señales de su cuerpo, que, según su traje de los indios de aquella tierra, no llevaba más de unos pañetes.

En este paso, demás de lo que hemos dicho, añade Alonso de Carmona que lo abrazó y lo besó en el rostro en señal de paz.

Respondiole que fuese bien venido y se esforzase a perder el temor de la vida pasada, que en su compañía y casa la tendría bien diferente y contraria, y que, por servir a quien lo había enviado, y por él, que había ido a socorrerse de su persona y casa, haría todo lo que pudiese, como por la obra lo vería, y que tuviese por cierto que mientras él viviese nadie sería parte para enojarle.

Todo lo que este buen cacique dijo en favor de Juan Ortiz cumplió, y mucho más de lo que prometió, y siempre de día y de noche lo traía consigo, haciéndole mucha honra, y muy mucha más después que supo que había muerto al león con el dardo. En suma, le trató como a propio hermano muy querido (que hermanos hay que se aman como el agua y el fuego). Y, aunque Hirrihigua, sospechando que se fue a valer de Mocozo, se lo pidió muchas veces, siempre Mocozo se excusó de darlo, diciendo entre razones, por última respuesta, que lo dejase, pues se le había ido a su casa, que muy poco perdía en perder un esclavo que tan odioso le era. Lo mismo respondió a otro cacique, cuñado suyo, llamado Urribarracuxi, de quien Hirrihigua se valió para lo pedir, el cual, viendo que sus mensajes no aprovechaban, fue personalmente a pedírselo, y Mocozo le respondió en presencia lo mismo que en ausencia, y añadió otras palabras con enojo, y le dijo que, pues era su cuñado, no era justo le mandase hacer cosa contra su reputación y honra, que no haría el deber, si a un afligido, que se le había ido a encomendar, entregase a su propio enemigo para que por su entretenimiento y pasatiempo lo martirizase y matase como a fiera.

De estos dos caciques que con mucha instancia y porfía pedían a Juan Ortiz lo defendió Mocozo con tanta generosidad que tuvo por mejor perder (como lo perdió) el casamiento que aficionadamente deseaba hacer con la hija de Hirrihigua y el parentesco y amistad del cuñado que volver el esclavo a quien lo pedía para matarlo, al cual tuvo siempre consigo muy estimado y regalado hasta que el gobernador Hernando de Soto entró en la Florida.

Diez años fueron los que Juan Ortiz estuvo entre aquellos indios: el uno y medio en poder de Hirrihigua y los demás con el buen Mocozo. El cual, aunque bárbaro, lo hizo con este cristiano muy de otra manera que los famosísimos varones del triunvirato que, en Laino, lugar cerca de Bolonia, hicieron aquella nunca jamás bastantemente abominada proscripción y concierto de dar y trocar los parientes, amigos y valedores por los enemigos y adversarios. Y lo hizo mucho mejor que otros príncipes cristianos que después acá han hecho otras tan abominables y más que aquélla, considerada la inocencia de los entregados y la calidad de alguno de ellos y la fe que debían tener y guardar los entregadores, que aquéllos eran gentiles y éstos se preciaban del nombre y religión cristiana. Los cuales, quebrantando las leyes y fueros de sus reinos, y sin respetar su propio ser y grado, que eran reyes y grandes príncipes, y con menosprecio de la fe jurada y prometida (cosa indigna de tales nombres), sólo por vengarse de sus enojos, entregaron los que no les habían ofendido por haber los ofensores, dando inocentes por culpados, como lo testifican las historias antiguas y modernas, las cuales dejaremos por no ofender oídos poderosos y lastimar los piadosos.

Basta representar la magnanimidad de un infiel para que los príncipes fieles se esfuercen a le imitar y sobrepujar, si pudieren, no en la infidelidad, como lo hacen algunos indignos de tal nombre, sino en la virtud y grandezas semejantes a que por la mayor alteza de estado que tienen y están más obligados. Que cierto, consideradas bien las circunstancias del hecho valeroso de este indio y mirado por quién y contra quién se hizo, y lo mucho que quiso posponer y perder, yendo aun contra su propio amor y deseo por no negar el socorro y favor demandado y por él prometido, se verá que nació de ánimo generosísimo y heroico, indigno de haber nacido y de vivir en la bárbara gentilidad de aquella tierra. Mas Dios y la naturaleza humana muchas veces en desiertos tan incultos y estériles producen semejantes ánimos para mayor confusión y vergüenza de los que nacen y se crían en tierras fértiles y abundantes de toda buena doctrina, ciencias y religión cristiana.

Capítulo V. Envía el gobernador por Juan Ortiz

La relación que hemos dado de la vida de Juan Ortiz tuvo el gobernador, aunque confuso, en el pueblo del cacique Hirrihigua, donde al presente lo tenemos. Y antes la había tenido, aunque no tan larga, en La Habana, de uno de los cuatro indios que dijimos había preso el contador Juan de Añasco cuando le enviaron a que descubriese la costa de la Florida, que acertó a ser vasallo de este cacique. El cual indio, cuando en su relación nombraba en La Habana a Juan Ortiz, dejando el nombre Juan porque no lo sabía, decía Orotiz, y como a este mal hablar del indio se añadiese el peor entender de los buenos intérpretes que declaraban lo que él quería decir, y como todos los oyentes tuviesen por principal intento el ir a buscar oro, oyendo decir al indio Orotiz, sin buscar otras declaraciones, entendían que llanamente decía que en su tierra había mucho oro, y se holgaban y regocijaban sólo con oírlo nombrar, aunque en tan diferente significación y sentido.

Pues como el gobernador se certificase que Juan Ortiz estaba en poder del cacique Mucozo, le pareció sería bien enviar por él, así por sacarlo de poder de indios como porque lo había menester para lengua e intérprete de quien se pudiese fiar. Para lo cual eligió un caballero natural de Sevilla, nombrado Baltasar de Gallegos, que iba por alguacil mayor de la armada y del ejército, el cual, por su mucha virtud, esfuerzo y valentía, merecía ser general de otro mayor ejército que aquél. Y le dijo que, con sesenta lanzas que llevase en su compañía, fuese a Mucozo y de su parte le dijese cuán agradecidos estaban él y todos los españoles que consigo tenía de la honra y beneficios que a Juan Ortiz había hecho y cuánto deseaba que se ofreciese en qué gratificárselos; y que al presente le rogaba se lo diese, que para cosas que importaban mucho lo había menester y cuando le pareciese viniese a visitarle, que holgaría mucho, de lo conocer y tener por amigo. Baltasar de Gallegos, con las sesenta lanzas y un indio que lo guiase, salió del real en cumplimiento de lo que se le mandó.

Por otra parte, el cacique Mucozo, habiendo sabido la ida del gobernador Hernando de Soto con tanta pujanza de gente y caballos, y que había tomado tierra tan cerca de la suya, temiendo no le hiciesen daño en ella, quiso con prudencia y buen consejo prevenir el mal que podría venirle, y, para lo remediar, llamó a Juan Ortiz y le dijo: «Habéis de saber, hermano, que en el pueblo de vuestro buen amigo Hirrihigua está un capitán español con mil hombres de guerra y muchos caballos que vienen a conquistar esta tierra. Bien sabéis lo que por vos he hecho y cómo, por salvaros la vida y no entregaros al que os tenía por esclavo y os quería para matar, elegí caer antes en desgracia de mis deudos y vecinos que hacer lo que ellos contra vos me pedían. Ahora se ofrece tiempo y ocasión en que podréis gratificarme la buena acogida, regalo y amistad que os he hecho, aunque nunca yo lo hice con esperanza de galardón alguno. Mas, pues la ventura lo ha encaminado así, será cordura no perder lo que en ella nos ofrece. Iréis al general español y, de vuestra parte y mía, le suplicaréis que en remuneración de lo que a él y a toda su nación en vos he servido (pues por cualquiera de todos ellos hiciera lo mismo), tenga por bien de no hacerme daño en esta poca tierra que tengo y se digne de recibirme en su amistad y servicio, que desde luego le ofrezco mi persona, casa y estado para que la ponga debajo de su protección y amparo. Y porque vais acompañado, como a vos y a mí conviene, llevaréis cincuenta gentileshombres de mi casa y miraréis por ellos y por mí como nuestra amistad os tiene obligado».

Juan Ortiz, con regocijo de la buena nueva, dando interiormente gracias a Dios por ella, respondió a Mucozo que holgaba mucho se hubiese ofrecido tiempo y ocasión en que servir la merced y beneficios que le había hecho, no sólo de la vida, sino también de mucho favor, estima y honra, que de su mucha virtud y cortesía había recibido de todo lo cual daría muy larga relación y cuenta al capitán español y a todos los suyos para que se lo agradeciesen y pagasen en lo que al presente en su nombre les pidiese y en lo por venir se ofreciese; que él iba muy confiado que el general haría lo que de su parte le suplicase, porque la nación española se preciaba de gente agradecida de lo que por los suyos se hubiese hecho y así seguramente quedase con esperanza de alcanzar lo que enviaba a pedir al gobernador. Luego vinieron los cincuenta indios que el cacique había mandado apercibir, los cuales y Juan Ortiz tomaron el camino real que va de un pueblo al otro y salieron el mismo día que Baltasar de Gallegos salió del real a buscarle.

Sucedió que, después de haber andado los españoles más de tres leguas por el camino real ancho y seguido que iba al pueblo de Mucozo, el indio que los guiaba, pareciéndole que no era bien hecho usar de tanta fidelidad con gente que venía a les sujetar y quitar sus tierras y libertad y que de mucho atrás se habían mostrado enemigos declarados, aunque de aquel ejército hasta entonces no habían recibido agravios de que se poder quejar, mudó el ánimo de guiarles y a la primera senda que vio atravesar, dejando el camino real, la tomó, y a poco trecho que por ella anduvo, la perdió que no era seguida. Y así los trajo gran parte del día descaminados y perdidos, llevándolos siempre en arco hacia la costa de la mar con deseo de topar alguna ciénaga, cala o bahía en que, si pudiese, los ahogase. Los castellanos, como no sabían la tierra no sentían el engaño del indio, hasta que uno de ellos, por entre los árboles, de un monte claro por donde iban, acertó a ver las gavias de los navíos que habían dejado y vio que estaban muy cerca de la costa, de que dio aviso al capitán Baltasar de Gallegos. El cual, vista la maldad de la guía, le amenazó con muerte, haciendo ademán que lo quería alancear. El indio, temiendo no le matasen, por señas y palabras, como pudo, dijo que los volvería al camino real, mas que era menester desandar todo lo que fuera de camino habían andado, y así volvieron por los mismos pasos a buscarlo.

Capítulo I. Lo que sucedió a Juan Ortiz con los españoles que por él iban

Juan Ortiz, caminando por el camino real, llegó a la senda por donde el indio había descaminado a Baltasar de Gallegos y a sus caballeros, y, sospechando lo que fue y temiendo no fuesen los castellanos por otra parte e hiciesen daño en el pueblo de Mucozo, consultó con los indios lo que harían. Acordaron todos que sería bien siguiesen a toda prisa el rastro de los caballos hasta los alcanzar y que no tomasen otro camino porque no los errasen.

Pues como los indios siguiesen el rastro de los españoles y los españoles volviesen por el mismo camino que habían llevado, se dieron vista los unos a los otros en un gran llano, que a una parte de él había un monte cerrado de matas espesas. Los indios, viendo los castellanos, dijeron a Juan Ortiz que sería cordura asegurar sus personas y vidas con meterse en aquel monte hasta que los cristianos los reconociesen por amigos, porque, teniéndolos por enemigos, no los alanceasen en lo raso del campo. Juan Ortiz no quiso tomar el buen consejo de los indios, confiado en que era español y que los suyos le habían de reconocer luego que le viesen, como si viniera vestido a la española o estuviera en alguna cosa diferenciado de los indios para ser conocido por español. El cual, como los demás, no llevaba sino unos pañetes por vestidura y un arco y flechas en las manos y un plumaje de media braza en alto sobre la cabeza por gala y ornamento.

Los castellanos, como noveles y ganosos de pelear, viendo los indios, arremetieron a ellos a rienda suelta, y, por muchas voces que el capitán les dio, no bastó a los detener. ¿Quién podrá con bisoños cuando se desmandan?

Los indios, como viesen cuán denodada e inconsiderademente iban los castellanos a ellos, se arrojaron todos en el monte, que no quedó en el campo más de Juan Ortiz y un indio que no se dio tanta prisa como los otros a meterse en la guarida, al cual hirió un español que había sido soldado en Italia, llamado Francisco de Morales, natural de Sevilla, de una lanzada en los lomos, alcanzándole a las primeras matas del monte. Con Juan Ortiz arremetió otro español llamado Álvaro Nieto, natural de la villa de Alburquerque, uno de los más recios y fuertes españoles que iban en todo el ejército, el cual, cerrando con él, le tiro una brava lanzada. Juan Ortiz tuvo buena ventura y destreza que rebatiendo la lanza con el arco dio un salto al través huyendo a un mismo tiempo del golpe de la lanza y del encuentro del caballo, y, viendo que Álvaro Nieto revolvía sobre él, dio grandes voces diciendo «Xivilla, Xivilla», por decir Sevilla, Sevilla.

En este paso, añade Juan Coles, que, no acertando Juan Ortiz a hablar castellano, hizo con la mano y el arco la señal de la cruz para que el español viese que era cristiano. Porque, con el poco o ningún uso que entre los indios había tenido de la lengua castellana, se le había olvidado hasta el pronunciar el nombre de la propia tierra, como yo podré decir también de mí mismo que por no haber tenido en España con quién hablar mi lengua natural y materna, que es la general que se habla en todo el Perú (aunque los incas tenían otro particular que hablaban entre sí unos con otros), se me ha olvidado de tal manera que, con saberla hablar tan bien y mejor y con más elegancia que los mismos indios que no son incas, porque soy hijo de palla y sobrino de incas, que son los que mejor y más apuradamente la hablan por haber sido lenguaje de la corte de sus príncipes y haber sido ellos los principales cortesanos, no acierto ahora a concertar seis o siete palabras en oración para dar a entender lo que quiero decir, y más, que muchos vocablos se me han ido de la memoria, que no sé cuáles son, para nombrar en indio tal o tal cosa. Aunque es verdad que, si oyese hablar a un inca, lo entendería todo lo que dijese y, si oyese los vocablos olvidados, diría lo que significan; empero, de mí mismo, por mucho que lo procuro, no acierto a decir cuáles son. Esto he sacado por experiencia del uso o descuido de las lenguas, que las ajenas se aprenden con usarlas y las propias se olvidan no usándolas.

Volviendo a Juan Ortiz, que lo dejamos en gran peligro de ser muerto por los que más deseaban verlo vivo, como Álvaro Nieto le oyese decir Xivilla, le preguntó si era Juan Ortiz, y, como le respondiese que sí, lo asió por un brazo y echó sobre las ancas de su caballo como a un niño, porque era recio y fuerte este buen soldado, y con mucha alegría de haber hallado lo que iba a buscar, dando gracias a Dios de no haberle muerto, aunque le parecía que todavía lo veía en aquel peligro, lo llevó al capitán Baltasar de Gallegos. El cual recibió a Juan Ortiz con gran regocijo y luego mandó llamasen a los demás caballeros que por el monte andaban ansiosos por matar indios como si fueran venados para que todos se juntasen a gozar de la buena suerte que les había sucedido, antes que hiciesen algún mal en los amigos por no conocerlos. Juan Ortiz entró en el monte a llamar a los indios, diciéndoles a grandes voces que saliesen y no hubiesen miedo. Muchos de ellos no pararon hasta su pueblo a dar aviso a su cacique de lo que había pasado. Otros, que no se habían alejado tanto, volvieron de tres en tres y de cuatro en cuatro, como acertaban a hallarse, y todos y cada uno por sí, con mucha saña y enojo, reñían a Juan Ortiz su poca advertencia y mucha bisoñería. Y, cuando vieron al compañero herido por su causa, se encendieron de manera que apenas se contenían de poner las manos en él, y se las pusieran, si los españoles no estuvieran presentes, mas vengaban su enojo con mil afrentas que le decían, llamándole tonto, necio, impertinente, que no era español ni hombre de guerra y que muy poco o nada le habían aprovechado los duelos y toda la malaventura pasada, que no en balde se la habían dado y que la merecía mucho peor. En suma, ningún indio salió del monte que no riñese con él, y todos le decían casi unas mismas palabras, y él propio las declaraba a los demás españoles, para su mayor afrenta. Juan Ortiz quedó bien reprehendido de haber sido confiado, mas todo lo dio por bien empleado a trueque de verse entre cristianos. Los cuales curaron al indio herido y, poniéndole sobre un caballo, se fueron con él y con Juan Ortiz y con los demás indios al real, deseosos de ver al gobernador por llevar en tan breve tiempo tan buen recaudo de lo que les había mandado. Y antes que saliesen del puesto, despachó Juan Ortiz un indio con relación a Mucozo de todo lo sucedido porque no se escandalizase de lo que los indios huidos le hubiesen dicho.

Todo lo que hemos referido de Juan Ortiz lo dicen también Juan Coles y Alonso de Carmona en sus relaciones. Y el uno de ellos dice que le cayeron gusanos en las llagas que el fuego le hizo cuando lo asaron. Y el otro, que es Juan Coles, dice que el gobernador le dio luego un vestido de terciopelo negro y que, por estar hecho a andar desnudo, no lo pudo sufrir, que solamente traía una camisa y unos calzones de lienzo, gorra y zapatos y que anduvo así más de veinte días, hasta que poco a poco se hizo a andar vestido. Dicen más estos dos testigos de vista, que entre otras mercedes y favores que el cacique Mucozo hizo a Juan Ortiz fue una hacerle su capitán general de mar y tierra.

Capítulo I. La fiesta que todo el ejército hizo a Juan Ortiz, y cómo vino Mucozo a visitar al gobernador

Buena parte de la noche era ya pasada cuando Baltasar de Gallegos y sus compañeros entraron en el real. El gobernador que los sintió recibió sobresalto, temiendo que, pues volvían tan presto, les había acaecido alguna desgracia, porque no los esperaba hasta el día tercero. Mas, certificado del buen recaudo que traían, toda la congoja se convirtió en fiesta y regocijo. Rindió las gracias al capitán y a sus soldados de que lo hubiesen hecho tan bien, recibió a Juan Ortiz como a propio hijo, con lástima y dolor de acordarse de tantos trabajos y martirios como lo había dicho y su mismo cuerpo mostraba haber pasado, porque las señales de las quemaduras de cuando lo asaron eran tan grandes que todo un lado no era más que una quemadura o señal de ella. De los cuales trabajos daba gracias a Dios le hubiese librado, y del peligro de aquel día, que no había sido el menor de los que había pasado. Acarició los indios que con él vinieron; mandó que con gran cuidado y regalo curasen al herido. Despachó aquella misma hora dos indios al cacique Mucozo con mucho agradecimiento por los beneficios que había hecho a Juan Ortiz y por habérselo enviado libremente y por el ofrecimiento de su persona y amistad, la cual, dijo, que en nombre del emperador y rey de España, su señor, que era el principal y mayor de la cristiandad, y en nombre de todos aquellos capitanes y caballeros que con él estaban, y en el suyo, aceptaba para le agradecer y pagar lo que por todos ellos había hecho en haber escapado de la muerte a Juan Ortiz, que todos ellos le rogaban los visitase, que quedaban con deseo de le ver y conocer.

Los capitanes y ministros, así del ejército como de la Hacienda Real, y caballeros y todos los demás soldados en común y particular, festejaron grandemente a Juan Ortiz que no se tenía por compañero el que no llegaba a le abrazar y dar la enhorabuena de su venida. Así pasaron aquella noche que no la durmieron con este general regocijo.

Luego, el día siguiente, llamó el general a Juan Ortiz para informarse de lo que sabía de aquella tierra y para que le contase particularmente lo que por él había pasado en poder de aquellos caciques. Respondió que de la tierra, aunque había tanto tiempo que estaba en ella, sabía poco o nada, porque en poder de Hirrihigua, su amo, mientras no le atormentaban con nuevos martirios, no le dejaba desmandarse un paso del servicio ordinario que hacía acarreando agua y leña para toda la casa y que, en poder de Mucozo, aunque tenía libertad para ir donde quisiese, no usaba de ella porque los vasallos de su amo, viéndole apartado de Mucozo, no le matasen, que para lo hacer tenían su orden y mandato, y que por estas causas no podía dar buena noticia de las calidades de la tierra, mas que había oído decir que era buena y cuanto más adentro era mejor y más fértil; y que la vida que con los caciques había pasado había sido en los dos extremos de bien y de mal que en este siglo se puede tener, porque Mucozo se había mostrado con él tan piadoso y humano cuanto el otro cruel y vengativo, sin poderse encarecer bastantemente la virtud del uno ni la pasión del otro, como su señoría habría sido ya informado, para prueba de lo cual mostró las señales de su cuerpo, descubriendo las que se podían ver, y amplió la relación que de su vida hemos dado y de nuevo relató otros muchos tormentos que había pasado, que causaron compasión a los oyentes. Y lo dejaremos por excusar prolijidad.

El cacique Mucozo, al día tercero de como se le había hecho el recaudo con los indios, vino bien acompañado de los suyos. Besó las manos del gobernador con toda veneración y acatamiento. Luego habló al teniente general y al maestre de campo y a los demás capitanes y caballeros que allí estaban, a cada uno conforme a la calidad de su persona, preguntando primero a Juan Ortiz quién era éste, aquél y el otro, y aunque le dijese por alguno de los que le hablaban que no era caballero ni capitán sino soldado particular, le trataba con mucho respeto, pero con mucho más a los que eran nobles y a los ministros del ejército, de manera que fue notado por los españoles. Mocozo, después que hubo hablado y dado lugar a que le hablasen los que presentes estaban, volvió a saludar al gobernador con nuevos modos de acatamiento. El cual, habiéndole recibido con mucha afabilidad y cortesía, le rindió las gracias de lo que por Juan Ortiz había hecho y, por habérselo enviado tan amigablemente, díjole que le había obligado a él y a su ejército y a toda la nación española para que en todo tiempo se lo agradeciesen. Mucozo respondió que lo que por Juan Ortiz había hecho lo había hecho por su propio respeto, porque habiéndoselo ido a encomendar y socorrer a su persona y casa con necesidad de ella, en ley de quien era estaba obligado a hacer lo que por él había hecho, y que le parecía todo poco, porque la virtud, esfuerzo y valentía de Juan Ortiz, por sí solo, sin otro respecto alguno, merecía mucho más; y que el haberlo enviado a su señoría más había sido por su propio interés y beneficio que por servir a su señoría, pues había sido para que, como defensor y abogado, con su intercesión y méritos alcanzase merced y gracia para que en su tierra no se le hiciese daño. Y así, ni lo uno ni lo otro no tenía su señoría que agradecer ni recibir en servicio, mas que él se holgaba, como quiera que hubiese sido, de haber acertado a hacer cosa de que su señoría y aquellos caballeros y toda la nación española, cuyo aficionado servidor él era, se hubiesen agradado y mostrado haber recibido contento. Suplicaba a su señoría que con el mismo beneplácito lo recibiese en su servicio debajo de cuya protección y amparo ponía su persona y casa y estado, reconociendo por principal señor al emperador y rey de España y segundariamente a su señoría como a su capitán general y gobernador de aquel reino, que con esta merced que se le hiciese se tendría por más aventajadamente gratificado que había sido el mérito de su servicio hecho en beneficio de Juan Ortiz ni el haberlo enviado libremente, cosa que su señoría tanto había estimado. A lo cual decía que él estimaba y tenía en más verse como aquel día se veía, favorecido y honrado de su señoría y de todos aquellos caballeros, que cuanto bueno había hecho en toda su vida, y que protestaba esforzarse a hacer de allí adelante cosas semejantes en servicio de los españoles, pues aquéllas le habían salido a tanto bien.

Estas y otras muchas gentilezas dijo este cacique con toda la buena gracia y discreción que en un discreto cortesano se puede pintar, de que el gobernador y los que con él estaban se admiraron no menos que de las generosidades que por Juan Ortiz había hecho, a las cuales imitaban las palabras.

Por todo lo cual, el adelantado Hernando de Soto y el teniente general Vasco Porcallo de Figueroa y otros caballeros particulares aficionados de la discreción y virtud del cacique Mucozo se movieron a corresponderle en lo que de su parte, en agradecimiento de tanta bondad, pudiesen premiar. Y así le dieron muchas dádivas no sólo a él sino también a los gentileshombres que con él vinieron, de que todos ellos quedaron muy contentos.

Capítulo I. Viene la madre de Mucozo muy ansiosa por su hijo

Dos días después de lo que hemos dicho, vino la madre de Mucozo muy ansiosa y fatigada de que su hijo estuviese en poder de los castellanos, la cual por haber estado ausente, no supo la venida del hijo a ver al gobernador, que no se lo consintiera. Y así las primeras palabras que al general dijo fueron que le diese el hijo antes que hiciese de él lo que Pánfilo de Narváez había hecho de Hirrihigua, y que, si pensaba hacer lo mismo, que diese libertad a su hijo, que era mozo, y en ella, que era vieja, hiciese lo que quisiese, que ella sola llevaría la pena de ambos.

El gobernador la recibió con muchas caricias y respondió que su hijo, por mucha bondad y discreción, no merecía que le hiciese mal sino que todos le sirviesen, y ella lo mismo, por ser madre de tal hijo; que perdiese el temor que traía, porque ni a ella ni a su hijo ni a persona de toda su tierra se le haría mal ninguno, sino todo el placer y regalo que fuese posible. Con estas palabras se quietó algún tanto la buena vieja, y estuvo con los españoles tres días, mas siempre tan maliciosa y recatada que, comiendo a la mesa del gobernador, preguntaba a Juan Ortiz si osaría comer de lo que le daban, que decía se recelaba y temía le diesen ponzoña para matarla.

El gobernador y los que con él estaban lo rieron mucho y le dijeron que seguramente podía comer, que no la querían matar, sino regalar; mas ella todavía, no fiándose de palabras de extranjeros, aunque le daban del mismo plato del gobernador, no quería comerlo ni gustarlo, si primero no le hacía la salva Juan Ortiz. Por lo cual le dijo un soldado español que cómo había ofrecido poco antes la vida por su hijo, pues se recataba tanto de morir. Respondió que no aborrecía ella el vivir, sino que lo amaba como los demás hombres, mas que por su hijo daría la vida todas las veces que fuese su menester, porque lo quería más que al vivir, por tanto suplicaba el gobernador se lo diese, que quería irse y llevarlo consigo, que no osaría fiarlo de los cristianos.

El general respondió que se fuese cuando ella quisiese, que su hijo gustaba de quedarse por algunos días entre aquellos caballeros que eran mozos y soldados, hombres de guerra como él, y se hallaba bien con ellos; que cuando le pareciese, se iría libremente sin que nadie lo enojase. Con esta promesa se fue la vieja, aunque mal contenta de que su hijo quedase en poder de castellanos, y a la partida dijo a Juan Ortiz que librase a su hijo de aquel capitán y de sus soldados como su hijo lo había librado a él de Hirrihigua y de sus vasallos, lo cual rió mucho el gobernador, y los demás españoles, y el mismo Mucozo ayudaba a reir las ansias de su madre.

Después de haber pasado estas cosas de risa y contento, estuvo el buen cacique en el ejército ocho días, en los cuales visitó en sus posadas al teniente general y al maese de campo y a los capitanes y oficiales de Hacienda Imperial y a muchos caballeros particulares por su nobleza, con los cuales todos hablaba tan familiarmente, con tan buena desenvoltura y cortesía, que parecía haberse criado entre ellos. Preguntaba cosas particulares de la corte de Castilla, y por el emperador, por los señores, damas y caballeros de ella. Decía holgara verla, si pudiera venir a ella. Pasados los ocho días, se fue a su casa; después volvió otras veces a visitar al gobernador. Traíale siempre de los regalos que en su tierra había. Era Mucozo de edad de veinte y seis o veinte y siete años, lindo hombre de cuerpo y rostro.

Capítulo X. De las Prevenciones que para el descubrimiento se hicieron y cómo prendieron los indios un español

No estaba ocioso el gobernador y adelantado Hernando de Soto entretanto que estas cosas pasaban entre los suyos, antes, con todo cuidado y diligencia hacía oficio de capitán y caudillo, porque luego que los bastimentos y municiones se desembarcaron y pusieron en el pueblo del cacique Hirrihigua, por ser el más cercano a la bahía del Espíritu Santo, porque estuviesen cerca del mar, mandó que, de los once navíos que había llevado, volviesen los siete mayores a La Habana a orden de lo que doña Isabel de Bobadilla, su mujer, dispusiese de ellos, y quedasen los cuatro menores para lo que por la mar se les ofreciese y hubiese menester. Los vasos que quedaron fueron el navío San Antón y la carabela y los dos bergantines, de los cuales dio cargo al capitán Pedro Calderón, el cual entre otras excelencias que tenía, era haber militado muy mozo debajo del bastón y gobierno de gran capitán Gonzalo Fernández de Córdoba. Procuró con toda diligencia y cuidado atraer de paz y concordia al cacique Hirrihigua, porque le parecía que, conforme al ejemplo que este cacique diese de sí, podría esperar o temer que harían los demás caciques de la comarca. Deseaba su amistad, porque con ella entendía tener ganada la de todos los de aquel reino, porque decía que, si aquel que tan ofendido estaba con los castellanos se reconciliase e hiciese amigo de ellos, cuánto más aína lo serían los no ofendidos. Demás de la amistad de los caciques, esperaba que su reputación y honra se aumentaría generalmente entre indios y españoles por haber aplacado este tan rabioso enemigo de su nación. Por todo lo cual, siempre que los cristianos, corriendo el campo, acertaban a prender de los vasallos de Hirrihigua, se los enviaba con dádivas y recaudos de buenas palabras, rogándole con la amistad y convidándole con la satisfacción que del agravio hecho por Pánfilo de Narváez deseaba darle. El cacique no solamente no salió de paz, ni quiso aceptar la amistad de los españoles ni aun responder palabra alguna a ningún recaudo de los que le enviaron. Sólo decía a los mensajeros que su injuria no sufría dar buena respuesta, ni la cortesía de aquel capitán merecía que se la diesen mala, y nunca a este propósito habló otras palabras. Mas ya que las buenas diligencias que el gobernador hacía por haber la amistad de Hirrihigua no aprovecharon para los fines e intento que él deseaba, a lo menos sirvieron de mitigar en parte la ira y rencor que este cacique tenía contra los españoles, lo cual se vio en lo que diremos luego.

La gente de servicio del real iba cada día por hierba para los caballos, en cuya guarda y defensa solían ir de continuo quince o veinte infantes y ocho o diez caballos. Acaeció un día que los indios que andaban en asechanza de estos españoles dieron en ellos tan de sobresalto con tanta grita y alarido, que, sin usar de las armas, sólo con la vocería los asombraron, y ellos, que estaban descuidados y desordenados, se turbaron y, antes que se recogiesen, pudieron haber los indios a las manos un soldado llamado Grajales, con el cual, sin querer hacer otro mal en los demás cristianos, se fueron muy contentos de haberlo preso.

Los castellanos se recogieron tarde, y uno de los de a caballo fue corriendo al real, dando arma y aviso de lo que había pasado. Por cuya relación, a toda diligencia salieron del ejército veinte caballos bien apercibidos y, hallando el rastro de los indios que iban con el español preso, lo siguieron, y al cabo de dos leguas que corrieron llegaron a un gran cañaveral que los indios por lugar secreto y apartado habían elegido, donde tenían escondidas sus mujeres e hijos. Todos ellos, chicos y grandes, con mucha fiesta y regocijo de la buena presa hecha, estaban comiendo a todo su placer, descuidados de pensar que los castellanos hiciesen tanta diligencia por cobrar un español perdido. Decían a Grajales que comiese y no tuviese pena, que no le darían la mala vida que a Juan Ortiz habían dado. Lo mismo le decían las mujeres y niños, ofreciéndole cada uno de ellos la comida que para sí tenía, rogándole que la comiese con él y se consolase, que ellos le harían buena amistad y compañía.

Los españoles, sintiendo los indios, entraron por el cañaveral haciendo ruido de más gente que la que iba, por asombrar por el estruendo a los que estaban dentro porque no se pusiesen en defensa.

Los indios, oyendo el tropel de los caballos, huyeron por los callejones que a todas partes tenían hechos por el cañaveral para entrar y salir de él, y, en medio del cañaveral, tenían rozado, un gran pedazo para estancia de las mujeres e hijos, los cuales quedaron en poder de los españoles, por esclavos del que poco antes lo era de ellos. La variedad de los sucesos de la guerra y la inconstancia de la fortuna de ella es tanta que en un punto se cobra lo que por más perdido se tenía y en otro se pierde lo que en nuestra opinión más asegurado estaba.

Grajales, reconociendo las voces de los suyos, salió corriendo a recibirlos, dando gracias a Dios que tan presto le hubiesen liberado de sus enemigos. Apenas le conocieron los castellanos, porque, aunque el tiempo de su prisión había sido breve, ya los indios le habían desnudado y puéstole no más de con unos pañetes, como ellos traen. Regocijándose con él, y, recogiendo toda la gente que en el cañaveral había de mujeres y niños, se fueron con ellos al ejército, donde el gobernador los recibió con alegría de que se hubiese cobrado el español y, con su libertad, preso tanta gente de los enemigos.

Grajales contó luego todo lo que había sucedido y dijo cómo los indios cuando salieron de su emboscada no habían querido hacer mal a los cristianos, porque las flechas que les habían tirado más habían sido por amedentrarlos que no por matarlos ni herirlos, que, según los habían hallado descuidados y desmandados, pudieran, si quisieran, matar los más de ellos y que, luego que lo prendieron, se contentaron con él, y sin hacer otro mal se fueron y dejaron los demás castellanos y que por el camino, y en el alojamiento del cañaveral, le habían tratado bien, y lo mismo sus mujeres e hijos, diciéndole palabras de consuelo y ofreciéndole cada cual lo que para su comer tenía. Lo cual, sabido por el gobernador, mandó traer ante sí las mujeres, muchachos y niños que trajeron presos y les dijo que les agradecía mucho el buen tratamiento que a aquel español habían hecho y las buenas palabras que le habían dicho, en recompensa de lo cual les daba libertad para que se fuesen a sus casas y les encargaba que de allí en adelante no huyesen de los castellanos ni les hubiesen temor, sino que tratasen y contratasen con ellos como si todos fueran de una misma nación, que él no había ido allí a maltratar naturales de la tierra, sino a tenerlos por amigos y hermanos, y que así lo dijesen a su cacique, a sus maridos, parientes y vecinos. Sin estos halagos, les dieron dádivas y las enviaron muy contentas del favor que el general y todos los suyos les habían hecho.

En otros dos lances perdieron después estos mismos indios otros dos españoles, el uno llamado Hernando Vintimilla, grande hombre de la mar, y el otro Diego Muñoz, que era muchacho, paje del capitán Pedro Calderón, y no los mataron ni les dieron la mala vida que habían dado a Juan Ortiz, antes los dejaron andar libremente como a cualquier indio de ellos, de tal manera que pudieron después estos dos cristianos, con buena maña que para ello tuvieron, escaparse de poder de los indios en un navío que con tormenta acertó a ir a aquella bahía del Espíritu Santo, como adelante diremos. De manera que, con las buenas palabras que el gobernador envió a decir al cacique Hirrihigua y con las buenas obras que a sus vasallos hizo, le forzó que mitigase y apagase el fuego de la saña y rabia que contra los castellanos en su corazón tenía. Los beneficios tienen tanta fuerza que aun a las fieras más bravas hacen trocar su propia y natural fiereza.

Capítulo X. Cómo se empieza el descubrimiento y la entrada de los españoles la tierra adentro

Habiendo pasado estas cosas, que fueron en poco más de tres semanas, el gobernador mandó al capitán Baltasar de Gallegos que con sesenta lanzas y otros tantos infantes entre arcabuceros, ballesteros y rodeleros fuesen a descubrir la tierra adentro y llegase hasta el pueblo principal del cacique Urribarracuxi, que era la provincia más cercana a las dos de Mucozo e Hirrihigua. Los nombres de estas provincias no se ponen aquí porque no se supo si se llamaban del nombre de los caciques o los caciques del nombre de sus tierras, como adelante veremos que en muchas partes de este gran reino se llama de un mismo nombre el señor y su provincia y el pueblo principal de ella.

El capitán Baltasar de Gallegos eligió las mismas sesenta lanzas que habían ido con él cuando fue en busca de Juan Ortiz y otros sesenta infantes, y entre ellos al mismo Juan Ortiz para que por el camino les fuese guía y con los indios intérprete. Así fueron hasta el pueblo de Mucozo, el cual salió al camino a recibirlos, y, con mucha fiesta y regocijo de verlos en su tierra, los hospedó y regaló aquella noche. El día siguiente le pidió el capitán un indio que los guiase hasta el pueblo de Urribarracuxi. Mucozo se excusó diciendo que le suplicaba no le mandase hacer otra cosa contra su misma reputación y honra, que parecería mal que a gente extranjera diese guía contra su propio cuñado y hermano, los cuales se quejarían de él con mucha razón de que a su tierra y casa les hubiese enviado sus enemigos, que, ya que él era amigo y servidor de los españoles, quería serlo sin perjuicio ajeno ni de su honor. Y dijo más; que aunque Urribarracuxi no fuera su cuñado, como lo era, sino muy extraño, hiciera por él lo mismo, cuanto más siendo deudo tan cercado de afinidad y vecindad, y que asimismo le suplicaba muy encarecidamente no atribuyesen aquella resistencia a poco amor y menor voluntad de servir a los españoles, que cierto no lo hacía sino por no hacer cosa fea por la cual fuese notado de traidor a su patria, parientes, vecinos y comarcanos y que a los mismos castellanos parecería mal, si en aquel caso o en otro semejante él hiciese lo que le mandasen, aunque fuese en servicio de ellos, porque en fin era mal hecho. Por lo cual decía que antes elegiría la muerte que hacer cosa que no debiese a quien era.

Juan Ortiz, por orden del capitán Baltasar de Gallegos, respondió y dijo que no tenía necesidad de la guía para que les mostrase el camino, pues era notorio que el que habían traído hasta allí era camino real que pasaba adelante hasta el pueblo de su cuñado, mas que pedían el indio para mensajero que fuese delante a dar aviso al cacique Urribarracuxi para que no se escandalizase de la ida de los españoles, temiendo no llevasen ánimo de hacerle mal y daño; y para que su cuñado creyese al mensajero, que siendo amigo no le enganaría, querían que fuese vasallo suyo y no ajeno para que lo fuese más fidedigno, el cual, de parte del gobernador, dijese a Urribarracuxi que él y toda su gente deseaban no hacer agravio a nadie, y, de parte del capitán Baltasar de Gallegos, que era el que iba a su tierra, le avisase cómo llevaba orden y expreso mandato del general que, aunque Urribarracuxi no quisiese paz y amistad con él y sus soldados, ellos la mantuviesen con el cacique, no por su respeto, que no le conocían ni les había merecido cosa alguna, sino por amor de Mucozo, a quien los españoles y su capitán general deseaban dar contento y por él a todos sus deudos, amigos y comarcanos, como lo habían hecho con Hirrihigua, el cual, aunque había estado y estaba muy rebelde, no había recibido ni recibiría daño alguno.

Mocozo, con mucho agradecimiento, respondió que al gobernador, como a hijo del Sol y de la Luna, y a todos sus capitanes y soldados, por el semejante, besaba las manos muchas veces, por la merced y favor que con aquellas palabras le hacían, que de nuevo le obligaban a morir por ellos; que, ahora que sabía para qué querían la guía, holgaba mucho darla y, para que fuese fidedigno a ambas partes, mandaba que fuese un indio noble que en la vida pasada de Juan Ortiz había sido gran amigo suyo. Con el cual salieron los españoles del pueblo de Mucozo muy alegres y contentos y aun admirados de ver que en un bárbaro hubiese en todas ocasiones tan buenos respetos.

En cuatro días fueron del pueblo de Mucozo al de su cuñado Urribarracuxi. Habría del un pueblo al otro diez y seis o diez y siete leguas. Halláronlo desamparado, que el cacique y todos sus vasallos se habían ido al monte, no embargante que el indio amigo de Juan Ortiz les llevó el recaudo más acariciado que se les pudo enviar, y, aunque después de llegados los españoles al pueblo volvió otras dos veces con el mismo recaudo, nunca el curaca quiso salir de paz, ni hizo guerra a los castellanos, ni les dio mala respuesta. Excusose con palabras comedidas y razones que, aunque frívolas y vanas, le valieron.

Este nombre curaca, en lengua general de los indios del Perú, significa lo mismo que cacique en lenguaje de la isla Española y sus circunvecinas, que es señor de vasallos. Y pues yo soy indio del Perú y no de S. Domingo ni sus comarcanas se me permita que yo introduzca algunos vocablos de mi lenguaje en esta mi obra, porque se vea que soy natural de aquella tierra y no de otra.

Por todas las veinte y cinco leguas que Baltasar de Gallegos y sus compañeros desde el pueblo de Hirrihigua hasta el de Urribarracuxi anduvieron, hallaron muchos árboles de los de España, que fueron parrizas, como atrás dijimos, nogales, encinas, morales, ciruelos, pinos y robles, y los campos apacibles y deleitosos, que participaban tanto de tierra de monte como de campiña. Había algunas ciénagas, mas tanto menores cuanto más la tierra adentro y apartado de la costa de la mar.

Con esta relación envió el capitán Baltasar de Gallegos cuatro de a caballo, entre ellos a Gonzalo Silvestre, para que la diesen al gobernador de lo que habían visto y cómo en aquel pueblo y su comarca había comida para sustentar algunos días el ejército. Los cuatro caballeros anduvieron en dos días las veinte y cinco leguas que hemos dicho sin que en el camino se les ofreciese cosa digna de memoria, donde los dejaremos, por contar lo que entretanto sucedió en el real.

Capítulo I. Lo que sucedió al teniente general yendo a prender a un curaca

Un día de los que el gobernador estuvo en el pueblo de Hirrihigua, tuvo aviso y nueva cierta cómo el cacique estaba retirado en un monte no lejos del ejército. El teniente general Vasco Porcallo de Figueroa, como hombre tan belicoso y ganoso de honra, quiso ir por él, por gozar de la gloria de haberlo traído por bien o por mal, y no aprovechó que el gobernador quisiese estorbarle el viaje diciéndole que enviase otro capitán, sino que quiso ir él mismo. Y así, nombrando los caballeros e infantes que le pareció llevar consigo, salió del real con gran lozanía y mayor esperanza de traer preso o hecho amigo al curaca Hirrihigua. El cual, por sus espías supiese que el teniente general y muchos castellanos iban donde él estaba, les envió un mensajero diciendo que les suplicaba no pasasen adelante porque él estaba en lugar seguro donde por más y más que trabajasen no podrían llegar a él por los muchos malos pasos de arroyos, ciénagas y montes que había en medio. Por tanto, les requería y suplicaba se volviesen antes que les acaeciese alguna desgracia si entrasen en alguna parte donde no pudiesen salir y que este aviso les daba, no de miedo que de ellos tuviese que le hubiesen de prender, sino en recompensa y servicio de la merced y gracia que le habían hecho en no haber hecho el mal y daño que en su tierra y vasallos pudieran haber hecho.

Este recaudo envió muchas veces el cacique Hirrihigua, que casi se alcanzaban los mensajeros unos a otros. Mas el teniente general cuanto ellos más se multiplicaban tanto más deseaba pasar adelante, entendiendo al contrario y persuadiéndose que era temor del curaca y no cortesía ni manera de amistad y que, porque no se le podía escapar, porfiaba tanto con los mensajes. Con estas imaginaciones se daba más prisa a caminar, sirviendo de espuelas a todos los que con él iban, hasta que llegaron a una grande y mala ciénaga. Dificultando todos el pasar por ella, sólo Vasco Porcallo hizo instancia a que entrasen y, por moverles con el ejemplo, porque como plático soldado que había sido, sabía que para ser un capitán obedecido en las dificuitades no tenía mejor remedio que ir delante de sus soldados (aunque ésta era temeridad), dio de las espuelas al caballo y entró a prisa en la ciénaga y en pos de él entraron otros muchos. Mas, a pocos pasos que el teniente general dio, cayó el caballo con él, donde se hubieran de ahogar ambos, porque los de a pie por ser légamo y lodo no podían nadar para llegar a prisa a socorrerle y por ser cieno se hundían si iban andando, y los de a caballo por lo mismo no podían llegar a favorecerle, que todos corrían un mismo peligro, sino que el de Vasco Porcallo era mucho mayor por estar cargado de armas y envuelto en el cieno y haberle tomado el caballo una pierna debajo, con que lo ahogaba sin dejarle valerse de su persona.

De este peligro salió Vasco Porcallo más por misericordia divina que por socorro humano, y, como se vio lleno de lodo, perdidas las esperanzas que de prender al cacique llevaba y que el indio, sin haber salido con armas al encuentro a pelear con él, sólo con palabras enviadas a decir por vía de amistad le hubiese vencido (corrido y avergonzado de sí propio, lleno de pesar y melancolía), mandó volver a la gente. Y, como con el enojo de esta desgracia se juntase la memoria de su mucha hacienda y el descanso y regalo que en su casa había dejado y que su edad ya no era de mozo y que la mayor parte de ella era ya pasada y que los trabajos venideros de aquella conquista todos, o los más, habían de ser como los de aquel día, o peores, y que él no tenía necesidad de tomarlos por su voluntad, pues le bastaban los que había pasado, le pareció volverse a su casa y dejar aquella jornada para los mozos que a ella iban.

Con estas imaginaciones fue todo el camino hablándolas a solas y a veces en público, repitiendo los nombres de los dos curacas Hirrihigua y Urribarracuxi, desmembrándolos por sílabas y trocando en ellas algunas letras para que le saliesen más a propósito que por ellas quería inferir, diciendo: «Hurri Harri, Hurri, Higa, burra coja, Hurri Harri. Doy al diablo la tierra donde los primeros y más continuos nombres que en ella he oído son tan viles e infames. Voto a tal, que de tales principios no se pueden esperar buenos medios ni fines; ni de tales agüeros, buenos sucesos. Trabaje quien lo ha menester para comer o ser honrado que a mí me sobra hacienda y honra para toda mi vida, y aún para después de ella».

Con estas palabras, y otras semejantes, repetidas muchas veces, llegó al ejército, y luego pidió licencia al gobernador para volverse a la isla de Cuba. El general se la dio con la misma liberalidad y gracia que había recibido su ofrecimiento para la conquista y con la licencia le dio, el galeoncillos San Antón, en que se fue.

Vasco Porcallo repartió por los caballeros y soldados que le pareció sus armas y caballos y el demás aparato y servicio de casa que, como hombre tan rico y noble, lo había llevado muy bueno y aventajado. Mandó dejar para el ejército todo el bastimento y matalotaje que para su persona y familia había sacado de su casa. Dio orden que un hijo suyo natural llamado Gómez Suárez de Figueroa, habido en una india de Cuba, se quedase para ir en la jornada con el gobernador; dejole dos caballos y armas y lo demás necesario para la conquista. El cual anduvo después en toda ella como muy buen caballero y soldado hijo de tal padre, sirviendo con mucha prontitud en todas las ocasiones que se le ofrecieron, y, después que los indios le mataron los caballos, anduvo siempre a pie sin querer aceptar del general, ni de otro personaje alguno, caballo prestado ni dado ni otro ningún regalo ni favor, aunque se viese herido y en mucha necesidad, por parecerle que todos los regalos que le hacían y ofrecían no llegaban a recompensar los servicios y beneficios por su padre hechos en común y particular a todo el ejército, de que el gobernador andaba congojado y deseoso de agradar y regalar a este caballero, mas su ánimo era tan extraño y esquivo que nunca jamás quiso recibir nada de nadie.

Capítulo I. La relación que Baltasar de Gallegos envió de lo que había descubierto

Concluidas en brevísimo tiempo las cosas que hemos dicho, se embarcó Vasco Porcallo y llevó consigo todos los españoles e indios y negros que para su servicio había traído, dejando nota en todo el ejército, no de cobardía, porque no cabía en su ánimo, sino de inconstancia de él; como en la isla de Cuba, cuando se ofreció para la conquista, la había dejado de ambición demasiada, por desamparar su casa, hacienda y regalo, por cosas nuevas, sin necesidad de ellas. En casos graves, siempre las determinaciones no consultadas con la prudencia y consejo de los amigos suelen causar arrebatados y aun desesperados arrepentimientos, con mal y daño y mucha infamia del que así las ejecuta, que, si este caballero mirara antes de salir de su casa lo que miró después para volverse a ella, no fuera notado de lo que lo fue ni inquietara su persona para menoscabo y pérdida de su reputación y gasto de su hacienda, pudiendo haberla empleado en la misma jornada con más prudencia y mejor consejo para más loa y honra suya. Mas, ¿quién domará una bestia fiera ni aconsejará a los libres y poderosos, confiados de sí mismos y persuadidos que conforme a los bienes de fortuna tienen los del ánimo y que la misma ventaja que hacen a los demás hombres en la hacienda que ellos no ganaron, esa misma les hacen en la discreción y sabiduría que no aprendieron? Por lo cual, ni piden consejo, ni lo quieren recibir, ni pueden ver a los que son para dárselo.

El día siguiente a la partida de Vasco Porcallo, llegaron al ejército los cuatro caballeros que Baltasar de Gallegos envió con la relación de lo que habían visto y oído de las tierras que habían andado. Los cuales la dieron muy bien cumplida y de mucho contento para los españoles, porque todas las cosas que dijeron en favor de su pretensión y conquista, salvo una, que dijeron que adelante del pueblo de Urribarracuxi había una grandísima ciénaga y muy mala de pasar. Todos se alegraron con las buenas nuevas, y a lo de la ciénaga respondieron que Dios había dado al hombre ingenio y maña para allanar y pasar por las dificultades que se le ofreciesen.

Con esta relación mandó el gobernador echar bando que se apercibiesen para caminar pasados los tres días siguientes. Ordenó que Gonzalo Silvestre, con otros veinte de a caballo, volviese a dar el aviso a Baltasar de Gallegos cómo al cuarto día saldría el ejército en su seguimiento.

Habiendo de salir el gobernador del pueblo de Hirrihigua era necesario dejar presidio y gente de guarnición que defendiese y guardase las armas, bastimentos y municiones que el ejército tenía, porque de todo esto había llevado mucha cantidad, y también que la carabela y los dos bergantines que estaban en la bahía no quedasen desamparados. Para lo cual nombró al capitán Pedro Calderón que quedase por caudillo de mar y tierra y tuviese a su cargo lo que en ambas partes quedaba, para cuya defensa y guarda dejó cuarenta lanzas y ochenta infantes (sin los marineros de los tres navíos), con orden que estuviesen quedos, sin mudarse a otra parte, hasta que les enviasen a mandar otra cosa, y que con los indios de la comarca procurasen tener siempre paz y en ninguna manera guerra, aunque fuesen sufriéndoles mucho desdén y particularmente regalasen e hiciesen toda buena amistad a Mucozo.

Dejada esta orden, la cual el capitán Pedro Calderón guardó como buen capitán y soldado, salió el gobernador de la bahía del Espíritu Santo y pueblo de Hirrihigua y caminó hacia el de Mucozo, al cual llegó a dar vista la mañana del día tercero de su camino. Mucozo, que sabía su venida, salió a recibirle con muchas lágrimas y sentimiento de su partida, y le suplicó se quedase aquel día en su pueblo. El gobernador, que deseaba no molestarle con tanta gente, le dijo que le convenía pasar adelante porque llevaba las jornadas contadas, que se quedase con Dios y hubiese por encomendados al capitán y soldados que en el pueblo de Hirrihigua quedaban. Rindiole de nuevo las gracias de lo que por él y su ejército y Juan Ortiz había hecho, abrazole con mucha ternura y señales de gran amor, que lo merecía la bondad de este famoso indio, el cual, con muchas lágrimas, aunque procuraba retenerlas, besó las manos al gobernador, y, entre otras palabras que para significar la pena de su ausencia le habló, dijo que no sabría decir cuál había sido mayor, o el contento de haberle conocido y recibido por señor, o el dolor de verle partir sin poder seguir a su señoría; que le suplicaba por última merced se acordase de él. Despedido del general, habló a los demás capitanes y caballeros principales, y por buen término les dijo la tristeza y soledad en que le dejaban y que el Sol les encaminase y prosperase en todos sus hechos. Con esto se quedó el buen Mucozo y el gobernador pasó adelante en su viaje hasta el pueblo de Urribarracuxi sin que por el camino se le ofreciese cosa digna de memoria.

De la bahía del Espíritu Santo al pueblo de Urribarracuxi caminaron siempre al nordeste, que es al norte torciendo un poco hacia donde sale el sol. En este rumbo, y en todos los demás que en esta historia se dijeren, es de advertir que no se tomen precisamente para culparme si otra cosa pareciere después cuando aquella tierra se ganare, siendo Dios servido, que, aunque hice todas las diligencias necesarias para poderlos escribir con certidumbre, no me fue posible alcanzarla porque, como el primer intento que estos castellanos llevaban era conquistar aquella tierra y buscar oro y plata, no atendían a otra cosa que no fuese plata y oro, por lo cual dejaron de hacer otras cosas que les importaban más que el demarcar la tierra. Y esto basta para mi descargo de no haber escrito con la certinidad que he deseado y era necesario.

Capítulo I. Pasan mal dos veces la ciénaga grande y el gobernador sale a buscarle paso y lo halla

Llegado que fue el gobernador al pueblo de Urribarracuxi, donde el capitán Baltasar de Gallegos le esperaba, envió mensajeros al cacique, que estaba retirado en los montes, ofreciéndole su amistad; mas ninguna diligencia fue parte para que saliese de paz. Lo cual, visto por el gobernador, dejó al indio y entendió en enviar corredores por tres partes, que fuesen a descubrir paso a la ciénaga que estaba tres leguas del pueblo. La cual era grande y muy dificultosa de pasar por ser de una legua de ancho y tener mucho cieno (de donde toman el nombre de ciénaga), y muy hondo a las orillas. Los dos tercios a una parte y otra de la ciénaga eran de cieno, y la otra tercia parte, en medio, de agua tan honda que no se podía vadear. Mas con todas estas dificultades le hallaron paso los descubridores, los cuales, al fin de ocho días que habían salido, volvieron con la nueva de haberlo hallado y muy bueno. Con esta relación salió el gobernador, y toda su gente, del pueblo y en dos días llegaron al paso de la ciénaga y la pasaron con facilidad, porque el paso era bueno, mas, por ser ella tan ancha, tardaron en pasarla todo un día. A media legua pasada la ciénaga se alojaron en un buen llano, y el día siguiente, habiendo salido los mismos descubridores para ver por dónde habían de caminar, volvieron diciendo que en ninguna manera podían pasar adelante por las muchas ciénagas que había de los arroyos que salían de la ciénaga mayor y anegaban los campos. Lo cual era causa que se pasase bien la ciénaga por el paso que hemos dicho, porque, como encima del paso se derramase mucha agua saliendo de la madre vieja, facilitaba que pasasen bien la ciénaga mayor y dificultaba que no pudiesen andar los campos. Por lo cual quiso el gobernador ser el descubridor del camino, porque en los trances y pasos dificultosos, si él mismo no les descubría, no se satisfacía de otro. Con esta determinación volvió a pasar la ciénaga destotra parte y, eligiendo cien caballos y cien infantes que fuesen con él, dejó el resto del ejército donde se estaba con el maese de campo y caminó tres días la ciénaga arriba por un lado de ella, enviando a trechos descubridores que viesen si se hallaba algún paso.

En todos los tres días nunca faltaron indios que, saliendo del monte que había por la orilla de la ciénaga, sobresaltaban los españoles tirándoles flechas y se acogían al monte. Mas algunos quedaban burlados, muertos y presos. Los presos por librarse de la importunidad y pesadumbre que les daban los españoles preguntándoles por el camino y paso de la ciénaga, se ofrecían a guiarlos, y, como eran enemigos, los guiaban y metían en pasos dificultosos y en partes donde había indios emboscados que salían a flechear a los cristianos. A estos tales, que fueron cuatro, luego que les sentían la malicia, les echaban los perros y los mataban. Por lo cual, un indio de los presos, temiendo la muerte, se ofreció a guiarlos fielmente y, sacándolos de los malos pasos por donde iban, los puso en un camino limpio, llano y ancho, apartado de la ciénaga. Y habiendo caminado por él cuatro leguas, volvieron sobre la ciénaga, donde hallaron un paso que a la entrada y salida estaba limpio de cieno y el agua se vadeaba a los pechos una legua de largo, salvo en medio de la canal que, por su mucha hondura, por espacio de cien pasos no se podía vadear, donde los indios tenían hecha una mala puente de dos grandes árboles caídos en el agua, y lo que ellos no alcanzaban estaba añadido con maderos largos, atados unos con otros y atravesados otros palos menores en forma de barandillas. Por este mismo paso, diez años antes, pasó Pánfilo de Narváez con su ejército desdichado.

El gobernador Hernando de Soto, con mucho contento de haberlo hallado, mandó a dos soldados naturales de la isla de Cuba, mestizos, que así nos llaman en todas las Indias Occidentales a los que somos hijos de español y de india o de indio y española, y llaman mulatos, como en España, a los hijos de negro y de india o de indio y de negra. Los negros llaman criollos a los hijos de español y española y a los hijos de negro y negra que nacen en Indias, por dar a entender que son nacidos allá y no de los que van de acá de España. Y este vocablo criollo han introducido los españoles ya en su lenguaje para significar lo mismo que los negros. Llaman asimismo cuarterón o cuatratuo al que tiene cuarta parte de indio, como es el hijo de español y de mestiza o de mestizo y de española. Llaman negro llanamente al guineo, y español al que lo es. Todos estos nombres hay en Indias para nombrar las naciones intrusas no naturales de ella.

Como decíamos, el gobernador mandó a los dos isleños, que habían por nombre Pedro Morón y Diego de Oliva, grandísimos nadadores, que, llevando sendas hachas, cortasen unas ramas que se atravesaban por la puente e hiciesen todo lo que les pareciese convenir a la comodidad de los que habían de pasar por ella. Los dos soldados con toda presteza pusieron por obra lo que se les mandó y en la mayor furia y diligencia de ella vieron salir en canoas indios que entre las muchas aneas y juncos que hay en las riberas de aquella ciénaga estaban escondidos venían con gran furia a tirarles flechas. Los mestizos se echaron de las puentes abajo de cabeza, y, a zambullidas, salieron adonde los suyos estaban, heridos ligeramente, que por haber sido debajo del agua no penetraron mucho las flechas. Con este sobresalto que los indios dieron, sin hacer otro daño, se retiraron del paso y se fueron donde no los vieron más. Los españoles aderezaron la puente sin recibir más molestia, y tres tiros de arcabuz encima de aquel paso hallaron otro muy bueno, para los caballos.

El gobernador, hallando los pasos que deseaba para pasar la ciénaga, le pareció dar luego aviso de ellos a Luis de Moscoso, su maese de campo, para que con el ejército caminase en pos de él y también para que, luego que tuviese la nueva, le enviase socorro de bizcocho y queso porque la gente que consigo tenía padecía necesidad de comida, que pensando no alejarse tanto habían sacado poco bastimento. Para lo cual llamó a Gonzalo Silvestre y, en presencia de todos, le dijo: «A vos os cupo en suerte el mejor caballo de todo nuestro ejército y fue para mayor trabajo vuestro, porque hemos de encomendar los lances más dificultosos que se nos ofrezcan. Por tanto, prestad paciencia y advertid que a nuestra vida y conquista conviene que volváis esta noche al real y digáis a Luis de Moscoso lo que habéis visto y cómo hemos hallado paso a la ciénaga. Que camine luego con toda la gente en nuestro seguimiento, y a vos, luego que lleguéis, os despache con dos cargas de bizcochos y queso con que nos entretengamos hasta hallar comida, que padecemos necesidad de ella. Y, para que volváis más seguro que vais, os mande dar treinta lanzas que os aseguren el camino, que yo os esperaré en este mismo lugar hasta mañana en la noche, que habéis de ser aquí de vuelta. Y, aunque el camino os parezca largo y dificultoso y el tiempo breve, yo sé a quién encomiendo el hecho. Y porque no vais solo, tomad el compañero que mejor os pareciere, y sea luego, que os conviene amanecer en el real porque no os maten los indios si os coge el día antes de pasar las ciénagas».

Gonzalo Silvestre, sin responder palabra alguna, se partió del gobernador y subió en su caballo, y de camino, como iba, encontró con un Juan López Cacho, natural de Sevilla, paje del gobernador, que tenía un buen caballo, y le dijo: «El general manda que vos y yo vamos con un recaudo suyo a amanecer al real. Por tanto, seguidme luego, que ya yo voy caminando». Juan López respondió diciendo: «Por vida vuesta, que llevéis otro, que yo estoy cansado y no puedo ir allá». Replicó Gonzalo Silvestre: «El gobernador me mandó que escogiese un compañero. Yo elijo vuestra persona. Si quisiéredes venir, venid enhorabuena, y si no, quedaos en ella misma, que porque vamos ambos no se disminuye el peligro, ni porque yo vaya solo se aumenta el trabajo». Diciendo esto, dio de las espuelas al caballo y siguió su camino. Juan López, mal que le pesó, subió en el suyo y fue en pos de él. Salieron de donde quedaba el gobernador a hora que el sol se ponía, ambos mozos, que apenas pasaban de los veinte años.

Capítulo V. Lo que pasaron los dos españoles en su viaje hasta que llegaron al real

Estos dos esforzados y animosos españoles no solamente no huyeron el trabajo, aunque lo vieron tan excesivo, ni temieron el peligro, aunque era tan eminente, antes, con toda facilidad y prontitud, como hemos visto, se ofrecieron a lo uno y a lo otro, y así caminaron las primeras cuatro o cinco leguas sin pesadumbre alguna, por ser el camino limpio, sin monte, ciénagas ni arroyos y por todas ellas no sintieron indios. Mas, luego que las pasaron, dieron en las dificultades y malos pasos que al ir habían llevado, con atolladeros, montes y arroyos que salían de la ciénaga mayor y volvían a entrar en ella. Y no podían huir estos malos pasos porque, como no había camino abierto ni ellos sabían la tierra firme, érales forzoso, para no perderse, volver siguiendo el mismo rastro que los tres días pasados al tino de lo que reconocían haber visto y notado a la ida.

El peligro que estos dos compañeros llevaban de ser muertos por los indios era tan cierto que ninguna diligencia que ellos pudieran hacer bastara a sacarlos de él, si Dios no los socorriera por su misericordia mediante el instinto natural de los caballos, los cuales, como si tuvieran entendimiento, dieron en rastrear el camino que al ir habían llevado, y, como podencos o perdigueros, hincaban los hocicos en tierra para rastrear y seguir el camino; y, aunque a los principios, no entendiendo sus dueños la intención de los caballos, les tiraban de las riendas, no querían alzar las cabezas, buscando el rastro, y para lo hallar, cuando lo habían perdido, daban unos grandes soplos y bufidos, que a sus dueños les pesaba, temiendo ser por ellos sentidos de los indios. El de Gonzalo Silvestre era el más cierto en el rastro y en hallarlo cuando lo perdían. Mas no hay que espantarnos de esta bondad ni de otras muchas que este caballo tuvo, porque de señales y color naturalmente era señalado para, en paz y en guerra, ser bueno en extremo, porque era castaño oscuro, peceño, calzado el pie izquierdo y lista en la frente, que bebía con ella: señales que en todas las colores de los caballos, o sean rocines o jacas, prometen más bondad y lealtad que otras ningunas, y el color castaño, principalmente peceño, es sobre todos los colores bueno para veras y burlas, para lodos y polvos. El de Juan López Cacho era bayo tostado, que llaman zorruno de cabos negros, bueno por extremo, mas no igualaba a la bondad del castaño, el cual guiaba a su amo y al compañero. Y Gonzalo Silvestre, habiendo reconocido la intención y bondad de su caballo, cuando bajaba la cabeza para rastrear y buscar el camino, lo dejaba a todo su gusto sin contradecirle en cosa alguna, porque así les iba mejor. Con estas dificultades, y otras que se pueden imaginar mejor que escribir, caminaron sin camino toda la noche estos dos bravos españoles, muertos de hambre, que los dos días pasados no habían comido sino cañas de maíz que los indios tenían sembrado, e iban alcanzados de sueño y fatigados de trabajo; y los caballos lo mismo, que tres días había que no se habían desensillado, y a duras penas quitándoles los frenos para que comiesen algo. Mas ver la muerte al ojo si no vencían estos trabajos les daba esfuerzo para pasar adelante. A una mano y a otra de como iban dejaban grandes cuadrillas de indios que a la lumbre del mucho fuego que tenían se parecía como bailaban, saltaban y cantaban, comiendo y bebiendo con mucha fiesta de su gentilidad o platicando de la gente nuevamente venida a su tierra, no se sabe, mas la grita y algarada que los indios tenían, regocijándose, era salud y vida de los dos españoles que por entre ellos pasaban, porque, con el mucho estruendo y regocijo, no sentían el pasar de los caballos ni echaban de ver el mucho ladrar de sus perros que, sintiéndolos pasar, se mataban a ladridos. Lo cual todo fue Providencia Divina, que, si no fuera por este ruido de los indios y el rastrear de los caballos, imposible era que por aquellas dificultades caminaran una legua, cuanto más doce, sin que los sintieran y mataran.

Habiendo caminado más de diez leguas con el trabajo que hemos visto, dijo Juan López al compañero: «O me dejad dormir un rato, o me matad a lanzadas en este camino, que yo no puedo pasar adelante ni tenerme en el caballo, que voy perdidísimo de sueño». Gonzalo Silvestre, que ya otras dos veces le había negado la misma demanda, vencido de su importunidad, le dijo: «Apeaos y dormid lo que quisiéredes, pues, a trueque de no resistir una hora más el sueño, queréis que nos maten los indios. El paso de la ciénaga, según lo que hemos andado, ya no puede estar lejos, y fuera razón que la pasáramos antes que amaneciera, porque si el día nos toma de esta parte es imposible que escapemos de la muerte».

Juan López Cacho, sin aguardar más razones, se dejó caer en el suelo como un muerto, y el compañero le tomó la lanza y el caballo de rienda. A aquella hora sobrevino una grande oscuridad y con ella tanta agua del cielo que parecía un diluvio. Mas, por mucha que caía sobre Juan López, no le quitaba el sueño, porque la fuerza que esta pasión tiene sobre los cuerpos humanos es grandísima, y, como alimento tan necesario, no se le puede excusar.

El cesar el agua y quitarse el nublado y parecer el día claro, todo fue en un punto, tanto que se quejaba Gonzalo Silvestre no haber visto amanecer, mas pudo ser que se hubiese dormido sobre el caballo tan bien como el compañero en el suelo, que yo conocí un caballero (entre otros), que caminando iba tres y cuatro leguas dormido sin despertar, y no aprovechaba que le hablasen, y se vio algunas veces en peligro de ser por ello arrastrado de su cabalgadura. Luego que Gonzalo Silvestre vio el día tan claro, a mucha prisa llamó a Juan López, y porque no le bastaban las voces roncas, bajas, y sordas que le daba, se valió del cuento de la lanza y lo recordó a buenos recatonazos, diciéndole: «Mirad lo que nos ha causado vuestro sueño. Veis el día claro que temíamos, que nos ha cogido donde no podemos escapar de no ser muertos a manos de los enemigos».

Juan López subió en su caballo, y a toda diligencia caminaron más que de paso, corriendo a media rienda, que los caballos eran tan buenos que sufrían el trabajo pasado y el presente. Con la luz del día no pudieron los dos caballeros dejar de ser vistos por los indios, y en un momento se levantó un alarido y vocería, apercibiéndose los de la una y otra banda de la ciénaga con tanto zumbido y estruendo y retumbar de caracoles, bocinas y tamborinos, y otros instrumentos rústicos, que parecía quererlos matar con la grita sola.

En el mismo punto aparecieron tantas canoas en el agua que salían de entre la anea y juncos que, a imitación de las fábulas poéticas, decían estos españoles que no parecía sino que las hojas de los árboles caídas en el agua se convertían en canoas. Los indios acudieron con tanta diligencia y presteza al paso de la ciénaga que cuando los cristianos llegaron a él, ya por la parte alta los estaban esperando.

Los dos compañeros, aunque vieron el peligro tan eminente que al cabo de tanto trabajo pasado en tierra les esperaba en el agua, considerando que lo había mayor y más cierto en el temer que en el osar, se arrojaron a ella con gran esfuerzo y osadía, sin atender a más que a darse prisa en pasar aquella legua que, como hemos dicho, la tenía de ancho esta mala ciénaga. Fue Dios servido que, como los caballos iban cubiertos de agua y los caballeros bien armados, salieron todos libres sin heridas, que no se tuvo a pequeño milagro según la infinidad de flechas que les habían tirado, que uno de ellos contando después la merced que el Señor, particularmente en este paso, les había hecho de que no les hubiesen muerto o herido, decía que, salido ya fuera del agua, había vuelto el rostro a ver lo que en ella quedaba y que la vio tan cubierta de flechas como una calle suele estar de juncia en día de alguna gran solemnidad de fiesta.

En lo poco que de estos dos españoles hemos dicho, y en otras cosas semejantes que adelante veremos, se podrá notar el valor de la nación española que, pasando tantos y tan grandes trabajos, y otros mayores que por su descuido no se han escrito, ganasen el nuevo mundo para su príncipe. Dichosa ganancia para indios y españoles, pues éstos ganaron riquezas temporales y aquéllos espirituales.

Los españoles que en el ejército estaban, oyendo la grita y vocería de los indios tan extraña, sospechando lo que fue y apellidándose unos a otros, salieron a toda prisa al socorro del paso de la ciénaga más de treinta caballeros.

Delante de todos ellos un gran trecho, venía Nuño Tovar, corriendo a toda furia encima de un hermosísimo caballo rucio, rodado, con tanta ferocidad y braveza del caballo, y con tan buen denuedo y semblante del caballero que, con sola la gallardía y gentileza de su persona, que era lindo hombre de la jineta, pudo asegurar en tanto peligro los dos compañeros. Que este buen caballero, aunque desfavorecido de su capitán general, no dejaba de mostrar en todas ocasiones las fuerzas de su persona y el esfuerzo de su ánimo, haciendo siempre el deber por cumplir con la obligación y deuda que a su propia nobleza debía, que nunca el desdén con toda su fuerza pudo rendirle a que hiciese otra cosa, que la generosidad del ánimo no consiente vileza en los que de veras la poseen. A que los príncipes y poderosos que son tiranos, cuando con razón o sin ella se dan por ofendidos, suelen pocas veces, o ninguna, corresponder con la reconciliación y perdón que los tales merecen, antes parece que se ofenden más y más de que porfíen en su virtud. Por lo cual, el que en tal se viere, de mi parecer y mal consejo, vaya a pedir por amor de Dios para comer, cuando no lo tenga de suyo, antes que porfiar en servicio de ellos, porque por milagros que en él hagan no bastarán a reducirlo en su gracia.

Capítulo V. Salen treinta lanzas con el socorro del bizcocho en pos del gobernador

Los indios, aunque vieron fuera del agua los dos españoles, no dejaron de seguirlos por tierra tirándoles muchas flechas con gran coraje que cobraron de que hubiesen caminado tantas leguas sin que los suyos los sintiesen. Mas luego que vieron a Nuño Tovar y a los demás caballeros que venían al socorro, los dejaron y se volvieron al monte y a la ciénaga por no ser ofendidos de los caballos, que no se sufría burlar con ellos en campo raso.

Los dos compañeros fueron recibidos de los suyos con gran placer y regocijo, y mucho más cuando vieron que no iban heridos. El maese de campo Luis de Moscoso, sabida la orden del general, apercibió los treinta caballeros que volviesen luego con Gonzalo Silvestre, el cual apenas tuvo lugar de almorzar dos bocados de unas mazorcas cocidas de maíz a medio granar y un poco de queso que le dieron, porque no había otra cosa, que todo el real padecía hambre. Llevaron dos acémilas cargadas de bizcocho y queso, socorro para tanta gente harto flaco, si Dios no lo proveyera por otra parte, como adelante veremos. Con este recaudo se partió Gonzalo Silvestre con los treinta compañeros, no habiendo pasado una hora de tiempo que había llegado al real. Juan López se quedó en él, diciendo: «A mí no me mandó el general volver, ni venir».

Los treinta de a caballo pasaron la ciénaga sin contradicción de los indios, aunque del ejército llevaban gente que les ayudara en el paso, mas no fue menester. Caminaron todo el día sin ver enemigo y, por buena prisa que se dieron, no pudieron llegar al sitio donde el gobernador les dijo les esperaría hasta que fue dos horas de noche. Hallaron que el general había pasado la ciénaga e ídose adelante, de que ellos se afligieron mucho, por verse treinta hombres solos en medio de tantos enemigos como temían que había sobre ellos. Por no saber dónde era ido el gobernador, no pasaron en pos de él. Acordaron quedarse en el mismo alojamiento que él tuvo la noche antes, con orden que entre sí dieron que los diez rondasen a caballo el primer tercio de la noche y los otros diez estuviesen velando con los caballos ensillados y enfrenados, teniéndolos de rienda para acudir con presteza donde fuese menester pelear, y los otros diez tuviesen los caballos ensillados y sin frenos y los dejasen comer para que de esta manera, trabajando unos y descansando otros, por su rueda, pudiesen llevar el trabajo nocturno. Así pasaron toda la noche, sin sentir enemigos.

Luego que fue de día, viendo el rastro que el gobernador dejaba hecho en la ciénaga, la pasaron con buena dicha de que los indios no la tuviesen ocupada para les defender el paso, que les fuera de mucho trabajo haberlo de ganar peleando en el agua hasta los pechos, sin poder acometer ni huir ni tener armas de tiro con que detener a lejos los enemigos, y ellos, por el contrario, tener grandísima agilidad para entrar y salir con sus canoas en los nuestros y tirarles las flechas de lejos o cerca. Y cierto, en este paso, y en otros semejantes que la historia dirá, es de considerar cuál fuese la causa que unos mismos indios, en unos propios sitios y ocasiones, peleasen unos días con tanta ansia y deseo de matar los castellanos, y otros días no se les diese nada por ello. Yo no puedo dar otra razón sino que para pelear o no pelear debían de guardar algunas abusiones de su gentilidad, como lo hacían algunas naciones en tiempo del gran Julio César, o que por verlos ir de paso y no parar en sus tierras los dejaban. Como quiera que fuese, los treinta caballeros lo tuvieron a buena suerte, y siguieron el rastro del gobernador, y, habiendo caminado seis leguas, le hallaron alojado en unos hermosísimos valles de grandes maizales, tan fértiles que cada caña tenía a tres y a cuatro mazorcas de las cuales cogían de encima de los caballos para entretener la hambre que llevaban. Comíanselas crudas, dando gracias a Dios Nuestro Señor que los hubiese socorrido con tanta hartura, que a los menesterosos cualquiera se les hace mucha.

El gobernador los recibió muy bien y, con palabras magníficas y grandes alabanzas, encareció la buena diligencia que Gonzalo Silvestre había hecho y el mucho peligro e incomportable trabajo que había pasado. Dijo a lo último que humanamente no podía haberse hecho más. Ofreció para adelante la gratificación de tanto mérito. Por otra parte, le pedía perdón de no haberle esperado como quedó de esperarle; decía, disculpándose, que había pasado adelante, lo uno, porque no se podía sufrir la hambre en que los dejó, y lo otro, porque no tuvo por muy cierta su vuelta por el mucho peligro en que iba, y que había temido le hubiesen muerto los indios.

Esta provincia tan fértil donde los treinta caballeros hallaron al gobernador se llamaba Acuera, y el señor de ella había el mismo nombre. El cual, sabiendo la ida de los castellanos a su tierra, se fue al monte con toda su gente. De la provincia de Urribarracuxi a la de Acuera habrá veinte leguas poco más o menos norte-sur.

El maese de campo Luis de Moscoso, recibida la orden del general, luego aquel mismo día puso por obra la partida del ejército. Pasaron la ciénaga con facilidad por no haber contradicción de enemigos. Siguieron su camino, y, en otros tres días, llegaron al otro paso de la misma ciénaga, y por ser aquel vado más ancho y llevar más agua que el otro, tardaron tres días en pasarlo, en los cuales, ni en las doce leguas que caminaron por la ribera de la ciénaga, no vieron indio alguno, que no fue poca merced que ellos les hicieron, porque siendo los pasos de suyo tan dificultosos por poco que les contradijeran les aumentaran mucho trabajo.

El gobernador, mientras Luis de Moscoso pasaba la ciénaga, porque su gente padecía hambre, le envió mucha zara o maíz con que se hartaron, y llegaron donde el gobernador estaba.

Capítulo I. Descomedida respuesta del señor de la provincia Acuera

Habiéndose juntado todo el ejército en Acuera, entretanto que la gente y los caballos se reformaban de la hambre que los días atrás habían pasado, que no fue poca, el gobernador con su acostumbrada clemencia envió al cacique Acuera indios que prendieron de los suyos con recaudos diciendo le rogaban saliese de paz y holgase tener los españoles por amigos y hermanos, que era gente belicosa y valiente, los cuales si no aceptaba la amistad de ellos, podrían hacerle mucho mal y daño en sus tierras y vasallos; asimismo supiese y tuviese por cierto que no traían ánimo de hacer agravio a nadie, como no lo habían hecho en las provincias que atrás dejaban, sino mucha amistad a los que habían querido recibirla, y que el principal intento que llevaban era reducir por paz y amistad todas las provincias y naciones de aquel gran reino, a la obediencia y servicio del poderosísimo emperador y rey de Castilla, su señor, cuyos criados ellos eran, y que el gobernador deseaba verle y hablarle para decirle estas cosas más largamente y darle cuenta de la orden que su rey y señor le había dado para tratar y comunicar con los señores de aquella tierra.

El cacique respondió descomedidamente diciendo que ya por otros castellanos, que años antes habían ido a aquella tierra, tenía larga noticia de quién ellos eran y sabía muy bien su vida y costumbres, que era tener por oficio andar vagabundos de tierra en tierra viviendo de robar y saquear y matar a los que no les habían hecho ofensa alguna; que, con gente tal, en ninguna manera quería amistad ni paz, sino guerra mortal y perpetua; que, puesto caso que ellos fuesen tan valientes como se jactaban, no les había temor alguno, porque sus vasallos y él no se tenían por menos valientes, para prueba de lo cual les prometía mantenerles guerra todo el tiempo que en su provincia quisiesen parar no descubierta ni en batalla campal, aunque podía dársela, sino con asechanzas y emboscadas, tomándolos descuidados; por tanto, les apercibía y requería se guardasen y recatasen de él y de los suyos, a los cuales tenía mandado le llevasen cada semana dos cabezas de cristianos, y no más, que con ellas se contentaba, porque degollando cada ocho días dos de ellos, pensaba acabarlos todos en pocos años, pues, aunque poblasen e hiciesen asiento, no podían perpetuarse porque no traían mujeres para tener hijos y pasar adelante con su generación. Y a lo que decían de dar la obediencia al rey de España, respondía que él era rey en su tierra y que no tenía necesidad de hacerse vasallo de otro quien tantos tenía como él; que por muy viles y apocados tenía a los que se metían debajo de yugo ajeno pudiendo vivir libres; que él y todos los suyos protestaban morir cien muertes por sustentar su libertad y la de su tierra; que aquella respuesta daban entonces y para siempre. A lo del vasallaje y a lo que decían que eran criados del emperador y rey de Castilla y que andaban conquistando nuevas tierras para su imperio respondía que lo fuesen muy enhorabuena, que ahora los tenía en menos, pues confesaban ser criados de otro y que trabajaban y ganaban reinos para que otros los señoreasen y gozasen del fruto de sus trabajos; que ya que en semejante empresa pasaban hambre y cansancio y los demás afanes y aventuraban a perder sus vidas, les fuera mejor, más honroso y provechoso ganar y adquirir para sí y para sus descendientes, que no para los ajenos; y que, pues eran tan viles que estando tan lejos no perdían el nombre de criados, no esperasen amistad en tiempo alguno, que no pretendía emplearla tan vilmente ni quería saber el orden de su rey, que él sabía lo que había de hacer en su tierra y de la manera que los había de tratar; por tanto, que se fuesen lo más presto que pudiesen si no querían morir todos a sus manos.

El gobernador, oída la respuesta del indio, se admiró de ver que con tanta soberbia y altivez de ánimo, acertase un bárbaro a decir cosas semejantes. Por lo cual, de allí adelante, procuró con más instancia atraerle a su amistad, enviándole muchos recaudos de palabras amorosas y comedidas. Mas el curaca a todos los indios que a él iban decía que ya con el primero había respondido, que no pensaba dar otra respuesta, ni la dio jamás.

En esta provincia estuvo el ejército veinte días, reformándose del trabajo y hambre del camino pasado, apercibiendo cosas necesarias para pasar adelante. El gobernador procuraba en estos días haber noticia y relación de la provincia. Envió corredores por toda ella, que con cuidado y diligencia viesen y notasen las buenas partes de ella, los cuales trajeron buenas nuevas.

Los indios en aquellos veinte días no se durmieron ni descuidaron, antes, por cumplir con los fieros y amenazas que su curaca había hecho a los castellanos, y porque ellos viesen que no habían sido vanas, andaban tan solícitos y astutos en sus asechanzas que ningún español se desmandaba cien pasos del real que no flechasen y degollasen luego, y por prisa que los suyos se daban a los socorrer los hallaban sin cabezas, que se las llevaban los indios para presentarlas al cacique como él les tenía mandado.

Los cristianos enterraban los cuerpos muertos donde los hallaban. Los indios volvían la noche siguiente y los desenterraban, y hacían tasajos, y los colgaban por los árboles, donde los españoles pudiesen verlos. Con las cuales cosas cumplían bien lo que su cacique les había mandado que cada semana le llevasen dos cabezas de cristianos, que en dos días, de dos en dos le llevaron cuatro, y catorce en toda la temporada que los españoles estuvieron en su tierra, sin los que hirieron, que fueron muchos más. Salían a hacer estos saltos tan a su salvo y tan cerca de las guaridas, que eran los montes, que muy libremente se volvían a ellos dejando hecho el daño que podían, sin perder lance que se les ofreciese. De donde vinieron a verificar los castellanos las palabras que los indios que hallaron por todo el camino de las ciénagas más les decían a grandes voces: «Pasad adelante, ladrones, traidores, que en Acuera, y más allá en Apalache, os tratarán como vosotros merecéis, que a todos os pondrán hechos cuartos y tasajos por los caminos en los árboles mayores».

Los españoles, por mucho que lo procuraron, en toda la temporada no mataron cincuenta indios, porque andaban muy recatados y vigilantes en sus asechanzas.

Capítulo I. Llega el gobernador a la provincia Ocali y lo que en ella sucedió

Pasados los veinte días, salió el gobernador de la provincia Acuera sin hacer daño alguno en los pueblos ni sementeras, porque no los notasen de crueles e inhumanos. Fueron en demanda de otra provincia, llamada Ocali; de la una a la otra hay cerca de veinte leguas. Llevaron su viaje al norte, torcido algún tanto al nordeste. Pasaron un despoblado que hay entre ambas provincias, de diez o doce leguas de traviesa, en el cual había mucha arboleda de nogales, pinos y otros árboles no conocidos en España. Todos parecían puestos a mano; había tanto espacio de unos a otros que seguramente podían correr caballos por entre ellos; era un monte muy claro y apacible.

En esta provincia no se hallaban ya tantas ciénagas y malos pasos de atolladeros como en las pasadas, porque por estar más alejada de la costa no alcanzaban los esteros y bahías, que en las otras entraban de la mar, que por ser este pasaje la tierra tan baja y llana, entra el mar por ella por una parte treinta leguas, por otra cuarenta y cincuenta y sesenta, y por algunas más de ciento, haciendo grandes ciénagas y tremedales que dificultan, y aun imposibilitan, el pasar por ellas, que algunas hallaban estos castellanos tan malas que, poniendo el pie en ellas, temblaba la tierra veinte o treinta pasos a la redonda, por cima parecía que podían correr caballos, según tenían la haz enjuta, sin sospecha que hubiese agua o cieno debajo, y, rompida aquella tez, se hundían y ahogaban los caballos sin remedio, y también los hombres y, para descabezar los tales pasos, se veían en mucho trabajo. Hallaron asimismo ser esta provincia de Ocali más abundante de mantenimiento que las otras que hemos dicho, así por haber en ella más gente que cultivase la tierra como por ser ella de suyo más fértil, y lo propio se notó en todas las provincias que estos españoles anduvieron por este gran reino, que cuanto la tierra era más adentro y alejada de la mar, tanto más poblada y habitada era de gente, y ella en sí más fértil y frutífera.

En las cuatro provincias que quedan referidas, y en las demás que adelante diremos, y generalmente en toda la tierra de la Florida que estos españoles descubrieron, pasaron mucha necesidad de vianda de carne, que por todo lo que anduvieron no la hallaron, ni los indios la tienen de doméstico ganado. Venados y gamos hay muchos por toda aquella tierra, que los indios matan con sus arcos y flechas. Los gamos son tan grandes que son poco menores que los ciervos de España, y los ciervos son como grandes toros. También hay osos grandísimos y leones pardos, como atrás dijimos.

Pasadas las doce leguas de despoblado, caminaron otras siete de tierra poblada de pocas casas, derramadas por los campos sin orden de pueblo. En todas las siete leguas había esta manera de población. Al cabo de ellas estaba el pueblo principal, llamado Ocali como la misma provincia y el cacique de ella, el cual con todos los suyos, llevándose lo que tenían en sus casas, se fueron al monte.

Los españoles entraron en el pueblo, que era de seiscientas casas, y en ellas se alojaron, donde hallaron mucha comida de maíz y otras semillas y legumbres, y diversas frutas, como ciruelas, nueces, pasas, bellotas. El gobernador envió luego indios al curaca principal, convidándole con la paz y la amistad de los castellanos. El indio se excusó por entonces con palabras comedidas, diciendo que no podía salir tan presto. Pasados seis días, salió de paz, aunque sospechosa, porque todo el tiempo que estuvo con los españoles nunca anduvo a derechas. El gobernador y los suyos, habiéndole recibido con muchas caricias, disimulaban lo malo que en él sentían porque no se escandalizase más de lo que con sus malos propósitos lo estaba de suyo, como luego veremos.

Cerca del pueblo había gran río de mucha agua, que aún entonces, con ser de verano, no se podía vadear. Tenían las barrancas de una parte y otra de dos picas en alto, tan cortadas como paredes. En toda la Florida, por la poca o casi ninguna piedra que la tierra tiene, cavan mucho los ríos y tienen barrancas muy hondas. Descríbese este río más particularmente que otro alguno porque adelante se ha de hacer mención de un hecho notable que en él hicieron treinta españoles.

Para pasar este río era menester hacer una puente de madera, y, habiendo tratado el gobernador con el curaca la mandase hacer a sus indios, salieron un día a ver el sitio donde podría hacerse. Andando ellos trazando la puente, salieron más de quinientos indios flecheros de entre unas matas que había de la otra parte del río, y diciendo a grandes voces: «Puente queréis, ladrones, holgazanes, advenedizos, no la veréis hecha de nuestras manos», echaron una rociada de flechas hacia do estaban el cacique y el gobernador, el cual le preguntó cómo permitía aquella desvergüenza habiéndose dado por amigo. Respondió que no era en su mano remediarla, porque muchos de sus vasallos, por haberle visto inclinado a la amistad y servicio de los españoles, le habían negado la obediencia y perdido el respeto, como al presente lo mostraban, de que él no tenía culpa.

A la grita que los indios levantaron al tirar de las flechas, arremetió un lebrel que un paje del gobernador llevaba asido por el collar, y, arrastrando al paje, lo derribó por tierra y se hizo soltar y se arrojó al agua y, por muchas voces que los españoles le dieron, no quiso volver atrás. Los indios, yendo nadando el perro, lo flecharon tan diestramente que en la cabeza y en los hombros, que llevaba descubiertos, le clavaron más de cincuenta flechas. Con todas ellas llegó el perro a tomar tierra, más en saliendo del agua cayó luego muerto, de que al gobernador y a todos los suyos pesó mucho porque era pieza rarísima y muy necesaria para la conquista, en la cual, en lo poco que duró, había hecho en los indios enemigos, de noche y de día, suertes de no poca admiración, de las cuales contaremos sola una, que por ella se verá qué tal fue.

Capítulo I. De otros sucesos que acaecieron en la provincia de Ocali

En los seis días que el cacique Ocali estuvo retirado en los montes antes que saliese de paz tenía el gobernador cuidado de enviarle cada día tres y cuatro mensajeros con recaudo de amistad para que el indio viese que no se olvidaban de él, los cuales volvían con la respuesta que el curaca les daba. Con un mensajero de estos vinieron cuatro indios mozos, gentileshombres, con muchas plumas sobre la cabeza, que son la mayor gala que ellos traen. Los cuales no venían a otra cosa más de a ver el ejército de los españoles y a notar qué gente era la nuevamente venida, qué disposición en sus personas, qué manera de vestidos, qué armas, qué animales eran los caballos con los cuales tanto los habían asombrado. En suma, ellos venían a certificarse o a desengañarse de las bravezas que de los españoles habían oído contar.

El gobernador, habiéndolos recibido con afabilidad, porque supo que eran hombres nobles y curiosos que sólo venían a ver su ejército, habiéndoles dado algunas dádivas de las cosas de España por atraerlos a su amistad, y con ellos al cacique, mandó que los llevasen a otra parte de su alojamiento y les diesen de merendar.

Los indios estando comiendo en toda quietud, cuando más descuidados sintieron los castellanos, se levantaron todos cuatro juntos y a todo correr fueron huyendo al monte, tan ligeros que dejaron a los cristianos bien desconfiados de alcanzarlos a pie, pues no los siguieron ni a caballo, porque no los tenían a mano.

El lebrel, que acertó a hallarse cerca, oyendo la grita que daban a los indios y, viéndolos huir, los siguió. Y, como si tuviera entendimiento humano, pasó por el primero que alcanzó, y también por el segundo y el tercero, hasta llegar el cuarto, que iba adelante, y, echándole mano de un hombro, lo derribó y lo tuvo caído en el suelo. Entretanto llegó el cuarto, que iba delante, y, echándose mano de un homdelante, soltó el que tenía y asió al que se le iba, y, habiéndole derribado, aguijó tras el tercero, que ya había pasado delante, y, haciendo de él lo mismo que de los dos primeros, fue al cuarto, que se le iba, y, dando con él en tierra, volvió sobre los otros. Y anduvo entre ellos con tanta destreza y maña, soltando al que derribaba y prendiendo y derribando al que se levantaba, y amedrentándoles con grandes ladridos al tiempo del echarles mano, que los embarazó y detuvo hasta que llegó el socorro de los españoles, que prendieron los cuatro indios y los volvieron al real. Y, apartados, cada uno de por sí, les preguntaron la causa de haberse huido tan sin ocasión, temiendo no fuesen contraseña de algún trato doble que tuviesen armado. Respondieron todos cuatro, concordando en uno, que no lo habían hecho por otra cosa sino por vana imaginación que les había dado de parecerles que sería gran hazaña y prueba de mucha gallardía y ligereza si de aquella suerte se fuesen de en medio de los castellanos, del cual hecho hazañoso pensaban gloriarse, después entre los indios, por haber sido, al parecer de ellos, victoria grande, la cual les había quitado de las manos el lebrel Bruto, que así llamaban al perro.

En este lugar Juan Coles, habiendo contado algunos pasos de los que hemos dicho, cuenta otra hazaña particular del lebrel Bruto y dice que, en otro río, antes de Ocali, estando indios y españoles a la ribera de él hablando en buena paz, un indio temerario, como lo son muchos de ellos, dio con el arco a un castellano un gran palo, sin propósito alguno, y se arrojó al agua y en pos de él todos los suyos, y que el lebrel, que estaba cerca viendo el hecho, se arrojó tras ellos, y, aunque alcanzó otros indios, dice que no asió de alguno de ellos hasta que llegó al que había dado el palo, y, echándole mano, le hizo pedazos en el agua.

De estas ofensas y de otras que Bruto les había hecho guardando el ejército de noche, que no entraba indio enemigo que luego no lo degollase, se vengaron los indios con matarle como se ha dicho, que por tenerle conocido por estas nuevas le tiraban de tan buena gana, mostrando en el tirarle la destreza que tenían en sus arcos y flechas.

Cosas de gran admiración han hecho los lebreles en las conquistas del nuevo mundo como fue Becerrillo en la isla de San Juan de Puerto Rico, que de las ganancias que los españoles hacían daban al perro, o por él a su dueño, que era un arcabucero, parte y media de arcabucero, y a un hijo de este lebrel, llamado Leoncillo, le cupo de una partija quinientos pesos en oro de las ganancias que el famoso Vasco Núñez de Balboa hizo después de haber descubierto la mar del Sur.

Capítulo X. Hacen los españoles una puente y pasan el río de Ocali y llegan [a] Ochile

Viendo el gobernador el poco respeto y menos obediencia que los indios tenían a su cacique Ocali y que para el hacer de la puente ni para otro efecto alguno le aprovechaba poco o nada el tenerlo consigo, acordó darle libertad para que se fuese a los suyos porque los demás señores de la comarca no se escandalizasen, entendiendo que lo detenían contra su voluntad. Y así le llamó un día y le dijo que siempre le había tenido en libertad y tratándole como a amigo y que no quería que, por su amistad, perdiese con sus vasallos, ni que ellos, pensando que lo tenían preso, se amotinasen más de lo que estaban. Por tanto le rogaba se fuese a ellos cuando quisiese y volviese cuando le pluguiese, o no volviese, como más gusto le diese, que para todo le daba libertad.

El curaca la tomó alegremente diciendo que sólo por reducir sus vasallos a la obediencia del gobernador quería volver a ellos para que todos viniesen a servirle, y cuando no pudiese atraerlos, volvería solo, por mostrar el amor que al servicio de su señoría tenía. Con esta promesa hizo otras muchas, mas ninguna cumplió, ni volvió, como había prometido, que de los prisioneros que debajo de sus palabras salen de la prisión pocos han hecho lo que Atilio Régulo.

Habiéndose ido el cacique, los españoles, por industria de un ingeniero ginovés llamado maese Francisco, trazaron la puente por geometría, y la hicieron de grandes tablazones echadas sobre el agua, asidas con gruesas maromas (que para semejantes necesidades llevaban prevenidas). Trababan y encadenaban las tablas con largos y gruesos palos que cruzaban por cima de ellas, que, como había tanta madera en aquella tierra, a pedir de boca gastaban la que querían, con lo cual en pocos días se acabó la obra de la puente, y salió tan buena que hombres y caballos pasaron por ella muy a placer.

El gobernador, antes que pasasen el río, mandó a los suyos que, puestos en emboscadas, prendiesen los indios que pudiesen para llevar quien los guiase, porque esos pocos que habían venido a servir los castellanos se huyeron con la ida del cacique. Prendieron treinta indios, entre chicos y grandes, a los cuales con halagos, dádivas y promesas —y por otra parte con grandes amenazas de cruel muerte, si no hacían el deber— les hicieron que los guiasen en demanda de otra provincia que está de la de Ocali diez y seis leguas. Las cuales, aunque estaban despobladas, eran de tierra apacible, llena de mucha arboleda y arroyos que por ella corrían, muy llana y fértil si se cultivase.

Las ocho leguas primeras anduvo el ejército en dos días, y el día tercero, habiendo caminado la media jornada, se adelantó el gobernador con cien caballos y cien infantes, y, caminando el resto del día y toda la noche siguiente, dio al amanecer en un pueblo llamado Ochile, que era el primero de una gran provincia que había por nombre Vitachuco. Esta provincia era muy grande; tenía, por donde los españoles pasaron, más de cincuenta leguas de camino. Teníanla repartida entre sí tres hermanos. El mayor de ellos se llamaba Vitachuco, como la misma provincia y el pueblo principal de ella, que adelante veremos, el cual señoreaba la mitad de ella, como, de diez partes la cinco. Y el segundo, cuyo nombre por haberse ido de la memoria no se pone aquí, poseía de las otras cinco, las tres. Y el menor, que era señor de este pueblo Ochile, y del mismo nombre, tenía las dos partes. Por qué causa o cómo hubiese sido este repartimiento no se supo, porque en las demás provincias que estos castellanos anduvieron las heredaban los primogénitos como se heredan los mayorazgos, sin dar parte a los segundos. Pudo ser que estas partes se hubiesen juntado por casamiento, que se hubiesen hecho con aditamento, que se volviesen a dividir en los hijos, o que por parientes que hubiesen muerto sin herederos forzosos las hubiesen dejado a los padres de estos tres hermanos con la misma condición que se dividiesen en los sucesores porque hubiese memoria de ellos, que el deseo de la inmortalidad, conservada en la fama, por ser natural al hombre, lo hay en todas las naciones por bárbaras que sean.

Pues, como decíamos, el adelantado llegó al amanecer al pueblo Ochile, que era de cincuenta casas grandes y fuertes, porque era frontera y defensa contra la provincia vecina que atrás quedaba, que era enemiga, que en aquel reino casi todas lo son unas de otras. Dio de sobresalto en el pueblo, mandó tocar los instrumentos musicales de la guerra, que son trompetas, pífanos y atambores, para con el ruido de ellos causar mayor asombro. Prendieron muchos indios, que, con la novedad del estruendo, salían pavoridos de sus casas a ver qué era aquello que nunca habían oído. Acometieron la casa del curaca, que era hermosísima. Toda ella era una sala de más de ciento y veinte pasos de largo y cuarenta de ancho. Tenía cuatro puertas a los cuatro vientos principales. Alderredor de la gran sala, pegados a ella, había por de fuera muchos aposentos, los cuales se mandaban por de dentro de la sala como oficinas de ella.

En esta casa estaba el cacique con mucha gente de guerra, que la tenía de ordinario siempre consigo como hombre enemistado, y con el rebato acudió mucha más gente del pueblo. El curaca mandó tocar al arma y quiso salir a pelear con los castellanos, mas, por prisa que él y sus indios se habían dado a tomar las armas para salir de la casa, ya los cristianos les tenían ganadas las cuatro puertas y, defendiéndoles la salida, les amenazaban que, si no se rendían, les quemarían vivos. Por otra parte les ofrecían paz y amistad y todo buen tratamiento. Mas el curaca ni por los fieros ni por los halagos quiso rendirse hasta que, salido el sol, le trajeron muchos de los suyos que habían preso, los cuales le certificaron que los españoles eran muchos, que no podrían prevalecer contra ellos por las armas, sino que fiase de ellos y de su amistad, porque a ninguno de los presos habían tratado mal, que se conformase con la necesidad presente, pues no tenía otro remedio.

Por las persuasiones se rindió el cacique. El gobernador lo recibió afablemente; mandó que los españoles tratasen con mucha amistad a los indios, y reteniendo consigo al curaca, hizo soltar libremente todos los demás indios, de que el señor y los vasallos quedaron muy contentos.

Alcanzada esta victoria, viendo el general que de la otra parte del pueblo, en un hermosísimo valle, había gran población de casas derramadas de cuatro en cuatro y de cinco en cinco, y de más y de menos, donde había mucho número de indios, le pareció no era seguro esperar la noche siguiente en aquel pueblo porque los indios, juntándose y viendo los pocos castellanos que eran, no se atreviesen a quitarles el curaca e hiciesen algún levantamiento con todos los señores de la comarca, por lo cual salió del pueblo y fue donde estaban los suyos. Llevó consigo el curaca y halló alojada su gente tres leguas del pueblo; estaban congojados de su ausencia, mas con su venida y la buena presa se regocijaron mucho. Con el cacique fueron sus criados y otros muchos indios de guerra que de su voluntad quisieron ir con él.

Capítulo X. Viene de paz el hermano del curaca Ochile y envían embajadores a Vitachuco

El día siguiente entró el ejército en Ochile en forma de guerra, puestos en escuadrón los de a pie y los de a caballo tocando las trompetas, pífanos y atambores, porque viesen los indios que no era gente con quien ellos podían burlarse. Alojado el ejército, trató el gobernador con el curaca Ochile enviase mensajeros a sus dos hermanos con recaudos de paz y amistad, porque, siendo los mensajes suyos, los recibirían mejor y darían más crédito a sus palabras. El cacique los envió a cada uno de los dos hermanos de por sí con las mejores palabras y razones que supo formar, diciéndoles cómo aquellos españoles habían venido a sus tierras y que traían deseo y ánimo de tener a todos los indios por amigos y hermanos, y que iban de paso a otras provincias y no hacían daño por do pasaban, principalmente a los que les salían a recibir de paz, que se contentaban no más de con la comida necesaria, y que, si no salían a servir, les hacían estrago en los pueblos, quemaban en lugar de leña la madera de las casas por no ir por ella al monte, derramaban con desperdicio los bastimentos que hallaban, tomando a discreción más de lo que habían menester, y hacían otras cosas como en tierra de enemigos. Lo cual todo se excusaba con admitirles la paz que ellos ofrecían y con mostrárseles amigos siquiera por su propio interés.

El hermano segundo, que estaba más cerca, cuyo nombre no sabemos, respondió luego dando gracias al hermano por el aviso que le enviaba, diciendo holgaba mucho con la venida de los castellanos a su tierra, que deseaba verlos y conocerlos, y que no iba luego con los mensajeros porque quedaba aderezando las cosas necesarias para mejor servirles y para recibirles con la mayor fiesta y solemnidad que les fuese posible, que dentro de tres o cuatro días iría a besar las manos al gobernador y a darle la obediencia. Entre tanto rogaba a su hermano aceptase y confirmase la paz y amistad con los españoles, que él desde luego los tenía por señores y amigos.

Pasados los tres días, vino el hermano de Ochile acompañado de mucha gente noble, muy lucida. Besó las manos del gobernador, habló con mucha familiaridad a los demás capitanes, ministros y caballeros particulares del ejército, preguntando quién era cada uno de ellos. Habíase tan desenvueltamente como si hubiera criádose entre ellos. Fueron muy acariciados de los españoles el cacique y todos sus caballeros, porque el general y sus ministros con mucha atención y cuidado regalaban a los curacas e indios que salían de paz, y a los que eran rebeldes tampoco se les hacía agravio ni daño en sus pueblos y heredades, si no era el que no se podía excusar tomando lo necesario para comer.

El tercer hermano, que era el mayor de edad y más poderoso en estado, no quiso responder al recaudo que su hermano Ochile le envió, antes detuvo los mensajeros, que no los dejó volver. Por lo cual los dos hermanos, con persuasión e instancia que el gobernador les hizo, enviaron de nuevo otros mensajeros con el mismo recaudo, añadiendo palabras muy honrosas en loor de los españoles, diciendo que no dejase de recibir la paz y amistad que aquellos cristianos le ofrecían, porque le hacían saber que no era gente con quien se podía presumir de ganar por guerra, que por sus personas eran valentísimos, que se llamaban invencibles, y, por su linaje, calidad y naturaleza, eran hijos del Sol y de la Luna, sus dioses, y como tales habían venido de allá de donde sale el Sol, y que traían unos animales que llamaban caballos, tan ligeros, bravos y fuertes que ni con la huida se podían escapar de ellos, ni con las armas y fuerzas les podían resistir. Por lo cual, como hermanos deseosos de su vida y salud, le suplicaban no rehusase de aceptar lo que tan bien le estaba, porque hacer otra cosa no era sino buscar mal y daño para sí y para sus vasallos y tierras.

Vitachuco respondió extrañísimamente con una bravosidad nunca jamás oída ni imaginada en indio que, cierto, si los fieros tan desatinados que hizo y las palabras tan soberbias que dijo se pudieran escribir como los mensajeros las refirieron, ningunas de los más bravos caballeros que el divino Ariosto y el ilustrísimo y muy enamorado conde Mateo María Boyardo, su antecesor, y otros claros poetas, introducen en sus obras, igualaran con las de este indio. De las cuales, por el largo tiempo que ha pasado en medio, se han olvidado muchas, y también se ha perdido el orden que en su proceder traían. Mas diranse con verdad las que se acordaren que, en testimonio cierto y verdadero, son suyas las que en el capítulo siguiente se escriben, las cuales envió a decir a sus dos hermanos respondiendo a la embajada que le hicieron.

Capítulo I. De la soberbia y desatinada respuesta de Vitachuco, y cómo sus hermanos van a persuadirle a la paz

«Bien parece que sois mozos y que os falta juicio y experiencia para decir lo que acerca de estos españoles decís. Loáislos mucho de hombres virtuosos que a nadie hacen mal ni daño y que son muy valientes e hijos del Sol, y que merecen cualquier servicio que se les haga. La prisión en que os habéis metido y el ánimo vil y cobarde que en ella habéis cobrado en el breve tiempo que ha que os rendisteis a servir y ser esclavos os hace hablar como a mujeres, loando lo que debiérades vituperar y aborrecer. ¿No miráis que estos cristianos no pueden ser mejores que los pasados, que tantas crueldades hicieron en esta tierra, pues son de una misma nación y ley? ¿No advertís en sus traiciones y alevosías? Si vosotros fuérades hombres de buen juicio, viérades que su misma vida y obras muestran ser hijos del diablo y no del Sol y Luna, nuestros dioses, pues andan de tierra en tierra, matando, robando y saqueando cuanto hallan, tomando mujeres e hijas ajenas, sin traer de las suyas. Y para poblar y hacer asiento no se contentan de tierra alguna de cuantas ven y huellan, porque tienen por deleite andar vagamundos, manteniéndose del trabajo y sudor ajeno. Si, como decís, fueran virtuosos, no salieran de sus tierras, que en ellas pudieran usar de su virtud sembrando, plantando y criando para sustentar la vida sin perjuicio ajeno e infamia propia, pues andan hechos salteadores, adúlteros, homicidas, sin vergüenza de los hombres ni temor de algún Dios. Decidles que no entren en mi tierra, que yo les prometo, por valientes que séan, si ponen los pies en ella, que no han de salir, porque los he de consumir y acabar todos, y los medios han de morir asados, y los medios cocidos».

Esta fue la primera respuesta de Vitachuco que los mensajeros trajeron, en pos de la cual envió otros muchos recaudos, que cada día venían dos y tres indios tocando siempre una trompeta, y decían nuevas amenazas y otros fieros mayores que los pasados. Vitachuco presumía asombrarlos con diferentes maneras de muertes que había de dar a los castellanos imaginadas en su ánimo feroz. Unas veces enviaba a decir que, cuando fuesen a su provincia, había de hacer que la tierra se abriese y los tragase a todos. Otras veces, que había de mandar que por do caminasen los españoles se juntasen los cerros que hubiesen y los cogiesen en medio y los enterrasen vivos. Otras, que, pasando los españoles por un monte de pinos y otros árboles muy altos y gruesos que había en el camino, mandaría que corriesen tan recios y furiosos vientos que derribasen los árboles y los echasen sobre ellos y los ahogasen todos. Otras veces decía que había de mandar pasase por cima de ellos gran multitud de aves con ponzoña en los picos y la dejasen caer sobre los españoles para que con ella se pudriesen y corrompiesen, sin remedio alguno. Otras, que les había de atosigar las aguas, hierbas, árboles y campos, y aun el aire, de tal manera que ni hombre ni caballo de los cristianos pudiese escapar con la vida porque en ellos escarmentasen los que adelante tuviesen atrevimiento de ir a su tierra contra su voluntad.

Estos desatinos, y otros semejantes, envió a decir Vitachuco a sus hermanos y a los españoles juntamente, con los cuales mostraba la ferocidad de su ánimo. Y, aunque por entonces los castellanos rieron y burlaron de sus palabras por parecerles disparates y boberías, como lo eran, después, por lo que este indio hizo, como veremos adelante, entendieron que no habían sido palabras sino ardentísimos deseos de un corazón tan bravo y soberbio como el suyo, y que no habían nacido de bobería ni de simpleza sino de sobra de temeridad y ferocidad.

Con estos recaudos, y otros tales, que cada día enviaba de nuevo a los españoles, los entretuvo este curaca ocho días que ellos tardaron en caminar por los estados de los dos hermanos, los cuales, con todas sus fuerzas y buen ánimo, servían y regalaban a los castellanos dándoles a entender que deseaban agradarles. Por otra parte, con toda instancia y solicitud, trabajaban por atraer al hermano mayor a la obediencia y servicio del general, y, viendo que los mensajes y persuasiones que le enviaban a decir aprovechaban poco o nada, acordaron ser ellos mismos los mensajeros, y, dando cuenta de esta determinación al gobernador, le pidieron licencia para la poner por obra, el cual la dio con muchas dádivas y ofrecimientos de amistad que llevasen a Vitachuco.

Con la presencia de los hermanos, y con lo mucho que ellos de parte del gobernador y suya le dijeron, y con saber que los españoles estaban ya dentro de su tierra y que podrían, si quisiesen, hacerle daño, le pareció a Vitachuco deponer el mal ánimo y odio que a los castellanos tenía, guardándolo para mejor tiempo y ocasión, la cual pensaba hallar en el descuido y confianza que los españoles tuviesen en su fingida amistad, y que, entonces, debajo de ella, con más facilidad y menos peligro que en guerra descubierta, podría matarlos todos. Con este mal propósito trocó las palabras que hasta entonces había dicho tan ásperas en otras de mucha suavidad y blandura, diciendo a sus hermanos que no había entendido que los castellanos era gente de tan buenas partes y condición como le decían, que ahora que está certificado de ellos, holgaría mucho tener paz y amistad con ellos, mas que primero quería saber qué días habían de estar en su tierra, qué cantidad de bastimento les había de dar cuando se fuesen y qué otras cosas habían menester para su camino.

Con este recaudo hicieron los dos hermanos un mensajero al gobernador, el cual respondió que no estarían más días de los que Vitachuco quisiese tenerlos en su tierra, ni querían más bastimentos de los que por bien tuviese de darles, ni habían menester otra cosa más de su amistad, que con ella tendrían todo lo necesario.

Capítulo I. Vitachuco sale de paz, y arma traición a los españoles, y la comunica a los intérpretes

Con la afable respuesta que el gobernador envió, mostró Vitachuco había recibido contento, y, para más disimular su mala intención, daba a entender y públicamente decía que de día en día le crecía el afición y deseo de ver los españoles para servirlos como ellos mismos verían. Mandó a los suyos, los que eran nobles, que se apercibiesen para salir a recibir al gobernador, y que en el pueblo hubiese mucho recaudo de agua, leña y comida para la gente, y hierba para los caballos, y que de los otros pueblos de su estado trajesen mucho bastimento y lo recogiesen todo en aquel donde estaban, porque no hubiese falta de cosa alguna para el servicio y regalo de los castellanos.

Juan Coles dice en su relación que afirmaban los indios tener esta provincia de los tres hermanos doscientas leguas de largo.

Proveídas estas cosas, salió Vitachuco de su pueblo acompañado de sus dos hermanos y de quinientos caballeros indios gentileshombres, hermosamente aderezados, con plumajes de diversos colores, y sus arcos en las manos, y las flechas de las más pulidas y galanas que ellos hacen para su mayor ornamento y gala. Y, habiendo caminado dos leguas, halló al gobernador alojado con su ejército en un hermoso valle. Hasta allí había caminado el general a jornadas muy cortas porque supo que gustaría Vitachuco de salir al camino a besarle las manos. Y así se las besó con ostentación de toda paz y amistad. Suplicó al gobernador le perdonase las palabras desordenadas que con mala relación había hablado de los castellanos, mas que ahora, que estaba desengañado, mostraría por las obras cuánto deseaba servir a su señoría y a todos los suyos, y por ellas satisfaría lo que con las palabras les hubiese ofendido; y, para lo hacer con mejor título, dijo que por sí, y en nombre de todos sus vasallos, daba a su señoría la obediencia y le reconocía por señor.

El gobernador le recibió y abrazó con mucha fidelidad y le dijo que no se acordaba de las palabras pasadas, porque no las había oído para tenerlas en la memoria, que de la amistad presente holgaba mucho, y holgaría asimismo saber su voluntad para darle contento sin salir de su gusto.

El maese de campo, y los demás capitanes de guerra y los ministros de la hacienda de Su Majestad, y, en común, todos los españoles, hablaron a Vitachuco con muestras de alegría de su buena venida, el cual sería de edad de treinta y cinco años, de muy buena estatura de cuerpo, como generalmente lo son todos los indios de la Florida, mostraba bien en su aspecto la bravosidad de su ánimo.

El día siguiente entraron los castellanos en forma de guerra en el pueblo principal de Vitachuco, llamado del mismo nombre, que era de doscientas casas grandes y fuertes, sin otras muchas pequeñas que en contorno de ellas, como arrabales, había. En las unas y en las otras se aposentaron los cristianos; y el gobernador, y la gente de su guarda de servicio, y los tres hermanos curacas se alojaron en la casa de Vitachuco, que según era grande, hubo para todos.

Dos días estuvieron juntos con mucha fiesta y regocijo los tres caciques y los españoles. Al día tercero, los dos hermanos curacas pidieron licencia al gobernador y a Vitachuco para volver a sus tierras, la cual habida, con dádivas que el general les dio, se fueron en paz, muy contentos del buen tratamiento que los españoles les habían hecho.

Otros cuatro días anduvo Vitachucho después de que sus hermanos se fueron haciendo grandes ostentaciones en el servicio de los cristianos, por descuidarlos, para con más seguridad hacer lo que contra ellos deseaba y tenía imaginado. Porque su fin e intento era matarlos a todos, sin que escapase alguno, y este deseo era en él tan ardiente y apasionado que le tenía ciego para que no mirase y considerase los medios que tomaba para el efecto, ni los consultase con sus capitanes y criados, ni procurase otro consejo alguno de parientes o amigos que desapasionadamente le dijesen lo que le convenía, sino que le parecía que antes le habían de estorbar su buen hecho que ayudar en él, y que bastaba desearlo él, y trazarlo por sí solo, para que todo le sucediese bien. Y el consejo que pidió y tomó fue de quien se lo dio conforme a su gusto y deseo, sin mirar los inconvenientes y sin juicio ni prudencia; y huyó de los que podían dárselo acertadamente. Condición es de gente confiada de sí misma, a quien sus propios hechos dan el castigo de su imprudencia, como hicieron a este cacique, pobre de entendimiento y falto de razón.

No pudiendo Vitachuco sufrir más los estímulos y fuegos de la pasión y deseo que tenía de matar los castellanos, al quinto día de como se habían ido sus hermanos llamó en secreto cuatro indios que el gobernador llevaba por lenguas, que, como las provincias tenían diferentes lenguajes, era menester casi de cada una un intérprete que de mano en mano fuese declarando lo que el primero decía. Dioles cuenta de sus buenos propósitos; díjoles que tenía determinado matar los españoles, los cuales, con la mucha confianza que en su amistad tenían según le parecía, andaban ya muy descuidados y se fiaban de él y de sus vasallos, de los cuales, dijo, tenía apercibidos más de diez mil hombres de guerra escogidos y les había dado orden que, teniendo las armas escondidas en un monte que estaba cerca de allí, saliesen y entrasen en el pueblo con agua, leña y hierba y las demás cosas necesarias para el servicio de los cristianos para que ellos, viéndolos sin armas y tan serviciales, se descuidasen y se fiasen del todo; y que, pasados otros dos o tres días, convidaría al gobernador a que saliese al campo a ver sus vasallos, que se los quería mostrar puestos en forma de guerra para que viese el poder que tenía y el número de soldados con que, en las conquistas que adelante hiciese, le podría servir. A estas razones añadió otras, y dijo: «El gobernador, pues somos amigos, saldrá descuidado, y yo mandaré que vayan cerca de él una docena de indios fuertes y animosos, que, llegando cerca de mi escuadrón, lo arrebaten en peso, como quiera que salga, a pie o a caballo, y den con él en medio de los indios, los cuales arremetían entonces con los demás españoles, que estarán desapercibidos, y, con la repentina prisión de su capitán, turbados; y así con mucha facilidad los prenderán y matarán. En los que prendiesen, pienso ejecutar todas las maneras de muertes que les he enviado a decir por amenaza, porque vean que no fueron locuras y disparates, como las juzgaron y rieron por tales, sino verdaderas amenazas». Dijo que a unos pensaba asar vivos, y a otros cocer vivos, y a otros enterrar vivos con las cabezas de fuera, y que otros habían de ser atosigados con tósigo manso para que se viesen podridos y corrompidos. Otros habían de ser colgados por los pies de los árboles más altos que hubiese para que fuesen manjar de las aves. De manera que no había de quedar género de cruel muerte que no se ejecutase en ellos; que les encargaba le dijesen su parecer y le guardasen el secreto, que les prometía, acabada la jornada, si quisiesen quedar en su tierra, darles cargos y oficios honrosos, y mujeres nobles y hermosas, y las demás preeminencias, honras y libertades que los más nobles de su estado gozaban, y, si quisiesen volverse a sus tierras, los enviaría bien acompañados y asegurados los caminos por do pasasen hasta ponerlos en sus casas. Mirasen que aquellos cristianos los llevaban por fuerza hechos esclavos y que los llevarían tan lejos de su patria que, aunque después les diesen libertad, no podrían volver a ella. Atendiesen, demás del daño particular de ellos, al general universal de todo aquel gran reino que los castellanos no iban a les hacer bien alguno, sino a quitarles su antigua libertad y hacerlos sus vasallos y tributarlos y a tomarles sus mujeres e hijas las más hermosas y lo mejor de sus tierras y haciendas, imponiéndoles cada día nuevos pechos y tributos. Todo lo cual no era de sufrir, sino de remediar en tiempo, antes que tomasen asiento y se arraigasen entre ellos. Que les rogaba y encargaba, pues el hecho era bien común, le ayudasen con industria y consejo, y ayudasen su pretensión por justa y su determinación por animosa, y la traza y orden por acertada.

Los cuatro indios intérpretes le respondieron que la empresa y hazaña era digna de su ánimo y valerosidad, y que todo lo que tenía ordenado les parecía bien, y que, conforme a tan buena traza, no podía dejar de salir el efecto como lo esperaban; que todo el reino le quedaba en gran cargo y obligación por haber amparado y defendido la vida y hacienda, honra y libertad de todos sus moradores; y que ellos harían lo que les mandaba, guardarían el secreto, suplicarían al Sol y a la Luna encaminasen y favoreciesen aquel hecho como él lo tenía trazado y ordenado; que ellos no podían servirle más de con el ánimo y voluntad, que, si como tenían los deseos tuvieran las fuerzas, no tuviera su señoría necesidad de más criados que ellos para acabar aquella hazaña tan grande y famosa.

Capítulo I. Vitachuco manda a sus capitanes concluyan la traición, y pide al gobernador salga a ver su gente

Con gran contento interior se apartaron de su consulta el soberbio Vitachuco y los cuatro indios intérpretes. Estos, esperando verse presto libres y en grandes cargos y oficios y con mujeres nobles y hermosas; y aquél, imaginándose ya victorioso de la hazaña que tenía mal pensada y peor trazada. Ya le parecía verse adorar de las naciones comarcanas y de todo aquel gran reino por los haber libertado y conservado sus vidas y haciendas; imaginaba ya oír los loores y alabanzas que los indios, por hecho tan famoso, con grandes aclamaciones le habían de dar. Fantaseaba los cantares que las mujeres y niños en sus corros, bailando delante de él, habían de cantar, compuestos en loor y memoria de sus proezas, cosa muy usada entre aquellos indios.

Ensoberbecido Vitachuco más y más de hora en hora con estas imaginaciones y otras semejantes que los imprudentes y locos, para su mayor mal y perdición, suelen concebir, llamó a sus capitanes, y dándoles cuenta de sus vanos pensamientos y locuras, no para que las contradijesen ni para que le aconsejasen lo que le convenía, sino para que llanamente le obedeciesen y cumpliesen su voluntad, les dijo que se diesen prisa a poner en ejecución lo que para matar a aquellos cristianos tantos días antes les tenía mandado y no le dilatasen la honra y gloria que por aquel hecho, mediante el esfuerzo y valentía de ellos, tenía alcanzada, de la cual gloria les dijo que ya él gozaba en su imaginación. Por tanto, les encargaba le sacasen de aquellos cuidados que le daban pena y le cumpliesen las esperanzas que por tan ciertas tenía.

Los capitanes respondieron que estaban prestos y apercibidos para le obedecer y servir como a señor que ellos tanto amaban, y dijeron que tenían aprestados los indios de guerra para el día que los quisiese ver juntos, que no aguardaban más de que les señalase la hora para cumplir lo que tenía ordenado. Con esta respuesta quedó Vitachuco muy contento y despidió a los capitanes, diciéndoles avisaría con tiempo para lo que hubiesen de hacer.

Los cuatros indios intérpretes, volviendo a considerar con mejor juicio lo que el cacique les había dicho y comunicado, les pareció la empresa dificultosa y la victoria de ella imposible, así por la fortaleza de los españoles, que se mostraban invencibles, como porque nunca los sentían tan mal apercibidos y descuidados que pudiesen tomarlos a traición, ni eran tan simples que se dejasen llevar y traer como Vitachuco lo tenía pensado y ordenado. Por lo cual, venciendo el temor cierto y cercano a la esperanza dudosa y alejada, porque les parecía que también ellos habían de morir como participantes de la traición si los castellanos la sabían antes que ellos la revelasen, acordaron mudar consejo y, quebrantando la promesa del secreto que habían de guardar, dieron cuenta a Juan Ortiz de la traición ordenada para que él, con larga relación de todo lo que Vitachuco les había comunicado, se la diese al gobernador.

Sabida por el adelantado la maldad y alevosía del curaca y habiéndola consultado con sus capitanes, les pareció disimular con el indio, dándole a entender que ignoraban el hecho. Y así mandaron a los demás españoles que, andando recatados y sobre aviso, mostrasen descuido en sí porque los indios no se escandalizasen. Parecioles, asimismo, que el mejor y más justificado camino para prender a Vitachuco era el mismo que él había imaginado para prender al gobernador, porque cayese en sus propias redes. Para el cual efecto mandaron apercibir una docena de soldados de grandes fuerzas que fuesen con el general para que prendiesen al cacique el día que él convidase al gobernador que saliese a ver su ejército. Con estas cosas apercibidas en secreto estuvieron los castellanos a la mira de lo que Vitachuco hacía de sí.

El cual, venido el día por él tan deseado, habiendo apercibido todo lo que para salir con su mala intención le pareció ser bastante y necesario, llegó luego por la mañana al gobernador, y con mucha humildad y veneración le dijo suplicaba a su señoría tuviese por bien hacer una gran merced y favor a él y a todos sus vasallos de salir al campo, donde le esperaban, para que los viese puestos en escuadrón, en forma de batalla, para que, favorecidos con su vista y presencia, todos quedasen obligados a servirle con mayor ánimo y prontitud en las ocasiones que adelante, en servicio de su señoría, se ofreciesen; y que gustaría que los viese de aquella manera en forma de guerra para que conociese la gente y viese el número con que podría servirle; y también para que viese si los indios de aquella tierra sabían hacer un escuadrón como las otras naciones de quien había oído contar que eran diestros en el arte militar.

El gobernador, con semblante de ignorancia y descuido, respondió holgaría mucho verlos como lo decía y que, para más hermosear el campo y para que los indios tuviesen asimismo qué ver, mandaría saliesen los españoles caballeros e infantes puestos en sus escuadrones, para que unos con otros, como amigos, escaramuzasen y se holgasen ejercitándose en las burlas para las veras.

El curaca no quisiera tanta solemnidad y aparato, mas con la obstinación y ceguera que en su ánimo tenía de que había de salir con aquel hecho, no rehusó el partido, pareciéndole que el esfuerzo y valentía propia y la de sus vasallos bastaría a vencer y desbaratar los castellanos por más apercibidos que fuesen.

Capítulo V. Cómo prendieron a Vitachuco, y el rompimiento de batalla que hubo entre indios y españoles

Habiéndose, pues, ordenado la gente de una parte y otra como se ha dicho, salieron los españoles hermosamente aderezados, armados y puestos a punto de guerra en sus escuadrones, divididos los caballeros de los infantes. El gobernador, por más fingir que no sabía la traición de los indios, quiso salir a pie con el curaca.

Cerca del pueblo había un gran llano. Tenía a un lado un monte alto y espeso que ocupaba mucha tierra; al otro lado tenía dos lagunas. La primera era pequeña, que bojaba una legua en contorno, era limpia de monte y cieno; empero, tan honda que a tres o cuatro pasos de la orilla no se hallaba pie. La segunda, que estaba más apartada del pueblo, era muy grande, tenía de ancho más de media legua y de largo parecía un gran río, que no sabían dónde iba a parar. Entre el monte y estas dos lagunas pusieron su escuadrón los indios, quedándoles a mano derecha las lagunas y a la izquierda el monte. Serían casi diez mil hombres de guerra, gente escogida, valientes y bien dispuestos; sobre las cabezas tenían unos grandes plumajes, que son el mayor ornamento de ellos, aderezados y compuestos de manera que suben media braza en alto, con ellos parecen los indios más altos de lo que son.

Tenían sus arcos y flechas en el suelo cubiertas con hierba para dar a entender que, como amigos, estaban sin armas. El escuadrón tenía formado en toda perfección militar, no cuadrado sino prolongado, las hileras derechas y algo abiertas, con dos cuernos a los lados de sobresalientes, puestos en tan buena orden, que, cierto, era cosa hermosa a la vista. Esperaban los indios a Vitachuco, su señor, y a Hernando de Soto, que saliesen a los ver. Los cuales salieron a pie acompañados de cada doce de los suyos, ambos con un mismo ánimo y deseo el uno contra el otro. A mano derecha del gobernador iban los escuadrones de los españoles: el de la infantería arrimado al monte y la caballería por medio del llano.

Llegados el gobernador y el cacique al puesto donde Vitachuco había dicho daría la seña para que los indios prendiesen al general, el general la dio primero porque su contrario, que llevaba el mismo juego, no le ganase por la mano, que por ella se había de ganar este envite que entre los dos iba hecho. Hizo disparar un arcabuz, que era seña para los suyos. Alonso de Carmona dice que la seña fue toque de trompeta; pudo ser lo uno y lo otro.

Los doce españoles que iban cerca de Vitachuco le echaron mano, y, aunque los indios que entre ellos iban quisieron defenderle y se pusieron a ello, no pudieron librarlo de prisión.

Hernando de Soto, que secretamente iba armado y llevaba cercano de sí dos caballos de rienda, subiendo en uno de ellos, que era rucio rodado y le llamaban Aceituno, porque Mateo de Aceituno (de quien atrás dijimos había ido a reedificar La Habana, el cual se quedó en ella por alcaide de una fortaleza que había de fundar, que es la que hoy tiene aquella ciudad y puerto, que la fundó este caballero, aunque no en la grandeza y majestad que ahora tiene) se lo había dado, y era un bravísimo y hermosísimo animal digno de haber tenido tales dueños. Subiendo, pues, el gobernador en él, arremetió al escuadrón de los indios y por él entró primero que otro alguno de los castellanos, así porque iba más cerca del escuadrón como porque este valiente capitán en todas las batallas y recuentros que de día o de noche en esta conquista y en la del Perú se le ofrecieron, presumía siempre ser de los primeros, que, de cuatro lanzas, las mejores que a las Indias Occidentales hayan pasado o pasen, fue la suya una de ellas. Y, aunque muchas veces sus capitanes se le quejaban de que ponía su persona a demasiado riesgo y peligro, porque en la conservación de su vida y su salud, como de cabeza, estaba la de todo su ejército, y aunque él viese que tenían razón, no podía refrenar su ánimo belicoso ni gustaba de las victorias, si no era el primero en ganarlas. No deben ser los caudillos tan arriscados.

Los indios, que a este punto tenían ya sus armas en las manos, recibieron al gobernador con el mismo ánimo y gallardía que él llevaba y no le dejaron romper muchas filas del escuadrón, porque a las primeras que llegó, de muchas flechas que le tiraron, le acertaron con ocho, y todas dieron en el caballo, que, como veremos en el discurso de la historia, siempre estos indios procuraban matar primero los caballos que los caballeros, por la ventaja que con ellos les hacían. Las cuatro le clavaron por los pechos y las otras cuatro por los codillos, dos por cada lado, con tanta destreza y ferocidad que sin que menease pie ni mano, como si con una pieza de artillería le dieran en la frente, lo derribaron muerto.

Los españoles, oyendo el tiro del arcabuz, arremetieron al escuadrón de los indios siguiendo a su capitán general. Los caballos iban tan cerca de él que pudieron socorrerle antes que los enemigos le hiciesen algún otro mal. Un paje suyo, llamado Fulano Viota, natural de Zamora e hijodalgo, apeándose del caballo, se lo dio y ayudó a subir en él. El gobernador arremetió de nuevo a los indios, los cuales, no pudiendo resistir el ímpetu de trescientos caballos juntos porque no tenían picas, volvieron las espaldas sin hacer muchas pruebas de sus fuerzas y valentía, bien contra la opinión que poco antes su cacique y ellos de sí tenían, que les parecía imposible que tan pocos españoles venciesen a tantos y tan valientes indios como ellos presumían ser.

Rompido el escuadrón, huyeron los indios a las guaridas que más cerca hallaron. Una gran banda de ellos entró en el monte, donde salvaron sus vidas; otros muchos se arrojaron en la laguna grande, donde escaparon de la muerte; otros, que eran de retaguarda y tenían lejos las guaridas, fueron huyendo por el llano adelante, donde alanceados murieron más de trescientos y fueron presos algunos, aunque pocos.

Los de la avanguardia, que eran los mejores y, como tales, en las batallas suelen pagar siempre por todos, fueron los más desdichados, porque recibieron el primer encuentro y el mayor ímpetu de los caballos, y, no pudiendo acogerse al monte ni a la laguna grande, que eran las mejores guaridas, se arrojaron en la más pequeña más de novecientos de ellos. Este fue el primer lance de las bravosidades de Vitachuco. El recuentro sucedió a las nueve o diez de la mañana.

Los españoles siguieron el alcance por todas partes hasta entrar en el monte y en la laguna grande, mas, viendo que toda la diligencia que hacían no les valía para prender siquiera un indio, se volvieron todos y acudieron a la laguna pequeña, donde, como dijimos, se habían echado más de novecientos indios. A los cuales, para que se rindiesen, combatieron todo el día, más con las amenazas y asombros que no con las armas. Tirábanles con las ballestas y arcabuces para amedrentarlos y no para matarlos, porque, como a gente casi rendida que no se les podía huir, no les querían hacer mal.

Los indios no cesaron todo el día de tirar flechas a los castellanos, hasta que se les acabaron, y, para poderlas tirar desde el agua, porque no podían hacer pie, se subía un indio sobre tres o cuatro de ellos que andaban juntos nadando y le tenían en peso, hasta que gastaban las flechas de toda su cuadrilla. De esta manera se entretuvieron todo el día sin rendirse alguno.

Venida la noche, los españoles cercaron la laguna, poniéndose a trechos de dos en dos los de a caballo y de seis en seis los infantes los unos cerca de los otros, porque con la oscuridad de la noche no se les fuesen los indios. Así los estuvieron molestando sin dejarles poner los pies en la orilla, y, cuando los sentían cerca de ella, les tiraban para que se alejasen y, cansados de nadar, se rindiesen más aína. Amenazábanles por una parte con la muerte, si no se rendían, y por otra les convidaban con el perdón, paz y amistad a los que quisiesen recibirla.

Capítulo V. Del espacioso rendirse de los indios vencidos y de la constancia de siete de ellos

Por mucho que los castellanos afligieron los indios que estaban en la laguna, no pudieron hacer tanto que ellos no mostrasen el ánimo y esfuerzo que tenían, que, aunque reconocían el trabajo y peligro en que estaban, sin esperanza de ser socorridos, elegían por menos mal la muerte que mostrar flaqueza en aquella adversidad.

Con esta pertinacia se estuvieron hasta las doce de la noche, que no hubo alguno de ellos que quisiese rendirse, y habían pasado catorce horas de tiempo que estaban en el agua. De allí adelante, por las muchas persuasiones de Juan Ortiz y de los cuatro indios intérpretes, que con él estaban, y por las promesas y juramentos que les hacían asegurándoles las vidas, empezaron a salir los más flacos, a darse de uno en uno y de dos en dos, tan remisamente que, cuando amaneció, no había cincuenta indios rendidos. Por la persuasión de éstos, viendo los que quedaban en el agua que no los habían muerto ni hecho otro mal, antes, como ellos decían, los trataban bien, se dieron en mayor número, aunque con tanta dilación y tan por fuerza que muchos cerca de la orilla se volvían a lo fondo de la laguna, mas el amor de la vida volvía a sacarlos de ella.

De esta manera anduvieron recelando la salida y el rendirse hasta las diez del día. Entonces se dieron juntos los que habían quedado, que serían como doscientos hombres, habiendo pasado veinte y cuatro horas de tiempo que habían andado nadando en el agua. Era gran lástima verlos salir medio ahogados, hinchados de la mucha agua que habían bebido, traspasados del trabajo, hambre y cansancio y falta de sueño que habían padecido.

Solos siete indios quedaron en la laguna, tan pertinaces y obstinados que ni los ruegos de las lenguas intérpretes, ni las promesas del gobernador, ni el ejemplo de los que se habían rendido fueron parte para que ellos hiciesen lo mismo, antes parecía que mostraban haber cobrado el ánimo, que los demás habían perdido y querían morir y no ser vencidos. Y así, esforzándose como mejor pudieron, respondieron a lo que les decían que ni querían sus promesas, ni temían sus amenazas ni la muerte.

Con esta constancia y fortaleza estuvieron hasta las tres de la tarde, y estuvieran hasta acabar la vida, sino que a aquella hora, pareciéndole al gobernador inhumanidad dejar perecer hombres de tanta magnanimidad y virtud, que aun en los enemigos nos enamora, mandó a doce españoles grandes nadadores que, llevando las espadas en las bocas a imitación de Julio César en Alejandría de Egipto y de los pocos españoles que, haciendo otro tanto en el río Albis, vencieron al duque de Sajonia y a toda su liga, entrasen en la laguna y sacasen los siete valerosos indios que en ella estaban. Los nadadores entraron en el agua asiéndolos, cuál por pierna, brazo o cabellos, los sacaron arrastrando hasta echarlos en tierra más ahogados que vivos, que casi no sentían de sí. Quedaron tendidos en el arena tales cuales se puede imaginar estarían hombres que había casi treinta horas que, sin haber puesto los pies en tierra (a lo que pareció), ni haber recibido otro algún alivio, habían andado contrastando con el agua. Hazaña por cierto increíble y que yo no osara escribirla, si la autoridad de tantos caballeros y hombres grandes que, en Indias y en España, hablando de ella y de otras que en este descubrimiento vieron, no me la certificaran, sin la autoridad y verdad del que me dio la relación de esta historia, que en toda cosa es digno de fe.

Y porque nombramos al río Albis, será razón no pasar adelante sin referir un dicho muy católico que el maese de campo Alonso Vivas (hermano del buen doctor Luis Vivas), a cuyo cargo quedó la guarda de la persona del duque de Sajonia, dijo después de aquella rota. Y fue que, hablándose un día delante de aquel grosísimo y fiero sajón de muchos milagros que las imágenes de Nuestra Señora en diversas partes del mundo habían hecho, el duque (como hombre atosigado de las herejías de Martín Lutero) dijo estas palabras: «En una villa de las mías había una imagen de María, y decían que hacía milagros. Yo la hice echar en el río Albis, mas no hizo milagro alguno». El maese de campo, lastimado de tan malas palabras, salió con gran presteza y dijo: «¿Qué más milagro queréis, duque, que haberos perdido vos en ese mismo río de la manera que os perdisteis, tan en contra de vuestras esperanzas y las de toda vuestra liga?» El duque bajó el rostro hasta hincar la barba en el pecho, y no la alzó más en todo aquel día ni salió de su aposento en otros tres, de corrido y avergonzado de que el católico español hubiese convencido su infidelidad y su herejía, probando haber hecho aquella imagen de Nuestra Señora milagro en su misma persona y haberlo él experimentado en su propio daño. Este cuento y otros muchos de aquellos tiempos y de otros más atrás y más adelante, me contó don Alonso de Vargas, mi tío, que se halló presente a él y sirvió en toda aquella jornada de Alemania con oficio de sargento mayor con un tercio de españoles, llamándose Francisco de Plasencia, y después fue capitán de caballos.

Los españoles, movidos de lástima y compasión del trabajo que los siete indios pasaron en el agua y admirados de la fortaleza y constancia de ánimo que mostraron, los llevaron a su alojamiento y los hicieron todos los beneficios posibles para revocarlos a esta vida, con los cuales, y con su buen ánimo, volvieron en sí en toda la noche siguiente, que, según escaparon los tristes, fue menester todo este tiempo.

Venida la mañana, el gobernador mandó llamarlos, y, con muestra de enojo, mandó preguntarles la causa de su pertinacia y rebeldía, que, viéndose cuáles estaban y sin esperanza de socorro, no quisiesen rendirse como lo habían hecho los demás sus compañeros. Los cuatro de ellos eran hombres de a treinta y cinco años, poco más o menos; respondieron, hablando a veces ya el uno ya el otro y tomando éste la razón donde aquél, por turbarse y no acertar a salir con ella, la dejaba. Otras veces ayudaba uno de los que callaban con la palabra que el que iba hablando no acertaba a decir, que es estilo de los indios ayudarse unos a otros en los razonamientos que tienen con personas graves ante quien temen turbarse.

Guardando, pues, su estilo, estos cuatro indios respondieron al gobernador muchas y largas razones por las cuales, en suma, se entendió que habían dicho lo siguiente: que bien habían visto el peligro en que estaban de perder sus vidas, y la desconfianza que tenían de ser socorridos, mas que, con todo eso, les había parecido, y lo tenían por cosa muy cierta, que en ninguna manera cumplían, en rendirse, con la obligación de los oficios y cargos militares que ejercitaban, porque, habiendo sido elegidos en la prosperidad por su príncipe y señor, honrados y aventajados con nombres e insignias de capitanes, porque los tuvo por hombres de fortaleza, ánimo y constancia, era justo que en la adversidad satisficieran a la obligación de los oficios y mostraran no haber sido indignos de ellos y dieran a entender a su curaca y señor no haberse engañado en la elección que de ellos había hecho.

Querían, asimismo, demás de haber cumplido con las obligaciones militares y con lo que a su señor debían, dejar ejemplo a sus hijos y sucesores, y a todos los soldados y hombres de guerra, cómo se hubiesen de haber en casos semejantes, principalmente los puestos y constituidos por capitanes y superiores de otros, cuyos hechos de ánimo y fortaleza, o de flaqueza y cobardía, eran más notados para los honrar o vituperar que los de la gente plebeya, soez y baja que no tenían honra ni cargo con quien cumplir.

Por todo lo cual, con haber pasado lo que su señoría había visto, en haber quedado con las vidas no quedaban satisfechos que hubiesen hecho el deber ni cumplido con las obligaciones de capitán y caudillo. Por tanto, fuera para ellos mayor merced y honra haberlos dejado morir en la laguna que no haberles dado la vida. Y así, no dejando de reconocer el beneficio que les había hecho, suplicaban a su señoría mandase quitársela, porque con grandísima vergüenza y afrenta vivirían en el mundo y jamás osarían parecer ante su señor Vitachuco que tanto los había honrado y estimado, si no morían por él.

Capítulo I. De lo que el gobernador pasó con los tres indios señores de vasallos y con el curaca Vitachuco

Habiendo respondido los cuatro indios capitanes lo que en el capítulo pasado se ha dicho, el gobernador, no sin admiración de haber oído sus razones, volvió los ojos a los otros tres que estaban callando, que eran mozos de poca edad, que ninguno de ellos pasaba de los diez y ocho años y eran hijos de señores de vasallos de la comarca y vecindad de Vitachuco, sucesores de los estados de sus padres; y por oír lo que dirían, les dijo que por qué ellos, no siendo capitanes ni teniendo la obligación que aquellos cuatro, habían permanecido en la misma obstinación y pertinacia. Los mozos con un ánimo ajeno de prisioneros y con semblante grave, como si estuvieran libres, ayudándose uno a otro en sus razones, respondieron en su lenguaje las palabras siguientes que, interpretadas en la castellana, dicen así.

«El principal intento que nos sacó de las casas de nuestros padres, cuyos hijos primogénitos somos y herederos que habíamos de ser de sus estados y señoríos, no fue derechamente el deseo de tu muerte, ni la destrucción de tus capitanes y ejércitos, aunque no se podía conseguir nuestra intención sin daño tuyo y de todos ellos. Tampoco nos movió el interés que en la guerra se suele dar a los que en ella militan, ni la ganancia de los sacos que en ella suele haber de los pueblos y ejércitos vencidos, ni salimos por servir a nuestros príncipes para que, agradados y obligados con nuestros servicios, adelante nos hiciesen mercedes conforme a nuestros méritos. Todo esto faltó en nosotros, que nada de ello habíamos menester.

»Salimos de nuestras casas con deseo de hallarnos en la batalla pasada sólo por codicia y ambición de honra y fama, por ser (como nuestros padres y maestros nos han enseñado) la que en las guerras se alcanza de mayor valor y estima que otra alguna de este mundo. Con ésta nos convidaron e incitaron nuestros vecinos y comarcanos, y por ella nos pusimos al trabajo y peligro en que ayer nos viste, del cual por tu clemencia y piedad nos sacaste, y por ella misma somos hoy tus esclavos.

»Pues como la ventura nos quitase la victoria en la cual pensábamos alcanzar la gloria que pretendíamos y la diese a ti, como a quien la merecía mejor, y a nosotros, al contrario, nos sujetase a las desventuras y trabajos que los vencidos suelen padecer, pareciónos que en estas mismas adversidades la podíamos ganar sufriéndolas con el propio ánimo y esfuerzo que traíamos para las prosperidades, porque, como nuestros mayores nos han dicho, no merece menos el vencido constante que pospone la vida por la honra de conservar la libertad de la patria y la suya que el vencedor victorioso que usa bien de la victoria.

»De todas estas cosas, y otras muchas, veníamos doctrinados de nuestros padres y parientes, por lo cual, aunque no traíamos cargos ni oficios de guerra, nos parecía que no era nuestra obligación menor que la de estos cuatro capitanes, antes mayor y más obligatoria por habernos elegido la suerte para mayor preeminencia y estado, pues habíamos de ser señores de vasallos a los cuales queríamos dar a entender que pretendíamos suceder en los estados de nuestros padres y antecesores por los mismos pasos que ellos subieron a ser señores, que fueron por los de la fortaleza y constancia, y otras virtudes que tuvieron, con las cuales, sustentaron sus estados y señoríos. Queríamos asimismo y con nuestra propia muerte consolar a nuestros padres y parientes muriendo por hacer el deber, mostrando ser sus deudos hijos.

»Estas fueron las causas, invencible capitán, de habernos hallado en esta empresa, y también lo han sido de la rebeldía y pertinacia que dices que hemos tenido, si así se puede llamar el deseo de la honra y fama y el cumplimiento de nuestra obligación y deuda natural, la cual, conforme a la mayor calidad y estado, es mayor en los príncipes, señores y caballeros, que en la gente común.

»Si basta esto para nuestro descargo, perdónanos, hijo del Sol, que nuestra obstinación no fue por desacatarte sino por lo que has oído. Y si no merecemos perdón, ves aquí nuestras gargantas. Hágase de nuestras vidas lo que más te agradare, que tuyos somos y al vencedor nada le es prohibido».

Muchos de los españoles circunstantes, oyendo las últimas palabras, viendo mozos tan nobles y de tan poca edad puestos en tal aflicción y que acertasen a hablar de aquella suerte, no pudieron abstenerse de no mostrar compasión y ternura hasta descubrirla por los ojos. Y el gobernador, que asimismo era de ánimo piadoso, también se enterneció y, levantándose a ellos, como si fueran propios hijos los abrazó a todos tres juntos y después a cada uno de por sí, y, entre otras palabras de mucho amor, les dijo que en la fortaleza que en la guerra habían tenido y en la discreción que fuera de ella habían mostrado daban a entender muy claramente ser quien eran y que los tales hombres merecían ser señores de grandes estados; que se holgaba mucho de haberlos conocido y librado de la muerte, y holgaría asimismo ponerlos presto en libertad; que se alegrasen y perdiesen la pena que por su adversidad podían tener.

Dos días los tuvo el gobernador consigo después de esta plática haciéndoles todo regalo y caricia, sentándolos a comer a su mesa por atraer a sus padres a su amistad y devoción, la cual honra los mozos estimaron en mucho. Pasados los dos días, con dádivas de lienzos, paños, sedas y espejos, y otras cosas de España, que les dio para sus padres y madres, los envió a sus casas acompañados de algunos indios que entre los que había preso se hallaron suyos, y les mandó dijesen a sus padres cuán buen amigo les había sido y que también lo sería de ellos, si quisiesen su amistad.

Los mozos, habiendo rendido las gracias al gobernador por haberles dado la vida y por las mercedes que de presente les hacía, se fueron muy contentos a sus tierras llevando bien que contar a ellas. A los cuatro capitanes mandó el gobernador retener en prisión para reprehenderlos juntamente con su cacique, y así, otro día después de la partida de los mozos, mandó llamar a todos cinco y con graves palabras les dijo cuán mal hecho había sido que debajo de paz y amistad hubiesen tratado de matar los castellanos sin haberles hecho agravio alguno, por lo cual eran dignos de muerte ejemplar que sonara por todo el mundo, mas que, por mostrar a los naturales de todo aquel gran reino que no quería vengarse de sus injurias sino tener paz y amistad con todos, les perdonaba el delito pasado, con que en lo por venir fuesen buenos amigos, y que, pues él de su parte mostraba que lo era, les rogaba y encargaba que, sin acordarse de lo pasado, tratasen de conservar sus vidas y haciendas y no pretendiesen hacer otra cosa, porque, si la intentasen, no les sucedería mejor que en lo pasado. Y aparte dijo al curaca otras muchas cosas con palabras muy amorosas por mitigarle el odio y rencor que a los cristianos tenía, y mandó que volviese a comer a su mesa, que, hasta entonces, por castigo, lo había alejado y mandado que comiese en otra parte.

Mas en Vitachuco, obstinado y ciego en su pasión, no solamente no hicieron buen efecto las razones, caricias y regalos, y otras muchas cosas que con muestra de amor el gobernador le hizo y dijo, mas antes lo incitaron a mayor locura y desatino, porque, avasallado de la furia y temeridad, estaba ya incapaz de consejo y de toda razón, ingrato y desconocido al perdón y beneficios por el gobernador hechos, y, como hombre perdido, gobernándose por su pasión, no paró hasta ver su destrucción y muerte y la de sus vasallos, como adelante veremos.

Capítulo I. Donde responde a una objeción

Antes que pase adelante en nuestra historia, será bien responder a una objeción que se nos podría poner, diciendo que en otras historias de las Indias Occidentales no se hallan cosas hechas ni dichas por los indios como aquí las escribimos, porque comúnmente son tenidos por gente simple, sin razón ni entendimiento, y que en paz y en guerra sean poco más que bestias, y que conforme a esto, no pudieron hacer ni decir cosas dignas de memoria y encarecimiento, como algunas que hasta aquí parece que se han dicho, y adelante, con el favor del Cielo, diremos; y que lo hacemos o por presumir de componer, o por loar nuestra nación, que, aunque las regiones y tierras estén tan distantes, parece que todas son Indias.

A esto se responde primeramente que la opinión que de los indios se tiene es incierta y en todo contraria a la que se debe tener, como lo nota, arguye y prueba muy bien el muy venerable padre Josef de Acosta en el primer capítulo del sexto libro de la Historia Natural y Moral del Nuevo Orbe, donde remito al que lo quisiere ver, donde sin esto hallará cosas admirables, escritas como de tan insigne maestro. Y en lo que toca al particular de nuestros indios y a la verdad de nuestra historia, como dije al principio, yo escribo de relación ajena, de quien lo vio y manejó personalmente. El cual quiso ser tan fiel en su relación que, capítulo por capítulo, como se iba escribiendo, los iba corrigiendo, quitando o añadiendo lo que faltaba o sobraba de lo que él había dicho, que ni una palabra ajena por otra de las suyas nunca las consintió, de manera que yo no puse más de la pluma, como escribiente. Por lo cual, con verdad podré negar que sea ficción mía, porque toda mi vida (sacada la buena poesía) fui enemigo de ficciones como son libros de caballería y otras semejantes. Las gracias de esto debo dar al ilustre caballero Pedro Mejía de Sevilla, porque con una reprehensión, que en Heroica obra de los Césares hace a los que se ocupan en leer y componer los tales libros, me quitó el amor que como muchacho les podía tener y me hizo aborrecerlos para siempre.

Pues decir que escribo encarecidamente por loar la nación porque soy indio, cierto es engaño, porque, con mucha vergüenza mía, confieso la verdad: que antes me hallo con falta de palabras necesarias para contar y poner en su punto las verdades que en la historia se me ofrecen, que con abundancia de ellas para encarecer las que no pasaron. Y esta falta causó la infelicidad del tiempo de mis niñeces, que faltaron escuelas de letras y sobraron las de las armas, así las de a pie como las de a caballo, particularmente las de la jineta, en la cual, por ser la silla con que nuestra tierra se ganó, mis condiscípulos y yo nos ejercitamos dende muy muchachos, tanto que muchos de ellos, o todos, salieron famosos hombres de a caballo, y esto fue habiendo aprendido poco más de los nominativos, de que ahora me doy por infelicísimo, aunque la culpa no fue nuestra ni de nuestros padres, sino de nuestra ventura, que no tuvo entonces más que darnos por ser la tierra tan recién ganada, y por las guerras civiles que luego sucedieron de los Pizarros y Almagros hasta las de Francisco Hernández Girón. Con las cuales faltaron los maestros de las ciencias y sobraron los de las armas. Ya en estos tiempos, por la misericordia de Dios, es al contrario, que los padres de la Santa Compañía de Jesús sembraron tantas escuelas de todas ciencias que no hacen falta las universidades de España.

Volviendo a nuestro primer propósito, que es de certificar en ley de cristiano que escribimos verdad en lo pasado, y con el favor de la Suma Verdad, la escribiremos en lo porvenir, diré lo que en este paso me pasó con el que me daba la relación, al cual, si no lo tuviera por tan hijodalgo y fidedigno, como lo es y como adelante en otros pasos diremos de su reputación, no presumiera yo que escribía tanta verdad, como la presumo y certifico por tal. Digo, pues, llegando a la respuesta que hemos dicho que los cuatro indios capitanes dieron al gobernador y luego a la de los tres mozos hijos de señores de vasallos, pareciéndome que las razones (conforme a la común opinión que de los indios se tiene), eran más que de indios bárbaros, le dije: «Según la reputación universal en que los indios están, no han de creer que son suyas estas razones». Respondióme:

»Bien sabéis que la opinión es falsa y no hay que hacer caso de ella; antes será justo deshacerla con decir la verdad de lo que en ello hay, porque, como vos mismo lo habéis visto y conocido, hay indios de muy buen entendimiento que en paz y en guerra, en tiempos adversos y prósperos, saben hablar como cualquier otra nación de mucha doctrina.

»Lo que os he dicho respondieron los indios en substancia, sin otras muchas lindezas que ni me acuerdo de ellas, ni que me acordase las sabría decir como ellos las dijeron, tanto que el gobernador y los que con él estábamos nos admiramos de sus palabras y razones más que no de la hazaña de haberse dejado estar nadando en el agua casi treinta horas. Y muchos españoles leídos en historias, cuando los oyeron, dijeron que parecían haber militado los capitanes entre los más famosos de Roma cuando ella imperaba el mundo con las armas, y que los mozos señores de vasallos parecían haber estudiado en Atenas cuando ella florecía en letras morales. Por lo cual, luego que respondieron y el gobernador los hubo abrazado, no quedó capitán ni soldado, de cuenta que con grandísima fiesta no los abrazase, aficionados de haberles oído.

»Por ende, escribid con todo el encarecimiento que pudiéredes lo que os he dicho, que yo os prometo que, por mucho que en loor de las generosidades y excelencias de Mucozo y del esfuerzo, constancia y discreción de estos siete indios capitanes y señores de vasallos os afiléis y adelgacéis la pluma, y, por más y más que en las bravosidades y terriblezas de Vitachuco y de otros principales que adelante hallaremos os alarguéis, no lleguéis donde ellos estaban en sus grandezas y hazañas.

»Por todo lo cual, escribid sin escrúpulo alguno lo que os digo, créanlo o no lo crean, que con haber dicho verdad de lo que sucedió cumplimos con nuestra obligación, y hacer otra cosa sería hacer agravio a las partes».

Todo esto, como lo he dicho, me pasó con mi autor, y yo lo pongo aquí para que se entienda y crea que presumimos escribir verdad antes con falta de elegancia y retórica necesaria para poner las hazañas en su punto que con sobra de encarecimiento porque no lo alcanzo y porque adelante, en otras cosas tan grandes y mayores que veremos, será necesario reforzar la reputación de nuestro crédito, no diré ahora más sino que volvamos a nuestra historia.

Capítulo I. De un desatino que Vitachuco ordenó para matar los españoles y causó su muerte

Los indios que salieron rendidos de la laguna pequeña, que fueron más de novecientos, habían quedado por orden del gobernador presos y repartidos entre los castellanos para que de ellos se sirviesen como de siervos y los tuviesen por tales en pena y castigo de la traición que habían cometido. Lo cual se hizo sólo por amedrentar y poner freno a los indios de la comarca, donde la fama del hecho pasado llegase, porque no se atreviesen a hacer otro tanto, empero con propósito de soltarlos y darles libertad luego que saliesen de su provincia.

Pues como Vitachuco, que estaba retirado en su casa en figura de preso, supiese esto, y como el triste estuviese ciego en su pasión, y de noche y de día no imaginase en otra cosa sino de qué manera pudiese matar a los españoles, precipitado ya en su obstinación y ceguera, le pareció que por ser aquellos novecientos indios —según la relación de cuatro pajecillos que le servían, y según que era verdad— de los más nobles, valientes y escogidos de toda su gente, bastarían ellos solos a hacer lo que todos juntos no habían podido, y que cada cual de ellos podría matar un castellano como él pensaba matar al suyo, pues, poco más o menos, eran tantos los indios como los cristianos. Persuadiose que, al tiempo de acometer el hecho, tendrían ventaja los indios a los cristianos porque sería cuando todos ellos estuviesen descuidados comiendo, y también porque no estarían recatados de hombres rendidos, hechos esclavos y sin armas. Y como imaginó el desatino así se precipitó en él, sin advertir si los indios estaban aprisionados o sueltos, si tendrían armas o no, pareciéndole que, como a él no habían de faltar armas hechas de sus fuertes brazos, así las tendrían todos ellos.

De esta determinación tan acelerada y desatinada dio cuenta Vitachuco por sus cuatro pajes a los más principales de los novecientos indios. Mandoles que, para el tercero día venidero a medio día en punto, estuviesen apercibidos para matar cada uno de ellos al español que le hubiese cabido en suerte por señor, que a la misma hora él mataría al gobernador, y que tratasen esto con secreto pasando el mandato de unos a otros. Y que, para empezar el hecho, les daba por seña una voz que cuando matase al general daría tan recia que se oyese en todo el pueblo. Esto mandó Vitachuco el mismo día que el gobernador le había dado la reprehensión y restituídole a su amistad y gracia, para que se vea de qué manera agradecen los ingratos y desconocidos los beneficios que les hacen.

Los pobres indios, aunque vieron el desatino que su cacique les enviaba a mandar, obedecieron, y respondieron diciendo que con todas sus fuerzas harían lo que les mandaba o morirían en la empresa.

Los indios del nuevo mundo tienen y tenían tanta veneración, amor y respeto a sus reyes y señores que los obedecían y adoraban no como a hombres sino como a dioses, que como ellos lo mandasen, tan fácilmente se arrojaban en el fuego como en el agua, porque no atendían a su vida o muerte sino al cumplimiento del precepto del señor, en el cual ponían su felicidad. Y por esta religión, que por tal la tenían, obedecieron a Vitachuco tan llanamente, sin replicarle palabra alguna.

Siete días después de la refriega y desbarate pasado, al punto que el gobernador y el cacique habían acabado de comer, que por hacerlo amigo le hacía el general todas las caricias posibles, Vitachuco se enderezó sobre la silla en que estaba sentado y, torciendo el cuerpo a una parte y a otra, con los puños cerrados extendió los brazos a un lado y a otro y los volvió a recoger hasta poner los puños sobre los hombros y de allí los volvió a sacudir una y dos veces con tanto ímpetu y violencia que las canillas y coyunturas hizo crujir como si fueran cañas cascadas. Lo cual hizo por despertar y llamar las fuerzas para lo que pensaba hacer, que es cosa ordinaria y casi convertida en naturaleza hacer esto los indios de la Florida cuando quieren hacer alguna cosa de fuerzas.

Habiéndolo, pues, hecho, Vitachuco se levantó en pie con toda la bravosidad y fiereza que se puede imaginar y en un instante cerró con el adelantado, a cuya diestra había estado al comer, y, asiéndole con la mano izquierda por los cabezones, con la derecha a puño cerrado le dio un tan gran golpe sobre los ojos, narices y boca que sin sentido alguno, como si fuera un niño, lo tendió de espaldas a él y a la silla en que estaba sentado, y para acabarlo de matar se dejó caer sobre él dando un bramido tan recio que un cuarto de legua en contorno se pudiera oír.

Los caballeros y soldados que acertaron a hallarse a la comida del general, viéndole tan mal tratado y en tanto peligro de la vida por un hecho tan extraño y nunca imaginado, echando mano a sus espadas arremetieron a Vitachuco y a un tiempo le atravesaron diez o doce de ellas por el cuerpo, con que el indio cayó muerto, blasfemando del cielo y de la tierra por no haber salido con su mal intento.

Socorrieron estos caballeros a su capitán en tan buena coyuntura y con tan buena dicha que, a no hallarse presentes para valerle o a tardarse algún tanto con el socorro, de manera que el indio pudiera darle otro golpe, lo acabara de matar, que el que le dio fue tan bravo que estuvo el gobernador más de media hora sin volver en sí y le hizo reventar la sangre por los ojos, narices, boca, encías y labios altos y bajos como si le dieran con una gran maza. Los dientes y muelas quedaron de tal manera atormentados que se le andaban para caer, y en más de veinte días no pudo comer cosa que se hubiese de mascar, sino viandas de cuchara. El rostro, particularmente las narices y los labios, quedaron tan hinchados que en los veinte días hubo bien que emplastar en ellos. Tan terrible y fuerte, como hemos dicho, se mostró Vitachuco para haber de morir, de donde se coligió que los fieros y amenazas tan extrañas que de principio había hecho, habían nacido de esta bravosidad y fiereza de ánimo, la cual, por haber sido rara, no había admitido consigo la consideración, prudencia y consejo que los hechos grandes requieren.

Juan Coles, demás de lo que hemos dicho de la puñada, añade que derribó con ella dos dientes al gobernador.

Capítulo X. De la extraña batalla que los indios presos tuvieron con sus amos

Oída la voz del cacique, la cual, como dijimos, había dado a sus vasallos por seña de la desesperación que causó su muerte y la de todos ellos, sucedieron en el real entre indios y españoles lances no menos crueles y espantables que dignos de risa. Porque, en oyendo el bramido del cacique, cada indio arremetió con su amo por le matar o herir, llevando por armas los tizones del fuego o las demás cosas que en las manos tenían, que, a falta de las que deseaban, convertían en armas ofensivas cuanto hallaban por delante.

Muchos dieron a sus amos en la cara con las ollas de la comida que, según las tenían hirviendo, algunos salieron quemados. Otros les dieron con platos, escudillas, jarros y cántaros. Otros, con los bancos, sillas y mesas, donde las había, y con todo lo demás que a las manos se les ofrecía, aunque no les servía más que de mostrar el deseo que tenían de los matar, según que cada uno podrá imaginar que pasaría en caso semejante.

Con los tizones hicieron más daño que con otras armas, y pudo ser que los tuviesen apercibidos para este efecto, porque los más salieron con ellos. Un indio dio a su amo un golpe en la cabeza con un tizón y lo derribó a sus pies, y, acudiéndole con otros dos o tres, le hizo saltar los sesos. Muchos españoles sacaron desbaratadas las cejas y narices y estropeados los brazos a tizonazos; otros alcanzaron grandes puñadas, bofetones, pedradas o palos, cada cual según le cupo la suerte de tan cevil mercado como dentro en sus casas sin pensarlo ellos, se les ofreció.

Un indio, después de haber maltratado a palos a su amo y héchole los hocicos a puñadas, huyendo de otros castellanos que venían al socorro, subió por una escalera de mano a un aposento alto, llevó consigo una lanza que halló arrimada a la pared y con ella defendió la puerta de manera que no le pudieron entrar.

A la grita acudió un caballero, deudo del gobernador, que se decía Diego de Soto, que traía una ballesta armada, y desde el patio se puso a tirarle. El indio, que no pretendía conservar la vida sino venderla lo mejor que pudiese, no quiso, aunque vio que el español le apuntaba con la ballesta, huir el cuerpo, antes, por tirar bien su lanza, se puso frontero de la puerta y la desembrazó al mismo tiempo que Diego de Soto soltaba su ballesta. No le acertó el indio con la lanza, más pasóle tan cerca del hombro izquierdo que, dándole con el asta un gran varapalo, le hizo arrodillar en tierra e hincó por ella media braza de lanza, que quedó blandeando en el suelo. Diego de Soto acertó mejor al indio, que le dio por los pechos y le mató.

Los españoles, vista la desvergüenza y atrevimiento de los indios y sabiendo cuán mal parado estaba el gobernador de la puñada, perdieron la paciencia y dieron en matarlos y vengarse de ellos, principalmente los que estaban lastimados de los palos o afrentados de las bofetadas, los cuales, con mucha cólera, mataban los indios que topaban por delante.

Otros españoles que no se daban por ofendidos, pareciéndoles cosa indigna de sus personas y calidad de matar hombres rendidos, puestos en figura y nombre de esclavos, los sacaban a la plaza y los entregaban a los alabarderos de la guarda del gobernador, que en ella estaban para los justiciar, los cuales los mataban con sus alabardas y partesanas. Y para que los indios intérpretes, y otros que en el ejército había de servicio llevados de las provincias que atrás habían dejado, metiesen prendas y se enemistasen con los demás indios de la tierra y no osasen adelante huirse de los españoles, les mandaban que los flechasen y los ayudasen a matar, y así lo hicieron. Un castellano, llamado Francisco de Saldaña, pequeño de cuerpo y muy pulido en sí, por no matar un indio que le había cabido en suerte cuando los dieron por esclavos, lo llevaba tras sí atado por el pescuezo a un cordel para lo entregar a los justiciadores.

El indio, cuando asomó a la plaza y vio lo que en ella pasaba, recibió tanto coraje que asió a su amo por detrás, como venía, con la una mano por los cabezones y con la otra por la horcajadura y, levantándolo en alto como a un niño, lo volvió cabeza abajo sin que el castellano pudiese valerse y dio con él en el suelo tan gran golpe que lo aturdió, y luego saltó de pies sobre él con tanta ira y rabia que hubiera de reventarlo a coces y patadas.

Los españoles que lo vieron acudieron al socorro con las espadas en las manos. El indio, quitando a su amo la que traía ceñida, salió a recibirlos tan feroz y bravo que, aunque ellos eran más de cincuenta, los detuvo, haciendo de ellos una gran rueda, trayendo la espada a dos manos, con tanta velocidad de cuerpo y desesperación del ánimo que mostraba bien el deseo y ansia que tenía de matar alguno antes que lo matasen. Los castellanos se apartaban de él, no queriendo matarle por no recibir daño a trueque de matar un desesperado. Así anduvo el indio, cercado de todas partes, acometiendo a todos, sin que alguno quisiese acometerle, hasta que trajeron armas enastadas con que lo mataron.

Estos, y otros muchos casos semejantes, acaecieron en esta más que cevil batalla, donde hubo cuatro españoles muertos, muchos malamente lastimados. Y fue buena dicha que los más indios estaban en cadenas y otras prisiones, que, a hallarse sueltos según eran valientes y animosos, hicieran más daño. Mas con todo eso, aunque aprisionados, tentaron hacer todo el que pudieron, por lo cual los mataron a todos sin dejar alguno a vida, que fue gran lástima.

Este fin tuvo la temeridad y soberbia de Vitachuco, nacida de su ánimo más feroz que prudente, sobrado de presunción y falto de consejo, que sin propósito alguno se causó la muerte y la de mil y trescientos vasallos suyos, los mejores y más nobles de su estado, por no haberse aconsejado con alguno de ellos como lo hizo con los extraños, que, como tales, después le fueron enemigos.

También causó la muerte de los cuatro buenos capitanes que habían escapado de la pequeña laguna, que, a vueltas de los demás indios, los mataron a ellos. Porque van a mal partido los cuerdos que están sujetos y obligados a obedecer y hacer lo que ordena y manda un loco, que es una de las mayores miserias que en esta vida se padecen.

Capítulo X. El gobernador pasa a Osachile. Cuéntase la manera que los indios de la Florida fundan sus pueblos

Después de la batalla digna de risa que hemos contado, aunque sangrienta y cruel para los pobres indios, estuvo el gobernador cuatro días en el pueblo de Vitachuco reparando el daño que él y los suyos habían recibido. Al quinto día salieron en demanda de otra provincia que está cerca de aquélla, llamada Osachile. Caminaron el primer día cuatro leguas. Alojáronse a la ribera de un gran río que divide los términos de estas dos provincias. Para lo pasar era necesario hacer otra puente como la que se hizo en el río de Ochile, porque no se podía vadear.

Teniendo los castellanos la tablazón hecha para echarla en el agua, acudieron los indios de la otra parte a defender la obra y el paso. Los cristianos, dejando la fábrica de la puente, hicieron seis balsas grandes en que pasaron cien hombres, entre ballesteros y arcabuceros, y cincuenta caballeros armados, que llevaron las sillas de los caballos en las balsas.

Cuando éstos hubieron tomado tierra, el gobernador (que, aunque emplastado el rostro, se hallaba presente a todo) mandó echar al río cincuenta caballos que pasaron a nado.

Los españoles que estaban de la otra parte, habiéndolos recibido y ensillado, con toda diligencia salieron al llano. Los indios, viendo caballos en tierra limpia de monte, desampararon el puesto y dejaron los cristianos libres para hacer su puente, la cual echaron al río, y, con la diligencia acostumbrada, la acabaron en día y medio.

El ejército pasó el río, caminó dos leguas de tierra sin monte, y, al fin de ellas, halló grandes sementeras de maíz, frisol y calabaza de la que en España llaman romana. Con las sementeras empezaba la poblazón de casas, derramadas y apartadas unas de otras sin orden de pueblo; y éstas iban por espacio de cuatro leguas hasta el pueblo principal, llamado Osachile, el cual era de doscientas casas grandes y buenas y era asiento y corte del curaca y señor de aquella tierra y había el mismo nombre Osachile.

Los indios, que por las dos leguas de tierra limpia y rasa no habían osado esperar a los españoles, luego que los vieron entre los sembrados, revolviendo sobre ellos y encubriéndose con los maizales, les echaron muchas flechas acometiéndolos por todas partes sin perder tiempo, lugar y ocasión, doquiera que se les ofrecía, para les poder hacer daño, con lo cual hirieron muchos castellanos. Mas tampoco se iban los indios alabando, porque los cristianos, reconociendo la desvergüenza y coraje rabioso que los infieles traían por los matar o herir, en topándolos al descubierto, los alanceaban sin perdonar alguno, que muy pocos tomaron a prisión. Así anduvo el juego riguroso en las cuatro leguas de los sembrados, con pérdida, ya de unos, ya de otros, como siempre suele acaecer en la guerra. Del pueblo de Vitachuco al de Osachile, hay diez leguas de tierra llana y apacible.

Los españoles hallaron el pueblo de Osachile desamparado, que el curaca y sus indios se habían ido a los montes. El gobernador le envió luego mensajeros de los pocos indios que en su tierra prendieron, convidándole con la paz y amistad. Mas el curaca Osachile ni salió ni respondió a los recaudos, ni volvió indio alguno que los hubiese llevado. Debió ser por el poco tiempo que los cristianos estuvieron en su pueblo, que no fueron más de dos días. En los cuales, poniéndose los españoles en emboscadas, prendieron muchos indios para servirse de ellos; después de rendidos, eran domésticos y de buen servicio, aunque con las armas en las manos se habían mostrado feroces.

Por el poco tiempo que los españoles estuvieron en esta provincia, y por ser ella pequeña, aunque bien poblada de gente y abastada de comida, acaecieron pocos casos que contar más de los que se han dicho. Por lo cual será razón, porque no salgamos tan presto de ella, describamos el sitio, traza y manera de este pueblo Osachile para que por él se vea el asiento y forma de los demás pueblos de este gran reino llamado la Florida, porque, como toda su tierra sea casi de una misma suerte y calidad, llana y con muchos ríos que corren por ella, así todos sus naturales pueblan, visten, comen y beben casi de una misma manera, y aun en su gentilidad, en sus ídolos, ritos y ceremonias (que tienen pocas) y en sus armas, condición y ferocidad, difieren poco o nada unos de otros. De donde, visto un pueblo, los habremos visto casi todos y no será menester pintarlo en particular, si no se ofreciere alguno tan diferente que sea forzoso hacer de por sí relación de él.

Para lo cual es de saber que los indios de la Florida siempre procuraron poblar en alto, siquiera las casas de los caciques y señores cuando no podían todo el pueblo. Y porque toda la tierra es muy llana y pocas veces hallan sitio alto que tenga las demás comodidades útiles y necesarias para poblar, lo hacen a fuerza de sus brazos, que, amontonando grandísima cantidad de tierra, la van pisando fuertemente, levantándola en forma de cerro de dos y tres picas en alto y encima hacen un llano capaz de diez o doce, quince o veinte casas, para morada del señor y de su familia y gente de servicio, conforme a su posiblidad y grandeza del estado. En lo llano, al pie del cerro natural o artificial, hacen una plaza cuadrada, según tamaño del pueblo que le ha de poblar; alderredor de ella hacen los más nobles y principales sus casas, y luego la demás gente común las suyas. Procuran no alejarse del cerro donde está la casa del señor, antes trabajan de cercarle con las suyas.

Para subir a la casa del curaca hacen calles derechas por el cerro arriba, dos o tres o más, como son menester, de quince o veinte pies de ancho. Por paredes de estas calles hincan gruesos maderos que van juntos unos de otros y entran en tierra más de un estado. Por escalones atraviesan otros maderos, no menos gruesos que los que sirven de paredes, y los traban unos con otros. Estos maderos que sirven de escalones son labrados de todas cuatro partes porque la subida sea más llana. Las gradas distan una de otra cuatro o seis u ocho pies, según que es la disposición y aspereza del cerro más o menos alto. Por ella subían y bajaban los caballos fácilmente, porque eran anchas. Todo lo demás del cerro, fuera de las escaleras, lo cortan en forma de pared, de manera que no pueden subir por él, porque de esta suerte queda la casa del señor más fortalecida. De esta forma y traza tenía Osachile su pueblo y casa, la cual desamparó por parecerle más fuerte el monte, donde se estuvo sin querer aceptar la amistad de los españoles sin responder a sus mensajes.

LIBRO II. 2ª Parte

Donde se verán las muchas y bravas peleas que en pasos dificultosos, indios y españoles tuvieron en la gran provincia de Apalache; los trabajos que pasaron en descubrir la mar; los sucesos e increíbles afanes que a ida y vuelta padecieron los treinta caballeros que volvieron por Pedro Calderón; la fiereza de los de Apalache; la prisión de su cacique, su extraña huida y la fertilidad de aquella gran provincia. Contiene veinte y cinco capítulos.

Capítulo I. Llegan los españoles a la famosa provincia de Apalache, y de la resistencia de los indios

El gobernador y sus capitanes, habiendo sabido en el pueblo de Osachile que la provincia de Apalache —de quien habían oído tantos loores y grandezas así de la abundancia y fertilidad de la tierra como de los hechos en armas y bravosidades de la gente— estaba ya cerca, con cuya ferocidad y valentía tantas amenazas les habían hecho los indios por el camino, diciéndoles que los de Apalache los habían de asaetear, descuartizar, quemar y destruir, deseando verla ya e invernar en ella, si fuese tan fértil como decían, no quisieron parar en Osachile más de dos días. Al fin de ellos salieron del pueblo, y, en otros tres, caminaron sin contradicción alguna doce leguas de despoblado que hay en medio de las dos provincias, y, a las doce del cuarto día, llegaron a una ciénaga muy grande y mala de pasar, porque solamente de agua, sin el monte que de una parte y otra había, tenía media legua de ancho y de largo era como un río. A las orillas de la ciénaga, fuera del agua, había un monte de mucha arboleda, gruesa y alta, con mucha maleza de zarzas, y otro monte bajo, que, entretejiéndose con los árboles gruesos, espesaban y cerraban de tal manera el monte que parecía un fuerte muro, por lo cual no había paso alguno por donde pasar el monte y la ciénaga sino por una senda que los indios tenían hecha, tan angosta que apenas podían ir por ella dos hombres juntos.

Antes de llegar al monte, en un buen llano, se alojó el real, y, porque era temprano, mandó el gobernador que cien infantes entre ballesteros y arcabuceros y rodeleros, y treinta de a caballo, con doce nadadores señalados para tentar la hondura del agua, fuesen a reconocer el paso de la ciénaga y advirtiesen bien las dificultades que en ella hubiese para llevarlas prevenidas el día siguiente.

Los españoles fueron, y a pocos pasos que entraron por el callejón del monte, hallaron indios apercibidos para defenderles el paso; mas, como el callejón era tan estrecho, ni los fieles ni los infieles podían pelear, sino los dos delanteros de cada banda. Por lo cual, poniéndose dos españoles, los más bien armados en delantera con sus espadas y rodelas, y otros dos ballesteros y arcabuceros en pos de ellos, antecogieron los indios por todo lo que había de monte hasta salir al agua. Donde, como los unos y los otros se pudieron esparcir y derramar, hubo gran pelea y muchos y muy buenos tiros de una parte a otra, con muertes y heridas de ambas partes.

Por la mucha resistencia que los indios hicieron en el agua, no pudieron por entonces reconocer los cristianos cuánta fuese la hondura de ella, de lo cual dieron aviso al general, el cual fue en persona al socorro. Llevó consigo los mejores infantes del ejército. Los enemigos, asimismo, por su parte acudieron muchos más que los que antes había en la pelea; con los cuales se reforzó e hizo más cruel y sangrienta la batalla. Los unos y los otros andaban peleando, el agua a medios muslos y a la cinta, con mucha dificultad y aspereza que había para andar por ella, por las malezas de zarzas y matas y árboles caídos que hallaban debajo del agua; mas con todas estas contradicciones, viendo los españoles que no les convenía volver atrás sin haber reconocido el paso, hicieron gran ímpetu en los enemigos y los echaron de la otra parte del agua, y hallaron que toda se vadeaba a la cinta y a los muslos, salvo en medio de la canal, que por espacio de cuarenta pasos, por su mucha hondura, se pasaba por una puente hecha de dos árboles caídos y otros maderos atados unos con otros. Vieron también que, de la misma manera que por el monte, había un callejón debajo del agua, limpio de las matas y malezas que a una parte y a otra había fuera del callejón. Pasada la ciénaga de la otra parte fuera del agua había otro monte tan cerrado y espeso como el que hemos dicho que había destotra parte, por el cual tampoco se podía andar, sino por otro callejón y camino angosto, hecho a mano. Estos dos montes y la ciénaga, cada uno de por sí, tenía media legua de traviesa, de manera que en todo había legua y media.

El gobernador, habiendo reconocido bien el paso, y consideradas las dificultades que en él había, se volvió con los suyos a su alojamiento para ordenar, conforme a lo visto y notado, lo que el día siguiente se hubiese de hacer. Y habiendo consultado con los capitanes los inconvenientes y peligros que en el paso había, mandó apercibir cien hombres de los de a caballo, que por ser gente más bien armada que la infantería recibía siempre menos daño de las flechas, los cuales, tomando rodelas (porque no eran menester los caballos), fuesen a pie delante haciendo escudo a otros cien infantes, entre ballesteros y arcabuceros, que les habían de seguir en pos.

Mandó asimismo que todos ellos fuesen apercibidos de hachas y hocinos y otros instrumentos para desmontar un pedazo del monte que de la otra parte de la ciénaga había para alojamiento del ejército, porque, habiendo de pasar los españoles uno a uno, por ser el camino estrecho, y habiendo de resistirles el paso los enemigos, que tan feroces se habían mostrado aquel día, le pareció al gobernador imposible que su gente pudiese atravesar de claro en un día los dos montes de la ciénaga, por lo cual quiso apercibirse de alojamiento hecho a fuerza de brazos en el segundo monte, pues no lo podía haber de otra suerte.

Capítulo I. Ganan los españoles el paso de la ciénaga, y la mucha y brava pelea que hubo en ella

Con las prevenciones y orden que se ha dicho, llevando cada uno de los soldados en el seno la comida de aquel día, era un poco de maíz tostado o cocido sin otra cosa alguna, salieron del real doscientos españoles de los más escogidos que en él había, y dos horas antes que amaneciese entraron en el callejón del monte, y con todo el silencio posible, caminaron por él hasta llegar al agua donde, reconociendo la senda limpia de malezas que debajo de ella iba, la siguieron hasta la puente hecha de los árboles caídos y maderos atados que atravesaba lo más hondo de la canal de la ciénaga. La cual puente pasaron sin que indio alguno saliese a la defensa, porque les había parecido no osarían los españoles entrar de noche en la espesura del monte y hondura del agua y malezas que en ella había, con lo cual se habían descuidado de madrugar a defender el paso. Mas cuando vieron el día y sintieron que los cristianos habían pasado la puente, acudieron con grandísima furia, grita y alarido a la defensa de lo que del agua y ciénaga quedaba por pasar, que era un cuarto de legua, y con enojo que de sí mismos hubieron por haberse descuidado y dormido tanto, cargaron sobre los castellanos con gran ferocidad e ímpetu. Empero ellos iban bien apercibidos y estaban ganosos que aquella pelea no durase mucho tiempo; apretaron reciamente con los indios. Andaban los unos y los otros a la cinta en el agua. Echáronlos fuera de ella, encerráronlos en el callejón del segundo monte, el cual era tan cerrado y espeso que no podían los indios huir por él tendidos, sino a la hila, antecogidos por la senda angosta. Encerrados los indios en el callejón del monte, como por la estrechura de paso fuesen menester pocos españoles para lo defender, acordaron que los ciento y cincuenta de ellos entendiesen en desmontar el sitio para alojamiento del real y los otros cincuenta guardasen y defendiesen el paso, si los indios quisiesen venir a estorbar la obra, porque, como no había otro camino para entrar donde estaban los que rozaban el monte, sino por la senda o callejón, pocos cristianos que estuviesen al paso bastaban a defenderlo.

De esta manera estuvieron todo aquel día: los indios dando grita y alarido por inquietar con la vocería a sus enemigos ya que no podían con las armas y los castellanos trabajando unos en defender el paso, otros cortando el monte, otros quemando lo cortado porque no ocupase el sitio. Venida la noche, cada uno de los nuestros se quedó donde le tomó, sin dormir parte alguna de ella por los muchos sobresaltos y grita que los indios les daban.

Llegado el día, empezó a pasar el ejército, y, aunque no tuvo contradicción de los enemigos, la tuvo del mismo camino, que era muy estrecho, y de las malezas que en el agua había, que no les dejaban pasar como ellos quisieran, por lo cual les era forzoso caminar de uno en uno. Por esta dilación, que era mucha, hicieron harto aquel día en llegar todo el real a se alojar en lo desmontado. Donde la noche siguiente, por la vocería y sobresaltos que los enemigos daban, durmieron tan poco como la pasada. La comida para los que defendían el paso, la proveyeron pasándola de mano en mano, de unos a otros, hasta llegar a los delanteros.

Luego que amaneció, caminaron los españoles por el callejón del monte llevando antecogidos los indios, los cuales siempre les iban tirando flecha y retirándose poco a poco, no queriendo darles más lugar del que ellos pudiesen ganar a golpe de espada. Así caminaron la media legua que había de aquel monte cerrado y espeso. Saliendo de la espesura, entraron en otro monte más claro y abierto, por donde los indios, pudiendo esparcirse y entrar y salir por entre las matas, daban mucha pesadumbre a los castellanos, acometiéndolos por una parte y otra del camino, tirándoles muchas flechas, pero con orden y concierto, que cuando acometían los de una banda, no acometían los de la otra hasta que aquéllos se habían apartado, por no herirse unos a otros con las flechas que salían desmandadas, las cuales eran tantas que parecía lluvia que caía del cielo.

El monte que dijimos ser más claro, por donde ahora iban peleando indios y españoles, no lo era tanto que los caballos pudiesen correr por él, por lo cual andaban los infieles tan atrevidos, entrando y saliendo en los cristianos, que no hacían caso de ellos, y, aunque los ballesteros y arcabuceros salían a resistirles, los tenían en nada, porque mientras un español tiraba un tiro y armaba para otro, tiraba un indio seis y siete flechas, tan diestros son y tan a punto las traen que apenas han soltado una cuando tienen puesta otra en el arco.

Los pedazos de tierra limpia que había entre el monte por donde los caballos podían correr tenían los indios cerrados y atajados con largos maderos que iban atados de unos árboles a otros para asegurarse de los caballos, y lo que había de monte cerrado por donde los indios no podían andar lo tenían rozado a pedazos con entradas y salidas para poder ofender a los cristianos sin ser ofendidos de ellos.

Hicieron estas prevenciones con tiempo, porque sabían que, por ser el monte de la ciénaga tan cerrado como lo era, no habían de poder ofender a los castellanos como quisieran y pudieran si el monte fuera más abierto y claro, como el que ahora llevaban. Pues como se viesen con las ventajas que por causa del sitio a los españoles hacían, no dejaban de tentar y hacer cualquier diligencia, ardid o engaño que podían en ofensa de los cristianos, con ansia de los herir o matar.

Los castellanos por el monte atendían a defenderse de los enemigos más que no a ofenderlos, porque no podían aprovecharse de los caballos por el estorbo del monte, por lo cual iban fatigados de su propio coraje más que no de las armas de los contrarios. Los indios, viendo sus enemigos embarazados, los apretaban más y más por todas partes, con ansias y deseo de romperlos y desbaratarlos. Cobraban, por otras, nuevo ánimo y esfuerzo con la memoria y recordación de haber diez o once años antes, en esta misma ciénaga, aunque no en este paso, rompido y desbaratado a Pánfilo de Narváez. La cual hazaña recordaban a los españoles y a su general, diciéndole, entre otras desvergüenzas y denuestos, que de ellos y de él habían de hacer otro tanto.

Con las dificultades del camino y con las pesadumbres que los enemigos les daban, caminaron los españoles dos leguas que había de monte hasta salir a tierra limpia y rasa, donde, llegados que fueron, dando gracias a Dios que los hubiese sacado de aquella cárcel, soltaron las riendas a los caballos y mostraron bien el enojo que contra los indios llevaban, porque, en más de dos leguas que duraba la tierra limpia hasta llegar a las sementeras de maíz, no toparon indio que no prendiesen o matasen, principalmente a los que mostraban hacer alguna resistencia, de los cuales no escapó alguno. Así mataron muchos indios, que fue grande la mortandad de aquel día, y prendieron pocos, con lo cual vengaron estos castellanos la ofensa y daño que los de Apalache hicieron a Pánfilo de Narváez, y les desengañaron de la opinión y jactancia que de sí tenían, que habían de matar y destruir a estos castellanos como hicieron a los pasados.

Capítulo I. De la continua pelea que hubo hasta llegar al pueblo principal de Apalache

Pareciendo al gobernador Hernando de Soto que por aquel día se había hecho harto en haber salido de los montes, donde tanta contradicción había tenido, y en haber castigado en parte a los indios, no quiso pasar adelante, sino alojar su ejército en aquel llano, por ser tierra limpia de monte. El real se asentó cerca de un pueblo pequeño, del cual empezaba la poblazón y sementeras de la provincia de Apalache, tan nombrada y famosa en toda aquella tierra.

Los indios no quisieron reposar la noche siguiente, ni que los cristianos descansasen de los malos días y noches que después que llegaron a la ciénaga les habían dado, que en toda la noche cesaron de dar grita y vocería y arma y rebatos a todas horas, echando muchas flechas en el real. Con esta inquietud pasaron toda la noche los unos y los otros, sin llegar a las manos.

Venido el día, caminaron los españoles por unas grandes sementeras de maíz, frisoles y calabazas y otras legumbres, cuyos sembrados a una mano y a otra del camino se tendían por aquellos llanos a perderse de vista y de travesía tenían dos leguas. Entre las sementeras se derramaba gran poblazón de casas sueltas y apartadas unas de otras, sin orden de pueblo. De las casas y sementeras salían los indios a toda diligencia a flechar los castellanos, obstinados en el deseo y porfía que tenían de los matar o herir. Los cuales, enfadados de tanta pertinacia y enojados del coraje y rencor que les sentían, perdida la paciencia, sin alguna piedad, los alanceaban por los maizales por ver si con el rigor de las armas pudiesen domarlos o escarmentarlos, mas todo era en vano, porque tanto más parecía crecer en los indios el enojo y rabia que contra los cristianos tenían cuanto ellos más deseaban vengarse.

Pasadas las dos leguas de los sembrados, llegaron a un arroyo hondo, de mucha agua, y monte espeso que había de la una parte y otra de él. Era un paso bien dificultoso y que los enemigos lo tenían bien reconocido y prevenido para ofender en él a los castellanos. Los cuales, viendo las dificultades y defensas que el paso tenía, se apearon de los caballeros más bien armados y, a espada y rodela, y otros con hachas, ganaron el paso y derribaron las palizadas y barreras que había hechas para que los caballos no pudiesen pasar ni sus dueños ofenderles. Aquí cargaron los indios con grandísimo ímpetu y furor, poniendo su última esperanza de vencer a los cristianos en este mal paso por ser tan dificultoso, donde fue brava la pelea y hubo muchos españoles heridos y algunos muertos, porque los enemigos pelearon temerariamente haciendo como desesperados la última prueba; mas no pudieron salir con su mal deseo, porque los castellanos hubieron la victoria mediante el ánimo y esfuerzo que mostraron y la mucha diligencia que pusieron para que el daño no llegase a ser tan grande como habían temido recibir en paso tan dificultoso.

Pasado el arroyo, caminaron los castellanos otras dos leguas de tierra limpia de sembrados y poblazón. En ellas no acudieron los indios porque en campo raso no podían medrar con los caballos. Los cristianos se alojaron en aquel campo, que era limpio de monte, porque los indios, con el temor de los caballos, viéndolos fuera de monte, los dejasen dormir que, según los cuatro días y las tres noches pasadas habían velado y trabajado tenían necesidad de descanso. Mas aquella noche durmieron tan poco como las pasadas, porque los enemigos, fiados en la oscuridad de la noche, aunque en tierra limpia, no cesaron en toda ella de dar arma y rebatos por todas las partes del real, no dejando reposar los castellanos por no perder la opinión y reputación que los de esta provincia de Apalache entre todos sus vecinos y comarcanos habían ganado de ser los más valientes y guerreros.

El día siguiente, que fue el quinto después que pasaron la ciénaga, luego que empezó a caminar el ejército, se adelantó el gobernador con doscientos caballeros y cien infantes porque de los indios prisioneros supo que dos leguas de allí estaba el pueblo de Apalache y su cacique dentro con gran número de indios valentísimos esperando los castellanos para los matar y descuartizar a todos. Palabras son las mismas que los prisioneros dijeron al gobernador, que, aunque presos y en poder de sus enemigos, no perdían la bravosidad y presunción de ser naturales de Apalache. El general y los suyos corrieron las dos leguas alanceando cuantos indios a una mano y a otra del camino topaban. Llegaron al pueblo, hallaron que el curaca y sus indios lo habían desamparado. Los españoles, sabiendo que no iban lejos, los siguieron y corrieron otras dos leguas de la otra parte del pueblo, mas, aunque mataron y prendieron muchos indios, no pudieron alcanzar a Capasi, que así se llamaba el cacique. Este es el primero que hallamos con nombre diferente de su provincia. El adelantado se volvió al pueblo, que era de doscientas y cincuenta casas grandes y buenas, en las cuales halló alojado todo su ejército, y él se aposentó en las del cacique, que estaban a una parte del pueblo y, como casas de señor, se aventajaban a todas las demás.

Sin este pueblo principal, por toda su comarca, a media legua, y a una, y a legua y media, y a dos, y a tres, había otros muchos pueblos, los cuales eran de cincuenta y de a sesenta casas, y otros de a ciento, y de a más, y de a menos, sin otra multitud de casas que había derramadas sin orden de pueblo. El sitio de toda la provincia es apacible: la tierra fértil, con mucha abundancia de comida y gran cantidad de pescado, que, para su mantenimiento, los naturales todo el año pescan y guardan preparado.

El gobernador y sus capitanes y los ministros de la Hacienda Real, todos quedaron muy contentos de haber visto las buenas partes de aquella tierra y la fertilidad de ella, y, aunque todas las provincias que atrás habían dejado eran buenas, ésta les hacía ventaja, puesto que los naturales eran indómitos y temerariamente belicosos, como se ha visto y adelante veremos en algunos casos notables que, en particular y en general, entre los españoles e indios acaecieron en esta provincia, aunque por excusar prolijidad no los contaremos todos. Por los que se dijeren, se verá bien la ferocidad de estos indios de Apalache.

Capítulo V. Tres capitanes van a descubrir la comarca de Apalache y la relación que traen

Habiendo descansado el ejército algunos días y reparádose algún tanto del mucho trabajo pasado, aunque nunca en este tiempo faltaron las continuas armas y rebatos que de noche y día los enemigos daban, el gobernador envió cuadrillas de gente de a pie y de a caballo con capitanes señalados que entrasen quince y veinte leguas la tierra adentro a ver y descubrir lo que en la comarca y vecindad de aquella provincia había.

Dos capitanes entraron hacia la banda del norte por diversas partes, el uno llamado Arias Tinoco y otro Andrés de Vasconcelos, los cuales, sin que les hubiese acaecido cosa que sea de contar, volvieron, el uno a los ocho días y el otro a los nueve de como habían salido del real, y dijeron casi igualmente que habían hallado muchos pueblos con mucha gente y que la tierra era fértil de comida y limpia de ciénagas y montes bravos. Al contrario dijo el capitán Juan de Añasco, que fue hacia el sur, que había hallado tierra asperísima y muy dificultosa y casi imposible de andar por las malezas de montes y ciénagas que había hallado, y tanto peores cuanto más adelante iba a mediodía. De ver esta diferencia de tierras muy buenas y muy malas me pareció no pasar adelante sin tocar lo que Álvar Núñez Cabeza de Vaca, en sus Comentarios,escribe de esta provincia de Apalache, donde la pinta áspera y fragosa, ocupada de muchos montes y ciénagas, con ríos y malos pasos, mal poblada y estéril, toda en contra de lo que de ella vamos escribiendo, por lo cual, dando fe a lo que escribe aquel caballero, que es digno de ella, entendemos que su viaje no fue la tierra tan adentro como la que hizo el gobernador Hernando de Soto, sino más allegado en la ribera del mar, de cuya causa hallaron la tierra tan áspera y llena de montes y malas ciénagas, como él dice, que lo mismo halló y descubrió, como luego veremos, el capitán Juan de Añasco, que fue del pueblo principal de Apalache a descubrir la mar, el cual hubo gran ventura en no perderse muchas veces, según la mala tierra que halló. El pueblo que Cabeza de Vaca nombra Apalache, donde dice que llegó Pánfilo de Narváez, entiendo que no fue este principal que Hernando de Soto descubrió, sino otro alguno de los muchos que esta provincia tiene, que estaría más cerca de la mar, y, por ser de su jurisdicción se llamaría Apalache como la misma provincia, porque en el pueblo que hemos dicho que era cabeza de ella se halló la que hemos visto. También es de advertir que mucha parte de la relación que Álvar Núñez escribe de aquella tierra es la que los indios le dieron, como él mismo lo dice, que aquellos castellanos no la vieron porque, como eran pocos y casi o del todo rendidos, no tuvieron posibilidad para hollarla y verla por sus ojos ni para buscar de comer y así los más se dejaron morir de hambre. Y en la relación que le daban es de creer que los indios dirían antes mal que bien de su patria, por desacreditarla para que los españoles perdieran el deseo de ir a ella, y con esto no desdice nuestra historia a la de aquel caballero.

Capítulo V. De los trabajos que pasó Juan de Añasco para descubrir la costa de la mar

Dijimos que uno de los capitanes que fueron a descubrir la comarca de Apalache fue Juan de Añasco. Pues para que se sepa más en particular el trabajo que pasó, es de saber que llevó cuarenta caballos y cincuenta peones. Con él fue un caballero, deudo de la mujer del gobernador, que había nombre Gómez Arias, gran soldado, y, dondequiera que se hallaba, era de mucho provecho, porque con su buena soldadesca y mucha industria y buen consejo y con ser grandísimo nadador (cosa útil y necesaria para las conquistas), facilitaba las dificultades que en agua y tierra se le ofrecían. Había sido esclavo en Berbería, donde aprendió la lengua morisca, y la habló tan propiamente que de muchas leguas la tierra adentro salió a una frontera de cristianos sin que los moros que le topaban echasen de ver que era esclavo. Este caballero y la gente que hemos dicho fueron con Juan de Añasco hacia el mediodía a descubrir la mar, que había nueva que estaba menos de treinta leguas de Apalache. Llevaron un indio que los guiase, el cual se había ofrecido a los guiar haciendo mucho del fiel y muy amigo de los cristianos.

En dos jornadas de a seis leguas que anduvieron de muy buen camino, ancho y llano, llegaron a un pueblo llamado Aute; halláronlo sin gente, pero lleno de comida. En este camino, pasaron dos ríos pequeños y de buen paso.

Del pueblo de Aute salieron en seguimiento de su demanda, llevando comida para cuatro días. El segundo día que caminaron por el mismo camino ancho y bueno, empezó el indio que los guiaba a malear, pareciéndole que era mal hecho hacer buena guía a sus enemigos. Con esto los sacó del camino llano y bueno que hasta allí habían llevado y los metía por unos montes espesos y cerrados, de mucha aspereza, con muchos árboles caídos, sin camino ni senda, y algunos pedazos de tierra, que se hallaban como navazos sin monte, era de suyo tan cenagosa que los caballos y peones se hundían en ella, y por cima estaba cubierta de hierba y parecía tierra firme, que se podía andar seguramente por ella. Hallaron en este camino, o monte, por mejor decir, un género de zarzas con ramas largas y gruesas que se tendían por el suelo y ocupaban mucha tierra; tenían unas púas largas y derechas que a los caballos y a la gente de a pie lastimaba cruelmente, y, aunque quisiesen guardarse de estas malas zarzas, no les era posible porque había muchas y estaban entre dos tierras tendidas y cubiertas con cieno, o con arena, o con agua. Con estas dificultades, y otras cuales se pueden imaginar, anduvieron estos castellanos descaminados cinco días, dando vueltas a unas partes y a otras, por donde el indio, según su antojo, quería llevarlos para burlar de ellos o meterlos donde no saliesen.

Cuando se les acabó la comida que sacaron del pueblo Aute, acordaron volverse a él para tomar más provisión y porfiar en su demanda. Al volver para Aute pasaron más trabajo en el camino que a la ida, porque les era forzoso desandar lo andado por los mismos pasos por no perderse y, como hallasen la tierra ya hollada del camino pasado, atollaban los caballos, y aun los infantes, más que cuando estaba fresca.

En estas dificultades y trabajos, bien entendían los castellanos que el indio, a sabiendas, los traía perdidos, porque tres veces se hallaron por aquellos montes tan cerca de la mar que oían la resaca de ella. Mas el indio, luego que la sentía, volvía a meterlos la tierra adentro con deseo de entramparlos donde no pudiesen salir y pereciesen de hambre, y, aunque él muriese con ellos, se daba por contento a trueque de matarlos. Todo esto sentían los cristianos, mas no osaban dárselo a entender por no le dañar más de lo que de suyo lo estaba y también porque no llevaban otra guía.

Vueltos a Aute, donde llegaron muertos de hambre como gente que había cuatro días que no habían comido sino hierbas y raíces, tomaron bastimento para otros cinco o seis días, que lo había en el pueblo en gran abundancia, y volvieron a su descubrimiento, no por mejores caminos que los pasados, sino por otros peores, si peores podían ser o si la diligencia y malicia de la guía los hallaba como los deseaba.

Una noche de las que durmieron en los montes, el indio, que se le hacía largo el plazo de matar los cristianos, no lo pudiendo sufrir, tomó un tizón de fuego y dio con él a uno de ellos en la cara y se la maltrató. Los demás soldados quisieron matarlo por la desvergüenza y atrevimiento que había tenido, mas el capitán lo defendió diciendo que le sufriesen algo, que era guía y no tenían otra. Vueltos a reposar, donde a una hora hizo lo mismo a otro castellano. Entonces, por castigo, le dieron muchos palos, coces y bofetadas, mas el indio no escarmentó, que, antes que amaneciese, sacudió a otro soldado con otro tizón. Los españoles ya no sabían qué hacer de él. Por entonces se contentaron con darle muchos palos, y entregarlo por la cadena en que iba atado a uno de ellos mismos, para que tuviese particular cuidado de él.

Luego que amaneció volvieron a caminar bien lastimados de la mucha aspereza del camino pasado y del presente y enfadados de la maldad de la guía. El cual, a poco trecho que hubieron caminado, viéndose en poder de sus enemigos sin los poder matar ni huirse de ellos, desesperado de la vida, arremetió con el soldado que lo llevaba asido por la cadena y, abrazándolo por detrás, lo levantó en alto y dio con él tendido en el suelo, y, antes que se levantase, saltó de pies sobre él y le dio muchas coces. Los castellanos y su capitán, no pudiendo ya sufrir tanta desvergüenza, le dieron tantas cuchilladas y lanzadas que lo dejaron por muerto; aunque se notó una cosa extraña, y fue que las espadas y hierros de las lanzas entraban y cortaban en él tan poco que parecía encantado, que muchas cuchilladas hubo que no le hicieron más herida que el verdugón que suele hacer una vara de membrillo o de acebuche cuando dan con ella. De lo cual, enojado Juan de Añasco, se levantó sobre los estribos, y a toda su fuerza, tomando la lanza con ambas manos, le dio una lanzada y, con ser hombre robusto y fuerte, no le metió med[i]o hierro de lanza, de que, habiéndolo notado los españoles, se admiraron todos y le echaron un lebrel para que lo acabase de matar y se encarnizase y cebase en él. Así quedó el indio pérfido y malvado como él merecía.

Capítulo I. El capitán Juan de Añasco llegó a la bahía de Aute, y lo que halla en ella

No se habían apartado los castellanos cincuenta pasos del indio, que entendían que quedaba muerto y comido del perro, cuando oyeron dar grandes aullidos al lebrel, quejándose como si lo mataran. Los nuestros acudieron a ver qué era y hallaron que el indio, con el poco espíritu que le quedaba, le había metido los dedos pulgares por un lado y otro de la boca y se la rasgaba sin que el perro se pudiese valer. Uno de los españoles, viendo esto, le dio muchas estocadas, con que acabó de matarlo, y otro con un cuchillo de monte que llevaba, le cortó las manos, y después de cortadas no podía desasirlas de la boca del perro, tan fuertemente lo había asido.

Con este suceso volvieron los españoles a su camino, admirados que un indio solo hubiese sido parte para haberles dado tanta pesadumbre, mas, como no supiesen a qué parte echar, estaban confusos, sin saber qué hacer. En esta confusión les socorrió la ventura con un indio que en el camino pasado, cuando volvieron al pueblo Aute, habían preso y lo habían traído siempre consigo, y aunque es verdad que antes de la muerte del indio guía los españoles le habían preguntado muchas veces si sabía el camino para ir a la mar, nunca había respondido palabra alguna, haciéndose mudo, porque el otro le había amenazado con la muerte si hablaba. Viendo, pues, ahora quitado el impedimento y que estaba cerca, porque de donde estaban oían los embates misma muerte que al otro, habló y respondió a lo que entonces le preguntaron, y, por señas y algunas palabras que se dejaban entender, dijo que los llevaría a la mar, al mismo lugar donde Pánfilo de Narváez había hecho sus navíos y donde se había embarcado, mas que era menester volver al pueblo Aute porque de allí se tomaba el camino derecho para la mar. Y, aunque los españoles le dijeron que mirase que estaba cerca, porque de donde estaba oían los embates y resaca de ella, respondió que jamás en toda la vida llegarían a la mar por donde ellos pensaban y el otro indio los llevaba, por las muchas ciénagas y maleza de montes que había en medio, por lo cual era forzoso volver al pueblo Aute. Con esta relación volvieron los castellanos al pueblo, habiendo gastado en este segundo viaje cinco días, y diez en el primero, con mucho trabajo de sus personas y con pérdida de los quince días, que era lo que ellos más sentían, por la pena que el gobernador tendría de su tardanza.

Volviendo, pues, al pueblo, Gómez Arias y Gonzalo Silvestre, que iban delante descubriendo la tierra, prendieron dos indios que hallaron cerca del pueblo. Los cuales, preguntados si los sabrían guiar a la mar, dijeron que sí y en todo conformaron con lo que había dicho el indio que traían preso. Con estas esperanzas reposaron aquella noche los españoles, con algún más contento que las quince pasadas.

El día siguiente los tres indios guiaron a los cristianos por un camino llano, limpio y apacible por entre unos rastrojos grandes y buenos. Saliendo de ellos, iba el camino más ancho y abierto, y en todo él no hallaron mal paso, sino una ciénaga angosta y fácil de pasar, que no atollaban los caballos a las cuartillas. Habiendo caminado poco más de dos leguas, llegaron a una bahía muy ancha y espaciosa, y, andando por su ribera, llegaron al sitio donde Pánfilo de Narváez estuvo alojado; vieron dónde tuvo la fragua en que hizo la clavazón para sus barcas; hallaron mucho carbón en derredor de ella; vieron asimismo unas vigas gruesas, cavadas como artesas, que habían servido de pesebres para los caballos.

Los tres indios mostraron a los españoles el sitio donde los enemigos mataron diez cristianos de los de Narváez, como en su historia también lo cuenta Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Trajéronlos paso por paso por todos los que Pánfilo de Narváez anduvo; señalaban los puestos donde tal y tal suceso había pasado. Finalmente, no dejaron cosa de las notables que Pánfilo de Narváez hizo en aquella bahía de que no diesen cuenta por señas y palabras bien y mal entendidas y algunas dichas en castellano, que los indios de toda aquella costa se precian mucho de saber la lengua castellana y con toda diligencia procuran aprender siquiera palabras sueltas, las cuales repiten muchas veces.

El capitán Juan de Añasco y sus soldados anduvieron con gran diligencia mirando si en los huecos de los árboles hallaban metidas algunas cartas o en las cortezas de ellos escritas algunas letras que declarasen cosas de las que los pasados hubiesen visto y notado, porque ha sido cosa usada y muy ordinaria dejar los primeros descubridores de nuevas tierras semejantes avisos para los venideros, los cuales avisos muchas veces han sido de gran importancia, mas no pudieron hallar cosa alguna de las que deseaban. Hecha esta diligencia, siguieron la costa de la bahía hasta la mar, que estaba tres leguas de allí, y, con la menguante de ella, entraron diez o doce nadadores en unas canoas viejas que hallaron echadas al través y sondaron el fondo que la bahía tenía en medio de su canal. Halláronla capaz de gruesos navíos. Entonces pusieron señales en los árboles más altos que por allí había para que los que viniesen costeando por la mar reconociesen aquel sitio, que era el mismo donde Pánfilo de Narváez se embarcó en sus cinco barcas, tan desgraciadas que ninguna de ellas salió a luz. Hechas las prevenciones que hemos dicho, y llevándolas, por escrito para que no errasen el puesto los que fuesen a él, se volvieron al real y dieron cuenta al gobernador de todo lo sucedido y de lo que dejaban hecho. El general holgó mucho de verlos porque estaba con cuidado de su tardanza y recibió contento de saber que había puerto para los navíos.

Capítulo I. Apercíbense treinta lanzas para volver a la bahía de Espíritu Santo

Entretanto que los tres capitanes descubridores fueron y vinieron con la relación de lo que cada uno de ellos había visto y descubierto, el gobernador Hernando de Soto no holgaba ni reposaba, antes, con todo cuidado y vigilancia, entre sí mismo andaba estudiando y previniendo lo que a su ejército convenía. Viendo, pues, que el invierno se acercaba (que esto era ya por octubre), le pareció por aquel año no pasar adelante en su descubrimiento, sino invernar en aquella provincia de Apalache donde había mucho bastimento. Imaginaba enviar por el capitán Pedro Calderón y los demás españoles que con él quedaron en la provincia de Hirrihigua que viniesen a juntarse con él, porque donde estaban no hacían cosa alguna de importancia.

Con estos propósitos mandó recoger todo el bastimento que fuese posible. Mandó hacer muchas casas, sin las que el pueblo tenía, para que hubiese alojamiento acomodado para todos sus soldados. Hizo fortificar el sitio, lo que le pareció que convenía, para la seguridad de su gente. No cesó en este tiempo de enviar mensajeros a Capasi, señor de aquella provincia, con dádivas y buenas palabras, rogándole saliese de paz y fuese su amigo. El cual no quiso aceptar partido alguno, antes se hizo fuerte en un monte muy áspero, lleno de ciénagas y malos pasos, que tomó para defensa y guarida de su persona.

Ordenadas y proveídas las cosas dichas, mandó el gobernador apercibir al contador Juan de Añasco para que volviese a la provincia de Hirrihigua, por parecerle que este caballero era el capitán más venturoso, que mejores suertes había hecho desde el principio de esta jornada que otro alguno de los suyos, y que hombre tal, con las demás buenas partes que tenía de soldado, era menester para pasar por los peligros y dificultades a que le ofrecía. Con esta consideración le dio orden para que con otras veinte y nueve lanzas que se apercibieron, y la suya treinta, volviese al pueblo de Hirrihigua por el mismo camino que el ejército había traído para que el capitán Pedro Calderón y los demás soldados que con él estaban supiesen lo que su general les mandaba.

Provisión fue muy rigurosa para que los que habían de volver casi ciento y cincuenta leguas de tierra poblada de valientes y crueles enemigos, ocupada con ríos caudalosos, con montes, ciénagas y malos pasos, donde, pasando todo el ejército, se había visto en grandes peligros, cuánto más ahora que no iban más de treinta lanzas y habían de hallar los indios más apercibidos que cuando el gobernador pasó, y, por las injurias recibidas, más airados y deseosos de vengarse.

Mas todo esto no bastó para que los treinta caballeros apercibidos rehusasen la jornada, antes se ofrecieron a la obediencia con toda prontitud. Los cuales, porque fueron hombres de tanto ánimo y esfuerzo, y que pasaron tantos trabajos, peligros y dificultades, como veremos, será justo queden nombrados y se pongan los nombres de los que la memoria ha retenido. Los que faltaren me perdonen y reciban mi buena voluntad, que yo quisiera tener noticia no solamente de ellos, sino de todos los que fueron en conquistar y ganar el nuevo mundo, y quisiera alcanzar juntamente la facundia historial del grandísimo César para gastar toda mi vida contando y celebrando sus grandes hazañas, que cuanto ellas han sido mayores que las de los griegos, romanos y otras naciones tanto más desdichados han sido los españoles en faltarles quien las escribiese, y no ha sido poca desventura la de estos caballeros que las suyas viniesen a manos de un indio, donde saldrán antes menoscabadas y aniquiladas que escritas como ellas pasaron y merecen. Mas, con haber hecho todo lo que pudiere, habré cumplido con esta obligación, pues para servirles me cupo más caudal de deseos que de fuerzas y habilidad.

Los caballeros apercibidos fueron: el contador y capitán Juan de Añasco, natural de Sevilla; Gómez Arias, natural de Segovia; Juan Cordero y Álvaro Fernández, naturales de Yelves; Antonio Carrillo, natural de Illescas (éste fue uno de los trece que con Francisco Hernández Girón se alzaron con el Cozco el año de mil y quinientos y cincuenta y tres); Francisco de Villalobos y Juan López Cacho, vecinos de Sevilla; Gonzalo Silvestre, natural de Herrera de Alcántara; Juan de Espinosa, natural de Úbeda; Hernando Atanasio, natural de Badajoz; Juan de Abadía, vizcaíno; Antonio de la Cadena y Francisco Segredo, naturales de Medellín; Bartolomé de Argote y Pedro Sánchez de Astorga, naturales de Astorga; Juan García Pechudo, natural de Alburquerque; Pedro Morón, mestizo, natural de la ciudad de Bayamo, de la isla de Cuba. Este soldado tuvo una gracia rarísima, que venteaba y sacaba por rastro más que un perro ventor, que muchas veces le acaeció en la isla de Cuba, saliendo él y otros a buscar indios alzados o huidos, sacarlos por el rastro de las matas o huecos de árboles o cuevas en que se habían escondido. Sentía asimismo el fuego por el olor a más de una legua, que muchas veces en este descubrimiento de la Florida, sin que hubiese visto candela ni humo, decía a los compañeros: «Apercibíos, que hay fuego cerca de nosotros». Y lo hallaba a media legua y a una legua. Era grandísimo nadador, como atrás dejamos dicho. Fue con él su compañero y compatriota Diego de Oliva, mestizo, natural de la isla de Cuba.

Capítulo I. Lo que hicieron los treinta caballeros hasta llegar a Vitachuco, y lo que en ella hallaron

Estos veinte caballeros, y otros diez, cuyos nombres faltan para el número treinta, salieron del pueblo de Apalache a los veinte de octubre del año mil y quinientos y treinta y nueve para ir a la provincia de Hirrihigua donde Pedro Calderón quedó. Llevaron el orden que adelante se dirá [de] lo que en mar y tierra habían de hacer.

Fueron todos muy a la ligera, no más que con las celadas y cotas sobre los vestidos y sus lanzas en las manos y sendas alforjas en las sillas con algún herraje y clavos y con el bastimento que en ellas podía caber para caballos y caballeros.

Salieron del real buen rato antes que amaneciese y, porque la fama de su ida no les pasase adelante y con ella se apercibiesen los indios para salirles a tomar los pasos, caminaron a toda buena diligencia, corriendo donde les convenía correr. Este día alancearon dos indios que toparon en el camino; matáronlos porque, con algún alarido, no apercibiesen los que había derramados por el campo. Con este cuidado de que no fuere la nueva adelante, caminaron siempre; así anduvieron aquel día las once leguas que hay de Apalache hasta la ciénaga, la cual pasaron sin contradicción de enemigos, que no fue poca ventura, porque pocos indios que vinieran bastaran a flecharles los caballos en camino tan angosto como el que había en el monte y en el agua.

Durmieron los españoles en el llano, fuera de todo el monte, habiendo corrido y caminado aquel día más de trece leguas; mientras descansaban, se velaban por tercios de diez en diez, como atrás hemos dicho.

Antes que fuese de día, salieron en seguimiento de su viaje y caminaron las doce leguas que hay de despoblado desde la ciénaga de Apalache hasta el pueblo de Osachile. Iban con temor no supiesen los indios de su ida y saliesen a estorbarles el paso, por lo cual se fueron deteniendo para que anocheciese y cerca de la media noche pasaron por el pueblo, corriendo a media rienda. Una legua adelante del pueblo apartados del camino, descansaron lo que de la noche les quedaba, velándose, como hemos dicho, por tercios. Este día caminaron más de otras trece leguas.

Al romper del alba siguieron su viaje, corriendo a media rienda porque había gente por los campos, que esto hacían siempre que iban por tierra poblada porque la nueva de su ida no les pasase adelante, que era lo que más temían. Así corrieron las cinco leguas que hay de donde durmieron hasta el río de Osachile, a costa de los caballos, y ellos eran tan buenos que lo sufrían todo. Llegando cerca del río, Gonzalo Silvestre, que, por haber dado más prisa a su caballo que los otros, iba delante, llegó a darle vista con harto temor si lo hallaría más crecido que cuando el ejército pasó por él. Fue Dios servido que antes trajese ahora menos agua que entonces. Con el contento de verlo así se arrojó a él y lo pasó a nado y salió al llano de la otra parte. Cuando sus compañeros lo vieron en la otra ribera hubieron mucho placer, porque todos llevaban el mismo temor de hallar el río crecido. Pasáronlo sin desgracia alguna. Por fiesta y regocijo de haber pasado el río, se pusieron a almorzar. Luego caminaron a paso moderado las cuatro leguas que hay desde el río de Osachile hasta el pueblo de Vitachuco, donde pasó la temeridad del cacique Vitachuco.

Los castellanos iban con recelo de hallar el pueblo Vitachuco como lo habían dejado, y temían si habían de pelear con los moradores de él y ganar el paso a fuerza de brazos, donde podía acaecer que matasen o hiriesen algún hombre o caballo, la cual desgracia les sería doblarles el trabajo y dificultades del camino, por lo cual consultaron entre todos que ninguno se detuviese a pelear, sino que todos procurasen pasar adelante sin detenerse. Con esta determinación llegaron al pueblo, donde perdieron la congoja que llevaban, porque lo hallaron todo quemado y asolado, las paredes derribadas por tierra y los cuerpos de los indios que murieron el día de la batalla, y los que mataron el día que el cacique Vitacucho dio la puñada al gobernador, estaban todos por aquellos campos amontonados, que no habían querido enterrarlos. Al pueblo, como después decían los indios, desampararon y destruyeron por estar fundado en sitio infeliz y desdichado, y a los indios muertos, por hombres mal afortunados que no habían salido con su pretensión, los dejaron sin sepultura para manjar de aves y bestias fieras, que entre ellos era este castigo de gran infamia y se daba a los desdichados y desventurados en armas, como a gente maldita y descomulgada, según su gentilidad. Y así lo dieron a este pueblo y a los que en él murieron, porque les pareció que la desgracia en él sucedida la había causado más la infelicidad del sitio y la mala fortuna de los muertos que no el esfuerzo y valentía de los españoles, pues eran tan pocos en número contra tantos y tan valientes indios.

Capítulo X. Prosigue el viaje de las treinta lanzas hasta llegar al río de Ochile

Admirados los españoles de lo que habían visto, pasaron por el pueblo, y, apenas habían salido de él, cuando hallaron dos indios gentileshombres que con sus arcos y flechas andaban cazando descuidados de ver cristianos aquel día, mas, como los vieron asomar, se recogieron debajo de un nogal muy grande que allí cerca había. El uno de ellos, no fiando mucho de la guarida, salió huyendo del árbol y fue a meterse en un monte que estaba a un lado del camino. Dos castellanos, bien contra la voluntad de su capitán, salieron a través y, antes que el indio llegase al monte, lo alancearon, hazaña bien pequeña para dos caballeros.

Al otro indio, que tuvo más ánimo y esperó debajo del árbol, le sucedió mejor, porque a los osados, como a gente que lo merece, favorece la fortuna. El cual, poniendo una flecha en el arco, hizo rostro a todos los españoles que uno en pos de otro iban corriendo a media rienda, e hizo muestra de tirarla si se le acercasen. Algunos de ellos enojados del atrevimiento y desvergüenza del indio, o envidiosos de ver un ánimo y osadía tan rara y extraña, quisieron apearse y acometerle a pie con las lanzas en las manos, mas Juan de Añasco no lo consintió diciendo que no era valentía ni cordura, por matar un temerario y desesperado, aventurar que el indio matase o hiriese alguno de ellos o de sus caballos en tiempo que tanta necesidad tenían de ellos y donde tan mal recaudo llevaban para curar las heridas.

Diciendo estas palabras, como iba guiando a los demás, hizo un gran cerco apartándose del indio y del camino que pasaba cerca del árbol donde estaba porque el enemigo no les tirase al pasar e hiriese algún caballo, que era lo que más temían. El indio, con la flecha puesta en el arco, como iba pasando el español, le iba apuntando al rostro, amenazando tirarle y, habiendo pasado el primero, hacía lo mismo al segundo y al tercero y a los demás, como iban por su orden, y con estos ademanes estuvo hasta que pasaron todos, y cuando vio que no le habían acometido, antes se habían apartado y huido de él, empezó a darles grita con palabras afrentosas, diciéndoles: «Cobardes, pusilánimes, apocados, que treinta de a caballo no habéis osado acometer a uno de a pie». Con estas bravatas se quedó debajo de su árbol con más honra que ganaron todos los de la Fama. Así lo decían los castellanos con demasiada envidia que le habían, los cuales pasaron adelante, corridos de la grita que el indio les daba. En esto oyeron una gran vocería y alarido que los indios que estaban por los campos, a una parte y a otra del camino, daban apellidándose unos a otros para atajarles el camino.

Los españoles se libraron de este peligro, y de otros semejantes, con la ligereza de los caballos, corriendo siempre y dejando los enemigos atrás. Este día, que fue el tercero de su camino, ya bien de noche, llegaron a un buen llano, limpio de monte, donde descansaron, habiendo corrido y caminado aquel día diez y siete leguas, las últimas ocho por la provincia de Vitachuco.

El cuarto día caminaron otras diez y siete leguas, todas por la provincia de Vitachuco. Los naturales de ella, como estaban lastimados y ofendidos de la batalla pasada, viéndolos ahora pasar por su tierra y que eran pocos, deseaban vengarse de ellos con matarlos, para lo cual se ponían en paradas y se iban dando la palabra de uno a otro para pasar adelante la nueva de la ida de los españoles y convocar alguna gente para los atajar y tomar algún paso estrecho. Los nuestros, sintiendo la intención de los indios, pusieron tanta diligencia tras ellos que ninguno que pretendió ser mensajero se les escapó, y así alancearon este día siete indios. Al anochecer llegaron a un llano, limpio de monte, donde les pareció descansar, porque no sintieron ruido de indios que hubiese por el campo.

A poco más de media noche, salieron de esta dormida y al salir del sol, habiendo caminado cinco leguas, llegaron al río de Ocali, donde dijimos habían flechado los indios al lebrel Bruto. Iban los castellanos con alguna esperanza de hallar el río con menos agua que cuando lo pasaron, como habían hallado el de Osachile, mas sucedioles muy en contra, porque, buen rato antes que llegasen a él, vieron las barrancas, con ser, como dijimos, de dos picas en alto, todas cubiertas de agua, y que trasvertía fuera de ellas en el llano. El río venía tan feroz, tan turbio y bravo, con tantos remolinos por todas partes, que sólo mirarle ponía espanto, cuánto más haberlo de pasar a nado. A esta dificultad y peligro se añadió otro mayor, que fue el alarido y vocería que los indios de la una parte y la otra del río levantaron en viendo asomar los cristianos, apellidándose unos a otros para matarlos al pasar del río.

Los españoles, viendo que en su buen ánimo, esfuerzo y diligencia estaba el remedio de sus vidas, en un punto tomaron acuerdo de lo que en aquel peligro debían hacer y, como si lo trajeran prevenido y todos fueran capitanes, mandaron, nombrándose unos a otros por sus nombres, que doce de ellos, que eran los mejores nadadores, con solas las celadas y cotas sobre las camisas (sin llevar otra más ropa por no estorbar el nadar a los caballos), y las lanzas en las manos, se echasen al río para tomar la otra ribera antes que los indios llegasen a ella, porque en ella, por haber más y acudir toda la del pueblo, había más peligro y era necesario tenerla desembarazada y libre, porque al pasar nadando los castellanos no los flechasen a su salvo los indios. Viendo, pues, los doce nombrados el peligro tan eminente en que iban, esforzándose unos a otros, dijeron todos a una: «Salga el que saliere y muera el que muriere, que ya vemos que no se puede hacer otra cosa». Mandaron asimismo que catorce de ellos, con toda diligencia, cortasen cinco o seis palos gruesos de los árboles que por la ribera había caídos y secos y de ellos hiciesen balsa en que pasasen las sillas, ropa y alforjas y los españoles que no sabían nadar, y los cuatro que restan procurasen resistir los indios que destotra parte, por río arriba y abajo, acudían a toda furia a estorbarles el paso.

Como lo ordenaron así lo pusieron por obra en un punto los doce nombrados para pasar de la otra parte del río. Desembarazándose de la ropa, se echaron luego al agua y, con buen suceso, salieron los once de ellos a tierra por un gran portillo que en la barranca había. El doceno, que fue Juan López Cacho, no acertó a tomar la salida porque su caballo decayó algún tanto del portillo y, no pudiendo cortar la furia del agua para arribar a tomar la salida, se dejó ir el río abajo a ver si había otro portillo por do salir y, aunque procuró muchas veces subir la barranca para tomar tierra, no le fue posible por ser la barranca tan cortada como una pared y no hallar el caballo dónde afirmar los pies, por lo cual tuvo necesidad de volver a estotra ribera y, como el caballo hubiese nadado tanto tiempo sin descansar, iba muy fatigado. Juan López pidió socorro a los compañeros que cortaban la madera para la balsa. Cuatro de ellos, grandes nadadores, viendo el peligro en que venía, se echaron al agua y a él y a su caballo sacaron a tierra en salvamento, que no fue poca ventura según venían fatigados de lo que habían trabajado. Donde los dejaremos por decir lo que el gobernador hizo entretanto en Apalache.

Capítulo X. El gobernador prende al curaca de Apalache

El adelantado Hernando de Soto no estaba ocioso mientras el contador y capitán Juan de Añasco y los treinta caballeros que con él iban hacían el viaje que hemos dicho. Antes, sintiendo los indios de la provincia de Apalache, donde él estaba, con la ansia y cuidado que hemos visto de matar o herir a los castellanos, y que no perdían ninguna ocasión que para poderlo hacer de día o de noche se les ofrecía, pareciéndole que si pudiese haber a las manos al cacique cesarían luego las asechanzas y traiciones de sus indios, puso gran diligencia, en secreto, por saber dónde estaba el curaca, y, en pocos días, le trajeron nueva cierta que estaba metido en unas grandes montañas de mucha aspereza, donde, aunque no estaba más de ocho leguas del real, le pareció al cacique estar seguro, así por la mucha maleza y dificultad del camino, monte y ciénagas que en él había, como por la fortaleza del sitio y por la mucha y buena gente que para su defensa consigo tenía.

Con esta nueva cierta quiso el general hacer la jornada por su propia persona y, tomando los caballos e infantes necesarios, guiado por las mismas espías, fue donde el cacique estaba y, habiendo caminado las ocho leguas en tres días y pasado mucho trabajo por las dificultades del camino, llegó al puesto. Los indios lo tenían fortificado en esta manera, en medio de un monte grandísimo y muy cerrado, tenían rozado un pedazo, donde el curaca y sus indios tenían su alojamiento. Para entrar a esta plaza tenían por el mismo monte abierto un callejón angosto y largo de más de media legua. Por todo este callejón, a trechos de cien a cien pasos, tenían hechas fuertes palizadas con maderos gruesos que atajaban el paso; en cada palenque había gente de guarnición, señalada por sí para que la defendiese. No tenían hecha salida para salir por otra parte de este fuerte por parecerles que el sitio, aunque los españoles llegasen a él, era de suyo tan fuerte, y la gente para su defensa tanta y tan valiente, que era imposible que lo ganasen. Dentro en él estaba el cacique Capasi, bien acompañado de los suyos, y ellos con ánimo de morir todos antes que ver su señor en poder de sus enemigos.

Llegado el gobernador a la boca del callejón, halló la gente bien apercibida para su defensa. Los castellanos pelearon bravamente porque, como el callejón era angosto, no podían pelear más de los dos delanteros. Con este trabajo a puro golpe de espada, recibiendo muchos flechazos, ganaron la primera palizada y la segunda. Mas como fuese menester cortar las maromas de mimbres y otras sogas con que los indios tenían atados los maderos atravesados, mientras las cortaban, recibían mucho daño de los enemigos. Empero, con todas estas dificultades ganaron el tercer palenque y los demás hasta el último, aunque los indios pelearon tan obstinadamente que por la mucha resistencia que hacían, ganaban los españoles el callejón palmo a palmo hasta que llegaron donde estaba el curaca en lo desmontado.

Allí fue grande la batalla porque los indios, viendo a su señor en peligro de ser muerto o preso, peleaban como desesperados y se metían por las espadas y lanzas de los españoles para los herir o matar cuando de otra manera no podían. Los cristianos, por otra parte, viendo tan cerca la presa que deseaban, por no perder lo trabajado, hacían peleando todo lo posible porque el cacique no se les fuese. En esta porfía y combate estuvieron mucho espacio indios y españoles, mostrando los unos y los otros la fortaleza de sus ánimos, aunque los indios, por falta de las armas defensivas, llevaban lo peor. El gobernador, que deseaba ver al cacique en su poder, sintiéndole tan cerca, peleaba por su persona como muy valiente soldado que era y, como buen capitán, animaba a los suyos nombrándolos a voces por sus nombres. Con lo cual los españoles hicieron grandísimo ímpetu e hirieron a los enemigos con tanta ferocidad y crueldad que casi los mataron todos.

Los indios, habiendo hecho para gente desnuda más de lo que habían podido, esos pocos que quedaron, porque los españoles a vueltas de ellos no matasen al cacique, viendo que ya no podían defenderle, y también porque el mismo curaca a grandes voces se lo mandaba, soltaron las armas y se rindieron y, puestos de rodillas ante el gobernador, le suplicaron todos a una perdonase a su señor Capasi y a ellos mandase matar. El general recibió a los indios piadosamente y les dijo que a su señor y a todos ellos perdonaba la inobediencia pasada, con que adelante fuesen buenos amigos.

El cacique vino en brazos de sus indios porque no podía andar por sus pies. Llegó a besar las manos al gobernador, el cual lo recibió con mucha afabilidad, muy contento de verlo en su poder. Era Capasi hombre grosísimo de cuerpo, tanto que, por la demasiada gordura y por los achaques e impedimentos que ella suele causar, estaba de tal manera impedido que no podía dar solo un paso ni tenerse en pie. Sus indios lo traían en andas doquiera que hubiese de ir, y lo poco que andaba por su casa era a gatas. Y ésta fue la causa de no haberse alejado Capasi más de lo que se apartó del alojamiento de los españoles, entendiendo que bastaba la distancia del sitio y la fortaleza de él, con la maleza del camino, para que le aseguraran de ellos, mas hallose engañado de sus confianzas.

Capítulo I. El cacique de Apalache va con orden del gobernador a reducir sus indios

Con la presa del cacique se volvió el general muy contento al pueblo de Apalache, por parecerle que con la prisión del señor cesarían las desvergüenzas y atrevimientos de los vasallos. Los cuales, después que los castellanos entraron en aquel pueblo, no habían dejado de hacer insultos de día y de noche, dándoles arma y rebatos muy a menudo, andando tan astutos y diligentes en sus asechanzas que, en desmandándose el español, por poco que se apartase del real, luego lo salteaban y mataban o herían. Todo lo cual le pareció al general se acabaría con tener al curaca en su poder. Mas toda esta esperanza le salió vana, porque los indios, con la pérdida de su cacique, quedaron más libres y desvergonzados y fueron más continuos en las molestias que a los cristianos hacían, porque como no tenían señor en cuya guarda y servicio se ocupasen, todos se convertían en molestar y dañar a los castellanos más obstinadamente que antes. De lo cual, enojado el adelantado, habló un día a Capasi, y le dijo la pesadumbre que tenía de la mucha insolencia y ningún agradecimiento que sus vasallos mostraban al buen tratamiento que a su curaca y a ellos se les había hecho en no haber ejecutado el mal y daño que en sus personas y haciendas pudieran hacer en castigo de la rebeldía de ellos; que antes los había tratado como amigos, que, si no era irritado de ellos mismos, no habían muerto ni herido indio alguno ni movídose a hacer daño en sus pueblos y sementeras, pudiendo talar y quemar toda su provincia porque eran tierras y casas de enemigos tan perversos como ellos; que les mandase cesar de sus traiciones y desvergüenzas si no quería que les hiciese guerra a fuego y a sangre; que mirase que estaba en poder de los españoles, los cuales le honraban y trataban con mucho respeto y regalo, y que podría ser que los desacatos y la mucha soberbia de sus vasallos causasen su muerte y la total destrucción de su patria.

El curaca respondió con mucha sumisión y muestras de gran sentimiento, diciendo que le pesaba en extremo que sus vasallos no correspondiesen a la obligación de la merced que su señoría les había hecho, ni sirviesen como él lo deseaba y había procurado, después que estaba en su poder, con mensajeros que les había enviado mandándoles que cesasen de enojar y dar pesadumbre a los castellanos; pero que los recaudos no habían hecho efecto alguno porque los indios no querían creer que fuesen del cacique, sino ajenos, ni podían persuadirse a entender la merced y regalo que su señoría le hacía ni que estaba libre; antes sospechaban que lo tenía muy mal tratado, en hierros y prisiones, y que esta sospecha era la causa de que anduviesen ahora más solícitos y porfiados en sus asechanzas que antes. Por lo cual suplicaba a su señoría mandase a sus capitanes y gentes que, llevándolo a buen recaudo, fuesen con él cinco o seis leguas del real, donde él los guiase, que allí estaban retirados en un gran monte los más nobles y principales de sus vasallos, a los cuales llamaría a grandes voces, de día o de noche, nombrándolos por sus nombres, y ellos, oyendo la voz de su señor, acudirían todos a su llamado y, habiéndose desengañado de su mala sospecha, se apaciguarían y harían lo que les mandasen, como lo vería por obra; y que éste era el camino más cierto y más breve para reducir los indios a su servicio, por el respeto y veneración que naturalmente tenían a sus curacas, y que por vía de mensajeros no aprovecharía cosa alguna ni se negociaría nada con ellos, porque habían de responder que eran recaudos falsos y fingidos que los enviaban sus propios enemigos y no su cacique.

Con estas palabras, y un semblante muy penado, persuadió Capasi a Hernando de Soto que lo enviase donde él decía, y así se ordenó y puso por obra. Fueron con él dos compañías, una de caballos y otra de infantes, los cuales iban muy encargados de la guarda y buen recaudo del curaca, no se les huyese. Con este cuidado salieron del real antes que amaneciese; caminaron seis leguas hacia el mediodía; llegaron cerca de la noche al puesto donde el cacique decía que estaban los suyos en unos montes que por allí había.

Luego que Capasi llegó al sitio señalado, entraron en el monte tres o cuatro indios de los que con él habían ido y en poco espacio volvieron otros diez o doce de los que estaban en los montes, a los cuales mandó el curaca que aquella noche apercibiesen a todos los indios principales que en el monte había para que se juntasen y el día siguiente pareciesen ante él que por su propia persona les quería dar noticia de cosas que importaban mucho a la honra, salud y provecho de todos ellos. Con este recaudo se volvieron los indios al monte, y los castellanos, habiendo puesto sus centinelas y buena guarda en la persona del cacique, reposaron aquella noche con mucho contento de lo que estaba ordenado, pareciéndoles que su pretensión iba encaminada a que ellos volviesen con honra y gloria de su jornada, no advirtiendo que las mayores esperanzas que los hombres de sí mismos se prometen suelen salir más vanas, como les acaeció a estos españoles.

Capítulo I. El cacique de Apalache, siendo tullido, se huyó a gatas de los españoles

Con gran contento y común regocijo se habían puesto a reposar y descansar nuestros castellanos, capitanes y soldados, entendiendo que el día venidero habían de volver a su capitán general con victoria y triunfo de llevarle todos los indios principales de aquella provincia reducidos a su amistad y servicio, con que todos pensaban quedar en paz y descanso, cuando se hallaron burlados de sus imaginaciones porque, luego que amaneció, se vieron sin el cacique y sin indio alguno de los pocos que con él habían ido. De lo cual admirados, se preguntaron unos a otros qué se hubiese hecho, y todos respondían que no era posible sino que el indio hubiese conjurado los demonios y que ellos lo hubiesen llevado por los aires, porque, según las centinelas afirmaban, no había habido descuido alguno por do el cacique pudiese haber huido.

Mas la verdad del hecho fue que los castellanos, así por el cansancio de la jornada larga del día pasado, como por la confianza que la amistad y buenas palabras de Capasi y del impedimento y lesión de su persona habían tomado, se descuidaron y durmieron las centinelas y no centinelas. El curaca, reconociendo el sueño y la buena ocasión, se atrevió a hurtarse de ellos, y lo puso por obra saliéndose a gatas por medio de las centinelas, y sus indios, que no dormían, antes andaban en asechanza de los españoles, topando con él, se lo habían llevado a cuestas, y fue merced que Dios hizo a los cristianos que no volviesen los infieles a degollarlos porque, según la ferocidad de ellos y el sueño de los nuestros, pudieran hacerlo muy a su salvo. Mas contentáronse con ver a su señor libre del poder de los castellanos y, porque no volviese a él, procuraron ponerlo a mejor recaudo que antes estaba y así lo llevaron donde entonces ni después nunca más pareció.

Los dos capitanes, que por su honra callamos sus nombres, y sus buenos soldados hicieron grandes diligencias por aquellos montes buscando a Capasi como a fiera, mas, por mucho que lo trabajaron todo el día, no hallaron rastro de él, porque mal se cobra el pájaro que se escapa de la red.

Los indios, habiendo puesto en cobro al curaca, salieron a los cristianos y les dijeron mil afrentas y denuestos, haciendo burla y escarnio de ellos y, sin hacerles otro enojo, que no quisieron pelear con ellos, los dejaron volver a su real, donde llegaron bien corridos y avergonzados de que un indio, que tan encomendado habían llevado, se les hubiese huido y escapado a gatas. Al general y a los demás capitanes dijeron mil fábulas en descargo de su descuido y en abono de su honra, certificando todos que habían sentido aquella noche cosas extrañísimas y que no era posible sino que se había ido por los aires con los diablos, porque de otra manera juraban que era imposible según la buena guarda que le tenían puesta.

El gobernador, ya que vio el mal recaudo hecho y que no había remedio en él, por no afrentar aquellos capitanes y soldados, se dio por persuadido de lo que le decían y les ayudó con decir que los indios eran tan grandes hechiceros que podían hacer mucho más que aquello; empero, no dejó de sentir el descuido que habían tenido.

Volviendo a los treinta caballeros que dejamos trabajando en pasar el caudaloso río de Ocali, decimos que los que se ocupaban en cortar la madera en breve tiempo hicieron la balsa, porque para semejantes necesidades iban prevenidos de hachas y cordeles, y la echaron en el agua con dos cordeles largos, con los cuales la llevasen y trajesen de una parte a otra del río, y dos buenos nadadores llevaron uno de los cordeles a la otra ribera. Todo esto tenían hecho los españoles cuando los indios de Ocali, con gran ímpetu y vocería, llegaron cerca del río con ánimo y deseo de matar los cristianos.

Los once caballeros que salieron de la otra parte del río se pusieron al encuentro y cerraron con ellos con tanta determinación y denuedo, alanceando los primeros que toparon, que los indios no osaron esperarles porque la tierra era limpia de monte bajo y alto y los caballeros eran señores del campo, por lo cual se retiraron e hicieron a lo largo, contentándose con tirarles muchas flechas desde lejos.

Los cuatro caballeros que estaban de estotra parte del río, donde había menos enemigos, acudían los dos el río abajo, y los otros dos el río arriba, porque de estas dos partes venían los indios; deteníanlos con sus arremetidas para que no llegasen donde la balsa andaba. La cual, entretanto que los de a caballo le defendían la una ribera y la otra, hizo cinco viajes. En el primero llevó los capotes de los once caballeros que estaban de la otra parte del río, que los pedían a grandes voces porque un viento norte que se había levantado, tomándolos mojados, no con más ropa que las camisas y las cotas de malla encima, los helaba de frío.

En otros cuatro viajes, pasaron las sillas y frenos y las alforjas y los compañeros que no sabían nadar, que eran pocos, porque los que sabían pasaban nadando por no perder tiempo echando más viajes con la balsa de los que no pudiesen excusar y, como iban pasando, así iban saliendo al llano en socorro de los que en él andaban resistiendo a los enemigos que de hora en hora crecían. Solamente quedaban dos españoles para tirar de la balsa y recibir lo que en ella iba.

Para el último viaje quedaron de esta parte del río sólo dos; el uno fue Hernando Atanasio y el otro Gonzalo Silvestre. El cual, entre tanto que el compañero echaba su caballo al agua y entraba en la balsa, salió a detener los enemigos y, habiéndolos retirado una buena carrera de caballo, volvió a todo correr para entrar en la balsa donde le esperaba el compañero y, sin quitar silla ni freno al caballo, lo echó al agua y él entró en la balsa habiendo desatado el cordel que tenía atado en tierra.

Por prisa que los indios se dieron en venir a flechar los castellanos, ya ellos iban a medio río fuera de peligro por la mucha diligencia que los compañeros de la otra parte habían puesto en tirar de la balsa. Los caballos, como los echaban en el agua, así pasaban de muy buena gana sin que les hiciesen fuerza ni los guiasen, que parecían reconocer el mal que los enemigos les deseaban hacer y, como si fueran racionales, así acudían a obedecer lo que les mandaban sin rehusar el entrar y salir doquiera que los metían, que para los españoles no era poco alivio, y aun de ellos tomaban ejemplo para acudir con mayor prontitud al trabajo viendo que las bestias no lo rehusaban.

Capítulo I. El suceso del viaje de los treinta caballeros hasta llegar a la ciénaga grande

Con las dificultades y trabajos que hemos dicho, y muchos más que se dejan de decir porque es imposible poderse contar todos los que en semejantes jornadas se padecen, pasaron estos treinta valientes y esforzados caballeros el río de Ocali, habiéndolos Dios Nuestro Señor favorecido tan piadosamente que ninguno de ellos ni de sus caballos saliesen heridos. Eran ya las dos de la tarde cuando acabaron de pasar el río. Fueron al pueblo, por necesidad que tenían de parar en él, porque Juan López Cacho, con lo mucho que había trabajado en el agua y con el gran frío que hacía, se había helado y quedado como estatua de palo sin poder menear pie ni mano.

Los indios, viendo ir los españoles al pueblo, se pusieron a defenderles el paso por detenerles entretanto que sus mujeres e hijos se iban al monte y no por estorbarles la entrada y estada que en el pueblo quisiesen hacer. Y cuando entendieron que su gente podría estar ya libre, se retiraron y desampararon el lugar. Los castellanos entraron dentro y se alojaron en medio de la plaza, que no osaron entrar en las casas porque los enemigos, hallándolos divididos, no los cercasen y tomasen encerrados.

Hicieron cuatro fuegos grandes en cuadrángulo. Al calor de ellos pusieron en medio a Juan López, bien arropado con todos los capotes de sus compañeros; uno de ellos le dio una camisa limpia que para sí llevaba. Parecioles milagro que en tal tiempo se hallasen entre ellos camisas más de las que traían vestidas. Fue el mayor regalo que se le pudo hacer.

Estuvieron en el pueblo todo lo que restaba del día con gran congoja y temor de Juan López, temiendo si había de estar para caminar aquella noche, o si los había de detener tanto que los indios se avisasen unos a otros y se juntasen para les atajar y cortar el camino. Mas, como quiera que sucediese, determinaron anteponer la salud del compañero a todo el mal y peligro que venir les pudiese. Con esta determinación hartaron los caballos de maíz; por su rueda, comían los quince mientras los otros rondaban; enjugaron las sillas y ropa que se les había mojado; rehicieron las alforjas de la comida que por el pueblo hallaron; y, aunque había abundancia de pasas y ciruelas pasadas y de otras frutas y legumbres, no pretendieron llevar sino zara, porque el cuidado principal que estos españoles tenían era que no les faltase maíz para los caballos, y también porque era mantenimiento para los caballeros.

Venida la noche, pusieron centinelas de a caballo, de dos en dos, con orden que rondasen alderredor del pueblo apartados y lejos de él, porque tuviesen tiempo y lugar de apercibirse si los enemigos viniesen.

Cerca de la media noche, dos de los que así rondaban sintieron murmullo como de gente que venía; uno de ellos fue a dar aviso a los demás compañeros y el otro se quedó a reconocer mejor y certificarse bien de lo que era. El cual, con el lustror de la noche, vio una grande y oscura nube de gente que con un murmullo feroz y sordo venía al pueblo y, mirando más, se certificó que era un formado escuadrón de enemigos. Luego fue con el aviso a los demás españoles, los cuales, viendo con alguna mejoría a Juan López, lo pusieron bien arropado sobre su caballo y lo liaron a la silla porque no se podía tener de suyo. Semejaba al Cid Ruy Díaz cuando salió difunto de Valencia y venció aquella famosa batalla.

Un compañero tomó las riendas del caballo para guiarle, porque Juan López no estaba para tanto. De esta manera, lo más secretamente que les fue posible, salieron los treinta españoles del pueblo Ocali antes que los enemigos llegasen a él y caminaron a tan buen paso que al amanecer se hallaron seis leguas del pueblo.

Con esta misma diligencia siguieron siempre su viaje corriendo la posta por las tierras pobladas porque la nueva de su ida no les pasase adelante y alanceaban los indios que topaban cerca de los caminos porque no diesen aviso de ellos. Por las tierras despobladas, donde no había indios, acortaban el paso porque los caballos descansasen y tomasen aliento para correr donde hubiese necesidad. Así pasaron este día, que fue el sexto de su jornada, habiendo corrido y caminado casi veinte leguas, parte de ellas por la provincia de Acuera, tierra poblada de gente belicosísima.

Al seteno día que habían salido del real, adoleció uno de ellos, llamado Pedro de Atienza, y pocas horas después que sintió el mal, yendo caminando, falleció encima de su caballo. Los compañeros le enterraron con mucha lástima de tal muerte que, por no perder tiempo en su camino, no habían creído lo que con su mal repentino se había quejado. La sepultura hicieron con las hachas que llevaban de partir leña, que aun para esto fueron buenas. Pasaron adelante con pena que en tal tiempo y de número tan pequeño faltase uno de ellos.

Al poner del sol llegaron al paso de la ciénaga grande, habiendo corrido y caminado este día, también como el pasado, otras veinte leguas. Cosa increíble a los que no se hubiesen hallado en las conquistas del nuevo mundo o en las guerras civiles del Perú, pensar que haya caballos ni hombres que puedan hacer tan largas jornadas, pues en ley de hijodalgo afirmamos con verdad que en siete días anduvieron estos caballeros ciento y siete leguas, una más o menos, que hay por donde ellos fueron del pueblo principal de Apalache hasta la gran ciénaga. La cual hallaron que venía hecha una mar de agua, con muchos brazos que entraban y salían de ella, tan raudos y bravos que cualquiera de ellos bastaba a dificultarles el paso, cuanto más tantos y la madre sobre todos. Para que los caballos puedan sufrir el demasiado trabajo que en las conquistas del nuevo mundo han pasado y pasan, tengo para mí, con aprobación de todos los españoles indianos que acerca de esto he oído hablar, que la principal causa sea el buen pasto del maíz que comen, porque es de mucha sustancia y gratísimo para ellos y para todo animal, y pruébase esto con que los indios del Perú, a los carneros que les sirven de caballería, para que puedan sufrir la carga excesiva, cual es el peso de un hombre, la carga común que ellos llevan, les dan zara, y a los demás, aunque lleven carga, por ser acomodada a sus fuerzas, los sustentan solamente con el pasto que pueden haber en el campo.

Aquella noche durmieron, o, por mejor decir, velaron, a la ribera de la ciénaga, con grandísimo frío que sobrevino por levantarse el viento norte, que en toda aquella región es frigidísimo. Hicieron grandes fuegos y con el calor de ellos pudieron pasar el frío, aunque con temor no acudiesen indios a la lumbre del fuego, que veinte de ellos que vinieran bastaran a les impedir el paso y aun a matarlos todos, porque en el agua, desde sus canoas, podían los indios ofender muy a su salvo a los españoles, y ellos no podían aprovecharse de sus caballos para ofender los enemigos, ni tenían arcabuces ni ballestas con que alejarlos de sí. Con esta pena y congoja, velándose por sus tercios, se pusieron a descansar, apercibidos para el trabajo del día venidero.

Capítulo V. Del trabajo incomportable que los treinta caballeros pasaron al pasar de la ciénaga grande

Pocas horas reposaron nuestros españoles sin sobresalto, aunque no causado de los enemigos sino del excesivo trabajo que por el camino habían padecido, y fue que, cerca de la media noche, uno de ellos, llamado Juan de Soto, que era camarada de Pedro Atienza, el que atrás dejamos enterrado, falleció casi repentinamente. No faltó en la cuadrilla quien a todo correr saliese huyendo de ellos diciendo a grandes voces: «Voto a tal, que nos ha dado pestilencia, pues en tan breve espacio, y tan repentinamente, se han muerto dos españoles». Gómez Arias, que era hombre cuerdo y discreto, dijo al que huía: «Harta pestilencia lleváis en vuestro viaje, de la cual no podéis huir por mucho que hagáis. Si huis de nosotros, ¿dónde pensáis ir?, que no estáis en el Arenal de Sevilla ni en su Axarafe». Con esto volvió el huidor y ayudó a rezar las oraciones que por el difunto se decían, mas no osó llegar a enterrar el cuerpo, que todavía porfiaba que había muerto de peste.

Con este socorro para sus trabajos pasaron la noche. Venido el día, dieron orden en pasar la ciénaga, la cual vieron que traía menos agua que el día antes, que no fue poco alivio para el trabajo que esperaban tener. Ocho españoles que no sabían nadar, aderezaron la barandilla de la puente, que en lo más hondo de la ciénaga estaba hecha de árboles caídos, y por ella pasaron las sillas de los caballos y la ropa de todos los compañeros. Los otros veinte españoles, desnudos como nacieron, trabajaban por echar los caballos al agua, los cuales, por el mucho frío del agua, no querían entrar a lo hondo de ella donde hubiesen de nadar. Los castellanos ataban cordeles largos a las jáquimas, y cuatro y cinco de ellos entraban nadando hasta en medio de la corriente para tirar los caballos, otros con varas largas les daban de palos para que entrasen; mas ellos, juntando todos cuatro pies se estaban quedos y se dejaban matar a palos antes que entrar en el agua. Algunos caballos, así compelidos y forzados, entraban nadando un trecho, mas, no pudiendo sufrir el frío, revolvían, huyendo a tierra, trayendo los nadadores arrastrando, que no eran parte para los tener, ni los que estaban en tierra los podían resistir y, aunque decimos que estaban en tierra, andaban con el agua a la cinta y a los pechos.

Así anduvieron trabajando estos veinte españoles más de tres horas de reloj, que con toda cuanta diligencia pusieron no fueron poderosos para hacer que caballo alguno quisiese pasar de la otra parte, aunque los remudaban, tomando unos y dejando otros, a ver si había alguno que quisiese pasar. Al cabo de las tres horas, por la mucha fuerza que les hacían, pasaron dos caballos. El uno fue el de Juan de Añasco y el otro de Gonzalo Silvestre, y, aunque pasaron éstos, no quisieron pasar los otros por el miedo que habían cobrado del frío del agua. Los dueños de los caballos que eran de los que no sabían nadar, los ensillaron y subieron en ellos, para estar apercibidos y hacer lo que pudiesen, si viniesen enemigos.

Gómez Arias era el caudillo de los diez y nueve compañeros que en el agua andaban y era el que más trabajaba de todos ellos, los cuales, como hombres que había más de cuatro horas que andaban en el agua sufriendo el frío que los caballos no podían sufrir, estaban pasados de frío y tenían los cuerpos amoratados que parecían negros. Y, como viesen que todas las diligencias que hacían y el trabajo que pasaban (que cada uno puede imaginar cuál sería), no les aprovechaba nada para que los caballos pasasen de la otra parte, querían desesperar de la vida. A este tiempo llegó Juan de Añasco, que, como dijimos, había ensillado su caballo y venía por el agua por lo que se podía vadear hasta la canal honda, el cual, enfadado de que no hubiesen pasado más caballos, sin considerar que no había sido por falta de diligencia de los que en el agua andaban y sin mirar cuáles los tristes estaban, incitado de una cólera que este caballero tenía, ocasionada para que le perdiesen el respeto que como a caudillo se le debía tener, dijo en voz alta: «Gómez Arias, ¿por qué no acabáis de pasar esos caballos? Mucho enhoramala para vos». Gómez Arias, viendo cuáles estaban él y sus compañeros y que más parecían difuntos que vivos, que ya no podían llevar el tormento que sentían, así del ánimo como del cuerpo, y que el capitán agradecía mal el incomportable trabajo que él y sus compañeros padecían, que cierto no se puede encarecer ni de decir por entero el que aquel día pasaron estos veinte y ocho compañeros, en especial los que anduvieron en el agua, desdeñado de la ingratitud que Juan de Añasco mostraba a su mucho afán, le respondió diciendo: «Mala sea para vos y para la perra bagasa que os parió. Estáis encima de vuestro caballo, muy bien vestido y arropado con vuestro capote, y no miráis que ha más de cuatro horas que andamos en el agua, helados de frío, sin poder hacer más. Apeaos en mala hora y entrad acá; veremos si sois para más que nosotros». A estas palabras añadió otras no mejores, porque la ira, cuando se enciende, no sabe tener freno.

Juan de Añasco se reportó por lo que los compañeros, volviendo por Gómez Arias, le dijeron, y también porque vio que en lo que había dicho no había tenido razón y que la aspereza de su mala condición había causado aquella cizaña, y con ella el desacato de su persona. Otras muchas veces se la causó en este viaje y en otros que hizo, que, por no mirar primero lo que en semejantes casos había de decir, se vio muchas veces en confusión y menoscabo de su reputación. Lo cual deben advertir los hombres, principalmente los constituidos en la guerra por caudillos y superiores, que en todo tiempo les está bien la mansedumbre y la afabilidad con los suyos y el mandarles en los trabajos, siempre sea antes con el ejemplo que con las palabras y, cuando hubiere de usar de ellas, sean buenas, que se puede decir lo que éstas ganan y pierden las malas, no siendo de más costa las unas que las otras.

Capítulo V. Que cuenta el viaje de los treinta caballeros hasta llegar media legua del pueblo de Hirrihigua

Luego que se apaciguó la discordia, volvieron los españoles a su trabajo, y, como era ya cerca del mediodía, con el beneficio del calor del sol que templaba algún tanto el frío del agua, empezaron los caballos a pasar mejor que hasta entonces, mas no con tanta presteza como era menester, que ya eran más de las tres de la tarde cuando acabaron de pasar.

Era gran compasión y lástima ver cuáles salieron los españoles del agua, molidos y hechos pedazos del largo trabajo que pasaron, consumidos del frío que casi todo el día sufrieron, tan quebrantados y cansados que apenas podían tenerse, y con esto es de advertir el poco o ningún regalo que tenían para restaurarse de tanto mal pasado; mas todo lo dieron por bien empleado con haber pasado aquella mala ciénaga que tan temida traían. Dieron gracias a Dios que no hubiesen acudido enemigos a defenderles el paso, que fue particular misericordia divina, porque si al trabajo que hemos dicho que pasaron se les añadiera haber de pelear y defenderse de solos cincuenta indios, ¿qué fuera de ellos? La causa de no haber acudido indios debió ser estar aquella ciénaga lejos de poblado y ser ya invierno, que entonces, porque andan desnudos, acostumbran salir poco de sus casas.

Los españoles acordaron hacer noche en un gran llano que pasada la ciénaga [estaba], porque de ella salieron tales ellos y sus caballos que no estuvieron para caminar un paso. Hicieron grandes fuegos para calentarse: consoláronse con que de allí adelante, hasta Hirrihigua, donde iban, no había malos pasos que pasar.

Venida la noche, la durmieron con el mismo cuidado que las pasadas, y antes que amaneciese siguieron su camino. Alancearon cinco indios que toparon, que no llevasen adelante la nueva de su ida. Los caballos de los dos compañeros que fallecieron iban sueltos, ensillados y enfrenados, siguiendo a los otros, y muchas veces iban ellos delante, que para guiarlos no hacían falta sus dueños. Caminaron aquel día trece leguas. Pararon en un buen llano, donde durmieron la noche con el orden acostumbrado. Con el alba caminaron, y, a poco más de salido el sol, pasaron por el pueblo de Urribarracuxi. Dejáronlo a una mano, que no quisieron entrar en él por no tener pendencia con sus moradores. Este día, que fue el décimo de su viaje, caminaron quince leguas, e hicieron noche tres leguas antes del pueblo de Mucozo.

A poco más de media noche salieron de la dormida, y, habiendo caminado dos leguas, vieron en un monte que estaba cerca del camino un fuego, del cual, más de una legua antes, había dado aviso el mestizo Pedro Morón, diciendo: «¡Alerta! Yo siento que hay fuego no lejos de donde vamos». Una legua más adelante volvió a decir: «Bien cerca estamos ya del fuego». Y, al poco trecho que anduvieron, lo descubrieron.

Los compañeros, admirados de cosa tan extraña, fueron do el fuego estaba y hallaron muchos indios que con sus mujeres e hijos estaban asando lizas para almorzar. Los españoles acordaron prender los que pudiesen, aunque fuesen vasallos de Mucozo, hasta saber si había sustentado la paz con Pedro Calderón, porque si no la hubiesen mantenido, pretendían enviar a La Habana los que prendiesen, para que, con otras señales y muestras de sus victorias, fuese aquélla. Con esta determinación arremetieron al fuego. Los indios gandules, sobresaltados con el ruido y tropel de los caballos, huyeron por el monte adelante. Las mujeres y muchachos prendieron hasta diez y ocho o veinte personas que pudieron atajar, que otros muchos se escaparon por la oscuridad de la noche y por los matos del monte. Los presos, a grandes voces aclamando y llorando, llamaban el nombre de Ortiz, sin decir otra palabra más de aquélla repetida muchas veces, como que quisiesen traer a la memoria de los españoles los beneficios que su cacique y ellos le habían hecho. No les aprovechó nada para que dejasen de ir presos y antecogidos, porque de las buenas obras ya recibidas pocos son los que se acuerdan para las agradecer. De las lizas almorzaron los españoles, así a caballo, como estaban, y, aunque con la revuelta de los indios y caballos se habían henchido de arena, no curaron quitarla, porque decían que era azúcar y canela, según les sabía por la mucha hambre que llevaban.

Pasaron por una traviesa lejos del pueblo de Mucozo, y habiendo caminado aquella mañana cinco leguas, se les cansó el caballo de Juan López Cacho, del cual nos hemos olvidado después que del pueblo de Ocali lo sacaron liado. Es de saber que con el gran sobresalto que aquella noche tuvo de la venida de los enemigos, y mediante el vigor de la edad robusta, que era de poco más de veinte años, volvió en sí, entrando en calor, y sanó del mal que con el mucho frío y trabajo de aquel día había cobrado, y por todo el camino trabajó después como cualquiera de los compañeros. Su caballo, como trabajó tanto al pasar del río de Ocali, vino a cansarse tan cerca del pueblo donde iban a parar, que no les quedaba más de seis leguas por andar. No fue posible, por cosas que le hicieron, llevarlo adelante. Dejáronlo en un buen prado de mucha hierba donde comiese, quitáronle el freno y la silla, pusiéronla en un árbol, para que el indio que quisiese servirse de él lo llevase con todo su recaudo; mas antes temían y habían lástima que, luego que lo topasen lo habían de flechar. Con esta pena caminaron casi cinco leguas hasta que, con la sospecha de otra mayor, se les olvidó aquélla, y fue que, como llegasen a poco más de una legua del pueblo de Hirrihigua, donde quedó el capitán Pedro Calderón con los cuarenta caballos y ochenta infantes, iban mirando el suelo con deseo de ver rastro de caballos, que por ser tan cerca del pueblo y ser la tierra limpia de monte, les parecía que no era mucho haberla paseado y hollado hasta allí, y aún más adelante; y como en ninguna manera hallasen pisadas, ni otra señal de caballos, recibieron grandísimo dolor y tristeza, temiendo si los habían muerto los indios, o si ellos se habían ido de aquella tierra en los bergantines y la carabela que les quedó, porque decían que si allí estuvieran era imposible no haber rastro de caballos tan cerca del pueblo.

En esta sospecha, y en la confusión que ella les causaba de lo que harían si hubiese acaecido lo uno o lo otro, tomaron su acuerdo en lo porvenir, porque se hallaban aislados de tal manera que para salir de la tierra e irse por la mar no tenían siquiera una barca ni cómo poderla hacer y, para volver donde el gobernador quedaba, les parecía imposible, según lo que al venir habían pasado. Entre estos miedos y desconfianzas, salieron igualmente todos con un mismo ánimo y determinación, y dijeron que, cuando no hallasen los compañeros en Hirrihigua, se entrarían en alguna parte secreta de los montes que por allí había, donde hallasen hierba para los caballos, y, entretanto que ellos descansasen, matarían el que sobraba y lo harían tasajos para matalotaje del camino y, habiendo dejado descansar los caballos tres o cuatro días, se aventurarían a volver donde el gobernador quedaba, que si los matasen en el camino, habrían acabado como buenos soldados, haciendo el deber en lo que su capitán general les había encomendado, y si saliesen a salvamento, habrían hecho lo que se les había encargado. Esto determinaron entre todos veinte y ocho españoles por última resolución de lo que adelante habían de hacer no hallando a Pedro Calderón en Hirrihigua.

Capítulo I. Llegan los treinta caballeros donde está el capitán Pedro Calderón y cómo fueron recibidos

Hecha la heroica determinación, siguieron su camino y cuanto más adelante pasaron tanto más se certificaban en la sospecha y en el temor que llevaban, porque de ninguna manera hallaban rastro de caballos ni otra señal por do pudiesen determinar que hubiesen andado por allí españoles. Así caminaron hasta llegar a una laguna pequeña, que estaba menos de media legua del pueblo de Hirrihigua, donde hallaron rastro fresco de los caballos y señal de que se había hecho lejía y lavado ropa en ella.

Con estas muestras se regocijaron grandemente los españoles y sus caballos. Oliendo el rastro de los otros se alentaron y tomaron nuevos bríos, de tal manera que parecía que salían entonces de las caballerizas, holgados de veinte días. Con el contento que se puede imaginar, y con el nuevo aliento de los caballos, se dieron más prisa a caminar. Los caballos iban rechazando del suelo, con saltos y brincos, que sus dueños no los podían sosegar ni tener. Tan buenos eran que, cuando se pensaba que de cansados no pudieran tenerse, hacían esto. Llegaron a dar vista al pueblo de Hirrihigua a puesta de sol, habiendo caminado aquel día, sin correr, once leguas, y fue la jornada más corta que en todo este viaje hicieron.

Del pueblo salía la ronda de a caballo de dos en dos, con sus lanzas y adargas, para velar y guardar su alojamiento. Juan de Añasco y sus compañeros se pusieron asimismo de dos en dos, y, como si fuera entrada de juego de cañas, llegando a carrera de caballo con mucha algarada, grita, fiesta y regocijo, corrieron a toda furia hasta el pueblo con tal orden que, cuando los primeros iban parando, los segundos iban corriendo a media carrera y los terceros partían del puesto. Así corrieron todos, que pareció muy bien el orden que llevaron y fue una fiesta alegre y placentera y término de una jornada tan trabajosa como la hemos visto.

A la grita que daban los que corrían, salieron el capitán Pedro Calderón y todos soldados, y holgaron mucho de ver la buena entrada que hacían los que venían. Recibiéronlos con muchos abrazos y común regocijo de todos, y fue de notar que, a las primeras palabras que hablaron los que estaban, sin haber preguntado por la salud del ejército ni del gobernador ni de otro algún amigo particular, preguntaron casi todos a una, con gran ansia de saberlo, si había mucho oro en la tierra. La hambre y deseo de este metal muchas veces pospone y niega los parientes y amigos.

Habiendo pasado muchos más trabajos y peligros que hemos dicho, acabaron estos veinte y ocho caballeros esta jornada, aunque no fue para acabar los trabajos, sino para empezar otros mayores y más largos afanes, como adelante veremos. Tardaron en el camino once días. Uno de ellos gastaron en pasar el río de Ocali, y otro les ocupó la ciénaga grande, de manera que en nueve días caminaron ciento y cincuenta leguas, pocas más que hay de Apalache a la bahía que llamaron de Espíritu Santo y pueblo de Hirrihigua. Por esto poco que hemos contado que pasaron en esta breve jornada, se podrá considerar y ver lo que los demás españoles habrán pasado en conquistar y ganar un nuevo mundo, tan grande y tan áspero como lo es de suyo, sin la ferocidad de sus moradores, y, por el dedo del gigante, se podrá sacar el grandor de su cuerpo, aunque ya en estos días los que no [lo] han visto, como gozan a manos enjutas del trabajo de los que lo ganaron, hacen burla de ellos, entendiendo que con el descanso que ellos ahora lo gozan, con ése lo ganaron los conquistadores.

El capitán Juan de Añasco, luego que llegó al pueblo de Hirrihigua, se informó del capitán Pedro Calderón si los indios de aquella provincia y los de Mucozo le habían mantenido paz y héchole amistad, y, habiendo sabido que sí, mandó soltar luego las indias y muchachos que traían presos, y con dádivas los envió a su tierra y les mandó que dijesen a su curaca Mucozo viniese a verlos y trajese gente para llevar a sus casas el matalotaje y otras muchas cosas que a la partida de los españoles pensaban dejarles y que hubiese por encomendado el caballo que en su tierra había quedado cansado.

Las mujeres y muchachos se fueron muy contentos con tan buen recaudo, y al tercer día vino el buen Mucozo acompañado de sus caballeros y gente noble, y trajo el caballo consigo, y la silla y freno trajeron los indios a cuestas, que no supieron echársela. Con mucho contento y amor abrazó el cacique Mucozo al capitán Juan de Añasco, y a todos los que con él venían, y uno por uno les preguntó cómo venían de salud y cómo quedaba el gobernador su señor y los demás capitanes, caballeros y soldados. Después de haberse informado de la salud del ejército, quiso saber muy particularmente cómo les había ido por el camino a la ida y a la venida; qué batallas, recuentros, hambres, trabajos y necesidades habían pasado; y, al cabo de sus preguntas, que la plática fue muy larga y gustosa, dijo que holgaría mucho poder imprimir su ánimo y voluntad en todos los curacas y señores de aquel gran reino para que todos sirviesen al gobernador y a sus españoles como ellos merecían y él lo deseaba.

El contador y capitán Juan de Añasco, habiendo notado cuán de otra manera los había recibido y hablado este curaca que sus propios compañeros, que no habían preguntado sino por oro, le rindió las gracias en nombre de todos por el amor que les tenía; de parte del general les dio muchas encomiendas a él y a todos los suyos en agradecimiento de la paz y amistad que con el capitán Pedro Calderón y sus soldados habían tenido, y por la afición que siempre les había mostrado. Sin estas razones, hubo de ambas partes otras muchas palabras de comedimiento y amor, y las del indio, según iban ordenadas y dichas a propósito, admiraban a los españoles, porque, cierto, fue dotado de todas las buenas partes que un caballero que se hubiese criado en la corte más política del mundo pudiera tener, que, demás de los dotes corporales, de buena disposición de cuerpo y hermosura de rostro, los del ánimo, de sus virtudes y discreción, así en obras como en palabras, eran tales que con razón se maravillaban de él nuestros españoles, viéndole nacido y criado en aquellos desiertos, y muy justamente le amaban por su buen entendimiento y mucha bondad, y así fue gran lástima que no le convidasen con el agua del bautismo, que, según su buen juicio, pocas persuasiones fueran menester para sacarlo de su gentilidad y reducirlo a nuestra Fe Católica. Y fuera un galano principio para esperar que tal grano echara muchas espigas y hubiera mucha mies. Mas no es de culparles, porque estos cristianos habían determinado de predicar y administrar los sacramentos de nuestra ley de gracia después de haber conquistado y hecho asiento en la tierra, y esto les entretuvo para que no los administraran desde luego. Y esto quede aquí dicho para que sirva de disculpa y descargo de estos castellanos de haber tenido el mismo descuido en otros semejantes pasos que adelante veremos, que cierto se perdieron ocasiones muy dispuestas para ser predicado y recibido el evangelio, y no se espanten que se pierdan los que las pierden.

Capítulo I. De las cosas que los capitanes Juan de Añasco y Pedro Calderón ordenaron en cumplimiento de lo que el general les había mandado

El curaca Mucozo se entretuvo con Juan de Añasco y los demás españoles cuatro días, en los cuales, y en los demás que los nuestros estuvieron en el pueblo de Hirrihigua, no cesaron sus indios de llevar a su tierra, yendo y viniendo como hormigas, todo lo que los españoles, por no lo poder llevar consigo, habían de dejar en aquel pueblo, que era mucha cantidad, porque de solo cazavi, que es el pan de aquella isla de Santo Domingo y Cuba y sus circunvecinas, les quedó más de quinientos quintales, sin otra mucha cantidad de capas, sayos, jubones, calzones, calzas y calzado de todas suertes: zapatos, borceguíes y alpargates. Y de armas había muchas corazas, rodelas, picas y lanzas y morriones, que de todas estas cosas, como el gobernador era rico, llevó gran abundancia, sin las otras que eran menester para los navíos, como velas, jarcias, pez, estopa y sebo, sogas, espuertas, serones, áncoras y gúmenas, mucho hierro y acero que, aunque de estas cosas el gobernador llevó consigo lo que pudo llevar, quedó mucha cantidad, y, como Mucozo era amigo, holgaron los españoles que se las llevase, y así lo hicieron sus indios y quedaron ricos y contentos.

Juan de Añasco traía orden del gobernador para que en los dos bergantines que en la bahía de Espíritu Santo habían quedado fuese costeando toda la costa al poniente hasta la bahía de Aute, que el mismo Juan de Añasco con tantos trabajos como vimos había descubierto y dejado señalada para conocerla cuando fuese costeando por la mar. Por cumplir su comisión, visitó los bergantines, que estaban cerca del pueblo; reparolos y proveyó de bastimentos, y apercibió la gente que con él había de ir, en lo cual gastó siete días. Dio aviso al capitán Pedro Calderón del orden que el gobernador mandaba que llevase en el camino que había de hacer por tierra, y, habiéndose despedido de los demás compañeros, se hizo a la vela en demanda de la bahía de Aute, donde lo dejaremos hasta su tiempo.

El buen caballero Gómez Arias, que también llevaba comisión del gobernador para ir a La Habana en la carabela para ir a visitar a doña Isabel de Bobadilla y a la ciudad de La Habana y a toda la isla de Santiago de Cuba y darles cuenta de lo que hasta entonces les había sucedido y de las buenas partes y calidades que habían visto y notado de la Florida, demás de lo cual había de tratar otros negocios de importancia, que, porque no son de nuestra historia, no se hace relación de ellos. Para lo cual Gómez Arias mandó requerir la carabela de carena y proveerla de gente y bastimentos y alzó velas, y en pocos días llegó en salvamento a La Habana, donde fue bien recibido de doña Isabel y de todos los de la isla de Cuba, los cuales, con mucha fiesta y regocijo solemnizaron las nuevas de los prósperos sucesos del descubrimiento y conquista de la Florida, y la buena salud del gobernador, a quien todos ellos particular y generalmente amaban y deseaban suma felicidad, como si fuera padre de cada uno de ellos, y lo tenía merecido a todos.

Atrás, en el libro primero, hicimos mención, diciendo que los indios de esta provincia de Hirrihigua en dos lances habían preso dos españoles. Lo cual fue más por culpa de los mismos españoles presos que por gana que los indios hubiesen tenido de hacerles mal, y, porque fueron cosas que sucedieron en el tiempo que el capitán Pedro Calderón estuvo en esta provincia, después que el gobernador salió de ella, aunque son de poca importancia, y también porque no le sucedieron otras de más momento, será bien contarlas aquí. Es de saber que los indios de aquella provincia tenían hechos en la bahía de Espíritu Santo grandes corrales de piedra seca para gozar de las lizas y otro mucho pescado que con la creciente de la mar en ellos entraba y, con la menguante, quedaba acorralado casi en seco, y era mucha la pesquería que los indios así mataban. Y los castellanos que estaban con el capitán Pedro Calderón gozaban también de ella. Acaeció que un día se les antojó a dos españoles, el uno llamado Pedro López y el otro Antón Galván, naturales de Valverde, de ir a pescar sin orden del capitán. Fueron en una canoa pequeña y llevaron consigo un muchacho, natural de Badajoz, de catorce o quince años, que había nombre Diego Muñoz, paje del mismo capitán.

Andando los dos españoles pescando en un corral grande, llegaron veinte indios que iban en dos canoas, sin otros muchos que quedaban en tierra y, entrando en el corral, con buenas palabras, de ellas en español y de ellas en indio, les dijeron: «Amigos, amigos, gocemos todos del pescado». Pedro López, que era hombre soberbio y rústico, les dijo: «Andad para perros, que no hay para qué tener amistad con perros». Diciendo esto, echó mano a su espada e hirió a un indio que se le había llegado cerca. Los demás, viendo la sinrazón de los españoles, los cercaron por todas partes, y a flechazos y a palos con los arcos y con los remos de las canoas mataron a Pedro López, que causó la pendencia, y a Galván dejaron por muerto, la cabeza abierta y todo el rostro desbaratado a poder de palos, y a Diego Muñoz llevaron preso, sin hacerle otro mal por su poca edad.

Los castellanos que estaban en el alojamiento acudieron en canoas a la grita por dar socorro a los suyos, y llegaron tarde, porque hallaron muertos los dos compañeros, y el otro, preso en poder de los indios. A Pedro López enterraron y a Antón Galván, sintiendo que todavía respiraba, le hicieron beneficios con que se restituyó a esta vida, pero tardó en sanar de las heridas más de treinta días, y, por muchos meses (aunque sanó de sus miembros) quedó como tonto, atronado de la cabeza de los palos que en ella le dieron. Y él, que en salud no era el más discreto de sus aldeanos, siempre que contaba lo que aquel día había acaecido, entre otras rústicas palabras decía: «Cuando los indios nos mataron a mí y a mi compañero Pedro López, hicimos esto y esto». Los compañeros, habiendo placer con él, le decían: «A vos no os mataron, sino a Pedro López. ¿Cómo decís que os mataron, pues estáis vivo?». Respondía Antón Galván: «A mí también me mataron, y si soy vivo, Dios me volvió a dar la vida». Por oírle estas rusticidades y groserías, le hacían contar muchas veces el cuento, y Galván, perseverando en su lenguaje pulido, diciéndolo siempre de una propia manera, daba contento y qué reír a sus compañeros.

En otro lance semejante prendieron los indios de esta provincia Hirrihigua otro español llamado Hernando Vintimilla, gran hombre de mar. El cual salió una tarde inadvertidamente, mariscando y cogiendo camarones por la ribera de la bahía abajo, con la menguante de ella, y así descuidado fue hasta encubrirse con un monte que había entre la bahía y el pueblo donde había indios escondidos. Los cuales, viéndole solo, salieron a él y le hablaron amigablemente diciendo que partiese con ellos el marisco que llevaba. Vintimilla respondió con soberbia, pretendiendo amedrentar los indios con palabras porque viesen que no les temía y no se atreviesen a hacer algún mal. Los indios, enfadados y enojados de que un español solo hablase con tanta soberbia a diez o doce que ellos eran, cerraron con él y lo llevaron preso, mas no le hicieron mal alguno.

Estos dos españoles tuvieron consigo los indios de esta provincia diez años —y los dejaban andar libres, como si fueran de ellos mismos— hasta el año de mil y quinientos y cuarenta y nueve, que con tormenta aportó a esta bahía de Espíritu Santo el navío del padre fray Luis Cáncer de Barbastro, dominico, que fue a predicar a los indios de la Florida y ellos le mataron y a dos compañeros suyos. Y los que en el navío quedaron se acogieron a la mar, y, yendo huyendo, les dio tormenta y tuvieron necesidad de entrar en aquella bahía a socorrerse de la furia de la mar. Los indios de Hirrihigua salieron, pasada la tormenta, con muchas canoas a combatir la nao, la cual, como no llevaba gente de guerra, se retiró a la mar. Los indios todavía porfiaban a seguirla, y con ellos iban los dos españoles Diego Muñoz y Vintimilla, de por sí en una canoa desechada, con intención de huirse de los indios e irse a la nao, si ella les esperase. Yendo así todos siguiendo el navío, acaeció que el viento norte se levantó. Los indios, temiendo no creciese el viento con la furia que en aquella región suele correr y los echase la mar adentro, donde peligrasen, tuvieron por bien de volverse a tierra. Los dos españoles con astucia se hicieron quedadizos; daban a entender que por ser dos solos no podían remar contra el viento y, cuando vieron los indios algo apartados, volvieron la proa de su canoa al navío y remaron a toda furia como hombres que deseaban libertad por la cual se ponían al peligro de perder allí las vidas, y, a grandes voces, pedían que los esperasen. Los de la nao, viendo ir a ellos una canoa sola, luego entendieron que era de gente que los había menester y amainaron las velas y esperaron la canoa, y llegada que fue, recibieron los dos españoles en trueque y cambio de los que habían perdido. De esta manera volvieron a poder de cristianos Diego Muñoz y Vintimilla al cabo de diez años que habían estado en poder de los indios de la provincia de Hirrihigua y bahía de Espíritu Santo.

Capítulo I. Sale Pedro Calderón con su gente, y el suceso de su camino hasta llegar a la ciénaga grande

Luego que Juan de Añasco y Gómez Arias se hicieron a la vela, el uno para la bahía de Aute y el otro para la isla de La Habana, apercibió el capitán Pedro Calderón la gente que le quedó, que eran setenta lanzas y cincuenta infantes, porque los treinta españoles que faltan llevaron Juan de Añasco y Gómez Arias en los bergantines y carabela por no ir solos con los marineros. Salió del pueblo de Hirrihigua; dejó los huertos frescos que los castellanos para su regalo habían plantado de muchas lechugas y rábanos y la demás hortaliza de cuyas semillas habían ido apercibidos para si poblasen.

El segundo día de su camino llegaron al pueblo del buen Mucozo, el cual salió a recibirlos y aquella noche les hizo muy buen hospedaje; y otro día los acompañó hasta ponerlos fuera de su tierra, y a la despedida, con mucha ternura y sentimiento, les dijo: «Señores, ahora pierdo del todo la esperanza de jamás ver al gobernador mi señor ni a ninguno de los suyos, porque, hasta ahora, con teneros en aquel presidio esperaba ver a su señoría y me gozaba pensando servirle como siempre lo he deseado; mas ahora sin consuelo alguno lloraré toda mi vida su ausencia. Por lo cual os ruego le digáis estas palabras, y que le suplico las reciba como se las envió». Con estas palabras, y muchas lágrimas con que mostraba el amor que a los españoles tenía, se despidió de ellos y se volvió a su casa.

El capitán Pedro Calderón y sus ciento y veinte compañeros caminaron por sus jornadas hasta llegar a la ciénaga grande sin que les acaeciese cosa digna de memoria, si no fue una noche antes que llegasen a la ciénaga que, habiéndose alojado los castellanos en un llano, cerca de un monte, salían de él muchos indios a les dar sobresaltos y rebatos a todas horas, hasta entrársele por el alojamiento y llegar a las manos, y, cuando los españoles les apretaban, se volvían huyendo al monte; luego tornaban a salir a los inquietar. En un lance de estos arremetió un caballero con un indio que se mostraba más atrevido que los otros, el cual huyó del caballero, mas, cuando sintió que le iba alcanzando, revolvió a recibirle con una flecha puesta en el arco y se la tiró tan cerca que al mismo tiempo que el indio desembrazó la flecha le dio el español una lanzada de que cayó muerto. Mas no vengó mal su muerte, porque con la flecha que tiró dio al caballo por los pechos, y, aunque de tan cerca, fue el tiro tan bravo que con las piernas y brazos abiertos sin dar un paso más ni menearse, cayó el caballo muerto a sus pies. De manera que el indio y el caballo y su dueño cayeron todos tres juntos unos sobre otros, y este caballo era el afamado de Gonzalo Silvestre, que no le valió toda su bondad para que el indio se la respetara.

Los españoles, admirados que un animal tan animoso, feroz y bravo, cual es un caballo, hubiese muerto tan repentinamente de la herida de sola una flecha tirada de tan cerca, quisieron, luego que amaneció, ver qué tal había sido el tiro y abrieron el caballo y hallaron que la flecha había entrado por los pechos y pasado por medio del corazón y buche y tripas y parado en lo último de los intestinos, tan bravos, fuertes y diestros son en tirar las flechas comúnmente los naturales de este gran reino de la Florida. Mas no hay de qué espantarnos, si se advierte al perpetuo ejercicio que en ellas tienen en todas edades, porque los niños de tres años y de menos, en pudiendo andar en sus pies, movidos de su natural inclinación y de lo que continuamente ven hacer a sus padres, les piden arcos y flechas, y, cuando no se las dan, ellos mismos las hacen de los palillos que pueden haber, y con ellos andan desfenecidos tras las sabandijas que topan en casa, y si aciertan a ver algún ratoncillo o lagartija que se entre en su cueva, se están tres y cuatro y seis horas con su flecha puesta en el arco, aguardando con la mayor atención que se puede imaginar a que salga para la matar, y no reposan hasta haber salido con su pretensión, y, cuando no hallan otra cosa a que tirar, andan tirando las moscas que ven por las paredes y en el suelo. Con este ejercicio tan continuo, y por el hábito que en él tienen hecho, son tan diestros y feroces en el tirar las flechas, con las cuales hicieron tiros extrañísimos, como lo veremos y notaremos en el discurso de la historia, y, porque viene a propósito, aunque el caso sucedió en Apalache donde el gobernador quedó, será bien contarlo aquí, que cuando lleguemos a aquella provincia no nos faltará qué contar de las valentías de los naturales de ella. Fue así que, en una de las primeras refriegas que los españoles tuvieron con los indios de Apalache, sacó el maese de campo Luis de Moscoso un flechazo en el costado derecho que le pasó una cuera de ante y otra de malla que llevaba debajo, que, por ser tan pulida, había costado en España ciento y cincuenta ducados, y de éstas habían llevado muchas los hombres ricos por muy estimadas. También le pasó la flecha un jubón estofado y lo hirió de manera que, por ser a soslayo, no lo mató. Los españoles, admirados de un golpe de flecha tan extraño, quisieron ver para cuánto eran sus cotas, las muy pulidas en quien tanta confianza tenían. Llegados al pueblo, pusieron en la plaza un cesto, que los indios hacen de carrizos a manera de cestos de vendimiar, y, habiendo escogido una cota por la más estimada de las que llevaban, la vistieron al cesto, que, según estaba tejido, era muy fuerte, y, quitando un indio de los de Apalache de la cadena que estaba, le dieron un arco y una flecha y le mandaron que la tirase a la cota que estaba a cincuenta pasos de ellos.

El indio, habiendo sacudido los brazos a puño cerrado para despertar las fuerzas, tiró la flecha, la cual pasó la cota y el cesto tan de claro y con tanta furia que, si de la otra parte topara un hombre, también lo pasara. Los españoles, viendo la poca o ninguna defensa que una cota hacía contra una flecha, quisieron ver lo que hacían dos cotas, y así mandaron vestir otra muy preciada sobre la que estaba en el cesto, y, dando una flecha al indio, le dijeron que la tirase como la primera a ver si era hombre para pasarlas ambas.

El indio, volviendo a sacudir los brazos como que les pedía nuevas fuerzas, pues le doblaban las defensas contrarias, desembrazó la flecha y dio en las cotas por medio del cesto y pasó los cuatro dobleces que tenía de malla, y quedó la flecha atravesada tanto de un cabo como de otro. Y como viese que no había salido en claro de la otra parte, con gran enojo que de ello mostró, dijo a los españoles: «Déjenme tirar otra, y, si no las pasare ambas de claro, como hice la una, ahórquenme luego, que esta segunda flecha no me salió del arco tan bien como yo quisiera y por eso no salió de las cotas como la primera».

Los españoles no quisieron conceder la petición del indio por no ver mayor afrenta de sus cotas, y de allí adelante quedaron bien desengañados de lo poco que las muy estimadas les podían defender de las flechas. Y así, haciendo burla de ellas sus propios dueños, las llamaban holandas de Flandes, y, en lugar de ellas, hicieron sayos estofados de tres y cuatro dedos en grueso, con faldamentos largos que cubriesen los pechos y ancas del caballo, y estos sayos, hechos de mantas, resistían mejor las flechas que otra alguna arma defensiva; y las cotas de malla gruesa y bastas que no eran tenidas en precio, con cualquier otra defensa que les pusiesen debajo, defendían las flechas mejor que las muy galanas y pulidas, por lo cual vinieron a ser estimadas las que habían sido menospreciadas y desechadas las muy tenidas.

De otros tiros dignos de fama que hubo en este descubrimiento haremos mención adelante en los lugares donde acaecieron que cierto son para admirar. Mas al fin, considerando que estos indios son engendrados y nacidos sobre arcos y flechas, criados y alimentados de lo que con ellas matan y tan ejercitados en ellas, no hay por qué maravillarnos tanto.

Capítulo X. Pedro Calderón pasa la ciénaga grande y llega a la de Apalache

Volviendo a tomar el hilo de nuestro camino, decimos que los indios que salían del monte a inquietar los españoles en su alojamiento se contentaron con haber muerto el caballo de Gonzalo Silvestre y con haber perdido el indio que lo mató, que debía ser principal entre ellos, pues, viéndole muerto, se retiraron luego y no volvieron más.

Los castellanos llegaron otro día, después de este suceso, al paso de la ciénaga grande, donde pasaron aquella noche, y luego, el día siguiente sin contradicción de los enemigos la pasaron con no más trabajo del que ella daba de suyo, que era harto grande. Siguieron su viaje por toda la provincia de Acuera, alargando siempre las jornadas todo lo más que podían caminar y, para sobrellevar a los infantes el trabajo de ir a pie, se apeaban los caballeros y les daban los caballos que fuesen en ellos a ratos, y no los tomaban a las ancas por no fatigar los caballos para cuando los hubiesen menester. Con esta diligencia y cuidado, caminaron hasta llegar al pueblo de Ocali, sin contradicción alguna de los enemigos como si fueran por tierra desierta. Los indios desampararon el pueblo y se fueron al monte. Los españoles tomaron la comida que hubieron menester y llegaron al río y, en balsas que hicieron, le pasaron sin que de la una ribera ni de la otra hubiese indio que les diese un grito.

Pasado el río de Ocali, entraron en el pueblo de Ochile y atravesaron toda la provincia de Vitachuco y llegaron al pueblo donde fue la muerte del soberbio Vitachuco y de los suyos, que los castellanos llamaban la Matanza. Pasada la provincia de Vitachuco, llegaron al río de Osachile y lo pasaron en balsas sin ver indio que les hablase palabra. Del río fueron al pueblo llamado Osachile, al cual desampararon sus moradores como lo habían hecho todos los demás que atrás quedaron.

Los españoles, habiendo tomado bastimento en Osachile, caminaron por el despoblado que hay antes de la ciénaga de Apalache. Llegaron a la ciénaga habiendo caminado casi ciento treinta y cinco leguas en toda la paz y quietud del mundo, que, si no fue la noche que mataron el caballo de Gonzalo Silvestre, no les dieron otra pesadumbre en todo este largo camino, de lo cual no hallamos razón que dar ni entonces se pudo alcanzar.

Los indios de la provincia de Apalache, como más belicosos que los pasados, quisieron suplir la falta y descuido que tuvieron los otros en molestar y dañar a los españoles, como luego veremos. Habiendo llegado los nuestros al monte cerrado que está en la ribera de la ciénaga, durmieron fuera en lo raso de un llano y, luego que amaneció, caminaron por el callejón angosto del monte, que dijimos ser de media legua en largo, y entraron en el agua y llegaron a toda prisa por el agua a tomar la tierra. A este tiempo, palos que hallaron caídos. Pasaron por ella los infantes, y los de a caballo pasaron nadando lo más hondo de la canal.

El capitán Pedro Calderón, viendo que habían pasado lo más hondo y peligroso del agua, mandó, para mayor diligencia y seguridad de lo que quedaba por pasar, que diez caballeros, tomando a las ancas cinco ballesteros y cinco rodeleros, fuesen a tomar el callejón angosto del monte que había en la otra ribera. Ellos lo pusieron así por obra y fueron a toda prisa para el agua a tomar la tierra. A este tiempo salieron muchos indios de diversas partes del monte, donde hasta entonces habían estado emboscados tras las matas y árboles gruesos y, con gran vocería y alarido, acometieron a los diez caballeros que llevaban los infantes a las ancas y les tiraron muchas flechas con que mataron al caballo de Álvaro Fernández, portugués, natural de Yelves, e hirieron otros cinco caballos, los cuales, como los sobresaltaron tan de repente y como iban tan cargados y el agua a los pechos, revolvieron huyendo sin que sus dueños pudiesen resistirles, derribaron en el agua los diez infantes que llevaban a sus ancas casi todos mal heridos que, como los indios al revolver de los caballos los tomaron por las espaldas, pudieron flecharlos a su placer y, viéndolos caídos en el agua arremetieron a toda furia a los degollar con gran vocería que a los demás indios daban avisándoles de su victoria para que con mayor esfuerzo y ánimo acudiesen a gozar de ella.

El sobresalto tan repentino con que los indios acometieron a los castellanos y el derribar los peones en el agua y el huir los caballos y los muchos enemigos que acudían a combatirles causaron en ellos gran confusión y alboroto y aun temor de ser desbaratados y vencidos, porque era la pelea en el agua donde los caballos no podían servir con su ligereza para socorrer a los amigos y ofender a los enemigos.

Al contrario, los indios, viendo cuán bien les había sucedido el primer acontecimiento cobraron nuevo ánimo y osadía y, con mayor ímpetu, acometieron a matar los infantes que habían caído en el agua. Al socorro de ellos acudieron los españoles más esforzados que más cerca se hallaron, y los primeros que llegaron fueron Antonio Carrillo, Pedro Morón, Francisco de Villalobos y Diego de Oliva, que habían pasado por la puente, y se pusieron delante de los indios y defendieron que no matasen los infantes. Por el lado izquierdo de los castellanos venía una gran banda de indios que acudían a la victoria que los primeros habían cantado. Delante de todos ellos más de veinte pasos, venía un indio con un gran plumaje a la cabeza con todo el denuedo y bizarría que se puede imaginar. Venía a tomar un árbol grande que estaba entre los unos y los otros, de donde podían, si los indios lo ganaran, hacer mucho daño a los españoles, y aun defenderles el paso. Lo cual, como Gonzalo Silvestre, que estaba más cerca del árbol, lo advirtiese, llamó a grandes voces a Antonio Galván, de quien atrás hicimos mención, el cual, aunque estaba herido y era uno de los que habían caído de los caballos, (como buen soldado) no había perdido su ballesta, y, poniéndole una jara, fue en pos de Gonzalo Silvestre, que con un medio repostero que halló en el agua iba haciendo escudo y le persuadía que no tirase a otro sino al indio que venía delante, que parecía ser capitán general. Y era así verdad, aunque él lo dijo a tiento. De esta manera llegaron al árbol y el indio que venía delante cuando vio que los españoles lo habían ganado por haberse hallado más cerca de él les tiró en un abrir y cerrar de ojos tres flechas, las cuales Gonzalo Silvestre recibió en el escudo que llevaba que, por ir mojado, pudo resistir la furia de ellas.

Antonio Galván, que por no perder el tiro había esperado que el enemigo llegase más cerca, viéndole en buen puesto, le tiró con tan buena puntería que le dio por medio de los pechos y, como el triste no traía por defensa más del pellejo, le metió toda la jara por ellos. El indio, dando una vuelta en redondo, que no cayó del tiro, alzó la voz a los suyos diciendo: «Muerto me han estos traidores». Los indios arremetieron a él y, tomándolo en brazos con gran murmullo, pasando la palabra de unos a otros, lo llevaron por el mismo camino que habían traído.

Capítulo X. Prosigue el camino Pedro Calderón, y la continua pelea de los enemigos con él

No andaba menos cruel y sangrienta la pelea por las otras partes, porque por el lado derecho de la batalla acudió una gran banda de indios con mucho ímpetu y furor sobre los cristianos. Un valiente soldado, natural de Almendralejo, que había nombre Andrés de Meneses, salió a resistirles, y con él fueron otros diez o doce españoles, sobre los cuales cargaron los indios con tanta ferocidad y braveza que, de cuatro flechazos que dieron a Andrés de Meneses por las verijas y muslos, le derribaron en el agua que, por lo ver cubierto el cuerpo con un pavés que llevaba, le tiraron a lo más descubierto. Hirieron asimismo otros cinco de los que fueron con él.

Con esta rabia y crueldad andaba la pelea entre indios y españoles dondequiera que podían llegar a las manos. Los indios redoblaban las fuerzas y el coraje por acabar de vencer, como hombres que tenían por suya la victoria y estaban ensoberbecidos con los buenos lances que habían hecho. Los españoles se esforzaban con su buen ánimo a defender las vidas, que ya no peleaban por otro interés, y llevaban lo peor de la batalla, porque no eran a la defensa más de los cincuenta peones, que los de a caballo, por ser la pelea en el agua, no eran de provecho para los suyos ni de daño para los enemigos.

A este punto corrió por todos los indios la desdichada nueva de que el capitán general de ellos estaba herido de muerte, con la cual mitigaron algún tanto el fuego y la ira con que hasta entonces habían peleado. Empezaron a retirarse poco a poco, empero tirando siempre flechas a sus contrarios. Los castellanos se rehicieron y, con la mejor orden que pudieron, siguieron los indios hasta echarlos fuera de toda el agua y ciénaga, y los metieron por el callejón del monte cerrado que había en la otra ribera de la ciénaga, y les ganaron el sitio que dijimos habían rozado los españoles para su alojamiento cuando pasó el gobernador con su ejército. Aquel sitio habían fortificado los indios y tenían su alojamiento en él. Desampararon por acudir a su capitán general. Los españoles se quedaron en él aquella noche porque era plaza fuerte y cerrada donde los enemigos no podían hacerles daño, si no era por el callejón, y, como lo guardasen, estaban seguros. Curaron los heridos como pudieron, que todos los más lo estaban, y mal heridos, y pasaron la noche velando, que con gritos y alaridos no les dejaron reposar los indios.

Con el buen tiro que Antonio Galván acertó a hacer aquel día socorrió Nuestro Señor a estos españoles, que, cierto, a no ser tal y en la persona del capitán general, se temió hicieran los indios gran estrago en ellos, o los degollaran todos, según andaban pujantes y victoriosos y en gran número, y los españoles pocos y los más a caballo, los cuales, por ser la pelea en el agua, no eran señores de sí ni de sus caballos para ofender al enemigo o defenderse de él, por lo cual, peleando los infantes solos, estuvieron a punto de perderse todos. Y así, platicando después muchas veces delante del gobernador del peligro de aquel día, daban siempre a Antonio Galván la honra de que por él no los hubiesen vencido y muerto.

Luego que amaneció, caminaron los castellanos por el camino angosto del monte cerrado, llevando antecogidos los enemigos hasta sacarlos a otro monte más claro y abierto, de dos leguas de travesía, donde a una parte y a otra del camino los infieles tenían hechas grandes palizadas, o eran las mismas que hicieron cuando el gobernador Hernando de Soto pasó por este camino y se habían quedado en pie hasta entonces. De las palizadas salían los enemigos y tiraban innumerables flechas, con orden y concierto de no acometer a un mismo tiempo por ambos lados por no herirse con sus propias armas. De esta manera caminaron las dos leguas de monte donde los indios hirieron más de veinte castellanos y ellos no pudieron hacer daño alguno en sus enemigos porque hacían harto en guardarse de las flechas. Pasado el monte, salieron a un campo raso donde los indios, de temor de los caballos, no osaron ofender a los españoles, ni aun esperarles. Así los dejaron caminar con menos pesadumbre.

Los cristianos, habiendo caminado cinco leguas, hicieron alto para alojarse en aquel llano, porque los heridos de aquel día y del pasado, con la continua pelea que habían llevado, iban fatigados. Luego que anocheció, vinieron los indios en gran número, y a un tiempo los acometieron por todas partes con gran vocería y alarido. Los de a caballo salieron a resistirles sin guardar orden, sino que cada uno acudía donde más cerca sentían los indios. Los cuales, viendo los caballos, se hicieron a lo largo, tirando siempre flechas; con una de ellas hirieron malamente a un caballo de Luis de Moscoso. En toda la noche cesaron los infieles de dar grita a los cristianos diciéndoles: «¿Dónde vais, malaventurados, que ya vuestro capitán y todos sus soldados son muertos y los tenemos descuartizados y puestos por los árboles y lo mismo haremos de vosotros antes que lleguéis allá? ¿Qué queréis? ¿A qué venís a esta tierra? ¿Pensáis que los que estamos en ella somos tan ruines que os la hemos de desamparar y ser vuestros vasallos y siervos y esclavos? Sabed que somos hombres que os mataremos a todos vosotros y a los demás que quedan en Castilla». Estas y otras razones semejantes dijeron los indios tirando siempre flechas hasta que amaneció.

Capítulo I. Pedro Calderón, con la porfía de su pelea, llega donde está el gobernador

Con el día siguieron los nuestros su camino y llegaron a un arroyo hondo y muy dificultoso de pasar, y los indios lo tenían atajado con palenques y albarradas fuertes, puestas a trechos. Los españoles, reconociendo el paso y lo que en él estaba hecho, y con la experiencia de los que otra vez pasaron por él, mandaron que se apeasen los de a caballo que más bien armados iban, y, tomando rodelas, espadas y hachas, fuesen treinta de ellos en vanguardia a ganar y romper las palizadas y defensas contrarias, y los peor armados, subiendo en los caballos, porque no eran de provecho en aquel paso, fuesen con la ropa y gente de servicio en medio; y otros veinte de los mejor armados quedasen en retaguardia, para que, si los enemigos los acometiesen por las espaldas, hallasen defensa; con esta orden entraron en el monte que había antes del arroyo. Los indios, viendo los castellanos donde no podían valerse de los caballos, que era lo que ellos más temían, cargaron con grandísimo ímpetu, ferocidad y vocería a flecharlos, pretendiendo matarlos todos, según eran pocos y el paso dificultoso. Los cristianos, procurando defenderse, ya que por la estrechura del lugar no podían ofenderles, llegaron a los palenques, donde fue la pelea muy reñida y porfiada, que los unos por hacer camino por do pasar y los otros por defenderlo se herían cruelmente. Al fin, los españoles, unos resistiendo a los indios con las espadas y otros cortando con las hachas las sogas y ataduras de bejucos, que son como parrizas largas y sirven de atar lo que quieren, ganaron el primer palenque, y el segundo, y los demás; empero costoles muy malas heridas que los más de ellos sacaron, sin las cuales, mataron los indios de un flechazo que dieron por los pechos a un caballo de Álvaro Fernández, portugués natural de Yelves, de manera que en este arroyo, y en la ciénaga pasada, perdió este fidalgo dos caballos buenos que llevaba. Con estos males y daños, pasaron los españoles aquel mal paso y caminaron con menos pesadumbre por los llanos donde no había malezas, porque los indios, doquier que no las había, se apartaban de los cristianos de miedo de los caballos. Mas, donde había manchones de monte cerca del camino siempre había indios emboscados que salían a sobresaltar y flechar los nuestros dándoles grita y repitiendo muchas veces aquellas palabras: «¡Dónde vais, ladrones, que ya hemos muerto vuestro capitán y a todos sus soldados!» Y tanto porfiaban en estas razones que ya los castellanos estaban por creerlas, porque, estando ya tan cerca del pueblo de Apalache, que podían ser oídos según la grita que llevaban, no habían salido a socorrerles, ni ellos habían visto gente ni caballos ni otra señal por do pudiesen entender que estaban allí. De esta manera caminaron estos ciento y veinte españoles escaramuzando y peleando con los indios todo el día, y llegaron a Apalache a puesta de sol, que, aunque la jornada no había sido tan larga como las pasadas, la habían caminado a paso corto por los muchos heridos que llevaban, de los cuales murieron después diez o doce, y entre ellos Andrés de Meneses, que era un valiente soldado.

Llegados ante la presencia tan deseada de su capitán general y de sus amados compañeros, fueron recibidos con la fiesta y regocijo que se puede imaginar, como hombres que habían sido tenidos por muertos y pasados de esta vida, según que los indios, por dar pena y dolor al gobernador y a los suyos, les habían dicho muchas veces que los habían degollado por los caminos, y ello era verosímil, porque habiéndose visto el gobernador en grandes peligros y necesidades con llevar más de ochocientos hombres de guerra cuando pasó por aquellas provincias y malos pasos, era creedero que, no siendo más de ciento y veinte los que entonces iban, se hubiesen perdido. Por lo cual, como si hubieran resucitado, así fueron general y particularmente recibidos y festejados de sus compañeros, dando los unos y los otros gracias a Dios que los hubiese librado de tantos peligros.

El gobernador como padre amoroso recibió a su capitán y soldados con mucha alegría, abrazando y preguntando a cada uno de por sí cómo venía de salud y cómo le había ido por el camino. Mandó curar y regalar con mucho cuidado los que iban heridos. En suma, con grandes palabras engrandeció y agradeció los trabajos y peligros que a ida y vuelta los unos y los otros habían pasado, ca este caballero y buen capitán, cuando se ofrecía ocasión, sabía hacer esto con mucha bondad, discreción y prudencia.

Capítulo I. Juan de Añasco llega a Apalache y lo que el gobernador proveyó para descubrir puerto en la costa

Es de saber que, cuando el capitán Pedro Calderón llegó al pueblo de Apalache, había seis días que el contador Juan de Añasco, que salió de la bahía de Espíritu Santo con los dos bergantines en demanda de la de Aute, era llegado sin haberle acaecido por la mar cosa digna de memoria. Desembarcose en Aute, sin contradicción de los enemigos, porque el gobernador, tanteando poco más o menos el tiempo que podía tardar en su viaje, envió doce días antes que llegase al puerto una compañía de caballos y otra de infantes que le asegurasen el puerto y el camino hasta el real, los cuales se remudaban de cuatro en cuatro días, que llegando los unos a la bahía se volvían los otros, y, mientras estaban en el puerto tenían las banderas puestas en los árboles más altos para que las viesen desde la mar. Juan de Añasco las vio y se vino al real con las dos compañías, dejando buen recaudo en los bergantines que quedaban en la bahía. Pues como estos dos capitanes Juan de Añasco y Pedro Calderón se viesen ahora juntos en compañía del gobernador y de los demás capitanes y soldados, hubieron mucho placer y regocijo por parecerles que, como se hallasen juntos en los trabajos, por grandes que fuesen se les harían fáciles, porque la compañía de los amigos es alivio y descanso en los afanes. Con este común contento pasaron el invierno estos españoles en el pueblo y provincia de Apalache, donde sucedieron algunas cosas que será bien dar cuenta de ellas sin guardar orden ni tiempo más de que pasaron en este alojamiento.

Pocos días después de lo que se ha dicho, como el gobernador nunca estuviese ocioso sino imaginando y dando trazas consigo mismo de lo que para el descubrimiento y conquista, y después para poblar la tierra le pareció convenir, mandó a un caballero de quien tenía toda confianza, natural de Salamanca, llamado Diego Maldonado (el cual era capitán de infantería y con mucha satisfacción de todo el ejército había servido en todo lo que hasta entonces se había ofrecido), que, entregando su compañía a otro caballero, natural de Talavera de la Reina, llamado Juan de Guzmán, gran amigo suyo y camarada, fuese a la bahía de Aute y con los dos bergantines que el contador Juan de Añasco allí había dejado, fuese costeando la costa adelante hacia el poniente por espacio de cien leguas, y con todo cuidado y diligencia mirase y reconociese los puertos, caletas, senos, bahías, esteros y ríos que hallase y los bajíos que por la costa hubiese, y de todo ello le trajese relación que satisficiese, que para lo que adelante se les ofreciese, dijo, le convenía tenerlo sabido todo, y diole dos meses de plazo para ir y volver.

El capitán Diego Maldonado fue a la bahía de Aute y de allí se hizo a la vela en demanda de su empresa, y, habiendo andado costeando los dos meses, volvió al fin de ellos con larga relación de lo que había visto y descubierto. Entre otras cosas, dijo cómo a sesenta leguas de la bahía de Aute dejaba descubierto un hermosísimo puerto llamado Achusi, abrigado de todos vientos, capaz de muchos navíos y con tan buen fondo hasta las orillas que podían arrimar los navíos a tierra y saltar en ella sin echar compuerta. Trajo consigo de este viaje dos indios, naturales del mismo puerto y provincia de Achusi, y el uno de ellos era señor de vasallos, los cuales prendió con maña y astucia indigna de caballeros, porque, llegado que fue al puerto de Achusi, los indios le recibieron de paz y con muchas caricias le convidaron que saltase en tierra y tomase lo que hubiese menester, como en la suya propia. Diego Maldonado no osó aceptar el convite por no fiarse de amigos no conocidos. Pues como los indios lo sintieron, dieron en contratar con los castellanos libremente, por quitarles el temor y la sospecha que de ellos podían tener y así iban de tres en tres y de cuatro en cuatro a los bergantines a visitar a Diego Maldonado y a sus compañeros, llevándoles lo que les pedían. Con esta afabilidad de los indios osaron los españoles sondar y reconocer en sus batelejos todo lo que en el puerto había, y, como hubiesen visto y comprado lo que para su navegación había menester, alzaron las velas y se hicieron a largo llevándose los dos indios que trajeron presos, que acertaron a ser el curaca y un pariente suyo. Los cuales, confiados en la buena amistad que infieles y fieles (aunque para ellos no lo fueron) se habían hecho y movidos por la relación que los otros indios les habían dado de los bergantines, con deseo de ver lo que nunca habían visto, osaron entrar en ellos y visitar al capitán y a sus soldados, los cuales, como supiesen que el uno de ellos era el cacique, gustaron llevárselo.

Capítulo I. El gobernador envia relación de su descubrimento a La Habana. Cuéntase la temeridad de un indio

Con la relación que el capitán Diego Maldonado trajo de toda la costa y del buen puerto que había descubierto en Achusi holgaron mucho, porque, conforme a las trazas que el general llevaba hechas, les parecía que los principios y medios de su descubrimiento y conquista iban bien encaminados para los fines que en ella pretendían de poblar y hacer asiento en aquel reino. Porque lo principal que el gobernador y los suyos deseaban para poblar era descubrir un puerto tal cual se había descubierto, donde fuesen a surgir los navíos que llevasen gente, caballos, ganados, semillas y otras cosas necesarias para nuevas poblaciones.

Pocos días después de la venida de Diego Maldonado, le mandó el gobernador fuese a La Habana con los dos bergantines que tenía a su cargo y visitase a doña Isabel de Bobadilla y le diese cuenta de lo que hasta entonces por mar y tierra habían andado y visto, y enviase la misma relación a todas las demás ciudades y villas de la isla, y que para el octubre venidero (que esto era el fin de febrero del año de mil y quinientos y cuarenta) volviese al puerto de Achusi con los dos bergantines y la carabela que Gómez Arias había llevado, y con otro algún navío o navíos más, si hallasen a comprar, y en ellos trajesen todas las ballestas y arcabuces, plomo y pólvora que se pudiese haber, y mucho calzado de zapatos y alpargates, y otras cosas que el ejército había menester, de las cuales por escrito le dio una memoria con instrucción de lo que había de hacer, porque para entonces pensaba el gobernador hallarse en el puerto de Achusi, habiendo hecho un gran cerco por la tierra adentro y descubierto las provincias que por aquel paraje hubiese para dar principio a la población, mas convenía poblar primero el puerto, cosa tan necesaria para lo de la mar y lo de tierra. Mandole asimismo dijese a Gómez Arias se viniese con él para el tiempo señalado, porque por su mucha prudencia para las cosas de gobierno, y por su buena industria y mucha práctica para las de la guerra, le convenía tenerlo consigo.

Con esta orden y comisión salió el capitán Diego Maldonado de la bahía de Aute y fue a La Habana, donde por las buenas nuevas que del gobernador y de su ejército llevaba, y por el próspero suceso hasta entonces habido y por el que se esperaba tener adelante, fue muy bien recibido de doña Isabel de Bobadilla y de toda la ciudad de La Habana, de donde se envió luego el aviso a las demás ciudades de la isla, las cuales con mucho regocijo solemnizaron la prosperidad del gobernador. Y para el tiempo señalado se hicieron grandes apercibimientos de enviarle socorro de gente, caballos y armas y las demás cosas necesarias para poblar. Todo lo cual aprestaban las ciudades en común, y los hombres ricos en particular, esforzándose cada cual en su tanto de enviar o llevar lo más y mejor que pudiese para mostrar el amor que a su gobernador y capitán general tenían, y por los premios que esperaban. En los cuales apercibimientos los dejaremos y volveremos a contar algunas cosas particulares que acaecieron en la provincia de Apalache, por los cuales se podrán ver las ferocidades de los indios de aquella provincia y juntamente su temeridad, porque cierto por sus hechos muestran que saben osar y no saben temer como se verá en el caso siguiente y en otros que se contarán, aunque no todos los que sucedieron que, por huir prolijidad, nos excusaremos de los más.

Es así que un día de los del mes de enero del año de mil y quinientos y cuarenta sucedió que el contador Juan de Añasco y otros seis caballeros andaban en buena conversación paseando a caballo las calles de Apalache y, habiéndolas andado todas, les dio gusto salirse al campo alderredor del pueblo sin apartarse lejos, porque por las asechanzas de los indios que tras cada mata se hallaban emboscados no estaba el campo seguro. Empero, no habiendo de apartarse del pueblo, les pareció podrían salir sin armas, a lo menos defensivas, y así salieron solamente con las espadas ceñidas, salvo uno de ellos, llamado Esteban Pegado, natural de Yelves, que acertó a ir armado y llevaba una celada en la cabeza y una lanza en la mano. Yendo así en su conversación, vieron un indio y una india que, en lo rozado de un monte que estaba cerca del pueblo, andaban cogiendo frisoles que del año pasado habían quedado sembrados. Debían de cogerlos más por entretenerse hasta ver si salía algún castellano del pueblo que por necesidad que tuviesen de los frisoles, porque como habemos dicho la provincia estaba llena de todo mantenimiento. Como los españoles viesen los indios, fueron a ellos para los prender. La india, viendo los caballos, se cortó, que no acertó a huir. El marido la tomó en brazos y corriendo la llevó al monte que estaba cerca y, habiéndola puesto en las primeras matas, le dio dos o tres empellones diciéndole que se metiese por el monte adentro. Hecho esto, pudiendo haberse ido con la mujer y escaparse, no quiso, antes volvió corriendo adonde había dejado su arco y flechas, y, cobrándolas, salió a recibir a los castellanos con tanta determinación y tan buen denuedo como si ellos fueran otro indio solo como él. Y de tal manera hizo este acometimiento que obligó a los españoles a que unos a otros se dijesen que no lo matasen sino que lo tomasen vivo, por parecerles cosa indigna que siete españoles a caballo matasen un solo indio a pie, y también porque juzgaban que un ánimo tan gallardo como el infiel mostraba no merecía que lo matasen sino que le hiciesen toda merced y favor. Yendo todos con esta determinación, llegaron al indio, que por ser el trecho corto aún no había podido tirar una flecha, y lo atropellaron y procuraron rendir sin lo dejar levantar del suelo encontrándole ya el uno ya el otro, siempre que se iba a levantar, y todos le daban grita que se rindiese.

El indio cuanta más prisa le daban tanto más feroz se mostraba y así caído como andaba, unas veces poniendo la flecha en el arco y tirándola como le era posible y otras dando punzadas en las barriga y pospiernas de los caballos, los hirió todos siete, aunque de heridas pequeñas porque no le daban lugar a poderlas dar mayores. Y, escapándose de entre los pies de ellos, se puso en pie y, tomando el arco a dos manos, dio con él un tan fiero palo sobre la frente a Esteban Pegado, que era el que a recatonazos más le acosaba, que le hizo reventar la sangre por cima de las cejas y le corrió por la cara y lo medio aturdió. El español portugués, viéndole ofendido y tan mal tratado, encendido en ira dijo: «Pesar de tal, ¿será bien que aguardemos a que este indio solo nos mate a todos siete?» Diciendo esto le dio una lanzada por los pechos que le pasó de la otra parte y lo derribó muerto. Hecha esta hazaña, requirieron sus caballos y los hallaron todos heridos, aunque de heridas pequeñas, y se volvieron al real admirados de la temeridad y esfuerzo del bárbaro y corridos y avergonzados de contar que un indio solo hubiese parado de tal suerte a siete de a caballo.

Capítulo V. Dos indios se ofrecieron a guiar los españoles donde hallen mucho oro

Todo el tiempo que el gobernador Hernando de Soto estuvo invernando en el alojamiento y pueblo de Apalache, siempre tuvo cuidado de inquirir y saber qué tierras, qué provincias había adelante hacia el poniente, por la parte que tenía imaginado y trazado de entrar el verano siguiente para ver y descubrir aquel reino. Con este deseo andaba siempre informándose de los indios que en su ejército había domésticos de días atrás y de los que nuevamente prendían, importunándoles dijesen lo que de aquella tierra y partes de ella sabían. Pues como el general y todos sus capitanes y soldados anduviesen con este cuidado y diligencia, sucedió que entre otros indios que prendieron, los que iban a correr el campo prendieron a un indio mozo de diez y seis o diez y siete años; conociéronle algunos indios de los que eran criados de los españoles y tenían amor a sus amos. Estos les dieron noticia para que se la diesen al gobernador cómo aquel mozo había sido criado de unos indios mercaderes que con sus mercaderías, vendiendo y comprando, solían entrar muchas leguas la tierra adentro y que había visto y sabía lo que el gobernador tanto procuraba saber. No se entienda que los mercaderes iban a buscar oro ni plata sino a trocar unas cosas por otras, que era el mercadear de los indios porque ellos no tuvieron uso de moneda. Con este aviso, pesquisaron al mozo lo que sabía. Respondió que era verdad tenía noticia de algunas provincias que con los mercaderes sus amos había andado y se atrevía a guiar los españoles doce o trece jornadas de camino que había en lo que él había visto. El gobernador entregó el indio a un español encargándole tuviese particular cuidado de él no se les huyese; mas el mozo les quitó de esta congoja porque en breve tiempo se hizo tan amigo y familiar de los españoles que parecía haber nacido y criádose entre ellos.

Pocos días después de la prisión de este indio prendieron otro casi de la misma edad o poco mayor y, como el primero lo conociese, dijo al gobernador: «Señor, este mozo ha visto las mismas tierras y provincias que yo y otras más adelante, que las ha andado con otros mercaderes más ricos y caudalosos que mis amos».

El indio nuevamente preso confirmó lo que había dicho el primero y de muy buena voluntad se ofreció a los llevar y guiar por las provincias que había andado, que dijo eran muchas y grandes. Preguntado por las cosas que en ellas había visto, si tenían oro o plata o piedras preciosas, que era lo que más deseaban saber, y mostrándole joyas de oro y piezas de plata y piedras finas de sortijas, que entre algunos capitanes y soldados principales se hallaron, para que entendiese mejor las cosas que le preguntaban, respondió que en una provincia, que era la postrera que había andado, llamada Cofachiqui, había mucho metal como el amarillo y como el blanco y que la mayor contratación de los mercaderes sus amos era comprar aquellos metales y venderlos en otras provincias. Demás de los metales dijo que había grandísima cantidad de perlas, y para decir esto señaló una perla engastada que vio entre las sortijas que le mostraron. Con estas nuevas quedaron nuestros españoles muy contentos y regocijados, deseando verse ya en el Cofachiqui para ser señores de mucho oro y plata y perlas preciosas.

Volviendo a los hechos particulares, que entre indios y españoles acaecieron en Apalache, es así que, entrado ya el mes de marzo, sucedió que salieron del real veinte caballos y cincuenta infantes y fueron una legua del pueblo principal a otro de la jurisdicción a traer maíz, que lo había en abundancia por los poblezuelos de toda aquella comarca, en tanta cantidad que los españoles en todo el tiempo que estuvieron en Apalache nunca se alejaron legua y media del pueblo principal para proveerse de zara y otras semillas y legumbres que comían. Pues como hubiesen recogido el maíz que habían de llevar se emboscaron en el mismo pueblo con deseo de prender algunos indios, si a él viniesen. Pusieron una atalaya en lo más alto de una casa que se diferenciaba mucho de las otras y parecía templo. Pasado un buen espacio, el atalaya dio aviso que en la plaza, que era muy grande, estaba un indio mirando si había algo en ella.

Un caballero, llamado Diego de Soto, sobrino del gobernador, que era uno de los mejores soldados del ejército y muy buen jinete, salió corriendo a caballo a prender el indio por mostrar su destreza y valentía más que por necesidad que de él tuviese. El indio, como vio el caballero, corrió con grandísima ligereza una carrera de caballo por ver si con la huida podía escaparse, que los naturales de este gran reino de la Florida son ligeros y grandes corredores y se precian de ello. Mas, viendo que el caballo le iba ganando tierra, se metió debajo de un árbol que halló cerca, que es guarida que los peones, a falta de picas, siempre suelen tomar para defenderse de los caballos; y, poniendo una flecha en el arco, que como otras veces hemos dicho de continuo andan apercibidos de estas armas, esperó a que llegase a tiro el español. El cual, no pudiendo entrar debajo del árbol, pasó corriendo por lado y tiró un bote al enemigo, corriendo la lanza sobre el lado izquierdo por ver si podía alcanzarle. El indio, guardándose del golpe de la lanza, tiró la flecha al caballo al tiempo que emparejaba con él y acertó a darle entre la cincha y el codillo con tanta fuerza y destreza que el caballo fue trompicando quince o veinte pasos adelante y cayó muerto sin menear pie ni mano. A este punto iba corriendo a media rienda otro caballero llamado Diego Velázquez, caballerizo del gobernador, no menos valiente y diestro en la jineta que el pasado, el cual había salido en pos de Diego de Soto para le socorrer, si lo hubiese menester. Viendo, pues, el tiro que el indio había hecho en el compañero, dio más prisa al caballo, y, no pudiendo entrar debajo del árbol, pasó por lado tirando otra lanzada como la de Diego de Soto. El indio hizo la misma suerte que en el primero, porque al emparejar del caballo le dio otro flechazo tras el codillo, y, como al pasado, le hizo ir dando tumbos hasta caer muerto a los pies del compañero. Los dos compañeros españoles con sus lanzas en las manos se levantaron a toda prisa, y, por vengar la muerte de sus caballos, arremetieron con el indio, el cual, contento con las dos buenas suertes que en tan breve tiempo y con tan buena ventura había hecho, se fue corriendo al monte haciendo burla y escarnio de ellos, volviendo el rostro a hacerles visajes y ademanes, y les decía yéndose al paso de ellos sin querer correr lo que podía: «Peleemos todos a pie y veremos quién son los mejores». Con estas palabras y otras que dijo en vituperio de los castellanos, se puso en salvo, dejándolos bien lastimados de tanta pérdida como la de dos caballos, que, por sentir estos indios la ventaja que les hacían los españoles a caballo, procuraban y holgaban más de matar un caballo que cuatro cristianos, y así, con todo cuidado y diligencia tiraban antes al caballo que al caballero.

Capítulo V. De algunos trances de armas que acaecieron en Apalache, y de la fertilidad de aquella provincia

Pocos días después del mal lance de Diego de Soto y Diego Velázquez sucedió otro no mejor, y fue que dos portugueses, el uno llamado Simón Rodríguez, natural de la villa de Marván, y el otro Roque de Yelves, natural de Yelves, salieron en sus caballos fuera del pueblo a coger fruta verde, que la había en los montes cerca del pueblo, y, pudiéndola coger de encima de los caballos de las ramas bajas, no quisieron sino apearse y subir en los árboles y coger de las ramas altas por parecerles que era la mejor. Los indios, que no perdían ocasión que se les ofreciese para poder matar o herir a los castellanos, viendo los dos españoles portugueses subidos en los árboles, salieron a ellos. Roque de Yelves, que los vio primero que su compañero, dando arma, se echó del árbol abajo y fue corriendo a tomar su caballo. Un indio de los que iban tras él le tiró una flecha con un arpón de pedernal y le dio por las espaldas y le pasó a los pechos una cuarta de flecha, de que cayó en el suelo sin poderse levantar. A Simón Rodríguez no dejaron bajar del árbol sino que lo flecharon encima de él como si fuera alguna fiera encaramada y, atravesado con tres flechas de una parte a otra, lo derribaron muerto, y apenas hubo caído cuando le quitaron la cabeza, digo todo el casco en redondo (que no se sabe con qué maña lo quitan con grandísima facilidad), y lo llevaron para testimonio de su hecho. A Roque de Yelves dejaron caído sin quitarle el casco porque el socorro de los españoles a caballo, por ser la distancia breve, iba tan cerca que no dio lugar a los indios a que se lo quitasen; el cual en pocas palabras contó el suceso y pidiendo confesión expiró luego. Los dos caballos de los portugueses, con el ruido y sobresalto de los indios, huyeron hacia el real; los españoles que iban al socorro los cobraron y hallaron que uno de ellos traía en una pospierna una gota de sangre, y lo llevaron a un albéitar que lo curase, el cual, habiendo visto que la herida no era mayor que la de una lanceta, dijo que no había allí qué curar; el día siguiente amaneció el caballo muerto. Los castellanos, sospechando hubiese sido herida de flecha, lo abrieron por la herida y, siguiendo la señal de ella por el largo del cuerpo, hallaron una flecha que, habiendo pasado todo el muslo y las tripas y asadura, estaba metida en lo hueco del pecho, que para salir al pretal no le faltaba por pasar cuatro dedos de carne. Los españoles quedaron admirados, pareciéndoles que una pelota de arcabuz no pudiera pasar tanto. Cuéntanse estas particularidades, aunque de poca importancia, porque acaecieron en este alojamiento, y por la ferocidad de ellas, que es de notar, y, porque es ya razón que concluyamos con las cosas acaecidas en el pueblo principal de Apalache, decimos en suma (porque contarlas todas sería cosa muy prolija), que los naturales de esta provincia, todo el tiempo que los españoles estuvieron invernando en su tierra, se mostraron muy belicosos y solícitos, y que tenían cuidado y diligencia de ofender a los castellanos sin perder ocasión ni lance, por pequeño que fuese, donde pudiesen herir o matar a los que del real se desmandaban, aunque fuese muy poco trecho.

Alonso de Carmona, en su Peregrinación, nota particularmente la ferocidad de los indios de la provincia de Apalache, de los cuales dice estas palabras que son sacadas a la letra: «Estos indios de Apalache son de gran estatura y muy valientes y animosos, porque como se vieron y pelearon con los pasados de Pánfilo de Narváez y les hicieron salir de la tierra, mal que les pesó, veníansenos cada día a las barbas y cada día teníamos refriegas con ellos, y, como no podían ganar nada con nosotros a causa de ser nuestro gobernador muy valiente, esforzado y experimentado en guerra de indios, acordaron de andarse por el monte en cuadrillas, y, como salían los españoles por leña y la cortaban en el monte, al sonido de la hacha acudían los indios y mataban los españoles y soltaban las cadenas de los indios que llevaban para traerla a cuestas y quitaban al español la corona, que era lo que ellos más preciaban, para traerla al brazo del arco con que peleaban, y, a las voces que daban y arma que decían, acudíamos luego y hallábamos hecho el mal recaudo, y así nos mataron a más de veinte soldados, y esto fue en muchas veces. Y acuérdome que un día salieron del real siete de a caballo a ranchear, que es buscar alguna comida y matar algún perrillo para comer, que en aquella tierra usábamos todos y nos teníamos por dichosos el día que nos cabía parte de alguno y aún no había faisanes que mejor nos supiesen, y andando buscando estas cosas toparon con cinco indios, los cuales los aguardaron con sus arcos y flechas e hicieron una raya en la tierra y les dijeron que no pasasen de allí porque morirían todos. Y los españoles, como no saben de burlas, arremetieron con ellos, y los indios desembrazaron sus arcos y mataron dos caballos e hirieron otros dos y a un español hirieron malamente; y los españoles mataron uno de los indios y los demás escaparon por sus pies, porque verdaderamente son muy ligeros y no les estorban los aderezos de las ropas, antes les ayuda mucho el andar desnudos». Hasta aquí es de Alonso de Carmona.

Sin la vigilancia contra los desmandados, la tenían también contra todo el ejército, inquietándolo con armas y rebatos que de día y de noche le daban, sin querer presentar batalla de gente junta en escuadrón formado sino con asechanzas, escondiéndose en las matas y montecillos por pequeños que fuesen y, donde menos se pensaba que pudiesen estar, de allí salían como salteadores a hacer el daño que podían. Y esto baste cuanto a la valentía y ferocidad de los naturales de la provincia de Apalache. De cuya fertilidad también hemos dicho que es mucha, porque es abundante de zara o maíz y otras muchas semillas de frisoles y calabaza (que en lengua del Perú llaman zapallu), y otras legumbres de diversas especies, sin las frutas que hallaron de las de España, como son ciruelas de todas maneras, nueces de tres suertes, que la una de ellas es toda aceite, bellota de encina y de roble en tanta cantidad que se queda caída a los pies de los árboles de un año para otro porque, como estos indios no tienen ganado manso que la coma, ni ellos la han menester, la dejan perder.

En conclusión, para que se vea la abundancia y fertilidad de la provincia de Apalache, decimos que todo el ejército de los españoles con los indios que llevaban de servicio, que por todos eran más de mil y quinientas personas y más de trescientos caballos, en cinco meses, y más, que estuvieron invernando en este alojamiento, se sustentaron con la comida que al principio recogieron, y, cuando la habían menester, la hallaban en los pueblos pequeños de la comarca en tanta cantidad que nunca se alejaron legua y media del pueblo principal para la traer. Sin esta fertilidad de la cosecha tiene la tierra muy buena disposición para criarse en ella toda suerte de ganados, porque tiene buenos montes y dehesas con buenas aguas, ciénagas y lagunas con mucha juncia y anea para ganado prieto que se cría muy bien con ella y comiéndola no han menester grano. Y esto baste para la relación de lo que hay en esta provincia y de sus buenas partes, que una de ellas es poderse criar en ella mucha seda por la abundancia que tiene de morales; tiene también mucho pescado y bueno.

Fin del libro segundo

LIBRO III

Dice de la salida de los españoles de Apalache; la buena acogida que en cuatro provincias les hicieron; la hambre que en unos despoblados pasaron; la infinidad de perlas y de otras grandezas y riquezas que en un templo hallaron; las generosidades de la señora de Cofachiqui y de otros caciques, señores de vasallos; una batalla muy sangrienta que debajo de amistad los indios les dieron; un motín que trataron ciertos castellanos; las leyes de los indios contra las adúlteras; otra batalla muy brava que hubo de noche. Contiene treinta y nueve capítulos.

Capítulo I. Sale el gobernador de Apalache y dan una batalla de siete a siete

El gobernador y adelantado Hernando de Soto, habiendo despachado al capitán Diego Maldonado que fuese a La Habana para lo que atrás se dijo y habiendo mandado proveer el bastimento y las demás cosas necesarias pasa salir de Apalache, que era ya tiempo, sacó su ejército de aquel alojamiento a los últimos de marzo de mil y quinientos y cuarenta años y caminó tres jornadas hacia el norte por la misma provincia sin topar enemigos que le diesen pesadumbre, con haber sido los de aquella tierra muy enfadosos y belicosos. El último día de los tres, se alojaron los castellanos en un pueblo pequeño, hecho península, casi todo él rodeado de una ciénaga que era de más de cien pasos en ancho, con mucho cieno, hasta medios muslos. Tenían puentes de madera a trechos para salir por ella a todas partes. El pueblo estaba asentado en un sitio alto de donde se descubría mucha tierra y se veían otros muchos pueblos pequeños que por un hermoso valle estaban derramados. En este pueblo, que era el principal de los de aquel valle, y todos eran de la provincia de Apalache, pasó el ejército tres días. El segundo día sucedió que salieron a medio día del real cinco alabarderos de los de guarda del general y otros dos soldados, naturales de Badajoz. El uno había nombre Francisco de Aguilera y el otro Andrés Moreno, que por otro nombre le llamaban Ángel Moreno porque, por ser hombre alegre y regocijado, siempre en todo lo que hablaba mezclaba sin propósito ninguno esta palabra «Ángeles, ángeles».

Estos siete españoles salieron del pueblo principal sin orden de los ministros del ejército, sólo por su recreación, a ver lo que en los otros poblezuelos había. Los cinco de la guardia llevaban sus alabardas, y Andrés Moreno, su espada ceñida y una lanza en las manos, y Francisco de Aguilera, una espada y rodela. Con estas armas salieron del pueblo sin acordarse de la mucha vigilancia y cuidado que los indios de aquella provincia en matar los desmandados tenían. Pasaron la ciénaga y una manga de monte que no tenía veinte pasos de travesía; de la otra parte había tierra limpia y muchas sementeras de maíz.

Apenas se habían alejado los siete españoles doscientos pasos del real, cuando dieron los indios en ellos, que, como hemos visto, no se dormían en sus asechanzas contra los que salían de orden. A la grita y vocería que unos y otros traían peleando y dando arma y pidiendo socorro, salieron del pueblo muchos españoles a defender los suyos y, por no perder tiempo buscando paso a la ciénaga, la pasaban por donde más cerca se hallaron, con el agua y el cieno a la cinta y a los pechos. Más, por prisa que se dieron, hallaron muertos los cinco alabarderos, cada uno de ellos con diez o doce flechas atravesadas por el cuerpo, y Andrés Moreno vivo, empero con una flecha de arpón de pedernal, que, sin otras que por el cuerpo tenía, le atravesaba de los pechos a las espaldas, y, luego que se la quitaron para le curar, murió. Francisco de Aguilar, que era hombre fuerte y robusto más que los otros, y como tal se había defendido mejor que los demás, quedó vivo, aunque salió con dos flechazos que le pasaban ambos muslos y muchos palos que en la cabeza y por todo el cuerpo le dieron con los arcos, porque llegó a cerrar con los indios, y ellos, habiendo gastado las flechas y viéndole solo, a dos manos le dieron con los arcos tan grandes palos que le hicieron pedazos la rodela, que no le quedó más que las manijas, y, de un golpe que le dieron a soslayo en la frente, le derribaron toda la carne de ella hasta las cejas y le dejaron los cascos de fuera.

De esta manera quedaron siete españoles y los indios se pusieron en cobro antes que el socorro llegase, porque lo habían sentido cerca. Los cristianos no pudieron ver cuántos eran los enemigos, y Francisco de Aguilar les dijo que eran más de cincuenta y que por ser tantos contra tan pocos los habían muerto en tan breve tiempo. Empero después, de día en día, fue descubriendo en favor de los indios cosas que pasaron en la refriega y, más de veinte días después de ella, ya que estaba sano de sus heridas, aunque todavía flaco y convaleciente, burlándose otros soldados con él acerca de los palos que los indios le habían dado y diciéndole si los había contado, si le habían dolido mucho, si pretendía vengarlos, si pensaba desafiar los enemigos con condición que saliesen uno a uno porque se excusase la ventaja de salir tantos juntos contra uno solo, y otras cosas semejantes y graciosas que los soldados unos con otros en sus burlas suelen decir, respondió Francisco de Aguilar diciendo: «Yo no conté los palos, porque no me dieron ese lugar, ni se daban tan a espacio que se pudieran contar. Si me dolieron mucho o poco, vosotros lo sabréis cuando os den otros tantos, que no os faltará día para recibirlos, yo os lo prometo. Y porque hablemos de veras y veáis quién son los indios de esta provincia, os quiero contar, fuera de burla, sin quitar ni poner nada en el hecho (aunque lo que dijere sea contra mí mismo), una cortesía y valerosidad de ánimo que aquel día usaron con nosotros».

«Sabréis que, como entonces dije, salieron más de cincuenta indios a darnos vista, mas, luego que vieron y reconocieron que no éramos más de siete y que no iban caballos en nuestra defensa, se apartaron del escuadrón que traían hecho otros siete indios y los demás se retiraron a lejos y no quisieron pelear. Y los siete solos nos acometieron y, como no llevásemos ballestas ni arcabuces con que los pudiésemos arredrar, y ellos sean más sueltos y ligeros que nosotros, andábansenos delante saltando y haciendo burla de nosotros, flechándonos a todo su placer como si fuéramos fieras atadas, sin que los pudiésemos alcanzar a herir. De esta manera mataron a mis compañeros, y, viéndome solo, porque no me fuese alabando cerraron todos siete conmigo y con los arcos a dos manos me pusieron cual me hallasteis y, pues me dejaron con la vida, yo les perdono los palos y no pienso desafiarles, porque no pidan que, para que valga el desafío, me vuelvan a poner como me dejaron. Por mi honra he callado todo esto y no lo he dicho hasta ahora, mas ello pasó así realmente y Dios os libre de salir desmandados porque no os acaezca otra tal».

Los compañeros y amigos de Francisco de Aguilar quedaron admirados de haberle oído, porque nunca habían imaginado que los indios fueran para hacer tanta gentileza, que quisieron pelear uno a uno con los castellanos pudiéndolos acometer con ventaja. Mas todos los de este gran reino presumen tanto de su ánimo, fuerzas y ligereza que, no viendo caballos, no quieren reconocer ventaja a los españoles, antes presumen tenerla ellos principalmente si de armas defensivas anduviesen los cristianos tan mal proveídos como andan los indios.

Capítulo I. Llegan los españoles a Altapaha y de la manera que fueron hospedados

Con la desgracia y pérdida de los seis españoles, salió el gobernador del pueblo península de la provincia de Apalache y, habiendo caminado otras dos jornadas, que por todas fueron cinco las que anduvieron para salir de esta provincia, entraron en los términos de otra llamada Altapaha. El adelantado, por ver si los naturales de aquella provincia eran tan ásperos y belicosos como los de Apalache, quiso ser el primero que la viese, y también porque era costumbre suya muy guardada que a cualquier nuevo descubrimiento de provincia había de ir él mismo, porque no se satisfacía de relación ajena sino que la había de ver por propios ojos. Para lo cual eligió cuarenta de a caballo y sesenta infantes, veinte rodeleros y veinte arcabuceros, y veinte ballesteros, que siempre que iban a cualquier hecho iban los infantes sorteados de esta manera.

Con ellos caminó el gobernador dos días, y, al amanecer del día tercero, entró en el primer pueblo de la provincia de Altapaha, y halló que los indios se habían retirado a los montes y llevado consigo sus mujeres, hijos y hacienda. Los castellanos corrieron el pueblo y prendieron seis indios. Los dos eran caballeros y capitanes en la guerra, los cuales se habían quedado en el pueblo para echar fuera de él la gente menuda. Lleváronlos todos seis ante el gobernador para que supiese de ellos lo que había en la provincia.

Los indios principales, antes que el adelantado les preguntase cosa alguna, dijeron: «¿Qué es lo que vosotros queréis en nuestras casas? ¿Queréis paz o guerra?» Esto dijeron sin muestra alguna de pesadumbre que tuviesen de verse presos en poder ajeno, antes mostraron un semblante señoril como si estuvieran en toda su libertad y hablaran con otros indios sus comarcanos.

El general respondió por su intérprete Juan Ortiz diciendo que con nadie quería guerra sino paz y amistad con todos; que ellos iban en demanda de ciertas provincias que adelante había y que para su camino tenían necesidad de bastimento, porque no se podía excusar el comer, y que sola esta pesadumbre, y no otra, daban por los caminos; que esto era lo que querían y no otra cosa.

Los principales dijeron: «Pues para eso no hay para qué nos prendáis, que aquí os daremos todo buen recaudo para vuestro viaje y os trataremos mejor que os trataron en Apalache, que bien sabemos cómo os fue por allá». Dicho esto, mandaron a dos indios de los cuatro que con él habían preso que, con toda diligencia, fuesen a dar aviso a su curaca y señor principal y le dijesen lo que habían visto y oído a los castellanos y, de camino, avisasen a los indios que topasen que, pasando la palabra de unos a otros, acudiesen todos a servir los cristianos que en su tierra estaban, porque eran amigos y no venían a ofenderles. El gobernador, oída la buena razón de los indios, fiándose de ellos y viendo que se negociaba mejor por bien que por mal, mandó soltarlos luego y que los regalasen y tratasen como amigos.

Los indios fueron con el recaudo y los cuatro quedaron con el general y le dijeron tuviese por bien su señoría de volver atrás a otro pueblo mejor que aquel donde estaban y que lo llevarían por un camino más apacible que el que había traído. El gobernador, porque se acercaba su ejército, holgó de hacer lo que los indios le dijeron, y mandó a uno de ellos que llevase aviso al maese de campo que fuese derecho a aquel pueblo y no rodease por donde él había venido. Como llegasen los castellanos al pueblo donde los indios los llevaron, fueron hospedados con muestra de mucho amor y el cacique, luego que tuvo nueva de la amistad hecha con los españoles, vino a besar las manos al gobernador, y entre los dos pasaron palabras de comedimiento y afabilidad. Con el curaca vinieron todos sus vasallos con las mujeres e hijos que habían retirado a los campos y poblaron sus pueblos.

Entre tanto llegó el ejército y se alojó dentro y fuera del pueblo, y entre los españoles e indios, en todo el tiempo que estuvieron en esta provincia, se mantuvo toda buena paz y amistad, que no la tuvieron los nuestros en poco según la mucha guerra que los de Apalache les habían hecho.

Habiendo descansado los castellanos tres días en el pueblo de Altapaha, salieron de él y caminaron diez jornadas por la ribera de un río arriba, y vieron que toda aquella tierra parecía ser tan fértil y más que la de Apalache y la gente doméstica y apacible. Con los cuales se mantuvo la paz que al principio se había asentado, de manera que ninguna molestia recibieron los indios, sino fue de la comida que les gastaron, y ésa tomaban los españoles muy tasadamente por no escandalizar los naturales. En esta provincia de Altapaha se hallaron morales grandísimos que, aunque los habían en las otras, eran nada en comparación de éstos.

Al fin de las diez jornadas que los nuestros caminaron norte sur el río arriba, salieron de la provincia Altapaha, dejando al curaca y a sus indios muy contentos de la amistad que con ellos se había hecho y entraron en otra provincia llamada Achalaque, la cual era pobre y estéril de comida, y había en ella pocos indios mozos, que casi todos los moradores de ella eran viejos y en común cortos de vista y muchos de ellos ciegos. Y, como el haber en un pueblo y provincia muchos viejos sea indicio de que haya muchos más mozos, no los hallando en esta tierra, se admiraron los españoles y aun sospecharon que estuviesen amotinados y escondidos en alguna parte para hacer algún mal hecho contra los cristianos, mas por la pesquisa se entendió que no había cosa encubierta más de lo que parecía en público. Empero, la causa por que había tantos viejos y tan pocos mozos no la inquirieron. Por esta provincia de Achalaque caminaron los españoles grandes jornadas por salir presto de ella, así porque era estéril de comida como porque deseaban verse ya en la de Cofachiqui, donde por las nuevas que habían tenido que en aquella provincia había mucho oro y plata, pensaban cargarse de grandes tesoros y volverse a España.

Con este deseo doblaban las jornadas, y podíanlo hacer con facilidad porque la tierra era llana, sin montes, sierras ni ríos que les estorbasen el paso largo. En cinco jornadas atravesaron la provincia de Achalaque y dejaron al curaca y naturales de ella en mucha paz y amistad con los castellanos, y, porque se acordasen de ellos, les dio el gobernador, entre otras dádivas, dos cochinos, macho y hembra, para que criasen. Y lo mismo había hecho con el cacique de Altapaha y con los demás señores de provincias que habían salido de paz y hecho amistad a los españoles, y, aunque hasta ahora no hemos hecho mención que el adelantado hubiese llevado este ganado a la Florida, es así que llevó más de trescientas cabezas, machos y hembras, que multiplicaron grandemente y fueron de mucho provecho en grandes necesidades que nuestros castellanos tuvieron en este descubrimiento. Y si los indios (aborreciendo más la memoria de los que les llevaron este ganado que estimando el provecho de él) no lo han consumido, es de creer que, según la comodidad que aquel gran reino tiene para lo criar, hay hoy gran cantidad de él, porque, sin los que el gobernador daba a los curacas amigos, se perdieron muchos por los caminos, aunque sobre ellos llevaban mucha guarda y cuidado, que particularmente se les señalaba, cuando caminaban, una de las compañías de a caballo que por su rueda los guardasen.

Capítulo I. De la provincia Cofa y de su cacique y de una pieza de artillería que le dejaron en guarda

El adelantado tenía costumbre, siempre que había de salir de una provincia e ir a otra, enviar delante mensajeros que avisasen al cacique de su ida. Esto hacía, lo uno por requerirles con la paz y asegurarlos de temor que de ver gente extraña en su tierra podían tener, y lo otro por descubrir en la respuesta que los indios le daban el ánimo bueno o malo que les quedaba y, cuando los indios, por la enemistad que entre ellos había, no osaban ir los de la una provincia a la otra, o cuando había algún despoblado en medio, entonces el mismo gobernador, como hemos visto atrás, hacía el descubrimiento por la mejor orden que le era posible. Guardando, pues, esta costumbre envió mensajeros, antes que saliese de la provincia Achalaque, al curaca de otra provincia llamada Cofa, que confinaba con ésta, haciéndole saber como iba a su tierra a reconocerle por amigo y a tratarle como hermano, que así lo había hecho con todos los demás señores de vasallos que le habían recibido de paz.

Sin este recaudo, mandó a los indios que lo llevaban tuviesen cuidado de decir al cacique Cofa el buen tratamiento que los españoles habían hecho a su curaca Achalaque y a todos los naturales de aquella provincia porque los habían recibido de paz y mantenídola siempre.

El cacique Cofa y todos sus vasallos mostraron holgar mucho con el mensaje, y así de común consentimiento y con gran fiesta y regocijo, respondieron diciendo que su señoría y todo su ejército fuesen muy enhorabuena a su casa y estado, donde los esperaban con mucho deseo de los ver y conocer para los servir con todas sus fuerzas. Por tanto, le suplicaban se diese prisa a caminar.

Con la buena respuesta recibieron contento el general y todos sus soldados, y se dieron más prisa en su camino, y al cuarto día de como habían salido de la provincia de Achalaque llegaron al primer pueblo de la provincia Cofa, donde les esperaba el cacique con toda la demás gente que para muestra de la grandeza de su corte había llamado, y con la plebeya que para el servicio de los españoles había mandado recoger, y, como supiese que los castellanos iban cerca de su pueblo, salió un tercio de legua fuera a recibirlos y besó las manos al gobernador, volviendo a referir las mismas palabras que en su respuesta envió a decir. El gobernador le abrazó, mostrándole mucho amor, y así entraron los españoles en el pueblo, puestos en sus escuadrones los de a pie y los de a caballo.

El curaca aposentó al gobernador en su casa y alojó el ejército en el pueblo, señalando él mismo los cuarteles y barrios para tales o tales compañías, acomodándolas todas por su orden, como si fuera el maese de campo, de que los ministros del ejército holgaron mucho, porque se mostraba hombre de guerra. Hecho el alojamiento, se fue el cacique con licencia del gobernador a otro pueblo que estaba como dos tiros de arcabuz del primero.

Esta provincia Cofa es fértil y abundante de las comidas que hay en aquella tierra y tiene todas las demás buenas partes de montes y rasos que de las otras tierras hemos dicho para criar y sembrar. Es poblada de mucha y muy buena gente, doméstica y afable, donde el gobernador y los suyos fueron regalados y descansaron en el primer pueblo cinco días, porque el curaca no consintió que se fuesen antes, y el general, por vía de amistad, concedió en ello.

No hemos hecho mención hasta ahora de una pieza de artillería que el gobernador llevaba en su ejército, y la causa ha sido no haberse ofrecido en toda la jornada dónde hablar de ella, hasta este lugar. Es así que, habiendo visto el adelantado que no servía sino de carga y pesadumbre, ocupando hombres que cuidasen de ella y acémilas que la llevasen, acordó dejársela al curaca Cofa para que se la guardase y, para que viese lo que le dejaba, mandó asestar la pieza desde la misma casa del cacique a una grande y hermosísima encina que estaba fuera del pueblo, y de dos pelotazos la desbarató toda, de que el curaca y sus indios quedaron admirados.

El gobernador les dijo que, en señal y muestra de amor que les tenía y en pago de la buena amistad y hospedaje que le habían hecho, quería dejarles aquella pieza que él estimaba en mucho para que se la guardasen y tuviesen a buen recaudo hasta que él volviese por allí o se la enviase a pedir.

El cacique y todos los indios principales que con él estaban tuvieron en mucho la confianza que de ellos se hacía en dejarles en prendas cosa tan señalada y así, habiendo rendido las gracias con las mejores palabras que supieron decir (principalmente por la confianza y después por la pieza), la mandaron guardar a mucho recaudo y puédese creer que hoy la tengan en gran veneración y estima.

Habiendo descansado el ejército cinco días, salió de Cofa para ir a otra provincia llamada Cofaqui, la cual era de un hermano del cacique Cofa, más rico y más poderoso que él. El curaca Cofa salió con indios, soldados de guerra y otros de servicio acompañando al gobernador una jornada, y quisiera acompañarle todas las que por su tierra se habían de caminar, mas el general no consintió sino que se volviese a su casa y no pasase adelante. El cacique, vista la voluntad del gobernador, le besó las manos con mucha ternura y sentimiento de apartarse de él y dijo suplicaba a su señoría se acordase del amor y voluntad que le tenía para emplearla en su servicio, que le era muy aficionado servidor. El gobernador se lo agradeció con muy buenas palabras y así se despidieron el uno del otro.

El curaca tuvo advertencia de despedirse del maese de campo y de los demás capitanes y ministros de la Hacienda Imperial, a los cuales todos habló como si los hubiera conocido de mucho tiempo atrás; luego que se hubo despedido de los españoles, llamó a sus capitanes y les dijo que con todos los indios de guerra y de servicio que consigo habían traído fuesen sirviendo y regalando al gobernador y a todo su ejército y que se tuviesen por dichosos que los castellanos los hubiesen recibido en su amistad y servicio. Mandó asimismo a un indio principal que se adelantase y avisase a su hermano Cofaqui de la ida de los españoles a su tierra, que le suplicaba los recibiese de paz y sirviese como él lo había hecho, porque lo merecían. Con este recaudo del cacique Cofa envió otro el general al curaca Cofaqui ofreciéndole paz y amistad. Proveídas estas cosas, se volvió el cacique a su casa y el adelantado siguió su descubrimiento, y, al fin de otras seis jornadas que anduvo, salió de la provincia de Cofa, tierra, como hemos dicho, fértil y abundante, poblada de gente dócil y plática más que otra alguna que hasta allí hubiesen visto los españoles.

Capítulo V. Trata del curaca Cofaqui y del mucho regalo que a los españoles hizo en su tierra

Luego que el curaca Cofaqui recibió los recaudos de su hermano y del gobernador, mandó apercibir todo lo necesario, así de gente noble para la ostentación de la grandeza de su casa como de bastimentos y gente de servicio para servir y regalar a los españoles. Y, antes que el gobernador entrase en ella, le envió cuatro caballeros principales acompañados de mucha gente que le diesen la buena hora y el pláceme de su venida y la obediencia que se le debía, y le dijesen cómo lo esperaban con toda paz y amistad y deseo de le servir y regalar en todo lo que su habilidad y posibilidad alcanzase.

Con esta embajada recibió contento el general y toda su gente porque no pretendían amigos forzados sino de gracia, y así caminaron hasta llegar al término de Cofaqui, donde a los indios que con ellos habían ido de la provincia de Cofa les dieron licencia para que los de guerra y los de servicio se volviesen a sus casas y, en lugar de ellos, trajeron los de Cofaqui otros que llevaron las cargas.

El gobernador llegó al primer pueblo del Cofaqui, donde estaba el cacique, el cual, como por sus atalayas supiese que el general iba cerca, salió a recibirle fuera del pueblo, acompañado de muchos hombres nobles hermosamente arreados de arcos y flechas y grandes plumas, con ricas mantas de martas y otras diversas pellejinas también aderezadas como en lo mejor de Alemania. Entre el gobernador y el curaca pasaron muy buenas palabras, y lo mismo hubo entre los indios principales y los caballeros y capitanes del ejército, dándose a entender parte por palabras y parte por señas. Y así entraron en el pueblo con gran fiesta y regocijo de los indios. El cacique por su persona aposentó a los españoles y él se fue, con licencia del gobernador, a otro pueblo que estaba cerca, donde había mudado su casa por desembarazar aquél para alojamiento de los españoles. Y luego otro día, bien de mañana vino a visitar al gobernador, y, después de haber hablado largo en cosas que tocaban a la relación de aquella provincia, dijo el indio: «Señor, yo deseo saber la voluntad de vuestra señoría, si es de quedarse aquí donde deseamos servirle o de pasar adelante, para que, conforme a ella, se provea con tiempo lo que conviene a vuestro servicio». El gobernador dijo que iba en demanda de otras provincias que le habían dicho estaban adelante y que la una de ellas se llamaba Cofachiqui, y que no podía hacer asiento ni parar en parte alguna hasta que las hubiese visto y andado todas.

El curaca respondió que aquella provincia confinaba con la suya y que entre la una y la otra había un gran despoblado que se andaba en siete jornadas y que para el camino ofrecía a su señoría los indios de guerra y de servicio necesarios, que le sirviesen y acompañasen hasta donde su señoría quisiese llevarlos. Asimismo le ofrecía todo el bastimento que fuese menester para el viaje, que le suplicaba pidiese y mandase proveer lo que fuese servido llevar como si estuviera en su propia tierra, que toda aquélla estaba a su voluntad y muy deseosa de servirle.

El gobernador le agradeció el ofrecimiento y le dijo que, pues él como capitán experimentado y como señor de aquella tierra sabía el camino que se había de andar y el bastimento que sería menester, lo proveyese como en causa propia, que los españoles no tenían necesidad de otra cosa sino de comida y que en dejársela toda a su voluntad y arbitrio vería la poca o ninguna molestia que deseaban darle.

Con esta confianza que el gobernador hizo del cacique le obligó a que hiciese más que hiciera si señaladamente le pidiera lo que había menester, y así lo dijo él. Y luego mandó que con mucha diligencia y solicitud se juntase el bastimento y los indios de carga que lo hubiesen de llevar, lo cual fue obedecido y proveído con tanta prontitud que, en cuatro días que los españoles descansaron en el pueblo Cofaqui, se juntaron cuatro mil indios de servicio para llevar la comida y la ropa de los cristianos, y otros cuatro mil de guerra para acompañar y guiar el ejército.

El bastimento principal que los castellanos procuraban dondequiera que se hallaban era el maíz, el cual, en todas las Indias del nuevo mundo, es lo que en España el trigo. Con el maíz proveyeron los indios mucha fruta seca, de la que hemos dicho atrás que la tierra produce de suyo sin cultivarla, como son ciruelas pasadas y pasas de uvas, nueces de dos o tres suertes y bellota de encina y roble. Provisión de carne no hubo alguna, porque ya hemos dicho que no la tienen de ganado doméstico sino la que matan cazando por los montes.

El gobernador y los suyos, viendo tanta junta de gente, aunque se juntaban para les servir, se recataban y velaban de noche y de día más que lo ordinario, porque los indios debajo de amistad, viéndolos descuidados, no se atreviesen a hacer alguna cosa en daño de ellos. Mas los indios estaban bien descuidados y ajenos de ofender a los españoles: antes, con todas sus fuerzas y ánimo, atendían a les servir y agradar para con el favor y amparo de ellos vengarse de las injurias y daños que de sus enemigos, los de Cofachiqui, habían recibido, como luego veremos.

Un día antes del día señalado para la partida de los españoles, estando el curaca en la plaza del pueblo con el general y otros capitanes y caballeros principales del ejército, mandó llamar a un indio que para todas las cosas de guerra que se le ofreciesen tenía elegido por capitán general y al presente lo estaba para ir con el gobernador. Al cual, venido que fue ante él, le dijo: «Bien sabéis la guerra y enemistad perpetua que nuestros padres, abuelos y antepasados siempre han tenido, y nosotros al presente tenemos, con los indios de la provincia de Cofachiqui, donde ahora vais en servicio de nuestro gobernador y de estos caballeros, y también son notorios los muchos y notables agravios, males y daños que los naturales de aquella tierra de continuo han hecho y hacen en los de la nuestra. Por lo cual, será razón que, pues la ventura nos ofrece para nuestra venganza una ocasión tan buena como la presente, que no la perdamos. Vos, mi capitán general, como tenemos acordado, habéis de ir en compañía y servicio del gobernador y de su invencible ejército, con cuyo favor y amparo haréis en satisfacción de nuestras injurias y daños todo lo que contra nuestros enemigos pudiereis imaginar y, porque entiendo no hay necesidad de que se gasten con vos muchas palabras para encargaros lo que habéis de hacer, me remito a vuestro ánimo y voluntad, la cual sé que se conformará con mi pretensión y con lo que en este caso a nuestra honra conviene».

Capítulo V. Patofa promete venganza a su curaca, y cuéntase un caso extraño que acaeció en un indio guía

El indio apu, que en la lengua del Perú quiere decir capitán general, o supremo en cualquier cargo, el cual en su propio nombre se llamaba Patofa y era de muy gentil persona y rostro, tal que su vista y aspecto certificaba ser bien empleada en él la elección de capitán general y prometía todo buen hecho en paz y en guerra, levantándose en pie y soltando una manta de pellejos de gatos, que en lugar de capa tenía, tomó un montante de palma, que un criado suyo en lugar de insignia de capitán en pos de él traía, y con él hizo delante de su cacique y del gobernador muchas y muy buenas levadas, saltando a una parte y a otra, con tanta destreza, aire y compás que un famoso esgrimidor o maestro de armas no pudiera hacer más, tanto que admiró grandemente a nuestros españoles, y, habiendo jugado mucho rato, paró, y con el montante en las manos se fue a su curaca y, haciéndole una gran reverencia a la usanza de ellos, que se diferenciaba poco de la nuestra, le dijo según los intérpretes declararon: «Príncipe y señor nuestro, como criado tuyo y capitán general de vuestros ejércitos, empeño mi fe y palabra a vuestra grandeza de hacer, en cumplimiento de lo que se me manda, todo lo que mis fuerzas e industria alcanzasen, y prometo, mediante el favor de estos valientes españoles, vengar todas las injurias, muertes, daños y pérdidas que nuestros mayores y nosotros hemos recibido de los naturales de Cofachiqui, y la venganza será tal que, con mucha satisfacción de tu reputación y grandeza, puedas borrar de la memoria lo que ahora, por no estar vengado, te ofende en ella. Y la más cierta señal que podrás tener de haber yo cumplido lo que me mandas será que, habiéndolo hecho bastantemente, osaré volver a presentarme ante vuestro acatamiento y, si la suerte saliese contraria a mis esperanzas, no me verán jamás tus ojos ni los del Sol, que yo mismo me daré el castigo que mi cobardía o mi poca ventura mereciese, que será la muerte, cuando los enemigos no quisiesen dármela de su mano».

El curaca Cofaqui se levantó en pie y, abrazando al general Patofa, le dijo: «Vuestras promesas tengo por ciertas como si ya las viese cumplidas, y así las gratificaré como servicios hechos que yo tanto deseo recibir». Diciendo esto se quitó una capa de martas hermosísimas que traía puesta y, de su propia mano, cubrió con ella a Patofa en pago de los servicios aún no hechos. Las martas de la capa eran tan finas que la apreciaban los españoles valdría en España dos mil ducados. El favor de dar un señor a un criado la capa, o el plumaje o cualquier otra presea de su persona, principalmente si para darla se la quita en su presencia del criado, era entre todos los indios de este gran reino de la Florida cosa de tan gran honra y estima que ningún otro premio se igualaba a él, y parece que, conforme a buena razón, también lo debe ser en todas naciones.

Estando ya proveído todo lo necesario para el camino de los españoles, sucedió la noche antes de la partida un caso extraño que los admiró, y fue que, como atrás hicimos mención, prendieron los nuestros en la provincia de Apalache dos indios mozos, los cuales se habían ofrecido guiar a los castellanos. El uno de ellos, a quien los cristianos sin le haber bautizado llamaban Marcos, había guiado ya todo lo que del camino sabía. El otro, que asimismo, sin le haber dado agua de bautismo, le llamaban Pedro, era el que había de guiar de allí adelante hasta la provincia de Cofachiqui, donde había dicho que hallarían mucho oro y plata y perlas preciosas. Este mozo andaba entre los españoles tan familiarmente como si hubiera nacido entre ellos. Sucedió que la noche antes de la partida, casi a media noche, dio grandísimas voces pidiendo socorro, diciendo que le mataban. Todo el ejército se alborotó, entendiendo que era traición de los indios, y así tocaron arma, y, a mucha diligencia, se pusieron a punto de guerra en escuadrones formados los infantes y los caballos; mas, como no sintiesen enemigos, salieron a reconocer de dónde había salido el arma y hallaron que el indio Pedro la había causado con sus gritos, el cual estaba temblando de miedo, asombrado y medio muerto. Preguntando qué era lo que había visto o sentido para pedir socorro con tan extraños gritos, dijo que el demonio, con una espantable vista y con muchos criados que le acompañaban, había venido a él y díchole que no guiase a los españoles donde había prometido guiarles so pena que lo mataría, y, juntamente diciendo estas palabras, lo había zaleado y arrastrado por el aposento, y dándole muchos golpes por todo el cuerpo de que estaba molido y quebrantado, sin poderse menear, y que, según el demonio lo maltrataba, entendía que lo acabara de matar si no acertaran a entrar tan presto dos españoles que le socorrieron, que como el demonio grande los vio entrar por la puerta de su aposento, le había dejado luego y huido, y tras él habían ido todos sus criados. Por lo cual entendía que los diablos habían miedo a los cristianos; por tanto, él quería ser cristiano; que por amor de Dios les suplicaba lo bautizasen luego, porque el demonio no volviese a le matar, que, estando bautizado como los otros cristianos, estaría seguro que no le tocase, porque lo había visto huir de ellos. Todo esto dijo el indio Pedro, catecúmeno, delante del gobernador y de otros españoles que se hallaron presentes, los cuales se admiraron de haberle oído, y vieron que no era fingido, porque los cardenales y torondones e hinchazos que en el rostro y por todo el cuerpo hallaron testificaban los golpes que le habían dado. El general mandó llamar los sacerdotes, clérigos y frailes y les dijo que en aquel caso hiciesen lo que bien visto les fuese. Los cuales, habiendo oído al indio, lo bautizaron luego y se estuvieron con él toda aquella noche y el día siguiente confirmándolo en la fe y esforzándole en su salud que decía estaba molido y hecho pedazos de los golpes que le habían dado, y, por su indisposición dejó de caminar aquel día el real hasta el siguiente, y lo llevaron dos días a caballo porque no podía tenerse en pie.

Por lo que hemos dicho del indio Pedro se podrá ver cuán fáciles sean estos indios y todos los del nuevo mundo a la conversión de la Fe Católica, y yo, como natural y testigo de vista de los del Perú, osaré afirmar que bastaba la predicación de este indio, sólo con lo que había visto, para que todos los de su provincia se convirtieran y pidieran el bautismo, como él lo hizo; mas los nuestros, que llevaban intención de predicar el evangelio después de haber ganado y pacificado la tierra, no hicieron por entonces más de lo que se ha dicho.

El ejército salió del pueblo Cofaqui y el curaca lo acompañó dos leguas, y pasara adelante, si el gobernador no le rogara que se volviera a su casa. Al despedirse mostró, como amigo, sentimiento de apartarse del gobernador y de los españoles, y habiéndole besado las manos, y a los más principales de ellos, encomendó de nuevo a su capitán general Patofa el cuidado de servir al adelantado y a todo su ejército. El cual respondió que por la obra vería cuán a su cargo llevaba todo lo que le había mandado. Con esto se volvió el cacique a su casa, y los españoles siguieron su camino en demanda de la provincia Cofachiqui, tan deseada por ellos.

Capítulo I. El gobernador y su ejército se hallan en mucha confusión por verse perdidos en unos desiertos y sin comida

El ejército de los cristianos caminaba por sí aparte, en sus escuadrones formados los infantes y los de a caballo. Y el capitán general Patofa, que, como se ha dicho, llevaba cuatro mil hombres de guerra, gente escogida, caminaba asimismo en su escuadrón aparte, con avanguardia y retaguardia, y la gente de carga y servicio iba en medio. De esta manera caminaban estas dos naciones tan diferentes, aunque no en el gobierno militar, porque era cosa de gran contento ver la buena orden y concierto que cada cual, en competencia de la otra, llevaba. Y los indios, en ninguna cosa que fuese guardar buena milicia, querían reconocer ventaja a los españoles.

De noche también se alojaban divididos, que, luego que los cuatro mil indios de carga entregaban el bastimento a los nuestros, se pasaban a dormir con los suyos, y así los indios como los castellanos ponían sus centinelas y se velaban y guardaban los unos de los otros como si fueran enemigos declarados. Particularmente hacían esto los cristianos porque de ver tanta orden y concierto en los infieles se recataban de ellos; mas los indios iban bien descuidados de toda malicia, antes mostraban deseo de agradar en toda cosa a los españoles, y el poner las centinelas con sus cuerpos de guardia y la demás orden que guardaban más lo hacían por mostrarse hombres de guerra que por recatarse de los españoles. Con esta vigilancia y cuidado caminaron todo el tiempo que les duró la compañía y por el paraje por do fueron, que acertó a ser por lo más angosto de la provincia de Cofaqui; salieron de ella en dos jornadas, y la segunda noche durmieron al principio del despoblado grande que hay entre las dos provincias de Cofaqui y Cofachiqui.

Otras seis jornadas caminaron por el despoblado, y vieron que la tierra era toda apacible, y las sierras y montes que se hallaban no eran ásperos ni cerrados, sino que podían andar fácilmente por ellos. En estas seis jornadas, entre otros arroyos pequeños, pasaron dos ríos grandes, furiosos y de mucha agua, mas por traerla tendida pudieron vadearlos aprovechándose de los caballos, de los cuales hicieron una pared del un cabo al otro del río para que en ella quebrase la furia del agua, que era tan recia que a la cinta que diese a los infantes no podían tenerse, mas, con el socorro de los caballos, asiéndose a ellos, pasaron sin peligro todos los de a pie, así indios como españoles.

Al seteno día se hallaron en medio de la jornada en gran confusión indios y españoles porque el camino que hasta allí habían llevado, que parecía un camino real muy ancho, se le[s] acabó, y muchas sendas angostas, que a todas partes por el monte había, a poco trecho que por ellas caminaban, se les perdían y quedaban sin senda, de manera que, después de hechas muchas diligencias, se hallaron encerrados en aquel desierto sin saber por dónde pudiesen salir de él, y los montes eran diferentes que los pasados porque eran más altos y cerrados, que con trabajo podían andar por ellos.

Los indios, así los que el gobernador traía domésticos como los que iban con el general Patofa, se hallaron perdidos, sin que entre todos ellos hubiese alguno que supiese el camino ni decir a cuál banda podían echar para salir más aína de aquellos montes y desiertos. El gobernador, llamando al capitán Patofa, le dijo que por cuál causa le había metido, debajo de amistad, en aquellos desiertos donde, para salir de ellos a parte alguna, no se hallaba camino, y cómo era posible ni creedero que entre ocho mil indios que consigo traía no hubiese alguno que supiese dónde estaban o por dónde pudiesen salir a la provincia Cofachiqui, aunque fuese abriendo los montes a mano, y que no era verosímil que, habiendo tenido guerra perpetua los unos con los otros, no supiesen los caminos públicos y secretos que pasaban de la una provincia a la otra.

El capitán Patofa respondió que ni él ni indio de los suyos jamás habían llegado donde al presente estaban y que las guerras que aquellas dos provincias se habían hecho nunca habían sido en batallas campales de poder a poder, entrando los unos con ejército hasta las tierras de los otros, sino solamente en las pesquerías de aquellos dos ríos y los demás arroyos que atrás habían dejado y en las monterías y cacerías que los unos y los otros hacían por aquellos montes y despoblados que habían pasado, donde, encontrándose en tales monterías y pesquerías, como enemigos se mataban y cautivaban, y que, por haber sido los de Cofachiqui superiores a los suyos y haberles hecho siempre muchas ventajas en las peleas que así habían tenido, sus indios andaban amedrentados y como rendidos sin osar alargarse ni salir de sus términos y que, por esta causa, no sabían adónde estaban ni por dónde pudiesen salir de aquellos despoblados y que, si su señoría sospechaba que él los hubiese metido en aquellos desiertos con astucia y engaño para que pereciesen en ellos con su ejército, se desengañase, porque su señor Cofaqui ni él, que se preciaban de hombres de verdad, habiéndolos recibido por amigos, no habían de imaginar, cuánto más hacer, cosa semejante. Y para certificarse que era verdad lo que decía, tomase los rehenes que quisiese y que, si bastaba su cabeza para satisfacerle, que muy de su grado se la entregaba luego para que mandase cortársela, no sólo a él sino también a todos los indios que con él venían, los cuales todos estaban a su obediencia y voluntad, así por ley de guerra, porque era su capitán general, como por particular mandato que su curaca y señor les había dado diciendo que en toda cosa le obedecieron hasta la muerte.

El gobernador, oyendo las buenas palabras de Patofa y viendo el ánimo apasionado con que las decía, porque no hiciese alguna desesperación, le dijo que le creía y estaba satisfecho de su amistad. Luego llamaron al indio Pedro, de quien dijimos le había maltratado el demonio en Cofaqui. El cual, desde la provincia de Apalache hasta aquel día, había guiado a los españoles con tanta noticia de la tierra que la noche antes decía todo lo que el día siguiente habían de hallar en el camino. Este mozo, también como los demás indios, perdió el tino que hasta allí había traído, y dijo que, como había cuatro o cinco años que había dejado de andar por aquel camino, estaba olvidado de tal manera que totalmente se hallaba perdido, que ni sabía el camino ni acertaría a decir a tiento por do pudiesen salir a la provincia de Cofachiqui. Muchos españoles, viéndole cerrarse y desconfiar de la noticia del camino, decían que de temor del demonio que le había maltratado y amenazado no quería guiarles ni decir por cuál parte habían de salir por aquel despoblado.

Con esta confusión, sin saber cómo salir de ella, caminaron nuestros españoles lo que del día les quedaba sin camino alguno sino por donde hallaban más claro y abierto el monte. Yendo así perdidos, llegaron al poner del sol a un río grande, mayor que los dos que habían pasado, que por mucha agua no se podía vadear, cuya vista les causó mayores congojas porque ni para lo pasar tenían balsas o canoas, ni bastimento que comer mientras las hiciesen, que era lo que más pena les daba, porque la comida que de Cofaqui habían sacado había sido tasada para siete días que habían dicho duraría atravesar el despoblado y, aunque habían llevado cuatro mil indios de carga, habían sido las cargas tan livianas que no eran medias de las ordinarias y un indio a todo reventar no puede llevar más de media hanega de zara o maíz, y éstos, por ir cargados, no habían dejado de llevar sus armas como los demás indios que iban por soldados, que, como todos ellos habían salido de su tierra con intención de vengarse de los de Cofachiqui, iban apercibidos de sus armas y también las llevaban por no volverse con las manos en el seno habiendo de pasar por tierras ajenas y de enemigos. Por estas causas, porque éstos eran casi diez mil hombres y cerca de trescientos cincuenta caballos a comer del maíz, cuando llegó el seteno día de su camino ya no llevaban cosa de comer y, aunque el día antes se había echado bando guardasen la comida y se tasasen en ella, porque se temía si la hallarían tan presto o no, era ya tarde, que ya no había qué guardar. De manera que nuestros españoles se hallaron sin guía, sin camino, sin bastimento, perdidos en unos desiertos, atajados por delante de un caudaloso río y por las espaldas con el largo despoblado que habían andado y por los lados con la confusión de no saber cuándo ni por dónde pudiesen salir de aquellos breñales, y, sobre todo, la falta de la comida, que era lo que más les congojaba.

Capítulo I. Van cuatro capitanes a descubrir la tierra, y un extraño castigo que Patofa hizo a un indio

Habiendo considerado el gobernador las dificultades e inconvenientes en que su ejército se hallaba, le pareció era lo más acertado, y aun forzoso, no caminar el real hasta haber hallado camino y salida de aquellos desiertos y así, luego que amaneció el día siguiente, mandó que saliesen cuatro cuadrillas, dos de caballo y dos de infantes, y que las dos fuesen el río arriba y las otras dos el río abajo, con orden y aviso que cada una de ellas fuese siguiendo la ribera del río, sin apartarse de él, y las otras dos siguiesen el mismo viaje una legua la tierra adentro a ver si por una vía o por la otra topaban algún camino o descubrían tierra poblada. Mandó a cada uno de los capitanes que volviesen dentro en cinco días con lo que hubiesen hallado. Estos capitanes fueron el contador Juan de Añasco, Andrés de Vasconcelos, Juan de Guzmán y Arias Tinoco.

Con el capitán Juan de Añasco fue el general Patofa, que no quiso quedar en el real, y acertaron a ser los que fueron por la orilla del río arriba. Con ellos fue el indio Pedro, que estaba corrido de haber perdido el tino y le parecía que, yendo por aquel viaje, había de salir con su empresa y poner los españoles en la provincia de Cofachiqui, como lo había prometido. Con cada compañía de los españoles fueron mil indios de los de guerra para que, derramados por los montes, procurasen hallar algún camino.

El gobernador se quedó en la ribera del río aguardando las nuevas que los suyos le trajesen, donde él y su gente pasaron extrema necesidad de comida, porque no comían sino pámpanos de parrizas que había por los montes y arroyos. Los cuatro mil indios de servicio que quedaron con el general salían en amaneciendo a buscar de comer por los campos y volvían a la noche con hierbas y raíces que eran de comer, y con algunas aves y animalejos que habían muerto con los arcos. Otros traían peces que habían pescado, que ninguna diligencia que les fuese posible dejaban de hacer por haber comida, y todo lo que así hallaban, sin tocar en ello ni esconder parte alguna, lo traían a los españoles, en cuyas camaradas ellos iban repartidos; y era tanta la fidelidad y respeto que en esto los indios les tenían que, aunque se cayesen de hambre, no tomaban cosa alguna antes de haberla presentado a los españoles. Los cuales, vencidos con este comedimiento, daban a los indios de lo que así traían la mayor parte, mas todo era nada para tanta gente.

El gobernador, pasados tres días que habían estado en aquel alojamiento, viendo que no se podía llevar tanta hambre, que cierto era más que se puede encarecer, mandó que matasen algunos cochinos de los que llevaban para criar y se diesen de socorro ocho onzas de carne a cada español, socorro más para acrecentar la hambre que para la entretener; de la carne también partieron los españoles con sus indios porque viesen que no querían aventajarse en cosa alguna sino pasar igual necesidad con ellos.

Era cosa de grandísimo contento para los soldados ver el buen semblante que el general mostraba a los suyos en esta aflicción por esforzarles y ayudar a pasar la hambre, aunque él no era aventajado en cosa alguna, como si fuera el menor de todos ellos. Lo mismo hacían los soldados con el capitán, que por consolarle de la pena que haciendo oficio de buen padre sentía de ver los suyos en tanto trabajo disimulaban la hambre que sentían y fingían menos necesidad de la que pasaban; mostraban en sus rostros alegría y contento de hombres que estuviesen en toda abundancia y prosperidad.

Olvidádosenos ha de haber dicho atrás, en su lugar, un ejemplar castigo que el capitán Patofa hizo en un indio de los suyos. Por ser tan extraño será razón que no quede en olvido y caerá bien dondequiera que se ponga. Es así que, al quinto día que vinieron caminando por el despoblado, un indio de los que llevaban carga (que en lengua de la isla Española llaman tameme), sin haber recibido agravio, movido de cobardía o deseo de ver a su mujer e hijos o porque el diablo le hubiese dicho la hambre que habían de pasar, o por otra causa que él se sabía, acordó huirse. El español a cuyo cargo iba, echándolo menos, dio cuenta de ello al general Patofa, el cual mandó a cuatro indios mozos, gentileshombres, que a toda diligencia volviesen por aquel indio y no parasen hasta haberlo alcanzado y se lo trajesen maniatado. Los indios se dieron tan buena prisa que en breve espacio lo alcanzaron y volvieron al real y pusieron delante de su capitán.

El cual, después de haberle en presencia de sus soldados afeado de cobardía y pusilanimidad y el desacato de su príncipe y curaca y el poco respeto a su capitán general y la traición y alevosía que a sus compañeros y a toda su nación había hecho, le dijo: «No quedará tu delito y maldad sin castigo, porque otros no tomen de ti mal ejemplo». Diciendo esto, mandó que lo llevasen a un arroyo pequeño, que pasaba por el alojamiento, y Patofa presente, le quitaron esa poca ropa que llevaba, que no le dejaron más de los pañetes. Luego, por mandato del capitán, trajeron muchos renuevos de árboles de más de una braza en largo, y dijo al indio: «Échate de pechos sobre ese arroyo y bebe toda esa agua, y no ceses hasta que la agotes». Mandó a cuatro gandules que, en alzando la cabeza del agua, le diesen con las varas hasta que volviese a beber, e hizo que le enturbiasen el agua porque la bebiese con mayor pena. El indio, puesto en el tormento, bebió hasta que no pudo más; empero los verdugos le daban, en parando de beber, cruelísimos varazos, que lo tomaban de la cabeza a los pies, y no cesaban de darle hasta que volvía a beber. Algunos parientes suyos, viendo el castigo tan riguroso y sabiendo que no había de parar hasta haberlo muerto, fueron corriendo al gobernador y, echados a sus pies, le suplicaron hubiese piedad del pobre pariente. El general envió un recaudo al capitán Patofa diciéndole tuviese por bien cesase el castigo tan justificado y no pasase adelante su enojo. Con esto dejaron al indio ya medio muerto, que sin sed había bebido tanta agua.

Capítulo I. De un cuento particular acerca de la hambre que los españoles pasaron, y cómo hallaron comida

Volviendo a la hambre y necesidad que el gobernador y su ejército pasaron aquellos días, me pareció contar un caso particular que pasó entre unos soldados de los más aventajados que en el real había para que por él se considere y vea lo que se padecería en común, que decir cada cosa en particular sería nunca acabar y hacer nuestra historia muy prolija. Es así que un día de los de mayor hambre cuatro soldados de los más principales y valientes, que por ser tales hacían donaire y risa (aunque falsa), del trabajo y necesidad que pasaban, quisieron, porque eran de una camarada, saber qué bastimento había entre ellos, y hallaron que apenas había un puñado de zara. Para lo repartir, porque creciese algo, la cocieron, y en buena igualdad, sin agravio alguno, cupieron a diez y ocho granos. Los tres de ellos, que eran Antonio Carrillo y Pedro Morón y Francisco Pechudo, comieron luego sus partes. El cuarto, que era Gonzalo Silvestre, echó sus diez y ocho granos de maíz en un pañuelo y los metió en el seno. Poco después se topó con un soldado castellano, que se decía Francisco de Troche, natural de Burgos, el cual le dijo: «¿Lleváis algo que comer?» Gonzalo Silvestre le respondió por donaire: «Sí, que unos mazapanes muy buenos, recién hechos, me trajeron ahora de Sevilla». Francisco de Troche, en lugar de enfadarse rió el disparate. A este punto llegó otro soldado, natural de Badajoz, que se decía Pedro de Torres, el cual enderezando su pregunta a los que hablaban en los mazapanes les dijo: «¿Vosotros tenéis algo que comer?» (que no era otro el lenguaje de aquellos días). Gonzalo Silvestre respondió: «Una rosca de Utrera tengo muy buena, tierna y recién sacada del horno. Si queréis de ella, partiré con vos largamente». Rieron el segundo imposible como el primero. Entonces les dijo Gonzalo Silvestre: «Pues porque veáis que no he mentido a ninguno de vosotros, os daré cosa que al uno le sepa a mazapanes, si los ha en gana, y al otro a rosca de Utrera, si se le antoja». Diciendo esto sacó el pañuelo con los diez y ocho granos de zara y dio a cada uno de ellos seis granos, y tomó para sí otros seis, y todos tres se los comieron luego antes que se recreciesen más compañeros y cupiesen a menos. Y, habiéndolos comido, se fueron a un arroyo que pasaba cerca y se hartaron de agua ya que no podían de vianda, y así pasaron aquel día con no más comida porque no la había. Con estos trabajos y otros semejantes, no comiendo mazapanes ni roscas de Utrera, se ganó el nuevo mundo, de donde traen a España cada año doce y trece millones de oro y plata y piedras preciosas, por lo cual me precio muy mucho de ser hijo de conquistador del Perú, de cuyas armas y trabajos ha redundado tanta honra y provecho a España.

Volviendo a los cuatro capitanes que fueron a descubrir caminos, decimos que, con la misma hambre y necesidad que pasaron el gobernador y los de su ejército, caminaron ellos seis días. Los tres capitanes de ellos no hallaron cosa digna de memoria, sino hambre y más hambre. Sólo el contador Juan de Añasco tuvo mejor dicha que, habiendo caminado tres días siempre el río arriba sin apartarse de él, al fin de ellos halló un pueblo asentado en la ribera, por la misma parte que él iba, en la cual halló poca gente, mas mucha comida para pueblo tan pequeño, que sólo en una casa de depósito había quinientas hanegas de harina hecha de maíz tostado, sin otro mucho que había en grano, con que los indios y españoles se alegraron lo que se puede imaginar, y, después de haber visto lo que había en las casas, subieron en las más altas y descubrieron que de allí adelante, el río arriba, estaba poblada la tierra de muchos pueblos grandes y pequeños, con muchas sementeras a todas partes, de que los nuestros dieron gracias a Dios, y ellos y los indios mataron la hambre que llevaban. Y, pasada la media noche, despacharon cuatro de a caballo que a toda diligencia volviesen a dar aviso al gobernador de lo que habían visto y descubierto. Los cuatro españoles volvieron con la buena nueva y, para ser creídos, llevaron muchas mazorcas de zara y unos cuernos de vacas, que no se pudo saber de dónde los hubiesen traído los indios, porque en todo lo que estos españoles anduvieron de la Florida nunca hallaron vacas y, aunque es verdad que en algunas partes hallaron carne fresca de vaca, nunca vieron vacas ni fue posible con los indios, por caricias ni amenazas que dijesen dónde las había.

El general Patofa y sus indios, la noche que durmieron en el pueblo, lo más secretamente que pudieron, sin que los españoles supiesen cosa alguna de su hecho, lo saquearon, y robaron el templo, que servía solamente de entierros, donde (como adelante diremos de otros más famosos) tenían lo mejor y más rico de sus haciendas. Mataron todos los indios que dentro y fuera del pueblo pudieron haber sin perdonar sexo ni edad, y a los que así mataban les quitaban los cascos de la cabeza, de las orejas arriba, con admirable maña y destreza. Estos cascos llevaban para que, por vistas de ojos, viese su curaca y señor Cofaqui la venganza que en sus enemigos habían hecho de las injurias recibidas, porque, según después se vio, este pueblo era de la provincia de Cofachiqui, que tan deseada había sido de los españoles y tanta hambre les había costado el descubrirla.

El día siguiente a medio día salió Juan de Añasco del pueblo con todos sus españoles e indios, que no osaron esperar en él al gobernador temiendo no se apellidasen los de la tierra y juntasen gran número de gente, que, según la mucha poblazón que por el río arriba había, pudieran juntarse muchos y dar en ellos y matarlos todos, que no eran poderosos para resistirlos; por esto les pareció más seguro volver atrás a recibir al gobernador.

Capítulo X. Llega el ejército donde hay bastimento. Patofa se vuelve a su casa y Juan de Añasco va a descubrir tierra

Los cuatro caballeros, que con la relación y buena nueva de haber hallado comida y tierra poblada dejamos en el camino, llegaron donde el gobernador estaba, habiendo caminado en un día, a la vuelta, lo que habían caminado en tres a la ida, que fueron más de doce leguas, y le dieron aviso de lo que habían descubierto.

El cual, luego que amaneció, mandó caminar la gente donde los cuatro caballeros la guiasen. Los soldados tenían tanta hambre y tan buena gana de ir donde hallasen comida que caminaron a rienda suelta sin que fuese posible ponerlos en orden ni que caminasen en escuadrón, como solían, sino que iba adelante el que más podía, tanta fue la prisa que se dieron a caminar que el día siguiente, antes de mediodía, estaban ya todos en el pueblo.

Al gobernador le pareció parar en él algunos días, así porque la gente se refrescase y reformase del trabajo pasado como por esperar los tres capitanes que por las otras partes habían ido a descubrir la tierra. Los cuales, habiendo caminado tres días en seguimiento del viaje que cada uno de ellos había tomado y habiendo hallado casi todos tres igualmente muchos caminos y sendas que por todas partes atravesaban la tierra, por las cuales hallaron rastro de indios, mas no pudiendo haber alguno para se informar de él ni pudiendo descubrir poblado, por no alejarse más y porque no llevaban más término, se volvieron al puesto al fin del quinto día que se habían partido del gobernador y, no le hallando, siguieron el rastro que el ejército dejaba hecho, y, en otros dos días, habiendo padecido la hambre y trabajos que se pueden imaginar como hombres que había más de ocho días que no habían comido sino hierbas y raíces, y aún no hasta hartar, llegaron al pueblo donde el gobernador estaba, en cuya presencia, y en la de todos los compañeros, refiriendo los unos a los otros los trabajos y hambre que habían pasado, se alentaron y cuidaron de reformarse.

Toda la hambre y necesidad que hemos contado que pasaron estos españoles en los despoblados la cuenta muy largamente Alonso de Carmona en su relación, y dice que fueron cuatro los puercos que mataron para socorrer la gente, y que eran muy grandes, con que (dice), «sacamos el vientre de mal año». Debió de decirlo por ironía por ser cosa tan poca para tanta gente.

En este primer pueblo de la provincia de Cofachiqui, donde se juntó todo el ejército, paró el gobernador siete días para que la gente se rehiciese del trabajo pasado, en los cuales el capitán Patofa y sus ocho mil indios, con el secreto posible, hicieron todo mal y daño que pudieron en sus enemigos. Corrieron cuatro leguas de tierra a todas partes donde pudiesen dañar. Mataron los indios e indias que pudieron haber y les quitaron los cascos para llevárselos en testimonio de sus hazañas; saquearon los pueblos y templos que pudieron alcanzar; no les quemaron, como quisieran, porque no lo viese o supiese el gobernador. En suma, no dejaron de hacer cosas de las que en daño de sus enemigos y venganza propia pudieron haber imaginado. Y pasara adelante la crueldad, si al quinto día de aquella estada no llegara a noticia del gobernador lo que Patofa y sus indios habían hecho y hacían. El cual, considerando que no era justo que debajo de su favor y sombra nadie hiciese daño a otro y que no sería bien que por el mal que otro hacía sin consentimiento suyo él cobrase enemigos para adelante, pues iba antes convidando con la paz a los indios que haciéndoles guerra, acordó despedir a Patofa para que con todos los suyos se volviese luego a su tierra y así lo puso por obra que, habiéndole rendido las gracias por la amistad y buena compañía que le había hecho y habiéndole dado para él y para su curaca piezas de paños y sedas, lienzos, cuchillos, tijeras y espejos, y otras cosas de España que ellos estiman en mucho, lo envió muy contento y alegre de la merced y favor que se le había hecho, empero, mucho más lo iba él por haber cumplido bastantemente la palabra que a su señor había dado de le vengar de sus enemigos y ofensores.

Después que Patofa y sus indios se fueron, quedó el gobernador en el mismo pueblo descansado otros dos días; mas, ya que vio su gente reformada, le pareció pasar adelante y caminar por la ribera del río arriba hacia donde iba la poblazón. Así fue el ejército tres días sin topar indio alguno vivo sino muchos muertos y sin cascos, donde vieron los castellanos la mortandad que Patofa había hecho, de cuya causa los naturales se habían retirado la tierra adentro donde no pudiesen haberlos. En los pueblos hallaron comida, que era lo que habían menester.

Al fin de los tres días paró el ejército en un muy hermoso sitio de tierra fresca de mucha arboleda de morales y otros árboles fructíferos cargados de fruta. El gobernador no quiso pasar adelante hasta saber qué tierra fuese aquélla, y habiendo hecho alojar toda su gente, mandó llamar al contador Juan de Añasco y le dio orden que con treinta soldados infantes siguiese el mismo camino que hasta allí habían traído (el cual, aunque angosto, pasaba adelante), y procurase haber aquella noche algún indio para tomar lengua de lo que en aquella tierra había y saber cómo se llamaba el señor de ella y las demás cosas que les convenía saber, y, cuando no pudiese haber indio, trajese alguna otra buena relación para que con ella el ejército pasase adelante no tan a ciegas como hasta allí había venido. Y al fin de la comisión, le dijo que, pues en todas las jornadas que habían hecho particulares siempre había tenido buen suceso, de cuya causa se las encomendaba a él antes que a otro, procurase tenerlo también en aquélla que tanto les importaba.

Juan de Añasco y sus treinta compañeros salieron del real a pie antes que anocheciese y, con todo el silencio posible, como gente que iba a saltear, siguieron el camino que les fue señalado, el cual cuanto más adelante iba tanto más se iba ensanchando y haciendo camino real. Habiendo, pues, caminado por él casi dos leguas, oyeron con el silencio de la noche un murmullo como de pueblo que estaba cerca, y caminando otro poco más para salir de una manga de monte que por delante llevaban, que les quitaba la vista, vieron lumbres y oyeron ladrar perros y llorar niños y hablar hombres y mujeres, de manera que reconocieron que era pueblo, por lo cual se apercibieron nuestros españoles para prender algún indio por los arrabales secretamente sin que los sintiesen, deseando cada cual de ellos ser el primero que le echase mano por gozar de la honra de haber sido más diligente. Yendo así todos con este cuidado, se hallaron burlados de sus esperanzas, porque el río, que hasta allí habían llevado a un lado, se les atravesaba y pasaba entre ellos y el pueblo. Los cristianos pararon un buen rato en la ribera del río en una gran playa y desembarcadero de canoas, y habiendo cenado y descansado, que serían ya las doce de la noche, se volvieron al real, do llegaron poco antes que amaneciese y dieron cuenta al gobernador de lo que habían visto y oído.

El cual, luego que fue de día, salió con cien infantes y cien caballos y fue a ver el pueblo y reconocer y saber lo que en él había de pro y contra para su descubrimiento. Llegando al desembarcadero de las canoas, Juan Ortiz y Pedro el Indio dieron voces a los indios que estaban en la otra ribera diciéndoles que viniesen a oír y volver con una embajada que les querían dar para el señor de aquella tierra. Los indios, viendo cosa tan nueva para ellos como españoles y caballos, a mucha prisa entraron en el pueblo y publicaron lo que les habían dicho.

Capítulo X. Sale la señora de Cofachiqui a hablar al gobernador y ofrece bastimento y pasaje para el ejército

Poco después que los indios dieron la nueva en el pueblo, salieron seis indios principales, que, a lo que se entendió, debían ser regidores. Eran de buena presencia y casi de una edad de cuarenta a cincuenta años, los cuales entraron en una gran canoa y con ellos otros indios de servicio que la guiaban y gobernaban.

Puestos los seis indios ante el gobernador, hicieron todos juntos a una tres diversas y grandes reverencias: la primera al Sol, volviéndose todos al oriente, y la segunda a la Luna, volviendo los rostros al occidente, y la tercera al gobernador, enderezándose hacia donde él estaba. El cual estaba sentado en una silla que llaman de descanso, que solían llevar siempre doquiera que iba, en que se asentase y recibiese los curacas y embajadores con la gravedad y ornamento que a la grandeza de su cargo y oficio convenía. Los seis indios principales, hecho el acatamiento, la primera palabra que hablaron fue decir al gobernador: «Señor, ¿queréis paz o guerra?» Y, porque sea regla general, es de saber que en todas las provincias que el gobernador descubrió, siempre, al entrar en ellas, le hacían esta pregunta a las primeras palabras que le hablaban. El general respondió que quería paz y no guerra y les pedía solamente paso y bastimento para pasar adelante a ciertas provincias en cuya demanda iba, y que, pues sabían que la comida era cosa que no se podía excusar, le perdonasen la pesadumbre que en dársela podían recibir y les rogaba le proveyesen de balsas y canoas para pasar aquel río y le hiciesen amistad mientras caminasen por sus tierras, que él procuraría darles la menos molestia que pudiese.

Los indios respondieron que aceptaban la paz y que, en lo de la comida, ellos tenían poca porque el año pasado en toda su provincia habían tenido una gran pestilencia con mucha mortandad de gente de la cual sólo aquel pueblo se había librado, de cuya causa los moradores de los demás pueblos de aquel estado se habían huido a los montes y no habían sembrado y que, con ser pasada la peste, aún no se habían recogido todos los indios a sus casas y pueblos; y que eran vasallos de una señora, moza por casar, recién heredada; que volverían a darle cuenta de lo que su señoría pedía, y, con lo que respondiese, le avisarían luego, y entretanto esperase con buena confianza porque entendían que su señora, siendo como era mujer discreta y de pecho señoril, haría en servicio de los cristianos todo lo que le fuese posible. Dichas estas razones y habida licencia del gobernador, se fueron a su pueblo y dieron aviso a su señora de lo que el capitán de los cristianos les había pedido para su camino.

Apenas pudieron haber dado los indios la embajada a su señora cuando vieron los castellanos aderezar dos grandes canoas y entoldar una de ellas con grande aparato y ornamento, en la cual se embarcó la señora del pueblo y ocho mujeres nobles que vinieron en su compañía, y no se embarcó más gente en aquella canoa. En la otra se embarcaron los seis indios principales que llevaron el recaudo, y con ellos venían muchos remeros que bogaban y gobernaban la canoa, la cual traía a jorro la canoa de la señora, donde no venían remeros ni hombre alguno sino las mujeres solas. Con este concierto pasaron el río y llegaron donde el gobernador estaba. Auto es éste bien al propio semejante, aunque inferior en grandeza y majestad, al de Cleopatra cuando por el río Cindo, en Cilicia, salió a recibir a Marco Antonio, donde se trocaron suertes de tal manera que la que había sido acusada de crimen lesae maiestatis salió por juez del que la había de condenar, y el emperador y señor, por esclavo de su sierva, hecha ya señora suya por la fuerza del amor mediante las excelencias, hermosura y discreción de aquella famosísima gitana, como larga y galanamente lo cuenta todo el maestro del gran español Trajano, digno discípulo de tal maestro; del cual, pues, se asemejan tanto los pasos de las historias, pudiéramos hurtar aquí lo que bien nos estuviera, como lo han hecho otros del mismo autor, que tiene para todos, si no temiéramos que tan al descubierto se había de descubrir su galanísimo brocado entre nuestro bajo sayal.

La india señora de la provincia de Cofachiqui, puesta ante el gobernador, habiéndole hecho su acatamiento, se sentó en un asiento que los suyos le traían y ella sola habló al gobernador sin que indio ni india de las suyas hablase palabra. Volvió a referir el recaudo que sus vasallos le habían dado y dijo que la pestilencia del año pasado le había quitado la posibilidad del bastimento que ella quisiera tener para mejor servir a su señoría, mas que haría todo lo que pudiese en su servicio y, para que lo viese por la obra, luego de presente ofrecía una de las dos casas que en aquel pueblo tenía de depósito con cada seiscientas hanegas de zara que había hecho recoger para socorrer los vasallos que de la peste hubiesen escapado, y le suplicaba tuviese por bien de dejarle la otra por su necesidad, que era mucha, y que, si adelante su señoría hubiese menester maíz, que en otro pueblo cerca de allí tenía recogidas dos mil hanegas para la misma necesidad, que de allí tomaría lo que más quisiese y para alojamiento de su señoría desembarazaría su propia casa y para los capitanes y soldados más principales mandaría desocupar la mitad del pueblo y para la demás gente se harían muy buenas ramadas en que estuviesen a placer, y que, si gustaba de ello, le desembarazarían todo el pueblo y se irían los indios a otro que estaba cerca, y, para pasar el ejército aquel río, se proveerían con brevedad balsas y canoas de madera, que para el día siguiente habría todo recaudo de ellas, porque su señoría viese con cuánta prontitud y voluntad le servían.

El gobernador respondió con mucho agradecimiento a sus buenas palabras y promesas y estimó en mucho que, en tiempo que su tierra pasaba necesidad, le ofreciese más de lo que le pedía. En correspondencia de aquel beneficio dijo que él y su gente procurarían pasarse con la menos comida que ser pudiese por no darle tanta molestia y que el alojamiento y las demás provisiones estaban muy bien ordenadas y trazadas, por lo cual, en nombre del emperador de los cristianos y rey de España, su señor, lo recibía en servicio para gratificárselo a su tiempo y ocasiones, y de parte de todo el ejército y suya, lo recibía en particular favor y regalo para nunca olvidarlo.

Demás de esto hablaron en otras cosas de aquella provincia y de las que había por la comarca, y a todo lo que el gobernador le preguntó respondió la india con mucha satisfacción de los circunstantes, de manera que los españoles se admiraban de oír tan buenas palabras, tan bien concertadas que mostraban la discreción de una bárbara nacida y criada lejos de toda buena enseñanza y policía. Mas el buen natural, doquiera que lo hay, de suyo y sin doctrina florece en discreciones y gentilezas y, al contrario, el necio cuanto más le enseñan tanto más torpe se muestra.

Notaron particularmente nuestros españoles que los indios de esta provincia, y de las dos que atrás quedaron, fueron más blandos de condición, más afables y menos feroces que todos los demás que en este descubrimiento hallaron, porque en las demás provincias, aunque ofrecían paz, y la guardaban, siempre era sospechosa, que en sus ademanes y palabras ásperas se les veía que la amistad era más fingida que la verdadera. Lo cual no hubo en la gente de esta provincia Cofachiqui, ni en la Cofaqui y Cofa, que atrás quedan, sino que parecía que toda su vida se habían criado con los españoles, que no solamente les eran obedientes, mas en todas sus obras y palabras procuraban descubrir y mostrar el amor verdadero que les tenían, que cierto era de agradecerles que con gente nunca jamás hasta entonces vista usasen de tanta familiaridad.

Capítulo I. Pasa el ejército el río de Cofachiqui, y alójase en el pueblo y envían a Juan de Añasco por una viuda

La señora de Cofachiqui, hablando con el gobernador en las cosas que hemos dicho, fue quitando poco a poco una gran sarta de perlas gruesas como avellanas que le daban tres vueltas al cuello y descendían hasta los muslos. Y, habiendo tardado en quitarlas todo el tiempo que duró la plática (con ellas en la mano), dijo a Juan Ortiz, intérprete, las tomase y de su mano las diese al capitán general. Juan Ortiz respondió que su señoría se las diese de la suya porque las tendría en más. La india replicó que no osaba por no ir contra la honestidad que las mujeres debían tener. El gobernador preguntó a Juan Ortiz qué era lo que aquella señora decía, y, habiéndolo sabido, le dijo: «Decidle que en más estimaré el favor de dármelas de su propia mano que del valor de la joya y que, en hacerlo así, no va contra su honestidad, pues se tratan de paces y amistad, cosas tan lícitas e importantes entre gentes no conocidas». La señora, habiendo oído a Juan Ortiz, se levantó en pie para dar las perlas de su mano al gobernador, el cual hizo lo mismo para recibirlas y, habiéndose quitado del dedo una sortija de oro con muy hermoso rubí que traía, se la dio a la señora en señal de la paz y amistad que entre ellos se trataba. La india lo recibió con mucho comedimiento y lo puso en un dedo de sus manos. Pasado este auto, habiendo pedido licencia, se volvió a su pueblo dejando a nuestros castellanos muy satisfechos y enamorados así de su buena discreción como de su mucha hermosura, que la tenía muy en extremo perfecta, y tan embelesados quedaron con ella que entonces ni después no fueron para saber cómo se llamaba, sino que se contentaron con llamarla señora, y tuvieron razón, porque lo era en toda cosa. Y como ellos no supieron el nombre, no pude yo ponerlo aquí, que muchos descuidos de éstos y otros semejantes hubo en este descubrimiento.

El gobernador se quedó en la ribera del río para dar orden que con brevedad lo pasase el ejército. Envió a mandar al maese de campo que con toda presteza viniese la gente donde él quedaba. Los indios entretanto hicieron grandes balsas y trajeron muchas canoas, y, con la diligencia que ellos y los castellanos pusieron, pasaron el río en todo el día siguiente, aunque con desgracia y pérdida, que por descuido de algunos ministros que entendían en el pasaje de la gente se ahogaron cuatro caballos, que, por ser tan necesarios y de tanta importancia para la gente, lo sintieron nuestros españoles más que si fueran muertes de hermanos.

Alonso de Carmona dice que fueron siete los caballos que se ahogaron y que fue por culpa de sus dueños, que de muy agudos los echaron al río sin saber por dónde habían de pasar, y que, llegando a cierta parte del río, se hundían y no parecían más; debía ser algún bravo remolino que se los sorbía y tragaba. Pasado el río, se alojó el ejército en el medio pueblo que los indios les desembarazaron y, para los que no cupieron, hicieron grandes y frescas ramadas, que había mucha y muy buena arboleda de que las hacer. Había asimismo entre las ramadas muchos árboles con diversas frutas, y grandes morales mayores y más viciosos que los que hasta allí se habían visto. Damos siempre particular noticia de este árbol por la nobleza de él y por utilidad de la seda que doquiera se debe estimar en mucho.

El día siguiente hizo diligencias el gobernador para informarse de la disposición y partes de aquella provincia llamada Cofachiqui. Halló que era fértil para todo lo que quisiesen plantar, sembrar y criar en ella. Supo, asimismo, que la madre de la señora de aquella provincia estaba doce leguas de allí retirada como viuda. Dio orden con la hija que enviase por ella. La cual envió doce indios principales suplicándole viniese a visitar al gobernador y ver una gente nunca vista, que traían unos animales extraños.

La viuda no quiso venir con los indios, antes, cuando supo lo que la hija había hecho con los castellanos, mostró mucho sentimiento y haber recibido gran pena de la liviandad de la hija, que tan presto y con tanta facilidad hubiese querido mostrarse a los españoles, gente, como ella misma decía, nunca conocida ni vista. Riñó ásperamente con los embajadores por haberlo consentido. Sin esto dijo e hizo otros grandes extremos cuales los suelen hacer las viudas melindrosas.

Todo lo cual sabido por el gobernador mandó al contador Juan de Añasco que, pues tenía buena mano en semejantes cosas, fuese con treinta compañeros infantes el río abajo por tierra a un sitio retirado de la comunidad de los otros pueblos, donde le habían dicho que estaba la señora viuda, y en toda buena paz y amistad la trajese, porque deseaba que toda la tierra que descubriese y dejase atrás quedase quieta y pacífica y sin contradicción alguna reducida a su devoción por tener menos que pacificar cuando la poblase.

Juan de Añasco, aunque era ya bien entrado el día, se partió luego a pie con sus treinta compañeros y, sin otros indios de servicio, llevó consigo un caballero indio que la señora del pueblo de su propia mano le dio para que lo guiase y que, cuando se hallase cerca de donde su madre estaba, se adelantase y diese aviso de cómo los españoles iban a rogarle se viniese en amistad con ellos y que lo mismo le suplicaba ella y todos sus vasallos.

A este caballero mozo había criado en sus brazos la viuda madre de la señora de Cofachiqui, por lo cual, y por serle pariente cercano, y principalmente por haber salido el mozo afable y nobilísimo de condición, la quería más que si fuese su propio hijo, y por esta causa lo envió la hija con la embajada a la madre, porque por el amor del mensajero se le hiciese menos molesto el recaudo.

El indio mostraba bien en el aspecto de su rostro y en la disposición de su persona la nobleza de su sangre y la generosidad de su ánimo, que donde hay lo uno debe haber lo otro, que son conjuntos como la fruta y el árbol. Era hermoso de cara y gentil hombre de cuerpo, de edad de veinte a veinte y un años. Iba muy galán, como embajador de tal embajada; llevaba sobre la cabeza un gran plumaje matizado de diversos colores de plumas, que acrecentaban su gentileza, y una manta de gamuzas finas en lugar de capa, que los veranos, por el calor, no se sirven de aforros y, si alguna vez los traen, es el pelo afuera. Llevaba un hermosísimo arco en las manos, que, demás de ser bueno y fuerte, tenía dado un betún que estos indios de la Florida les dan del color que quieren, que parece fino esmalte y pone el arco, y cualquier otra madera, como vidriado. A las espaldas llevaba su aljaba de flechas. Con este ornato iba el indio, y tan contento de acompañar los españoles que bien al descubierto se le veía el deseo que tenía de les servir y agradar.

Capítulo I. Degüéllase el indio embajador y Juan de Añasco pasa adelante en su camino

Habiendo caminado, de la manera que hemos dicho, el capitán Juan de Añasco y sus treinta caballeros casi tres leguas de camino, pararon a comer y a descansar un rato a la sombra de unos grandes árboles, porque hacía mucho calor. El caballero indio que con ellos iba por embajador, habiendo ido hasta entonces muy alegre y regocijado entreteniendo los españoles por todo el camino con darles cuenta de lo que se la pedían de las cosas de su tierra y de las comarcanas, empezó a entristecerse y ponerse imaginativo con la mano en la mejilla. Daba unos suspiros largos y profundos que los nuestros notaron bien, aunque no le preguntaron la causa de su tristeza por no congojarle más de lo que de suyo lo estaba.

El indio, sentado como estaba en medio de los españoles, tomó su aljaba y, poniéndola delante de sí, sacó una a una muy despacio las flechas que en ella iban, las cuales, por la pulicia y el artificio que en su hechura tenían, eran admirables. Todas eran de carrizos. Unas tenían por casquillos puntas de cuernas de venado, labrados en grandísima perfección, con cuatro esquinas, como punta de diamante. Otras tenían por casquillos espinas de pescados maravillosamente labradas al propósito de las flechas. Otras había con casquillos de madera de palma y de otros palos fuertes y recios que hay en aquella tierra. Estos casquillos tenían dos, tres arpones, tan perfectamente hechos en el palo como si fueran de hierro o acero. En suma, todas las flechas eran tan lindas, cada una de por sí, que convidaban a los circunstantes a que las tomasen en las manos y las gozasen mirándolas de cerca. El capitán Juan de Añasco, y cada cual de sus compañeros, tomó la suya para la ver, y todos loaban la pulicia y curiosidad del dueño. Notaron, particularmente, que estaban emplumadas en triángulo porque saliesen mejor del arco. En fin, cada una tenía nueva y diferente curiosidad que la hermoseaba de por sí.

Y no es encarecimiento lo que de las flechas de este caballero hemos dicho, que antes quedamos cortos en la pintura de ellas, porque todos los indios de la Florida, principalmente los nobles, ponen toda su felicidad en la lindeza y pulicia de sus arcos y flechas, las que hacen para su ornamento y traer cotidiano, que las hacen con todo el mayor primor que pueden esforzándose cada uno en aventajarse del otro con nueva invención o mayor pulicia, de manera que es una contienda y emulación muy galana y honesta que de ordinario pasa entre ellos. Las flechas que hacen de munición para gastar en la guerra, son comunes y baladíes, aunque a necesidad todas sirven, sin ser respetadas las pulidas de las no pulidas, ni las estimadas de las despreciadas.

El indio embajador, que, como decíamos, sacaba sus flechas una a una del aljaba, casi en las últimas sacó una que tenía una casquilla de pedernal hecho como punta y cuchilla de daga de una sexma en largo, con la cual, viendo que los castellanos estaban descuidados y embebidos con mirar sus flechas, se hirió en la garganta de tal suerte que se degolló y cayó luego muerto.

Los españoles se admiraron de caso tan extraño y se dolieron de no haber podido socorrerle y, deseando saber la causa de aquella desgracia y haberse muerto con tanta tristeza habiendo estado poco antes tan alegre y regocijado, llamaron los indios de servicio que consigo llevaban y les preguntaron si lo sabían. Ellos, con muchas lágrimas y sentimiento de la muerte de su principal, por el amor que todos le tenían y porque sabían cuánto les había de pesar a sus señoras, madre e hija, de su triste fallecimiento, dijeron que, según lo que entendían, no podía haber sido otra la causa sino haber caído aquel caballero en la cuenta de que aquella embajada que llevaba era contra el gusto y voluntad de su señora la vieja, pues era notorio que con los primeros embajadores que le enviaron no había querido salir a ver los castellanos y que ahora, en guiar y llevar los mismos españoles donde ella estaba para que de grado o por fuerza la trajesen, no correspondía al amor que ella le tenía, ni la crianza que como madre y señora le había hecho. Demás de esto habría entendido que, si no hacía lo que su señora le mandaba, que era guiar los españoles y llevar la embajada (ya que tan inconsideradamente se había encargado de ella), caería en su desgracia y perdería su servicio y, que cualquiera de los dos delitos, o que fuese contra la madre o contra la hija, afirmaban los indios, le había de ser de más pena que la misma muerte. Por lo cual, viéndose metido en tal confusión y no pudiendo salir de ella sin ofender a alguna de sus señoras, había querido mostrar a entrambas el deseo que tenía de las servir y agradar y que, por no hacer lo contrario (ya que había caído en el primer yerro, queriendo excusar el segundo), había elegido por mejor la muerte que enojar a la una o a la otra y así la había tomado por sus propias manos. Esto, y no otra cosa, decían los indios que, a su entender, hubiese causado la muerte de aquel pobre caballero, y a los españoles no les pareció mal la conjetura de los indios.

Juan de Añasco y sus treinta compañeros, aunque con pesadumbre de la muerte de su guía, pasaron adelante en su demanda y caminaron aquella tarde otras tres leguas por el camino que hasta allí habían llevado, que era camino real. El día siguiente, para pasar adelante, preguntaron a los indios si sabían dónde y cuánto de allí estaba la señora viuda. Respondieron que de cierto no lo sabían, porque el indio muerto traía el secreto de la estancia de ella, mas que ellos a tiento los guiarían donde les mandasen. Con toda esta confusión siguieron su viaje los castellanos y, habiendo caminado casi cuatro leguas, ya cerca de medio día, que ardía bravísimamente el sol, viendo indios y poniéndose en emboscada, prendieron un indio y tres indias, que no eran más los que venían, de los cuales quisieron informarse dónde estaría la viuda. Ellos respondieron llanamente que habían oído decir que se había retirado más lejos de donde primero estaba, mas que no sabían dónde y que, si querían llevarlos consigo, que ellos irían preguntando por ella a los indios que topasen por el camino, que podría ser estuviese cerca y podría ser que estuviese lejos. Es frasis del general lenguaje del Perú.

Capítulo I. Juan de Añasco se vuelve al ejército sin la viuda, y lo que hubo acerca del oro y plata de Cofachiqui

Nuestros españoles, habiendo oído los indios, quedaron confusos en lo que harían y, después de haber habido sobre ello muchos y diversos pareceres, uno de los compañeros dijo más advertidamente: «Señores, por muchas razones me parece que no vamos bien acertados en este viaje porque, no habiendo querido salir esta mujer con los indios principales que le llevaron la primera embajada, antes habiendo mostrado pesadumbre con ella, no sé cómo recibirá la nuestra, que ya nos consta que no gusta de venir donde el gobernador está y podría ser que, sabiendo que vamos a le hacer fuerza, tuviese gente apercibida para defenderse y también para ofendernos, y, cualquiera de estas cosas que intente, no somos parte para le contradecir ni para nos defender y volver en salvo porque no llevamos caballos, que son los que ponen temor a los indios. Y, para las pretensiones de nuestro descubrimiento y conquista, no veo que una viuda recogida en su soledad, sea de tanta importancia que hayamos de aventurar las vidas de todos los [que] aquí vamos por traerla sin haber necesidad de ella, pues tenemos a su hija, que es la señora de la provincia, con quien se puede negociar y tratar lo que fuere menester. Demás de esto, no sabemos el camino, ni lo que hay de aquí allá, ni tenemos guía de quien podamos fiarnos, sin lo cual, la muerte tan repentina que ayer se dio el embajador que traíamos nos amonesta que nos recatemos, porque no debió de ser sin algunas consideraciones de las que he dicho. Sin estos inconvenientes (dijo volviéndose al capitán) os veo ir fatigado, así del peso de las muchas armas que lleváis como del excesivo calor del sol que hace y también de vuestra corpulencia, que sois hombre de muchas carnes. Las cuales razones no solamente nos persuaden, empero nos fuerzan a que nos volvamos en paz». A todos los demás pareció bien lo que el compañero había dicho y, de común consentimiento, se volvieron al real y dieron cuenta al gobernador de todo lo que les había sucedido en el camino.

Tres días después se ofreció un indio a guiar los castellanos por el río abajo y llevarlos por el agua donde estaba la madre de la señora del pueblo, por lo cual, con parecer y consentimiento de la hija, volvió a su porfía Juan de Añasco, y con él fueron veinte españoles en dos canoas. Y el primer día de su navegación hallaron cuatro caballos de los ahogados atravesados en un gran árbol caído y, llorándolos de nuevo, siguieron su viaje. Y, habiendo hecho las diligencias posibles, se volvieron al fin de seis días con nuevas de que la buena vieja, habiendo tenido aviso de que una vez y otra hubiesen ido los cristianos por ella, se había metido la tierra adentro y escondídose en unas grandes montañas donde no podía ser habida, de cuya causa la dejó el gobernador sin hacer más caso de ella.

Entretanto que pasaban en el campo las cosas que hemos dicho del capitán Juan de Añasco, no reposaba el gobernador ni su gente en lo poblado, principalmente con las esperanzas que de largo tiempo habían traído de que en esta provincia Cofachiqui habían de hallar mucho oro y plata y perlas preciosas. Deseando, pues, ya verse ricos y libres de esta congoja, pocos días después de llegados a la provincia, dieron en inquirir lo que en ella había. Llamaron los dos indios mozos que en Apalache habían dicho de las riquezas de esta provincia Cofachiqui. Los cuales, por orden del gobernador, hablaron a la señora del pueblo y le dijeron que mandase traer de aquellos metales que los mercaderes, cuyos criados ellos habían sido, solían comprar en su tierra para llevar a vender a otras partes, que eran los mismos que los castellanos buscaban.

La señora mandó traer luego los que en su tierra había de aquellos colores que los españoles pedían, que era amarillo y blanco, porque le habían mostrado anillos de oro y piezas de plata, y también le habían pedido perlas y piedras como las que tenían los anillos. Los indios, habiendo oído el mandato de su señora, trajeron con toda presteza mucha cantidad de cobre de un color muy dorado y resplandeciente que excedía al azófar de por acá, de tal manera que con razón pudieron los indios criados de los mercaderes haberse engañado con la vista, entendiendo que aquel metal y el que les habían mostrado los castellanos era todo uno, porque no sabían la diferencia que hay del azófar al oro.

En lugar de plata, trajeron unas grandes planchas, gruesas como tablas, y eran de una margajita, que, para darme a entender, no sabré pintarlas ahora de la manera que eran, más de que a la vista eran blancas y resplandecientes como plata y, tomadas en las manos, aunque fuesen de una vara en largo y de otra en ancho, no pesaban cosa alguna, y manoseadas se desmoronaban como un terrón de tierra seca.

A lo de las piedras preciosas dijo la señora que en su tierra no había sino perlas y que, si las querían, fuesen a lo alto del pueblo, y señalando con el dedo (que estaban al descubierto) les mostró un templo que allí había del tamaño de los ordinarios que por acá tenemos y dijo: «Aquella casa es entierro de los hombres nobles de este pueblo, donde hallaréis perlas grandes y chicas y mucha aljófar. Tomad las que quisiéredes y, si todavía quisiéredes más, una legua de aquí está un pueblo que es casa y asiento de mis antepasados y cabeza de nuestro estado. Allí hay otro templo mayor que éste, el cual es entierro de mis antecesores, donde hallaréis tanto aljófar y perlas que, aunque de ellas carguéis vuestros caballos y os carguéis vosotros mismos todos cuantos venís, no acabaréis de sacar las que hay en el templo. Tomadlas todas y, si fueran menester más, cada día podremos haber más y más en las pesquerías que de ellas se hacen en mi tierra».

Con estas buenas nuevas, y con la gran magnificencia de la señora, se consolaron algún tanto nuestros españoles de haberse hallado burlados en sus esperanzas en el mucho oro y plata que pensaban hallar en esta provincia, aunque es verdad que en lo del cobre o azófar había muchos españoles que porfiaban en decir que tenía mezcla, y no poca, de oro. Mas, como no llevaban agua fuerte ni puntas de toque, no pudieron hacer ensayo o para quedar desengañados del todo o para cobrar nueva esperanza más cierta.

Capítulo V. Los españoles visitan el entierro de los nobles de Cofachiqui y el de los curacas

Para ver las perlas y aljófar que había en el templo aguardaron a que el contador y capitán Juan de Añasco volviese del segundo viaje que hizo, y entretanto mandó el gobernador a personas de quien él se fiaba velasen el templo, y él mismo lo rondaba de noche porque no se atreviese alguien, con la codicia de lo que había oído, a desordenarse y querer llevar en secreto lo mejor que en el templo o entierro hubiese. Mas, luego que el contador vino, fueron el gobernador y los demás oficiales de la Hacienda Imperial, y otros treinta caballeros entre capitanes y soldados principales, a ver las perlas y las demás cosas que con ellas había. Hallaron que a todas las cuatro paredes de la casa había arcas arrimadas, hechas de madera al mismo modo de las de España, que no les faltaba sino gonces y cerrajas. Los castellanos se admiraron de que los indios, no teniendo instrumentos como los oficiales de Europa, las hiciesen tan bien hechas. En estas arcas, que estaban puestas sobre bancos de media vara en lo alto, ponían los cuerpos de sus difuntos, con no más preservativos de corrupción que si los echaran en sepulturas hechas en el suelo, porque del hedor de los cuerpos, mientras se consumían, no se les daba nada, porque estos templos no les servían sino de osarios donde guardaban los cuerpos muertos y no entraban en ellos a sacrificar ni hacer oración, que, como al principio dijimos, viven sin estas ceremonias. Y no diremos más de este entierro por no repetir en el de los señores curacas (que veremos presto donde habrá bien que decir) lo que aquí hubiésemos dicho.

Sin las arcas grandes que servían de sepultura, había otras menores en las cuales, y en unas cestas grandes tejidas de caña, la cual los indios de la Florida labran con grande artificio y sutileza para todo lo que quieren hacer de ella, como en España de la mimbre, había mucha cantidad de perlas y aljófar y mucha ropa de hombres y mujeres de la que ellos visten, que es de gamuza y otras pellejinas que en todo extremo aderezan con su pelaje, tanto que para aforros de ropas de príncipes y grandes señores se estimaran en nuestra España en mucha cantidad de dineros.

El gobernador y los suyos holgaron mucho de ver tanta riqueza junta, porque, al parecer de todos ellos, había más de mil arrobas de perlas y aljófar. Los oficiales de la Hacienda Real, yendo prevenidos de una romana, pesaron en breve espacio veinte arrobas de perlas entretanto que el gobernador se apartó de ellos mirando lo que en la casa había. El cual, volviendo a los oficiales, les dijo que no había para qué hiciesen tantas cargas impertinentes y embarazosas para el ejército, que su intención no había sido sino llevar dos arrobas de perlas y aljófar, y no más, para enviar a La Habana para muestra de la calidad y quilates de ellas, «que la cantidad», dijo, «creerla han a los que escribiéramos de ella. Por tanto, vuélvanse a su lugar y no se lleven más de las dos arrobas». Los oficiales le suplicaron diciendo que, pues estaban ya pesadas y no se había hecho mella, según las que quedaban, las permitiese llevar por que la muestra fuese más abundante y rica. El gobernador condescendió en ello, y él mismo, tomando de las perlas a dos manos juntas, dio a cada uno de los capitanes y soldados que con él habían ido una almozada, diciendo que hiciesen de ellas rosarios en que rezasen. Y las perlas eran bastantes para servir de rosarios, porque eran gruesas como garbanzos gordos.

Con no más daño del que hemos dicho, dejaron los castellanos aquella casa de entierro y quedaron con mayor deseo de ver la que la señora les había dicho que era de sus padres y abuelos. Dos días después fueron a ella el general y los oficiales y los demás capitanes y soldados de cuenta, que por todos fueron trescientos españoles. Caminaron una gran legua, que toda ella parecía un jardín, donde había mucha arboleda, así de árboles frutales como de no frutales, por entre todos ellos se podía andar a caballo sin pesadumbre alguna, porque estaban apartados unos de otros como puestos a mano.

Toda aquella gran legua caminaron los españoles derramados por el campo, cogiendo fruta y notando la fertilidad de la tierra. Así llegaron al pueblo, llamado Talomeco, el cual estaba asentado en un alto sobre la barranca del río. Tenía quinientas casas, todas grandes y de mejores edificios y de más estofa que las ordinarias, que bien parecía en su aparato que, como asiento y corte de señor poderoso, había sido labrado con más pulicia y ornamento que los otros pueblos comunes. De lejos se parecían las casas del señor porque estaban en lugar más eminente, y se mostraban ser suyas por la grandeza y por la obra sobre las otras aventajada.

En medio del pueblo, frontero de las casas del señor, estaba el templo o casa de entierro que los españoles iban a ver, la cual tenía cosas admirables en grandeza, riqueza, curiosidad y majestad, extrañamente hechas y compuestas, que estimara yo en mucho saberlas decir como mi autor deseaba que dijera. Recíbase mi voluntad, y lo que yo no acertare a decir quede para la consideración de los discretos que suplan con ella lo que la pluma no acierta a escribir, que cierto (particularmente en este paso y en otros tan grandes que en la historia se hallarán), nuestra pintura queda muy lejos de la grandeza de ellos y de lo que se requería para los poner como ellos fueron. De donde diez y diez veces (frasis del lenguaje del Perú por muchas veces), suplicaré encarecidamente se crea de veras que antes quedo corto y menoscabado de lo que convenía decirse que largo y sobrado en lo que hubiese dicho.

Capítulo V. Cuenta las grandezas que se hallaron en el templo y entierro de los señores de Cofachiqui

Los castellanos hallaron el pueblo Talomeco sin gente alguna porque en él había sido la pestilencia pasada más rigurosa y cruel que en otro alguno de toda la provincia, y los pocos indios que de ella escaparon aún no se habían reducido a sus casas. Y así pararon los nuestros poco en ellas hasta llegar al templo, el cual era grande, tenía más de cien pasos de largo y cuarenta de ancho. Las paredes eran altas, conforme al hueco de la pieza; la techumbre, muy levantada, con mucha corriente, porque, como no hallaron la invención de la teja, érales necesario empinar mucho los techos por que no se les lloviese la casa. La techumbre de este templo se mostraba ser de carrizo y cañas delgadas y hendidas por medio, de las cuales hacen estos indios unas esteras pulidas y muy bien tejidas a manera de esteras moriscas, las cuales, echadas cuatro, cinco o seis unas sobre otras, hacen una techumbre por de fuera y dentro vistosa y provechosa, que no las pasa el sol ni el agua. Dende esta provincia en adelante, por la mayor parte, no usan los indios de la paja para techar y cubrir sus casas sino de las esteras de cañas.

Sobre la techumbre del templo había, puestas por su orden, muchas conchas grandes y chicas de diversos animales marinos, que no se supo cómo las hubiesen llevado la tierra adentro, o es que también se crían en los ríos tantos y tan caudalosos como por ella corren. Las conchas estaban puestas lo de dentro afuera, por el mayor lustre que tienen, entre las cuales había, asimismo, muchos caracoles de la mar de extraña grandeza. Entre las conchas y los caracoles había espacios de unos a otros, porque todo iba puesto por su cuenta y orden. En aquellos espacios había grandes madejas de sartas, unas de perlas y otras de aljófar, de media braza en largo, que iban tendidas por la techumbre, descendiendo de grado en grado, que adonde se acababan unas sartas empezaban otras, y hacían con el resplandor del sol una hermosa vista. De todas estas cosas estaba el templo cubierto por de fuera.

Para entrar dentro, abrieron unas grandes puertas que eran en proporción del templo. Junto a la puerta estaban doce gigantes entallados de madera, contrahechos al vivo, con tanta ferocidad y braveza en la postura que los castellanos, sin pasar adelante, se pusieron a mirarlos muy de espacio, admirados de hallar en tierras tan bárbaras obras que, si se hallaran en los más famosos templos de Roma, en su mayor pujanza de fuerzas e imperio, se estimaran y tuvieran en mucho por su grandeza y perfección. Estaban los gigantes puestos como por guardas de la puerta para defender la entrada a los que por ella quisiesen entrar.

Los seis estaban a la una mano de la puerta y los seis a la otra, uno en pos de otro, descendiendo de grado en grado de mayores a menores, que los primeros eran de cuatro varas de alto y los segundos algo menos, y así hasta los últimos.

Tenían diversas armas en las manos, hechas conforme a la grandeza de sus cuerpos. Los dos primeros, uno de cada parte, que eran los mayores, tenían sendas porras guarnecidas al postrer cuarto de ellas con puntas de diamantes y cintas de aquel cobre, hechas ni más ni menos que las porras que pintan a Hércules, que parecía que por éstas se hubiesen sacado aquéllas, o por aquéllas éstas. Tenían los gigantes las porras alzadas en alto con ambas manos con ademán de tanta ferocidad y braveza (como que amenazando dar al que entraba por la puerta), que ponía espanto.

Los segundos, uno de un lado y otro de otro, que éste es el orden que todos llevaban, tenían montantes hechos en madera, de la misma forma que lo hacen en España de hierro y acero. Los terceros tenían bastones diferentes de las porras, que eran a manera de espadillas de espadar lino, largos de braza y media, rollizos de los dos tercios primeros y el postrero se ensanchaba poco a poco hasta rematar en forma de pala. Los cuartos en orden tenían hachas de armas grandes conforme a la estatura de los gigantes; la una de ellas tenía el hierro de azófar, la cuchilla era larga y muy bien hecha, y de la otra parte tenía una punta de cuatro esquinas y de una cuarta en largo. La otra hacha tenía otro hierro, ni más ni menos, con punta y cuchilla, sino que, para mayor admiración y extrañeza, era de pedernal.

Los quintos en su orden tenían arcos del largo de sus cuerpos, enarcados, con las flechas puestas como para las tirar. Los arcos y las flechas estaban hechas en todo el extremo de curiosidad y perfección que estos indios tienen en hacerlas. El casquillo de la una de ellas era de una punta de cuerna de venado labrada en cuatro esquinas; la otra flecha tenía por casquillo una punta de pedernal de la misma forma y tamaño de una daga ordinaria.

Los sextos y últimos tenían unas muy largas y hermosas picas con los hierros de cobre. Todos ellos, así como los primeros, parecía que amenazaban herir con sus armas a los que querían entrar por la puerta: unos puestos para herir de alto abajo, como los de las porras; otros de punta, como los de los montantes y picas; otros de tajo, como los de las hachas; otros de revés, como los de los bastones; y los flecheros amenazaban tirar de lejos. Y cada uno de ellos estaba en la postura más brava y feroz que requería la arma que en las manos tenía, y esto fue lo que más admiró a los españoles: ver cuán al natural y al vivo estaban contrahechos en todo.

Lo alto del templo, de las paredes arriba, estaba adornado como el techo de afuera con caracoles y conchas puestas por su orden, y entre ellas madejas de sartas de perlas y aljófar tendidas por la techumbre, que guardaban y seguían el pavimento del techo. Entre las sartas, caracoles y conchas, había en el techo grandes plumajes hechos de diversos colores de plumas, como las que hacen para su traer. Sin las sartas de perlas y aljófar que había tendidas por el techo, y sin los plumajes que había hincados, había otros muchos plumajes y madejas de aljófar y perlas colgadas de unos hilos delgados y de color amortiguado, que no se divisaba. Parecía que las madejas y plumajes estaban en el aire, unos más altos que otros, porque pareciese que caían del techo. De esta manera estaba adornado lo alto del templo de las paredes arriba, que era cosa agradable mirarlo.

Capítulo I. Que prosigue las riquezas del entierro y el depósito de armas que en él había

Bajando la vista del techo abajo, vieron nuestros capitanes y soldados que por lo más alto de las cuatro paredes del templo iban dos hiladas, una sobre otra, de estatuas de figuras de hombres y mujeres de común tamaño de la gente de aquella tierra, que son crecidos como filisteos. Estaban puestas cada una en su basa o pedestal, unas cerca de otras en compás, y no servían de otra cosa sino de ornamento de las paredes porque no estuviesen descubiertas por lo alto sin tapices. Las figuras de los hombres tenían diversas armas en las manos, todas las que otras veces hemos nombrado. Las cuales estaban guarnecidas con anillos de perlas y aljófar ensartado, de cuatro, cinco, seis vueltas, cada anillo, y, para mayor hermosura, tenían a trechos rapacejos de hilo de colores finísimas, que a todo lo que estos indios quieren se les dan en extremo finas. Las estatuas de las mujeres no tenían cosa alguna en las manos.

Por el suelo, arrimadas a las paredes, encima de unos bancos de madera muy bien labrada, como era toda la que en el templo había, estaban las arcas que servían de sepulturas en que tenían los cuerpos muertos de los curacas que habían sido señores de aquella provincia Cofachiqui y de sus hijos y hermanos y sobrinos hijos de hermanos, que en aquel templo no se enterraban otros.

Las arcas estaban bien cubiertas con sus tapas. Una vara de medir encima de cada arca, había una estatua entallada de madera arrimada a la pared sobre su pedestal, la cual era retrato sacado al vivo del difunto o difunta que en el arca estaba de la edad que era cuando falleció. Los retratos servían de recordación y memoria de sus pasados. Las estatuas de los hombres tenían sus armas en las manos, y las de los niños y mujeres sin cosa alguna.

El espacio de pared que había entre los retratos de los difuntos y las estatuas que estaban en lo alto de las paredes estaba cubierto de rodelas y paveses grandes y chicos, hechos de cañas tan fuertemente tejidas que se podía esperar con ellos una jara tirada con ballesta, que, tirada con arcabuz, pasa más que con ballesta. Los paveses y rodelas estaban enredados con hilos de perlas y aljófar y por el cerco tenían rapacejos de hilos de colores que los hermoseaban mucho.

Por el suelo del templo, a la larga, iban puestas encima de bancos tres hiladas de arcas de madera grandes y chicas, unas sobre otras, puestas por su orden, que las grandes eran las primeras y sobre éstas había otras menores y sobre aquéllas otras más chicas, y de esta manera estaban puestas cuatro y seis arcas unas encima de otras, subiendo de mayores a menores en forma de pirámide. Entre unas arcas y otras había calles que iban a la larga del templo y cruzaban al través del un lado al otro, por las cuales, sin estorbo alguno, podían andar por todo el templo y ver lo que en él había a cada parte.

Todas las arcas grandes y chicas estaban llenas de perlas y aljófar. Las perlas estaban apartadas unas de otras por sus tamaños, y conforme el tamaño estaban en las arcas, que las mayores estaban en las primeras arcas, y las no tan grandes en las segundas, y otras más chicas, en las terceras, y así, de grado en grado, hasta el aljófar, el cual estaba en las arquillas más altas. En todas ellas había tanta cantidad de aljófar y perlas que por vista de ojos confesaron los españoles que era verdad y no soberbia ni encarecimiento lo que la señora de este templo y entierro había dicho, que, aunque se cargasen todos ellos, que eran más de novecientos hombres, y aunque cargasen sus caballos, que eran más de trescientos, no acabarían de sacar del templo las perlas y aljófar que en él había. No debe causar mucha admiración ver tanta cantidad de perlas, si se considera que no vendían aquellos indios ninguna de cuantas hallaban sino que las traían todas a su entierro, y que lo habían hecho de muchos siglos atrás. Y, haciendo comparación, se puede afirmar (pues se ve cada año), que, si el oro y plata que del Perú se ha traído y trae a España no se hubiera sacado de ella, pudieran haber cubierto muchos templos con tejas de plata y oro.

Con la bravosidad y riqueza de perlas que había en el templo había asimismo muchos y muy grandes fardos de gamuza blanca y teñida de diversas colores, y la teñida estaba apartada, la de cada color de por sí. También había grandes líos de mantas de muchas colores hechas de gamuza, y otra gran muchedumbre de mantas de pellejinas aderezadas con su pelo de todos los animales que en aquella tierra se crían, grandes y chicos. Había muchas mantas de pellejos de gatos de diversas especies y pinturas, y otras de martas finísimas, todas tan bien aderezadas que en lo mejor de Alemania o Moscovia no se pudieran mejorar.

De todas estas cosas, y de la manera y orden que se ha dicho, estaba ordenado el templo, así el techo como las paredes y el suelo, cada cosa puesta con tanta pulicia y orden cuanta se puede imaginar de la gente más curiosa del mundo. Estaba todo limpio, sin polvo ni telarañas, donde parece debía de ser mucha la gente que cuidaba del ministerio y servicio del templo, de limpiar y poner cada cosa en su lugar.

Alderredor del templo había ocho salas, apartadas unas de otras y puestas por su orden y compás, las cuales mostraban ser anejas al templo y a su ornato y servicio. El gobernador y los demás caballeros quisieron ver lo que en ellas había, y hallaron que todas estaban llenas de armas puestas por la orden que diremos. La primera sala que acertaron a ver estaba llena de picas, que no había otra cosa en ella, todas muy largas, muy bien labradas con hierros de azófar que, por ser tan encendido de color, parecían de oro. Todas estaban guarnecidas con anillos de perlas y aljófar de tres y cuatro vueltas puestos a trechos por las picas. Muchas de ellas estaban aderezadas por medio (donde cae sobre el hombro, y la punta cabe el hierro) con mangas de gamuza de colores y, a los remates de la gamuza, en ambas partes alta y baja, tenían flecos de hilo de colores con tres y cuatro, cinco y seis vueltas de perlas o de aljófar, que las hermoseaban grandemente.

En la segunda sala había solamente porras, como las que dijimos que tenían los primeros gigantes que estaban en la puerta del templo, salvo que las de la sala, como armas que estaban en recámara de señor, estaban guarnecidas con anillos de perlas y de aljófar y de rapacejos de hilo de colores puestos a trechos, de manera que el un color mestizase con otro, y todos con las perlas, y las otras picas de los gigantes no tenían guarnición alguna.

En otra sala, que era la tercera, no había sino hachas, como las que dijimos que tenían los gigantes de la cuarta orden, con hierros de cobre que de la una parte tenían cuchilla y de la otra punta de diamante de una sexma y de una cuarta en largo. Muchas de ellas tenían hierros de pedernal asidos fuertemente a las astas con anillos de cobre. Estas hachas también tenían por las astas sus anillos de perlas y aljófar y rapacejos de hilo de colores.

En otra sala, que era la cuarta, había montantes hechos de diversos palos fuertes, como eran los que tenían los gigantes de la segunda orden, todos ellos guarnecidos con perlas y aljófar y rapacejos por las manijas y por las cuchillas hasta el primer tercio de ellas. En la quinta sala había solamente bastones, como los que dijimos que tenían los gigantes de la tercera orden, empero guarnecidos con sus anillos de perlas y aljófar y rapacejos de colores por toda la asta hasta donde empezaba la pala. Y porque el capítulo no salga de la proporción de los demás, diremos en el siguiente lo que resta.

Capítulo I. Sale de Cofachiqui el ejército dividido en dos partes

En la sala sexta no había otra cosa sino arcos y flechas, labradas en todo el extremo de perfección y curiosidad que tienen en hacerlas. Por casquillos tenían puntas de madera, de huesos de animales terrestres y marinos, y de pedernal, como dijimos del caballero indio que se mató. Sin estas maneras de casquillos, hallaron los españoles muchas flechas con casquillos de cobre, como las que en nuestra España ponen a las jaras, otras había con arpones hechos del mismo cobre, y con escoplillos y lanzuelas y cuadrillas que parecía se hubiesen hecho en Castilla. En las flechas que hallaron con puntas de pedernal notaron que también se diferenciaban los casquillos unos de otros, que unos había en forma de arpón, otros de escoplillo, otros redondos como punzón, otros con dos filos como punta de daga. Todo lo cual a los españoles que lo miraban con curiosidad causaba admiración que en una cosa tan bronca como el pedernal se labrasen cosas semejantes, aunque, mirando lo que la historia mexicana dice de los montantes y otras armas que los indios de aquella tierra hacían de pedernal, se perderá parte de la maravilla de las nuestras. Los arcos eran hermosamente labrados y esmaltados de diversas colores, que se los dan con cierto betún que los ponen tan lustrosos que se pueden mirar en ellos. Hablando de este templo dice Juan Coles estas palabras: «Y en un apartado había más de cincuenta mil arcos con sus carcajes o aljabas llenas de flechas».

Sin el lustre, que les bastaba, tenían los arcos muchas vueltas de perlas y aljófar puestas a trechos, las cuales vueltas, o anillos, empezaban dende las manijas e iban por su orden hasta las puntas de tal manera que las sortijas primeras eran de perlas gruesas y de siete y ocho vueltas, y las segundas eran de perlas menores y de menos vueltas, y así iban de grado hasta las últimas que estaban cerca de las puntas, que era de aljófar muy menudo. Las flechas también tenían a trechos anillos de aljófar mas no de perlas sino de aljófar solamente.

En la séptima sala había gran cantidad de rodelas hechas de madera y de cueros de vaca, traídos de lejas tierras las unas y las otras. Todas estaban guarnecidas de perlas y aljófar y rapacejos de hilo de colores.

En la octava sala había muchedumbre de paveses, todos hechos de caña tejida una sobre otra con mucha pulicia y tan fuertes que pocas ballestas se hallaban entre los españoles que con una jara lo pasasen de claro, la cual experiencia se hizo en otras partes fuera de Cofachiqui. Los paveses también, como las rodelas, estaban guarnecidos con redecillas de aljófar y perlas y rapacejos de colores.

De todas estas armas ofensivas y defensivas estaban llenas las ocho salas y en cada una de ellas había tanta cantidad de género de armas que en ella había que particularmente admiró el gobernador y sus castellanos la multitud de ellas, demás de la pulicia y artificio con que estaban hechas y puestas por su orden.

El general y sus capitanes, habiendo visto y notado las grandezas, y suntuosidad del templo y su riqueza, y la muchedumbre de las armas, el ornato con que cada cosa estaba puesta y compuesta, preguntaron a los indios qué significaba aquel aparato tan solemne. Respondieron que los señores de aquel reino, principalmente de aquella provincia y de otras que adelante verían, tenían por la mayor de sus grandezas el ornamento y suntuosidad de sus entierros, y así procuraban engrandecerlos con armas y riquezas, todas las que podían haber, como lo habían visto en aquel templo. Y porque éste fue el más rico y soberbio de todos los que nuestros españoles vieron en la Florida, me pareció escribir tan larga y particularmente las cosas que en él había, y también porque el que me daba la relación me lo mandó así por ser una de las cosas, como él decía, de mayor grandeza y admiración de cuantas había visto en el nuevo mundo, con haber andado lo más y mejor de México y del Perú, aunque es verdad que, cuando él pasó aquellos dos reinos, ya estaban saqueados de sus más preciadas riquezas y derribadas por el suelo sus mayores majestades.

Los oficiales de la Hacienda Imperial trataron de sacar el quinto que a la hacienda de Su Majestad pertenecía de las perlas y aljófar y la demás riqueza que en el templo había y llevarlo consigo. El gobernador les dijo que no servía el llevarlo sino de embarazar el ejército con cargas impertinentes, que aun las necesarias de sus armas y municiones no las podía llevar, que lo dejasen todo como estaba, que ahora no repartían la tierra sino que la descubrían, que cuando la repartiesen y estuviesen de asiento, entonces pagaría el quinto el que la hubiese en suerte. Con esto no tocaron a cosa alguna de las que habían visto y se volvieron donde la señora estaba, trayendo bien que contar de la majestad de su entierro.

Todo lo que se ha dicho del pueblo de Cofachiqui lo refiere Alonso de Carmona en su relación, no tan largamente como nuestra historia. Empero particularmente dice de la provincia y del recibimiento que hizo al gobernador pasando el río, y que ella y sus damas todas traían grandes sartas de perlas gruesas echadas al cuello y atadas a las muñecas, y los varones solamente al cuello. Y dice que las perlas pierden mucho de su hermosura y buen lustre por sacarlas con fuego que las para negras. Y en el pueblo Talomeco, donde estaba el entierro y templo rico, dice que hallaron cuatro casas largas llenas de cuerpos muertos de la peste que en él había habido. Hasta aquí es de Alonso de Carmona.

Otros diez días gastó el adelantado, después de haber visto el templo, en informarse de lo que había en las demás provincias que confinaban con aquella de Cofachiqui, y de todas tuvo relación que eran fértiles y abundantes de comida y pobladas de mucha gente. Habida esta relación, mandó apercibir para pasar adelante en su descubrimiento y, acompañado de sus capitanes, se despidió de la india señora de Cofachiqui y de los más principales del pueblo, agradeciéndoles por muchas palabras la cortesía que en su tierra le habían hecho, y así los dejó por amigos y aficionados de los españoles.

Del pueblo salió el ejército dividido en dos partes porque no llevaban comida bastante para ir todos juntos. Por lo cual dio orden el general que Baltasar de Gallegos y Arias Tinoco y Gonzalo Silvestre, con cien caballos y doscientos infantes, fuesen doce leguas de allí, donde la señora les había ofrecido seiscientas hanegas de maíz que tenía en una casa de depósito y que, tomando el maíz que pudiesen llevar, saliesen al encuentro al gobernador, el cual iría por el camino real a la provincia de Chalaque, que era la que por aquel viaje confinaba con la de Cofachiqui. Con esta orden salieron los tres capitanes con los trescientos soldados y el gobernador con el resto del ejército, el cual, en ocho jornadas que anduvo por el camino real, sin habérsele ofrecido cosa digna de memoria, llegó a la provincia de Chalaque.

Los tres capitanes tuvieron sucesos que contar. Y fueron que, llegados al depósito, tomaron doscientas hanegas de zara, que no pudieron llevar más, y volvieron a enderezar su camino al camino real por donde el gobernador iba. Y a los cinco días que habían caminado llegaron al camino principal y, por el rastro que el ejército dejaba hecho, vieron que el general había pasado y que iba adelante, con lo cual se alborotaron los doscientos soldados infantes y quisieron, sin obedecer a sus capitanes, caminar todo lo que pudiesen hasta alcanzar al general, porque decían que llevaban poca comida y que no sabían qué días tardarían en alcanzar al gobernador, por lo cual era bien prevenir con tiempo y darse prisa a llegar donde él estuviese antes que se les acabase el bastimento y pereciesen de hambre. Esto decían los soldados con el miedo de la que pasaron en el despoblado antes de llegar a la provincia de Cofachiqui.

Capítulo I. Del suceso que tuvieron los tres capitanes en su viaje y cómo llegó el ejército a Xuala

Los tres capitanes recibieron pena del motín que los infantes intentaban porque llevaban tres caballos enfermos de un torozón que el día antes les dio y les era impedimento para no poder caminar todo lo que los peones querían. Y así les dijeron que por un día más o menos de camino no era razón desamparasen tres caballos, pues veían de cuánto provecho y ayuda les eran contra los enemigos. Los infantes replicaron diciendo que más importaba la vida de trescientos castellanos que la salud de tres caballos y que no sabían si duraría el camino un día o diez o veinte o ciento y que era justo prevenir lo más importante y no las cosas de tan poco momento. Diciendo esto ya como amotinados, dieron en caminar sin orden a toda prisa. Los tres capitanes se pusieron delante y uno de ellos, en nombre de todos, les dijo: «Señores, mirad que vais donde está vuestro capitán general, el cual, como sabéis, es hombre tan puntual en las cosas de la guerra que le pesará mucho saber vuestra inobediencia y el quebrantamiento de su mandato y orden. Y podría ser, como yo lo creo, que hoy o mañana, y, a lo más largo, esotro día, lo alcanzásemos, que no es de creer que dejándonos atrás se aleje tanto. Y, siendo esto así, habríamos caído en grande mengua y afrenta que, sin haber pasado extrema necesidad, hubiésemos hecho flaqueza en temer tanto la hambre incierta, que, por sólo el temor de ella, hubiésemos desamparado tres caballos que son de estimar en mucho, pues sabéis que son el nervio y la fuerza de nuestro ejército y que por ellos nos temen los enemigos y nos hacen honra los amigos. Y, pues se siente y llora tanto cuando nos matan uno, cuánto más de llorar será que por nuestra flaqueza y cobardía, sin necesidad alguna, no más de con las imaginaciones de ella, hayamos desamparado y perdido tres caballos. Y lo que en esto veo más digno de lamentar es la pérdida de vuestra reputación y de la nuestra, que el general y los demás capitanes y soldados con mucha razón dirán que en cuatro días que anduvimos sin ellos no supimos gobernaros ni vosotros obedecernos. Mas, cuando se haya sabido cómo el hecho pasó, verán que toda la culpa fue vuestra y que nosotros no éramos obligados más que a persuadiros con buenas razones. Por tanto, apartaos, señores, de hacer cosa tan mal hecha, que más honra nos será morir como buenos soldados por hacer el deber que vivir en infamia por haber huido un peligro imaginado».

Con estas palabras se aplacaron los infantes y acortaron las jornadas, mas no tanto que dejasen de caminar cinco y seis leguas, que era lo más que los caballos enfermos podían caminar.

Otro día, después de apaciguado el motín, caminando estos soldados a medio día, se levantó repentinamente una gran tempestad de recios vientos contrarios con muchos relámpagos y truenos y mucha piedra gruesa que cayó sobre ellos, de tal manera que, si no acertaran a hallarse cerca del camino unos nogales grandes y otros árboles gruesos, a cuya defensa se socorrieron, perecieran, porque la piedra o granizo fue tan grueso que los granos mayores eran como huevos de gallina y los menores como nueces. Los rodeleros ponían las rodelas sobre las cabezas, mas con todo eso, si la piedra les cogía al descubierto, los lastimaba malamente. Quiso Dios que la tormenta durase poco, que si fuera más larga no bastaran las defensas que habían tomado para escapar de la muerte y, con haber sido breve, quedaron tan mal parados que no pudieron caminar aquel día ni el siguiente. El día tercero siguieron su viaje y llegaron a unos pueblos pequeños cuyos moradores no habían osado esperar en sus casas al gobernador y se habían ido a los montes. Solamente habían quedado los viejos y viejas, y casi todos ciegos. Estos pueblos se llamaban Chalaques.

A otros tres días de camino después de los pueblos Chalaques alcanzaron al gobernador en un hermoso valle de una provincia llamada Xuala, donde había llegado dos días antes, y, por esperar los capitanes y los trescientos soldados que en pos de él iban, no había querido pasar adelante.

Del pueblo de Cofachiqui, donde la señora quedó, hasta el primer valle de la provincia Xuala, habría por el camino que estos castellanos fueron cincuenta leguas poco más o menos, toda tierra llana y apacible, con ríos pequeños que por ella corrían, con distancia de tres o cuatro leguas de tierra entre unos y otros. Las sierras que vieron fueron pocas, y ésas con mucha hierba para ganados y fáciles de andar por ellas a pie o a caballo. En común, todas las cincuenta leguas, así de lo que hallaron poblado y cultivado como lo que estaba inculto y por labrar, eran de buena tierra.

Todo lo que se anduvo desde la provincia de Apalache hasta la de Xuala, donde tenemos al gobernador y a su ejército, que fueron (si no las he contado mal) cincuenta y siete jornadas de camino, fue casi el viaje al nordeste, y muchos días al norte. Y el río caudaloso que pasaba por Cofachiqui, decían los hombres marineros que entre estos españoles iban que era el que en la costa llamaban Santa Elena, no porque lo supiesen de cierto sino que, según su viaje, les parecía que era él. Esta duda, y otras muchas que nuestra historia calla, se aclararán cuando Dios Nuestro Señor sea servido que aquel reino se gane para aumento de su Santa Fe Católica.

A las cincuenta y siete jornadas que estos españoles anduvieron de Apalache a Xuala echamos a una con otra cuatro leguas y media, que unas fueron de más y otras de menos y, conforme a esta cuenta, han caminado hasta Xuala doscientas y sesenta leguas, pocas menos. Y de la bahía de Espíritu Santo hasta Apalache dijimos habían andado ciento y cincuenta leguas, de manera que son, por todas, cuatrocientas leguas, pocas menos.

En los pueblos de jurisdicción y vasallaje de Cofachiqui por do pasaron nuestros españoles hallaron muchos indios naturales de otras provincias hechos esclavos, a los cuales, para tenerlos seguros y que no se huyesen, les deszocaban un pie, cortándoles los nervios por cima del empeine donde se junta el pie con la pierna, o se los cortaban por cima del calcañar, y con estas prisiones perpetuas e inhumanas los tenían metidos la tierra adentro alejados de sus términos y servíanse de ellos para labrar las tierras y hacer otros oficios serviles. Estos eran los que prendían con las asechanzas que en las pesquerías y cacerías unos a otros se hacían y no en guerra descubierta de poder a poder con ejércitos formados.

Atrás dijimos cómo el capitán y contador Juan de Añasco fue dos veces por la madre de la señora de Cofachiqui y no dijimos la causa principal por que se hizo tanta instancia y diligencia por ella. Y fue porque los españoles habían sabido que la viuda tenía consigo seis o siete cargas de perlas gruesas por horadar y que, por no estar horadadas, eran mejores que todas las que habían visto en los entierros, las cuales, por haber sido horadadas con agujas de cobre calentadas al fuego, habían cobrado algún tanto de humo y perdido mucha parte de la fineza y resplandor que de suyo tenían. Querían, pues, los nuestros, ver si eran tan grandes y tan buenas como los indios se las habían encarecido.

Capítulo X. Donde se cuentan algunas grandezas de ánimo de la señora de Cofachiqui">CAPÍTULO

Donde se cuentan algunas grandezas de ánimo de la señora de Cofachiqui

En el pueblo y provincia de Xuala (la cual, aunque era provincia de por sí apartada de la de Cofachiqui, era de la misma señora) descansó el gobernador con su ejército quince días, porque en el pueblo y su término hallaron mucha zara y todas las demás semillas y legumbres que hemos dicho había en la Florida. Tuvieron necesidad de parar todo este largo tiempo por regalar y reformar los caballos, los cuales, por la poca comida de maíz que en la provincia de Cofachiqui habían tenido, estaban flacos y debilitados, y aun de esta causa se entendió que hubiesen desmayado los tres caballos de que atrás hicimos mención, aunque entonces, por facilitar el mal para aplacar los amotinados, se dijo que había sido torozón.

Este pueblo estaba asentado a la falda de una sierra ribera de un río que, aunque no muy grande, corría con mucha furia. Hasta aquel río llegaba el término de Cofachiqui. En el pueblo Xuala sirvieron y regalaron mucho al gobernador y a todo su ejército, que como era del señorío de la señora de Cofachiqui y ella lo había enviado a mandar, hacían los indios todas las demostraciones que podían, así por obedecer a su señora como por agradar a los españoles.

Pasados los quince días, ya que los caballos estaban reformados, salieron de Xuala, y el primer día caminaron por las tierras de labor y sementeras que tenía, que eran muchas y buenas. Otros cinco días caminaron por una sierra no habitada de gente, empero tierra muy apacible. Tenía mucha cantidad de robles y algunos morales y mucho pasto para ganado. Había quebradas y arroyos, aunque de poca agua muy corrientes. Tenía valles muy frescos y deleitosos. Tenía esta sierra, por donde la pasaron, veinte leguas de travesía.

Volviendo a la señora de Cofachiqui, que aún no hemos salido de su señorío, porque es justo que sus generosidades queden escritas, decimos que, no contenta con haber servido y regalado en su casa y corte al general y a sus capitanes y soldados, ni satisfecha con haberles proveído el bastimento que para el camino hubieron menester, con estar su tierra tan necesitada como lo estaba, ni con darles indios de carga que les sirviesen por todas las cincuenta leguas que hay hasta la provincia de Xuala, mandó a sus vasallos que de Xuala, donde había mucha comida, llevasen sin tasa alguna toda la que los españoles pidiesen para las veinte leguas de despoblado que habían de pasar antes de Guaxule, y que les diesen indios de servicio y todo buen recaudo como a su propia persona. Juntamente con esto proveyó que con el general fuesen cuatro indios principales que llevasen cuidado de gobernar y dar orden a los de servicio para que los españoles fuesen más regalados en su camino, toda la cual prevención hizo para sus provincias.

Pues ahora es de saber que tampoco se descuidó de las ajenas con deseo que en todas hubiese el mismo recaudo, para lo cual mandó a los cuatro indios principales que, habiendo entrado en la provincia de Guaxule, que por aquella vía confinaba con la suya, se adelantasen y, como embajadores suyos, encargasen al curaca de Guaxule sirviese al gobernador y a todo su ejército como ella lo había hecho, donde no, lo amenazasen con guerra a fuego y a sangre. De la cual embajada el general estaba ignorante hasta que los cuatro indios principales, habiendo pasado el despoblado, le pidieron licencia para adelantarse a la hacer. Lo cual, sabido por el gobernador y sus capitanes, les causó admiración y nuevo agradecimiento de ver que aquella señora india no se hubiese contentado con el servicio y regalo que con tanto amor y voluntad en su casa y tierra les había hecho, sino que también hubiese prevenido las ajenas. De donde vinieron a entender más al descubierto el ánimo y deseo que siempre esta señora tuvo de servir al gobernador y a sus castellanos, porque es así que, aunque hacía todo lo que podía por agradarles, y ellos lo veían, siempre decía al general le perdonase no poder lo que deseaba poder en su servicio, de que en efecto se congojaba y entristecía de tal manera que era menester que los mismos españoles la consolasen. Con estas grandezas de ánimo generoso, y otras que con sus vasallos usaba, según ellos las pregonaban, se mostraba mujer verdaderamente digna de los estados que tenía y de otros mayores, e indigna de que quedase en su infidelidad. Los castellanos no le convidaron con el bautismo porque, como ya se ha dicho, llevaban determinado de predicar la fe después de haber poblado y hecho asiento en aquella tierra que, andando como andaban de camino de unas provincias a otras sin parar, mal se podía predicar.

Capítulo X. Sucesos del ejército hasta llegar a Guaxule y a Ychiaha

Ya dijimos que el gobernador y su ejército habían salido de Xuala y, caminando cinco días por el despoblado que hay hasta Guaxule, es de saber (volviendo atrás con nuestro cuento), que el mismo día que salieron del pueblo de Xuala, echaron de menos tres esclavos que se habían huido la noche antes. Los dos eran negros de nación, criados del capitán Andrés de Vasconcelos de Silva, y el otro era morisco de Berbería, esclavo de don Carlos Enríquez, caballero natural de Jerez de Badajoz, de quien atrás hicimos mención. Entendiose que afición de mujeres, antes que otro interés, hubiese causado la huida de estos esclavos y quedarse con los indios, por lo cual no los pudieron haber, aunque se hicieron diligencias por ellos, que los indios de este gran reino generalmente se holgaban (como adelante veremos más al descubierto) de que se quedasen entre ellos cosas de los españoles. Los negros causaron admiración con su mal hecho, porque eran tenidos por buenos cristianos y amigos de su señor. El berberisco no hizo novedad, antes confirmó la opinión en que siempre le habían tenido, por ser en toda cosa malísimo.

Dos días después sucedió que, caminando el ejército por el mismo despoblado, al medio de la jornada y del día, cuando el sol muestra sus mayores fuerzas, un soldado infante natural de Alburquerque llamado Juan Terrón, en quien se apropiaba bien el nombre, se llegó a otro soldado de a caballo, que era su amigo, y, sacando de unas alforjas una taleguilla de lienzo que llevaba más de seis libras de perlas, le dijo: «Tomaos estas perlas y lleváoslas, que yo no las quiero». El de a caballo respondió: «Mejor serán para vos que las habéis menester más que yo y podreislas enviar a La Habana para que os traigan tres o cuatro caballos y yeguas porque no andéis a pie, que el gobernador, según se dice, quiere enviar presto mensajeros a aquella tierra con nuevas de lo que hemos descubierto en ésta». Juan Terrón, enfadado de que su amigo no quisiese aceptar el presente que le hacía, dijo: «Pues vos no las queréis, voto a tal que tampoco han de ir conmigo, sino que se han de quedar aquí». Diciendo esto, y habiendo desatado la taleguilla, y tomándola por el suelo, de una braceada, como quien siembra, derramó por el monte y herbazal todas las perlas por no llevarlas a cuestas, con ser un hombre tan robusto y fuerte que llevara poco menos carga que una acémila. Lo cual hecho, volvió la taleguilla a las alforjas, como si valiera más que las perlas, y dejó admirados a su amigo y a todos los demás que vieron el disparate. Los cuales no imaginaron que tal hiciera, porque, a sospecharlo, todavía se lo estorbaran, porque las perlas valían en España más de seis mil ducados porque eran todas gruesas del tamaño de avellanas y de garbanzos gordos y estaban por horadar, que era lo que más se estimaba en ellas, porque tenían su color perfecto y no estaban ahumadas como las que se hallaron horadadas. Hasta treinta de ellas volvieron a recoger rebuscándolas entre las hierbas y, viéndolas tan buenas, se dolieron mucho más de la perdición hecha y levantaron un refrán común que entre ellos se usaba, que decía: «No son perlas para Juan Terrón». El cual nunca quiso decir dónde las hubo y, como los de su camarada se burlasen con él muchas veces después del daño y le motejasen de la locura que había hecho, que conformaba con la rusticidad de su nombre, les dijo un día que se vio muy apretado: «Por amor de Dios, que no me lo mentéis más porque os certifico que todas las veces que se me acuerda de la necedad que hice me dan deseos de ahorcarme de un árbol». Tales son los que la prodigalidad incita a sus siervos, que, después de haberles hecho derramar en vanidad sus haciendas, les provoca desesperaciones. La liberalidad, como virtud tan excelente, recrea con gran suavidad a los que la abrazan y usan de ella.

Sin haberles acaecido otra cosa que sea de contar, habiendo caminado cinco jornadas por la sierra, llegaron los castellanos a la provincia y pueblo de Guaxule, el cual estaba asentado entre muchos ríos pequeños que pasaban por la una parte y por la otra del pueblo, los cuales nacían de aquellas sierras que los españoles pasaron y de otras que adelante había.

El señor de la provincia, que también había el mismo nombre Guaxule, salió media legua del pueblo. Sacó en su compañía quinientos hombres nobles bien aderezados de ricas mantas de diversas pellejinas y grandes plumajes sobre sus cabezas, conforme al uso común de toda aquella tierra. Con este aparato recibió al gobernador, mostrándole señales de amor y hablándole palabras de mucho comedimiento, dichas con todo buen semblante señoril. Llevolo al pueblo, que era de trescientas casas, y lo aposentó en la suya, que, con el recaudo de los embajadores de Cofachiqui, la tenía desembarazada para su alojamiento, y prevenidas otras cosas para mejor le servir. La casa estaba en un cerro alto, como de otras semejantes hemos dicho. Tenía toda ella alrededor un paseadero, que podían pasearse por él seis hombres juntos.

En este pueblo estuvo el gobernador cuatro días, informándose de lo que por la comarca había. De allí fue en seis jornadas de a cinco leguas a otro pueblo y provincia llamada Ychiaha, cuyo señor había el mismo nombre. El camino que llevó en estas seis jornadas fue seguir el agua abajo los muchos arroyos que por Guaxule pasaban, los cuales todos, juntándose en poco espacio, hacían un poderoso río, tanto que por Ychiaha, que estaba treinta leguas de Guaxule, iba ya mayor que Guadalquivir por Sevilla.

Este pueblo Ychiaha estaba asentado a la punta de una gran isla de más de cinco leguas en largo que el río hacía. El cacique salió a recibir al gobernador y le hizo mucha fiesta con todas las demostraciones de regocijo y amor que pudo mostrar, y los indios que consigo trajo hicieron lo mismo con los españoles, que holgaron mucho de los ver. Y, pasándolos por el río en muchas canoas y balsas que para este efecto tenían apercibidas, los aposentaron en sus casas, como a propios hermanos. Y en el mismo grado fue todo el demás servicio y regalo que les hicieron, deseando, según decían, abrirse las entrañas y ponérselas delante a los españoles para les mostrar por vista de ojos lo mucho que se habían holgado de haberlos conocido. En Ychiaha hizo el gobernador las diligencias que en los demás pueblos y provincias hacía, informándose de lo que en la tierra y su comarca había. El curaca, entre otras cosas que en respuesta de lo que le preguntaron dijo, fue que treinta leguas de allí había minas del metal amarillo que buscaban y que, para certificarse de ellas, enviase su señoría dos españoles o más, los que quisiese, que las fuesen a ver, que él daría guías que seguramente los llevasen y trajesen. Oyendo esto, se ofrecieron dos españoles a ir con los indios. El uno se llamaba Juan de Villalobos, natural de Sevilla, y el otro, Francisco de Silvera, natural de Granada, los cuales se partieron luego y quisieron ir a pie y no a caballo, aunque los tenían, por hacer mejor diligencia y en más breve tiempo.

Capítulo I. Cómo sacan las perlas de sus conchas, y la relación que trajeron los descubridores de las minas de oro

Luego otro día que los dos españoles se fueron a ver las minas de oro que tanto deseaban hallar, vino el curaca a visitar al gobernador y le hizo un presente de una hermosa sarta de perlas, que, si no fueran agujereadas con fuego, fuera una gran dádiva, porque la sarta era de dos brazas y las perlas como avellanas y todas casi parejas de un tamaño. El gobernador las recibió con mucho agradecimiento y en recompensa le dio piezas de terciopelo y paños de diversas colores y otras cosas de España que el indio tuvo en mucho. Al cual preguntó el gobernador si aquellas perlas se pescaban en su tierra. El cacique respondió que sí, y que en el templo y entierro que en aquel mismo pueblo tenía de sus padres y abuelos había mucha cantidad de ellas, que si las quería se las llevase todas, o la parte que quisiese. El adelantado le dijo que agradecía su buena voluntad, que, aunque las deseara, no hiciera agravio al entierro de sus mayores, cuanto más que no las quería; que, aunque las que le había dado en la sarta las había recibido por ser dádiva de sus manos, que no quería saber más que cómo se sacaban de las conchas donde se criaban.

El cacique dijo que otro día, a las ocho de la mañana, lo vería su señoría, que aquella tarde y la noche siguiente las pescarían los indios. Luego, al mismo punto, mandó despachar cuarenta canoas con orden que a toda diligencia pescasen las conchas y volviesen por la mañana. La cual venida, mandó el curaca (antes que las canoas llegasen) traer mucha leña y amontonarla en un llano ribera del río, y la hizo quemar y que se hiciese mucha brasa, y, luego que las canoas vinieron, mandó tenderla y echar sobre ellas las conchas que los indios traían, las cuales, con el calor del fuego, se abrían y daban lugar a que entre la carne de ellas buscasen las perlas. Casi en las primeras conchas que se abrieron, sacaron los indios diez o doce perlas gruesas como garbanzos medianos y las trajeron al curaca y al gobernador, que estaban juntos mirando cómo las sacaban, y vieron que eran muy buenas en toda perfección, salvo que todavía el fuego con su calor y humo les ofendía su buen color natural.

El gobernador, habiendo visto sacar las perlas, se fue a comer a su posada, y, poco después que hubo comido, entró un soldado natural de Guadalcanal, que había por nombre Pedro López, el cual, descubriendo una perla que en la mano traía, dijo: «Señor, comiendo de las ostras que hoy trajeron los indios, de las cuales llevé unas pocas a mi posada y las hice cocer, topé ésta entre los dientes, que me los hubiera quebrado. Y, por parecerme buena, la traigo a vuesa señoría para que de su mano la envíe a mi señora doña Isabel de Bobadilla». El adelantado le respondió diciendo: «Yo os agradezco vuestra buena voluntad y he por recibido el presente y la gracia que hacéis a doña Isabel para os la agradecer y satisfacer en cualquiera ocasión que se ofrezca. Mas la perla será mejor que la guardéis y que la lleven a La Habana para que del valor de ella os traigan un par de caballos y dos yeguas y otra cosa que habéis menester. Lo que yo haré por el buen ánimo que nos habéis mostrado, será que de mi hacienda pagaré el quinto que le pertenece a la de Su Majestad».

Los españoles que con el gobernador estaban miraron la perla y los que de ellos presumían algo de lapidarios la apreciaron que valía en España cuatrocientos ducados, porque era del tamaño de una gruesa avellana con su cáscara y todo, y redonda en toda perfección, y de color claro y resplandeciente, que, como no había sido sacada con fuego como las otras, no había recibido daño en su color y hermosura. Damos cuenta de estas particularidades, aunque tan menudas, porque por ellas se vea la riqueza de aquella tierra.

Un día de los que los españoles estuvieron en este pueblo de Ychiaha, acaeció una desgracia que a todos ellos lastimó mucho, y fue que un caballero natural de Badajoz, llamado Luis Bravo de Jerez, andando con una lanza en la mano paseándose por un llano cerca del río, vio pasar un perro cerca de sí. Tirole la lanza con deseo de matarle para comérselo, porque por la falta general que en toda aquella tierra había de carne, comían los castellanos cuantos perros podían haber a las manos. Del tiro no acertó al perro, y la lanza pasó deslizándose por el llano adelante hasta caer por la barranca abajo en el río, y acertó a dar por la una sien y salir por la otra a un soldado que con una caña estaba pescando en él, de que cayó luego muerto. Luis Bravo, descuidado de haber hecho tiro tan cruel, fue a buscar su lanza, y la halló atravesada por las sienes de Juan Mateos, que así había el nombre el soldado. Era natural de Almendral, el cual, solo entre todos los españoles que andaban en este descubrimiento, tenía canas, por las cuales todos le llamaban padre y respetaban como si lo fuera de cada uno de ellos, y así generalmente sintieron su desgracia, que habiéndose ido a holgar lo hubiesen muerto tan miserablemente. Tan cerca como cierta tenemos la muerte en todo tiempo y lugar.

Las cosas referidas sucedieron en el real entretanto que los dos compañeros fueron y vinieron de descubrir las minas, los cuales gastaron diez días en su viaje. Dijeron que las minas eran de muy fino azófar, como el que atrás habían visto, mas que entendían, según la disposición de la tierra, que no dejarían de hallarse minas de oro y de plata, si buscasen las vetas y mineros. Demás de esto, dijeron que la tierra que habían visto era toda muy buena para sementeras y pastos; y que los indios, por los pueblos que habían pasado, los habían recibido con mucho amor y regocijo y les habían hecho mucha fiesta y regalo, tanto que, cada noche, después de haberles banqueteado, les enviaban dos mozas hermosas que durmiesen con ellos y los entretuviesen la noche, mas que ellos no osaban tocarles temiendo no les flechasen otro día los indios, porque sospechaban que se las enviaban para tener ocasión de los matar, si llegasen a ellas. Esto temían los españoles, y quizá sus huéspedes lo hacían para regalarlos demasiadamente viendo que eran mozos, porque, si quisieran matarlos, no tenían necesidad de buscar achaques.

Capítulo I. El ejército sale de Ychiaha y entra en Acoste y en Coza, y el hospedaje que en estas provincias se les hizo

Recibida la relación de las minas de oro que fueron a descubrir, mandó el gobernador apercibir para el día siguiente la partida, la cual hicieron nuestros castellanos dejando al curaca y a sus indios principales muy contentos de las dádivas que el general y sus capitanes les dieron por el hospedaje que les hicieron.

Caminaron aquel día la isla abajo, que, como dijimos, era de cinco leguas en largo. A la punta de ella, donde el río se volvía a juntar, estaba fundado otro pueblo llamado Acoste. Era de otro señor bien diferente del pasado. El cual recibió a los castellanos muy de otra manera que el cacique de Ychiaha, porque no les mostró semblante alguno de amistad, antes estaba puesto en arma con más de mil y quinientos indios de guerra, bien compuestos de plumajes y apercibidos de armas, las cuales traían en las manos sin las querer dejar, aunque habían recibido ya a los españoles en su pueblo. Y se mostraban tan bravos y ganosos de pelear que no había indio que, hablando con español, no presumiese clavarle los dedos en los ojos, y así lo cometían a hacer. Y si les preguntaban algo, respondían con tanta soberbia, sacudiendo y blandiendo los brazos con los puños cerrados (señales que ellos hacen cuando quieren pelear), que no se les podía sufrir la desvergüenza que tenían ni las palabras y ademanes, que todos provocaban a batalla. De tal manera que muchas veces estuvieron los castellanos, perdida la paciencia, por cerrar con ellos. Mas el adelantado lo estorbó diciéndoles que sufriesen todo lo que hiciesen los indios siquiera por no quebrar el hilo de la paz que hasta allí habían traído desde que salieron de la belicosa provincia de Apalache. Así se hizo como el gobernador lo mandó, mas aquella noche los unos y los otros la pasaron toda puestos en sus escuadrones como enemigos declarados.

El día siguiente se mostraron los indios más afables, y el curaca y los más principales vinieron con nuevo semblante a ofrecer al gobernador todo lo que en su tierra tenían, y le dieron zara para el camino. Entendiose que algún buen recaudo que el señor de Ychiaha les hubiese enviado en favor de los españoles hubiese causado aquel comedimiento. El general les agradeció el ofrecimiento y les pagó el maíz, de que ellos quedaron contentos, y el mismo día salió del pueblo y pasó el río en canoas y balsas, de que había gran cantidad. Y daban todos gracias a Dios que los hubiese sacado del pueblo Acoste sin haber quebrado la paz que hasta allí habían traído.

Salidos de Acoste, entraron en una gran provincia llamada Coza. Los indios salieron a recibirles de paz y les hicieron toda buena amistad, dándoles para el camino bastimentos y guías de un pueblo a otro.

El curaca y señor de esta provincia había el mismo nombre que ella, la cual, por donde los españoles la pasaron, tenía más de cien leguas de largo, todas de tierra fértil y muy poblada, tanto que, algunos días que caminaron por ella, pasaban por diez y por doce pueblos, sin los que dejaban a una mano y otra del camino. Verdad es que los pueblos eran pequeños, de los cuales salían los indios con mucho contento y regocijo a recibir los cristianos y los hospedaban en sus casas, y de muy buena voluntad les daban cuanto tenían, y por el camino les iban sirviendo los de un pueblo hasta llegar al otro, y, cuando éstos los habían recibido, se volvían aquéllos. De esta manera los llevaron por todas las cien leguas, alojándose los españoles unas noches en poblado y otras en el campo, como acertaban a hacerse las jornadas, que todas eran de a cuatro leguas poco más o menos.

El señor de aquella provincia Coza, que estaba al otro término de ella, enviaba cada día nuevos mensajeros con un mismo recaudo, repetido muchas veces, dando al gobernador el parabién de su buena venida, suplicándole caminase por su tierra muy poco a poco holgándose y regalándose todo lo que le fuese posible, que él le esperaba en el pueblo principal de su provincia para servir a su señoría y a todos los suyos con el amor y voluntad que ellos verían.

Los españoles caminaron veintitrés o veinticuatro días sin acaecerles cosa que sea de contar, si no es repetir muchas veces la buena acogida que los indios les hacían, hasta que llegaron al pueblo principal, llamado Coza, de quien tomaba nombre toda la provincia, donde estaba el señor de ella. El cual salió una gran legua a recibir al gobernador acompañado de más de mil hombres nobles muy bien aderezados con mantos de diversos aforros de pieles. Muchas de ellas eran de martas finas que daban de sí grande olor de almizcle. Traían sobre sus cabezas grandes plumajes, que son la gala y ornamento de que los indios de este gran reino más se precian, y, como éstos fuesen bien dispuestos, como lo son generalmente todos los de aquella tierra, y los plumajes subiesen media braza en alto y fuesen de muchas y diversas colores, y ellos estuviesen en el campo puestos por su orden en forma de escuadrón de veinte por hilera, hacían una hermosa y agradable vista a los ojos.

Con esta grandeza y ostentación militar y señoril recibieron los indios al general y a sus capitanes y soldados, haciendo todas las mayores demostraciones que podían de contento que decían tener de verlos en su tierra. Al gobernador aposentaron en una de tres casas que en diversas partes del pueblo tenía el curaca hechas de la forma que de otras semejantes hemos dicho, asentadas en alto, con las ventajas de casas de señor a las de los vasallos. El pueblo estaba fundado a la ribera de un río, tenía quinientas casas grandes y buenas, que bien mostraba ser cabeza de provincia grande y principal como se ha dicho. La mitad del pueblo (hacia la posada del gobernador) tenía desembarazado, donde se alojaron los capitanes y soldados, y cupieron todos en él porque las casas eran capaces de mucha gente, donde estuvieron los castellanos once o doce días servidos y regalados del curaca y de todos los suyos como si fueran hermanos muy queridos, que cierto ningún encarecimiento basta a decir el amor y cuidado y diligencia con que les servían, de tal manera que los mismos españoles se admiraban de ello.

Capítulo I. Ofrece el cacique Coza su estado al gobernador para que asiente y pueble en él, y cómo el ejército sale de aquella provincia

Un día de los que estuvieron los españoles en este pueblo llamado Coza, el señor de él, que había comido a la mesa del gobernador, habiendo hablado con él muchas cosas pertenecientes a la conquista y al poblar de la tierra y habiendo respondido con mucha satisfacción del adelantado a todo lo que acerca de esto le había preguntado, cuando le pareció tiempo, se levantó en pie y, haciendo al general una gran reverencia con mucha veneración a la usanza de los indios y volviendo los ojos a los caballeros que a una mano y otra del gobernador estaban, como que hablaba con todos, dijo: «Señor, el amor que a vuestra señoría y a todos los suyos he cobrado en estos pocos días que ha que le conozco me fuerza a suplicarle que, si busca tierras buenas donde poblar, tenga por bien de quedarse en la mía y hacer asiento en ella, que yo creo que es una de las mejores provincias que vuestra señoría habría visto de cuantas ha hallado en este reino, y más, hago saber a vuestra señoría que acertó a pasar por lo más flaco y ver lo menos bueno de ella. Si vuestra señoría gustase de verla de espacio, yo le llevaré por otras partes mejores que le darán todo contento y podrá tomar de ellas lo que mejor le pareciese para poblar y fundar su casa y corte. Y, si no quisiese hacerme de presente esta merced, a lo menos no me niegue el invernar en este pueblo el invierno que viene, que está ya cerca, donde le serviremos como vuestra señoría verá, que a las obras me remito. Y entonces podrá vuestra señoría enviar de espacio sus capitanes y soldados para que, habiendo visto mi tierra por todas partes, traigan verdadera relación de lo que he dicho para mayor satisfacción de vuestra señoría».

El gobernador le agradeció su buena voluntad y le dijo que en ninguna manera podía poblar dentro en la tierra hasta saber qué puerto o puertos tenía en la costa de la mar para recibir los navíos y gente que de España, o de otras partes viniesen a ellos con ganados y plantas y las demás cosas necesarias para poblar, que, cuando fuese tiempo, recibiría su ofrecimiento y mantendría siempre su amistad, y que entretanto sosegase, que no tardaría en volver por allí poblando la tierra y que entonces haría cuanto le pidiese de su gusto y contento.

El cacique le besó las manos y dijo que tomaba aquellas palabras de su señoría por prendas de su promesa, y que las guardaría en su corazón y en su memoria hasta verlas cumplidas, que lo deseaba en extremo. Este señor era de edad veintiséis o veintisiete años, muy gentil hombre, como lo son los más de aquella tierra, y de buen entendimiento. Hablaba con discreción y daba buena razón de todo lo que le preguntaban; parecía haberse criado en una corte de toda doctrina y policía.

Pasados diez o doce días que el ejército hubo descansado en el pueblo de Coza, más por condescender con la voluntad del curaca, que gustaba de los tener en su tierra, que por necesidad que hubiesen tenido de descansar, le pareció al gobernador seguir su viaje en demanda de la mar, como lo llevaba encaminado, que desde que salió de la provincia de Xuala había caminado hacia la costa haciendo un arco por la tierra para salir al puerto de Achusi como lo habían concertado con el capitán Diego Maldonado, que había quedado a descubrir la costa y había de venir al principio del invierno venidero al dicho puerto de Achusi con socorro de gente y armas, ganado y bastimentos, como atrás dejamos dicho. Y éste era el fin principal del gobernador: ir a este puerto para empezar a hacer su población.

El cacique Coza quiso acompañar al general hasta los límites de su tierra y así salió en su compañía con mucha gente noble de guerra y mucho bastimento e indios de carga que lo llevasen. Caminaron con el orden acostumbrado cinco jornadas. Al fin de ellas llegaron a un pueblo llamado Talise, que era el último de la provincia de Coza y frontera y defensa de ella. Era fuerte en extremo, porque, demás de la cerca que tenía hecha de madera y tierra, le cercaba casi todo un gran río y lo dejaba hecho península. Este pueblo Talise no obedecía bien a su señor Coza, por trato doble de otro señor llamado Tascaluza, cuyo estado confinaba con el de Coza y le hacía vecindad no segura ni amistad verdadera, y, aunque los dos no traían guerra descubierta, el Tascaluza era hombre soberbio y belicoso, de muchas cautelas y astucias, como adelante veremos, y, como tal, tenía desasosegado este pueblo para que no obedeciese bien a su señor. Lo cual, habiéndolo entendido de mucho atrás el cacique Coza, holgó de venir con el gobernador, así por servirle en el camino, y en el mismo pueblo Talise, como por amedrentar los moradores de él con el favor de los españoles y hacer que le fuesen obedientes.

En el pueblo de Coza quedó huido un cristiano, si lo era, llamado Falco Herrado. No era español ni se sabía de cuál provincia fuese natural, hombre muy plebeyo, y así no se echó menos hasta que el ejército llegó a Talise. Hiciéronse diligencias para volverlo a cobrar, mas no aprovecharon, porque muy desvergonzadamente envió a decir con los indios que fueron con los recaudos del gobernador que por no ver ante sus ojos cada día a su capitán, que le había reñido y maltratado de palabra, quería quedarse con los indios y no ir con los castellanos, por tanto, que no le esperasen jamás.

El curaca respondió más comedida y cortésmente a la demanda que el gobernador le hizo pidiéndole mandase a sus indios trajesen aquel cristiano huido; dijo que, pues no habían querido quedarse todos en su tierra, holgaba mucho se hubiese quedado siquiera uno, que suplicaba a su señoría le perdonase, que no haría fuerza para que volviese al que de su gana se quedase, antes lo estimaría en mucho. El gobernador, viendo que quedaba lejos y que los indios no le habían de compeler a que volviese, no hizo más instancia por él.

Olvidádosenos ha de decir cómo en el mismo pueblo de Coza quedó un negro enfermo que no podía caminar, llamado Robles, el cual era muy buen cristiano y buen esclavo. Quedó encomendado al cacique y él tomó a su cargo el regalarle y curarle con mucho amor y voluntad. Hicimos caudal de estas menudencias para dar cuenta de ellas para que, cuando Dios Nuestro Señor sea servido que aquella tierra se conquiste y gane, se advierta a ver si quedó algún rastro o memoria de los que así se quedaron entre los naturales de este gran reino.

Capítulo V. Del bravo curaca Tascaluza, casi gigante, y cómo recibió al gobernador

En el pueblo Talise estuvo el gobernador diez días haciendo diligencias para haber noticia de todas partes de lo que quedaba por andar de su viaje y de lo que había en las provincias comarcanas a un lado y a otro de este pueblo. En el ínterin vino un hijo de Tascaluza, mozo de edad de diez y ocho años, de tan buena estatura de cuerpo que del pecho arriba era más alto que ningún español ni indio de los que había en el ejército. Vino acompañado de mucha gente noble; traía una embajada de su padre en que ofrecía al gobernador su amistad, persona y estado para que de todo ello se sirviese como más gustase. El general lo recibió muy afablemente y le hizo mucha honra, así por su calidad como por su gentileza y buena disposición. El cual, después de haber dado su embajada y habiendo entendido que el adelantado quería ir donde su padre Tascaluza estaba, le dijo: «Señor, para ir allá, aunque no son más de doce o trece leguas, hay dos caminos. Suplico a vuestra señoría mande que dos españoles vayan por el uno y vuelvan por el otro porque vean cuál de ellos es el mejor por el cual vuestra señoría haya de ir, que yo daré guías que seguramente los lleven y vuelvan». Así se hizo, y uno de los dos que fueron a descubrir los caminos fue Juan de Villalobos, el que fue a descubrir las minas de oro y las halló de azófar, el cual era amicísimo de ver primero que otro de sus compañeros lo que en el descubrimiento había. Con esta pasión se ofreció a andar el camino dos veces, y aun tres.

Cuando volvieron los dos compañeros con la relación de los caminos, el gobernador se despidió del buen Coza y de los suyos, los cuales quedaron muy tristes porque los castellanos se iban de su tierra. El general salió por el camino que le dijeron era más acomodado. Pasó el río de Talase en balsas y canoas, que era tan caudaloso que no se vadeaba. Caminó dos días, y al tercero, bien temprano, llegó a dar vista al pueblo donde el curaca Tascaluza estaba. No era el principal de su estado, sino otro de los comunes.

Tascaluza, sabiendo por sus correos que el gobernador venía cerca, salió a recibirle fuera del pueblo. Estaba en un cerrillo alto, lugar eminente, de donde a todas partes se descubría mucha tierra. Tenía en su compañía no más de cien hombres nobles, muy bien aderezados de ricas mantas de diversos aforros, con grandes plumajes en la cabezas, conforme el traje y usanza de ellos. Todos estaban en pie, sólo Tascaluza estaba sentado en una silla de las que los señores de aquellas tierras usan, que son de madera, una tercia poco más o menos de alto, con algún cóncavo para el asiento, sin espaldar ni braceras, toda de una pieza. Cabe sí tenía un alférez con un gran estandarte hecho de gamuza amarilla con tres barras azules que lo partían de una parte a la otra, hecho al mismo talle y forma de los estandartes que en España traen las compañías de caballos. Fue cosa nueva para los españoles ver insignia militar, porque hasta entonces no habían visto estandarte, bandera ni guión.

La disposición de Tascaluza era, como de su hijo, que a todos sobrepujaba más de media vara en alto. Parecía gigante, o lo era, y con la altura de su cuerpo se conformaba toda la demás proporción de sus miembros y rostro. Era hermoso de cara y tenía en ella tanta severidad que en su aspecto se mostraba bien la ferocidad y grandeza de su ánimo. Tenía las espaldas conforme a su altura, y por la cintura tenía poco más de dos tercias de pretina; los brazos y piernas, derechas y bien sacadas, proporcionadas con el cuerpo. En suma, fue el indio más alto de cuerpo y más lindo de talle que estos castellanos vieron en todo lo que anduvieron de la Florida.

De la manera que se ha dicho estaba esperando Tascaluza al gobernador y, aunque los caballeros y capitanes del ejército que iban delante llegaban donde él estaba, no hacía movimiento a ellos ni semblante de comedimiento alguno, como si no los viera ni pasaran cerca de él. Así estuvo hasta que llegó el gobernador, y cuando lo vio cerca se levantó a él y salió como quince o veinte pasos de su asiento a recibirle.

El general se apeó y lo abrazó, y los dos se quedaron en el mismo puesto hablando entretanto que el ejército se alojaba en el pueblo y fuera de él, porque no cabía toda la gente dentro. Y luego fueron los dos, mano a mano, hasta la casa del gobernador, que era cerca de la casa de Tascaluza, donde dejó al general y se fue con sus indios.

Dos días descansaron los españoles en aquel pueblo, y al tercero salieron en seguimiento de su viaje. Tascaluza, por mostrar mucha amistad al gobernador, quiso acompañarle, diciéndole lo hacía para que fuese mejor servido por su tierra. El gobernador mandó que le aderezasen un caballo a la brida en que fuese, como se había hecho siempre con los curacas señores de vasallos que con él habían caminado, aunque se nos ha olvidado decirlo hasta este lugar. En todos los caballos que en el ejército llevaban no se halló alguno que pudiese sufrir y llevar a Tascaluza, según la grandeza de su cuerpo, y no porque era gordo, que como atrás dijimos tenía menos de vara de pretina, ni era pesado por vejez, que apenas tenía cuarenta años. Los castellanos, haciendo más diligencia buscando en qué fuese Tascaluza, hallaron un rocín del gobernador que, por ser tan fuerte, servía de llevar carga. Este pudo sufrir a Tascaluza, el cual era tan alto que, puesto encima del caballo, no le quedaba una cuarta de alto de sus pies al suelo.

No tuvo en poco el gobernador que se hallase caballo en que fuese Tascaluza, porque no se desdeñase de que lo llevasen en acémila. Así caminaron tres jornadas de a cuatro leguas, y, al fin de ellas, llegaron al pueblo principal llamado Tascaluza, de quien la provincia y el señor de ella tomaban el nombre. El pueblo era fuerte, estaba asentado en una península que el río hacía, el cual era el mismo que pasaba por Talise y venía más engrosado y poderoso.

El día siguiente se ocuparon en pasarlo, y, por el mal recaudo que había de balsas, gastaron casi todo el día, y se alojaron a media legua del río en un hermoso valle.

En este alojamiento faltaron dos españoles, y el uno de ellos fue Juan de Villalobos, de quien hemos hecho mención dos veces. No se supo qué hubiese sido de ellos. Sospechose que los indios, hallándolos lejos del real, los hubiesen muerto, porque el Villalobos, dondequiera que se hallaba, era muy amigo de correr la tierra y ver lo que en ella había, cosa que cuesta la vida a todos los que en la guerra tienen esta mala costumbre.

Con el mal indicio de faltar los dos españoles, temieron los que notaron la novedad del hecho que la amistad de Tascaluza no era tan verdadera y leal como pretendía él mostrarla. A esta mala señal se añadió otra peor, y fue que, preguntando a sus indios por los dos españoles que faltaban, respondían con mucha desvergüenza si se los habían dado a guardar a ellos, o qué obligación tenían ellos de darles cuenta de sus castellanos. El gobernador no quiso hacer mucha instancia en pedirlos porque entendió que eran muertos y que no serviría la diligencia sino de escandalizar y ahuyentar al cacique y a sus vasallos. Pareciole dejar la averiguación y el castigo para mejor coyuntura.

Al amanecer del día siguiente envió el general dos escogidos soldados de los mejores que en todo su ejército había, el uno llamado Gonzalo Cuadrado Jaramillo, hijodalgo natural de Zafra, hombre hábil y plático en toda cosa, de quien seguramente se podía fiar cualquier grave negocio de paz o de guerra; el otro se decía Diego Vázquez, natural de Villanueva de Barcarrota, hombre asimismo de todo buen crédito y confianza. Enviolos con orden que fuesen a ver lo que había en un pueblo llamado Mauvila, que estaba legua y media de aquel alojamiento, donde el curaca tenía mucha gente, con voz y fama que la había hecho juntar para mejor servir y festejar con ella al gobernador y a sus españoles. Mandoles que le esperasen en el pueblo, que luego caminaba en pos de ellos.

Capítulo V. Llega el gobernador a Mauvila y halla indicios de traición

Luego que los dos soldados salieron del real, mandó el gobernador apercibir cien caballos y cien infantes que fuesen con él y con Tascaluza, que ambos quisieron ser aquel día de vanguardia. Al maese de campo dejó mandado que con el demás ejército saliese con brevedad en su seguimiento. El cual salió tarde y la gente caminó derramada por los campos cazando y habiendo placer, bien descuidados, por la mucha paz que todo aquel verano hasta allí habían traído, de haber batalla.

El gobernador, que llevaba cuidado de caminar, llegó a las ocho de la mañana al pueblo de Mauvila, el cual era de pocas casas, que apenas tenía ochenta, empero todas ellas muy grandes, que algunas eran capaces de mil y quinientas personas, y otras de mil, y las menores de más de quinientas. Llamamos casa a lo que es un cuerpo solo como una iglesia, que los indios no labraban sus casas trabando unos cuerpos con otros, sino que cada una, conforme a su posibilidad, hacía un cuerpo de casa como una sala, y ésta tenía sus apartados con las oficinas necesarias, que eran harto pocas, y a estos cuerpos, así solos, llaman casas. Y como las de este pueblo habían sido hechas para frontera y plaza fuerte y para ostentación de la grandeza del señor, eran muy hermosas y las más de ellas eran del cacique, y las otras, de los hombres más principales y ricos de todo su estado.

El pueblo estaba asentado en un muy hermoso llano. Tenía una cerca de tres estados en alto, la cual era hecha de maderos tan gruesos como bueyes; estaban hincados en tierra, tan juntos que estaban pegados unos con otros. Otras vigas menos gruesas y más largas iban atravesadas por la parte de afuera y de adentro, atadas con cañas quebradas y cordeles fuertes y embarrados por cima con mucho barro pisado con paja larga, la cual mezcla henchía todos los huecos y vacíos de madera y sus ataduras, de tal suerte que propiamente parecía pared enlucida con plana de albañil. A cada cincuenta pasos de esta cerca había una torre, capaz de siete u ocho hombres, que podían pelear en ella. La cerca por lo bajo, en altor de un estado, estaba llena de troneras para tirar las flechas a los de fuera. No tenía el pueblo más de dos puertas, una al levante y otra al poniente. En medio del pueblo había una gran plaza; en derredor de ella estaban las casas mayores y más principales.

A esta plaza llegaron el gobernador y el gigante Tascaluza, el cual, luego que se apeó, llamó a Juan Ortiz, intérprete, y señalando con el dedo, le dijo: «En esta casa grande se aposentará el gobernador, y los caballeros y gentiles hombres que su señoría quisiese tener consigo. Y su servicio y recámara se pondrá en esotra que está cerca de ella y, para la demás gente, un tiro de flecha fuera del pueblo, tienen mis vasallos hechas muchas ramadas muy buenas en las cuales podrán alojarse a placer, porque el pueblo es pequeño y no cabemos todos en él». El general respondió que, venido el maese de campo, haría en él alojamiento, y, en todo lo demás, lo que él ordenase. Con esto se entró Tascaluza en una casa de las mayores que había en la plaza, donde como después se supo, tenía los capitanes de su consejo de guerra. El gobernador y los caballeros e infantes que con él vinieron se quedaron en la plaza y mandaron sacar los caballos fuera del pueblo hasta saber dónde se habían de alojar.

Gonzalo Cuadrado Jaramillo, que como dijimos se había adelantado a ver y reconocer el pueblo de Mauvila, luego que el gobernador se apeó, salió de él y le dijo: «Señor, yo he mirado con atención este pueblo y las cosas que en él he visto y notado no me dan seguridad alguna de la amistad de este curaca y de sus vasallos, antes me causan mala sospecha que nos tienen armada alguna traición, porque en esas pocas casas que vuestra señoría ve hay más de diez mil hombres de guerra, gente escogida, que en todos ellos no hay un viejo ni indio de servicio sino que todos son de guerra, nobles y mozos, y todos están apercibidos de armas en mucha cantidad y, sin las que cada uno de ellos tiene en particular para sí, muchas casas de éstas están llenas de ellas, que son depósito común de armas. Demás de esto, aunque estos indios tienen consigo muchas mujeres, todas son mozas y ninguna de ellas tiene hijos, ni en todo el pueblo hay tan sólo un muchacho, sino que están libres y desembarazados de todo impedimento. El campo, un tiro de arcabuz alderredor del pueblo, como vuestra señoría lo habrá visto, tienen limpio y desherbado de tal manera y con tanta curiosidad que aun hasta las raíces de las hierbas tienen arrancadas a mano, lo cual me parece señal de querernos dar batalla y que no haya cosa que les estorbe. Con estos malos indicios se puede juntar la muerte de los dos españoles que del alojamiento pasado ayer faltaron, por todo lo cual me parece que vuestra señoría debe recatarse de este indio y no fiarse de él que, aunque no hubiera más del mal rostro y peor semblante que él y los suyos hasta ahora nos han mostrado, y la soberbia y desvergüenza con que nos hablan, bastara para apercibirnos a no tener su amistad por buena sino por falsa y engañosa».

El general respondió que de mano en mano, entre los que allí estaban, pasase la palabra y el aviso de unos a otros de lo que en el pueblo había para que todos, disimuladamente, estuviesen apercibidos. Y particularmente mandó a Gonzalo Cuadrado que, luego que el maese de campo llegase, le diese la noticia de lo que en el pueblo había visto para que ordenase lo que a todos conviniese.

Alonso de Carmona, en su cuaderno escrito de mano, hace muy larga relación del viaje que estos españoles, y él con ellos, hicieron desde la provincia del Cofachiqui hasta la de Coza, y cuenta las grandezas de la provincia de Coza y de las generosidades del señor de ella, y nombra muchos pueblos de los de aquel camino, aunque no todos los que yo he nombrado. Y de la estatura de Tascaluza dice que para gigante no le faltaba casi nada y que era muy bien agestado.

Y Juan Coles, hablando de este jayán, dice estas palabras: «Llegados que fuimos a la provincia de este señor Tascaluza, nos salió de paz. Este era un hombre grande, que desde el pie a la rodilla tenía tanta canilla como otro hombre muy grande desde el pie a la cintura; tenía los ojos como de buey. De camino iba en un caballo, y el caballo no lo podía llevar. Vistiolo el adelantado de grana y diole una muy hermosa capa de ella misma».

Y Alonso de Carmona, habiendo dicho el vestido de grana, añade estas palabras: «Al entrar el gobernador y Tascaluza en Mauvila, salieron los indios a recibirlos con bailes y danzas por más disimular su traición, y las hacían los más principales. Y acabado aquel regocijo, salió otro baile de mujeres hermosísimas a maravilla, porque, como tengo dicho, son muy bien agestados aquellos indios y asimismo las mujeres, en tanto grado que después, cuando nos salimos de la tierra y fuimos a parar a México, sacó el gobernador Moscoso una india de esta provincia de Mauvila, que era muy hermosa y muy gentil mujer, que podía competir en hermosura con la más gentil de España que había en todo México, y así, por su gran extremo, enviaban aquellas señoras de México a suplicar al gobernador se la enviase, que la querían ver. Y él lo hacía con gran facilidad porque se holgaba de que se la codiciasen muchos». Todas son palabras de Alonso de Carmona como él mismo las dice. Y huelgo de referir éstas y todas las que en la historia van en nombre de estos dos soldados, testigos de vista, para que se vea cuán claro se muestran ambas relaciones y la nuestra ser todas de un paño.

Y poco más adelante dice Alonso de Carmona el aviso que decimos que Gonzalo Cuadrado Jaramillo (aunque no lo nombra) dio al gobernador Hernando de Soto. Y añade que le dijo cómo aquella mañana, y otras muchas antes, habían salido los indios a ensayarse al campo con un parlamento que cada día les hacía un capitán antes de la escaramuza y ejercicio militar.

El cacique Tascaluza (como queda dicho), luego que el gobernador y él entraron en el pueblo, se entró en una casa donde estaba su consejo de guerra esperando para concluir y determinar el orden que habían de tener en matar los españoles, porque de mucho atrás tenía determinado aquel curaca matarlos en el pueblo Mauvila. Y para esto había juntado la gente de guerra que allí tenía, no solamente de sus vasallos y súbditos, sino también de los vecinos y comarcanos, para que todos gozasen del triunfo y gloria de haber muerto los castellanos y hubiesen su parte del despojo que llevaban, que con esta condición habían venido los no vasallos.

Pues como Tascaluza se viese entre sus capitanes y con los más principales de su ejército, les dijo que con brevedad determinasen el cómo harían aquel hecho, si degollarían luego a los españoles que allí al presente estaban en el pueblo, y en pos de ellos a los demás como fuesen viniendo, o si aguardarían a que llegasen todos, que, según se hallaban poderosos y bravos, esperaban degollarlos con tanta facilidad a todos juntos como divididos en tres tercios de vanguarda, batalla y retaguarda que el ejército traía caminando, que lo determinasen luego porque él no aguardaba sino la resolución de ellos.

Capítulo I. Resuélvense los del consejo de Tascaluza de matar los españoles; cuéntase el principio de la batalla que tuvieron

Los capitanes del consejo estuvieron divididos en lo que Tascaluza les propuso, que unos dijeron que no aguardasen a que los castellanos se juntasen porque no se les dificultase la empresa, sino que luego matasen los que allí tenían, y después los demás, como fuesen llegando. Otros más bravos dijeron que parecía género de cobardía y muestra de temor, y aun olía a traición, quererlos matar divididos, sino que, pues en valentía, destreza y ligereza les hacían la misma ventaja que en número, los dejasen juntar y de un golpe los degollasen a todos, que esto era de mayor honra y más conveniente a la grandeza de Tascaluza por ser hazaña mayor.

Los primeros capitanes replicaron diciendo que no era bien arriesgar que, juntándose todos los españoles, se pusiesen en mayor defensa y matasen algunos indios, que, por pocos que fuesen, pesaría más la pérdida de los pocos amigos que placería la muerte de todos sus enemigos; que bastaba se consiguiese el fin que pretendían, que era degollarlos todos; que el cómo, sería mejor y más acertado cuanto más a salvo lo hiciesen.

Este último consejo prevaleció, que, aunque el otro era más conforme a la soberbia y bravosidad de Tascaluza, él tenía tanto deseo de ver degollados los españoles que cualquier dilación, por breve que fuese, le parecía larga. Y así fue acordado que para poner en obra su determinación se tomase cualquier ocasión que se les ofreciese y, cuando no la hubiese, lo hiciesen de hecho, que con enemigos no era menester buscar causas para los matar.

Entretanto que en el consejo de Tascaluza se trataba de la muerte de los españoles, los criados del gobernador, que se habían adelantado y dado prisa a su camino y se habían alojado en una de las casas grandes que salían a la plaza, tenían aderezado de almorzar o de comer, que todo se hacía junto, y le dijeron que su señoría comiese que era ya hora. El general envió un recaudo a Tascaluza con Juan Ortiz diciendo que viniese a almorzar, porque siempre había comido con el gobernador. Juan Ortiz dio el recaudo a la puerta de la casa donde el curaca estaba, porque los indios no le dejaron entrar dentro. Los cuales, habiendo llevado el recaudo, respondieron que luego saldría su señor.

Habiendo pasado un buen espacio de tiempo, volvió Juan Ortiz a repetir su recaudo a la puerta. Respondiéronle lo mismo. Dende a buen rato tornó a decir tercera vez: «Digan a Tascaluza que salga, que el gobernador le espera con el manjar en la mesa». Entonces salió de la casa un indio, que debía ser el capitán general, y con una soberbia y altivez extraña habló diciendo: «Que están aquí estos ladrones, vagamundos, llamando a Tascaluza, mi señor, diciendo: “Salí, salí”, hablando con tan poco miramiento como si hablaran con otro como ellos. Por el Sol y por la Luna, que ya no hay quien sufra la desvergüenza de estos demonios, y será razón que por ellas mueran hoy hechos pedazos y se dé fin a su maldad y tiranía».

Apenas había dicho estas palabras el capitán, cuando otro indio que salió en pos de él le puso en las manos un arco y flechas para que empezase la pelea. El indio general, echando sobre los hombros las vueltas de una muy hermosa manta de martas que al cuello traía abrochada, tomó el arco y, poniéndole una flecha, encaró con ella para la tirar a una rueda de españoles que en la calle estaba.

El capitán Baltasar de Gallegos, que acertó a hallarse cerca a un lado de la puerta por donde el indio salió, viendo su traición y la de su cacique, y que todo el pueblo en aquel punto levantaba un gran alarido, echó mano a su espada y le dio una cuchillada por cima del hombro izquierdo que, como el indio no tuviese armas defensivas, ni aun ropa de vestir, sino la manta, le abrió todo aquel cuarto, y con las entrañas todas de fuera cayó luego muerto sin que le hubiesen dado lugar a que soltase la flecha.

Cuando este indio salió de la casa a decir aquellas malas palabras que contra los castellanos dijo, ya dejaba dada arma a los indios para la batalla, y así salieron de todas las casas del pueblo, principalmente de las que estaban en derredor de la plaza, seis o siete mil hombres de guerra, y con tanto ímpetu y denuedo arremetieron con los pocos españoles que descuidados estaban en la calle principal, por donde habían entrado, que de vuelo, con mucha facilidad, sin dejarles poner los pies en tierra, como dicen, los llevaron hasta echarlos por la puerta afuera y más de doscientos pasos en el campo. Tan feroz y brava fue la inundación de los indios que salieron sobre los españoles, aunque es verdad que en todo aquel espacio no hubo español alguno que volviese las espaldas al enemigo, antes pelearon con todo buen ánimo, valor y esfuerzo defendiéndose y retirándose para atrás, porque no fue posible hacer pie y resistir al ímpetu cruel y soberbio con que los indios salieron de las casas y del pueblo.

Entre los primeros indios que salieron de la casa de donde salió el indio capitán, salió un mozo gentil hombre de hasta diez y ocho años. El cual, poniendo los ojos en Baltasar de Gallegos, le tiró con gran furia y presteza seis o siete flechas, y, aunque le quedaban más, viendo que con aquéllas no lo había muerto o herido, porque el español estaba bien armado, tomó el arco con ambas manos y cerrando con él, que lo tenía cerca, le dio sobre la cabeza tres o cuatro golpes con tanta velocidad y fuerza que le hizo reventar la sangre debajo de la celada y correr por la frente. Baltasar de Gallegos, viéndose tan malparado, a toda prisa, por no darle lugar a que lo tratase peor, le dio dos estocadas por los pechos de que cayó muerto el enemigo.

Entendiose por conjeturas que este indio mozo fuese hijo de aquel capitán que fue el primero que salió a la batalla y que, con deseo de vengar la muerte del padre, hubiese peleado con Baltasar de Gallegos con tanto coraje y deseo de matarle como el que mostró. Empero, bien mirado, todos peleaban con la misma ansia de matar o herir a los españoles.

Los soldados que eran de a caballo, que, como dijimos, tenían fuera de la cerca del pueblo atados los caballos, viendo el ímpetu y furor con que los indios los acometían, salieron del pueblo corriendo a tomar sus caballos. Los que se dieron mejor maña y pusieron más diligencia pudieron subir en ellos. Otros, que entendieron que no fuera tan grande la avenida de los enemigos ni les dieran tanta prisa como les dieron, no pudiendo subir en los caballos, se contentaron con soltarlos cortando las riendas o cabestros para que pudiesen huir y no los flechasen los indios. Otros más desgraciados, que ni tuvieron lugar de subir en los caballos ni aun de cortar los cabestros, se los dejaron atados, donde los enemigos los flecharon con grandísimo contento y regocijo. Y como eran muchos, los medios acudieron a pelear con los castellanos y los medios se ocuparon en matar los caballos que hallaron atados y en recoger todo el carruaje y hacienda de los cristianos, que toda había llegado ya entonces y estaba arrimada a la cerca del pueblo y tendida por aquel llano esperando alojamiento. Toda la hubieron los enemigos en su poder, que no se les escapó cosa alguna de ella si no fue la hacienda del capitán Andrés de Vasconcelos, que aún no había llegado.

Los indios la metieron toda en sus casas y dejaron a los españoles despojados de cuanto llevaban, que no les quedó sino lo que sobre sus personas traían y las vidas que poseían, por las cuales peleaban con todo el buen ánimo y esfuerzo que en tan gran necesidad era menester, aunque estaban desusados de las armas por la mucha paz que desde Apalache hasta allí habían traído y descuidados de pelear aquel día por la amistad fingida que Tascaluza les había hecho, mas lo uno ni lo otro fue parte para que dejasen de hacer el deber.

Capítulo I. Do se cuentan los sucesos de la batalla de Mauvila hasta el primer tercio de ella

Los pocos caballeros que pudieron subir en sus caballos, de los que salieron del pueblo, con otros pocos que habían llegado de camino, descuidados de hallar batalla tan cruel, juntándose todos arremetieron a resistir el ímpetu y furia con que los indios perseguían a los españoles que peleaban a pie, los cuales, por mucho que se esforzaban, no podían hacer que los indios no los llevasen retirando por el llano adelante hasta que vieron arremeter los caballos contra ellos. Entonces se detuvieron algún tanto y dieron lugar a que los nuestros se recogiesen, y hechos dos cuadrillas, una de infantes y otra de caballos, arremetieron a ellos con tanto coraje y vergüenza de la afrenta pasada que no pararon hasta volverlos a encerrar en el pueblo. Y, queriendo entrar dentro, fue tanta la flecha y piedra que de la cerca y de sus troneras llovió sobre ellos, que les convino apartarse de ella.

Los indios, viéndolos retirar, salieron con el mismo ímpetu que la primera vez. Unos por la puerta y otros derribándose por la cerca abajo, cerraron con los nuestros temerariamente hasta asirse de las lanzas de los caballeros y, mal que les pesó, los llevaron retirando más de doscientos pasos lejos de la cerca.

Los españoles, como se ha dicho, se retiraban sin volver las espaldas peleando con todo concierto y buena orden, porque en ella consistía la salud de ellos, que eran pocos, y faltaban los más que habían quedado en la retaguardia, la cual aún no había llegado.

Luego cargaron los nuestros sobre los enemigos y los retiraron hasta el pueblo, mas de la cerca les hacían grande ofensa, por lo cual vinieron a entender que les estaba mejor pelear en el llano, lejos del pueblo, que cerca de él. Y así, de allí en adelante, cuando se retiraban, se retiraban de industria más tierra de la que los indios les forzaban a perder por alejarlos del pueblo para que en la retirada de ellos tuviesen los caballeros más campo y lugar donde poderlos alancear. De esta suerte, acometiendo y retirándose ya los unos, ya los otros, a manera de juego de cañas, aunque en batalla muy cruel y sangrienta, y otras veces a pie quedo, pelearon indios y españoles tres horas de tiempo con muertes y heridas que unos a otros se daban rabiosamente.

En estas acometidas y retiradas que así se hacían andaba a caballo a las espaldas de los españoles y a vueltas de ellos un fraile dominico llamado fray Juan de Gallegos, hermano del capitán Baltasar de Gallegos, no que pelease, sino que deseaba dar el caballo al hermano, y con este deseo daba voces diciendo que saliese a subir en el caballo.

El capitán, que nunca había perdido ser de los primeros como al principio de la batalla le había cabido en suerte, no curó de responder al hermano, porque no se permitía, ni a su reputación y honra convenía, dejar el puesto que traía. En estas entradas y salidas que el buen fraile con ansia de socorrer con el caballo al hermano hacía, a una arremetida que los indios hicieron, uno de ellos puso los ojos en él y, aunque andaba lejos, le tiró una flecha al tiempo que el fraile acertaba a volver las riendas huyendo de ellos y le dio con ella en las espaldas y le hirió, aunque poco, porque traía puestas sus dos capillas y toda la demás ropa que en su religión usan traer, que es mucha, y encima de toda ella traía un gran sombrero de fieltro que, asido de un cordón al cuello, pendía sobre las espaldas. Por toda esta defensa no fue mortal la herida, que el indio de buena gana le había tirado la flecha. El fraile quedó escarmentado y se hizo a lo largo con temor no le tirasen más.

Muchas heridas y muertes hubo en esta porfiada batalla, mas la que mayor lástima y dolor causó a los españoles, así por la desdicha con que sucedió como por la persona en quien cayó, fue la de don Carlos Enríquez, caballero natural de Jerez de Badajoz, casado con una sobrina del gobernador, y, por su mucha virtud y afabilidad, querido y amado de todos, de quien otra vez hemos hecho mención. Este caballero, desde el principio de la batalla, en todas las arremetidas y retiradas había peleado como muy valiente caballero y, habiendo sacado de la última retirada herido el caballo de una flecha, la cual traía hincada por un lado del pecho encima del pretal, para habérsela de sacar, pasó la lanza de la mano derecha a la izquierda y, asiendo de la flecha, tiró de ella tendiendo el cuerpo a la larga por el cuello del caballo adelante y, haciendo fuerza, torció un poco la cabeza sobre el hombro izquierdo de manera que descubrió en tan mala vez la garganta. A este punto cayó una flecha desmandada con un arpón de pedernal y acertó a darle en lo poco de la garganta que tenía descubierta y desarmada, que todo lo demás del cuerpo estaba muy bien armado, y se la cortó de manera que el pobre caballero cayó luego del caballo abajo degollado, aunque no murió hasta otro día.

Con semejantes sucesos propios de las batallas peleaban indios y castellanos con mucha mortandad de ambas partes, aunque por no traer armas defensivas era mayor la de los indios. Los cuales habiendo peleado más de tres horas en el llano, reconociendo que les iba mal con pelear en el campo raso por el daño que los caballos les hacían, acordaron retirarse todos al pueblo y cerrar las puertas y ponerse en la muralla. Así lo hicieron, habiéndose apellidado unos a otros para recogerse de todas partes.

El gobernador, viendo los indios encerrados, mandó que todos los de a caballo, por ser gente más bien armada que los infantes, se apeasen, y, tomando rodelas para su defensa y hachas para romper las puertas, que los más de ellos las traían consigo, acometiesen al pueblo y como valientes españoles hiciesen lo que pudiesen por ganarlo.

Luego, en un punto, se formó un escuadrón de doscientos caballeros que arremetieron con la puerta y a golpe de hacha la rompieron y entraron por ella no con poco mal de ellos.

Otros españoles, no pudiendo entrar por la puerta por ser angosta, por no detenerse en el campo y perder tiempo de pelear, daban con las hachas grandes golpes en la cerca y derribaban la mezcla de barro y paja que por cima tenía y descubrían las vigas atravesadas y las ataduras con que estaban atadas, y por ellas, ayudándose unos a otros, subían sobre la cerca y entraban en el pueblo en socorro de los suyos.

Los indios, viendo los castellanos dentro en el pueblo, que ellos tenían por inexpugnable, y que lo iban ganando, peleaban con ánimo de desesperados así en las calles como de las azoteas que había, de donde hacían mucho daño a los cristianos. Los cuales, por defenderse de los que peleaban de los terrados, y por asegurarse de que no les ofendiesen por las espaldas, y también porque los indios no les volviesen a ganar las casas que ellos iban ganando, acordaron pegarles fuego. Así lo pusieron por la obra y, como ellas fuesen de paja, en un punto se levantó grandísima llama y humo que ayudó a la mucha sangre, heridas y mortandad que en un pueblo tan pequeño había.

Los indios, luego que se encerraron en el pueblo, acudieron muchos de ellos a la casa que se había señalado para el servicio y recámara del gobernador, la cual no habían acometido hasta entonces por parecerles que la tenían segura. Entonces fueron con mucho denuedo a gozar de los despojos de ella. Mas en la casa hallaron buena defensa, porque había dentro tres ballesteros y cinco alabarderos de los de la guarda del gobernador, que solían acompañar su recámara y servicio, y un indio de los primeros que en aquella tierra habían preso, el cual era ya amigo y fiel criado y, como tal, traía su arco y flechas para cuando fuese necesario pelear contra los de su misma nación en favor y servicio de la ajena. Acertaron a hallarse asimismo en la casa dos sacerdotes, un clérigo y un fraile y dos esclavos del gobernador. Toda esta gente se puso en defensa de la casa: los sacerdotes con sus oraciones y los seglares con las armas. Y pelearon tan animosamente que no pudieron los enemigos ganarles la puerta, los cuales acordaron entrarles por el techo, y así lo abrieron por tres o cuatro partes. Mas los ballesteros y el indio flechero lo hicieron tan bien que a todos los que se atrevieron a entrar por lo destechado, en viéndolos asomar, los derribaron muertos o mal heridos. En esta animosa defensa estaban pocos españoles cuando el general y sus capitanes y soldados llegaron peleando a la puerta de la casa y retiraron de ella los enemigos, con lo cual quedaron libres los de la casa, y se salieron y fueron al campo dando gracias a Dios que los hubiese librado de tanto peligro.

Capítulo I. Que prosigue la batalla de Mauvila hasta el segundo tercio de ella

Cuando pasó lo que en el capítulo precedente contamos, ya había más de cuatro horas que sin cesar peleaban los indios y castellanos matándose unos a otros cruelísimamente, porque los indios parecía que cuanto más daño recibían tanto más se obstinaban y desesperaban de la vida y, en lugar de rendirse, peleaban con mayor ansia por matar los españoles, y ellos, viendo pertinacia, porfía y rabia de los indios, los herían y mataban sin piedad alguna.

El gobernador, que había peleado todas las cuatro horas a pie delante de los suyos, se salió del pueblo y, subiendo en un caballo para con él acrecentar el temor a los enemigos y el ánimo y esfuerzo a los suyos, y acompañado del buen Nuño Tovar, que también venía a caballo, volvió a entrar en el pueblo, y ambos caballeros, apellidando el nombre de Nuestra Señora y del Apóstol Santiago, y dando grandes voces a los suyos que les hiciesen lugar, pasaron rompiendo del un cabo al otro del escuadrón de los enemigos que en la calle principal y en la plaza peleaban, y revolvieron sobre ellos alanceándolos a una mano y a otra como valientes diestros caballeros que eran.

En estas vueltas y revueltas, al tiempo que el gobernador se enastaba sobre los estribos para dar una lanzada a un indio, otro que se halló a sus espaldas le tiró una flecha por cima del arzón trasero y le acertó en lo poco que el general descubrió desarmado entre el arzón y las coracinas y, aunque tenía cota de malla, se la rompió la flecha y le entró una sexma de ella por la asentadura izquierda y el buen general, así por no dar a entender que estaba herido porque los suyos no se estorbasen por su herida como porque con la prisa de pelear no tuvo lugar de quitarse la flecha, peleó con ella todo lo que la batalla después duró, que fueron casi cinco horas, sin poder asentarse sobre la silla, que no fue poca prueba de la valentía de este capitán y de la destreza que en la silla jineta tenía.

A Nuño Tovar dieron otro flechazo en la lanza que, con ser delgada, la atravesaron por medio junto a la mano y el asta de la lanza se mostró tan fina que no se hendió, antes pareció que la flecha había sido un taladro que sutilmente la había barrenado y así, después cortada la flecha por ambas partes, sirvió la lanza como antes. Cuéntase este tiro, aunque de tan poca importancia, porque raras veces acaecen semejantes tiros, y también porque en él se vea lo que muchas veces hemos dicho de la ferocidad y destreza que en sus arcos y flechas los indios de la Florida tienen.

Estos dos caballeros, aunque pelearon todo el día y rompieron muchas veces los escuadrones que a cada paso los indios formaban y rehacían, y entraron en los trances más peligrosos de esta batalla, no sacaron más heridas de las que hemos dicho, que no fue poca ventura.

El fuego que se puso a las casas iba creciendo por momentos y hacía mucho daño en los indios porque, como eran muchos y no podían pelear todos en las calles y plaza porque no cabían en ellas, peleaban de los terrados y azoteas y allí los cogía el fuego y los quemaba o les forzaba a que, huyendo de él, se despeñasen de los terrados abajo.

No hacía menos daño en las casas que tomaba por la puerta que, como se ha dicho, eran salas grandes con no más de una puerta, y, como el fuego la ocupaba, los que estaban dentro, no pudiendo salir fuera, se quemaban y ahogaban con el fuego y con el humo, y de esta manera perecieron muchas mujeres que estaban encerradas en las casas.

En las calles no era menos perjudicial el fuego porque con el viento unas veces cargaba la llama y el humo sobre los indios y les cegaba la vista y ayudaba a que los españoles los llevasen de arrancada sin poderles resistir. Otras veces volvía en favor de los indios contra los cristianos y hacía que volviesen a ganar cuanto de la calle habían perdido. Así andaba el fuego favoreciendo ya a los unos, ya a los otros, con que hacía crecer la mortandad de la batalla.

Con la crueldad y rabia que se ha visto se sustentó la pelea de ambas partes hasta las cuatro de la tarde, habiendo pasado siete horas de tiempo que peleaban sin cesar. A esta hora, viendo los indios los muchos que de los suyos habían muerto a fuego y hierro y que, por faltar quien pelease, enflaquecían sus fuerzas y crecían las de los castellanos, apellidaron las mujeres y les mandaron que, tomando armas de las muchas que por las calles había caídas, hiciesen por vengar la muerte de los suyos y, cuando no los pudiesen vengar, a lo menos hiciesen como todos: muriesen antes que ser esclavos de los españoles.

Cuando les mandaron esto a las mujeres ya muchas de ellas había buen rato que valerosamente andaban peleando entre sus maridos; mas con el nuevo mandato no quedó alguna que no saliese a la batalla tomando las armas que por el suelo hallaban, que asaz había de ellas. Hubieron a las manos muchas espadas, partesanas y lanzas de las que los españoles habían perdido y las convirtieron contra sus dueños, hiriéndoles con sus mismas armas. También tomaban arcos y flechas, y no las tiraban con menos destreza y ferocidad que sus maridos, y se ponían delante de ellos a pelear, y determinadamente se ofrecían a la muerte con más temeridad que los varones, y con toda rabia y despecho se metían por las armas de los enemigos, mostrando bien que la desesperación y ánimo de las mujeres, en lo que han determinado hacer, es mayor y más desenfrenado que el de los hombres. Empero los españoles, viendo que aquello hacían las indias con deseo más de morir que de vencer, se abstenían de las herir y matar, y también miraban que eran mujeres.

Entretanto que duraba esta larga y porfiada batalla, las trompetas, pífaros y atambores no cesaban de tocar arma con grande instancia para que los españoles que habían quedado en la retaguardia se diesen prisa a venir al socorro de los suyos.

El maese de campo y los que con él venían, caminaban derramados por el campo cazando y habiendo placer, descuidados de lo que pasaba en Mauvila. Pues, como sintiesen el ruido de los instrumentos militares y la grita y vocería que dentro y fuera del pueblo andaba, y viesen el mucho humo que por delante se les descubría, sospechando lo que podía ser, dieron arma de mano en mano hasta los últimos y todos caminaron a toda prisa y llegaron al postrer cuarto de la batalla.

Entre éstos venía el capitán Diego de Soto, sobrino del gobernador y cuñado de don Carlos Enríquez, cuya desgracia contamos atrás. El cual, como supiese el suceso del cuñado, a quien amaba tiernamente, sintiendo el dolor de tanta pérdida, con deseo de la vengar se arrojó del caballo abajo y, tomando una rodela y la espada en la mano, entró en el pueblo y llegó donde la batalla andaba más feroz y cruel, que era en la calle principal, aunque es verdad que en todas las otras no faltaba sangre, fuego y mortandad, que todo el pueblo estaba lleno de fiera pelea.

En aquel lugar, y a las cuatro de la tarde, entró Diego de Soto en la batalla más a imitar en la desdicha de su cuñado que a vengar su muerte, que no era tiempo de propias venganzas sino de la ira de la fortuna militar, la cual parece que, con hastío de haberles dado tanta paz en tierra de tan crueles enemigos, había querido darles en un día toda junta la guerra que en un año podían haber tenido, y quizá no les hubiera sido tan cruel como la de sólo este día, según veremos adelante que, para batalla de indios y españoles, pocas o ninguna ha habido en el nuevo mundo que igualase a ésta así en la obstinada porfía del pelear como en el espacio de tiempo que duró, si no fue la del confiado Pedro de Valdivia, que contaremos en la historia del Perú, si Dios se sirve de darnos algunos días de vida.

Pues como decíamos, el capitán Diego de Soto llegó a lo más recio de la batalla y, apenas hubo entrado en ella, cuando le dieron un flechazo por un ojo que le salió al colodrillo, de que cayó luego en tierra, y sin habla estuvo agonizando hasta otro día, que murió sin que hubiesen podido quitarle la flecha. Esta fue la venganza que hizo a su pariente don Carlos para mayor dolor y pérdida del general y de todo el ejército, porque eran dos caballeros que dignamente merecían ser sobrinos de tal tío.

Capítulo X. Cuenta el fin de la batalla de Mauvila y cuán mal parados quedaron los españoles

No fue menos sangrienta la batalla que hubo en el campo, para lo cual se había limpiado y rozado hasta arrancar las hierbas y raíces, porque los indios, habiéndose encerrado en el pueblo para defenderse en él y reconociendo que por ser muchos se estorbaban unos a otros en la pelea y que, por ser el lugar estrecho, no podían aprovecharse de su ligereza, acordaron muchos de ellos salir al campo descolgándose por las cercas abajo, donde pelearon con todo buen ánimo y esfuerzo y deseo de vencer. Mas en poco tiempo reconocieron que el consejo les salía a mal, porque, si ellos les hacían ventaja con su ligereza a los españoles de a pie, los de a caballo les eran superiores y los alanceaban en el campo a toda su voluntad sin que pudiesen defenderse, porque estos indios no usan de picas (aunque las tienen), que son la defensa contra los caballos, porque no tienen sufrimiento para esperar que el enemigo llegue a golpe de pica, sino que quieren tenerlo asaetado y lleno de flechas antes que llegue a ellos con buen trecho, y ésta es la causa principal porque usan más del arco y flechas que de otra arma alguna, y así murieron muy muchos en el campo mal aconsejados de su ferocidad y vana presunción. Los españoles de la retaguardia, caballeros e infantes, llegaron y todos arremetieron a los indios que en el campo andaban peleando y, después de haber batallado gran espacio de tiempo, con muchas muertes y heridas que recibieron, que, aunque llegaron tarde, les cupo muy buena parte de ellas, como vimos en Diego de Soto y presto veremos en los demás, los desbarataron y mataron los más de ellos. Algunos se escaparon con la huida.

En este tiempo, que era ya cerca de ponerse el sol, todavía sonaba la grita y vocería de los que peleaban en el pueblo. Al socorro de los suyos entraron muchos de a caballo; otros quedaron fuera para lo que fuese menester. Hasta entonces, por la estrechura del sitio, ninguno de a caballo había peleado dentro en el pueblo, sino el general y Nuño Tovar. Entrando, pues, ahora muchos caballeros se dividieron por las calles, que en todas ellas había que hacer, y, rompiendo los indios que en ellas peleaban, los mataron.

Diez o doce caballeros entraron por la calle principal, donde la batalla era más feroz y sangrienta y donde todavía estaba un escuadrón de indios e indias que peleaban con toda desesperación, que ya no pretendían más que morir peleando. Contra éstos arremetieron los de a caballo y, tomándolos por las espaldas, los rompieron con más facilidad y pasaron por ellos con tanta furia que a vueltas de los indios derribaron muchos españoles que pie a pie peleaban con los enemigos, los cuales murieron todos, que ninguno quiso rendirse ni dar las armas sino morir con ellas peleando como buenos soldados.

Este fue el postrer encuentro de la batalla con que acabaron de vencer los españoles al tiempo que el sol se ponía, habiéndose peleado de ambas partes nueve horas de tiempo sin cesar, y fue día del bienaventurado San Lucas Evangelista, año de mil y quinientos y cuarenta, y este mismo día, aunque muchos años después, se escribió la relación de ella.

Al mismo punto que la batalla se acabó, un indio de los que en el pueblo habían peleado, embebecido de su pelea y coraje, no había mirado lo que se había hecho de los suyos, hasta que volviendo en sí, los vio todos muertos. Pues como se hallase solo, ya que no podía vencer, quiso salvar la vida huyendo. Con este deseo arremetió a la cerca y con mucha ligereza subió por encima para irse por el campo. Empero, viendo los castellanos de a pie y de a caballo que en él había, y la mortandad hecha, y que no podía escapar, quiso antes matarse que no darse a prisión, y quitando con toda presteza la cuerda del arco, la echó a una rama de un árbol, que entre los palos hincados de la cerca vivía en su ser, que, por venirles a cuenta, yendo cercando el pueblo, lo habían dejado así los indios. Y no solamente había este árbol vivo en la cerca sino otros muchos semejantes, que de industria los habían dejado, los cuales hermoseaban grandemente la cerca.

Atado, pues, el cabo de la cuerda a una rama del árbol y el otro a su cuello, se dejó caer de la cerca abajo con tanta presteza que, aunque algunos españoles desearon socorrerlo porque no muriese, no pudieron llegar a tiempo. Así quedó el indio ahorcado de su propia mano, dejando admiración de su hecho y certidumbre de su deseo, que quien ahorcó a sí propio mejor ahorcara a los castellanos, si pudiera. Donde se puede bien conjeturar la temeridad y desesperación con que todos ellos pelearon, pues uno que quedó vivo se mató él mismo.

Acabada la batalla, el gobernador Hernando de Soto, aunque salió mal herido, tuvo cuidado de mandar que los españoles muertos se recogiesen para los enterrar otro día y los heridos se curasen, y para los curar había tanta falta de lo necesario que murieron muchos de ellos antes de ser curados, porque se halló por cuenta que hubo mil y setecientas y setenta y tantas heridas de cura, y llamaban heridas de cura a las que eran peligrosas y que era forzoso que las curase el cirujano, como eran las penetrantes a lo hueco, o casco quebrado en la cabeza, o flechazo en el codo, rodilla o tobillo, de que se temiese que el herido había de quedar cojo o manco.

De estas heridas se halló el número que hemos dicho, que de las que pasaban la pantorrilla de una parte a otra, o el muslo, o las asentaduras, o el brazo por la tabla o por el molledo, aunque fuese con lanza, ni de las cuchilladas o estocadas que no eran peligrosas de muerte, no hacían caso de ellas para que las curase el cirujano, sino que los mismos heridos se curaban unos a otros, aunque fuesen capitanes ni oficiales de la Hacienda Real. De las cuales heridas hubo casi infinito número, porque apenas quedó hombre que no saliese herido y los más sacaron a cinco y a seis heridas, y muchos salieron con diez y con doce.

Habiendo contado (aunque mal) el suceso de la sangrienta batalla de Mauvila y el vencimiento que los nuestros hubieron de ella, de la cual escaparon con tantas heridas como hemos dicho, tengo necesidad de remitirme en lo que de este capítulo resta a la consideración de los que lo leyesen para que, con imaginarlo, suplan lo que yo en este lugar no puedo decir cumplidamente acerca de la aflicción y extrema necesidad que estos españoles tuvieron de todas las cosas necesarias para poderse curar y remediar las vidas, que, aun para gente sana y descansada, era mucha falta, como luego veremos, cuánto más para hombres que sin parar habían peleado nueve horas de reloj y habían salido con tantas y crueles heridas. Y quiero valerme de este remedio porque, demás de mi poco caudal, es imposible que cosas tan grandes se puedan escribir bastantemente ni pintarlas como ellas pasaron.

Por tanto, es de considerar, cuanto a lo primero, que, si para curar tanta multitud de heridas acudían a los cirujanos, no había en todo el ejército más de uno, y ése no tan hábil y diligente como fuera menester, antes torpe y casi inútil. Pues, si pedían medicinas, no las había, porque esas pocas que llevaban con el aceite de comer, que días había lo habían reservado para semejantes necesidades, y las vendas e hilas que siempre traían apercibidas, y toda la demás ropa de lino, de sábanas y camisas de que pudieran aprovecharse para hacer vendas e hilas, con la demás ropa de vestir que llevaban, toda como atrás dijimos, la habían metido los indios en el pueblo, y el fuego que los mismos españoles encendieron la había consumido. Pues si querían comer algo, no había qué, porque el fuego había quemado el bastimento que los castellanos habían traído y el que los indios tenían en sus casas, de las cuales no había quedado tan sola una en pie, que todas se habían abrasado.

En esta necesidad se vieron nuestros españoles sin médicos ni medicinas, sin vendas ni hilas, sin comida ni ropa con que abrigarse, sin casas ni aun chozas en que meterse para huir del frío y sereno de la noche, que de todo socorro los dejó despojados la desventura de aquel día. Y, aunque quisieran ir a buscar alguna cosa para su remedio, les estorbaba la oscuridad de la noche, y el no saber dónde hallarla, y el verse todos tan heridos y desangrados que los más de ellos no podían tenerse en pie. Sólo tenían abundancia de suspiros y gemidos que el dolor de las heridas y el mal remedio de ellas les sacaban de las entrañas.

En lo interior de sus corazones, y a voces altas, llamaban a Dios los amparase y socorriese en aquella aflicción y, Nuestro Señor, como padre piadoso, les socorrió con darles en aquel trabajo un ánimo invencible, cual siempre lo tuvo la nación española sobre todas las naciones del mundo para valerse en sus mayores necesidades, como éstos se valieron en la presente, según veremos en el capítulo venidero.

Capítulo X. Las diligencias que los españoles en socorro de sí mismos hicieron y de dos casos extraños que sucedieron en la batalla">CAPÍTULO

Las diligencias que los españoles en socorro de sí mismos hicieron y de dos casos extraños que sucedieron en la batalla

Viéndose nuestros españoles en la necesidad, trabajo y aflicción que hemos dicho, considerando que no tenían otro socorro que el de su propio ánimo y esfuerzo, lo cobraron tal que luego con gran diligencia acudieron los menos heridos al socorro de los más heridos, unos procurando lugar abrigado donde ponerlos, para lo cual acudieron a las ramadas y grandes chozas que los indios tenían hechos fuera del pueblo para alojamiento de los españoles. De las ramadas hicieron algunos cobertizos arrimados a las paredes que habían quedado en pie. Otros se ocuparon en abrir indios muertos y sacar el unto para que sirviese de ungüentos y aceites para curar las heridas. Otros trajeron paja sobre que se echasen los enfermos.

Otros desnudaban las camisas a los compañeros muertos y se quitaban las suyas propias para hacer de ellas vendas e hilas, de las cuales, las que eran hechas de ropa de lino, se reservaron para curar no a todos sino solamente a los que estaban heridos de heridas más peligrosas, que los demás de heridas no peligrosas se curaban con hilas y vendas no de tanto regalo sino hechas del sayo o del aforro de las calzas, o de otras cosas semejantes que pudiesen haber.

Otros trabajaron en desollar los caballos muertos y en conservar y guardar la carne de ellos para darla a los más heridos en lugar de pollos y gallinas, que no había otra cosa con que los regalar.

Otros, con todo el trabajo que tenían, se pusieron a hacer guarda y centinela para que, si los enemigos viniesen, no les hallasen desapercibidos, aunque poquísimos de ellos estaban para poder tomar las armas.

De esta manera se socorrieron aquella noche unos a otros, esforzándose todos a pasar con buen ánimo el trabajo en que la mala fortuna les había puesto.

Tardaron cuatro días en curar las heridas que llamaron peligrosas, porque como no había más que un cirujano, y ése no muy liberal, no se pudo dar más recaudo a ellas. En este tiempo murieron trece españoles por no haberse podido curar. En la batalla fallecieron cuarenta y siete, de los cuales fueron muertos los diez y ocho de heridas de flechas por los ojos o por la boca, que los indios, sintiéndolos armados los cuerpos, les tiraban al rostro.

Sin los que murieron antes de ser curados y en la batalla, perecieron después otros veintidós cristianos por el mal recaudo de curas y médicos. De manera que podemos decir que murieron en esta batalla de Mauvila ochenta y dos españoles.

A esta pérdida se añadió la de cuarenta y cinco caballos que los indios mataron en la batalla, que no fueron menos llorados y plañidos que los mismos compañeros, porque veían que en ellos consistía la mayor fuerza de su ejército.

De todas estas pérdidas, aunque tan grandes, ninguna sintieron tanto como la de don Carlos Enríquez, porque en los trabajos y afanes, por su mucha virtud y buena condición, era regalo y alivio del gobernador, como lo son de sus padres los buenos hijos. Para los capitanes y soldados era socorro en sus necesidades y amparo en sus descuidos y faltas, y paz y concordia en sus pasiones y discordias particulares, poniéndose entre ellos a los apaciguar y conformar. Y no solamente hacía esto entre los capitanes y soldados, mas también les servía de intercesor y padrino para con el general, para alcanzarles su perdón y gracia en los delitos que hacían, y el mismo gobernador, cuando en el ejército se ofrecía alguna pesadumbre entre personas graves, la remitía a don Carlos para que con su mucha afabilidad y buena maña la apaciguase y allanase.

En estas cosas y otras semejantes, demás de hacer cumplidamente el oficio de buen soldado, se ocupaba este de veras caballero favoreciendo y socorriendo con obras y palabras a los que le habían menester. De los cuales hechos deben preciarse los que se precian de apellido de caballero e hijohidalgo, porque verdaderamente suenan mal estos nombres sin la compañía de las tales obras, porque ellas son su propia esencia, origen y principio, de donde la verdadera nobleza nació y con la que ella se sustenta, y no puede haber nobleza donde no hay virtud.

Entre otros casos extraños que en esta batalla acaecieron, contaremos dos que fueron más notables. El uno fue que en la primera arremetida que los indios hicieron contra los castellanos, cuando con aquella furia no pensada y mal encarecida con que los acometieron y echaron del pueblo y los llevaron retirando por el campo, salió huyendo un español natural de una aldea de Badajoz, hombre plebeyo, muy material y rústico, cuyo nombre se ha ido de la memoria. Sólo éste huyó entonces a espaldas vueltas. Yendo, pues, ya fuera de peligro (aunque a su parecer no lo debía de estar), dio una gran caída de la cual entonces se levantó, mas dende a poco se cayó muerto sin herida ni señal de golpe alguno que le hubiesen dado. Todos los españoles dijeron que de asombro y de cobardía se había muerto, porque no hallaban otra causa.

El otro caso fue en contrario, que un soldado portugués llamado Men Rodríguez, hombre noble natural de la ciudad de Yelves, de la compañía de Andrés de Vasconcelos de Silva, soldado que había sido en África en las fronteras del reino de Portugal, peleó todo el día a caballo como muy valiente soldado que era e hizo en la batalla cosas dignas de memoria y, a la noche, acabada la pelea, se apeó y quedó como si fuera una estatua de palo, y sin más hablar ni comer ni beber ni dormir, pasados tres días, falleció de esta vida sin herida ni señal de golpe que le hubiese causado la muerte. Debió ser que se desalentó con el mucho pelear. Por lo cual, en opósito del pasado, decían que este buen fidalgo había muerto de valiente y animoso por haber peleado y trabajado excesivamente.

Todo lo que en común y en particular hemos dicho de esta gran batalla de Mauvila así del tiempo que duró, que fueron nueve horas, como de los sucesos que en ella hubo, los refiere en su relación Alonso de Carmona, y cuenta la herida del gobernador y el flechazo de lanza de Nuño Tovar, y dice que se la dejaron hecha cruz. Cuenta la muerte desgraciada de don Carlos Enríquez y la del capitán Diego de Soto, su cuñado, y añade que el mismo Carmona le puso una rodilla sobre los pechos y otra sobre la frente y que probó a tirar con ambas manos de la flecha que tenía hincada por el ojo, y que no pudo arrancarla. También dice las necesidades y trabajos que todos padecieron en común. Y Juan Coles, aunque no tan largamente como Alonso de Carmona, dice lo mismo, y particularmente refiere el número de las heridas de cura que nosostros decimos. Y ambos dicen igualmente los españoles y caballos que murieron en esta batalla, que como fue tan reñida les quedaron bien en la memoria los sucesos de ella.

Capítulo I. Del número de los indios que en la batalla de Mauvila murieron

El número de los indios que en este rompimiento perecieron a hierro y a fuego se entendió que pasó de once mil personas, porque alderredor del pueblo quedaron tendidos más de dos mil y quinientos hombres, y entre ellos hallaron a Tascaluza el mozo, hijo del cacique. Dentro del pueblo murieron a hierro más de tres mil indios, que las calles no se podían andar de cuerpos muertos. El fuego consumió en las casas más de tres mil y quinientas ánimas, porque en sola una casa se quemaron mil personas, que el fuego tomó por la puerta y los ahogó y quemó dentro sin dejarlos salir fuera, que era compasión ver cuál los dejó, y los más de éstos era mujeres.

Cuatro leguas en circuito, en los montes, arroyos y quebradas, no hallaban los españoles, yendo a correr la tierra, sino indios muertos y heridos en número de dos mil personas, que no habían podido llegar a sus casas, que era lástima hallarlos aullando por los montes sin remedio alguno.

De Tascaluza, cuya fue toda esta mala hacienda, no se supo qué se hubiese hecho, porque unos indios decían que había escapado huyendo y otros que se había quemado, y esto fue lo que se tuvo por más cierto y lo que él mejor merecía. Porque, según después se averiguó, desde el primer día que tuvo noticia de los castellanos y supo que habían de ir a su tierra, había determinado de los matar en ella, y con este acuerdo había enviado al hijo a recibir al gobernador al pueblo Talise (como atrás queda dicho), para que él y los que con él fuesen, a título de servir al gobernador y a su ejército, sirviesen de espías y notasen cómo se habían los españoles de noche y de día en su milicia para, conforme al recato o descuido de ellos, ordenar la traición que pensaba hacerles para los matar. También se halló que, habiéndose quejado a Tascaluza los indios del pueblo Talise, de quien dijimos que eran mal obedientes a su curaca, de que su señor les hubiese mandado dar a los españoles cierto número de indios e indias que el gobernador había pedido y doliéndose con él de su cacique, que sin entender al bien de los suyos propios, los entregaba a los extraños y no conocidos para que se los llevasen por esclavos. Tascaluza les había dicho: «No tengáis pena de entregar los indios e indias que vuestro cacique os manda entregar, que muy presto os los volveré yo, no solamente los vuestros sino también los que traen los españoles presos y cautivos de otras partes. Y aun los mismos españoles os entregaré para que sean vuestros esclavos y os sirvan de cultivar y labrar vuestras tierras y heredades cavando y arando todos los días de su vida».

Asimismo las indias que de esa batalla de Mauvila quedaron en poder de los castellanos, confirmaron este dicho de Tascaluza y declararon al descubierto la traición que tenía armada a los cristianos, porque dijeron que las más de ellas no eran naturales de aquel pueblo ni de aquella provincia sino de otras diversas de la comarca, y que los indios que por llamamiento y persuasión de Tascaluza se habían juntado para aquella batalla las habían traído con grandes promesas que les habían hecho. A unas, de darles capas de grana, y a otras, ropas de seda, de raso y terciopelo que en sus bailes y fiestas sacasen vestidas. A otras habían certificado con grandes juramentos darles caballos, y que, en señal de su victoria y triunfo, las pasearían en ellos delante de los españoles. Otras salieron diciendo: «Pues a nosotras nos prometieron los mismos españoles por criados y esclavos nuestros». Y cada una declaró el número de cautivos que les habían ofrecido que habían de llevar a sus casas.

De esta manera confesaron otras muchas promesas que les habían hecho de lienzos y paños y otras cosas de España. También declararon que muchas que eran casadas habían venido por obedecer a sus maridos, que se lo habían mandado; otras, que eran solteras, dijeron que ellas vinieron por importunidad de sus parientes y hermanos, que les habían certificado las llevaban para que viesen unas fiestas solemnes y grandes regocijos que después de la muerte y destrucción de los castellanos habían de solemnizar y celebrar en hacimiento de gracias a su gran dios el Sol por la victoria que les había de dar.

Otras muchas confesaron que habían venido a requesta y petición de sus galanes y enamorados, los cuales, pretendiendo casar con ellas, las habían rogado y persuadido fuesen a ver las valentías y hazañas que en servicio y en presencia de ellas presumían hacer contra los españoles. Por los cuales dichos quedó bien averiguado cuán de atrás tenía imaginado este curaca la traición que a los nuestros hizo, de la cual él y sus vasallos y aliados quedaron bien castigados, aunque con tanto daño de los castellanos como se ha visto.

La cual pérdida no solamente fue en la falta de los caballos que les mataron y en los compañeros que perdieron sino en otras cosas que ellos estimaban en más respeto de aquello para que las tenían dedicadas, que fue una poca de harina de trigo, en cantidad de tres hanegas, y cuatro arrobas de vino, que ya no tenían más cuando llegaron a Mauvila. La cual harina y vino de muchos días atrás lo traían muy guardado y reservado para las misas que les decían, y, porque anduviese a mejor recaudo y más en cobro, lo traía el mismo gobernador con su recámara. Todo lo cual se quemó con los cálices, aras y ornamentos que para el culto divino llevaban, y, de allí adelante, quedaron imposibilitados de poder oír misa, por no tener materia de pan y vino para la consagración de la eucaristía. Aunque entre los sacerdotes, religiosos y seculares hubo cuestiones en teología si podrían consagrar o no el pan de maíz, fue de común consentimiento acordado que lo más cierto y seguro era guardar y cumplir en todo y por todo lo que la Santa Iglesia Romana, madre y señora nuestra, en sus santos concilios y sacros cánones nos manda y enseña que el pan sea de trigo y el vino de vid, y así lo hicieron estos católicos españoles, que no procuraron hacer remedios en duda por no verse en ella en la obediencia de su madre la Iglesia Romana Católica. Y también lo dejaron porque, ya que tuvieran recaudo para la consagración de la eucaristía, les faltaban cálices y aras para celebrar.

Capítulo I. Lo que hicieron los españoles después de la batalla de Mauvila, y de un motín que entre ellos se trataba

Como en la batalla de Mauvila se hubiese quemado todo lo que llevaban para decir misa, de allí adelante, por orden de los sacerdotes, se componía y adornaba un altar los domingos y fiestas de guardar, y esto cuando había lugar para ello, y se revestía un sacerdote de ornamentos que hicieron de gamuza a imitación del primer vestido que en el mundo hubo, que fue de pieles de animales, y, puesto en el altar, decía la confesión y el introito de la misa y la oración, epístola y evangelio, y todo lo demás, hasta el fin de la misa, sin consagrar, y llamábanla estos castellanos misa seca, y el mismo que la decía, u otro de los sacerdotes, declaraba el evangelio y sobre él hacía su plática o sermón. Y con esta manera de ceremonia que hacían en lugar de la misa se consolaban de la aflicción que sentían de no poder adorar a Jesucristo Nuestro Señor y Redentor en las especies sacramentales, lo cual les duró casi tres años, hasta que salieron de la Florida a tierra de cristianos.

Ocho días estuvieron nuestros españoles en las malas chozas que hicieron dentro en Mauvila y, cuando estuvieron para poder salir, se pasaron a las que los indios tenían hechas para alojamiento de ellos, donde estuvieron más bien acomodados. Y pasaron en ellas otros quince días, curándose los heridos, que eran casi todos. Los que menos lo estaban salían a correr la tierra y buscar de comer por los pueblos que en la comarca había, que eran muchos, aunque pequeños, donde hallaron asaz comida.

Por todos los pueblos que cuatro leguas en contorno había, hallaron los españoles muchos indios heridos que habían escapado de la batalla, mas no hallaban indio ni india con ellos que los curasen. Entendiose que venían de noche a darles recaudo y que se volvían de día a los montes. A estos tales indios heridos antes los regalaban los castellanos, y partían con ellos de la comida que llevaban, que no los maltrataban. Por los campos no parecía indio alguno, y, por la mucha diligencia que los de a caballo hicieron buscándolos, prendieron quince o veinte para tomar lengua de ellos. Y, habiéndoseles preguntado si en alguna parte se hacía junta de indios para venir contra los españoles, respondieron que, por haber perecido en la batalla pasada los hombres más valientes, nobles y ricos de aquella provincia, no había quedado en ella quien pudiese tomar armas. Y así pareció ser verdad, porque en todo el tiempo que los nuestros estuvieron en este alojamiento, no acudieron indios de día ni de noche siquiera a darles rebato y arma, que con sólo inquietarlos les hicieran mucho daño y perjuicio, según quedaron de la batalla mal parados.

En Mauvila tuvo nuevas el gobernador de los navíos que los capitanes Gómez Arias y Diego Maldonado traían descubriendo la costa y cómo andaban en ella, la cual relación tuvo antes de la batalla y, después de ella, se certificó por los indios que quedaron presos, de los cuales supo que la provincia de Achusi, en cuya demanda iban los españoles, y la costa de la mar estaban pocas menos de treinta leguas de Mauvila.

Con esta nueva holgó mucho el gobernador, por acabar y dar fin a tan larga peregrinación, y principio y comienzo a la nueva población que en aquella provincia pensaba hacer, que su intento, como atrás hemos dicho, era asentar un pueblo en el puerto de Achusi para recibir y asegurar los navíos que de todas partes a él fuesen, y fundar otro pueblo, veinte leguas la tierra más adentro, para desde allí principiar y dar orden en reducir los indios a la fe de la Santa Iglesia Romana y al servicio y aumento de la corona de España.

En albricias de esta buena nueva, y porque fue certificado que de Mauvila hasta Achusi había seguridad por los caminos, dio libertad el gobernador al curaca que el capitán Diego Maldonado trajo preso del puerto de Achusi, al cual había traído consigo el adelantado haciéndole cortesía. Y no lo había enviado antes a su tierra por la mucha distancia que había en medio y por el peligro de que otros indios lo matasen o cautivasen por los caminos. Pues como supiese el general que estaba su tierra cerca y que había seguridad hasta llegar a ella, le dio licencia para que se fuese a su casa, encargándole mucho conservarse la amistad de los españoles, que muy presto los tendría por huéspedes en su tierra. El cacique se fue, agradecido de la merced que el gobernador le hacía, y dijo que holgaría mucho verlo en su tierra para servir lo que a su señoría debía.

Todos estos deseos que el adelantado tenía de poblar la tierra, y la orden y las trazas que para ello había fabricado en su imaginación, los destruyó y anuló la discordia, como siempre suele arruinar y echar por tierra los ejércitos, las repúblicas, reinos e imperios donde la dejan entrar. Y la puerta que para los nuestros halló fue que, como en este ejército hubiese algunos personajes de los que se hallaron en la conquista del Perú y en la prisión de Atahuallpa, que vieron aquella riqueza tan grande que allí hubo de oro y plata, y hubiesen dado noticia de ella a los que en esta jornada iban, y como, por el contrario, en la Florida no se hubiese visto plata ni oro, aunque la fertilidad y las demás buenas partes de la tierra fuesen tantas como se han visto, no contentaban cosa alguna para poblar ni hacer asiento en aquel reino.

A este disgusto se añadió la fiereza increíble de la batalla de Mauvila, que extrañamente les había asombrado y escandalizado, para desear dejar la tierra y salirse de ella luego que pudiesen porque decían que era imposible domar gente tan belicosa ni sujetar hombres tan libres, que por lo que hasta allí habían visto les parecía que ni por fuerza ni por maña podrían hacer con ellos que entrasen debajo del yugo y dominio de los españoles, que antes se dejarían matar todos y que no había para qué andarse gastando poco a poco en aquella tierra sino irse a otras ya ganadas y ricas como el Perú y México donde podrían enriquecer sin tanto trabajo, para lo cual sería bien, luego que llegasen a la costa, dejar aquella mala tierra e irse a la Nueva España.

Estas cosas, y otras semejantes, murmuraban y platicaban entre sí algunos pocos de los que hemos dicho. Y no pudieron tratarlas tan en secreto que no las oyesen algunos de los que con el gobernador habían ido de España y le eran leales amigos y compañeros, los cuales le dieron cuenta de lo que en su ejército pasaba y cómo hablaban resolutamente de salirse de la tierra luego que llegasen donde pudiesen haber navíos, o barcos, siquiera.

Capítulo I. El gobernador se certifica del motín y trueca sus propósitos

El gobernador no quiso, en cosa tan grave, dar entero crédito a los que se la habían dicho sin primero certificarse en ella de sí mismo. Con este cuidado dio en rondar solo de noche, y más a menudo que solía, y en hábito disimulado por no ser conocido. Andando así, oyó una noche al tesorero Juan Gaytán y a otros que con él estaban en su choza que decían que, llegando al puerto de Achusi, donde pensaban hallar los navíos, se habían de ir a la tierra de México o del Perú, o volverse a España, porque no se podía llevar vida tan trabajosa por ganar y conquistar tierra tan pobre y mísera.

Lo cual sintió el gobernador gravísimamente, porque entendió de aquellas palabras que su ejército se deshacía y que los suyos, en hallando por donde irse, lo desamparaban todos como lo hicieron al principio del descubrimiento y conquista del Perú con el gobernador y marqués don Francisco Pizarro, que vino a quedar con solos trece hombres en la isla de Gorgona y que, si los que entonces tenía se le iban, no le quedaba posibilidad para hacer nuevo ejército y quedaba descompuesto de su grandeza, autoridad y reputación, gastada su hacienda en vano y perdido el excesivo trabajo que hasta allí habían pasado en el descubrimiento de aquella tierra.

Las cuales cosas, consideradas por un hombre tan celoso de su honra como lo era el gobernador, causaron en él precipitados y desesperados efectos, y, aunque por entonces disimuló su enojo, reservando el castigo para otro tiempo, no quiso sufrir ni quiso ver ni experimentar el mal hecho que temía de los que tenían sus ánimos flacos y acobardados. Y así, con toda la buena industria que pudo, sin dar a entender cosa alguna de su enojo, dio orden cómo volverse a entrar la tierra adentro y alejarse de la costa por quitar a los mal intencionados la ocasión de desvergonzársele y amotinar toda su gente.

Este fue el primer principio y la causa principal de perderse este caballero y todo su ejército. Y, desde aquel día, como hombre descontento a quien los suyos mismos habían falsado las esperanzas y cortado el camino a sus buenos deseos y borrado la traza que para poblar y perpetuar la tierra tenía hecha, nunca más acertó a hacer cosa que bien le estuviese, ni se cree que la pretendiese, antes, instigado del desdén, anduvo de allí adelante gastando el tiempo y la vida sin fruto alguno, caminando siempre de unas partes a otras sin orden ni concierto, como hombre aburrido de la vida, deseando se le acabase, hasta que falleció según veremos adelante. Perdió su contento y esperanzas, y, para sus descendientes y sucesores, perdió lo que en aquella conquista había trabajado y la hacienda que en ella había empleado; causó que se perdiesen todos los que con él habían ido a ganar aquella tierra. Perdió asimismo de haber dado principio a un grandísimo y hermosísimo reino para la corona de España y el haberse aumentado la Santa Fe Católica, que es lo que más se debe sentir.

Por lo cual fuera muy acertado, en negocio tan grave, pedir y tomar consejo de los amigos que tenía, de quien podía fiarse, para hacer con prudencia y buen acuerdo lo que al bien de todos más conviniese. Que pudiera este capitán remediar aquel motín con castigar los principales de él, con lo cual escarmentaran los demás de la liga, que eran pocos, y no perderse y dañar a todos los suyos por gobernarse por sólo su parecer apasionado, que causó su propia destrucción. Que, aunque era tan discreto como hemos visto, en causa propia, y estando apasionado, no pudo regirse y gobernarse con la claridad y juicio libre que las cosas graves requieren, por tanto, quien huyere de pedir y tomar consejo desconfíe de acertar.

Con el temor del motín deseaba el gobernador salir presto de aquel alojamiento y volverse a meter la tierra adentro por otras provincias que no hubiesen visto porque los suyos no sospechasen su intención y atinasen con su pretensión si volviese por el camino que hasta allí había traído. Y así, con ánimo fingido, ajeno del que hasta entonces había tenido, esforzaba a sus soldados diciéndoles convaleciesen presto para salir de aquella mala tierra donde tanto daño habían recibido, y mandó echar bando para caminar tal día venidero.

Capítulo V. Dos leyes que los indios de la Florida guardaban contra las adúlteras

Antes que salgamos de Mauvila, porque atrás tenemos prometido contar algunas costumbres, a lo menos las más notables, que los indios de la Florida tienen, será bien decir aquí las que en la provincia de Coza, que atrás dejamos, y en la de Tascaluza, donde al presente quedan nuestros españoles, guardan y tienen por ley los indios en castigar las mujeres adúlteras que entre ellos se hallan. Es así que en toda la gran provincia de Coza era ley que, so pena de la vida y de incurrir en grandes delitos contra su religión, cualquier indio que en su vecindad sintiese mujer adúltera, no por vista de malos hechos sino por sospecha de indicios (los cuales indicios señalaba la ley cuáles habían de ser en calidad y cuántos en cantidad), era obligado, después de haberse certificado en su sospecha, a dar noticia de ella al señor de la provincia, y en su ausencia, a los jueces del pueblo. Los cuales hacían información secreta de tres o cuatro testigos y, hallando culpada la mujer en los indicios, la prendían y el primer día de fiesta que venía de las que ellos guardaban en su gentilidad mandaban pregonar que toda la gente del pueblo saliese, después de comer, a tal lugar del campo cerca del pueblo, y de la gente que salía se hacía una calle larga o corta, según era el número.

Al un cabo de la calle se ponían dos jueces, y al otro cabo otros dos. Los unos de ellos mandaban traer ante sí la adúltera, y llamando al marido, le decían: «Esta mujer, conforme a nuestra ley, está convencida de testigos que es mala y adúltera, por tanto haced con ella lo que la misma ley os manda». El marido la desnudaba luego hasta dejarla como había nacido y con un cuchillo de pedernal (que en todo el nuevo mundo no alcanzaron los indios la invención de las tijeras) le trasquilaba los cabellos (castigo afrentosísimo usado generalmente entre todas las naciones de este nuevo mundo), y así trasquilada y desnuda la dejaba el marido en poder de los jueces y se iba llevándose la ropa en señal de divorcio y repudio.

Los jueces mandaban a la mujer que luego, así como estaba, fuese por la calle que había hecha de la gente hasta los otros jueces y les diese cuenta de su delito.

La mujer iba por toda la calle y, puesta ante los jueces les decía: «Yo vengo condenada por vuestros compañeros a la pena que la ley manda a las mujeres adúlteras, porque yo lo he sido. Envíanme a vosotros para que mandéis en esto lo que os parezca que conviene a vuestra república». Los jueces les respondían: «Volved a los que acá os enviaron y decidles de nuestra parte que es muy justo que las leyes de nuestra patria, que nuestros antepasados ordenaron para la honra, se guarden, cumplan y ejecuten en los malhechores. Por tanto, nosotros damos por aprobado lo que en cumplimiento de la ley os mandaron, y a vos os mandamos que en ningún tiempo lo quebrantéis».

Con esta respuesta, se volvía la mujer a los primeros jueces, y el ir y venir que le mandaban hacer llevando recaudos por entre la gente hecha calle no servía más que de afrentarla y avergonzarla, mandándole parecer delante de todo su pueblo con denuesto y vituperio, trasquilada, desnuda y con tal delito, porque el castigo de la vergüenza es de hombres.

Toda la gente del pueblo, mientras la pobre mujer iba y venía de unos jueces a otros, le tiraban, por afrenta y menosprecio, terrones, chinas, palillos, paja, puñados de tierra, trapos viejos, pellejos rotos, pedazos de estera, y cosas semejantes, según cada cual acertaba a llevarla para se la tirar en castigo de su delito, que así lo mandaba la ley, dándole a entender que de mujer se había hecho asqueroso muladar.

Los jueces la condenaban luego a perpetuo destierro del pueblo y de toda la provincia, que era pena señalada por ley, y la entregaban a sus parientes amonestándolos con la misma pena, no le diesen favor ni ayuda, para que en público ni en secreto entrase en todo el estado. Los parientes la recibían y, cubriéndola con una manta, la llevaban donde nunca más pareciese en el pueblo ni en la provincia. Al marido daban licencia los jueces para que se pudiese casar. Esta ley y costumbre guardaban los indios en la provincia de Coza.

En la de Tascaluza se guardaba otra más rigurosa en castigar las adúlteras, y era que el indio que por malos indicios viese (como era ver entrar o salir un hombre a deshora en casa ajena), sospechase mal de la mujer que era adúltera, después de haberse certificado en su sospecha con verle entrar o salir tres veces, estaba obligado por su vana religión, so pena de maldito, a dar cuenta al marido de su sospecha y del hecho de la mujer, y habíale de dar otros dos o tres testigos que hubiesen visto parte de lo que el acusador decía, u otro indicio semejante. El marido pesquisaba a cada uno de ellos de por sí, invocando sobre él grandes maldiciones si le mintiese y grandes bendiciones si le dijese la verdad y, habiendo hallado que la mujer había caído en aquella sospecha por malos indicios que había dado, la sacaba al campo, cerca del pueblo, y la ataba a un árbol, y, si no lo había, a un palo que él hincaba, y con su arco y sus flechas la asaeteaba hasta que la mataba.

Hecho esto, se iba al señor del pueblo, y en su ausencia a su justicia, y le decía: «Señor, yo dejo mi mujer muerta en tal parte porque tales vecinos míos me dijeron que era adúltera. Mandadlos llamar, y siendo verdad que me lo dijeron, me dad por libre, y, no lo siendo, me castigad con la pena que nuestras leyes mandan y ordenan».

La pena era que los parientes de la mujer flechasen al matador hasta que muriese y dejasen sin sepultura en el campo, como él había hecho a la mujer, a la cual, como a inocente, mandaba la ley que la enterrasen con toda pompa y solemnidad. Empero, hallando el juez que los testigos eran contestes y que se comprobaban los indicios y la sospecha, daban por libre al marido y licencia para que pudiese casarse, y mandaban pregonar, so pena de la vida, ninguna persona, pariente, amigo o conocido de la mujer muerta fuese osado a darle sepultura ni quitarle tan sola una flecha de las que en su cuerpo tenía, sino que la dejasen comer de aves y perros para castigo y ejemplo de su maleficio.

Estas dos leyes se guardaban, en particular, en las provincias de Coza y Tascaluza, y, en general, se castigaba en todo el reino con mucho rigor el adulterio. La pena que daban al cómplice ni al casado adúltero, aunque la procuré saber, no supo decírmela el que me daba la relación, más de que no oyó tratar de los adúlteros sino de ellas. Debió ser porque siempre en todas naciones estas leyes son rigurosas contra las mujeres y en favor de los hombres, porque, como decía una dueña de este obispado, que yo conocí, las hacían ellos como temerosos de la ofensa y no ellas, que, si las mujeres las hubiesen de hacer que de otra manera fueran ordenadas.

Capítulo V. Salen de Mauvila los españoles y entran en Chicaza y hacen piraguas para pasar un río grande

Volviendo al hilo de nuestra historia, es de saber que pasados veintitrés o veinticuatro días que los españoles habían estado en el alojamiento de Mauvila curándose las heridas y habiendo cobrado algún esfuerzo para pasar adelante en su descubrimiento, salieron de la provincia de Tascaluza y, al fin de tres jornadas que hubieron caminado por unas tierras apacibles, aunque no pobladas, entraron en otra llamada Chicaza. El primer pueblo de esta provincia donde los nuestros llegaron no era el principal de ella sino otro de los de su jurisdicción, el cual estaba asentado a la ribera de un gran río hondo y de barrancas muy altas. El pueblo estaba a la parte del río por donde los españoles iban.

Los indios no quisieron recibir de paz al gobernador, antes, muy al descubierto, se mostraron enemigos, respondiendo a los mensajeros que les habían enviado que querían guerra a fuego y a sangre. Cuando los nuestros llegaron a dar vista al pueblo, vieron antes de él un escuadrón de más de mil y quinientos hombres de guerra, los cuales, luego que asomaron los castellanos, salieron a recibirlos y escaramuzaron con ellos, y, habiendo hecho poca defensa, se retiraron al río desamparando el pueblo, que lo tenían desocupado de sus haciendas, mujeres e hijos porque habían determinado no pelear con los españoles en batalla campal sino defenderles el paso del río, que, por ser de mucha agua y muy hondo y de grandes y altas barrancas, les parecía podrían estorbarles el camino y forzarles a que tomasen otro viaje.

Pues como los españoles arremetiesen a los indios con toda furia, ellos se arrojaron al agua y pasaron el río, de ellos en canoas, que las tenían muchas y muy buenas, y de ellos a nado como el temor dio la prisa.

De la otra parte del río, frontero del pueblo tenían todo su ejército, donde había ocho mil hombres de guerra, los cuales habían protestado defender el paso del río, por cuya ribera tendían su alojamiento dos leguas en largo para que por todo aquel espacio no pudiesen pasar los castellanos.

Sin esta defensa que los indios hacían en el río a los cristianos, los molestaban de noche con rebatos y armas que les daban, pasando el río en cuadrillas en sus canoas por diversas partes, acudiendo todos a una, con que daban mucha pesadumbre a los nuestros. Los cuales, para defenderse, usaron de un ardid muy bueno, y fue que en tres desembarcaderos que el río tenía en aquel espacio que los indios tenían ocupado, donde venían a desembarcar, hicieron de noche hoyos donde pudiesen encubrirse los ballesteros y arcabuceros, los cuales, cuando venían los indios, los dejaban saltar en tierra y alejarse de las canoas y luego arremetían con ellos y con las espadas les hacían mucho daño, porque no había por dónde los enemigos pudiesen huir. De esta manera los maltrataron tres veces, con que los indios escarmentaron de sus atrevimientos y no osaron más pasar por el río. Sólo atendían a defender el paso a los nuestros con mucho cuidado y diligencia. El gobernador y sus capitanes, viendo que por donde estaban les era imposible pasar el río por la mucha defensa que los enemigos hacían y que perdían tiempo en esperar descuido en ellos, dieron orden que cien hombres, los más diligentes, que entendían algo del arte, hiciesen dos barcas grandes, que por otro nombre les llaman piraguas y son casi llanas y capaces de mucha gente. Y, para que los indios no sintiesen que las hacían, se metiesen en un monte que estaba legua y media el río arriba y una legua apartado de la ribera.

Los cien españoles diputados para la obra se dieron tal prisa que en espacio de doce días acabaron las piraguas. Y para las llevar al río hicieron dos carros, conforme a ellas, y, con acémilas y caballos que los tiraban, y con los mismos castellanos que rempujaban los carros y en los pasos dificultosos llevaban a cuestas las barcas, dieron con ellas una mañana, antes que amaneciese, en el río, en un muy espacioso embarcadero que en él había, y de la otra parte había asimismo un buen desembarcadero.

El gobernador se halló delante al echar de las barcas en el río, porque había mandado que para entonces le tuviesen avisado. El cual mandó que en cada barca entrasen diez caballeros y cuarenta infantes tiradores y que diesen prisa a pasar el río antes que los indios viniesen a defenderles el paso. Los infantes habían de remar y los de a caballo, dentro en las barcas, iban encima de sus caballos por no detenerse en subir en ellos de la otra parte.

Por mucho silencio que los españoles quisieron guardar en echar las barcas al río y embarcarse en ellas, no pudieron excusar que no los sintiesen quinientos indios que servían de correr el río por aquella banda, los cuales acudieron al paso y, viendo las barcas y los españoles que querían pasar, dieron un grandísimo alarido avisando a los suyos y pidiéndoles socorro y luego se pusieron al desembarcadero a defender el paso.

Los españoles, temiendo no acudiesen más enemigos, pusieron toda la diligencia en embarcarse, y el gobernador quiso pasar en la primera barcada, mas los suyos se lo estorbaron por el mucho peligro que había en aquel primer viaje hasta tener libre de enemigos el desembarcadero. Con esta prisa dieron los nuestros a los remos y llegaron a la otra ribera todos heridos, porque los indios los flechaban de la barranca a todo su placer.

La una de las barcas atinó bien al desembarcadero y la otra decayó en él, y, por las grandes barrancas del río, no pudo la gente saltar en tierra, por lo cual fue menester hacer mucha fuerza con los remos para arribar al desembarcadero.

Los de la primera barca saltaron en tierra, y el primero que salió fue Diego García, hijo del alcaide de Villanueva de Barcarrota, un soldado valiente y en todo hecho de armas muy determinado, por lo cual todos sus compañeros le llamaban Diego García de Paredes, no porque le hubiese parentesco, aunque era hombre noble, sino porque le asemejaba en el ánimo, esfuerzo y valentía. El segundo de a caballo que saltó en tierra fue Gonzalo Silvestre. Los cuales dos arremetieron con los indios y los retiraron del desembarcadero más de doscientos pasos y volvieron a todo correr a los suyos por el mucho peligro que traían por ser dos solos y los enemigos tantos. De esta manera arremetieron con los indios y se retiraron de ellos cuatro veces sin haber tenido socorro de sus compañeros, porque unos a otros se habían embarazado y no se daban maña a saltar en tierra con los caballos. A la quinta vez que acometieron a los enemigos, iban ya seis de a caballo, que pusieron más temor a los indios para que no volviesen con tanta furia a defender el paso. Los infantes que iban en la primera barca, luego que saltaron en tierra, se metieron en un pueblo pequeño, que estaba en la misma barranca del río, y no osaron salir de él porque eran pocos y todos heridos, porque habían llevado la mayor carga de las flechas. Los de la segunda piragua, como hallaron desocupado de enemigos el desembarcadero, saltaron en tierra con más facilidad y sin peligro alguno, y acudieron a socorrer los compañeros que andaban peleando en el llano.

El gobernador pasó en la segunda barcada con otros setenta u ochenta españoles, y, como los indios viesen que los enemigos eran muchos y que no podían resistirles, se fueron retirando a un monte que estaba no lejos del pueblo y de allí se fueron a los suyos, que en el real estaban, los cuales, habiendo sentido la grita y alarido que los corredores habían dado, acudieron a mucha prisa a defender el paso, mas, encontrando con los corredores y sabiendo de ellos que muchos españoles habían pasado ya el río, se volvieron a su ejército, donde se hicieron fuertes.

Los cristianos fueron sobre ellos con ánimo de pelear, mas los indios se estuvieron quedos fortaleciéndose con palizadas de madera y con las mismas ramadas que para su alojamiento tenían hechas. Algunos que se mostraron muy atrevidos salieron a escaramuzar, mas ellos pagaron su soberbia porque murieron alanceados, que la ligereza de ellos no igualaba con la de los caballos. De esta manera gastaron todo aquel día, y la noche siguiente se fueron los indios, que no pareció más alguno. Entretanto había pasado el río todo el ejército de los españoles.

Capítulo I. Alójanse los nuestros en Chicaza. Danles los indios una cruelísima y repentina batalla nocturna

Con el trabajo y peligro que hemos dicho, vencieron nuestros españoles la dificultad de pasar el primer río de la provincia de Chicaza, y, como se viesen libres de enemigos, deshicieron las piraguas y guardaron la clavazón para hacer otras cuando fuesen menester. Hecho esto, pasaron adelante en su descubrimiento y, en cuatro jornadas que caminaron por tierra llana, poblada, aunque de pueblos derramados y de pocas casas, llegaron al pueblo principal llamado Chicaza, de quien toda la provincia toma el nombre. El cual estaba asentado en una loma llana, prolongada norte sur, entre unos arroyos de poca agua, empero de mucha arboleda de nogales, robles y encinas, que tenían caída a sus pies la fruta de dos, tres años, la cual dejaban los indios perder porque no tenían ganados que la comiesen y ellos no la gastaban porque tenían otras frutas que comer mejores y más delicadas.

El general y sus capitanes llegaron al pueblo Chicaza a los primeros de diciembre del año mil y quinientos y cuarenta, y lo hallaron desamparado, y, como fuese ya invierno, les pareció que sería bien invernar en él. Con este acuerdo, recogieron todo el bastimento necesario y trajeron de los poblezuelos comarcanos mucha madera y paja de que hicieron casas, porque las del pueblo principal, aunque eran doscientas, eran pocas.

Con alguna quietud y descanso estuvieron los nuestros en su alojamiento casi dos meses, que no entendían sino en correr cada día el campo con los caballos, y prendían algunos indios de los cuales enviaba el gobernador los más de ellos con dádivas y recaudos al curaca, convidándole con la paz y amistad. El cual respondía prometiendo largas esperanzas de su venida, fingiendo achaques de su tardanza, duplicando los mensajes, de día en día, por entretener al gobernador, al cual, en recambio de sus dádivas, le enviaba alguna fruta, pescado y carne de venado.

Entretanto sus indios no dejaban de inquietar a nuestros españoles con rebatos y arma que les daban todas las noches dos y tres veces, mas no aguardaban a pelear, que, en saliendo a ellos los cristianos, se acogían huyendo. Todo lo cual hacían de industria, como hombres de guerra, por desvelar a los españoles con los rebatos y descuidarlos con la muestra de la cobardía porque pensasen que siempre había de ser así y estuviesen remisos en su milicia para cuando los acometiesen de veras.

No estuvieron los indios mucho tiempo en esta cobardía, antes parece que, avergonzados de haberla tenido, quisieron mostrar lo contrario y dar a entender que el huir pasado había sido artificiosamente hecho para descubrir mayor ánimo y esfuerzo a su tiempo, como lo hicieron, según veremos luego.

A los postreros de enero del año de mil y quinientos y cuarenta y uno, habiendo reconocido lo favorable que les era el viento norte, que aquella noche corrió furiosamente, vinieron los indios en tres escuadrones a la una de la noche y, con todo el silencio posible, llegaron a cien pasos de las centinelas españolas.

El curaca, que venía por capitán del escuadrón de en medio, que era el principal, envió a saber en qué paraje estaban los otros dos colaterales y, habiendo sabido que estaban en el mismo paraje que el suyo, mandó tocar arma, la cual dieron con muchos atambores, pífanos, caracoles y otros instrumentos rústicos que traían para hacer mayor estruendo, y todos los indios, a una, dieron un gran alarido para poner mayor terror y asombro a los españoles. Traían, para quemar el pueblo y para ver los enemigos, unos hachos de cierta hierba que en aquella tierra se cría, la cual, hecha maroma o soga delgada y encendida, guarda el fuego como una mecha de arcabuz y, ondeada por el aire, levanta llama que arde sin apagarse como una hacha de cera. Y los indios hacían con tanta curiosidad estos hachos que parecían hachas de cera de cuatro pabilos y alumbraban tanto como ellas. En las puntas de las flechas traían sortijuelas hechas de la misma hierba para tirarlas encendidas y pegar de lejos fuego a las casas.

Con esta orden y prevención vinieron los indios y arremetieron al pueblo, ondeando los hachos, y echaron muchas flechas encendidas sobre las casas y, como ellas eran de paja, con el recio viento que corría se encendieron en un punto.

Los españoles, aunque sobresaltados con tan repentino y fiero asalto, no dejaron de salir con toda presteza a defender sus vidas. El gobernador, que, por hallarse apercibido para semejantes rebatos, dormía siempre en calzas y jubón, salió a caballo a los enemigos primero que otro algún caballero de los suyos, y, por la prisa que los enemigos traían, no había podido tomar otras armas defensivas sino una celada y un sayo, que llaman de armas, hecho de algodón colchado, de tres dedos de grueso, que contra las flechas no hallaron otra mejor defensa los nuestros. Con estas armas, y su lanza y adarga, salió el gobernador solo contra tanta multitud de enemigos, porque nunca los supo temer. Otros diez o doce caballeros salieron en pos de él, mas no luego.

Los demás españoles, así capitanes como soldados, acudieron con el ánimo acostumbrado a resistir la ferocidad y braveza de los indios, mas no pudieron pelear con ellos porque traían por delante en su favor y defensa el fuego, la llama y el humo, todo lo cual el viento recio que soplaba echaba sobre los españoles, con que los ofendía malamente. Mas con todo eso los nuestros, como podían, salían de sus cuarteles a pelear con los enemigos, unos pasando a gatas por debajo de la llama porque no los alcanzase, otros, corriendo por entre casa y casa, huyendo del fuego. Así salieron algunos al campo; otros acudieron a la enfermería a socorrer los dolientes, porque tenían los enfermos de por sí en una casa aparte, los cuales, sintiendo el fuego y los enemigos, se acogieron los que pudieron huir, y los que no pudieron perecieron quemados antes que el socorro les llegase. Los de a caballo salían según les daba la prisa el fuego y la furia de los enemigos, que como el rebato fue tan repentino, no tuvieron lugar de se armar y ensillar los caballos. Unos los sacaban de diestro, huyendo con ellos porque el fuego no los quemase; otros los desamparaban, que para el fuego no había otra resistencia sino el huir. Pocos salieron a socorrer al gobernador, el cual había gran espacio de tiempo que, con los poquísimos que habían salido al principio de la batalla, peleaba con los enemigos, y fue el primero que aquella noche mató indio, porque siempre se preciaba ser de los primeros en toda cosa. Los indios de los dos escuadrones colaterales entraron en el pueblo, y, con el fuego que en su favor traían, hicieron mucho daño, que mataron muchos caballos y españoles que no tuvieron tiempo de valerse.

Capítulo I. Prosigue la batalla de Chicaza hasta el fin de ella

Del cuartel del pueblo, que estaba hacia levante, donde el fuego y el ímpetu de los enemigos fue mayor y más furioso, salieron cuarenta o cincuenta españoles huyendo a todo correr (cosa vergonzosa y que hasta aquel punto, en toda esta jornada de la Florida, no se había visto tal). En pos de ellos salió Nuño Tovar con una espada desnuda en la mano y una cota de malla vestida, toda por abrochar, que la prisa de los enemigos no le había dado lugar a más.

Este caballero a grandes voces iba diciendo a los suyos: «Volved, soldados, volved, ¿dónde vais? Que no hay Córdoba ni Servilla que os acoja. Mirad que en la fortaleza de vuestros ánimos y en la fuerza de vuestros brazos está la seguridad de vuestras vidas, y no en huir». A este punto salieron al encuentro de los que huían treinta soldados del cuartel del pueblo, hacia el sur, donde el fuego aún no había llegado, y era alojamiento del capitán Juan de Guzmán, natural de Talavera de la Reina, y los soldados eran de su compañía. Los cuales, afeando su malhecho a los que huían, los detuvieron y, todos juntos, rodeando el pueblo porque no podían pasar por el fuego que entre ellos y los enemigos había, salieron por la parte de levante al campo a pelear con ellos.

Al mismo tiempo que salieron estos infantes, salió el capitán Andrés de Vasconcelos, que estaba alojado en el propio cuartel, y sacó veinticuatro caballeros fidalgos de su compañía, todos portugueses y gente escogida, que los más de ellos habían sido jinetes en las fronteras de África. Estos caballeros salieron de la parte del poniente y con ellos se fue Nuño Tovar, así a pie, como estaba. Y los unos por la una parte y los otros por la otra, en descubriendo los enemigos, cerraron con ellos y les hicieron retirar al escuadrón de en medio, que era el principal, donde era lo más recio de la batalla, y donde el gobernador y los pocos que con él andaban había hasta entonces peleado con mucho aprieto y riesgo de las vidas por ser pocos y los enemigos muchos.

Mas, cuando vieron el socorro de los suyos, arremetieron con nuevo ánimo a ellos, y el general, con deseo de matar un indio que había andado y andaba muy aventajado en la pelea, cerró con él y, habiéndole alcanzado a herir con la lanza, para acabarle de matar, cargó sobre ella y sobre el estribo derecho y, con el peso y fuerza que hizo, llevó la silla tras sí y cayó con ella en medio de los enemigos. Los españoles, viendo a su capitán general en aquel peligro, aguijaron al socorro, caballeros e infantes, con tanta presteza y pelearon tan varonilmente que lo libraron de que los indios no lo matasen, y, ensillando el caballo, lo subieron en él y volvió a pelear de nuevo.

El gobernador cayó porque sus criados, con el sobresalto del repentino y furioso asalto de los indios y con la turbación de la muerte que les andaba cerca, dieron el caballo sin haber echado la cincha a la silla, y así, los españoles que llegaron al socorro la hallaron puesta sobre la silla, doblada como se suele poner cuando desensillan un caballo. De manera que había peleado el gobernador más de una hora de tiempo (la silla sin cincha), cuando cayó, habiéndole valido la destreza que a la jineta tenía, que era mucha.

Los indios, reconociendo el ímpetu con que los españoles por todas partes acudían, y que salían muchos caballos, aflojaron de la furia con que hasta entonces habían peleado, mas no dejaron de porfiar en la batalla, unas veces arremetiendo con grande ánimo y otras retirándose con mucho concierto, hasta que no pudieron sufrir la fuerza de los españoles y se apellidaron unos a otros para retirarse y dejar la batalla, y volvieron las espaldas huyendo a todo correr.

El gobernador, con los de a caballo, siguió el alcance persiguiendo a los enemigos todo lo que la lumbre del fuego que en el pueblo andaba les alcanzó a alumbrar. Acabada la batalla tan repentina y furiosa como ésta fue, la cual duró más de dos horas, y habiendo el general seguido el alcance, mandó tocar a recoger y volvió a ver el daño que los indios habían hecho, y halló más del que se pensó porque hubo cuarenta españoles muertos y cincuenta caballos. Alonso de Carmona dice que fueron ochenta los caballos entre muertos y heridos, y más de los veinte de éstos murieron quemados o flechados en las mismas pesebreras donde estaban atados, porque sus dueños, viéndolos muy lozanos con la mucha comida que en aquel alojamiento tenían, por tenerlos más seguros les habían hecho grandes cadenas de hierro por cabestros, con que los tenían atados, y, con la prisa que el fuego y los enemigos les dieron, no habían acertado a desatarlas, y así dejaron los caballos entregados al fuego y a los enemigos, para que, atados como estaban, los flechasen.

Demás de la pena que nuestros españoles sintieron por la pérdida de los compañeros y muerte de los caballos, que era la fuerza de su ejército, hubieron lástima de un caso particular que aquella noche sucedió, y fue que entre ellos había una sola mujer española, que había nombre Francisca de Hinestrosa, casada con un buen soldado que se decía Hernando Bautista, la cual estaba en días de parir. Pues como el sobresalto de los enemigos fuese tan repentino, el marido salió a pelear y, acabada la batalla, cuando volvió a ver qué era de su mujer, la halló hecha carbón porque no pudo huir del fuego.

Lo contrario sucedió en un soldadillo llamado Francisco Enríquez, que no valía nada, y, aunque tenía buen nombre, era un cuitado más para truhán que para soldado, con quien se burlaban muchos españoles, el cual estaba enfermo en la enfermería, que muchos días había lo traían a cuestas. Pues como sintiese el fuego y el ímpetu de los enemigos, salió huyendo de la enfermería y, a pocos pasos que dio por la calle, topó un indio que le dio un flechazo por una ingle, que casi le pasó a la otra parte, y le dejó tendido en el suelo por muerto, donde estuvo más de dos horas.

Después de amanecido le curaron, y en breve tiempo sanó de la herida, que se tuvo por mortal, y también de la enfermedad, que había sido muy larga y enfadosa. Por lo cual, burlándose después con él los que solían burlarse, le decían: «Válgate la desventura, duelo, que para ti, que no vales dos blancas, hubo doblada salud y vida, y hubo muerte para tantos caballeros y tan principales soldados como han muerto en estas dos últimas batallas». Enríquez lo sufría todo y les decía otras cosas peores.

Dicho hemos atrás cómo el gobernador llevó ganado prieto para criar en la Florida, y lo traía con mucha guarda para lo sustentar y aumentar, y, por tenerlo en este alojamiento de Chicaza más guardado de noche, le habían hecho un corral de madera dentro en el pueblo, con muchos palos hincados en el suelo y su cobertizo de paja por cima. Pues como el fuego de aquella noche de la batalla fuese tan grande, los alcanzó también a ellos y los quemó todos, que no escaparon sino los lechones que pudieron salir por entre palo y palo del cerco. Estaban tan gordos con la mucha comida que en aquel territorio hallaron que corrió la manteca de ellos más de doscientos pasos. No se sintió esta pérdida menos que las demás, porque nuestros castellanos padecían mucha necesidad de carne y guardaban ésta para el regalo de los enfermos.

Juan Coles y Alonso de Carmona concuerdan en toda la relación de esta batalla y ambos dicen el estrago que el fuego hizo en el ganado prieto. Y encarecen mucho la destreza que el gobernador tenía en la silla jineta y cuentan su caída y el haber peleado más de una hora sin cincha. Y Alonso de Carmona añade que cada indio traía ceñido al cuerpo tres cordeles: uno para llevar atado un castellano, y otro para un caballo, y otro para un puerco, y que se ofendieron mucho los nuestros cuando lo supieron.

Capítulo I. Hechos notables que pasaron en la batalla de Chicaza

Luego que hubieron enterrado los muertos y curado los heridos, salieron muchos españoles al campo donde había sido la batalla a ver y notar las heridas que los indios con las flechas habían hecho en los caballos que mataron. Los cuales abrían, como lo habían de costumbre, así para ver hasta dónde hubiesen penetrado las flechas como por guardar la carne para la comer. Y hallaron que casi todos ellos tenían flechas atravesadas por las entrañas y pulmones, o livianos cerca del corazón, y particularmente hallaron once o doce caballos con el corazón atravesado por medio, que, como otras veces hemos dicho, estos indios, pudiendo tirarles al codillo, no les tiraban a otra parte.

Hallaron asimismo cuatro caballos que cada uno tenía dos flechas atravesadas por medio del corazón, acertadas a tirar a un mismo tiempo, una de un lado y otra de otro. Cosa maravillosa y dura de creer, aunque es cierto que pasó así, y, por ser cosa notable, se convocaron los españoles que por el campo andaban para que la viesen todos.

Otro tiro hallaron de extraña fuerza, y fue que un caballo de un trompeta llamado Juan Díaz, natural de Granada, estaba muerto de una flecha que le había atravesado por ambas tablillas de las espaldas y pasado cuatro dedos de ella de la otra parte. El cual tiro, por haber sido de brazo tan fuerte y bravo, porque el caballo era uno de los más anchos y espesos que en todo el ejército había, mandó el gobernador que quedase memoria de él por escrito y que un escribano real diese fe y testimonio del tiro. Así se hizo, que luego vino un escribano que se decía Baltasar Hernández (que yo conocí después en el Perú), natural de Badajoz e hijodalgo de mucha bondad y religión, cual se requería y convenía que lo fueran todos los que ejercitaran este oficio pues se les fía la hacienda, vida y honra de la república. Este hidalgo en sangre y en virtud asentó por escrito y dio testimonio de lo que vio de aquella flecha, que fue lo que hemos dicho.

Tres días después de la batalla acordaron los castellanos mudar su alojamiento a otra parte, una legua de donde estaban, por parecerles mejor sitio para los caballos. Y así lo hicieron con mucha presteza y diligencia. Trajeron madera y paja de los otros pueblos comarcanos; acomodaron lo mejor que pudieron un pueblo que Alonso de Carmona llama Chicacilla, donde dice que a mucha prisa hicieron sillas, lanzas y rodelas, porque dice que todo esto les quemó el fuego y que andaban como gitanos, unos sin sayos y otros sin zaragüelles. Palabras son todas suyas.

En aquel pueblo pasaron con mucho trabajo lo que les quedaba del invierno, el cual fue rigurosísimo de fríos y hielos. Y los españoles quedaron de la batalla pasada desnudos de ropa con que resistir el frío, porque no escaparon del fuego sino lo que acertaron a sacar vestido.

Cuatro días después de la batalla quitó el gobernador el cargo a Luis Moscoso y lo dio a Baltasar Gallegos, porque, haciendo pesquisa secreta, supo que en la ronda y centinela del ejército había habido negligencia y descuido en los ministros del campo y que por esto habían llegado los enemigos sin que los sintiesen y hecho el daño que hicieron, que, además de la pérdida de los caballos y muerte de los compañeros, confesaban los españoles haber sido vencidos aquella noche por los indios, sino que la bondad de algunos particulares y la necesidad común les había hecho volver por sí y cobrar la victoria que tenían ya perdida, aunque la ganaron a mucha costa propia y poco daño de los indios, porque no murieron en esta batalla más de quinientos de ellos.

Todo lo que de esta nocturna y repentina batalla de Chicaza hemos dicho lo dice muy largamente Alonso de Carmona en su relación, con grandes encarecimientos del peligro que los españoles aquella noche corrieron por el sobresalto no pensado y tan furioso con que los enemigos acometieron. Y dice que los más de los cristianos salieron en camisa por la mucha prisa que el fuego les dio. En suma, dice que huyeron y fueron vencidos y que la persuasión de un fraile les hizo volver y que milagrosamente cobraron la victoria que habían perdido, y que sólo el gobernador peleó a caballo mucho espacio de tiempo con los enemigos hasta que le socorrieron, y que llevaba la silla sin cincha. Y Juan Coles concuerda con él en todo lo más de esto, y particularmente dice que el gobernador peleó solo como buen capitán.

Demás de lo que, conforme a nuestra relación, Alonso de Carmona cuenta de esta batalla, añade las palabras siguientes: «Estuvimos allí tres días, y, al cabo de ellos, acordaron los indios de volver sobre nosotros y morir o vencer. Y cierto no pongo duda en ello que, si la determinación viniera en efecto, nos llevaran a todos en las uñas por la falta de armas y sillas que teníamos. Fue Dios servido que, estando un cuarto de legua del pueblo para dar en nosotros, vino un gran golpe de agua que Dios envió de su cielo y les mojó las cuerdas de los arcos y no pudieron hacer nada y se volvieron. Y a la mañana, corriendo la tierra, hallaron el rastro de ellos, y tomaron un indio que nos declaró y avisó de todo lo que los indios venían a hacer, y que habían jurado por sus dioses de morir en la demanda. Y así el gobernador, visto esto, determinó salir de allí e irse a Chicacilla, donde luego, a gran prisa, hicimos rodelas, lanzas y sillas, porque, en tales tiempos, la necesidad a todos hace maestros. Hicimos de dos cueros de oso fuelles y con los cañones que llevábamos armamos nuestra fragua, templamos nuestras armas y apercibímonos lo mejor que pudimos». Todas son palabras de Carmona, sacadas a la letra.

Pues como los enemigos hubiesen reconocido y sabido de cierto el daño y estrago que en los castellanos habían hecho, cobrando más ánimo y atrevimiento con la victoria pasada, dieron en inquietarlos todas las noches con rebatos y arma, y no como quiera, sino que venían en tres y en cuatro escuadrones, por diversas partes, y con gran grita y alarido acometían todos juntos a un tiempo para causar mayor temor y alboroto en los enemigos.

Los españoles, porque no les quemasen el alojamiento como lo habían hecho en Chicaza, estaban todas las noches fuera del pueblo, puestos en cuatro escuadrones a las cuatro partes de él, y con sus centinelas puestas, y todo velando, porque no había hora segura para poder dormir, que todas las noches venían dos y tres veces, y muchas hubo que vinieron cuatro veces. Y sin la inquietud perpetua que con estas batallas daban, aunque las más de ellas eran ligeras, nunca dejaban de herir o matar algún hombre o caballo, y de los indios también quedaban muchos muertos, mas no escarmentaban por eso.

El gobernador, por asegurarse de que los enemigos no viniesen la noche siguiente, enviaba cada mañana, por amedrentarlos, cuatro y cinco cuadrillas de a catorce y quince caballos, que corriesen todo el campo en contorno del pueblo, los cuales no dejaban indio a vida, que fuese espía o que no lo fuese, que no lo alanceasen, y volvían a su alojamiento el sol puesto, y más tarde, con relación verdadera que cuatro leguas en circuito del pueblo no quedaba indio vivo. Mas dende a cuatro horas, o cinco o más tardar, ya los escuadrones de los indios andaban revueltos con los de los castellanos, cosa que los admiraba grandemente, que en tan breve tiempo se hubiesen juntado y venido a inquietarlos.

En estas refriegas que cada noche tenían, aunque siempre hubo muertos y heridos de ambas partes, no acaecieron cosas particulares notables que poder contar, si no fue una noche que un escuadrón de indios fue a dar donde estaba el capitán Juan de Guzmán y su compañía, el cual salió a ellos a caballo con otros cinco caballeros, y también salieron los infantes. Y porque cuando los enemigos ondearon sus hachos y encendieron lumbre estaban muy cerca de los nuestros, pudieron peones y caballos llegar juntos a embestir con ellos. Juan de Guzmán, que era un caballero de gran ánimo, empero delicado de cuerpo, arremetió con el alférez que traía un estandarte y venía en la primera hilera, al cual tiró una lanzada. El indio, hurtando el cuerpo, le asió la lanza con la mano derecha y corrió la mano por ella hasta topar con la de Juan de Guzmán; entonces soltó la lanza y le asió de los cabezones y, dando un gran tirón, lo arrancó de la silla y dio con él a sus pies sin soltar la bandera que llevaba en la mano izquierda, y todo fue hecho con tanta presteza que apenas se pudo juzgar cómo hubiese sido.

Los soldados, cuando vieron su capitán en tal aprieto, antes que el indio le hiciese otro mal, arremetieron con él y lo hicieron pedazos, y desbarataron su escuadrón y libraron de peligro a Juan de Guzmán; pero no quedaron sin daño, porque los indios dejaron muertos dos caballos y heridos otros dos, de seis que a ellos habían salido. Y los españoles no sentían menos la pérdida de los caballos que las de los compañeros. Y los indios gustaban más de matar un caballo que cuatro caballeros, porque les parecía que solamente por ellos les hacían ventaja sus enemigos.

Capítulo X. De una defensa que un español inventó contra el frío que padecían en Chicaza

Con estas batallas nocturnas, que por ser tantas y tan continuas causaban intolerable trabajo y molestia, estuvieron nuestros castellanos en aquel alojamiento hasta fin de marzo, donde, sin la persecución y afán que los indios les daban, padecieron la inclemencia del frío, que fue rigurosísimo en aquella región. Y, como pasasen todas las noches puestos en escuadrones y con tan poca ropa de vestir, que el más bien parado no tenía sino unas calzas y jubón de gamuza, y casi todos descalzos sin zapatos ni alpargates, fue cosa increíble el frío que padecieron y milagro de Dios no perecer todos.

En esta necesidad contra el frío se valieron de la invención de un hombre harto rústico y grosero llamado Juan Vego, natural de Segura de la Sierra, a quien en la isla de Cuba, al principio de esta jornada, le pasó con Vasco Porcallo de Figueroa un cuento gracioso, aunque para él riguroso, que por ser de burla y donaires no lo ponemos aquí más de decir que Juan Vego, aunque tosco y grosero, daba en ser gracioso. Burlábase con todos, decíales donaires y gracias desatinadas, conforme el aljaba de donde salían. Vasco Porcallo de Figueroa, que también era amigo de burlas, le hizo una pesada, en cuya satisfacción le dio en La Habana, donde pasó la burla, un caballo alazano que después, en la Florida, por haber salido tan bueno, le ofrecieron muchas veces siete y ocho mil pesos por él para la primera fundición que hubiese, porque las esperanzas que nuestros castellanos a los principios y medios de su descubrimiento se prometían fueron tan ricas y magníficas como esto. Mas Juan Vego nunca quiso venderlo, y acertó en ello, porque no hubo fundición, sino muerte y pérdida de todos ellos, como la historia lo dirá.

Este Juan Vego dio en hacer una estera de paja (que allí la hay muy buena, larga, blanda y suave) para socorrerse del frío de las noches. Hízola de cuatro dedos en grueso, larga y ancha; echaba la mitad debajo por colchón y la otra mitad encima, en lugar de frezada; y, como se hallase bien en ella, hizo otras muchas para los compañeros con la ayuda de ellos mismos, que a las necesidades comunes todos acudían a trabajar en ellas.

Con estas camas que llevaba a los cuerpos de guarda, o plaza de armas, donde todas las noches estaban puestos en escuadrón, resistieron el frío de aquel invierno, que ellos mismos confesaban hubieran perecido si no fuera por el socorro de Juan Vego. Ayudó también a llevar el mal temporal la mucha comida de maíz y fruta seca que había en aquella comarca que, aunque los españoles padecieron el rigor del frío y las molestias de los enemigos, que no les dejaban dormir de noche, no tuvieron hambre, antes hubo abundancia de bastimentos.

Fin del libro tercero de la Florida

LIBRO IV

Trata del combate del fuerte de Alibamo; la muerte de muchos españoles por falta de sal; cómo llegan a Chisca y pasan el Río Grande; indios y españoles hacen una solemne procesión para adorar la cruz, pidiendo a Dios mercedes; la cruel guerra y saco entre Capaha y Casquin; hallan los españoles invención para hacer sal; la fiereza de los tulas, en figuras y armas; un regalado invierno que los castellanos tuvieron en Utiangue. Contiene dieciséis capítulos

Capítulo I. Salen los españoles del alojamiento Chicaza y combaten el fuerte de Alibamo

El gobernador y sus capitanes, viendo que era ya pasado el mes de marzo y que era ya tiempo de pasar adelante en su descubrimiento, consultaron salir de aquel alojamiento y provincia de Chicaza, y la demás gente lo deseaba por verse fuera de aquella tierra donde tanta guerra y daño les habían hecho, y siempre de noche, que en todos los cuatro meses que allí estuvieron los españoles invernando, no faltaron los indios cuatro noches sin darles rebatos y arma continua. Con esta determinación común, salieron los nuestros de aquel puesto a los primeros de abril del año mil y quinientos y cuarenta y uno, y, habiendo caminado el primer día cuatro leguas de tierra llana, poblada de muchos pueblos pequeños de a quince y de veinte casas, pararon un cuarto de legua fuera de todo lo poblado, pareciéndoles que los indios de Chicaza, que tan molestos les habían sido en su tierra, viéndolos ya fuera de sus pueblos, les dejarían de perseguir. Mas ellos tenían otros pensamientos muy diferentes y ajenos de toda paz, como luego veremos.

Como los españoles parasen para alojarse en aquel campo, enviaron por todas partes caballos que corriesen la tierra y viesen lo que había en circuito del alojamiento. Los cuales volvieron con aviso que cerca de allí había un fuerte hecho de madera, con gente de guerra muy escogida, que, al parecer, serían como cuatro mil hombres. El general, eligiendo cincuenta de a caballo, fue a reconocer el fuerte y, habiéndolo visto, volvió a los suyos y les dijo: «Caballeros, conviene, antes que la noche cierre, echemos del fuerte donde se han fortalecido, nuestros enemigos, los cuales, no contentos con la molestia y pesadumbre que tan porfiadamente en su tierra nos han dado, quieren, aunque estamos fuera de ella, molestarnos todavía por mostrar que no temen vuestras armas, pues las vienen a buscar fuera de sus términos. Por lo cual será bien que los castiguemos y que no queden esta noche donde están, porque, si allí los dejamos, saliendo por sus tercios en rueda, nos flecharán toda la noche sin dejarnos reposar».

A todos pareció bien lo que el gobernador había dicho y así, dejando la tercia parte de la gente de infantes y caballos para guarda del real, fue toda la demás con el gobernador a combatir el fuerte llamado Alibamo, el cual era cuadrado, de cuatro lienzos iguales, hecho de maderos hincados, y cada lienzo de pared tenía cuatrocientos pasos de largo. Por de dentro en este cuadro había otros dos lienzos de madera que atravesaban el fuerte de una pared a otra. El lienzo de la frente tenía tres puertas pequeñas y tan bajas que no podía entrar hombre de a caballo por ellas. La una puerta estaba en medio del lienzo y las otras dos a los lados, junto a las esquinas. En derecho de estas tres puertas, había en cada lienzo otras tres, para que, si los españoles ganasen las primeras, se defendiesen en las del segundo lienzo, y en las del tercero y cuarto. Las puertas del postrer lienzo salían a un río que pasaba por las espaldas del fuerte. El río, aunque era angosto, era muy hondo y de barrancas muy altas, que con dificultad las podían subir y bajar a pie y de ninguna manera a caballo. Y éste fue el intento de los indios: hacer un fuerte donde pudiesen asegurarse de que los castellanos no les ofendiesen con los caballos entrando por las puertas o pasando el río, sino que peleasen a pie como ellos, porque a los infantes, como ya hemos dicho otras veces, no les habían temor alguno por parecerles que les eran iguales y aun superiores. Sobre el río tenían puentes hechas de madera, flacas y ruines, que con dificultad podían pasar por ellas. A los lados del fuerte no había puerta alguna.

El gobernador, habiendo visto y considerado bien el fuerte, mandó que se apeasen cien caballeros de los más bien armados y, hechos tres escuadrones de a tres hombres por hilera, acometiesen el fuerte y que los infantes, que no iban tan bien armados de armas defensivas como los caballeros, fuesen en pos de ellos, y todos procurasen ganar las puertas. Así se ordenó en un punto. Al capitán Juan de Guzmán le cupo la una puerta, y al capitán Alonso Romo de Cardeñosa, la otra, y a Gonzalo Silvestre, la tercera, los cuales se pusieron en sus escuadrones en derecho de las puertas para las acometer.

Los indios que hasta entonces habían estado encerrados en su fuerte, viendo los españoles apercibidos para los combatir, salieron cien hombres por cada puerta a escaramuzar con ellos. Traían grandes plumajes sobre las cabezas y, para parecer más feroces, venían todos ellos pintados a bandas las caras y los cuerpos, brazos y piernas, con tintas o betún de diversas colores, y con toda la gallardía que se puede imaginar arremetieron a los españoles. Y de las primeras flechas derribaron a Diego de Castro, natural de Badajoz, y a Pedro de Torres, natural de Burgos, ambos nobles y valientes, los cuales iban en la primera hilera, a los lados de Gonzalo Silvestre. A Diego de Castro hirieron encima de la rodilla, en el lagarto de la pierna derecha, con un arpón de pedernal a Pedro de Torres atravesaron una pierna por entre las dos canillas. Francisco de Reinoso, caballero natural de Astorga, viendo solo a Gonzalo Silvestre, que era su caudillo, se pasó de la segunda fila, donde iba, a la primera por no le dejar ir solo.

En el segundo escuadrón, donde iba por capitán Juan de Guzmán, derribaron de otro flechazo con arpón de pedernal a otro caballero llamado Luis Bravo de Jerez, que iba al lado del capitán, y le hirieron en el lagarto del muslo. Al capitán Alonso Romo de Cardeñosa, que iba a combatir la tercera puerta, le quitaron de su lado uno de sus dos compañeros que había por nombre Francisco de Figueroa, muy noble en sangre y en virtud, natural de Zafra, el cual fue asimismo herido por el lagarto del muslo y también con arpón de pedernal, que estos indios, como gente plática en la guerra, tiraban a los españoles de los muslos abajo, que era lo que llevaban sin armas defensivas, y tirábanles con arpones de pedernal por poder hacer mayor daño porque, si no hiriesen de punta, cortasen de filo al pasar.

Estos tres caballeros murieron poco después de la batalla, y todos en una hora, porque las heridas habían sido iguales. Causaron con su muerte mucha lástima, porque eran nobles, valientes y mozos, porque ninguno de ellos llegaba a los veinte y cinco años. Sin las heridas que hemos dicho, hubo otras muchas, porque los indios peleaban valentísimamente y tiraban a las piernas a sus enemigos. Lo cual, visto por los nuestros, dieron a una todos un alarido diciendo que cerrasen de golpe con los contrarios y no les diesen lugar a que gastasen sus flechas, con que tanto daño les hacían, y así los acometieron con toda furia y presteza y los llevaron retirando hasta las puertas del fuerte.

Capítulo I. Prosigue la batalla del fuerte hasta el fin de ella

El gobernador, que con otros veinte de a caballo se había puesto al un lado de los escuadrones, y los capitanes Andrés de Vasconcelos y Juan de Añasco al otro lado, con otros treinta caballeros, arremetieron todos a los indios. Uno de ellos tiró una flecha al general, que iba delante de los suyos, y le dio sobre la celada, encima de la frente, un golpe tan recio que la flecha surtió de la celada más de una pica en alto, y el gobernador confesaba después haberle hecho ver relámpagos. Pues como los caballeros y los infantes arremetiesen todos a una, los indios se retiraron hasta la pared del fuerte, donde, por ser las puertas tan pequeñas y no poderse acoger dentro los indios, fue grande la mortandad de ellos. Los españoles, con la misma furia que habían cerrado con los enemigos en el llano, con esa misma entraron por las puertas revueltos con ellos y tan igualmente que no se pudo averiguar cuál de los tres capitanes hubiese entrado primero.

Dentro en el fuerte fue grande la matanza de indios, que, como los españoles los viesen encerrados y se acordasen de las muchas pesadumbres que en el alojamiento pasado sin cesar les habían dado, los apretaron malamente con la ira y enojo que contra ellos tenían, y a cuchilladas y a estocadas, con gran facilidad, como a gente que no llevaban armas defensivas, mataron gran número de ellos. Muchos indios, no pudiendo salir por las puertas al río por la prisa que les daban, confiados en su ligereza, saltaron por cima de las cercas y cayeron en poder de los caballeros que andaban en el campo, donde los alancearon todos. Otros muchos indios, que pudieron salir al río por las puertas, lo pasaron por las puentes de madera, empero muchos de ellos, con la prisa que unos a otros se daban al pasar, cayeron en el río, y era gracioso ver los golpazos que daban en el agua porque caían de mucha altura. Otros, que no pudieron tomar los puentes, ni la furia de los enemigos les daba tanto espacio, se echaron de las barrancas abajo y pasaron el río a nado. De esta manera desembarazaron el fuerte en poco espacio, y los que pudieron pasar el río, como que estuvieran ya seguros, se pusieron en escuadrón, y los nuestros quedaron destotra parte.

Un indio de los que se habían escapado, viéndose fuera de aprieto, deseando mostrar la destreza que en su arco y flechas tenía, se apartó de los suyos y dio voces a los castellanos dándoles a entender por señas y algunas palabras que se apartase un ballestero de ellos en desafío singular y se tirasen sendos tiros a ver cuál de ellos era mejor tirador. Uno de los nuestros, que había nombre Juan de Salinas, hidalgo montañés, salió muy a prisa de entre los españoles (los cuales, por asegurarse de las flechas, se habían puesto al reparo de unos árboles que tenían por delante), y fue el río abajo a ponerse en derecho de donde estaba el indio, y, aunque uno de sus compañeros le dio voces que esperase que quería ir con él a hacerle escudo con una rodela, no quiso, diciendo que pues su enemigo no traía ventajas para sí no quería llevarlas contra él. Y luego puso una jara en su ballesta y apuntó al indio para le tirar, el cual hizo lo mismo con su arco, habiendo escogido una flecha de las de su carcaj.

Amigos soltaron los tiros a un mismo tiempo. El montañés dio al indio por medio de los pechos, de manera que fue a caer, mas antes que llegase al suelo llegaron los suyos a socorrerle y se lo llevaron en brazos más muerto que vivo, porque llevaba toda la jara metida por los pechos. El indio acertó al español por el pescuezo, en derecho del oído izquierdo, que por hacer buena puntería el enemigo y también por darle el lado del cuerpo, que tiene menos través que la delantera, había estado ladeado al tirar de la ballesta, y le atravesó la flecha por la cerviz, echándole tanto de una parte como de otra, y así la trajo atravesada y volvió a los suyos muy contento del tiro que había hecho en su enemigo. Los indios (aunque pudieron) no quisieron tirar a Juan de Salinas, porque el desafío había sido uno a uno. El adelantado, que había deseado castigar la desvergüenza y atrevimiento de aquellos indios, apellidando a los de a caballo y pasando el río por un buen vado que estaba arriba del fuerte, los llevaron alanceando por un llano adelante más de una legua, y no cesaran hasta acabarlos todos, si la noche no les atajara con quitarles la luz del día. Mas con todo eso murieron en este trance más de dos mil indios, y pagaron bien su osadía para que no pudiesen quedar loándose de los castellanos que en su tierra habían muerto ni de la mucha molestia que en todo el invierno pasado les habían dado. Habiendo seguido al alcance, se volvieron los españoles a su alojamiento y curaron los heridos, que fueron muchos, por cuya necesidad pararon allí cuatro días, que no pudieron caminar.

Capítulo I. Por falta de sal mueren muchos españoles, y cómo llegan a Chisca

Volviendo en nuestra historia un poco atrás de donde estábamos, porque se vayan contando los sucesos en el tiempo y lugar que acaecieron, porque no volvamos de más lejos a contarlos, es de saber que, luego que nuestros españoles salieron de la gran provincia de Coza y entraron en la Tascaluza, tuvieron necesidad de sal, y habiendo pasado algunos días sin ella, la sintieron de manera que les hacía mucha falta y algunos, cuya complexión debía de pedirla más que la de otros, murieron por falta de ella y de una muerte extrañísima. Dábales una calenturilla lenta, y, al tercero o cuarto día, no había quien a cincuenta pasos pudiese sufrir el hedor de sus cuerpos, que era más pestífero que el de los perros o gatos muertos. Y así perecían sin remedio alguno porque ni sabían cuál lo fuese ni qué les hiciesen, porque no llevaban médico ni tenían medicinas ni, aunque las hubiera, se entendía que les pudieran aprovechar porque, cuando sentían la calenturilla, ya estaban corrompidos, ya tenían el vientre y las tripas verdes como hierbas dende el pecho abajo.

De esta manera empezaron a morir algunos con gran horror y escándalo de los compañeros, de cuyo temor muchos de ellos usaron del remedio que los indios hacían para preservarse y socorrerse en aquella necesidad, y era que quemaban cierta hierba que ellos conocían y de la ceniza hacían lejía, y en ella, como en salsa, mojaban lo que comían, y con esto se preservaban de no morir podridos como los españoles. Los cuales muchos de ellos, por ser soberbios y presuntuosos no querían usar de este remedio por parecerles cosa sucia e indecente a su calidad, y decían que era bajeza hacer lo que los indios hacían. Y éstos tales fueron los que murieron, y, cuando en su mal pedían la lejía, ya no les aprovechaba, por ser pasada la coyuntura que debía de preservar que no viniese la corrupción, mas después de llegada no debía ser bastante para remediarla, como no remedió a los que la pidieron tarde. Castigo merecido de soberbios que no hallen en la necesidad lo que despreciaron en la abundancia. Así murieron más de sesenta españoles en la temporada que les faltó la sal, que fue casi un año, y en su lugar diremos cómo hicieron sal y socorrieron la necesidad.

Asimismo es de advertir que, cuando el gobernador llegó a Chicaza, por la mucha variedad de lenguas que halló conforme a las muchas provincias que había pasado, que casi cada una tenía su lenguaje diferente de la otra, eran menester diez y doce y catorce intérpretes para hablar a los caciques e indios de aquellas provincias. Y pasaba la razón dende Juan Ortiz hasta el postrero de los intérpretes, los cuales se ponían como atenores para recibir y dar la razón al otro según se iban entendiendo unos a otros. Con este trabajo y cansancio, pedía y recibía el adelantado las relaciones de las cosas que de toda aquella gran tierra le convenía informarse. Este trabajo faltaba en los indios e indias particulares que de cualquier provincia los nuestros para su servicio prendían, porque dentro de dos meses que hubiesen comunicado con los españoles entendían a sus amos lo que en la lengua castellana les hablaban, y ellos en la misma lengua daban a entender lo que les era forzoso y más común, y, a seis meses que hubiesen conversado con los castellanos, servían de intérpretes para con otros nuevos indios. Toda esta habilidad mostraban en el lenguaje, y para otra cualquier cosa la tenían muy buena todos los de este gran reino de la Florida.

Del alojamiento de Alibamo, que fue el postrero de la provincia de Chicaza, salió el ejército pasados los cuatro días que por necesidad de los heridos allí estuvo y, al fin de otros tres que caminó por un despoblado llevando siempre la vía al norte por huir de la mar, llegó a dar vista a un pueblo llamado Chisca, el cual estaba cerca de un río grande que, por ser el mayor de todos los que nuestros españoles en la Florida vieron, le llamaron el Río Grande, sin otro renombre. Juan Coles, en su relación, dice que este río se llamaba, en lengua de los indios, Chucagua, y adelante haremos más larga mención de su grandeza, que será de admiración. Los indios de esta provincia Chisca, por la guerra continua que con los de Chicaza tienen y por el despoblado que entre las dos provincias hay, no sabían cosa alguna de la ida de los españoles a su tierra, y así estaban descuidados. Los nuestros, luego que vieron el pueblo, sin guardar orden, arremetieron a él y prendieron muchos indios e indias de todas edades, y saquearon todo lo que en él hallaron, como si fuera de los de la provincia de Chicaza donde tan mal les habían tratado.

A un lado del pueblo estaba la casa del curaca, puesta en un cerrillo alto hecho a mano, que servía de fortaleza. No podían subir a ella sino por dos escaleras. A esta casa se recogieron muchos indios. Otros se acogieron a un monte muy bravo que había entre el pueblo y el Río Grande. El señor de aquella provincia se llamaba Chisca, como ella misma. Estaba enfermo en la cama y era ya viejo. El cual, sintiendo el ruido y alboroto que en el pueblo andaba, se levantó y salió de su aposento y, como viese el robo y prisión de sus vasallos, tomó una hacha de armas y a toda furia iba a descender haciendo grandes fieros que había de matar cuantos en su tierra hubiesen entrado sin su licencia. Estas bravatas hacía y no tenía el triste persona ni fuerzas para matar un gato, porque, además de estar enfermo, era un viejecito pequeño de cuerpo, que en todos cuantos indios vieron estos españoles en la Florida no vieron otro de tan ruin persona; empero el ánimo de las valentías y hazañas de su mocedad, que había sido belicoso, y el señorío de una provincia tan grande y buena como la suya le daban esfuerzos a hacer aquellos fieros y otros mayores.

Sus mujeres y criados se asieron de él y con lágrimas y ruegos, encareciendo la falta de su salud, le detuvieron que no bajase. Y los indios que subían del pueblo le dijeron que los que habían venido eran hombres nunca vistos ni oídos y que eran muchos y traían animales muy grandes y ligeros; que, si quería pelear con ellos, mirase que los suyos estaban descuidados y no apercibidos; que para vengar su injuria apellidase la gente que había en la comarca y aguardase mejor coyuntura y, entre tanto, fingiese toda buena apariencia de amistad y se acomodase con las ocasiones conforme ellas se ofreciesen, o de paciencia y sufrimiento, o de ira y venganza, y no quisiese hacer inconsideradamente alguna temeridad para mayor ofensa suya y daño de sus vasallos. Con estas razones, y semejantes, que sus mujeres, criados y vasallos dijeron al curaca, lo detuvieron que no bajase a pelear con los cristianos, mas él quedó tan enojado que un recaudo que el gobernador (sabiendo que estaba en su casa) le enviaba de paz y amistad no quiso oír, diciendo que no quería escuchar recaudo de quien le había ofendido, sino hacerle guerra a fuego y sangre, y así se la declaraba dende luego porque no se descuidase, que pensaba degollarlos presto a todos juntos.

Capítulo V. Los españoles vuelven el saco al curaca Chisca y huelgan de tener paz con él

El general y sus capitanes y soldados que de todo el invierno pasado venían hartos y ahítos de pelear y traían muchos heridos y enfermos, así hombres como caballos, ninguna inclinación tenían a la guerra sino a la paz y, con el deseo de ella, confusos de haber saqueado el pueblo y de haber enojado al curaca, le enviaron otros muchos recaudos con todas las buenas palabras blandas y suaves que se sufrían decir, porque demás de los inconvenientes que los españoles traían consigo, vieron que en menos de tres horas que hubieron llegado al pueblo se habían juntado con el cacique casi cuatro mil hombres de guerra, todos apercibidos de sus armas, y temieron los nuestros que, pues aquéllos se habían juntado en tan breve tiempo, vendrían muchos más adelante. Vieron asimismo que el sitio del lugar, así en el pueblo como fuera de él, era muy bueno y favorable para los indios y malo y desacomodado para los castellanos, porque por los muchos arroyos y montes que en todo aquel espacio había no podían aprovecharse de los caballos, como era menester para ofender a los indios. Y lo que les era de mayor consideración, y ellos lo traían bien experimentado, era ver que con la guerra y batallas no medraban nada, sino que antes se iban consumiendo, porque de día en día les mataban hombres y caballos, por todo lo cual instaban a la paz con mucho deseo de ella.

Al contrario, entre los indios (después que se juntaron a consultar los recaudos de los nuestros) había muchos que deseaban la guerra porque estaban lastimados con la prisión de sus mujeres e hijos, hermanos y parientes, y con la hacienda robada y, para restituirse en todo lo perdido, les parecía, según la ferocidad de los ánimos, que no tenían camino más corto que el de las armas, y cualquier otro se les hacía largo. Y, deseando verse ya en la batalla, contradecían la paz sin dar razón alguna más que la de su pérdida. Asimismo había otros indios que sin haber perdido cosa alguna que deseasen cobrar, sino sólo por mostrar sus fuerzas y valentía y por la natural inclinación que generalmente tienen a la guerra contradecían la paz. Los cuales proponían un caso de honra, diciendo que sería bien experimentar qué hombres eran en las armas aquéllos tan extraños y no conocidos y a dónde llegaban sus fuerzas y ánimos. Y, para que ellos, y otros por ellos, escarmentasen (en lo por venir) de ir a sus tierras, sería muy bien hecho darles a conocer su esfuerzo y valentía. Otros indios hubo más pacíficos y cuerdos que dijeron se debía aceptar la paz y amistad que los españoles ofrecían porque con ella, más seguramente que con la guerra y enemistad, podían cobrar las mujeres e hijos presos y la hacienda perdida y asegurar que la que se podía perder (como era ver quemar sus pueblos y talar los campos en tiempo que las mieses estaban tan cerca de sazonar) no se perdiese, y que no había para qué experimentar cuán valientes fuesen aquellas gentes, pues la razón claramente les decía que hombres que tantas tierras de enemigos habían pasado para llegar a las suyas no podían dejar de ser valentísimos, cuya paz y concordia les era mejor que la guerra, la cual, sin los daños propuestos, causaría la muerte de muchos de ellos, la de sus hermanos, parientes y amigos, y darían venganza de sí a sus enemigos los indios comarcanos. Por tanto, sería mejor aceptasen la amistad y viesen cómo les iba con ella que, cuando no les fuese bien, con mucha facilidad y con más ventajas que las que entonces tenían, podrían volver a tomar las armas y salir con lo que ahora pretendían.

Este consejo venció a los demás, y el curaca se inclinó a él, y, guardando su enojo para cuando se ofreciese mejor ocasión, respondió a los mensajeros del gobernador diciendo que ante todas cosas le dijesen qué era lo que los castellanos querían y, siéndole respondido que no más de que les desembarazasen el pueblo para su alojamiento y les diesen la comida que hubiesen menester, que sería poca, porque ellos pasaban de camino y no podían parar mucho en su tierra, dijo que era contento de concederles la paz y amistad que le pedían y desocupar el pueblo y dar el bastimento, con condición que soltasen luego sus vasallos y les restituyesen toda la hacienda que les habían tomado sin que de ella faltase ni una sola olla de barro (palabras fueron suyas), y que no subiesen a su casa ni le viesen, que con estas condiciones él sería amigo de los españoles, donde no, que los desafiaba luego a la batalla.

Los nuestros aceptaron las condiciones porque no habían menester la gente que habían preso, que ellos traían servicio bastante, y la hacienda toda era una miseria de gamuzas y algunas mantas, pocas y pobres. Toda se les restituyó, que no faltó ni una olla de barro, como dijo el curaca. Los indios desocuparon el pueblo y dejaron la comida que en sus casas tenían para los castellanos, los cuales por causa de los enfermos, porque se regalasen, pararon en aquel pueblo llamado Chisca seis días. El último de ellos, con permisión del cacique, que ya estaba menos enojado, le visitó el gobernador y le agradeció la amistad y hospedaje, y, otro día siguiente, se partió en demanda de su viaje y descubrimiento.

Capítulo V. Salen los españoles de Chisca y hacen barcas para pasar el Río Grande y llegan a Casquín

Habiendo salido el ejército de Chisca, anduvo cuatro jornadas pequeñas de a tres leguas, que la indisposición de los heridos y enfermos no consentía que fuesen más largas. Y todos los cuatro días caminaron el río arriba. Al fin de ellos, llegaron a un paso por donde se podía pasar el Río Grande, no que se vadease, sino que tenía paso abierto para llegar a él, porque en todo lo de atrás de su ribera había monte grandísimo y muy cerrado y tenía las barrancas de una parte y otra muy altas y cortadas, que no podían subir ni bajar por ellas. En este paso fue necesario que el gobernador, y su ejército, parase veinte días porque para pasar el río era menester se hiciesen barcas, o piraguas como las que se hicieron en Chicaza, porque, luego que los nuestros llegaron al paso del río, se mostraron de la otra parte más de seis mil indios de guerra, bien apercibidos de armas, y gran número de canoas para defenderles el paso.

Otro día, después que el gobernador llegó a este alojamiento, vinieron cuatro indios principales con embajadas del señor de aquella misma provincia donde los españoles estaban, cuyo nombre, por haberse ido de la memoria, no se pone aquí. Puestos ante el general, sin haber hablado palabra ni hecho otro semblante alguno, volvieron los rostros al oriente e hicieron una adoración al Sol con grandísima reverencia, luego, volviéndose al poniente, hicieron otra no tan grande a la Luna, y luego, enderezándose hacia el gobernador, le hicieron otra menor, de manera que todos los circunstantes notaron las tres maneras de veneración que habían hecho por sus grados. Luego dieron su embajada, diciendo que el curaca señor, y todos sus caballeros y la demás gente común de su tierra les enviaban a que, en nombre de todos ellos, le diesen la bienvenida y le ofreciesen su amistad y concordia y el servicio que su señoría gustase recibir de ellos. El adelantado les dijo muy buenas palabras y los envió muy contentos de su afabilidad.

Todo el tiempo que los españoles estuvieron en aquel alojamiento, que fueron veinte días, o más, sirvieron estos indios al ejército con mucha paz y amistad, empero el curaca principal nunca vino a ver al gobernador, antes se anduvo excusando con achaques de falta de salud. De donde se entendió que hubiese enviado la embajada y hecho el de más servicio por temor de que no le talasen los campos, que estaban fértiles y cerca de sazonar los frutos, y porque no les quemasen los pueblos más que no por amor que tuviese a los castellanos ni deseo de servirles. Con la mucha diligencia y trabajo que en hacer las barcas los españoles pusieron (que todos trabajaban en ellas sin diferencia alguna de capitanes a soldados, antes era tenido por capitán el que más trabajo ponía en ellas), echaron al cabo de quince días dos barcas al río, acabadas de todo punto, y de noche y de día las guardaban con mucho cuidado porque los enemigos no se las quemasen. Los cuales en todo el tiempo que los españoles se ocupaban en su trabajo no cesaron de molestarlos en las canoas, que las tenían muchas y muy buenas, que, hechos sus escuadrones, unas veces bajando el río abajo, otras subiendo el río arriba, al emparejar les echaban muchas flechas, y los españoles se defendían y los apartaban de sí con los arcabuces y ballestas con que les hacían mucho daño, porque de sus reparos tiraban a no perder tiro y hacían hoyos en las orillas del río, donde se escondían porque los indios llegasen cerca. Al fin de los veinte días que los castellanos entendían en hacer las barcas, tenían cuatro en el agua, en las cuales cabían ciento y cincuenta infantes y treinta caballos y, para que los indios las viesen bien y entendiesen que no les podían ofender, las llevaron a vela y remo el río arriba y abajo. Los infieles, reconociendo que no podían defender el paso, acordaron alzar su real e irse a sus pueblos.

Los españoles sin contradicción alguna pasaron el río en sus piraguas y en algunas canoas que con su buena industria habían ganado a los enemigos. Y, deshechas las barcas por guardar la clavazón, que era muy necesaria, pasaron adelante en su viaje y, habiendo caminado cuatro jornadas por tierras despobladas, al quinto día asomaron por unos cerros altos y descubrieron un pueblo de cuatrocientas casas asentado a la ribera de un río mayor que Guadalquivir por Córdoba. En toda la ribera de aquel río, y su comarca, había muchas sementeras de maíz, o zara, y gran cantidad de árboles frutales que mostraban ser la tierra muy fértil. Los indios del pueblo, que ya tenían noticias de la ida de los castellanos, salieron en comunidad, sin personaje señalado, a recibir al gobernador, y le ofrecieron sus personas, casas y tierras, y le dijeron que de todo le hacían señor. Dende a poco vinieron de parte del curaca dos indios principales acompañados de otros muchos, y de nuevo, en nombre del señor y de todo su estado, ofrecieron al general (como lo habían hecho los primeros) su vasallaje y servicio. Y el gobernador les recibió con mucha afabilidad y les dijo muy buenas palabras, con que se volvieron muy contentos.

Este pueblo, y toda su provincia, y el curaca señor de ella, habían un mismo nombre y se llamaban Casquin. Por la mucha comida que tenía para la gente, y por regalar los enfermos y también los caballos, descansaron los españoles seis días, los cuales pasados, fueron en otros dos al pueblo donde el cacique Casquin residía, que estaba en la misma ribera, siete leguas el río arriba, toda tierra muy fértil y poblada, aunque los pueblos eran pequeños, de a quince, veinte, treinta y cuarenta casas. El cacique, acompañado de mucha gente noble salió a recibir al gobernador y le ofreció su amistad y servicio y su propia casa en que se alojase, la cual estaba en un cerro alto hecho a mano en un lado del pueblo, donde había doce o trece casas grandes en que el curaca tenía toda su familia de mujeres y criados, que eran muchos. El gobernador dijo que aceptaba su amistad, mas no su casa, por no desacomodarle, y holgó de aposentarse en una huerta que el mismo cacique señaló cuando vio que no quería sus casas, donde los indios, sin una buena casa que en ella había, hicieron con mucha presteza grandes y frescas ramadas que eran así menester por ser ya mayo y hacer calor. El ejército se alojó parte en el pueblo y parte en las huertas, donde todos estuvieron muy a placer.

Capítulo I. Hácese una solemne procesión de indios y españoles para adorar la cruz

Tres días había que el ejército estaba alojado en el pueblo llamado Casquin con mucho contento de indios y españoles cuando, al cuarto día, el curaca, acompañado de toda la nobleza de su tierra, que la había hecho convocar para aquella solemnidad, se puso ante el gobernador y, habiendo él y todos los suyos hecho una grandísima reverencia, le dijo: «Señor, como nos haces ventaja en el esfuerzo y en las armas, así creemos que nos la haces en tener mejor Dios que nosotros. Estos que ves aquí, que son los nobles de mi tierra y los plebeyos que por la bajeza de su estado y poco merecimiento no osaron parecer delante de ti y yo con todos ellos, te suplicamos tengas por bien de pedir a tu Dios que nos llueva, que nuestros sembrados tienen mucha necesidad de agua». El general respondió que, aunque pecadores todos los de su ejército y él, suplicarían a Dios Nuestro Señor les hiciese merced, como padre de misericordias. Luego, en presencia del cacique, mandó al maestro Francisco Ginovés, gran oficial de carpintería y de fábrica de navíos, que de un pino, el más alto y grueso que en toda la comarca se hallase, hiciese una cruz.

Tal fue el que por aviso de los mismos indios se cortó, que después de labrado, quiero decir quitada la corteza y redondeado a más ganar, como dicen los carpinteros, no lo podían levantar del suelo cien hombres. El maestro hizo la cruz en toda perfección, en cuenta de cinco y tres, sin quitar nada al árbol de su altor. Salió hermosísima por ser tan alta. Pusiéronla sobre un cerro alto hecho a mano que estaba sobre la barranca del río y servía a los indios de atalaya y sobrepujaba en altura a otros cerrillos que por allí había. Acabada la obra, que gastaron en ella dos días, y puesta la cruz, se ordenó el día siguiente una solemne procesión en que fue el general y los capitanes y la gente de más cuenta, y quedó a la mira un escuadrón armado de los infantes y caballos que para guarda y seguridad del ejército era menester.

El cacique fue al lado del gobernador, y muchos de sus indios nobles fueron entremetidos entre los españoles. Delante del general, de por sí aparte, en un coro iban los sacerdotes, clérigos y frailes cantando las letanías, y los soldados respondían. De esta manera fueron un buen trecho más de mil hombres, entre fieles e infieles, hasta que llegaron donde la cruz estaba y delante de ella hincaron todos las rodillas y, habiéndose dicho dos o tres oraciones, se levantaron y de dos en dos fueron primero los sacerdotes y, con los hinojos en tierra, adoraron la cruz y la besaron. En pos de los eclesiásticos fue el gobernador, y el cacique con él sin que nadie se lo dijese, e hizo todo lo que vio hacer al general y besó la cruz. Tras ellos fueron los demás españoles e indios, los cuales hicieron lo mismo que los cristianos hacían.

De la otra parte del río había quince o veinte mil ánimas de ambos sexos y de todas las edades, los cuales estaban con los brazos abiertos y las manos altas mirando lo que hacían los cristianos y, de cuando en cuando, alzaban los ojos al cielo haciendo ademanes con manos y rostro como que pedían a Dios oyese a los cristianos su demanda. Otras veces levantaban un alarido bajo y sordo, como de gente lastimada, y a los niños mandaban que llorasen y ellos hacían lo mismo. Toda esta solemnidad y ostentaciones hubo de la una parte y otra del río al adorar de la cruz, las cuales al gobernador y a muchos de los suyos movieron a mucha ternura, por ver que en tierras tan extrañas, y por gente tan alejada de la doctrina cristiana, fuese con tanta demostración de humildad y lágrimas adorada la insignia de nuestra redención. Habiendo todos adorado la cruz de la manera que se ha dicho, se volvieron con la misma orden de procesión que habían llevado, y los sacerdotes iban cantando el Te Deum laudamus hasta el fin del cántico, con que se concluyó la solemnidad de aquel día, habiéndose gastado en ella largas cuatro horas de tiempo.

Dios Nuestro Señor por su misericordia quiso mostrar a aquellos gentiles cómo oye a los suyos que de veras lo llaman, que luego la noche siguiente, de media noche adelante, empezó a llover muy bien y duró el agua otros dos días, de que los indios quedaron muy alegres y contentos. Y el curaca y todos sus caballeros, en la forma de la procesión que vieron hacer a los cristianos para adorar la cruz, fueron a rendir las gracias al gobernador por tanta merced como su Dios les había hecho por su intercesión, y en suma, con muy buenas palabras, le dijeron que eran sus esclavos y de allí adelante se jactarían y preciarían de serlo. El gobernador les dijo que diesen las gracias a Dios que crió el cielo y la tierra y hacía aquellas misericordias y otras mayores.

Hanse contado estas cosas con tanta particularidad porque pasaron así y porque fue orden y cuidado del gobernador y de los sacerdotes que andaban con él que se adorase la cruz con toda la solemnidad que les fuese posible, porque viesen aquellos gentiles la veneración en que la tenían los cristianos. Todo este capítulo de la adoración, cuenta muy largamente Juan Coles en su relación y dice que llovió quince días. Acabadas estas cosas, habiendo ya nueve o diez días que estaban en aquel pueblo, mandó el gobernador se apercibiese el ejército para caminar el día siguiente en demanda de su descubrimiento.

El cacique Casquin, que era de edad de cincuenta años, suplicó al gobernador le diese licencia para ir con él y permitiese que llevase gente de guerra y de servicio, los unos para que acompañasen el ejército y los otros para que llevasen el bastimento, porque habían de ir por tierras despobladas, y para que limpiasen los caminos y en los alojamientos trajesen leña y hierba para los caballos. El gobernador le agradeció su buen comedimiento y le dijo que hiciese lo que más su gusto fuese, con lo cual salió el curaca muy contento y mandó apercibir, o ya lo estaba, gran número de gente de guerra y servicio.

Capítulo I. Indios y españoles van contra Capaha. Descríbese el sitio de su pueblo

Es de saber, para mayor claridad de nuestra historia, que este cacique Casquin y sus padres, abuelos y antecesores, de muchos siglos atrás tenían guerra con el señor y señores de otra provincia llamada Capaha, que confinaba con la suya. Los cuales, porque eran mayores señores de tierra y vasallos, habían traído, y traían siempre, a Casquin arrinconado y casi rendido, que no osaba tomar las armas por no enojar a Capaha y por no irritarle a que le hiciese el daño que como más poderoso podía. Estaba quieto; sólo se contentaba con guardar sus términos sin salir de ellos ni dar ocasión a que le ofendiesen, si con los tiranos basta no dársela. Pues como ahora viese Casquin la buena coyuntura que se le ofrecía para con la fuerza y poder ajeno vengarse de todas sus injurias pasadas, y él fuese sagaz y astuto, pidió al gobernador la licencia que hemos dicho, con la cual, y con la intención de vengarse, sacó sin la gente de servicio cinco mil indios de guerra bien apercibidos de armas y adornados de grandes plumajes, que por ninguna cosa saldrán de sus casas sin estas dos. Llevó tres mil indios cargados de comida, los cuales también llevaban sus arcos y flechas.

Con este aparato salió Casquin de su pueblo, habiendo pedido licencia para ir delante con su gente con achaque de descubrir los enemigos, si los hubiese, y de tener proveídos los alojamientos de las cosas necesarias para cuando el ejército español llegase. Sacó su gente en escuadrón formado, dividido en tres tercios —vanguardia, batalla y retaguardia—, en toda buena orden militar. Un cuarto de legua en pos de los indios salieron los españoles y así caminaron todo el día. La noche se alojaron los indios delante de los castellanos, pusieron sus centinelas también como los nuestros, y entre las unas centinelas y las otras pasaba la ronda de a caballo. Con esta orden caminaron tres jornadas y al fin de ellas llegaron a una ciénaga muy mala de pasar, que a la entrada y a la salida tenía grandes atolladeros y el medio era de agua limpia, mas tan honda que por espacio de veinte pasos se había de nadar. (Esta ciénaga era término de las dos provincias enemigas de Casquin y Capaha). La gente pasó por unas malas puentes que había hechas de madera. Los caballos pasaron a nado, y con mucho trabajo, por los pantanos que a las orillas de una parte y otra de la ciénaga había. Tardaron todo el cuarto día en pasarla y a media legua de ella se alojaron indios y españoles en unas hermosísimas dehesas de tierra muy apacible. Otras dos jornadas caminaron, pasada la ciénaga, y al tercer día, bien temprano, llegaron a unos cerros altos de donde dieron vista al pueblo principal de Capaha, que era frontera y defensa de toda la provincia contra la de Casquin y, por ende, lo tenían fortificado de la manera que diremos. El pueblo tenía quinientas casas grandes y buenas; estaba en un sitio algo más alto y eminente que los derredores; teníanlo hecho casi isla con una cava o foso de diez o doce brazas de fondo y de cincuenta pasos en ancho y por donde menos, de cuarenta, hecho a mano, el cual estaba lleno de agua y la recibía del Río Grande, que atrás hicimos mención, que pasaba tres leguas arriba del pueblo. Recibíala por una canal abierta a fuerza de brazos, que desde el foso iba hasta el Río Grande a tomar el agua; la canal era de tres estados de fondo y tan ancha que dos canoas de las grandes bajaban y subían por ella juntas, sin tocar los remos de la una con los de la otra. Este foso de agua, tan ancho como hemos dicho, rodeaba las tres partes del pueblo, que aún no estaba acabada la obra; la otra cuarta parte estaba cercada de una muy fuerte palizada, hecha pared de gruesos maderos hincados en tierra, pegados unos a otros y otros atravesados, atados y embarrados con barro pisado con paja, como ya lo hemos dicho arriba. Este gran foso, y su canal, tenía tanta cantidad de pescado que todos los españoles e indios que fueron con el gobernador se hartaron de él y pareció que no le habían sacado un pece.

El cacique Capaha, cuando sus enemigos los casquines asomaron a dar vista al pueblo, estaba dentro, mas, pareciéndole que por estar su gente desapercibida y por no tener tanta como fuera menester no podían resistir a sus contrarios, les dio lugar, y, antes que llegasen al pueblo, se metió en una de las canoas que en el foso tenía y se fue por la canal hasta el Río Grande a guarecerse en una isla fuerte que en él tenía. Los indios del pueblo que pudieron haber canoas fueron en pos de su señor. Otros que no las pudieron haber se huyeron a los montes que por allí cerca había. Otros, más tardíos y desdichados, quedaron en el pueblo. Los casquines, hallándolo sin defensa, entraron en él, no de golpe sino con recato y temor no hubiese dentro alguna celada de enemigos, que, aunque llevaban el favor de los españoles, todavía, como gente muchas veces vencida, temían a los de Capaha, que no podían perderles el miedo, la cual dilación dio lugar a que mucha gente del pueblo, hombres, mujeres y niños, se escapasen huyendo.

Después que los casquines se certificaron que no había en el pueblo quién los contradijese, mostraron bien el odio y rencor que a los moradores de él tenían, porque mataron los hombres que pudieron haber a las manos, que fueron más de ciento y cincuenta, y les quitaron los cascos de la cabeza para se los llevar a su tierra en señal de blasón, que entre todos estos indios se usa de gran victoria y venganza de sus injurias. Saquearon todo el pueblo, robaron particularmente las casas del señor con más contento y aplauso que otra alguna, porque eran suyas; cautivaron muchos muchachos, niños y mujeres, y entre ellas dos hermosísimas mozas, mujeres de Capaha, de muchas que tenía, las cuales no habían podido embarcarse con el cacique, su marido, por la turbación y mucha prisa que el sobresalto de la no pensada venida de los enemigos les había causado.

Capítulo I. Saquean los casquines el pueblo y entierro de Capaha, y van en su busca

No se contentaron los casquines con haber saqueado la casa del curaca y robado el pueblo y hecho la mortandad y prisioneros que pudieron, sino que fueron al templo, que estaba en una plaza grande que el pueblo tenía, el cual era entierro de todos los señores que habían sido de aquella provincia, padres y abuelos, y antecesores de Capaha. Aquellos templos y entierros, como ya en otras partes se ha dicho, son lo más estimado y venerado que entre estos indios de la Florida se tiene, y creo que es lo mismo en todas naciones, y no sin mucha razón, porque son reliquias, no digo de santos, sino de los pasados, que nos los representan al vivo. A este templo fueron los casquines, convocándose unos a otros para que todos gozasen del triunfo. Y, como entendiesen lo mucho que Capaha (soberbio y altivo por no haber sido hasta entonces ofendido de ellos) había de sentir que sus enemigos hubiesen tenido atrevimiento de entrar en su templo y entierro a menospreciarlo, no solamente entraron en él, empero hicieron todas las ignominias y afrentas que pudieron, porque saquearon todo lo que en el templo había de riqueza y ornato y despojos y trofeos que se habían hecho de las pérdidas de sus antepasados.

Derribaron por el suelo todas las arcas de madera que servían de sepulturas y, para satisfacción y venganza propia y afrenta de sus enemigos, echaron por tierra los huesos y cuerpos muertos que en las arcas había, y no se contentaron con los derramar por el suelo, sino que los pisaron y cocearon con todo vilipendio y menosprecio. Quitaron muchas cabezas de indios casquines que los de Capaha habían puesto por señal de triunfo y victoria en puntas de lanzas a las puertas del templo y, en lugar de ellas, pusieron otras cabezas que ellos aquel día cortaron de los vecinos del pueblo. En suma, no dejaron de hacer cosa que fuese venganza de ellos y afrenta de Capaha que no la hiciesen. Quisieron quemar el templo y las casas del curaca y todo el pueblo, mas no osaron por no enojar al gobernador. Todas estas cosas hicieron los casquines antes que el gobernador entrase en el pueblo, el cual, luego que supo que Capaha se había ido a la isla a fortalecerse en ella, le envió recaudos de paz y amistad con indios suyos de los que habían preso, mas él no quiso aceptarla, antes hizo llamamiento de su gente para vengarse de sus enemigos.

Lo cual, sabido por el gobernador, mandó que se apercibiesen indios y españoles para ir a combatir la isla. El cacique Casquin le dijo que su señoría esperase tres o cuatro días a que viniese una armada de sesenta canoas que mandaría traer de su tierra, que eran menester para pasar a la isla, la cual armada había de subir por el Río Grande, que también pasaba por tierras de Casquin. El cual mandó a sus vasallos que a toda diligencia fuesen y viniesen con las canoas, que habían de ser venganza de ellos y destrucción de los enemigos. Entretanto no cesaba el gobernador de enviar recaudos de paz y amistad a Capaha; mas, viendo que no aprovechaban y sabiendo que las canoas subían ya por el río arriba, mandó salir el ejército a recibirlas e ir por agua y tierra donde los enemigos estaban. Salieron los castellanos al quinto día de como llegaron al pueblo de Capaha.

Los indios casquines, por hacer daño en las sementeras de sus enemigos, caminaron hechos una ala de media legua en ancho, talando y destruyendo cuanto por delante topaban. Hallaron muchos indios de los suyos que estaban cautivos y servían de caseros en los heredamientos y campos de los de Capaha. A los esclavos, porque no se les huyesen, les deszocaban uno de los pies, como ya hemos dicho de otros, y con prisiones crueles y perpetuas los tenían como a esclavos, más por señal de victoria que por el provecho y servicio que les podían hacer. Pusiéronlos en libertad los casquines y los enviaron a su tierra. El gobernador y el cacique Casquin llegaron con sus ejércitos al Río Grande y hallaron que Capaha estaba fortalecido en la isla con palenques de madera gruesa que la atravesaban de una parte a otra, y, como tuviese mucha maleza de zarzas y monte que la isla criaba, estaba mala de entrar y peor de andar por ella. Por esta aspereza y por la mucha y muy buena gente de guerra que Capaha tenía dentro, se aseguraba que no se la ganasen. Con todas estas dificultades, mandó el gobernador que en veinte canoas se embarcasen doscientos castellanos infantes y en las demás fuesen tres mil indios y todos juntos acometiesen la isla y procurasen ganarla como buenos guerreros. Con esta orden fueron en las sesenta canoas el número de indios y españoles que se ha dicho. Al saltar en tierra hubo una desgracia que lastimó generalmente a todos los castellanos y fue que uno de ellos llamado Francisco Sebastián, natural de Villanueva de Barcarrota, que había sido soldado en Italia, gentil hombre de cuerpo y rostro, muy alegre de su condición, se ahogó por darse prisa a saltar en tierra con una lanza, hincando el recatón en el suelo y no pudiendo alcanzar la tierra por haber rehuido la canoa para atrás, cayó en el agua, y, por llevar una cota vestida, se fue luego a fondo, que no pareció más. Poco antes, yendo en la canoa, había estado (como otras veces) muy regocijado con sus compañeros y dícholes mil gracias y donaires, y, entre otras, había dicho éstas: «La mala ventura me trajo a estos desesperaderos, que Dios en buena tierra me había echado, que era en Italia, donde, según el uso del lenguaje, me hablaban de señoría, como si yo fuera señor de vasallos, y vosotros aquí aun no os preciáis de hablarme de tú, y allá, como gente generosa y caritativa, me regalaban y socorrían en mis necesidades como si yo fuera hijo de ellos. Esto tenía yo en la paz y en la guerra: si acertaba a matar algún enemigo turco, moro o francés, no faltaba qué despojarle, armas, vestidos o caballos, que siempre me valían algo; mas aquí he de pelear con un desnudo que anda saltando diez o doce pasos delante de mí, flechándome como a fiera sin que le pueda alcanzar; y ya que mi buena dicha me ayuda y le alcance y mate, no hallo qué quitarle sino un arco y un plumaje, como si me fueran de provecho. Y lo que más siento es que el Lucero de Italia, llamado así por famoso astrólogo judiciario, me dijo que me guardase de andar en el agua, que había de morir ahogado, y parece que me trajo la desdicha a tierra donde nunca salimos del agua». Estas cosas, y otras semejantes, había dicho Francisco Sebastián poco antes que se ahogara, que causaron mucha lástima a sus compañeros.

Los cuales, a la primera arremetida, a pesar de los enemigos, tomaron tierra y con mucho ánimo y esfuerzo ganaron el primer palenque y los llevaron retirando hasta el segundo, con que pusieron tanto temor y espanto a las mujeres y niños y gente de servicio que en la isla había que, a mucha prisa, dando gritos, se embarcaron en sus canoas para huir por el río adelante. Los indios que estaban puestos para defensa del segundo palenque, viendo a su cacique delante y conociendo el peligro que sus mujeres e hijos y todos corrían de ser esclavos de sus enemigos y que en sola aquella batalla, si no peleaban como hombres y la vencían, perdían toda la honra y gloria que sus pasados les habían dejado, arremetieron con gran furia, como desesperados, avergonzando a los que se habían retirado y huido de los casquines, y pelearon con gran esfuerzo e hirieron muchos españoles y los detuvieron, que ellos ni los indios no pasaron adelante.

Capítulo X. Huyen los casquines de la batalla y Capaha pide paz al gobernador

Viendo los indios de Capaha que habían detenido el ímpetu de sus enemigos, cobrando con el hecho victorioso mayor ánimo y esfuerzo, dijeron a los casquines: «Pasad adelante, cobardes, a prendernos y llevarnos por esclavos, pues habéis osado entrar en nuestro pueblo a ofender a nuestro príncipe como lo habéis ofendido. Acuérdeseos bien lo que hacéis y lo que habéis hecho para cuando los extranjeros se hayan ido, que entonces veremos qué hombres sois vosotros para la guerra».

Solas estas palabras fueron parte para que los casquines, como gente amedrentada y otras muchas veces vencida, no solamente dejasen de pelear, mas que totalmente perdiesen el ánimo y a espaldas vueltas huyesen a las canoas sin respeto alguno de su cacique ni temor de las voces y amenazas que los españoles y el gobernador les hacían porque no dejasen desamparados los doscientos cristianos que con ellos habían ido. Y así huyendo, como si los vinieran alanceando, tomaron sus canoas y quisieron tomar las que los castellanos habían llevado, si no que hallaron en cada una de ellas dos cristianos que habían quedado para guarda de ellas, que se las defendieron a golpe de espada, que los indios quisieron llevárselas todas porque los enemigos no tuvieran con qué seguirles.

Con esta vileza y poquedad de ánimo huyeron los casquines, habiendo entendido poco antes ganar la isla con el favor y ayuda de los españoles sin que sus contrarios osaran tomar las armas. Nuestros infantes, viendo que eran pocos contra tantos enemigos y que no tenían caballos, que era la mayor fuerza de ellos para resistirles, empezaron a retirarse con buena orden adonde habían dejado las canoas. Los indios de la isla, viendo los cristianos solos y que se retiraban, arremetieron a ellos con gran denuedo para matarlos. Mas el cacique Capaha, que era sagaz y prudente, quiso aprovecharse de esta ocasión para con ella ganar la gracia del gobernador y el perdón de la rebeldía y pertinacia que había tenido en no haber querido recibir la paz y amistad que siempre le había ofrecido. Pareciole asimismo que con aquella gentileza le obligaba a que no permitiese que los casquines le hiciesen en su pueblo y sembrados más del mal que le habían hecho, que lo había sentido en extremo.

Con este acuerdo salió a los suyos y a grandes voces les mandó que no hiciesen mal a los cristianos sino que los dejasen ir libremente. Por esta merced que Capaha les hizo escaparon de la muerte nuestros doscientos infantes, que si no fuera por su generosidad y cortesía murieran todos en aquel trance. El gobernador se contentó por entonces con haber recogido los suyos vivos por la magnanimidad de Capaha, la cual se estimó y engrandeció mucho entre todos los españoles. El día siguiente, bien de mañana, vinieron cuatro indios principales con embajada de Capaha al gobernador, pidiéndole perdón de lo pasado y ofreciéndole su servicio y amistad en lo por venir, y que no permitiese que sus enemigos le hiciesen más daño en su tierra del que le habían hecho y que suplicaba a su señoría se volviese al pueblo, que el día siguiente iría personalmente a besarle las manos y darle la obediencia que le debía. Esto contenía en suma la embajada, mas los embajadores la dieron con muchas palabras y gran solemnidad de ceremonias y ostentación de respeto y veneración que al Sol y a la Luna hicieron, y ninguna al cacique Casquin que estaba presente, como si no lo estuviera, antes hicieron que no lo habían visto.

El general respondió diciendo que Capaha viniese cuando él más gustase, que siempre sería bien recibido, y que holgaba de aceptar su amistad y que en su tierra no se le haría más daño alguno ni en una hoja de un árbol; que del que se le había hecho había sido él causa, por no haber querido recibir la paz y amistad que tantas veces se le había ofrecido; y que en lo pasado, le rogaba no se hablase más cosa alguna. Con esta respuesta envió el gobernador los embajadores muy contentos, habiéndoles regalado y acariciado con buenas palabras. A Casquin no le plugo nada la embajada de su enemigo ni la respuesta del gobernador, porque quisiera que Capaha perseverase en su pertinacia para vengarse de él y destruirle con el favor de los castellanos. El gobernador, luego que recibió la embajada de Capaha, se volvió al pueblo y por el camino mandó echar bando que ni indio ni español fuese osado tomar cosa alguna que fuese de daño a los de la provincia, y, llegando al pueblo, mandó que los indios de Casquin, así de guerra como de servicio, se fuesen luego a su tierra, quedando algunos de ellos para servir a su curaca que quiso quedarse con el gobernador. A medio día, caminando el ejército, vino una embajada de Capaha al general diciendo suplicaba a su señoría le avisase de su salud y estuviese cierto y seguro que el día siguiente vendría a besarle las manos. A puesta de sol, que ya habían llegado al pueblo, vino otro embajador diciendo las mismas palabras. Y estas dos embajadas se dieron con las propias solemnidades y ceremonias que la primera de adorar al Sol y a la Luna y al gobernador. El general respondió con mucha suavidad y mandó regalar los mensajeros porque entendiesen que les tenía amistad. El día siguiente, a las ocho de la mañana, vino Capaha acompañado de cien hombres nobles adornados de muy hermosos plumajes y mantas de todas suertes de pellejinas.

Antes que viese al gobernador fue a ver su templo y entierro. Debió de ser porque estaba en el camino para la posada del general o porque sentía aquella afrenta más que todas las que se le habían hecho. Y como entrase dentro y viese el destrozo pasado, disimulando el sentimiento que tenía, levantó del suelo por sus manos los huesos y cuerpos muertos de sus antepasados que los casquines habían echado por tierra y, habiéndolos besado, los volvió a las arcas de madera que servían de sepulturas. Y habiendo acomodado aquello lo mejor que le fue posible, fue a su casa, donde estaba aposentado el gobernador, el cual salió de su aposento a recibirle y lo abrazó con mucha afabilidad y, habiendo hecho el curaca su ofrecimiento de vasallaje, hablaron en muchas particularidades que el gobernador le preguntó de su tierra y de las provincias comarcanas, a las cuales el cacique respondió con satisfacción del general y de los capitanes que estaban delante, en que mostró ser de buen entendimiento. Era Capaha de edad de veintiséis o veintisiete años.

El cual, viendo que el gobernador cesaba de sus preguntas y que no había a qué responderle, y, por otra parte, no pudiendo disimular más el enojo que contra el cacique Casquin tenía por las ofensas que le había hecho, del cual, aunque había salido con el gobernador a recibirle y se había hallado presente a todo lo que se había hablado, nunca había hecho caso, como si hubiera estado ausente, viendo, pues, el campo sosegado, volvió el rostro a él y le dijo: «Contento estarás, Casquin, de haber visto lo que nunca imaginaste ni de tus fuerzas lo esperabas, que es la venganza de tus enojos y afrentas. Agradécelo al poder ajeno de los españoles. Ellos se irán y nosotros nos quedaremos en nuestras tierras, como antes nos estábamos. Ruega al Sol y a la Luna, nuestros dioses, que nos den buenos temporales».

Capítulo X. Apadrina el gobernador a Casquín dos veces y hace amigos los dos curacas

El gobernador, antes que Casquin respondiese, preguntó a los intérpretes qué era lo que Capaha había dicho y, habiéndolo sabido, le dijo que los españoles no habían venido a sus tierras para los dejar más encendidos en sus guerras y enemistades que antes estaban, sino para ponerlos en paz y concordia, y que del enojo que los casquines le habían dado tenía él mismo la culpa por no haber esperado en su pueblo cuando los castellanos vinieron a él, o por no le haber enviado algún mensajero al camino, que, si lo hiciera, no entraran sus enemigos en su pueblo ni en su término y, pues el daño pasado lo había causado su propia inadvertencia, le rogaba tuviese por bien de perder la saña y olvidar las pasiones que los dos hasta aquel día habían tenido, y de allí adelante fuesen amigos y buenos vecinos, y que esto les pedía y encargaba a los dos, como amigo de ambos, y si era menester, se lo mandaba so pena de tener por enemigo al que no le obedeciese.

Capaha respondió al gobernador que, por habérselo mandado su señoría y por servirle, holgaba de ser amigo de Casquin, y así se abrazaron como dos hermanos, mas el semblante de los rostros ni el mirarse el uno al otro no era de verdadera amistad. Empero, con la que pudieron fingir, hablaron los dos curacas con el general en muchas cosas, así de España como de las provincias que los españoles habían visto en la Florida. Duró la conversación hasta que les avisaron que era hora de comer para que se pasasen a otro aposento donde les tenían puesta la mesa para todos tres, porque el gobernador siempre honraba a los caciques con sentarlos a comer consigo. El adelantado se sentó a la cabecera de la mesa y Casquin, que desde el primer día que con él había comido se sentaba a su mano derecha, tomó el mismo asiento. Capaha, que lo vio, dijo sin mostrar mal semblante: «Bien sabes, Casquin, que ese lugar es mío por muchas razones, y las principales son que mi calidad es más ilustre, mi señorío más antiguo y mi estado mayor que el tuyo. Por cualquiera de estas tres cosas no debieras tomar ese asiento, pues sabes que por cada una de ellas me pertenece».

El gobernador, que andaba apadrinando a Casquin, pareciéndole novedad lo que había pasado, quiso saber lo que Capaha le había dicho, y, habiéndolo entendido le dijo: «Puesto que todo eso que habéis dicho sea verdad, es justo que la antigüedad y canas de Casquin sean respetadas, y que vos, que sois mozo, honréis al viejo con darle el lugar más preeminente, porque es obligación natural que los mozos tienen de acatar a los viejos, y, haciéndolo así, se honran ellos mismos». Capaha respondió diciendo: «Señor, si yo tuviera por huésped en mi casa a Casquin, por sus canas, y sin ellas, le diera yo el primer lugar de mi mesa y le hiciera toda la demás honra que pudiera, mas, comiendo en la ajena, no me parece justo perder mis preeminencias porque son de mis antepasados, y mis vasallos, principalmente los nobles, me lo tendrían a mal. Si vuestra señoría gusta que yo coma a su mesa, sea con darme el lugar de su mano derecha, porque es mío; donde no, yo me voy a comer con mis soldados, que me será más honroso y para ellos de mayor contento que no verme con mengua de lo que soy y de lo que mis padres me dejaron». Casquin, que por una parte deseaba aplacar el enojo pasado a Capaha y por otra veía que era verdad todo lo que había dicho y alegado en su favor, se levantó de la silla y dijo al gobernador: «Señor, Capaha tiene mucha razón y pide justicia. Suplico a vuestra señoría mande darle su asiento y lugar, que es éste, y yo me sentaré al otro lado, que a la mesa de vuestra señoría en cualquier parte de ella estoy muy honrado». Diciendo esto se pasó a la mano izquierda, y, sin alguna pesadumbre, se asentó a comer, con lo cual se apaciguó Capaha y tomó su silla y con todo buen semblante comió con el gobernador.

Escríbense estas cosas tan por menudo, aunque parece que no son de importancia, porque se vea que la ambición de la honra, más que otra pasión alguna, tiene mucha fuerza en todos los hombres, por bárbaros y ajenos que sean de toda buena enseñanza y doctrina. Y así se admiraron el gobernador y los caballeros que con él estaban de ver lo que entre los dos curacas había pasado, porque no entendían que en los indios se hallasen cosas tan afinadas en la honra ni que ellos fuesen tan puntuosos en ella.

Luego que el gobernador y los dos caciques hubieron comido, trajeron delante de ellos las dos mujeres de Capaha, que dijimos habían preso los casquines cuando entraron en el pueblo, y se las presentaron a Capaha, habiendo el día antes dado libertad a toda la demás gente que con ellas habían cautivado. Capaha las recibió con mucho agradecimiento de la magnificencia que con él se usaba y, después de haberlas aceptado por suyas, dijo al gobernador suplicaba a su señoría se sirviese de ellas, que él se las ofrecía y presentaba de muy buena voluntad. El gobernador le dijo que no las había menester, porque traía mucha gente de servicio. El curaca replicó diciendo que, si no las quería para su servicio, las diése de su mano al capitán o soldado a quien de ellas quisiese hacer merced porque no habían de volver a su casa ni quedar en su tierra. Entendiose que Capaha las aborreciese y echase de sí por sospecha que tuviese de que, habiendo estado presas en poder de sus enemigos, sería imposible que dejasen de estar contaminadas.

El gobernador, porque el curaca no se desdeñase, le dijo que, por ser dádiva de su mano, las aceptaba. Ellas eran hermosas en extremo, y, aunque lo eran tanto y el cacique era mozo, bastó la sospecha para odiarlas y apartarlas de sí. Por este hecho se podrá ver cuánto se abomine entre estos indios aquel delito, y con el destierro y castigo de estas mujeres parece que se comprueba lo que atrás dijimos acerca de sus leyes contra el adulterio.

Capítulo I. Envían los españoles a buscar sal y minas de oro, y pasan a Quiguate

El adelantado, viendo la mucha necesidad de sal que su gente padecía, pues morían por la falta de ella, hizo en aquella provincia de Capaha grandes diligencias con los curacas y sus indios para saber dónde la pudiese haber. Con la pesquisa halló ocho indios en poder de los españoles, los cuales habían sido presos el día que entraron en aquel pueblo, y no eran naturales de él sino extranjeros y mercaderes que con sus mercancías corrían muchas provincias, y, entre otras cosas, acostumbraban traer sal para vender. Los cuales, puestos ante el gobernador, dijeron que cuarenta leguas de allí, en unas sierras, había mucha y muy buena sal, y, a las preguntas y repreguntas que les hicieron, respondieron que de aquel metal amarillo que les pedían había también mucho en aquella tierra.

Con estas nuevas se regocijaron grandemente los castellanos, y, para las verificar, se ofrecieron dos soldados a ir con los indios. Estos eran naturales de Galicia, el uno llamado Hernando de Silvera y el otro Pedro Moreno, hombres diligentes y que se les podía fiar cualquier cosa. Encargóseles que por donde pasasen notasen la disposición de la tierra y trajesen relación si era fértil y bien poblada. Y, para contratar y comprar la sal y el oro, llevaron perlas y gamuzas y otras cosas de legumbres, llamadas frisoles, que Capaha les mandó dar, e indios que los acompañasen y dos de los mercaderes para que los guiasen. Con este acuerdo fueron los españoles y, al fin de los once días que tardaron en su viaje volvieron con seis cargas de sal de piedra cristalina, no hecha con artificio sino criada así naturalmente. Trajeron más una carga de azófar muy fino y muy resplandeciente, y de la calidad de las tierras que habían visto dijeron que no era buena, porque era estéril y mal poblada. De la burla y engaño del oro se consolaron los españoles con la sal, por la necesidad que de ella tenían.

El gobernador, con las malas nuevas que sus dos soldados le dieron de las tierras que habían visto, acordó volverse al pueblo de Casquin para de allí tomar otro viaje hacia el poniente a ver qué tierras había por aquel paraje, porque hasta allí, dende Mauvila, habían caminado siempre hacia el norte por huir de la mar. Con esta determinación dejaron los castellanos a Capaha en su pueblo y se volvieron con Casquin al suyo, donde descansaron cinco días. Los cuales pasados, salieron de él y caminaron cuatro jornadas por el río abajo por una tierra fértil y de mucha gente, y, al fin de ellas, llegaron a una provincia llamada Quiguate, cuyo señor y moradores salieron de paz a recibir al gobernador y le hospedaron, y otro día le dijo el cacique pasase adelante su señoría hasta el pueblo principal de su provincia donde tenía mejor recaudo para le servir que en aquél.

Otras cinco jornadas caminaron los españoles, siempre por el río abajo por tierra, como dijimos de la pasada, poblada de gente y abundante de comida. Al fin del quinto día llegaron al pueblo principal llamado Quiguate, de quien toda la provincia tomaba nombre, el cual estaba dividido en tres barrios iguales. En el uno de ellos estaba la casa del señor, puesta en un cerro alto, hecho a mano; en los dos barrios se alojaron los españoles y en el tercero se recogieron los indios, y hubo bastante alojamiento para todos. Dos días después que llegaron, se huyeron, sin causa alguna, todos los indios y el curaca y, pasados otros dos días, se volvieron, pidiendo perdón de su mal hecho. Disculpábase el cacique diciendo que cierta necesidad forzosa le había hecho ir sin licencia de su señoría, pensando volver aquel mismo día, y que no le había sido posible. Debió el curaca, después de huido, temer que los españoles a la partida le quemasen el pueblo y los campos, y este miedo le hizo volverse que, según pareció, con mala intención se había ido, porque en su ausencia habían andado sus indios amotinados haciendo el daño que con asechanzas habían podido, que dos o tres castellanos habían herido, y todo lo disimuló el gobernador por no romper con ellos.

Una de las noches que los españoles estuvieron en este alojamiento, acaeció que el ayudante de sargento mayor, que se llamaba Pablos Fernández, natural de Valverde, fue al gobernador a media noche y le dijo que el tesorero Juan Gaytán, habiéndole apercibido que rondase a caballo el cuarto de la modorra, no había querido hacerlo, excusándose con que era tesorero de Su Majestad. El gobernador se enojó grandemente, porque este caballero fue uno de los que en Mauvila habían murmurado de la conquista y tratado de salirse de la tierra luego que llegasen donde hallasen navíos y volverse a España o irse a México, lo cual, como en su lugar dijimos, fue causa de atajar y desconcertar los motivos y buenas trazas que el gobernador en su imaginación traía hechas para conquistar y poblar la tierra.

Pues como ahora, con la inobediencia presente le recordasen el enojo pasado, se levantó de la cama poniéndose en el patio de la casa del curaca, que estaba en alto, dijo a grandes voces que, aunque era a medianoche, las oyeron en todo el pueblo: «¿Qué es esto, soldados y capitanes? ¿Viven todavía los motines, que en Mauvila se trataban, de volveros a España o de iros a México, que con achaques de oficiales de la Hacienda Real no queréis velar los cuartos que os caben? ¿A qué deseáis volver a España? ¿Dejasteis en ella algunos mayorazgos que ir a gozar? ¿A qué queréis ir a México? ¿A mostrar la vileza y poquedad de vuestros ánimos, que, pudiendo ser señores de un tan gran reino donde tantas y tan hermosas provincias habéis descubierto y hollado, hubiésedes tenido por mejor (desamparándolas por vuestra pusilanimidad y cobardía) iros a posar a casa extraña y a comer a mesa ajena, pudiéndola tener propia para hospedar y hacer bien a otros muchos? ¿Qué honra os parece que os harán cuando tal hayan sabido? Habed vergüenza de vosotros mismos y apercibíos, que oficiales de la Hacienda Real y no oficiales, todos hemos de servir a Su Majestad, y nadie presuma exentarse por preminencias que tenga, que le cortaré la cabeza, séase quien fuere, y desengañaos, que mientras yo viviese, nadie ha de salir de esta tierra, sino que la hemos de conquistar y poblar o morir todos en la demanda. Por tanto, haced lo que debéis, dejando vanas presunciones, que ya no es tiempo de ellas».

Con estas palabras, dichas con gran rabia y dolor de corazón, mostró el gobernador la causa del descontento perpetuo que desde Mauvila había tenido y el que siempre tuvo, hasta que murió. Los que las tomaron por sí, hicieron de allí adelante lo que se les ordenaba sin contradecir cosa alguna, porque entendían que el gobernador no era hombre con quien se podía burlar y más habiéndose declarado tanto como se declaró.

Capítulo I. Llega el ejército a Colima, halla invención de hacer sal y pasa a la provincia Tula

Seis días estuvieron los españoles en el pueblo llamado Quiguate, y al seteno salieron de él y, en cinco jornadas que caminaron siempre por la ribera del río de Casquín abajo llegaron al pueblo principal de otra provincia, llamada Colima, cuyo señor salió de paz y recibió al gobernador y a su ejército con mucha familiaridad y muestras de amor, de que los castellanos holgaron no poco, porque llevaban nueva que los indios de aquella provincia usaban traer hierba en las flechas, de que los nuestros iban muy temerosos porque decían: «Si a la ferocidad y braveza que los indios tienen en tirar sus flechas le añaden tósigo, ¿qué remedio podremos tener nosotros?» Mas hallando que no la usaban, recibieron con mayor regocijo la amistad de los colimas, aunque les duró poco, porque dentro de dos días se amotinaron sin ocasión alguna y se fueron al monte el curaca y sus vasallos.

Los nuestros, habiendo estado en el pueblo Colima un día después de la huída de los indios, recogiendo bastimento para el camino, siguieron su viaje y caminaron atravesando unos campos de sementeras fértiles y por unos montes claros y apacibles para andar por ellos, y, al fin de cuatro días de camino, llegaron a la ribera de un río donde se alojó el ejército. Ciertos soldados, después de haber hecho su alojamiento, se bajaron paseando al río y, andando por la orilla, echaron de ver en una arena azul, que había a la lengua del agua. Uno de ellos, tomando de ella, la gustó y halló que era salobre, y dio aviso a los compañeros y les dijo que le parecía se podría hacer salitre de aquella arena para hacer pólvora para los arcabuces. Con esta intención dieron en la coger mañosamente, procurando coger la arena azul sin mezcla de la blanca. Habiendo cogido alguna cantidad, la echaron en agua y en ella la estregaron entre las manos y colaron el agua, y la pusieron a cocer, la cual, con el mucho fuego que le dieron, se convirtió en sal algo amarilla de color, mas de gusto y de efecto de salar muy buena.

Con el regocijo de la nueva invención y por la mucha necesidad que tenían de sal, pararon los españoles ocho días en aquel alojamiento, e hicieron gran cantidad de ella. Algunos hubo que, con el ansia que tenían de sal, viéndose ahora con abundancia de ella, la comían a bocados sola, como si fuera azúcar, y a los que se lo reprehendían les decían: «Dejadnos hartar de sal, que harta hambre hemos traído de ella». Y de tal manera se hartaron nueve o diez de ellos, que en pocos días murieron de hidropesía, porque a unos mata la hambre y a otros el hastío.

Los españoles, proveídos de sal y alegres con la invención del hacerla cuando la hubiesen menester, salieron de aquel alojamiento y provincia, que ellos llamaron de la Sal, y caminaron dos días para salir de sus términos, y entraron en los de otra provincia llamada Tula, por la cual caminaron cuatro días por tierras despobladas, y el último de ellos, a medio día, paró el ejército en un hermoso llano, donde se alojó. Y aunque las guías dijeron al gobernador que el pueblo principal de aquella provincia estaba media legua de allí, no quiso que la gente pasase adelante porque habían caminado seis días sin parar y quería que entrasen otro día, habiéndose refrescado, en aquel alojamiento. Empero, él quiso ver el pueblo aquella misma tarde, para lo cual eligió sesenta infantes y cien caballos que fuesen con él a reconocerlo. Estaba asentado en un llano entre dos arroyos, cuyos moradores estaban descuidados, que no habían tenido noticia de la ida de los castellanos. Mas luego que los vieron, tocaron arma y salieron a pelear con todo el buen ánimo y esfuerzo que se puede decir. Empero lo que admiró muy mucho a los nuestros fue ver que entre los hombres saliesen muchas mujeres con sus armas y que peleasen con la misma ferocidad que los varones.

Los españoles arremetieron con los indios y los rompieron y, revueltos unos con otros peleando, entraron en el pueblo, donde tuvieron bien que hacer los cristianos, porque hallaron enemigos temerarios que pelearon sin temor de morir y, aunque les faltasen las armas y las fuerzas, no querían darse a prisión sino que los matasen. Lo mismo hacían las mujeres, y aun se mostraban más desesperadas. Durante la pelea entró en una casa un caballero del reino de León, llamado Francisco de Reynoso Cabeza de Vaca, y subió a un aposento alto que servía de granero, donde halló cinco indias metidas en un rincón, y por señas les dijo que estuviesen quedas, que no quería hacerles mal. Ellas, viéndole solo, arremetieron con él todas juntas y, como alanos a un toro, le asieron por los brazos, piernas y cuello y una de ellas le hizo presa del viril. El Reynoso, sacudiendo con gran fuerza todo el cuerpo y los brazos para desembarazarlos y defenderse a puñadas, estribó recio sobre un pie y rompió el suelo de la cámara, que era de un cañizo flaco, y se le sumió el pie y la pierna hasta lo último del muslo, y quedó asentado en el suelo, con que le acabaron de sujetar las indias y, a bocados y puñadas, lo tenían a mal partido para matarlo. Francisco de Reynoso, aunque se veía en tal aprieto, por su honra, por ser la pendencia con mujeres, no quería dar voces a los suyos pidiéndolos socorro.

A este punto acertó a entrar un soldado en lo bajo del aposento, donde ahogaban a Cabeza de Vaca, y, oyendo el estruendo que encima andaba, alzó los ojos y vio la pierna colgada y, entendiendo que fuese de algún indio porque estaba desnuda, sin calza ni calzado, alzó la espada para cortarla de una cuchillada, mas al mismo tiempo sospechó lo que podía ser por el mucho ruido que sintió arriba y llamó aprisa otros dos compañeros, y todos tres subieron al aposento, y, viendo cuál tenían las indias a Francisco de Reynoso, arremetieron con ellas y las mataron todas, porque ninguna de ellas quiso soltarle ni dejar de darle puñadas y bocados, aunque las mataban. Así libraron de la muerte a Francisco de Reynoso, que estaba ya muy cerca de ella. Este año de noventa y uno en que estoy sacando de mano propia en limpio esta historia, supe, por el mes de febrero, que todavía vivía este caballero en su patria.

Otra suerte, no mejor, sucedió aquel día en Juan Páez, natural de Usagre, que era capitán de ballesteros. El cual, no siendo nada suelto sobre un caballo, sino atado y torpe, quiso pelear a caballo y, andando la batalla a los últimos lances, topó un indio que, aunque se iba retirando, todavía peleaba. Juan Páez arremetió con él, y sin tiempo, maña ni destreza, que no la tenía, le tiró una lanzada. El indio, hurtando el cuerpo, apartó de sí la lanza con un trozo de pica de más de media braza que por arma llevaba y, tomándolo a dos manos, le dio un palo en medio de la boca que le quebró cuantos dientes tenía, y, dejándolo aturdido, se acogió y puso en salvo.

Capítulo I. De la extraña fiereza de ánimo de los tulas, y de los trances de armas que con ellos tuvieron los españoles

El general, porque era ya tarde, mandó tocar a recoger y, dejando muchos indios muertos y llevando algunos de los suyos mal heridos, se volvió al real, nada contento de la jornada de aquel día, antes fue escandalizado de la obstinación y temeridad con que aquellos indios pelearon y que las indias tuviesen el mismo ánimo y fiereza.

El día siguiente entró el general con su ejército en el pueblo y, hallándolo desamparado, se alojó en él. Aquella tarde salieron cuadrillas de caballos a correr por todas partes el campo a ver si había juntas de enemigos. Toparon algunos que servían de atalayas y los prendieron, mas no fue posible llevar alguno de ellos vivo al real para tomar lengua de él, porque, maniatándolos para llevarlos, luego se echaban en el suelo y decían «o me mata o me deja», y no respondían palabra a cuantas preguntas les hacían y, si querían arrastrarlos porque se levantasen, se dejaban arrastrar, por lo cual fue forzoso a los castellanos matarlos todos.

En el pueblo (porque demos relación de sus particularidades) hallaron los nuestros muchos cueros de vaca, sobados y aderezados con su pelo, que servían de mantas en las camas. Otros muchos cueros hallaron crudos por adobar. También hallaron carne de vaca, mas no hallaron vacas por los campos, ni pudieron saber de dónde hubiesen traído los cueros. Los indios de esta provincia Tula son diferentes de todos los demás indios que hasta ella nuestros españoles hallaron, porque de los demás hemos dicho que son hermosos y gentiles hombres; éstos son, así hombres como mujeres, feos de rostro y, aunque son bien dispuestos, se afean con invenciones que hacen en sus personas. Tienen las cabezas increíblemente largas y ahusadas para arriba, que las ponen así con artificio, atándoselas desde el punto que nacen las criaturas hasta que son de nueve o diez años. Lábranse las caras con puntas de pedernal, particularmente los bezos por de dentro y de fuera, y los ponen con tinta negros, con que se hacen feísimos y abominables. Y al mal aspecto del rostro corresponde la mala condición del ánimo, como adelante más en particular veremos.

La cuarta noche que los españoles estuvieron en el pueblo de Tula vinieron los indios en gran número al cuarto del alba, y llegaron con tanto silencio que, cuando las centinelas los sintieron, ya andaban revueltos con ellas. Acometieron el real por tres partes y, aunque los españoles no dormían, los indios que dieron en el cuartel de los ballesteros llegaron tan arrebatadamente y con tanta ferocidad, ímpetu y presteza que no les dieron lugar a que pudiesen armar sus ballestas ni hiciesen otra alguna resistencia más que huir con ellas en las manos hacia el cuartel de Juan de Guzmán, que era el más cercano al de los ballesteros. Los indios saquearon eso poco que nuestros tiradores tenían, y con los soldados de Juan de Guzmán que salieron a resistirles, pelearon desesperadamente con el nuevo coraje que recibieron de que, según al parecer de ellos, les hubiesen quitado la victoria de las manos.

En las otras dos partes por donde los enemigos acometieron no andaba menos fiera la pelea, porque en todas ellas había muertos y heridos y gran vocería y mucha confusión por la oscuridad de la noche que no les dejaba ver si herían a amigos o a enemigos. Por lo cual se avisaron los españoles unos a otros que todos anduviesen apellidando el nombre de Nuestra Señora y del Apóstol Santiago, para que por ellos se conociesen los cristianos y no se hiriesen ellos mismos. Los indios hicieron lo mismo, que todos traían en la boca el nombre de su provincia Tula. Muchos de ellos, en lugar de arcos y flechas, con que siempre solían pelear, trajeron aquella noche bastones de trozos de picas, de dos y tres varas en largo, cosa nueva para los españoles, y la causa fue que el indio que tres días antes quebró los dientes al capitán Juan Páez dio cuenta a los suyos de la buena suerte que con su bastón había hecho. Los cuales, pareciéndoles que en el género del arma estaba la buena ventura y no en la destreza del que usó bien de ella (porque los indios generalmente son grandes agoreros), trajeron aquella noche muchos bastones y con ellos dieron hermosísimos golpes a muchos soldados, particularmente a un Juan de Baeza, que era de los alabarderos de la guardia del general, el cual aquella noche había acertado a hallarse con espada y rodela. Tomándole dos indios en medio con sus bastones, el uno de ellos al primer golpe le hizo pedazos la rodela y el otro le dio otro golpe sobre los hombros, tan recio, que lo tendió a sus pies, y lo acabaran de matar si los suyos no le socorrieran. De esta manera sucedieron otras muchas suertes muy graciosas, que, por ser lances de palos, las reían después los soldados refiriéndolas unos con otros, y valioles mucho que fuesen bastonazos y no flechazos, que hacían más mal.

La gente de a caballo, que era la fuerza de los españoles y la que más temían los indios, rompieron los escuadrones de ellos y los desbarataron de la orden que traían, mas no por eso dejaban de pelear con gran ánimo y deseo de matar los castellanos o de morir en la demanda. Y así pelearon más de una hora con mucha obstinación, y no bastaba que los caballeros entrasen y saliesen muchas veces por ellos ni que matasen gran número de ellos (que por ser la tierra llana y limpia los alanceaban a toda su voluntad) para que dejasen de pelear y se fuesen, hasta que vieron el día. Entonces acordaron retirarse tomando por guarida y defensa contra los caballos el monte de uno de los arroyos que pasaban a los lados del pueblo.

Los españoles holgaron no poco de que los indios se retirasen y dejasen de pelear, porque los vieron combatir desesperadamente con grandes ansias de matar a los cristianos, que, como si fueran insensibles, se entraban por las armas de ellos a trueque de los matar o herir. La batalla se acabó al salir del sol y los españoles, sin seguir el alcance, se recogieron al pueblo a curar los heridos, que fueron muchos, y no más de cuatro muertos.

Capítulo V. Batalla de un indio tula con tres españoles de a pie y uno de a caballo

Porque la verdad de la historia nos obliga a que digamos las hazañas, así hechas por los indios como las que hicieron los españoles, y que no hagamos agravio a los unos por los otros, dejando de decir las valentías de la una nación por contar solamente las de la otra, sino que se digan todas como acaecieron en su tiempo y lugar, será bien digamos un hecho singular y extraño que un indio tula hizo poco después de la batalla que hemos referido. Y suplicamos no se enfade el que lo oyere porque lo contamos tan particularmente, que el hecho pasó así y en sus particularidades hay qué notar.

Fue el caso que algunos españoles, que presumían de más valientes, andaban de dos en dos derramados por el campo donde había sido la batalla, mirando, como lo habían de costumbre, los muertos y notando las grandes heridas dadas de buenos brazos. Esto hacían siempre que había pasado alguna batalla grande y muy reñida. Un soldado, que se decía Gaspar Caro, natural de Medellín, peleó aquella noche a caballo y, como quiera que fue, o le derribaron los enemigos o él cayó del caballo, al fin lo perdió, y el caballo se huyó de la batalla y se fue por el campo. Para cobrarlo pidió Gaspar Caro a un amigo el caballo y fue a buscar el suyo, y, habiéndolo hallado, se volvió con él trayéndolo antecogido y así llegó donde andaban cuatro soldados mirando los muertos y heridos. Uno de ellos, llamado Francisco de Salazar, natural de Castilla la Vieja, subió en el caballo para mostrar su buena jineta, que presumía de ella.

A este punto, uno de los tres soldados que estaban a pie, llamado Juan de Carranza, natural de Sevilla, dio voces diciendo: «¡Indios, indios!» Y la causa fue que vio levantarse un indio de unas matas que por allí había y volverse a esconder. Los dos de a caballo, sin más mirar, entendiendo que era mucha gente, fueron corriendo el uno a una mano y el otro a otra por atajar los indios que saliesen. Juan de Carranza, que había visto al indio, fue corriendo a las matas donde estaba escondido, y el uno de sus dos compañeros fue a toda prisa en pos de él, y el otro, no habiendo visto más de un indio, fue poco a poco tras ellos.

El bárbaro, como viese que no podía escapar porque los caballos y peones le habían atajado por todas partes, salió de las matas corriendo a recibir a Juan de Carranza. Traía en las manos una hacha de armas que le había cabido en suerte del saco y despojo que aquella madrugada los indios hicieron a los ballesteros. Era la hacha del capitán Juan Páez, y, como joya de capitán de ballesteros, estaba bien afilada de filos, con un asta de más de media braza, muy acepillada y pulida. Con ella, a dos manos, dio el indio a Juan de Carranza un golpe sobre la rodela, que, derribando al suelo la mitad de ella, le hirió malamente en el brazo. El español, así del dolor de la herida como de la fuerza del golpe, quedó tan atormentado que no tuvo vigor para ofender al enemigo, el cual revolvió sobre el otro español que iba cerca del Carranza y le dio otro golpe ni más ni menos que al primero, que partió la rodela en dos partes, y le dio otra mala herida en el brazo y lo dejó como a su compañero, inhabilitado para pelear. Este soldado se decía Diego de Godoy y era natural de Medellín.

Francisco de Salazar, que era el que había subido en el caballo de Gaspar Caro, viendo los dos españoles tan mal parados, arremetió a toda furia contra el indio, el cual, porque el caballo no le atropellase, corrió a meterse debajo de una encina que estaba cerca. Francisco de Salazar, no pudiendo entrar con el caballo debajo del árbol, se llegó a él, y caballero como estaba tiraba al indio unas muy tristes estocadas, que no podía alcanzarle con ellas. El indio, no pudiendo bracear bien con la hacha porque las ramas del árbol se lo estorbaban, salió de debajo de él y se puso a mano izquierda del caballero y, alzando la hacha a dos manos, dio al caballo encima de toda la espalda, junto a la cruz, y con el gavilán de la hacha se la abrió toda hasta el codillo y el caballo quedó sin poderse menear.

A este punto llegó otro español que venía a pie, que, por parecerle que para un indio solo bastarían dos españoles a pie y uno a caballo, no se había dado más prisa. Este era Gonzalo Silvestre, natural de Herrera de Alcántara. Como el indio lo vio cerca, salió a recibirle con toda ferocidad y braveza, habiendo cobrado nuevo ánimo y esfuerzo con los tres golpes tan victoriosos que había dado, y, tomando la hacha a dos manos, le tiró un golpe que fuera como los dos primeros si Gonzalo Silvestre no entrara más recatado que los otros para poderle hurtar el cuerpo, como lo hizo. La hacha pasó rozando la rodela, que no asió en ella, y por la mucha fuerza que llevaba no paró hasta el suelo. El español le tiró entonces una cuchillada de revés, de alto abajo, y, alcanzándole por la espalda, le hirió en la frente y por todo el rostro abajo y en el pecho y en la mano izquierda, de manera que se la cortó a cercén por la muñeca. El infiel, viéndose con sola una mano y que no podía jugar de la hacha a dos manos como él quisiera, puso la asta sobre el tocón del brazo cortado y desesperadamente se arrojó de un salto a herir al español, de encuentro, en la cara. El cual, apartando la hacha con la rodela, metió la espada por debajo de ella, y, de revés, le dio cuchillada por la cintura que, por la poca o ninguna resistencia de armas ni de vestidos que el indio llevaba, ni aun de hueso, que por aquella parte el cuerpo tenga, y también por el buen brazo del español, se la cortó toda con tanta velocidad y buen cortar de la espada que, después de haber ella pasado, quedó el indio en pie y dijo al español: «Quédate en paz». Y, dichas estas palabras, cayó muerto en dos medios.

A este tiempo vino Gaspar Caro, cuyo era el caballo que Francisco de Salazar trajo a la pelea, el cual viendo cual estaba su caballo, lo tomó sin hablar palabra, guardando su enojo para mostrarlo en otra parte, y, antecogido, lo llevó al gobernador y le dijo: «Porque vea vuesa señoría la desdicha de algunos soldados que en el ejército tiene, aunque ellos presumen de valientes, y vea juntamente la ferocidad y braveza de los naturales de esta provincia Tula, le hago saber que uno de ellos de tres golpes de hacha inhabilitó de poder pelear a dos españoles de a pie y a uno de a caballo, y los acabara de matar si Gonzalo Silvestre no llegara a tiempo a los socorrer, el cual, de la primera cuchillada que dio al enemigo, le abrió la cara y el pecho y le cortó una mano y de la segunda le partió por la cintura».

El gobernador y los que con él estaban se admiraron de oír la valentía y destreza del indio y del buen brazo del español, y, porque Gaspar Caro, con el enojo de la desgracia de su caballo, se desmandaba a notar de infelices o cobardes a los tres españoles, queriendo el general volver por la honra de ellos, que cierto eran valientes y hombres para cualquier buen hecho, le dijo que se reportase de su enojo y mirase que eran suertes de ventura, la cual en ninguna cosa se mostraba más variable que en los sucesos de la guerra, favoreciendo hoy a unos y mañana a otros; que procurase curar con brevedad el caballo, que le parecía no moriría porque la herida no era penetrante; y que, por la admiración que con su relación le había causado, quería ir a ver con sus propios ojos lo sucedido, porque de cosas tan hazañosas era razón que muchos pudiesen dar testimonio de ellas. Diciendo esto, fue acompañado de mucha gente a ver el indio muerto y las valentías que dejaba hechas, y de los mismos españoles heridos supo las particularidades que hemos referido, de que el gobernador y todos los que lo oyeron se admiraron de nuevo.

Capítulo V. Los españoles salen de Tula y entran en Utiangue; alojándose en ella para invernar

Los españoles estuvieron en el pueblo llamado Tula veinte días curando los muchos heridos que de la batalla pasada habían quedado. En este tiempo hicieron muchas correrías por toda la provincia, que era bien poblada de gente, y prendieron muchos indios e indias de todas edades, mas no fue posible por halagos o amenazas que les hiciesen que ninguno de ellos quisiese ir con los castellanos y, cuando querían llevarlos por fuerza, se dejaban caer en el suelo sin hablar palabra, dando a entender que los matasen o los dejasen, lo que más quisiesen. Tan emperrados e indómitos, como decimos, se mostraron estos indios, de cuya causa era forzoso matar los varones que eran para pelear. Las mujeres, muchachos y niños dejaban ir libres, ya que no podían llevarlos consigo.

Sola una india de esta provincia quedó en servicio de un español natural de León, llamado Juan Serrano, la cual era tan mal acondicionada, brava y soberbia que si su amo, o cualquiera de los de su camarada, le decía algo sobre lo que ella había de hacer, así en la comida como en otra cosa de su servicio, le tiraba a la cara la olla, o los tizones del fuego, o lo que podía haber a las manos. Quería que la dejasen hacer su voluntad o que la matasen, porque, como ella decía, no había de obedecer ni hacer lo que mandasen, y así la dejaban y sufrían, y con todo eso se huyó, de que el amo holgó mucho por verse libre de una mujer brava. Por esta fiereza e inhumanidad que los indios de esta provincia tienen consigo son temidos de todos los de su comarca que, solamente de oír el nombre de Tula, se escandalizan y con él asombran los niños para hacerles callar cuando lloran. Y para prueba de esto, bajándonos de la ferocidad de los viejos, contaremos un juego de niños.

Es así que de esta provincia Tula, cuando los españoles salieron de ella, no sacaron más de un muchacho de nueve o diez años, y era de un caballero natural de Badajoz, llamado Cristóbal Mosquera, que yo después conocí en el Perú. En los pueblos que los cristianos descubrieron adelante, donde los indios salían de paz, se juntaban los muchachos a hacer sus juegos y niñerías, que casi siempre eran darse batalla unos a otros dividiéndose o por apellidos o por barrios, y muchas veces se encendían en su pelea de manera que salían muchos de ellos mal descalabrados. Los castellanos mandaban al muchacho tula se pusiese a una parte y pelease contra la otra, el cual salía con mucho contento de que le mandasen entrar en batalla. Los de su banda le hacían luego capitán y con sus soldados arremetía a los contrarios con gran alarido y grita apellidando el nombre de Tula, y esto solo bastaba para que huyesen los contrarios.

Luego mandaban los españoles que el muchacho tula se pasase a la parte vencida y pelease contra la vencedora. Él lo hacía así, y con el mismo apellido los vencía, de manera que siempre salía victorioso. Y los indios decían que sus padres hacían lo mismo, porque eran cruelísimos con sus enemigos y no tomaban ninguno a vida. Y el deformarse las cabezas, que algunos las tenían de media vara en largo, y el pintarse las caras y las bocas por de dentro, y de fuera, decían sus vecinos que lo hacían por hacerse más feos de lo que de suyo lo son, porque igualase la fealdad de sus rostros con la maldad de sus ánimos y con la fiereza de su condición, que en toda cosa eran inhumanísimos.

Pasados veinte días que los castellanos estuvieron en el pueblo Tula, más por necesidad de curar los heridos que por gusto que hubiesen tenido de parar en tierra de tan mala gente, salieron del pueblo y en dos días de camino salieron de su jurisdicción y entraron en otra provincia llamada Utiangue. Llevaban los nuestros intención de invernar en ella, si hallasen comodidad, porque se les iba ya acercando el invierno.

Caminaron por ella cuatro días y notaron que la tierra era de suyo buena y fértil, empero mal poblada y de poca gente, y ésa muy belicosa, porque siempre fueron por el camino inquietando a los españoles con armas y rebatos continuos, que a cada media legua les daban juntándose de ciento en ciento, y, cuando más se juntaban, no llegaban a doscientos. Hacían poco daño a los cristianos, porque, habiendo echado de lejos una rociada o dos de flechas con gran alarido, se ponían en huida y, los caballos con mucha facilidad, por ser tierra llana, los alcanzaban y alanceaban a toda su voluntad. Mas los indios no escarmentaban, que, en pudiendo juntarse veinte hombres, luego volvían a hacer lo mismo, y, para salir más de improviso y causar mayor sobresalto, se echaban en tierra y se cubrían con la hierba porque no los viesen, mas ellos pagaban bien su atrevimiento.

Con estos rebatos, más dañosos para los indios que para los castellanos, caminó el ejército los cuatro días, y al fin de ellos llegó al pueblo principal de la provincia que había el mismo nombre Utiangue, de quien toda su tierra lo tomaba, donde se alojaron sin contradicción alguna porque sus moradores lo habían desamparado. Los indios de esta provincia son mejor agestados que los de Tula y no se pintan las caras ni ahúsan las cabezas. Mostráronse belicosos, porque nunca quisieron aceptar la paz y la amistad que el gobernador les envió a ofrecer muchas veces, con los propios indios de la provincia que acertaban a prender.

El general y sus capitanes, habiendo visto el pueblo, que era grande y de buenas casas, con mucha comida en ellas, asentado en un buen llano con dos arroyos a los lados, los cuales tenían mucha hierba para los caballos, y que era cercado, se determinaron de invernar en él porque era ya mediado octubre del año mil y quinientos y cuarenta y uno y no sabían si pasando adelante hallarían tan buena comodidad como la que tenían presente. Resueltos en esta determinación, repararon la cerca del pueblo, que era de madera y estaba por algunas partes desportillada; juntaron con toda diligencia mucho maíz, aunque es verdad que en el pueblo había tanto que casi hubo recaudo para todo el invierno.

Apercibiéronse de mucha leña y de mucha fruta seca, como nueces, pasas, ciruelas pasadas y otras suertes de frutas y semillas incógnitas en España. Hallaron por los campos gran cantidad de conejos como los de España, que, aunque los había por todo aquel gran reino, en ninguna provincia había tantos como en la comarca de este pueblo de Utiangue. Donde asimismo había muchos venados y corzos, de los cuales, así los españoles como sus criados, los indios domésticos, mataban muchos saliendo a caza por fiesta y regocijo, aunque iban apercibidos para pelear si topasen enemigos. Y muchas veces se convertía la cacería de los venados en batalla de buenos flechazos y lanzadas, mas siempre era con más daño de los indios que de los españoles. Nevó aquel invierno bravísimamente en esta provincia, que hubo temporada de mes y medio que, por la mucha nieve, no pudieron salir al campo. Empero, con los muchos regalos de leña y bastimento, tuvieron el mejor invierno de cuantos pasaron en la Florida, que ellos mismos confesaban que en casa de sus padres, en España, no pudieran pasarlo más regaladamente, ni aun tanto.

Capítulo I. Del buen invierno que se pasó en Utiangue y de una traición contra los españoles

Por lo que en el capítulo pasado hemos dicho del contento y regalo con que los nuestros pasaban el invierno en el pueblo de Utiangue, es mucho de llorar que una tierra tan fértil y abundante de las cosas necesarias para la vida humana como estos españoles descubrieron, la dejasen de conquistar y poblar por no haber hallado en ella oro ni plata, no advirtiendo que si no se halló fue porque estos indios no procuran estos metales ni los estiman, que oído he a personas fidedignas que ha acaecido hallar los indios de la costa de la Florida talegos de plata de navíos que con tormenta han dado al través en ella y llevarse el talego como cosa que les había de ser más provecho y dejar la plata por no la preciar ni saber qué fuese. Según esto, y porque es verdad que generalmente los indios del nuevo mundo, aunque tenían oro y plata, no usaban de ella para el comprar y vender, no hay por qué desconfiar que la Florida no la tenga, que buscándolas se hallarán minas de plata y oro, como cada día en México y en el Perú se descubren de nuevo. Y cuando no se hallasen, bastaría dar principio a un imperio de tierras tan anchas y largas, como hemos visto y veremos, y de provincias tan fértiles y abundantes, así de lo que la tierra tiene de suyo, como para las frutas, legumbres, mieses y ganados que de España y México se le pueden llevar, que para plantar y criar no se pueden desear mejores tierras, y con la riqueza de perlas que tienen, y con la mucha seda que luego se puede criar, pueden contratar con todo el mundo y enriquecer de oro y plata, que tampoco la tiene España de sus minas, aunque las tiene, sino la que le traen de fuera de lo que ella ha descubierto y conquistado desde el año de mil y cuatrocientos y noventa y dos a esta parte. Por todo lo cual, no sería razón que se dejase de intentar esta empresa, siquiera por plantar en este gran reino la fe de la Santa Madre Iglesia Romana y quitar de poder de nuestros enemigos tanto número de ánimas como tiene ciegas con la idolatría. A la cual hazaña provea Nuestro Señor como más su servicio sea, y que los españoles se animen a lo ganar y sujetar. Y, volviendo a nuestra historia, decimos que los castellanos estuvieron en el pueblo de Utiangue invernando a todo su placer y regalo, alojados en buen pueblo, bastecidos de comida para sí y para los caballos.

El curaca principal de la provincia, viendo que los españoles estaban de asiento, pretendió con amistad fingida y trato doble echarlos de ella, para lo cual envió mensajeros al gobernador con recaudos falsos, dándole esperanzas que muy presto saldría a servirle. Estos mensajeros servían de espías y no venían sino de noche para ver cómo se habían los españoles en su alojamiento, si velaban, si se recataban, si dormían con descuido y negligencia, y de qué manera y en qué lugar tenían las armas y cómo estaban los caballos, para notarlo todo, y, conforme a lo que hubiesen visto, ordenar el asalto. De parte de los nuestros había descuido en lo que tocaba a recatarse de los indios mensajeros porque, en diciendo el indio al español centinela que venía con recaudo del curaca, a cualquier hora que fuese de la noche, en lugar de decirle que volviese de día, lo llevaba luego al gobernador y lo dejaba con él para que diese su embajada. El indio, después de haberla dado, paseaba todo el pueblo, miraba los caballos y las armas, el dormir y velar de los castellanos, y de todo llevaba larga relación a su cacique.

El gobernador, teniendo noticia de estas cosas por sus espías, mandaba a los mensajeros no viniesen de noche sino de día. Mas ellos porfiaban en su mala intención con venir siempre de noche y a todas horas, de la cual desvergüenza se quejaba el general muchas veces a los suyos diciendo: «¿No habría un soldado que con una buena cuchillada que a uno de estos mensajeros nocturnos diese los escarmentase que no viniesen de noche, que yo les he mandado que no vengan sino de día y no me aprovecha nada?» De estas palabras se indignó un soldado llamado Bartolomé de Argote, hombre noble que se había criado en casa del marqués de Astorga, primo hermano del otro Bartolomé de Argote, uno de los treinta caballeros que fueron de Apalache con Juan de Añasco a la bahía de Espíritu Santo, el cual, siendo centinela una noche a una de las puertas del pueblo, mató una de las espías porque contra su voluntad quiso pasar a dar su recaudo falso. Del cual hecho holgó mucho el gobernador y lo aprobó con loores, y el soldado, de allí en adelante, quedó puesto entre los valientes, que hasta entonces no lo tenían por tal ni entendían que fuera para tanto, mas él hizo lo que todos los del ejército no habían sido para hacer. Con la muerte del mensajero cesaron los mensajes y las tramas de los indios, porque vieron que los castellanos los habían entendido y que estando recatados no podían medrar con ellos.

El general, y su gente, se ocupaba en guardar su pueblo y en correr cada día con los caballos toda la comarca para tener siempre noticia de lo que los indios pudiesen maquinar contra ellos. Con este cuidado pasaban el invierno con mucho descanso y regalo, que, aunque tenían guerra con los naturales, nunca fue de momento que les hiciese daño. Después que el rigor de las nieves se fue aplacando, salió un capitán con gente a hacer una correría y prender indios, que los habían menester para servicio, el cual volvió al fin de ocho días con pocos indios presos. De cuya causa mandó el gobernador que fuese otro capitán con más gente, el cual hizo lo mismo que el pasado, que habiendo gastado en su correría otros ocho días, al fin de ellos volvió y trajo pocos prisioneros.

Pues como el general viese la poca maña que sus dos capitanes se habían dado, quiso él por su persona hacer una entrada, y, eligiendo cien caballeros y ciento cincuenta infantes, caminó con ellos veinte leguas hasta que llegó a los confines de otra provincia, llamada Naguatex, tierra fértil y abundante, llena de gente muy hermosa y bien dispuesta.

En el primer pueblo de esta provincia, donde el señor de ella residía aunque no era el principal de su estado, dio el gobernador una madrugada de sobresalto y, como hallase los indios desapercibidos, prendió mucha gente, hombres y mujeres de todas edades, y con ella se volvió a su alojamiento, habiendo tardado en su jornada catorce días, y halló los suyos que había cuatro o cinco días que estaban con mucha pena de su tardanza, mas con su presencia se regocijaron todos y hubieron parte de sus ganancias, las cuales repartió por los capitanes y soldados que habían menester gente de servicio.

Fin del cuarto libro

LIBRO V. 1ª Parte

Donde se hace mención de un español que se quedó entre los indios; las diligencias que por él se hicieron; de un largo viaje de los castellanos, que atravesaron ocho provincias; la enemistad y guerra cruel entre guacoyas y anilcos; la muerte lamentable del gobernador Hernando de Soto y dos entierros que los suyos le hicieron. Contiene ocho capítulos.

Capítulo I. Entran los españoles en Naguatex y uno de ellos se queda en ella

En todo el tiempo que los españoles estuvieron invernando en el pueblo y alojamiento de Utiangue, que fueron más de cinco meses, no sucedió cosa de momento que sea de contar más de lo que se ha dicho. Pues como entrase el mes de abril del año de mil y quinientos y cuarenta y dos, le pareció al gobernador que era tiempo de pasar adelante en su descubrimiento.

Con este acuerdo salió de Utiangue y fue encaminado al pueblo principal de la provincia Naguatex, que tenía el mismo nombre, y por él se llamaba así toda su provincia. Y era diferente del que hemos dicho, donde el gobernador hizo la correría pasada de Utiangue a Naguatex. Por donde los castellanos fueron, hay veinte y dos o veinte y tres leguas de tierra fértil y muy poblada de gente, las cuales anduvieron los nuestros en siete días sin que les acaeciese cosa notable en el camino más de que en algunos pasos estrechos de arroyos o montes salían los indios a dar rebatos, empero, volviéndoles el rostro, se acogían a los pies.

Al fin de los siete días llegaron al pueblo de Naguatex y lo hallaron desamparado de sus moradores, y se alojaron en él, donde estuvieron quince o diez y seis días. Corrían a todas partes la comarca y tomaban la comida que habían menester, con poca o ninguna resistencia de los indios.

Pasados seis días que los españoles habían estado en el pueblo, envió el señor de él una embajada al gobernador diciendo suplicaba a su señoría le perdonase no haberle esperado en su pueblo para le servir como hubiera sido razón y que, de vergüenza del mal hecho pasado, no osaba venir luego, mas que dentro de pocos días saldría a besarle las manos y reconocerle por señor y, entre tanto que él no salía, mandaría a sus vasallos le sirviesen en todo lo que les mandase. Esta embajada dieron con grandes ceremonias, como hemos dicho de otras. El adelantado respondió que siempre que viniese sería bien recibido y que holgaría conocerle y tenerle por amigo como lo eran los más de los curacas por cuyas tierras había pasado. El embajador volvió muy contento con las palabras del gobernador.

Otro día siguiente, bien de mañana, vino otro mensajero y trajo consigo cuatro indios principales y más de quinientos indios de servicio y dijo al general que su señor enviaba aquellos cuatro hombres, que eran sus deudos muy cercanos, para que, entretanto que él venía, le sirviesen e hiciesen su mandado y que, pues le enviaba los hombres más principales de su casa y estado, como en rehenes de su venida, la tuviese por cierta.

El gobernador respondió con buenas palabras agradeciendo la venida de los indios y mandó que en las correrías no prendiesen más indios como hasta entonces se había hecho. Empero, el cacique nunca vino a ver al gobernador, por lo cual se entendió que hubiese enviado las embajadas y los indios principales y los de servicio por temor no le talasen los campos y quemasen los pueblos, y por excusar que no le cautivasen más gente de la que habían preso. Los indios principales y todos los demás sirvieron a los castellanos con mucho deseo de darles contento.

El gobernador, habiéndose informado de lo que en aquella provincia y su comarca había, así por relación de los indios como por la de los españoles que salían a correr la tierra, salió del pueblo Naguatex con su ejército, acompañado de los cuatro indios principales y otra mucha gente de servicio que el cacique envió con bastimento que llevasen hasta poner los castellanos en otra provincia.

Habiendo caminado los españoles dos leguas, echaron menos a un caballero natural de Sevilla que había por nombre Diego de Guzmán, el cual había ido a esta conquista como hombre noble y rico con muchos vestidos costosos y galanos, con buenas armas y tres caballos que metió en la Florida y se trataba en todo como caballero, sino que jugaba apasionadamente.

El gobernador, luego que lo echaron menos, mandó que parase el ejército y prendiesen los cuatro indios principales hasta saber qué hubiese sido del español, porque temieron que lo hubiesen muerto los indios.

Hízose gran pesquisa entre los españoles y súpose que el día antes le habían visto en el real y que, cuatro días antes, había jugado cuanto tenía hasta perder los vestidos y las armas y un muy buen caballo morcillo que le había quedado y que, pasando adelante en la pasión y ceguera de su juego, había perdido una india de su servicio, que por su desdicha le había cabido en suerte, de las que el gobernador prendió en la correría que dijimos había hecho en un pueblo de esta misma provincia Naguatex, en la cual correría también se había hallado Diego de Guzmán.

Averiguose asimismo que muy llanamente había pagado todo lo que había perdido, salvo la india, y que había dicho al ganador que le esperase cuatro o cinco días, que él se la enviaría a su posada, y que no se la había enviado, y que la india faltaba juntamente con él. Por los cuales indicios se sospechó que por no la dar, y por la vergüenza de haber jugado las armas y el caballo, que entre soldados se tiene por vilísima, se hubiese ido a los indios.

Esta sospecha se certificó luego, porque se supo que la india era hija del curaca y señor de aquella provincia Naguatex, moza de diez y ocho años y hermosa en extremo, las cuales cosas pudieron haberle cegado para que inconsideradamente negase a los suyos y se fuese a los extraños. El gobernador mandó a los cuatro indios principales hiciesen traer luego aquel español que había faltado en su tierra; donde no, que entendería que ellos lo hubiesen muerto a traición, en cuya venganza mandaría los hiciesen cuartos a ellos y a todos los indios que consigo traían.

Los principales, con temor de la muerte, enviaron mensajeros que fuesen a toda diligencia a diversas partes donde entendían que podrían haber nuevas de Diego de Guzmán, y les encargaban que volviesen con la misma diligencia, antes que los españoles, por su tardanza, les hiciesen algún agravio.

Los mensajeros fueron y volvieron el mismo día con relación que Diego de Guzmán quedaba con el cacique, el cual lo tenía haciéndole toda la fiesta y regalo posible, y que el español decía que no quería volver a los suyos.

Y, porque decimos que estos españoles jugaban, y no hemos dicho con qué, es de saber que, después que en la sangrienta batalla de Mauvila les quemaron los naipes que llevaban con todo lo demás que allí perdieron, hacían naipes de pergamino y los pintaban a las mil maravillas, porque en cualquier necesidad que se les ofrecía se animaban a hacer lo que habían menester, y salían con ello como si toda su vida hubieran sido maestros de aquel oficio. Y porque no podían o no querían hacer tantos cuantos eran menester, hicieron los que bastaban, sirviendo por horas limitadas, andando por rueda entre los jugadores, de donde (o de otro paso semejante) podríamos decir que hubiese nacido el refrán que entre los tahúres se usa decir jugando: «Démonos prisa, señores, que vienen por los naipes». Y como los que hacían los nuestros eran de cuero duraban por penas.

Capítulo I. De las diligencias que se hicieron por haber a Diego de Guzmán, y de su respuesta y la del curaca

El gobernador, habiendo oído la nueva que los mensajeros trajeron, dijo a los cuatro indios principales que le engañaban en decirle que era vivo el español, porque él tenía por cosa muy cierta que lo habían muerto. Entonces uno de ellos, con semblante no de prisionero, sino grave y señoril, que parece que lo quieren mostrar estos indios cuando más oprimidos están, dijo: «Señor, no somos hombres que hemos de mentir a vuestra señoría, y para que la verdad que los mensajeros han dicho se vea más claramente, mande vuestra señoría soltar uno de nosotros, que vaya y vuelva con testimonio que a vuestra señoría satisfaga de lo que se hubiera hecho del español, que los tres que quedaremos damos nuestra fe y palabra que volverá con el cristiano o traerá nueva cierta de su determinación. Y para que vuestra señoría se certifique de que no es muerto, mande escribirle una carta y pídale que se venga o responda a ella, para que por su letra, pues nosotros no sabemos escribir, se vea cómo es vivo. Y cuando nuestro compañero no volviera con esta satisfacción, los tres que quedaremos pagaremos con las vidas lo que él de su promesa y de la nuestra no cumpliera, y bastará, y aún sobrará, sin que vuestra señoría mate nuestros indios, que tres hombres como nosotros muramos por la traición de un español que negó a los suyos sin que le hubiésemos hecho fuerza ni sabido de su ida». Todas fueron palabras del indio, que no le añadimos alguna más de pasarlas de su lengua a la española o castellana.

Al general y a sus capitanes les pareció bien lo que el indio principal había dicho y prometido en nombre de todos cuatro. Y mandaron que él mismo fuese por Diego de Guzmán, y que Baltasar de Gallegos, que era su amigo y de su patria, le escribiese, afeándole su mal hecho, si en él perseveraba, y exhortándole se volviese e hiciese el deber como hijodalgo, y que le restituirían sus armas y caballo y le darían otras, cuando las hubiese menester.

El indio principal fue con la carta y con recaudo de palabra que el gobernador le dio para su cacique, rogándole tuviese por bien enviar al español y que no le detuviese; donde no, que le prometía destruirle su tierra a fuego y a sangre, y quemarle los pueblos y talar los campos, y matar los indios principales y no principales que consigo tenía y todos los más que de sus vasallos pudiese haber.

Con estas amenazas fue el indio el segundo día de la ausencia de Diego de Guzmán, y volvió el tercero con la misma carta que había llevado, y en ella trajo el nombre de Diego de Guzmán escrito con carbón, que lo escribió para que viesen que era vivo, y no respondió otra palabra. Y el indio dijo que aquel cristiano no quería ni pensaba volver a los suyos.

El curaca respondió al gobernador diciendo que su señoría entendiese por muy cierto que él no hacía fuerza alguna a Diego de Guzmán para que se quedase en su tierra, ni se la haría para que se volviese, no queriendo él, como no quería volverse; antes, como a yerno que le había restituido una hija que él mucho amaba, le trataría con todo el regalo y honra que le fuese posible, y lo mismo haría a todos los españoles o castellanos que gustasen quedarse con él; y que (si por hacer en esto el deber) su señoría quisiese destruirle su tierra y matar sus parientes y vasallos, no tendría razón ni haría justicia como la debía hacer. Y, por última respuesta, decía que como hombre poderoso hiciese lo que hiciese, que él no había de hacer más de lo que había dicho.

El adelantado, habiendo gastado tres días en hacer estas diligencias, viendo que el español no quería volver y que el cacique tenía razón y pedía justicia, acordó pasar adelante en su viaje y soltó los indios principales y los de servicio, los cuales todos le sirvieron con mucho amor y voluntad hasta sacarlo de su término y ponerlo en el ajeno.

Este pobre caballero hizo esta flaqueza por la ceguera del juego y afición de la mujer, que, por no la dar al que se la había ganado, tuvo por mejor entregarse a sus enemigos para que de él hiciesen lo que quisiesen que no carecer de ella. Donde, en suma, se podrá ver lo que del juego inconsideradamente nace y donde teníamos bien que decir de los que con propios ojos en esta pasión hemos visto, si fuera de nuestra profesión decirlo, mas quédese para los que la tienen de reprehender los vicios.

Y volviendo a Diego de Guzmán, decimos que, si quedando con la reputación y crédito con que entre los indios de Naguatex quedó, les hubiese después acá predicado la Fe Católica como debía a cristiano y a caballero, pudiéramos no solamente disculpar su mal hecho, empero loarlo grandemente, porque podíamos creer que hubiese hecho mucho fruto con su doctrina, según el crédito que generalmente los indios dan a los que con ellos lo tienen, mas, como no supimos más de él, no podemos decir más de lo que entonces pasó.

Lo que hemos dicho de Diego de Guzmán lo refiere Alonso de Carmona en su relación, aunque no tan largamente como nosotros, y le llama Francisco de Guzmán.

Los españoles, después de la pérdida de Diego de Guzmán, caminaron cinco jornadas por la provincia de Naguatex, y al fin de ellas llegaron a otra llamada Guancane, cuyos naturales eran diferentes que los pasados, porque aquéllos eran afables y amigos de españoles, mas éstos se les mostraron enemigos que nunca quisieron su amistad, antes, en todo lo que pudieron, mostraron el odio que les tenían y desearon pelear con ellos, presentándoles la batalla muchas veces. Empero los españoles la rehusaban, porque ya entonces traían pocos caballos, que los indios les habían muerto más de la mitad de ellos, y deseaban conservar los que quedaban porque, como muchas veces hemos dicho, era la mayor fuerza de ellos, que de los infantes no se les daba nada a los indios.

Tardaron los españoles ocho días en atravesar esta provincia de Guancane y no reposaron en ella día alguno por excusar el pelear con los indios, que tanto ellos deseaban.

En toda esta provincia había muchas cruces de palo puestas encima de las casas, que casi no se hallaba alguna que no la tuviese. La causa, según se supo, fue que estos indios tuvieron noticia de los beneficios y maravillas que Álvar Núñez Cabeza de Vaca y Andrés Dorantes y sus compañeros, en virtud de Jesu Cristo Nuestro Señor, habían hecho por las provincias que anduvieron de la Florida los años que los indios los tuvieron por esclavos como el mismo Álvar Núñez lo dejó escrito en sus Comentarios. Y aunque es verdad que Álvar Núñez y sus compañeros no llegaron a esta provincia de Guancane, ni a otras muchas que hay entre ellas y las tierras donde ellos anduvieron, todavía pasando de mano en mano y de tierra en tierra, llegó a ella la fama de las hazañas obradas por Dios por medio de aquellos hombres, y, como estos indios las supiesen y hubiesen oído decir que todos los beneficios que en curar los enfermos aquellos cristianos habían hecho era con hacer la señal de la cruz sobre ellos y que la traían por divisa en sus manos, les nació devoción de ponerla sobre sus casas, entendiendo que también las libraría de todo mal y peligro, como había sanado los enfermos. Donde se ve la facilidad que generalmente los indios tuvieron, y éstos tienen, para recibir la Fe Católica, si hubiese quien la cultivase, principalmente con buen ejemplo, a que ellos miran más que a otra cosa ninguna.

Capítulo I. Sale el gobernador de Guancane, pasa por otras siete provincias pequeñas y llega a la de Anilco

De la provincia Guancane salió el gobernador con propósito de volver al Río Grande que atrás había dejado, no por el mismo camino que hasta allí había traído después que lo pasó, sino por otro diferente, haciendo un cerco largo para volver descubriendo otras nuevas tierras y provincias, sin las que había visto, y pensaba pasar tomando noticia de ellas.

El motivo que para esto tuvo fue deseo de poblar antes que las fuerzas de su ejército se acabasen de gastar, porque, así en la gente como en los caballos, las veía irse disminuyendo de día en día, porque de los unos y de los otros, con las batallas y enfermedades pasadas, se había gastado más que la mitad, a lo menos, de los caballos, y sentía gran dolor que, sin provecho suyo ni ajeno, se perdiese tanto trabajo como en aquel descubrimiento habían pasado y pasaban, y que tierras tan grandes y fértiles quedasen sin que los españoles las poblasen, principalmente las que tenían presentes, porque no dejaba de entender que si él se perdía o moría sin dar principio al poblar de la tierra, que en muchos años despues no se juntaría tanta y tan buena gente y tantos caballos y armas como él había metido en la conquista.

Por lo cual, arrepentido del enojo pasado, que había sido causa que no poblase en la provincia y puerto de Achusi como lo tenía determinado, quería remediarlo ahora como mejor pudiese. Y porque estaba lejos de la mar y había de perder tiempo si para poblar en la costa la fuese a buscar, había propuesto (llegado que fuese al Río Grande) poblar un pueblo en el sitio mejor y más acomodado que en su ribera hallase y hacer luego dos bergantines y echarlos por el río abajo con gente de confianza de los que él tenía por más amigos, que saliesen al mar del Norte y diesen aviso en México y Tierra Firme, y en las islas de Cuba y la Española, y en España, de las provincias tan largas y anchas que en la Florida habían descubierto, para que de todas partes acudiesen españoles o castellanos, con ganados y semillas de las que en ellas no había, para la poblar, cultivar y gozar de ella. Todo lo cual se pudiera hacer con mucha facilidad, como después veremos. Mas estos propósitos tan grandes y tan buenos atajó la muerte, como ha hecho con otros mayores y mejores que en el mundo ha habido.

Decimos que el gobernador salió de Guancane hacia el Poniente en demanda del Río Grande, y es así que, aunque en este paso, y en otros de esta nuestra historia, hemos dicho la derrota que el ejército tomaba cuando salía de una provincia para ir a otras, no ha sido con la demostración de los grados de cada provincia, ni con señalar derechamente el rumbo que los nuestros tomaban, porque, como ya en otra parte he dicho, aunque lo procuré saber, no me fue posible, porque quien me daba la relación, por no ser cosmógrafo ni marinero, no lo sabía, y el ejército no llevaba instrumentos para tomar la altura, ni habían quién lo procurase ni mirase en ello, porque, con el disgusto que todos traían de no hallar oro ni plata, nada les sabía bien. Por lo cual se me perdonará esta falta con otras muchas que esta mi obra lleva, que yo holgara que no hubiera de qué pedir perdón.

Habiendo salido el gobernador de Guancane, atravesó siete provincias a las mayores jornadas que pudo, sin parar día en alguna de ellas por llegar presto al Río Grande y hacer en aquel verano lo que llevaba trazado para empezar a poblar la tierra y hacer asiento en ella, de cuya causa no quedaron en la memoria los nombres de las provincias, más de que las cuatro de ellas eran de tierra fértil, donde los nuestros hallaron mucha comida. Tenían grande arboleda, con ríos no grandes y arroyos pequeños que por ellas corrían. Y las otras tres eran mal pobladas, de poca gente y tierra no tan fértil ni tan apacible como las otras, aunque se sospechaba que las guías, por ser de la misma tierra, los hubiesen llevado por lo peor de ella. Los naturales de estas siete provincias, unos salieron a recibir al gobernador de paz y otros de guerra, mas con los unos ni los otros no sucedió cosa de momento que poder contar sino que con los que se daban por amigos se procuraba conservar la paz y con los enemigos excusar la guerra y pelea, porque con todo cuidado andaban ya los nuestros huyendo de ella. Así pasaron las siete provincias, que por lo menos debían de tener ciento y veinte leguas de travesía.

Al fin de este apresurado camino llegaron a los términos de una gran provincia que había nombre Anilco. Y caminaron por ella treinta leguas hasta el pueblo principal, que tenía el mismo nombre, el cual estaba asentado a la ribera de un río mayor que nuestro Guadalquivir. Tenía cuatrocientas casas grandes y buenas, con una hermosa plaza en medio de ellas; las casas del curaca estaban en un cerro alto, hecho a mano, que señoreaba todo el pueblo.

El cacique, que también se llamaba Anilco, estaba puesto en arma y tenía delante del pueblo, al encuentro de los nuestros, un escuadrón de mil y quinientos hombres de guerra, toda gente escogida. Los españoles, viendo el apercibimiento de los indios, hicieron alto para esperar que llegasen los últimos y ponerse todos en orden para pelear con ellos.

Entretanto que los españoles se detuvieron, pusieron en cobro los indios, las mujeres, hijos y hacienda que en sus casas tenían, unos pasándola en balsas y canoas de la otra parte del río, otros metiéndola por los montes y malezas que en la ribera del mismo río había.

Los castellanos, habiéndose puesto en escuadrón, caminaron hacia el de los indios, mas ellos no osaron esperar, y, sin tirar flecha, se retiraron al pueblo y de allí al río, y, unos en canoas y otros en balsas y otros a nado, pasaron casi todos de la otra parte, que la intención de ellos no había sido pelear con los españoles sino entretenerlos que no entrasen tan presto en el pueblo, para tener lugar de poner en cobro lo que en él había.

Los nuestros, viendo huir los indios, arremetieron con ellos y al embarcar prendieron algunos, y en el pueblo hallaron muchas mujeres de todas edades, y niños y muchachos que no habían podido huir.

El gobernador envió luego recaudos a toda prisa al cacique Anilco ofreciéndole paz y amistad y pidiéndole la suya, y también se los había enviado antes de entrar en el pueblo, mas el curaca estuvo tan extraño que no quiso responder a los primeros, ni respondió a los segundos, ni hablaba palabra a los mensajeros, sino que, como mudo, les hacía señas con la mano que se fuesen de su presencia.

Los españoles se alojaron en el pueblo, donde estuvieron cuatro días procurando canoas y haciendo grandes balsas y, cuando tuvieron recaudo de ellas, pasaron el río sin contradicción de los enemigos. Y caminaron cuatro jornadas por unos despoblados de grandes montañas y, al fin de ellas, entraron en otra provincia, llamada Guachoya. Lo que en ella sucedió, que fueron cosas de notar, contaremos, con el favor divino, en el capítulo siguiente.

Capítulo V. Entran los españoles en Guachoya. Cuéntase cómo los indios tienen guerra perpetua unos con otros

Pasado el despoblado, el primer pueblo que los españoles vieron de la provincia de Guachoya fue el principal de ella, que había el mismo nombre, el cual estaba a la ribera del Río Grande, en cuya demanda iban los nuestros. Estaba asentado sobre dos cerros altos, el uno cerca del otro. Tenía trescientas casas. Las medias de ellas estaban en el un cerro, y las otras en el otro. Y el sitio llano que había entre los dos cerros servía de plaza; en lo más alto del uno de ellos estaba la casa del cacique.

Estas dos provincias Guachoya y Anilco tenían entre sí gran odio y enemistad y se hacían cruel guerra, por lo cual no pudieron tener aviso los guachoyas de la ida de los españoles a su pueblo, y así los hallaron desapercibidos. Mas, como quiera que pudieron, se pusieron en arma el cacique y sus vasallos para defender el pueblo. Mas, viendo la pujanza de los contrarios y que no podían resistirla, se acogieron al Río Grande, y en muy hermosas canoas, que, como gente enemistada, para semejantes necesidades tenían apercibidas, lo pasaron, llevando consigo sus mujeres e hijos y toda la hacienda que llevar pudieron, y desampararon el pueblo.

Los castellanos entraron en él, donde hallaron mucha comida de maíz y otras semillas y frutas que la tierra tiene en abundancia, y se alojaron a todo su placer.

Porque, como hemos visto, casi todas las provincias que estos españoles anduvieron tenían guerra unos con otros, será razón decir aquí de qué suerte era esta guerra que se hacía, para lo cual es de saber que no era guerra de poder a poder con ejército formado ni con batallas campales sino muy raras veces, ni por codicia y ambición de quitarse los estados los unos señores a los otros. La guerra que se hacían era de asechanzas y cautelas, saltándose en las pesquerías, cacerías, y en sus sementeras y en los caminos, dondequiera que pudiesen hallar descuidados los contrarios. Los que prendían en los tales lances eran tenidos por esclavos, unos con prisiones perpetuas como en algunas provincias hemos visto, deszocado un pie, otros como prisioneros de rescate, para trocar unos por otros.

La enemistad entre ellos no llegaba a más que a hacerse mal en las personas con muertes o heridas o prisiones, sin pretender quitarse los estados, y, si alguna vez se encendía la guerra, llegaba hasta quemarse los pueblos y talar los campos, mas, luego que los vencedores habían hecho el daño que querían, se recogían a sus tierras, sin querer señorear las ajenas. De donde parece que la guerra y enemistad que hay entre ellos más es por gentileza y por mostrar la valentía y esfuerzo de sus ánimos y por andar ejercitados en la milicia que por desear la hacienda y estado ajeno.

Los prisioneros que de la una parte o la otra se cautivan, con facilidad los vuelven a rescatar, trocando unos por otros para que vuelvan de nuevo a sus asechanzas. Y esta manera de guerra la tienen ya hecha naturaleza entre ellos y es causa de que perpetuamente, dondequiera que se hallen, anden apercibidos de sus armas, porque en ninguna parte están seguros de enemigos. Y de aquí nace que, siendo tan ejercitados en esta continua milicia, sean tan belicosos en sí y tan diestros en sus armas, particularmente en los arcos y flechas, que, como son armas de tiro con que de lejos pueden hacer efecto, las usan más que otras, como cazadores que andan a cazar hombres y animales.

Y esta guerra no la tiene el cacique con sólo uno de sus vecinos, sino con todos los que parten términos con él, sean dos o tres o cuatro, o más, que todos la tienen unos con otros.

Ejercicio por cierto loable en la soldadesca para que nadie se descuide y cada uno pueda mostrar la gallardía de su persona. Esta es, en común, la enemistad de los indios del gran reino de la Florida. Y ella misma sería gran parte para que aquella tierra se ganase con facilidad, porque «todo reino diviso, etcétera».

Al fin de tres días que los españoles habían estado en el pueblo Guachoya, el señor de él, que había el mismo nombre, habiendo sabido lo que en la provincia de Anilco entre indios y españoles había pasado y cómo aquel curaca no había querido recibir de paz al gobernador, antes había menospreciado su amistad y mensajes con no responder a ellos, quiso no perder la ocasión que en las manos tenía para vengarse de sus enemigos, los de Anilco, y, como hombre mañoso que era y lleno de astucias, envió luego una solemne embajada al gobernador con cuatro indios, caballeros principales, y otros muchos de servicio, que vinieron cargados de mucha fruta y pescado, con los cuales envió a decir suplicaba a su señoría le perdonase la inadvertencia que había tenido en no le haber esperado y recibido en su pueblo y le diese licencia para venir a besarle las manos, que si se la daba, vendría dentro de cuatro días a besárselas personalmente, y que, desde luego, le ofrecía su vasallaje y servicio.

El gobernador holgó con la embajada y respondió a los mensajeros dijesen a su curaca le agradecería su buen ánimo y estimaba en mucho su amistad, que viniese sin pesadumbre alguna, que sería bien recibido.

Los mensajeros volvieron contentos con la respuesta, y el cacique, en los tres días que tardó en venir, envió cada día siete u ocho recaudos, que todos contenían unas mismas palabras, diciendo a su señoría le avisase de su salud y si había en qué le servir, con otras impertinencias de ningún momento. Los cuales recaudos enviaba Guachoya, como hombre recatado y astuto, para ver si con ellos descubría alguna novedad o cómo los tomaba el adelantado. Mas, habiendo visto que los recibía con buena amistad, se aseguró, y, el último día de los cuatro vino antes de comer, como lo había avisado el día antes. Trajo en su compañía cien hombres nobles, todos, conforme a la usanza de ellos, muy bien aderezados de grandes plumajes y hermosas mantas de martas y otras pellejinas de mucha estima. Todos traían sus arcos y flechas de las mejores que ellos hacen para su mayor ornamento.

Capítulo V. Cómo guachoya visita al general y ambos vuelven sobre anilco

El gobernador, que estaba alojado en la casa de Guachoya, sabiendo que venía cerca, salió a recibirle hasta la puerta de ella. Al cacique, y a todos los suyos, habló amorosamente, de que ellos quedaron muy favorecidos y contentos. Luego se entraron en una gran sala que en la casa había, y el general, mediante los muchos intérpretes puestos como atenores, habló con el curaca informándose de lo que en su tierra y en las provincias comarcanas había en pro y contra de la conquista.

Estando en esto, el cacique Guachoya dio un gran estornudo. Los gentileshombres que con él habían venido, que estaban arrimados a las paredes de la sala entre los españoles que en ella había, todos a un tiempo, inclinando las cabezas y abriendo los brazos y volviéndolos a cerrar y haciendo otros ademanes de gran veneración y acatamiento, le saludaron con diferentes palabras enderezadas todas a un fin, diciendo: «El Sol te guarde, sea contigo, te alumbre, te engrandezca, te ampare, te favorezca, te defienda, te prospere, te salve», y otras semejantes, cada cual como se le ofrecía la palabra, y por buen espacio quedó el murmullo de aquellas palabras entre ellos. De lo cual, admirado el gobernador, dijo a los caballeros y capitanes que con él estaban: «¿No miráis cómo todo el mundo es uno?»

Este paso quedó bien notado entre los españoles, de que, entre gente tan bárbara, se usasen las mismas o mayores ceremonias que al estornudar se usan entre los que se tienen por muy políticos. De donde se puede creer que esta manera de salutación sea natural en todas gentes y no causada por una peste, como vulgarmente se suele decir, aunque no falta quien lo rectifique.

El cacique comió con el gobernador, y sus indios estuvieron todos alrededor de la mesa, que no quisieron, aunque los españoles se lo mandaron, irse a comer hasta que su señor hubiese comido, lo cual también se notó entre los nuestros. Luego les dieron de comer en otro aposento, que para todos ellos tenían aderezada la comida.

Para aposento del curaca desocuparon una de las piezas de su propia casa, donde se quedó con pocos criados, y los indios gentileshombres se fueron a puesta de sol de la otra parte del río y volvieron por la mañana, y así lo hicieron los días que los castellanos estuvieron en aquel pueblo.

Entretanto persuadió el curaca Guachoya al gobernador volviese a la provincia de Anilco, que él se ofrecía a ir con su gente sirviendo a su señoría, y, para facilitar el paso del río de Anilco, mandaría llevar ochenta canoas grandes, sin otras pequeñas, las cuales irían por el Río Grande abajo siete leguas hasta la boca del río de Anilco, que entraba en el Río Grande, y que por él subirían hasta el pueblo de Anilco, que todo el camino que las canoas habían de hacer por ambos ríos sería como veinte leguas de navegación; y que, entretanto que las canoas bajaban por el Río Grande y subían por el de Anilco, irían ellos por tierra para llegar todos juntos a un tiempo al pueblo de Anilco.

El gobernador fue fácil de persuadir a este viaje porque deseaba saber lo que en aquella provincia hubiese de provecho y socorro para el intento que tenía de hacer los bergantines. Deseaba asimismo atraer de paz y amistad al curaca Anilco a su devoción para que, sin las pesadumbres y trabajos de la guerra, pudiese poblar y hacer su asiento entre aquellas dos provincias que le habían parecido abundantes de comida, donde podría esperar el suceso de los dos bergantines que pensaba enviar por el río abajo.

La intención del gobernador para volver al pueblo de Anilco era la que hemos visto; mas la del curaca Guachoya era muy diferente, porque era de vengarse con fuerzas ajenas de su enemigo Anilco, el cual en las guerras y pendencias continuas que tenían, siempre lo había traído, y traía, muy avasallado y rendido, y pretendía ahora, en esta ocasión, satisfacerse de todas las injurias pasadas, para lo cual incitó al gobernador con toda la disimulación posible que volviese al pueblo de Anilco y mandó con gran solicitud y diligencia apercibir las cosas necesarias para el viaje.

Luego que fueron aprestadas y hubieron traído las canoas, mandó el general que el capitán Juan de Guzmán con su compañía fuese en ellas para gobernar y dar orden a cuatro mil indios de guerra que en ellas iban, sin los remeros, los cuales también llevaban sus arcos y flechas, y les dio de plazo para su navegación tres días naturales, que parecían término bastante para que los unos y los otros llegasen juntos al pueblo de Anilco.

Con esta orden salió el capitán Juan de Guzmán por el Río Grande abajo, y, a la misma hora, salieron por tierra el gobernador con sus españoles y Guachoya con dos mil hombres de guerra, sin otra gran multitud de indios que llevaban los bastimentos, y, sin que a los unos ni a los otros les acaeciese cosa de momento, llegaron todos a un tiempo a dar vista al pueblo de Anilco, cuyos moradores, aunque el cacique estaba ausente, tocaron arma y se pusieron a la defensa del paso del río con todo el ánimo y esfuerzo posible, mas, no pudiendo resistir a la furia de los enemigos, que eran indios y españoles, volvieron las espaldas y desampararon el pueblo.

Los guachoyas entraron en él como en pueblo de enemigos tan odiados y como gente ofendida que deseaba vengarse lo saquearon y robaron el templo y entierro de los señores de aquel estado, donde, sin los cuerpos de sus difuntos, tenía el cacique lo mejor y más rico y estimado de su hacienda, y los despojos y trofeos de las mayores victorias que de los guachoyas había habido, que eran muchas cabezas de los indios más señalados que habían muerto, puestas en puntas de lanzas a las puertas del templo y muchas banderas y gran cantidad de armas de los guachoyas de las que habían perdido en las batallas que habían tenido con los anilcos.

Las cabezas de sus indios quitaron de las lanzas y en lugar de ellas pusieron otras de los anilcos; sus insignias militares y sus armas llevaron con gran contento y alegría de verse restituidos en ellas; los cuerpos muertos, que estaban en arcas de madera, derribaron por tierra, y, con todo el menosprecio que pudieron mostrar, los hollaron y pisaron en venganza de sus injurias.

Capítulo I. Prosiguen las crueldades de los guachoyas y cómo el gobernador pretende pedir socorro

No contenta la saña de los guachoyas con lo que en la hacienda y difuntos de Anilco habían hecho ni satisfechos con verse restituidos en sus banderas y armas, pasó la rabia de ellos a otras cosas peores, y fue que a ninguna persona de ningún sexo ni edad que en el pueblo hallaron quisieron tomar a vida sino que las mataron todas, y con las más capaces de misericordia, como viejas ya en la extrema vejez y niños de teta, con ésas usaron de mayor crueldad, porque a las viejas, despojándolas esa poca ropa que traían vestida, las mataban a flechazos, tirándoles a las pudendas más aína que a otra parte del cuerpo. Y a los niños, cuanto más pequeños, los tomaban por una pierna y los echaban en alto, y en el aire, antes que llegasen al suelo, los flechaban entre cinco o seis, o más, o menos, como acertaban a hallarse.

Con estas crueldades, y más todas las que más pudieron hacer recatándose de los españoles, mostraron los guachoyas el odio y rencor que, como gente ofendida, tenían a los anilcos. Las cuales cosas, vistas por algunos castellanos, que no habían podido los indios encubrirlas tanto como quisieran, dieron luego noticia de ellas al gobernador, el cual se enojó grandemente de que hubiesen hecho agravio a los de Anilco, que su intención no había sido de hacerles mal ni daño, sino de ganarlos por amigos.

Y porque la crueldad de los guachoyas no pasase adelante, mandó tocar a toda prisa a recoger y reprehendió al cacique de lo que sus indios habían hecho, y, para prevenir que no hiciesen más daño, mandó echar bando que, so pena de la vida, nadie fuese osado pegar fuego a las casas ni hacer mal a los indios, y, porque los guachoyas no ignorasen el bando, mandó que los intérpretes lo declarasen en su lengua, y, porque temió que todavía habían de hacer el daño que pudiesen hurtándose de los españoles, salió a toda prisa del pueblo de Anilco y se fue al río, habiendo mandado a los castellanos que llevasen antecogidos los indios, porque no se quedasen a quemar el pueblo y a matar la gente que en él se hubiese escondido.

Con estos apercibimientos se remedió algo del mal para que no fuese tanto como pudiera ser, y el general se embarcó con toda su gente, así españoles como indios, y pasó el río para volverse a Guachoya.

Mas no habían caminado un cuarto de legua cuando vieron humear el pueblo y encenderse muchas casas en llamas de fuego. La causa fue que los guachoyas, no pudiendo sufrir no quemar el pueblo, ya que les había sido prohibido el quemarlo al descubierto, quisieron quemarlo como pudiesen, para lo cual dejaron brasas de fuego metidas en las alas de las casas y, como ellas fuesen de paja y con el verano estuviesen hechas yesca, tuvieron poca necesidad de viento para encenderse presto.

El gobernador quiso volver al pueblo para socorrerle que no se quemase del todo, mas, a este punto, vio acudir muchos indios vecinos suyos que a toda diligencia venían a matar el fuego, y con esto lo dejó y siguió su camino para el pueblo de Guachoya, disimulando su enojo por no perder los amigos que tenía por los que no había podido haber.

Habiendo llegado al pueblo y hecho asiento en él con su ejército, dejó todos los otros cuidados a los ministros del campo y para sí tomó el cuidado de hacer los bergantines. En ellos imaginaba y fabricaba de día y de noche. Mandó cortar la madera necesaria, que la había en mucha abundancia en aquella provincia. Hizo juntar las sogas y cordeles que en el pueblo y su comarca se pudiesen haber para jarcia. Mandó a los indios le trajesen toda la resina y goma de pino y ciruelos, y otros árboles, que por los campos se hallasen. Ordenó que de nuevo se hiciese mucha clavazón y se aderezase la que en las piraguas y barcas pasadas había servido.

En su ánimo tenía elegidos los capitanes y soldados que por más fieles amigos tenía, de quien pudiese confiar que volverían en los bergantines cuando los enviase a pedir el socorro que tenía pensado.

Y, para cuando hubiese enviado los bergantines, había determinado pasar de la otra parte del Río Grande, a una provincia llamada Quigualtanqui, de la cual, por ciertos corredores que había enviado, caballeros e infantes, tenía noticia que era abundante de comida y poblada de mucha gente; y el pueblo principal de ella estaba cerca del pueblo de Guachoya, el río en medio, y que era de quinientas casas, cuyo señor y cacique, llamado también Quigualtanqui, había respondido mal a los recaudos que el gobernador le había enviado pidiéndole paz y ofreciéndole su amistad, que con mucho desacato había dicho muchos denuestos y vituperios y hecho grandes fieros y amenazas diciendo los había de matar a todos en una batalla, como verían muy presto, y les quitaría de la mala vida que traían, perdidos por tierras ajenas, robando y matando como salteadores ladrones, vagamundos y otras palabras ofensivas, y había jurado por el Sol y la Luna de no les hacer amistad como se la habían hecho los demás curacas por cuyas tierras habían pasado, sino que los habían de matar y ponerlos por los árboles.

En este paso, dice Alonso de Carmona estas palabras: «Poco antes que el gobernador muriese mandó juntar todas las canoas de aquel pueblo, y las mayores juntaron de dos en dos y metieron caballos en ellas, y en las otras metieron gente, y pasaron a la otra parte del río, adonde hallaron muy grandes poblazones, aunque la gente alzada y huida, y así se volvieron sin hacer efecto. Lo cual, visto por los principales de aquella tierra, enviaron un mensajero al gobernador avisándole que otra vez no tuviese atrevimiento de enviar a sus tierras españoles, porque ninguno volvería vivo y que agradeciese a su buena fama y al buen tratamiento que a los indios de la provincia donde al presente estaba hacía, que por esta causa no había salido su gente a matar todos los españoles que a su tierra habían pasado, que, si algo pretendía de su tierra, que se viesen persona por persona, que le daría a entender el poco comedimiento y miramiento que había tenido en haber enviado a correr su tierra, y que no le acaeciese otra vez, que juraba a sus dioses de le matar a él y a toda su gente, o morir en la demanda». Todas son palabras de Alonso de Carmona, que, por ser casi las mismas que de Quigualtanqui hemos dicho, quise sacarlas a la letra.

A los cuales denuestos siempre el gobernador había replicado con mucha blandura y suavidad, rogándole con la paz y amistad, y, aunque es verdad que Quigualtanqui, por el mucho comedimiento del general, había trocado sus malas palabras en otras buenas, dando muestras de paz y concordia, siempre se le había entendido que era con falsedad y engaño por coger descuidados a los españoles, que por las espías sabía el gobernador que andaba maquinando traiciones y maldades y que hacía llamamiento de su gente y de las provincias comarcanas contra los cristianos para los matar a traición debajo de amistad. Todo lo cual sabía el general y lo tenía guardado en su pecho para castigarlo a su tiempo, que todavía tenía ciento y cincuenta caballos y quinientos españoles, con los cuales, después de haber enviado los bergantines, pensaba pasar el Río Grande y hacer su asiento en el pueblo principal de Quigualtanqui y gastar allí el estío presente y el invierno venidero hasta tener el socorro que pensaba pedir. El cual se le pudiera dar con mucha facilidad de toda la costa y ciudad de México, y de las islas de Cuba y Santo Domingo, subiendo por el Río Grande, que era capaz de todos los navíos que por él quisiesen subir, como adelante veremos.

Capítulo I. Do se cuenta la muerte del gobernador y el sucesor que dejó nombrado

En los cuidados y pretensiones que hemos dicho andaba engolfado de día y de noche este heroico caballero, deseando, como buen padre, que los muchos trabajos que él y los suyos en aquel descubrimiento habían pasado y los grandes gastos que para él habían hecho no se perdiesen sin fruto de ellos, cuando a los veinte de junio del año de mil y quinientos y cuarenta y dos, sintió una calenturilla que el primer día se mostró lenta y al tercero rigurosísima. Y el gobernador, viendo el excesivo crecimiento de ella, entendió que su mal era de muerte, y así luego se apercibió para ella y, como católico cristiano, ordenó casi en cifra su testamento por no haber recaudo bastante de papel, y, con dolor y arrepentimiento de haber ofendido a Dios, confesó sus pecados.

Nombró por sucesor en el cargo de gobernador y capitán general del reino y provincia de la Florida a Luis de Moscoso de Alvarado, a quien en la provincia de Chicaza había quitado el oficio de maese de campo, para el cual auto mandó llamar ante sí a los caballeros, capitanes y soldados de más cuenta y, de parte de la Majestad Imperial, les mandó, y de la suya les rogó y encargó, que atenta la calidad, virtud y méritos de Luis de Moscoso, lo tuviesen por su gobernador y capitán general hasta que Su Majestad enviase otra orden, y de que así lo cumplirían les tomó juramento en forma solemne.

Hecha esta diligencia, llamó de dos en dos y de tres en tres a los más nobles del ejército y después de ellos mandó que entrase toda la demás gente de veinte en veinte y de treinta en treinta, y de todos se despidió con gran dolor suyo y muchas lágrimas de ellos, y les encargó la conversión a la Fe Católica de aquellos naturales y el aumento de la corona de España, diciendo que el cumplimiento de estos deseos le atajaba la muerte. Pidioles muy encarecidamente tuviesen paz y amor entre sí.

En estas cosas gastó cinco días que duró la calentura recia, la cual fue siempre en crecimiento hasta el día seteno, que lo privó de esta presente vida. Falleció como católico cristiano, pidiendo misericordia a la Santísima Trinidad, invocando en su favor y amparo la sangre de Jesu Cristo Nuestro Señor y la intercesión de la Virgen y de toda la Corte Celestial, y la fe de la Iglesia Romana.

Con estas palabras, repitiéndolas muchas veces, dio el ánima a Dios este magnánimo y nunca vencido caballero, digno de grandes estados y señoríos e indigno de que su historia la escribiera un indio. Murió de cuarenta y dos años.

Fue el adelantado Hernando de Soto, como al principio dijimos, natural de Villanueva de Barcarrota, hijodalgo de todos cuatro costados, de lo cual habiéndose informado la Cesárea Majestad, le había enviado el hábito de Santiago, mas no gozo de esta merced, porque, cuando la cédula llegó a la isla de Cuba, ya el gobernador había entrado al descubrimiento y conquista de la Florida.

Fue más que mediano de cuerpo, de buen aire, parecía bien a pie y a caballo. Era alegre de rostro, de color moreno, diestro de ambas sillas, y más de la jineta que de la brida. Fue pacientísimo en los trabajos y necesidades, tanto que el mayor alivio que sus soldados en ellas tenían era ver la paciencia y sufrimiento de su capitán general. Era venturoso en las jornadas particulares que por su persona emprendía, aunque en la principal no lo fue, pues al mejor tiempo le faltó la vida.

Fue el primer español que vio y habló a Atahuallpa, rey tirano y último de los del Perú, como diremos en la propia historia del descubrimiento y conquista de aquel imperio, si Dios Nuestro Señor se sirve de alargarnos la vida, que anda ya muy flaca y cansada. Fue severo en castigar los delitos de milicia; los demás perdonaba con facilidad. Honraba mucho a los soldados, a los que eran virtuosos y valientes. Fue valentísimo por su persona en tanto grado que por doquiera que entraba peleando en las batallas campales dejaba hecho lugar y camino por do pudiesen pasar diez de los suyos, y así lo confesaban todos ellos, que diez lanzas del todo su ejército no valían tanto como la suya.

Tuvo este valeroso capitán en la guerra una cosa muy notable y digna de memoria y fue que, en los rebatos que los enemigos daban en su campo de día, siempre era el primero o el segundo que salía al arma, y nunca fue el tercero, y, en las que le daban de noche, jamás fue el segundo, sino siempre el primero, que parecía que después de haberse apercibido para salir al arma, la mandaba tocar él mismo. Con tanta prontitud y vigilancia como ésta andaba de continuo en la guerra. En suma, fue una de las mejores lanzas que al nuevo mundo han pasado, y pocas tan buenas, y ninguna mejor, si no fue la de Gonzalo Pizarro, a la cual, de común consentimiento, se dio siempre la honra del primer lugar.

Gastó en este descubrimiento más de cien mil ducados que hubo en la primera conquista del Perú, de las partes de Casamarca, de aquel rico despojo que allí hubieron los españoles. Gastó su vida y feneció en la demanda, como hemos visto.

Capítulo I. Dos entierros que hicieron al adelantado Hernando de Soto

La muerte del gobernador y capitán general Hernando de Soto, tan digna de ser llorada, causó en todos los suyos gran dolor y tristeza, así por haberlo perdido y por la orfandad que les quedaba, que lo tenían por padre, como por no poderle dar [la] sepultura que su cuerpo merecía ni hacerle la solemnidad de obsequias que quisieran hacer a capitán y señor tan amado.

Doblábaseles esta pena y dolor con ver que antes les era forzoso enterrarlo con silencio y en secreto, que no en público, porque los indios no supiesen dónde quedaba, porque temían no hiciesen en su cuerpo algunas ignominias y afrentas que en otros españoles habían hecho, que los habían desenterrado y atasajado y puéstolos por los árboles, cada coyuntura en su rama. Y era verosímil que en el gobernador, como en la cabeza principal de los españoles, para mayor afrenta de ellos, las hiciesen mayores y más vituperosas. Y decían los nuestros que, pues no las había recibido en vida, no sería razón que por negligencia de ellos las recibiese en muerte.

Por lo cual acordaron enterrarlo de noche, con centinelas puestas, para que los indios no lo viesen ni supiesen dónde quedaba. Eligieron para sepultura una de muchas hoyas grandes y anchas que cerca del pueblo había en un llano, de donde los indios, para sus edificios, habían sacado tierra, y en una de ellas enterraron al famoso adelantado Hernando de Soto con muchas lágrimas de los sacerdotes y caballeros que a sus tristes obsequias se hallaron.

Y el día siguiente, para disimular el lugar donde quedaba el cuerpo y encubrir la tristeza que ellos tenían, echaron nueva por los indios que el gobernador estaba mejor de salud, y con esta novela subieron en sus caballos e hicieron muestras de mucha fiesta y regocijo, corriendo por el llano y trayendo galopes por las hoyas y encima de la misma sepultura, cosas bien diferentes y contrarias de las que en sus corazones tenían, que, deseando poner en el Mauseolo o en la aguja de Julio César al que tanto amaban y estimaban, los hollasen ellos mismos para mayor dolor suyo, mas hacíanlo por evitar que los indios no le hiciesen otras mayores afrentas. Y para que la señal de la sepultura se perdiese del todo no se habían contentado con que los caballos la hollasen, sino que, antes de las fiestas, habían mandado echar mucha agua por el llano y por las hoyas, con achaque de que al correr no hiciesen polvo los caballos.

Todas estas diligencias hicieron los españoles por desmentir los indios y encubrir la tristeza y dolor que tenían; empero, como se pueda fingir mal el placer ni disimular el pesar que no se vea de muy lejos al que lo tiene, no pudieron los nuestros hacer tanto que los indios no sospechasen así la muerte del gobernador como el lugar donde lo habían puesto, que, pasando por el llano y por las hoyas, se iban deteniendo y con mucha atención miraban a todas partes y hablaban unos con otros y señalaban con la barba y guiñaban con los ojos hacia el puesto donde el cuerpo estaba.

Y como los españoles viesen y notasen estos ademanes, y con ellos les creciese el primer temor y la sospecha que habían tenido, acordaron sacarlo de donde estaba y ponerlo en otra sepultura no tan cierta, donde el hallarlo, si los indios lo buscasen, les fuese más dificultoso, porque decían que, sospechando los infieles que el gobernador quedaba allí, cavarían todo aquel llano hasta el centro y no descansarían hasta haberlo hallado, por lo cual les pareció sería bien darle por sepultura el Río Grande y, antes que lo pusiesen por obra, quisieron ver la hondura del río si era suficiente para esconderlo en ella.

El contador Juan de Añasco y los capitanes Juan de Guzmán y Arias Tinoco y Alonso Romo de Cardeñosa y Diego Arias, alférez general del ejército, tomaron el cargo de ver el río y, llevando consigo un vizcaíno llamado Ioanes de Abbadía, hombre de la mar y gran ingeniero, lo sondaron una tarde con toda la disimulación posible, haciendo muestras que andaban pescando y regocijándose por el río porque los indios no lo sintiesen, y hallaron que en medio de la canal tenía diez y nueve brazas de fondo y un cuarto de legua de ancho, lo cual visto por los españoles, determinaron sepultar en él al gobernador, y, porque en toda aquella comarca no había piedra que echar con el cuerpo para que lo llevase a fondo, cortaron una muy gruesa encina y, a medida del altor de un hombre, la socavaron por un lado donde pudiesen meter el cuerpo. Y la noche siguiente, con todo el silencio posible, lo desenterraron y pusieron en el trozo de la encina, con tablas clavadas que abrazaron el cuerpo por el otro lado, y así quedó como en una arca, y, con muchas lágrimas y dolor de los sacerdotes y caballeros que se hallaron en este segundo entierro, lo pusieron en medio de la corriente del río encomendando su ánima a Dios, y le vieron irse luego a fondo.

Estas fueron las obsequias tristes y lamentables que nuestros españoles hicieron al cuerpo del adelantado Hernando de Soto, su capitán general y gobernador de los reinos y provincias de la Florida, indignas de un varón tan heroico, aunque, bien miradas, semejantes casi en todo a las que mil y ciento y treinta y un años antes hicieron los godos, antecesores de estos españoles, a su rey Alarico en Italia, en la provincia de Calabria, en el río Bisento, junto a la ciudad de Cosencia.

Dije semejantes casi en todo, porque estos españoles son descendientes de aquellos godos, y las sepulturas ambas fueron ríos y los difuntos las cabezas y caudillos de su gente, y muy amados de ella, y los unos y los otros valentísimos hombres que, saliendo de sus tierras y buscando dónde poblar y hacer asiento, hicieron grandes hazañas en reinos ajenos.

Y aun la intención de los unos y de los otros fue una misma, que fue sepultar sus capitanes donde sus cuerpos no se pudiesen hallar, aunque sus enemigos los buscasen. Sólo difieren en que las obsequias de éstos nacieron de temor y piedad que a su capitán general tuvieron no maltratasen los indios su cuerpo, y las de aquéllos nacieron de presunción y vanagloria, que al mundo, por honra y majestad de su rey, quisieron mostrar. Y para que se vea mejor la semejanza, será bien referir aquí el entierro que los godos hicieron a su rey Alarico, para los que no lo saben.

Aquel famoso príncipe, habiendo hecho innumerables hazañas por el mundo con su gente y habiendo saqueado la imperial ciudad de Roma, que fue el primer saco que padeció después de su imperio y monarquía, a los 1162 años de su fundación y a los 412 del parto virginal de Nuestra Señora, quiso pasar a Sicilia y, habiendo estado en Regio y tentado el pasaje, se volvió a Cosencia, forzado de la mucha tempestad que en la mar había, donde falleció en pocos días. Sus godos, que le amaban muy mucho, celebraron sus obsequias con muchos y excesivos honores y grandezas y, entre otras, inventaron una solemnísima y admirable, y fue que a muchos cautivos que llevaban mandaron divertir y sacar de madre al río Bisento, y en medio de su canal edificaron un solemne sepulcro donde pusieron el cuerpo de su rey con infinito tesoro (palabras son del Colenucio, y sin él lo dicen todos los historiadores antiguos y modernos, españoles y no españoles, que escriben de aquellos tiempos) y, habiendo cubierto el sepulcro, mandaron volver a echar el río a su antiguo camino, y a los cautivos que habían trabajado en la obra, porque en algún tiempo no dijesen dónde quedaba el rey Alarico, los mataron todos.

Parecióme tocar aquí esta historia por la mucha semejanza que tiene con la nuestra y por decir que la nobleza de estos nuestros españoles, y la que hoy tiene toda España sin contradicción alguna, viene de aquellos godos, porque después de ellos no ha entrado en ella otra nación sino los alárabes de Berbería cuando la ganaron en tiempo del rey don Rodrigo. Mas las pocas reliquias que de esos mismos godos quedaron, los echaron poco a poco de toda España y la poblaron como hoy está, y aún la descendencia de los reyes de Castilla derechamente, sin haberse perdido la sangre de ellos, viene de aquestos reyes godos, en la cual antigüedad y majestad tan notoria hacen ventaja a todos los reyes del mundo.

Todo lo que del testamento, muerte y obsequias del adelantado Hernando de Soto hemos dicho, lo refieren, ni más ni menos, Alonso de Carmona y Juan Coles en sus relaciones, y ambos añaden que los indios, no viendo al gobernador, preguntaban por él, y que los cristianos les respondían que Dios había enviado a llamarle para mandarle grandes cosas que había de hacer luego que volviese, y que con estas palabras, dichas por todos ellos, entretenían a los indios.

LIBRO V. 2ª Parte

Refiere cómo los españoles determinaron desamparar la Florida; un largo camino que para salir de ella hicieron; los trabajos incomportables que a ida y vuelta de aquel viaje pasaron hasta volver al Río Grande; siete bergantines que para salir por él hicieron; la liga de diez caciques contra los castellanos; el aviso secreto que de ella tuvieron; los ofrecimientos del general Anilco y sus buenas partes; una brava creciente del Río Grande; la diligencia en hacer los bergantines; un desafío del general Anilco al cacique Guachoya, y la causa por qué; el castigo que a los embajadores de la liga se les hizo. Contiene quince capítulos.

Capítulo I. Determinaron los españoles desamparar la Florida y salirse de ella

Con la muerte del gobemador y capitán general Hernando de Soto no solamente no pasaron adelante las pretensiones y buenos deseos que de poblar y hacer asiento en aquella tierra había tenido, mas antes sus capitanes y soldados volvieron atrás y se trocaron en contra, como suele acaecer dondequiera que falte la cabeza principal del gobierno. Que, como todos los capitanes y soldados del ejército hubiesen andado descontentos por no haberse hallado en la Florida las partes que pretendían, aunque tenía las demás calidades que hemos dicho, y como hubiesen deseado salirse de ella y que sólo el respeto del gobernador les hubiese refrenado (muerto él), de común consentimiento de los más poderosos fue acordado que, lo más presto que les fuese posible, saliesen de aquel reino. Cosa que ellos después lloraron todos los días de su vida, como se suele llorar lo que sin prudencia ni consejo se determina y ejecuta. Y el contador Juan de Añasco, que, como ministro de la hacienda de su rey y caballero y hombre noble por sí y uno de los que más habían trabajado en este descubrimiento, estaba obligado a sustentar la opinión tan acertada de su capitán general y a salir con su empresa y conquista, siquiera por no perder lo trabajado, pues para todos ellos era de tanta honra y provecho y para la corona real de España de tanta grandeza, majestad y aumento, como hemos visto, no solamente no contradijo a los demás capitanes y caballeros, que eran de parecer que dejasen aquel reino, mas antes él mismo se ofreció a los guiar y sacar con brevedad al término y jurisdicción de México, porque se picaba de cosmógrafo y presumía, en su ciencia, ponerlos presto en salvo, no mirando las provincias largas y los ríos caudalosos, los montes ásperos y estériles de comida, las ciénagas tan dificultosas que habían pasado, antes lo allanó todo. Porque ésta nuestra ambición y deseo, cuando se desordena, suele facilitar los trabajos y allanar las dificultades de sus pretensiones, para después dejarnos perecer en ellas.

Dioles ánimo y osadía para esta nueva determinación la memoria de ciertas nuevas falsas que el invierno pasado y el verano antes los indios les habían dicho que, al poniente, no lejos de donde ellos andaban, habían otros castellanos que andaban conquistando aquellas provincias. Estas hablillas pasadas resucitaron los españoles en su memoria y, haciéndolas verdaderas, decían que debía ser gente que hubiese salido de México a conquistar nuevos reinos y que, según los indios decían, no debían de estar lejos los unos de los otros; que sería bien los fuesen a buscar y, habiéndolos hallado, les ayudasen a conquistar y poblar, como si ellos no hubieran hallado qué conquistar ni tuvieran qué poblar.

Con este común consentimiento, tan mal acordado, salieron nuestros españoles de Guachoya a los cuatro o cinco de julio, enderezando su viaje al poniente con intención de no torcer a una ni a otra parte, porque les parecía que, siguiendo aquel rumbo, habían de salir a tierra de México, y no miraban que, según su misma cosmografía, estaban en mucha mayor altura que las tierras de la Nueva España.

Con el deseo que llevaban de verse en ellas, caminaron más de cien leguas, a las mayores jornadas que pudieron, por diferentes tierras y provincias que las que hasta entonces habían visto, empero no tan fértiles de comida ni tan pobladas de gente como las pasadas, y no podremos decir cómo se llamaban estas provincias, porque, como ya no tenían intención de poblar, no procuraban saber los nombres ni informarse de las calidades de las tierras, sólo pretendían pasar por ellas con toda la prisa que podían, y por esto no tomaron los nombres ni pudieron dármelos a mí.

Capítulo I. De algunas supersticiones de indios, así de la Florida como del Perú, y cómo los españoles llegan a Auche

Volviendo en nuestro cuento algo atrás de donde quedamos, es de saber que, cuando los españoles salieron del pueblo Guachoya, se fue con ellos, de su voluntad, un indio de diez y seis o diez y siete años, gentil hombre de cuerpo y hermoso de rostro, como lo son en común los naturales de aquella provincia. Y, habiendo caminado tres o cuatro jornadas, echaron de ver en él los criados del gobernador Luis de Moscoso, a los cuales el indio se había allegado, y como lo extrañasen y viesen que iba de su grado, temiendo fuese espía, dieron cuenta de ello al general, el cual lo envió a llamar y, con los intérpretes, y entre ellos Juan Ortiz, le preguntó dijese la causa por qué, dejando sus padres, parientes, amigos y conocidos, se iba con los españoles no los conociendo. El indio respondió: «Señor, yo soy pobre y huérfano. Mis padres a su muerte me dejaron muy niño y desamparado, y un indio principal de mi pueblo, pariente cercano del curaca Guachoya, con lástima que de mí tuvo, me recogió en su casa y me crió entre sus hijos. El cual, a la partida de vuestra señoría quedaba enfermo y desahuciado de la vida. Sus parientes, mujer e hijos, luego que lo vieron así, me eligieron y nombraron para que, en muriéndose mi amo, me enterrasen con él, vivo como estoy, porque decían que mi señor me había querido mucho y que por este amor era razón que yo fuese con él a servirle en la otra vida. Y, aunque es verdad que por haberme criado le tengo obligación y le quiero bien, no es ahora tanto el amor que huelgue me entierren vivo con él. Por huir esta muerte, no hallando remedio mejor, acordé venirme con la gente de vuestra señoría, que más quiero ser su esclavo que verme enterrar vivo. Esta es la causa de mi venida, y no otra».

El general y los que con él estaban se admiraron de haber oído al indio, y entendieron que la costumbre y abusión de enterrar vivos los criados y las mujeres con el hombre principal difunto, también se usaba y guardaba en aquella tierra como en las demás del nuevo mundo hasta entonces descubiertas.

En todo el imperio de los incas que reinaron en el Perú se usaba largamente enterrar con los reyes y grandes señores sus mujeres las más queridas y los criados más favorecidos y allegados a ellos, porque en su gentilidad tuvieron la inmortalidad del ánima y creían que después de esta vida había otra como ella misma, y no espiritual; empero con pena y castigo para el que hubiese sido malo y con gloria, premio y galardón para el bueno. Y así dicen Hanampacha, que quiere decir mundo alto, por el cielo, y Ucupacha, que significa mundo bajo, por el infierno, y llaman Zupay al diablo, con quien dicen que van los malos. Y de esto trataremos más largo en la historia de los incas.

Y volviendo a nuestros castellanos, que los dejamos ansiosos por caminar mucho, y después les ha de pesar por haber caminado tanto, decimos que, habiendo pasado las provincias que no pudimos nombrar por no saber los nombres de ellas por las cuales caminaron más de cien leguas, al fin de ellas llegaron a una provincia llamada Auche, y el señor de ella les salió a recibir con muchas caricias que les hizo y les hospedó con muestras de amor, y dijo tenía gran contento de verlos en su tierra, mas, como después veremos, todo era falso y fingido.

Dos días descansaron los españoles en aquel pueblo Auche, que era el principal de la provincia, e, informándose de lo que a su viaje convenía, supieron que a dos jornadas del pueblo había un gran despoblado que pasar, de cuatro días de camino. El cacique Auche les dio indios cargados de maíz para seis días y un indio viejo que les guiase por el despoblado hasta sacarlos a poblado y, en presencia de los españoles, haciendo mucho del amigo, le mandó que los llevase por el mejor y más corto camino que sabía.

Con este recaudo salieron los nuestros de Auche y en dos jornadas llegaron al despoblado, por el cual caminaron otros tres días por un camino ancho que parecía camino real, mas al fin de las dos jornadas se fue estrechando de poco en poco hasta perderse del todo, y sin camino anduvieron otros seis días por donde el indio quería llevarlos, con decirles que los llevaba por atajos, sin camino, para más aína salir a poblado.

Los españoles, al cabo de los ocho días que habían andado por aquellos desiertos, montes y breñales, viendo que no acababan de salir de ellos, advirtieron en lo que hasta entonces no habían mirado, y fue que el indio los había traído al retortero, guiándolos unas veces al norte, otras al poniente, otras al mediodía, otras volviéndolos hacia el levante, lo cual no habían notado antes por el mucho deseo que llevaban de pasar adelante, y por la confianza que en su guía habían tenido que no los engañaría. Advirtieron asimismo que había tres días que caminaban sin comer maíz ni otra vianda, sino hierbas y raíces, y que, por horas, iban creciendo las dificultades y menguaban las esperanzas de salir de aquellos desiertos, porque no tenían comida ni camino.

Capítulo I. Los españoles matan a la guía. Cuéntase un hecho particular de un indio

El gobernador Luis de Moscoso mandó llamar ante sí al indio que le había guiado y por sus intérpretes le preguntó cómo no los sacaba de aquel despoblado al fin de ocho días que había que andaban perdidos por él, pues a la salida de su pueblo se había ofrecido pasarlo en cuatro días y salir a tierra poblada. El indio no respondió a propósito, antes dijo impertinencias que le parecía le disculpaban del cargo que le hacían, de lo cual, enojado el gobernador, y de ver su ejército en tanta necesidad por malicia del indio, mandó lo atasen a un árbol y le echasen los alanos que llevaban, y uno de ellos lo zamarreó malamente.

El indio, viéndose lastimar, y con el miedo que cobró de que lo habían de matar, pidió le quitasen el perro, que él diría la verdad de todo lo que en aquel caso pasaba y, habiéndoselo quitado, dijo: «Señores, mi curaca y señor natural me mandó a vuestra partida hiciese lo que he hecho con vosotros, porque me abrió su pecho diciendo que porque él no tenía fuerza para degollaros todos en una batalla, como lo quisiera, había determinado mataros con astucia y maña metiéndoos en estos montes y desiertos bravos, donde pereciésedes de hambre, y que, para poner en obra este su deseo, me elegía a mí como a uno de sus más fieles criados para que os descaminase por donde nunca acertásedes a salir a poblado, y que, si yo saliese con la empresa, me haría grandes mercedes, y donde no, me mataría cruelmente. Yo, como siervo, hice lo que mi señor me mandó, como creo que lo hiciera cualquiera de vosotros si el vuestro os lo mandara. Fui forzado a lo hacer por el respeto y obediencia del superior, y no por voluntad y ánimo que yo haya tenido de mataros, que cierto no lo he deseado ni lo deseo porque no me habéis hecho por qué. Y, bien mirado, vosotros tenéis la mayor parte de esta culpa que me ponéis, porque os habéis dejado traer así con tanto descuido de vosotros mismos, que no habéis sido para hablarme una palabra acerca del camino, que, si el primer día que se perdió me preguntárades algo de lo que ahora me pedís, os hubiera dicho todo esto y con tiempo se hubiera remediado el mal presente. Y aún ahora no es tarde, que, si me queréis otorgar la vida (pues para lo pasado fui mandado y no pude hacer otra cosa), yo enmendaré el yerro que todos hemos hecho, que yo me ofrezco a sacaros de este desierto y poneros en tierra poblada antes que pasen los tres días venideros, que, caminando siempre hacia el poniente, sin torcer a otra parte, saldremos presto de este despoblado, y, si dentro de este término no os sacare de él, matadme entonces, que yo me ofrezco al castigo».

El general Luis de Moscoso y sus capitanes se indignaron tanto de saber la mala intención del curaca y el engaño que el indio les había hecho que ni admitieron sus buenas razones para que le disculparan de su delito ni quisieron concederle sus ruegos para otorgarle la vida, ni aceptar sus promesas para fiarse en ellas; antes, diciendo todos a una «quien tan malo nos ha sido hasta aquí peor nos será de aquí adelante», mandaron soltar los perros, los cuales, con la mucha hambre que tenían, en breve espacio lo despedazaron y se lo comieron.

Esta fue la venganza que nuestros castellanos tomaron del pobre indio que les había descaminado, como si ella fuera de alguna satisfacción para el trabajo pasado o remedio para el mal presente, y después de haberla hecho, vieron que no quedaban vengados, sino peor librados que antes estaban, porque totalmente les faltó quien los guiase, por haber dado licencia para que se volviesen a sus tierras los demás indios que habían traído el maíz luego que se les acabó la comida, y así se hallaron del todo perdidos.

Puestos en esta necesidad los españoles, confusos y arrepentidos de haber muerto al indio, el cual, si lo dejaran vivo, pudiera ser que, como lo había prometido, los sacara a poblado, viendo que no tenían otro remedio, tomaron el mismo que el indio les había dicho, dándole crédito después de muerto a lo que no le habían querido creer en vida, que era que caminasen hacia el poniente sin torcer a una mano ni a otra.

Así lo hicieron y caminaron tres días con grandísima hambre y necesidad, porque en los otros tres pasados no habían comido sino hierbas y raíces. Valioles mucho en este trabajo ser los montes de aquel despoblado claros, y no cerrados como los hay en otras partes de Indias, que son como un muro, que, si lo fueran, perecieran de hambre antes de salir de ellos.

Con estas dificultades siguieron su camino, siempre al poniente, y, al fin de los tres días, desde lo alto de unos cerros por donde iban descubrieron tierras pobladas, de que recibieron el contento que se puede imaginar, aunque llegando a ellas hallaron que los indios se habían ido al monte y que las tierras eran flacas y estériles, con pueblos no como los pasados, sino de casas derramadas por el campo de cuatro en cuatro y de cinco en cinco, mal hechas y peor aliñadas, que más parecían chozas de meloneros que casas de morada, mas con todo eso mataron su hambre con mucha carne fresca de vaca, que en ellas hallaron, y pellejos de poco tiempo quitados, aunque nunca hallaron vacas en pie, ni los indios quisieron decir jamás de dónde las traían.

El segundo día que caminaron por aquella provincia estéril y mal poblada, la cual los nuestros llamaron de los Vaqueros por la carne y pellejos de vacas que en ella hallaron, quiso un indio mostrar su ánimo y valentía con un hecho extraño, que hizo de loco, y fue que, habiendo caminado los españoles la jornada de aquel día, se alojaron en un llano y, estando todos sosegados, vieron salir de un monte, que estaba no lejos del real, un indio solo, y venir hacia ellos con un hermoso plumaje en la cabeza y su arco en la mano y el carcaj de las flechas a las espaldas, que declinaba algún tanto sobre el hombre derecho, como todos ellos lo traen siempre.

Los castellanos, que estaban por donde el indio acertó a salir del monte, viéndole venir solo y tan pacífico, no se alborotaron, antes, entendiendo que traía algún recaudo del cacique para el gobernador, le dejaron llegar. El cual, viéndose a menos de cincuenta pasos de una rueda de españoles, que en pie estaban hablando, puso con toda presteza y gallardía una flecha en el arco y, apuntando a los de la rueda que le estaban mirando, la soltó con grandísima pujanza. Los cristianos, viendo que les tiraba, se apartaron aprisa a una mano y a otra, y algunos se dejaron caer en el suelo, y así se libraron del tiro, mas la flecha pasó adelante y dio en cinco o seis indias que debajo de un árbol estaban aderezando de comer para sus amos, y a una de ellas dio por las espaldas, y la pasó de claro, y a otra que estaba de frente dio por los pechos, y también la pasó, aunque quedó la flecha en ella, y las indias cayeron luego muertas.

Habiendo hecho este bravo tiro, volvió el indio huyendo al monte, y corría con tanta velocidad y ligereza que bien mostraba haberse fiado en ella para venir a hacer lo que hizo.

Los españoles tocaron arma y dieron grita al indio, ya que no podían seguirle. El capitán Baltasar de Gallegos, que acertó a hallarse a caballo, acudió al arma, y, viendo ir huyendo al indio y oyendo que los españoles decían «muera, muera», sospechó lo que podía haber hecho y corrió en pos de él y cerca de la guarida lo alcanzó y mató, que no gozó el triste de su valentía temeraria, como son todas las más que en la guerra se hacen.

Capítulo V. Dos indios dan a entender que desafían a los españoles a batalla singular

Tres días después de este hecho, en la misma provincia que llamaron de los Vaqueros, acaeció otro no menos extraño, y fue que, como el general y sus capitanes y soldados dejasen de caminar un día, por descansar del trabajo pasado de las jornadas largas que hasta allí habían hecho, vieron a las diez del día venir por un hermoso llano dos indios gentileshombres, compuestos de grandes plumajes, con sus arcos en las manos y las flechas en sus aljabas en las espaldas, y, como llegasen doscientos pasos del real, se pusieron a pasear cerca de un nogal que allí había, y no se paseaban ambos juntos hombro a hombro, sino pasando el uno por el otro para que cada uno de ellos guardase las espaldas al compañero. Así anduvieron casi todo el día sin hacer cuenta de los negros, indios e indias y muchachos, que con agua y leña por cerca de ellos pasaban. De donde vinieron los castellanos a entender que no lo hacían por la gente de servicio, sino por ellos, y dieron cuenta del hecho al gobernador, el cual mandó luego echar bando que no fuese soldado alguno a ellos, sino que los dejasen para locos.

Los indios se pasearon hasta la tarde sin hacer otra cosa, como que esperaban los españoles que dos a dos quisiesen ir a combatir con ellos. Ya cerca de ponerse el sol, vino una compañía de caballos que había salido de mañana a correr el campo, los cuales tenían su alojamiento cerca de donde los indios andaban paseando y, como los viesen, preguntaron qué indios eran aquéllos. Y, habiéndolo sabido y lo que sobre ellos se había mandado, que los dejasen para locos, obedecieron todos salvo uno que, por mostrar su valentía, quiso ser inobediente. Y diciendo «pese a tal, no será bien que haya otro más loco que ellos que les castigue la locura», se fue corriendo a ellos. Este soldado era natural de Segovia y se decía Juan Páez.

Los indios, viendo que los acometía un castellano solo, salió a recibirle el que más cerca de él se halló, por dar a entender que habían pedido batalla singular. El otro indio se apartó y metió debajo del nogal, en confirmación de la intención que tenían, que era pelear uno a uno, y que su compañero, para un castellano solo, aunque a caballo, no quería socorro.

Juan Páez arremetió al indio a toda furia por llevarlo de encuentro. El infiel, que le esperaba con una flecha puesta en el arco, viéndole llegar a tiro, se la tiró y le dio por la sangradera del brazo izquierdo sobre una manga de malla y, rompiendo la cota por ambas partes, quedó la flecha atravesada en el brazo, de la cual herida y del golpe, que fue muy grande, no pudo Juan Páez menear el brazo y las riendas se cayeron de la mano, y el caballo, que las sintió caídas, paró de golpe, que es muy ordinario de los caballos hacerlo así cuando las sienten caer, y también es aviso del jinete soltarlas de golpe cuando el caballo le huye y no quiere parar.

Los compañeros de Juan Páez, que aún no se habían apeado, viéndole en tal peligro, arremetieron todos juntos a toda prisa por le socorrer antes que el enemigo lo matase. Los indios, viendo ir tantos caballos contra ellos, se pusieron en huida a un monte que allí cerca había, mas antes que a él llegasen los alancearon, no guardando buena ley de guerra, que, pues los indios no habían querido ser dos contra un español, fuera razón que tantos españoles a caballo no fueran contra dos indios a pie.

Con estos sucesos, aunque singulares, que por no haber acaecido otros mayores los contamos, caminaron los castellanos por la provincia que llamaron de los Vaqueros más de treinta leguas. Al fin de ellas se acabó aquella mala poblazón y descubrieron al poniente de cómo iban unas grandes sierras y montes, y supieron que eran despoblados.

El gobernador y sus capitanes, escarmentados de la hambre y trabajos que pasaron en los desiertos que atrás dejaron, no quisieron pasar adelante hasta haber descubierto camino que los sacase a poblado y quisieron llevar prevenidos los inconvenientes que hubiese. Para lo cual mandaron que saliesen tres compañías de a caballo de a veinte y cuatro caballos y, por tres partes, fuesen todos encaminados al poniente a descubrir lo que por aquel paraje hubiese. Mandáronles que entrasen la tierra adentro y se alejasen todo lo más que les fuese posible y trajesen relación no solamente de lo que viesen, sino que también la procurasen de lo que más adelante hubiese, y para intérpretes les dieron indios de los más ladinos que entre los españoles había domésticos.

Con esta orden salieron del real los setenta y dos caballeros y dentro de quince días volvieron todos casi con una misma relación, diciendo que cada cuadrilla había entrado más de treinta leguas, y hallado tierras muy estériles y de poca gente, y tanto peores cuanto más adelante pasaban; que esto era lo que habían visto y de lo de adelante traían peores nuevas, porque muchos indios que habían preso, y otros que los habían recibido de paz, les habían dicho que era verdad que adelante había indios, empero que no vivían en pueblos poblados, ni tenían casas en que habitasen, ni sembraban sus tierras, sino que era gente suelta que andaba en cuadrillas cogiendo las frutas, hierbas y raíces que la tierra de suyo les daba y que se mantenían de cazar y pescar, pasándose de unas partes a otras, conforme a la comodidad que el tiempo les daba para sus pesquerías y cacerías. Esta relación trajeron las tres cuadrillas, con poca o ninguna diferencia de la una a la otra.

Alonso de Carmona, demás de la relación dicha, añade en este paso que les dijeron los indios que delante de aquella provincia donde estaban (al poniente) había muy grandes despoblados de tierra muy llana y muchos arenales donde se criaban las vacas cuyos eran los pellejos que habían visto, y que había mucha suma de ellas.

Capítulo V. Vuelven los españoles en demanda del Río Grande y los trabajos que en el camino pasaron

El gobernador Luis de Moscoso y sus capitanes, habiendo oído la buena relación del camino por donde se habían prometido salir a tierra de México, y habiendo platicado sobre ello y considerado las dificultades de su viaje, acordaron no pasar adelante por no perecer de hambre atajados en aquellos desiertos, que no sabían dónde iban a parar, sino que volviesen atrás en demanda del mismo Río Grande que habían dejado, porque ya les parecía que para salir de aquel reino de la Florida no había camino más cierto que echarse por el río abajo y salir a la mar del Norte.

Con esta determinación procuraron informarse del camino que podrían llevar a la vuelta, huyendo de las malas tierras y despoblados que al venir habían pasado. Y supieron que, volviendo en arco sobre mano derecha de como habían venido, era camino más corto para su viaje, mas que les convenía pasar otros muchos despoblados y desiertos. Empero que, si quisiesen volver sobre mano izquierda, haciendo el mismo arco, aunque alargaban más el camino, irían siempre por tierras pobladas, donde hallarían comida e indios que los guiasen.

Habida esta relación, se dieron prisa a salir de aquellas malas tierras de los Vaqueros y caminaron en cerco hacia el mediodía, llevando siempre aviso de lo que adelante en el camino había por no caer en algún desierto donde no pudiesen salir, y, aunque los castellanos caminaban con cuidado de no hacer agravio a los indios, por no los irritar a que les hiciesen guerra, y aunque hacían grandes jornadas por salir presto de sus provincias, los naturales de ellas no los dejaban pasar en paz, antes, a todas las horas del día y de la noche los sobresaltaban con armas y rebatos, y, para más sobresaltarles, se metían en los montes donde los había cerca del camino, y, donde no los había, se echaban en el suelo y se cubrían con hierba y, al pasar de los nuestros, que iban descuidados no viendo gente, se levantaban a ellos y los flechaban malamente, y, en revolviendo sobre ellos, echaban a huir.

Estos rebatos eran tantos y tan continuos que apenas habían echado los enemigos de la vanguardia cuando acudían otros por la retaguardia, y muchas veces a un mismo tiempo por tres y cuatro partes, y siempre dejaban hecho daño con muertes y heridas de hombres y caballos. Y esta provincia de los Vaqueros fue donde los españoles, sin llegar a las manos con los enemigos, recibieron más daño que en otra alguna de cuantas anduvieron, particularmente el día postrero que por ella caminaron, que acertó a ser el camino áspero, por montes y arroyos, pasos muy propios para salteadores como lo eran aquellos indios, donde, entrando y saliendo a su salvo, no cesaron en todo el día de sus acometimientos, con que mataron e hirieron muchos castellanos e indios de servicio y caballos.

Y en el postrer asalto, que fue al pasar de un arroyo donde había mucho monte, hirieron a un soldado natural de Galicia, llamado Sanjurge, de quien al principio de esta historia hicimos mención, y, por haber sido hombre notable, será razón digamos algunas cosas suyas en particular, pues todas son de nuestra historia y, porque son extraordinarias remito lo que sobre ellas y sobre cualquier otra cosa que aquí o en otra parte dijese a la corrección y obediencia de la Santa Madre Iglesia Romana, cuyo catolicísimo hijo soy por la misericordia de Dios, aunque indigno de tal madre.

Yendo Sanjurge por medio del arroyo, le tiró un indio de entre las matas un flechazo tan recio que le rompió unos calzones de malla y le atravesó el muslo derecho, y, pasando las tejuelas y bastos de la silla, llegó a herir al caballo con dos o tres dedos de flecha, el cual salió corriendo del arroyo a un llano, echando grandes coces y corcovos por despedir la flecha y a su amo, si pudiera.

Los españoles que se hallaron cerca acudieron al socorro y, viendo que Sanjurge estaba clavado con la silla y que el alojamiento se hacía cerca de donde estaba, lo llevaron asido a él y a su caballo hasta su cuartel, donde, alzándole de la silla, por entre ella y el muslo le cortaron la flecha, y luego con gran tiento quitaron la silla y vieron que la herida del caballo no había sido penetrante, empero se admiraron que la flecha, siendo de las comunes que los indios hacen de munición sin casquillo, hubiese penetrado tanto, que era de carrizo y la punta hecha de la misma caña, cortada al sesgo y tostada al fuego.

A Sanjurge dejaron tendido en el llano a beneficio de su habilidad, que, entre muchas que tenía, era una curar heridas con aceite, lana sucia y palabras que llamaban de ensalmo, que en este descubrimiento había hecho muchas curas de gran admiración, que parecía tener particular gracia de Dios para ellas. Empero, después que en la batalla de Mauvila se les quemó el aceite y la lana sucia y lo demás que los castellanos llevaban, había dejado de curar y, aunque él mismo se había visto herido otras dos veces, la una de una flecha que le entró por el empeine y le salió al calcañar, de que estuvo más de cuatro meses en sanar, y la otra de otra flecha que le dio en la coyuntura y juego de la rodilla, donde le quedó quebrado el casquillo, que era de cuerna de venado, y para lo sacar le habían hecho grandes martirios, con todo eso, no había querido curarse ni a sí ni a otro herido, entendiendo que no aprovechaba la cura sin aceite y lana sucia.

Ahora, pues, viendo la necesidad que tenía y no queriendo llamar al cirujano por una rencilla que con él había tenido, que por la aspereza y crueldad con que le curaba la herida de la rodilla, enfadado de la torpeza de sus manos, por gran injuria le había dicho que si otra vez se viese herido no le llamaría, aunque supiese morir, y el cirujano, en su satisfacción le había respondido que, aunque supiese darle la vida, no le curaría, que no le llamase cuando lo hubiese menester.

Guardando entre ellos este enojo de tanta importancia, ni Sanjurge quiso llamar el cirujano ni el cirujano quiso comedirse a ir a le curar, aunque supo que estaba herido. Por lo cual le pareció socorrerse de lo que sabía, y, en lugar de aceite, tomó unto de puerco, y por lana sucia, las hilachas de una manta vieja de indios, que muchos días había que entre los castellanos no había camisa ni cosa de lienzo. Y fue de tanto provecho la cura que se hizo, que en cuatro días que el ejército, por los muchos heridos que llevaba, descansó en aquel alojamiento, sanó, y al quinto día, caminando los nuestros, Sanjurge subió en su caballo y, para que los españoles viesen que estaba sano, corrió por un lado y otro del ejército diciendo a grandes voces: «Dadme la muerte, cristianos, que os he sido traidor y mal compañero, que, por no haber yo querido curar entendiendo que la virtud de mis curas estaba en el aceite y lana sucia, he dejado morir más de ciento y cincuenta de los vuestros».

Con los sucesos que hemos contado salieron los castellanos de la provincia de los Vaqueros y caminaron a largas jornadas veinte días por otras tierras que no les supieron los nombres. Llevaban su viaje en arco hacia el mediodía y, por parecerles que decaían mucho de la provincia de Guachoya, donde deseaban volver, enderezaron su camino al levante, con advertencia que siempre fuesen subiendo al norte. Caminando de esta suerte llegaron a cruzar el camino que a la ida habían llevado, mas no lo conocieron por la poca cuenta que al ir habían tenido de las tierras que atrás dejaban.

Cuando llegaron a aquel paso era ya mediado septiembre y, habiendo caminado casi tres meses después que salieron del pueblo de Guachoya, en todo aquel tiempo y largo camino, aunque no tuvieron batallas campales, nunca les faltaron rebatos y sobresaltos, que los indios a todas horas del día y de la noche les daban, con que nunca dejaban de hacer daño, principalmente en los que se desmandaban del real, que, acechándolos como salteadores, viéndolos apartados de la compañía, luego los flechaban, y así mataron en veces más de cuarenta españoles en sólo este viaje. De noche entraban en el real a gatas y arrastrándose por el suelo como culebras, sin que las centinelas los sintiesen, flechaban los caballos y a las mismas centinelas, tomándolos por las espaldas, en castigo de que no los hubiesen visto ni oído. Así mataron una noche dos centinelas. Con estas pesadumbres continuas traían los indios muy fatigados a nuestros castellanos.

Un día de los de este viaje acaeció que, como algunos españoles tuviesen falta de servicio, pidieron licencia al gobernador para quedarse emboscados docena y media de ellos y prender diez o doce indios de los que a la pospartida de los españoles solían venir a su alojamiento a rebuscar lo que en él quedaba como si dejaran cosas de provecho.

Con la licencia del general quedaron una docena de caballos y otra de infantes metidos entre unos árboles espesos, y en el más alto de ellos pusieron una atalaya que diese aviso cuando hubiese indios, y, en cuatro lances, con mucha facilidad, prendieron catorce indios sin que hiciesen resistencia alguna, y queriendo irse los castellanos con la presa, habiéndola repartido entre ellos, salió maestre Francisco Ginovés, a cuya recuesta se había pedido la licencia, el cual, no contento con dos indios que le habían dado, dijo que había menester otro y que no fuesen hasta que lo hubiesen preso.

Los compañeros le dijeron que por aquella vez se contentase con los que tenía, que ellos le prometían acompañarle otro día que los quisiese prender. Maestre Francisco, obstinado en su pretensión, dijo que, aunque se quedase solo, no se había de ir de allí hasta haber preso un indio, que lo había menester. Y, aunque cada uno de los compañeros le ofreció el que le había cabido en suerte, por agradarle, porque entendían que presto le habría menester para el hacer de los bergantines, no quiso aceptarlo, diciendo que no había de ser tan descomedido que quitase a otro lo que le hubiesen dado por suyo, que él quería que se prendiese un indio en su nombre. Con esta porfía rindió a sus compañeros a que se quedasen en la emboscada, contra la voluntad de todos ellos, que parece que adivinaban el mal suceso. Poco después dio el atalaya aviso que había un indio en el puesto.

Los castellanos, con deseo de irse, no aguardaron que viniesen más indios, y así salió corriendo uno de a caballo, que se decía Juan Páez, natural de Segovia, de quien atrás hicimos mención, que no escarmentó de lo pasado y arremetió con el indio, el cual, porque no le atropellase el caballo, se metió debajo de un árbol y puso una flecha en el arco y esperó al castellano. El cual, pasando por lado, le tiró al través una impertinente lanzada. El indio, al emparejar del caballo, le tiró la flecha y le dio junto al codillo izquierdo y le hizo ir trompicando más de veinte pasos y cayó muerto. En pos de Juan Páez había salido otro de a caballo, que era de su camarada y de su propia tierra y había nombre Francisco de Bolaños, el cual arremetió con el indio, y, no pudiendo entrar debajo del árbol, le tiró por el lado un golpe de lanza poniéndola sobre el brazo izquierdo, que fue de ningún efecto.

El indio, que presumía emplear mejor sus flechas que los castellanos sus lanzas, tiró una al caballo y le dio por el mismo lugar que al primero, de tal manera que por los mismos pasos del otro fue rodando y cayó muerto a sus pies. Felicísimos dos tiros si al tercero no hallara contradicción que le cortó el hilo de la buena dicha. Otro lance al propio contamos haber pasado en la provincia de Apalache.

Capítulo I. De los trabajos incomportables que los españoles pasaron hasta llegar al Río Grande

Un caballero natural de Badajoz, de una de las muy nobles familias que hay en aquella ciudad, llamado Juan de Vega (que yo en el Perú conocí y después en España), entendiendo que para un indio solo a pie bastaban dos castellanos a caballo, se había detenido en la carrera, aunque había salido en pos de ellos. Viéndolos ahora caídos en tierra, y sus caballos muertos, arremetió a toda furia a matar al indio. Por otra parte, los dos soldados, levantándose del suelo, fueron a él con sus lanzas en las manos. El indio, que se vio acometer por dos partes, salió corriendo del árbol a recibir al caballero, haciendo más cuenta de él solo que de los que había hecho infantes y peones, por parecerle que, si le matase el caballo como a los otros dos, quedaría libre de todos tres para acogerse por sus pies sin que le ofendiesen, por la común ventaja que en el correr hacen los indios a los españoles, y hubiérale sucedido el hecho como lo pudiera haber pensado, si Juan de Vega no viniera tan bien apercibido que traía en su caballo un pretal de media vara en ancho de tres dobleces de cuero de vaca, que los españoles curiosos hacían semejantes pretales de las pieles de vacas, leones, osos o venados que podían haber para defensa de los caballos. Habiendo salido el indio del árbol con todo el buen ánimo que un hombre puesto en tal peligro podía mostrar, tiró una flecha al caballo de Juan de Vega y, acertando en el pretal, pasó los tres dobleces del cuero y le hirió con cuatro dedos de flecha por los pechos, y por tan buen derecho que, si no llevara el pretal, fuera a parar al corazón, mas no quiso darle tanto la fortuna de la guerra.

Juan de Vega lo alanceó y mató, empero, con su muerte no quitaron los nuestros el dolor que tenían de haber perdido en tan triste ocasión dos caballos en tiempo que tanto los habían menester, que ya llevaban pocos. Y cuando llegaron a ver el indio se les dobló la pena y enojo, porque su disposición no era como la de los otros floridos, que en común son bien dispuestos y membrudos, y aquél era pequeño, flaco y disminuido, que su talle no prometía valentía alguna, mas su buen ánimo y esfuerzo la hizo tan hazañosa que admiró y dejó que llorar a sus enemigos. Los cuales, maldiciendo su desdicha y a maestre Francisco que la había causado, se pusieron en camino y alcanzaron al ejército, donde por todos fue de nuevo llorada la pérdida de los caballos, porque en ellos tenían sus mayores fuerzas y esperanzas para cualquier trabajo que se les ofreciese.

Con las molestias tantas y tan continuas que los indios hacían a los españoles, caminaron en demanda de la provincia de Guachoya y del Río Grande hasta fin de octubre del año de mil y quinientos y cuarenta y dos, por el cual tiempo empezó el invierno muy riguroso, con muchas aguas, fríos y vientos recios. Y como deseaban llegar al término señalado, no dejaban de caminar todos los días, por muy mal tiempo que hiciese, y llegaban llenos de agua y de lodo a los alojamientos, donde tampoco hallaban qué comer si no lo iban a buscar, y las más veces lo ganaban a fuerza de brazos y a trueque de sus vidas y sangre.

Con estas necesidades y los malos temporales sintieron el trabajo del camino más que hasta allí lo habían sentido, y, pasando el tiempo más adelante, cargaron las aguas, cayeron muchas nieves, crecieron los ríos y la dificultad del pasarlos, que aun los arroyos no se podían vadear, por lo cual, casi a cada jornada, era menester hacer balsas para los pasar, y con algunos pasos de ríos se detenían cinco, seis, siete y ocho días por la contradicción perpetua de los enemigos y por el mal recaudo que hallaban para las balsas, de cuya causa se les aumentaba y alargaba el trabajo. El cual muchas noches, sin el que se había pasado de día, era tan excesivo que, por no hallar el suelo para poder reposar en él por la mucha agua y cieno que tenía, dormían o pasaban la noche los de a caballo encima de sus caballos, que no se apeaban de ellos, y los de a pie quede a imaginación de los que leyeren este paso cómo lo pasarían, pues traían el agua a las rodillas, y a medias piernas donde menos había.

Por otra parte, como la ropa que traían vestida fuese de gamuza y otras pieles semejantes, y, siendo sola una ropilla ceñida, sirviese de camisa, jubón, sayo y capa, y con las muchas aguas y nieves y con el pasar de los muchos ríos siempre la trajesen mojada, que por maravilla se les enjugaba, y ellos anduviesen en piernas, sin medias calzas, zapatos ni alpargates, y como a estas necesidades propias e inclemencias del cielo se añadiese el mal comer y no dormir y el mucho cansancio del camino tan largo y trabajoso, enfermaron muchos españoles e indios de los domésticos que llevaban de servicio.

Y, no contenta la enfermedad con la gente, pasó a los caballos, y, creciendo más y más en todos, empezaron a morir hombres y bestias en gran número, que cada día fallecían dos o tres españoles, y día hubo de siete, y al mismo paso iban los caballos y los indios de servicio, los cuales, por falta que a sus amos hacían, que les servían como hijos, eran llorados no menos que los mismos compañeros. Y de estos indios casi no escapó alguno, que español hubo que llevaba cuatro y se le murieron todos, y, con la prisa que llevaban de pasar adelante, apenas tenían lugar de enterrar los difuntos, que muchos quedaron sin sepultura, y los que enterraban quedaban a medio cubrir porque no podían más, que los más fallecían caminando e iban a pie por no haber en qué los llevar, que los caballos también iban enfermos y los sanos reservaban de llevar enfermos porque en ellos salían a resistir los enemigos que llegaban a dar los rebatos y armas continuas.

Con todas estas miserias y aflicciones que los nuestros llevaban, no se descuidaban de velar de noche y de día poniendo sus centinelas y cuerpos de guardia como gente de guerra, porque los enemigos no los hallasen desapercibidos, para lo cual había tan poca salud y tantos males como se ha dicho.

Aquí en este paso, habiendo contado largamente las miserias y trabajos de este viaje, dice Alonso de Carmona que hallaron una puerca que a la ida se les había quedado perdida, y que estaba parida con trece lechones ya grandes, y que todos estaban señalados en las orejas y cada uno con diferente señal. Debió ser que los hubiesen repartido los indios entre sí y señalándolos con las propias señales, de donde se puede sacar que hayan conservado aquellos indios este ganado.

Con las inclemencias del cielo y persecuciones del aire, agua y tierra, y trabajos de hambre, enfermedad y muertes de hombres y caballos, y con el cuidado y diligencia, aunque flaca, de recatarse y guardarse de sus enemigos, y con la continua molestia de armas, rebatos y guerra que ellos les hacían, caminaron nuestros castellanos todo el mes de septiembre y octubre hasta los últimos de noviembre, que llegaron al Río Grande, que tan deseado y amado había sido de ellos, pues que con tantas adversidades y ansias de corazón habían venido a buscarle, y, al contrario, poco antes tan odiado y aborrecido que con ellas mismas le habían huido y alejádose de él. Con la vista del río se pidieron albricias unos a otros, pareciéndoles que con llegar a él se acababan sus miserias y trabajos.

En este último viaje que después de la muerte del gobernador Hernando de Soto los nuestros hicieron, caminaron a ida y vuelta, con lo que anduvieron los corredores más de trescientas y cincuenta leguas, donde murieron a manos de los enemigos y de enfermedad cien españoles y ochenta caballos. Esta ganancia sacaron de su mal consejo, y, aunque llegaron al Río Grande, no cesó el morir, que otros cincuenta cristianos murieron en el alojamiento, como veremos luego.

Capítulo I. Los indios desamparan dos pueblos donde se alojan los españoles para invernar

Con grandísimo contento y alegría de sus corazones miraron los nuestros al Río Grande por parecerles que en él se daba fin a todos los trabajos de su camino. Por el paraje que acertaron a llevar hallaron en la ribera del río dos pueblos, uno cerca de otro, con cada doscientas casas y un foso de agua, sacada del mismo río, que los cercaba ambos y los hacía isla.

Al gobernador Luis de Moscoso y a sus capitanes les pareció alojarse en ellos aquel invierno, si les fuese posible ganar los pueblos por paz o por guerra, que, aunque no era aquella provincia la de Guachoya, en cuya demanda habían venido, les pareció que bastaba haber llegado al Río Grande, pues para lo que pretendían, que era salir por él de aquel reino, era lo más esencial.

Con esta determinación, aunque no venían para pelear, se pusieron en escuadrón, que todavía eran más de trescientos y veinte infantes y setenta caballos, y acometieron uno de los pueblos, cuyos moradores, sin hacer alguna defensa, lo desampararon. Los nuestros, habiendo dejado gente en él, acometieron el otro pueblo y con la misma facilidad lo ganaron.

La causa de no haberse defendido estos indios se entendió que hubiese sido pensar que los españoles venían tan bravos como las otras dos veces que por las riberas de aquel río habían andado, y, aunque no habían llegado a esta provincia, debía de haber llegado la fama de ellos con las nuevas de las cosas que en las provincias de Capaha y Guachoya habían hecho, la cual relación los debía de tener amedrentados para que no defendiesen ahora sus pueblos.

Entrando los castellanos en ellos hallaron tanta cantidad de zara y otras semillas y legumbres y fruta seca, como nueces, pasas, ciruelas pasadas, bellotas y otras frutas incógnitas en España, que verdaderamente, aunque los nuestros, con propósito de invernar en aquellos pueblos, se hubieran ocupado todo el estío pasado en recoger bastimento, no hubieran juntado tanto.

Alonso de Carmona dice que midieron el maíz que se halló en estos dos pueblos y que hubo por cuenta diez y ocho mil hanegas, de que se admiraron mucho por ver que en tan poca poblazón hubiese tanta comida de maíz, sin las demás semillas. Todo lo cual, y el haber los indios desamparado sus pueblos con tanta facilidad, atribuyeron estos cristianos a particular misericordia, que Dios hubiese querido hacerles en aquella necesidad, porque es verdad que, si no hallaran aquellos pueblos tan buenos y tan bastecidos, ciertamente, según venían maltratados, flacos y enfermos, perecieran todos en pocos días. Y así lo confesaban ellos mismos, que ya estaban tales que no podían hacer cosa alguna en beneficio de sus vidas y salud. Y aun con hallar la comodidad y regalo que hemos dicho, murieron después de haber llegado a los pueblos más de cincuenta castellanos y otros tantos indios de los domésticos, porque venían ya tan gastados que no pudieron volver en sí. Entre los cuales murió el capitán Andrés de Vasconcelos de Silva, natural de Yelves, de la nobilísima sangre que de estos dos apellidos hay en el reino de Portugal. Falleció asimismo Nuño Tovar, natural de Jerez de Badajoz, caballero no menos valiente que noble, aunque infeliz por haberle cabido en suerte un superior tan severo que, por el yerro del amor que le forzó a casarse sin su licencia, lo había traído siempre desfavorecido y desdeñado, muy contra de lo que él merecía. Murió también el fiel Juan Ortiz, intérprete, natural de Sevilla, el cual en todo aquel descubrimiento no había servido menos con sus fuerzas y esfuerzo que con su lengua, porque fue muy buen soldado y de mucho provecho, en todas ocasiones. En suma, murieron muchos caballeros muy generosos, muchos soldados nobles de gran valor y ánimo, que pasaron ciento y cincuenta personas las que fallecieron en este último viaje, que causaron gran lástima y dolor que por la imprudencia y mal gobierno de los capitanes hubiese perecido tanta y tan buena gente sin provecho alguno.

Los españoles, habiendo ganado los pueblos, acordaron, para más comodidad y seguridad de ellos, juntar el un pueblo con el otro, por no estar divididos, para lo que se les ofreciese. Así lo pusieron luego por obra y derribaron el uno de los pueblos y pasaron toda la comida, madera y paja que en él había al otro, con que lo agrandaron y fortificaron lo mejor que les fue posible, y se alojaron en él. En estas cosas gastaron los nuestros veinte días, porque estaban flacos y debilitados y no podían trabajar todo lo que quisieran y les era necesario.

Con el abrigo de las buenas casas y el regalo de la mucha comida empezaron a convalecer los enfermos, que eran casi todos. Y los naturales de aquella provincia fueron tan buenos que, aunque no tenían amistad con los españoles, no les dieron pesadumbre ni hicieron contradicción alguna ni pretendieron acecharlos por los campos ni darles armas y rebatos de noche. Todo lo cual atribuían a particular providencia de Dios.

Llamábase aquel pueblo, y su provincia, Aminoya. Estaba diez y seis leguas el río arriba del pueblo Guachoya, en cuya demanda habían venido los nuestros, los cuales, habiendo cobrado alguna salud y fuerzas, viendo que era ya llegada la menguante de enero del año mil y quinientos y cuarenta y tres, dieron orden en cortar madera de que hacer los bergantines en que pensaban salir por el río abajo a la mar del Norte, de la cual madera había mucha abundancia por toda aquella comarca. Procuraron con toda diligencia haber las demás que eran menester, como jarcia, estopa, resina de árboles para brea, mantas para velas, remos y clavazón. A todo lo cual acudieron todos con gran prontitud y ánimo.

Alonso de Carmona dice en su relación que, al entrar en este pueblo Aminoya, iban él y el capitán Espíndola, que era capitán de la guarda del gobernador, y que hallaron una vieja que no había podido huir con la demás gente que huyó, la cual les preguntó a qué venían a aquel pueblo, y, respondiéndole que a invernar en él, les dijo que dónde pensaban estar ellos y poner sus caballos, porque de catorce en catorce años salía de madre aquel Río Grande y bañaba toda aquella tierra, y que los naturales de ella se guarecían en los altos de las casas, y que era aquel año el catorceno, de lo cual se rieron ellos y lo echaron por alto. Todas son palabras del mismo Alonso de Carmona, como él escribió en esta su Peregrinación, que este nombre le da a eso poco que escribió no para imprimir.

Capítulo I. Dos curacas vienen de paz. Los españoles tratan de hacer siete bergantines

Ya por este tiempo, y antes, se había publicado por toda aquella comarca cómo los castellanos se habían vuelto de su viaje y estaban alojados en la provincia y pueblo Aminoya. Lo cual, sabido por el curaca y señor de la provincia Anilco, de quien atrás hicimos mención, temiendo no hiciesen los españoles en su tierra el daño que las otras veces habían hecho y porque sus enemigos los de Guachoya, favoreciéndose de ellos, no fuesen a vengarse de él e hiciesen las abominaciones que en la jornada pasada hicieron, quiso enmendar el yerro que entonces hizo con su rebeldía y pertinacia, que tan dañosa le fue.

Empero, no osando fiar de los españoles su persona, mandó llamar a un indio, deudo suyo muy cercano, que de muchos años atrás había sido y era su capitán general y gobernador en todo su estado, y le dijo: «Iréis en mi nombre al general de los españoles y le diréis cómo os envío en lugar de mi propia persona, que por faltarme salud no voy personalmente a servirles; que les suplico cuan encarecidamente puedo me reciban en su amistad y servicio, que yo les prometo y doy mi fe de les ser leal y obediente servidor en todo lo que de mi casa y estado quisieren servirse. Estas palabras diréis de mi parte, y de la vuestra, y de los demás indios que con vos fuesen. Haréis toda la buena ostentación de obras que os fuese posible en lo que os mandasen para que los castellanos crean el ánimo que me queda y el que vosotros lleváis de agradarles en todo lo que fuese de su servicio».

Con esta embajada salió de su tierra el capitán general Anilco, que, por no saber su propio nombre, le damos el de su curaca, y, acompañado de viente y cuatro hombres nobles, muy bien arreados de plumajes y mantas de aforros, y otros tantos indios que venían cargados de frutas y pescados y carne de venado, y doscientos indios para que sirviesen a todo el ejército, llegó ante el gobernador Luis de Moscoso y con todo respeto y buen semblante dio su embajada repitiendo las mismas palabras que su cacique le había dicho, y, en pos de ellas ofreció su persona, significando el buen ánimo y voluntad que todos ellos tenían de le servir, y al fin de sus ofrecimientos dijo: «Señor, no quiero que vuestra señoría dé crédito a mis palabras sino a las obras que nos viese hacer en su servicio».

El gobernador le recibió con mucha afabilidad y le hizo la honra que pudiera hacer a su mismo cacique. Dijo que le agradecía mucho sus buenas palabras, ánimo y voluntad, y para el curaca dio muchas encomiendas, diciendo que estimaba y tenía en mucho su amistad. Y a los demás indios nobles hizo muchas caricias, de que todos ellos quedaron muy contentos. Anilco envió el recaudo del gobernador a su señor y él se quedó a servir a los españoles.

Dos días después vino el cacique Guachoya a besar las manos al gobernador y a confirmar el amistad pasada. Trajo un gran presente de las frutas, pescados y caza que en su tierra había. Al cual asimismo recibió el general con mucha afabilidad y caricias. Mas a Guachoya no le dio gusto ver al capitán de Anilco con los españoles, y menos de que le hiciesen la honra que todos le hacían, porque, como atrás se ha visto, eran enemigos capitales, empero, como mejor pudo disimuló su pesar para mostrarlo a su tiempo.

Estos dos caciques Guachoya y Anilco asistieron al servicio de los castellanos todo el tiempo que ellos estuvieron en aquella provincia llamada Aminoya, y cada ocho días se iban a sus casas y volvían con nuevos presentes y regalos. Y, aunque ellos se iban, quedaban sus indios sirviendo a los españoles. Los cuales, como para salir de aquel reino tuviesen puesta su esperanza en los bergantines que habían de hacer, entendían con toda diligencia en prevenir las cosas necesarias para ellos y, para los poner en efecto, dieron el cargo principal de la obra al maestro Francisco Ginovés, gran oficial de fábrica de navíos. El cual, habiendo tanteado el tamaño que los bergantines habían de tener conforme a la gente que en ellos se había de embarcar, halló que eran menester siete. Y para este número de bergantines previnieron lo necesario, y, porque el invierno con sus aguas no les estorbase el trabajar, hicieron cuatro galpones muy grandes que servían de atarazanas, donde todos ellos, sin diferencia alguna, trabajaban igualmente y cada cual, sin que se lo mandasen, acudía al ministerio que mejor se amañaba, unos a aserrar la madera para tablas, otros a labrarla con azuela, otros a hacer carbón, otros a labrar los remos, otros a torcer la jarcia, y el soldado o capitán que más trabajaba en estas cosas se tenía por más honrado.

En estos ejercicios se ocuparon los nuestros todo el mes de febrero, marzo y abril, sin que los indios de aquella provincia los inquietasen ni estorbasen de su obra, que no fue poca merced que les hicieron.

El general Anilco se mostró en todo este tiempo, y después, amicísimo de los españoles porque con mucha prontitud acudía a proveer las cosas que le pedían necesarias para los bergantines. Trajo muchas mantas nuevas y viejas, que era la falta que los españoles temían que no se había de cumplir por haber pocas en todo aquel reino. Mas la amistad de este buen indio, y su buena diligencia, facilitaba lo que los nuestros tenían por más dificultoso.

Las mantas nuevas guardaron para velas y de las viejas hicieron hilas que sirviesen de estopa para calafatear los navíos. Estas mantas hacen los indios de la Florida de cierta hierba como malvas que tiene hebra como lino, y de ella misma hacen hilo y le dan las colores que quieren finísimamente.

Trajo asimismo Anilco mucha cantidad de sogas gruesas y delgadas para jarcia, escotas y gúmenas. En todas estas cosas, y otras, que este buen indio proveía, lo que más le era de estimar y agradecer era la buena voluntad y largueza con que las daba, porque siempre acudía con más de lo que le pedían, y venía con tanta puntualidad en los plazos que para proveer esto o aquello tomaba que nunca los dejaba pasar. Y entre los españoles andaba como uno de ellos, ayudándoles a trabajar y diciéndoles pidiesen lo que hubiesen menester, que deseaba servirles y mostrar el amor que les tenía. Por las cuales cosas el general y sus capitanes y soldados le hacían la misma honra que pudieran hacer al gobernador Hernando de Soto, si fuera vivo, y Anilco la merecía así por su virtud como por el buen aspecto de su rostro y su persona, que en extremo era gentil hombre.

Capítulo X. Hacen liga diez curacas contra los españoles y el apu Anilco avisa de ella

El curaca Guachoya, aunque servía y proveía las cosas que eran menester para los navíos, era con mucha tardanza y tanta escasez que de lejos se le veía cuán contrario era su ánimo al de Anilco. Juntamente con esto se le notaba el pesar y enojo que consigo traía de ver la estima y honra que los españoles hacían al capitán Anilco, siendo pobre y vasallo de otro, que era mucha más que la que a él le hacían, siendo rico y señor de vasallos, que le parecía había de ser al contrario y dar la honra a cada uno conforme a su hacienda y no conforme a su virtud, de la cual le nació tan gran envidia que lo traía muy fatigado sin dejarle reposar, hasta que un día, no pudiendo sufrir su pasión, la mostró muy al descubierto, como veremos adelante.

Será razón digamos aquí lo que intentaron los indios de la comarca entre tanto que los castellanos hacían sus carabelas, para lo cual es de saber que, frontero del pueblo Guachoya, de la otra parte del Río Grande, como atrás dijimos, había una grandísima provincia llamada Quigualtanqui, abundante de comida y poblada de mucha gente, cuyo señor era mozo y belicoso, amado y obedecido en todo su estado, y temido en los ajenos por su gran poder.

Este cacique, viendo que los españoles hacían navíos para irse por el río abajo y considerando que pues habían visto tantas y tan buenas provincias como en aquel reino habían descubierto y que, llevando noticia de las riquezas y buenas calidades de la tierra (como gente codiciosa que buscaba donde poblar), volverían en mayor número a la conquistar y ganar para sí, quitándola a sus señores naturales, lo cual le pareció que sería bien prevenirse con dar orden que los españoles no saliesen de aquella tierra, sino que muriesen todos en ella, porque en parte alguna no diesen aviso de lo que en aquel reino habían visto. Con este mal propósito mandó llamar los nobles y principales de su tierra y les declaró su intención y les pidió su parecer.

Los indios concluyeron ser muy acertado lo que su curaca y señor contra los castellanos quería hacer, y que el parecer y consejo de ellos era que con toda brevedad se pusiese por obra la intención del cacique y que ellos le servirían hastar morir.

Con esta común determinación de los suyos, Quigualtanqui, por asegurar más su hecho, envió embajadores a los demás caciques y señores de la comarca avisándoles de la determinada voluntad que contra los españoles tenía, y que, pues el peligro que temía y deseaba remediar corría por todos, les rogaba y exhortaba, dejadas las enemistades y antiguas pasiones que siempre entre ellos había, acudiesen conformes y unánimes a estorbar y atajar el mal que les podría venir si gentes extrañas fuesen a quitarles sus tierras, mujeres e hijos, haciéndolos esclavos y tributarios.

Los curacas y señores de la comarca recibieron cada uno de por sí con mucho aplauso y regocijo a los embajadores de Quigualtanqui, y con la misma solemnidad aprobaron su parecer y consejo y loaron mucho su discreción y prudencia, así por parecerles que tenía razón en lo que decía como por no le desdeñar y enojar si lo contradijesen, que todos le temían por ser más poderoso que ellos.

De esta manera se aliaron diez curacas de una parte y otra del río, y entre todos ellos fue acordado que cada uno en su tierra, con gran secreto y diligencia, apercibiese la gente que pudiese y juntase las canoas y los demás aparatos necesarios para la guerra que en tierra y agua pretendían hacer a los españoles; y que con ellos fingiesen paz y amistad para descuidarlos y tomarlos desapercibidos; y que cada uno de por sí enviase sus embajadores, y no fuesen todos juntos, porque los españoles no sospechasen algo de la liga y se recatasen de ellos.

Concluida la conjuración entre los curacas, Quigualtanqui, como principal autor de ella, envió luego sus mensajeros al gobernador Luis de Moscoso ofreciéndole su amistad y el servicio que de él quisiese recibir. Lo mismo hicieron los demás caciques, a los cuales respondió el general agradeciendo su buen ofrecimiento y que los españoles holgaban mucho tener paz y amistad con ellos. Y, en efecto, holgaron con la embajada, no entendiendo la traición que debajo de ella había, y el contento fue porque había muchos días que andaban ahítos de pelear.

En esta liga, aunque fue convidado, no quiso entrar el cacique Anilco, ni su capitán general, a quien también llamamos Anilco; antes les pesó saber que los demás curacas tratasen de matar los castellanos porque los amaban y querían bien. Con este amor, y por cumplir la fe y palabra que de su leal amistad les habían dado, el apu Anilco, de parte de su cacique y suya, dio cuenta al gobernador de lo que los indios de la comarca trataban contra él y, habiendo dado el aviso, dijo que de nuevo ofrecía a su señoría el servicio y amistad de su cacique y la suya y que le servirían con el mismo amor y lealtad que hasta entonces, y prometía de avisar adelante lo que entre los conjurados se tratase.

El gobernador, con muy buenas palabras, agradeció al general Anilco lo que le dijo, y las mismas envió a decir a su curaca, estimando mucho su amistad y lealtad.

Es de notar que el cacique Anilco, aunque hacía a los españoles la amistad y servicio que hemos dicho, nunca quiso venir a ver al general y siempre se excusó con decir que tenía falta de salud. Mas la verdad es que él mismo confesaba a los suyos estar corrido y avergonzado de no haber aceptado la paz y amistad que los castellanos, cuando la primera vez vinieron a su tierra, le habían ofrecido, y decía que este empacho no le daba lugar a que pareciese ante ellos.

Del curaca Guachoya, que también se mostraba ser amigo de los nuestros, no se pudo saber de cierto si entraba en la liga o no, mas sospechose que, pues no daba noticia de ella, la consentía, y que a su tiempo entraría en ella. A esta sospecha y mal indicio ayudaba otro peor, que era el odio y rencor que mostraba tener al cacique Anilco, y lo mucho que le pesaba de que el gobernador y los españoles le honrasen y preciasen tanto como le estimaban. Lo cual ellos hacían en agradecimiento de lo mucho que les ayudaba para hacer los bergantines y por lo que nuevamente con su lealtad les había obligado en avisarles del levantamiento de la tierra. Empero Guachoya, no atendiendo a las obligaciones de los españoles, antes instigado de la enemistad antigua y de la envidia presente, andaba siempre con el gobernador descomponiendo y desacreditando a Anilco, diciendo de él en secreto todo el mal que podía. Lo cual atribuían el general y sus capitanes que lo hacía con industria y maña para que no creyesen a Anilco si de la liga les hubiese dicho o dijese algo, porque Guachoya, por no haber querido Anilco entrar en ella, lo tenía por sospechoso y contrario de todos y temía que había de descubrir la traición que los demás curacas tenían ordenada, y así andaba disimuladamente previniendo lo que parecía convenirle.

Capítulo X. Guachoya habla mal de Anilco ante el gobernador y Anilco le responde y desafía a singular batalla

Con sus pasiones viejas y nuevas anduvo Guachoya contrastando algunos días por no mostrarlas en público. Mas no pudiendo contenerse de ellas, perdida la paciencia y todo buen comedimiento, dijo al gobernador públicamente, en presencia de muchos capitanes y soldados que con él estaban, y delante del mismo Anilco, muchas palabras que, según las lenguas declararon, decían así:

«Señor, días ha que traigo mucha pesadumbre de ver la demasiada honra que vuestra señoría y estos caballeros, capitanes y soldados hacen a este hombre, porque el honor me parece que se deba dar a cada uno conforme a su estado y según su calidad y cantidad, y de lo uno y de lo otro hay en él poco o nada, porque es pobre, hijo y nieto de padres y abuelos pobres, y de su linaje es lo mismo, que no tiene más calidad que ser criado y vasallo de otro señor como yo, y yo también tengo criados y vasallos que le igualan y hacen ventaja en calidad y hacienda. He dicho esto a vuestra señoría para que vea en quién emplea su favor y crédito, para que de hoy más no dé tanta fe a sus palabras, que venga a redundar en perjuicio ajeno, que, siendo él pobre y no teniendo linaje a que respetar, engañará a vuestra señoría fácilmente si no se recela de él». Esto fue, en suma, lo que el cacique Guachoya dijo; empero el semblante y otras muchas palabras superfluas e injuriosas que habló mostraron bien el odio y la envidia que al capitán Anilco tenía.

El cual, entre tanto que Guachoya hablaba, no hizo semblante alguno de interrumpirle, que fue notado por los españoles; antes, sin hablar palabra ni hacer meneo, le dejó decir todo lo que quiso y, cuando vio que había acabado, se levantó en pie y dijo al gobernador suplicaba a su señoría le hiciese merced de permitir que, pues Guachoya en presencia de su señoría y de tantos capitanes y soldados, sin respeto de ellos, le había maltratado en su honra, le fuese lícito, delante de ellos mismos, volver por ella con verdad y justicia, y lo que así no fuese, holgaría que Guachoya le contradijese, para que se averiguase y sacase en limpio la verdad de lo que en aquel caso había, para que se viese la poca o ninguna razón que Guachoya tenía de haberle maltratado, y que, pues su señoría en paz y en guerra era gobernador, capitán general y juez supremo de todos ellos, no le negase la petición, pues era justa y en cosa de su honra, que él tanto estimaba.

Luis de Moscoso le dijo que hablase lo que bien le estuviese, mas que fuese sin desacatar ni maltratar a Guachoya, porque no se lo consentiría. Y a los intérpretes mandó que declarasen lo que Anilco dijese sin quitarle nada, para ver si decía algún descomedimiento a Guachoya.

Anilco, habiendo hecho una solemnísima veneración al gobernador, dijo que hablaría verdades sin desacatar a nadie, y suplicaba a su señoría le perdonase, que había de ser prolijo. Y, diciendo esto, se volvió a sentar y, enderezando el rostro a Guachoya, le habló el razonamiento siguiente a pedazos, porque los intérpretes lo fuesen declarando como lo iba diciendo:

«Guachoya, sin razón alguna me habéis querido menospreciar y maltratar delante del gobernador y de sus caballeros, debiéndome honrar por lo que vos sabéis y yo delante diré qué he hecho por vos y por vuestro estado. Yo tengo licencia del gobernador para responderos volviendo por mi honra, no me contradigáis lo que con verdad dijese, porque con vuestros propios vasallos y criados lo probaré para mayor vergüenza y confusión vuestra.

»Lo que no fuese verdad, o lo que yo con vanidad o soberbia dijese encarecidamente más de lo justo, holgaré que lo contradigáis, porque deseo que el gobernador y todo su ejército sepa la verdad o falsedad de lo que habéis dicho y vea la sinrazón que para decirlo habéis tenido, por tanto, no me atajéis hasta que haya acabado.

»Decís que soy pobre, y que lo fueron mis padres y abuelos. Decís verdad, que no fueron ricos, mas no tan pobres como vos los hacéis, que siempre tuvieron hacienda propia de que se sustentaron, y yo, con el favor de mi buena ventura, de vuestros despojos y de otros tan grandes señores como vos, he ganado en la guerra muy largamente lo que para sustentar mi casa y familia he menester conforme a la calidad de mi persona, de manera que ya puedo entrar en el número de los ricos que vos tanto estimáis.

»A lo que decís que soy de vil y bajo linaje, bien sabéis que no dijistes verdad, que, aunque mi padre y abuelo no fueron señores de vasallos, lo fue mi bisabuelo, y todos sus antepasados, cuya nobleza hasta mi persona se ha conservado sin haberse estragado en cosa alguna, de suerte que, en cuanto a la calidad y linaje, soy tan bueno como vos y como todos cuantos señores de vasallos sois en toda la comarca».

«Decís que soy vasallo de otro. Decís verdad, que no todos pueden ser señores, porque de los hijos de un señor el mayor se lleva el estado y los demás hermanos quedan por súbditos. Mas también es verdad que mi señor Anilco, ni su padre ni abuelo, ni a mí ni a los míos no nos han tratado como a vasallos sino como a deudos cercanos descendientes de hijo segundo de su casa, de su propia carne y sangre. Y nosotros, como tales, nunca le hemos servido en oficios bajos y serviles, sino en los más preeminentes de su casa. Y en mi particular, sabéis que apenas pasaba yo de los veinte años cuando me eligió por su capitán general, y poco después me nombró por su lugarteniente y gobernador en todo su estado y señorío. De manera que ha veinte años que en la paz y en la guerra soy la segunda persona de Anilco, mi señor. Y, después que soy su capitán general, sabéis que he vencido todas las batallas que contra sus enemigos he dado.

»Particularmente vencí en una batalla a vuestro padre, y después a todos sus capitanes que en veces envió contra mí. Y ahora últimamente, después que heredasteis vuestro estado habrá seis años, juntasteis todo vuestro poder y me fuisteis a buscar sólo por vengaros de mí, y yo salí al encuentro, y di la batalla, y os vencí y prendí en ella a vos y a dos hermanos vuestros y a todos los nobles y ricos de vuestra tierra.

»Entonces, si yo quisiera, pudiera quitaros el estado y tomarlo para mí, pues en todo él no había quien me lo contradijera y la gente común de vuestros vasallos quizá holgaran de ello antes que pesarles; mas no solamente no lo pretendí, ni aun lo imaginé, antes en la prisión os regalé y serví como si fuérades mi señor y no mi prisionero. Y lo mismo hice con vuestros hermanos y vasallos y criados, hasta el menor de ellos. Y en las capitulaciones de vuestra libertad y de los vuestros os fui muy buen tercero, que por mi causa salisteis todos de la prisión, porque, sin hacer mucho caudal de las palabras y promesas que entonces hicisteis, fui vuestro fiador y abonador de ellas porque, cuando las quebrantásedes, como este verano pasado las quebrantasteis, tenía ánimo de volveros a la prisión, como lo haré cuando se hayan ido los españoles, con cuyo favor, no entendiendo ellos vuestro mal pecho, fuisteis a ultrajar el templo y entierro de mi señor Anilco y de sus pasados, y quemarle sus casas y pueblo principal, lo cual os será bien demandado, yo os lo prometo.

»Decís también que la honra y estima que se debe al señor de vasallos no es bien que se dé al que no lo es. Tenéis razón, cuando él merece ser señor. Mas juntamente con esto sabéis vos que muchos súbditos merecen ser señores y muchos señores, aun para ser vasallos y criados de otros, no son buenos. Y, si el estado, que tanto os ensoberbece, no lo hubiérades heredado, no hubiérades sido hombre para ganarlo, y yo, que nací sin él, si hubiera querido, lo he sido para habéroslo quitado. Y porque no es de hombres sino de mujeres reñir de palabra vengamos a las armas, y véase por experiencia cuál de los dos merece por su virtud y esfuerzo ser señor de vasallos.

»Vos y yo entremos solos en una canoa. Por este Río Grande abajo van a vuestra tierra, y por otro, que siete leguas de aquí entra en él, van a la mía. El que más pudiese en el camino, lleve la canoa a su casa. Si me matáredes, habréis vengado como hombre vuestros agravios, pues para vos lo han sido los favores que mi buena ventura me ha dado y la honra y merced que estos caballeros me han hecho y hacen, y también habréis satisfecho a la envidia y malquerencia que contra mí os traen fuera de razón. Y si yo os matare, os enviaré desengañado, que el merecimiento de los hombres no está en ser muy ricos ni en tener muchos vasallos sino en merecerlo por su propia virtud y valentía.

»Esto respondo a las palabras que tan sin razón contra mi honra y linaje dijisteis sin haberos yo ofendido en cosa alguna, si ya no tomáis por ofensa el haber yo servido a mi señor Anilco lealmente y con buena dicha. Mirad si tenéis algo que contradecirme, que yo me ofrezco a la prueba para que estos españoles vean que es verdad lo que he dicho. Y si sois hombre para aceptar el desafío que para en la canoa os hago, decid lo que se os antojare, que en ella me satisfaré de todo lo que mal hubiéredeis hablado».

Capítulo I. Hieren los españoles un indio espía y la queja que sobre ello tuvieron los curacas

El cacique Guachoya no respondió cosa alguna a todo lo que el capitán general Anilco le dijo, antes en el semblante del rostro mostró quedar corrido y avergonzado de haber movido la plática (que muchas veces suele acaecer quedar afrentado el que pretende afrentar a otro), por lo cual el gobernador y los que con él estaban infirieron que era verdad lo que Anilco había dicho y allí adelante lo tuvieron en más.

El general Luis de Moscoso, habiendo considerado que la enemistad de los caciques, si la dejase pasar adelante, redundaría en daño y perjuicio suyo, porque haciéndose ellos guerra no acudirían con la provisión de las cosas necesarias para hacer los bergantines, les dijo que, pues igualmente ambos eran sus amigos, no sería razón que entre sí fuesen enemigos, porque no sabrían los castellanos a cuál de ellos acudir a hacer amistad. Por tanto les rogaba que, olvidada toda enemistad que entre ellos hubiese habido, fuesen amigos.

Los curacas respondieron que holgaban obedecer a su señoría y le prometían no hablar más en aquel caso; empero el gobernador, no fiando en las promesas que Guachoya había hecho de su amistad, temió no tuviese alguna celada en el camino para cuando Anilco se fuese a su casa y se vengase de él. Por lo cual, cuatro días después de lo que hemos dicho, que Anilco se quiso ir, mandó le acompañasen treinta caballeros hasta ponerlo en seguro. Aunque Anilco lo rehusaba, y mostraba tener tan poco temor a su contrario que decía no haber menester los caballos, y aunque entonces los llevó por obedecer al gobernador, otras muchas veces fue y vino a su casa con no más de diez o doce indios de compañía, por dar a entender a los españoles que temía poco o nada a sus contrarios.

Entretanto que estas cosas pasaban en el real de los castellanos, el curaca Quigualtanqui y sus conjurados no cesaban en su mala intención, antes con ella de día y de noche con presentes y recaudos fingidos enviaban muchos mensajeros, los cuales, después de haberlos dado, andaban por todo el alojamiento de los españoles en son de amigos, mirando con atención cómo se velaban los cristianos de noche, y de qué manera tenían las armas, y a qué recaudo estaban los caballos, para aprovecharse en su traición de cualquier descuido que los nuestros pudiesen tener. Y no aprovechaba cosa alguna que el gobernador les hubiese mandado muchas veces que no viniesen de noche, antes lo hacían peor, porque les parecía que, siendo amigos, como se fingían, tenían libertad para todo aquello.

De lo cual desdeñado Gonzalo Silvestre, de quien otras veces hemos hecho mención, el cual como los demás españoles había estado enfermo y llegado muchas veces a lo último de la vida, viéndose ya convaleciente y siendo una noche centinela y guarda de una de las puertas del pueblo, velando el cuarto de la modorra, a punto de la media noche, con una luna clara que hacía, vio venir dos indios con grandes plumajes en las cabezas y sus arcos y flechas en las manos. Los cuales, habiendo pasado el foso de agua por un árbol caído que servía de puente, se fueron derechos a la puerta. Gonzalo Silvestre dijo al compañero que con él velaba, llamado Juan Garrido, natural de Tierra de Burgos: «Aquí vienen dos indios, y al primero que entrase por la puerta pienso dar una cuchillada por la cara porque no se desvergüencen tanto a venir de noche habiendo el gobernador prohibídolo».

El castellano respondió diciendo: «Dejádmela dar a mí, que estoy algo más recio, porque vos estáis muy flaco y debilitado». Gonzalo Silvestre dijo: «Para asombrarles, como quiera que se la dé bastará». Y, diciendo esto, se apercibió para recibir los indios que llegaban cerca, los cuales, viendo la puerta abierta, que era un postigo pequeño, sin pedir licencia ni hablar palabra se entraron por ella como si entraran por su propia casa. Viendo el español la desvergüenza y poco temor que traían, se le dobló el enojo y al primero que entró le dio una cuchillada en la frente, de la cual cayó en el suelo y, apenas hubo caído, cuando se levantó y cobrando su arco y flechas volvió las espaldas huyendo a más no poder. Gonzalo Silvestre, aunque pudo, no quiso matarle por parecerle que para escarmentar los indios bastaba lo hecho. El indio compañero del herido, sintiendo el golpe, sin aguardar a ver qué había sido del compañero, echó a huir y, atinando al árbol que estaba en el foso, pasó por él y llegó donde había dejado la canoa en el Río Grande y, sin esperar al amigo, se metió en ella y pasó el río tocando arma a los suyos.

El indio herido, con la sangre que le caía sobre los ojos o por el miedo que podía llevar no fuesen tras él para acabarlo de matar, se arrojó al agua del foso y lo pasó a nado, e iba dando voces al compañero que estaba ya en su salvo. Los indios que había de la otra parte del río, oyendo las voces del herido, salieron al socorro y lo cobraron y llevaron consigo.

El día siguiente, al salir del sol vinieron cuatro indios principales al gobernador a quejarse en nombre de Quigualtanqui y de todos los caciques sus vecinos y comarcanos de que con tanto agravio y general menosprecio de todos ellos se hubiese violado la paz y amistad que entre ellos tenían hecha, porque decían que el indio herido era de los más principales y más emparentados que entre ellos había, por tanto suplicaba a su señoría, para satisfacción de todos, mandase luego matar públicamente al soldado o capitán que lo hubiese hecho, porque el indio quedaba herido de muerte. A mediodía vinieron otros cuatro indios principales con la misma demanda y dijeron que el indio quedaba muriéndose. A puesta de sol volvieron otros cuatro con la misma queja, diciendo que ya el indio era muerto y que pedían satisfacción de su muerte con la del español que tan injustamente se la había dado.

Capítulo I. Diligencia de los españoles en hacer los bergantines, y de una bravísima creciente del Río Grande

El general Luis de Moscoso respondió todas tres veces que él no había mandado lo que con el indio herido se había hecho porque deseaba conservar la paz y amistad que con Quigualtanqui y los demás curacas tenía hecha; que un soldado que presumía mucho de la soldadesca y de guardar las reglas militares lo había hecho de oficio, al cual, si por complacer a los caciques él quisiese castigar, no se lo consentirían los demás soldados y capitanes porque, en rigor de justicia o de milicia, el soldado no había tenido culpa en haber hecho bien su oficio; que el indio herido, o muerto, que sin hablar a las centinelas había entrado, y los caciques que lo habían enviado a aquellas horas habiendo sido avisados no enviasen recaudos de noche tenían la culpa, y que, pues en lo pasado ya no había remedio, en el porvenir hiciesen los caciques lo que se les había encomendado para que no hubiesen achaques de quebrantar la paz y perder la amistad que con ellos había.

Con esta respuesta se fueron muy enojados los embajadores y la dieron a los caciques, incitándoles a mayor ira y enojo con el atrevimiento y desdén de los españoles. Por lo cual todos ellos acordaron que, disimulando la ofensa recibida para vengarla a su tiempo, se diesen más prisa a poner en ejecución lo que contra ellos tenían maquinado.

Entre los nuestros tampoco faltó capitán que aprobase la queja de los indios diciendo que era mal hecho que no se castigase la muerte de un indio principal, que era dar ocasión a los caciques amigos a que se rebelasen contra ellos. Sobre la cual plática hubiera habido entre los españoles rnuy buenas pendencias, si los más discretos y menos apasionados no las excusaran porque ella había nacido de cierta pasión secreta que entre algunos de ellos había.

Que sucedió lo que hemos dicho, eran ya a los principios de marzo, y los castellanos, con deseo de salir de aquella tierra, que los días se les hacían años, no cesaban un solo punto de la obra de los carabelones, y los más de los que trabajaban en las herrerías y carpinterías eran caballeros nobilísimos que nunca imaginaron hacer tales oficios, y éstos eran los que en ellos mejor se amañaban, porque el mejor ingenio que naturalmente tienen y la necesidad que tenían de otros mejores oficiales les hacía ser maestros de lo que nunca habían aprendido.

A esta obra de navíos llamamos unas veces bergantines y otras carabelones conforme al común lenguaje de estos españoles, que los llamaban así y, en efecto, ni eran lo uno ni lo otro, sino unas grandes barcas hechas según la poca, flaca y afligida posibilidad que para las hacer los nuestros tenían.

El capitán general Anilco era el todo de esta obra por la magnífica provisión que hacía de todo lo que para los bergantines le pedían, que era con tanta abundancia en las cosas y con tanta brevedad en el tiempo que los mismos cristianos confesaban que, si no fuera por el favor y ayuda de este buen indio, era imposible que salieran de aquella tierra.

Otros españoles que no tenían habilidad para labrar hierro ni madera la tenían para otras cosas tan necesarias como aquéllas, que era el buscar de comer para todos. Estos particularmente procuraban matar pescado del Río Grande, porque era cuaresma y lo había menester. Para la pesquería hicieron anzuelos grandes y chicos, que hubo quien se atreviese a hacerlos tan diestra y sutilmente que parecía haberlos hecho toda su vida, los cuales echaban en el río a prima noche, cebados y engastados en largos volantines, y los requerían por la mañana, y hallaban grandísimos peces asidos a ellos.

Pez hubo de éstos, muerto así con anzuelo, que la cabeza sola pesó cuarenta libras de a diez y seis onzas. Con la buena diligencia de los pescadores, que los más días sobraba pescado, y con el mucho maíz, legumbres y fruta seca que los españoles hallaron en los dos pueblos llamados Aminoya, tuvieron bastantemente de comer toda la temporada que en aquella provincia estuvieron y aun les sobró para llevar después en los bergantines.

Quigualtanqui y los demás curacas de la comarca, mientras andaba la obra de los carabelones, no estaban ociosos, que cada uno de ellos por sí levantaba en su tierra toda la más gente de guerra que podía para juntar entre todos treinta o cuarenta mil hombres de pelea y dar de sobresalto en los españoles y matarlos todos, o, a lo menos, quemarles toda la máquina y aparato que para los navíos tenían hecho, de manera que por entonces no pudiesen salir de su tierra, porque después, con la guerra continua que les pensaban hacer, les parecía los irían gastando con facilidad porque ya les veían pocos caballos, que era la fuerza principal de ellos, y los hombres eran ya tan pocos que, según se habían informado, faltaban las dos tercias partes de los que en la Florida habían entrado, y sabían que su capitán general Hernando de Soto, que valía por todos ellos, era ya fallecido. Por las cuales nuevas les crecía el deseo de poner en efecto su mala intención y no esperaban más de ver llegado el día que para su traición tenían señalado.

El día debía de estar ya cerca, porque unos indios de los que de ordinario traían los presentes y recaudos falsos de los curacas, encontrándose a solas con unas indias criadas de los capitanes Arias Tinoco y Alonso Romo de Cardeñosa, les dijeron: «Tened paciencia, hermanas, y alegraos con las nuevas que os damos, que muy presto os sacaremos del cautiverio en que estos ladrones vagamundos os tienen, porque sabed que tenemos concertado de los degollar y poner sus cabezas en sendas lanzas para honra de nuestros templos y entierros y sus cuerpos han de ser atasajados y puestos por los árboles, que no merecen más que esto». Las indias dieron luego cuenta a sus amos de lo que los indios les habían dicho.

Sin este indicio, las noches que hacía serenas, se oía el ruido que en diversos lugares de la otra parte del río los indios hacían, y se veían muchos fuegos apartados unos de otros, y se entendía claramente que fuesen tercios de gente de guerra que se andaba juntando para ejecutar su traición. La cual, por entonces, Dios Nuestro Señor estorbó con una poderosísima creciente del Río Grande que en aquellos mismos días, que eran los ocho o diez de marzo, empezó a venir con grandísima pujanza de agua, la cual a los principios fue hinchiendo unas grandes playas que había entre el río y sus barrancas, después fue poco a poco subiendo por ellas hasta llenarlas todas. Luego empezó a derramarse por aquellos campos con grandísima bravosidad y abundancia y, como la tierra fuese llana, sin cerros, no hallaba estorbo alguno que le impidiese la inundación de ella.

A los diez y ocho de marzo de mil y quinientos y cuarenta y tres, que aquel año fue Domingo de Ramos según parece por los computistas, antes de la reformación de los diez días del año, andando los españoles en la procesión que con todos sus trabajos hacían celebrando la entrada de Nuestro Redentor en Hierusalen, conforme a las ceremonias de la Santa Iglesia Romana, Madre y Señora nuestra, entró el río con la ferocidad y braveza de su creciente por las puertas del pueblo Aminoya y dos días después no se podían andar las calles sino en canoas.

Tardó esta creciente cuarenta días en subir a su mayor pujanza, que fue a los veinte de abril. Y era cosa hermosísima ver hecho mar lo que antes era montes y campos, porque a cada banda de su ribera se extendió el río más de veinte leguas de tierra, y todo este espacio se navegaba en canoas, y no se veía otra cosa sino las aljubas y copas de los árboles más altos. En este paso, contando la creciente del río, dice Alonso de Carmona: «Y nos acordamos de la buena vieja que nos dio el pronóstico de esta creciente». Son éstas sus propias palabras.

Capítulo I. Envían un caudillo español al curaca Anilco por socorro para acabar los bergantines

Por las semejantes inundaciones que este Río Grande y otros que en la historia se han nombrado hacen con sus crecientes, procuran los indios poblar en alto donde hay cerros y, donde no los hay, los hacen a mano, principalmente para las casas de los señores, así por la grandeza de ellos como porque no se aneguen. Y las casas particulares las hacen tres y cuatro estados altas del suelo, armadas sobre gruesas vigas que sirven de pilares, y de unas a otras atraviesan otras vigas y hacen suelo, y encima de este suelo de madera levantan el techo con sus corredores por todas cuatro partes, donde echan la comida y las demás alhajas, y en ella se socorren de las crecientes grandes. Las cuales no eran cada año sino según que en las regiones y nacimientos de los ríos hubiese nevado el invierno antes y lloviese el verano siguiente, y así fue la creciente de aquel año mil y quinientos y cuarenta y tres grandísima por las muchas nieves que vimos haber caído el invierno pasado, si ya no fuese lo que dijo la vieja que creciese de catorce en catorce años, lo cual se podrá experimentar si la tierra se conquista, como yo lo espero.

Durante la creciente del río fue necesario enviar una escuadra de veinte soldados que fuesen en cuatro canoas atadas de dos en dos, porque, yendo sencillas, no se trastornasen los árboles que debajo del agua topasen. Los soldados habían de ir al pueblo de Anilco, que estaba veinte leguas de Aminoya, a pedir mantas viejas de que hacer estopa para calafatear los bergantines y sogas para jarcias y resina de árboles para brea, que, aunque de todas estas cosas tenían hecha provisión, les faltó para acabar la obra.

Por caudillo de los veinte soldados eligieron a Gonzalo Silvestre, que fuese con ellos, así porque era muy buen soldado y capitán como porque pocos días antes había hecho un gran servicio y regalo al curaca Anilco. Y fue que en la jornada que el año antes, como atrás dejamos dicho, el gobernador Hernando de Soto hizo al pueblo de Anilco, donde los guachoyas hicieron aquellas crueldades y quemaron el pueblo, Gonzalo Silvestre había preso un muchacho de doce o trece años que acertó a ser hijo del mismo cacique Anilco, el cual había traído consigo en todo el camino pasado que los españoles anduvieron hasta la tierra que llamamos de los Vaqueros y lo había vuelto a la provincia de Aminoya, donde entonces estaban, y este muchacho solo le había quedado y escapado de la enfermedad pasada de cinco indios de servicio que en aquella jornada había llevado consigo, y, cuando los españoles se volvieron al Río Grande, el curaca Anilco había hecho pesquisa de su hijo y, sabiendo que era vivo, como él fuese amigo de los españoles, lo había pedido, y Gonzalo Silvestre, por los muchos beneficios que el cacique les hacía, se lo había dado de muy buena voluntad, aunque el muchacho, como muchacho, al entregársele a los suyos, había rehusado ir con ellos porque estaba ya hecho con los españoles. Por este servicio que Gonzalo Silvestre había hecho al curaca Anilco lo eligió el gobernador por parecerle que, teniéndole obligado con la restitución del hijo, alcanzaría más gracia con él que otro alguno de su ejército.

El Silvestre fue con los veinte de su cuadrilla y para guías y remeros llevó indios de los mismos de Anilco. Llegando al pueblo halló que estaba hecho isla y que la creciente del río pasaba otras cinco o seis leguas adelante, de manera que por aquella parte había salido el río de su madre veinte y cinco leguas.

Luego que el cacique Anilco supo que había castellanos en su pueblo y quién era el caudillo y lo que venían a pedir, mandó llamar a su capitán general Anilco y le dijo: «Capitán, mostraréis el ánimo y voluntad que al servicio de los españoles tenemos con mandar que los regalen y festejen más que a mi propia persona y con darles recaudo que para sus bergantines piden tan cumplidamente como si fuera para nosotros mismos, por el amor que a todos les tenemos y por la particular obligación en que este capitán nos ha puesto con la restitución de mi hijo. Y mirad que fío esto de vuestra persona más que de la mía porque sé que a todo daréis mejor recaudo que yo, como hacéis siempre lo que se os encomienda».

Dada esta orden, mandó llamar a Gonzalo Silvestre y que no fuese ninguno de los suyos con él, porque dijo que de no haberlos recibido con amistad la vez primera que a su tierra habían llegado estaba tan corrido y avergonzado que toda su vida sentiría pena y dolor de aquella mengua y afrenta que a sí propio se había hecho y que por este delito no osaba parecer delante de los españoles.

A Gonzalo Silvestre salió a recibir fuera de su casa, y lo abrazó con mucho amor, y lo llevó hasta su aposento, y no quiso que saliese de él todo el tiempo que los castellanos estuvieron en su pueblo. Gustaba mucho de hablar con él y saber las cosas que a los españoles habían sucedido en aquel reino, y cuáles provincias y cuántas habían atravesado, y qué batallas habían tenido y otras muchas particularidades que habían pasado en aquel descubrimiento. Con estas cosas se entretuvieron los días que allí estuvo Gonzalo Silvestre, y les servía de intérprete el hijo del cacique que le había restituido.

Entre estas pláticas y otras que siempre tenían, dijo el cacique un día de los últimos que Gonzalo Silvestre estuvo con él: «Basta, capitán, que Guachoya, no habiendo él ni cosa suya tenido jamás ánimo ni osadía de poner los pies en todo el término de mi estado y señorío, se atrevió, con el favor de los castellanos, a venir a mi pueblo y entrar en mi propia casa y saquearla con mucha desvergüenza y ningún respeto del que debía tenerme e hizo otras insolencias y crueldades con los niños y viejos en venganza nunca esperada de sus injurias y, no contento con lo que hizo en los vivos, pasó a injuriar los muertos con sacar los cuerpos de mis padres y abuelos de sus sepulcros y echarlos por tierra y arrastrar, hollar y acocear los huesos que yo tanto estimo, y, últimamente, se atrevió a poner fuego a mi pueblo y casa contra la voluntad del gobernador y de todos sus españoles, que bien informado estoy de todo lo que entonces hubo, a lo cual no tengo más que decir sino que vosotros os iréis de esta tierra y nosotros nos quedaremos en ella, y quizá algún día me desquitaré del juego perdido».

Las mismas palabras son que el cacique dijo a Gonzalo Silvestre, y las habló con todo el sentimiento de afrenta y enojo que se puede encarecer. Por lo cual se entendió que este curaca hubiese hecho e hiciese tanta amistad a los castellanos, lo uno, porque no se inclinasen a favorecer a Guachoya contra él, y lo otro, porque para vengar su afrenta desease que los españoles se fuesen presto de aquella tierra y por esto les hubiese dado y diese con tanta liberalidad los recaudos que para los bergantines le pedían, y así, ahora últimamente, para lo que le pidieron, hizo todo el esfuerzo y diligencia posible y con brevedad les dio recaudo de las mantas, sogas y resina que les pedían en más cantidad que había sido la demanda ni la esperanza de ella, porque los españoles habían ido temerosos, que, por falta de lo que pedían, no había de poder el cacique darles recaudo. El cual, juntamente con las municiones, les dio veinte canoas e indios de guerra y de servicio y un capitán que les sirviese y llevase a recaudo. Y a la despedida abrazó a Gonzalo Silvestre y le dijo que le disculpase con el gobernador de no haber ido personalmente a besarle las manos, y que, en lo que tocaba a la liga de Quigualtanqui y sus confederados, le avisaría con tiempo de lo que contra los castellanos maquinasen. Con este recaudo volvió Gonzalo Silvestre al gobernador y le dio cuenta de lo que en aquel viaje le había sucedido.

Capítulo V. Sucesos que durante el crecer y menguar del Río Grande pasaron, y el aviso que de la liga dio Anilco

Todo el tiempo que duró el crecer del Río Grande, que fueron cuarenta días, no cesaron los españoles de trabajar en la obra de los bergantines, aunque el agua les hacía estorbo; empero, subíanse a las casas grandes que dijimos habían hecho altas del suelo, que llamaban atarazanas, y allá trabajaban con tan buena maña e industria en todos oficios que aun hasta el carbón para las herrerías hacían dentro en aquellas casas encima de los sobrados de madera, y lo hacían de las ramas que cortaban de los árboles que salían fuera del agua, que entonces no había otra madera ni leña, que todo estaba cubierto de agua. En estas obras los que más notablemente ayudaban a trabajar, no solamente como ayudantes sino como maestros que hubieran sido de herrería y carpintería y calafates, eran dos caballeros hermanos, llamados Francisco Osorio y García Osorio, deudos muy cercanos de la casa de Astorga, y el Francisco Osorio era en España señor de vasallos. Los cuales, aunque tan nobles, acudían con tanta prontitud, maña y destreza a todo lo que era menester trabajar, como siempre habían acudido a todo lo que fue menester pelear, y con el buen ejemplo de ellos se animaban todos los demás españoles nobles y no nobles a hacer lo mismo, porque el obrar tiene más fuerza que el mandar para ser imitado.

Con la creciente del Río Grande, como la inundación fuese tan excesiva, se deshizo toda la gente de guerra que los caciques de la liga contra los castellanos habían levantado, porque a todos ellos les fue necesario y forzoso acudir a sus pueblos y casas a reparar y poner en cobro lo que en ellas tenían, con lo cual estorbó Nuestro Señor que por entonces no ejecutasen estos indios el mal propósito que tenían de matar los españoles o quemarles los navíos. Y, aunque la gente se deshizo, los curacas no se apartaron de su mala intención, y, para la encubrir, enviaban siempre recaudos de su amistad fingida, a los cuales respondía el gobernador con la disimulación posible, dándoles a entender que estaba ignorante de la traición de ellos, mas no por eso dejaba de recatarse y guardarse en todo lo que convenía para que sus enemigos no le dañasen.

A los últimos de abril empezó a menguar el río tan a espacio como había crecido, que aún a los veinte de mayo no podían andar los castellanos por el pueblo sino descalzos y en piernas por las aguas y lodos que había por las calles.

Esto de andar descalzos fue uno de los trabajos que nuestros españoles más sintieron de cuantos en este descubrimiento pasaron, porque, después de la batalla de Mauvila, donde se les quemó cuanto vestido y calzado traían, les fue forzoso andar descalzos, y, aunque es verdad que hacían zapatos, eran de cueros por curtir y de gamuzas, y las suelas eran de lo mismo, y de pieles de venados que, luego que se mojaban, se hacían una tripa. Y, aunque pudieran, usando de su habilidad, pues la tenían para cosas mayores y más dificultosas, hacer alpargates, como lo hicieron los españoles en México y en Perú y en otras partes, en esta jornada de la Florida no les fue posible hacerlos porque no hallaron cáñamo ni otra cosa de que los hacer. Y lo mismo les acaeció en el vestir, que, como no hallasen mantas de lana ni de algodón, se vestían de gamuza, y sola una ropilla servía de camisa, jubón y sayo, y habiendo de caminar y pasar ríos o trabajar con agua que les caía del cielo, no teniendo ropa de lana con que defenderse de ella, les era forzoso andar casi siempre mojados y muchas veces, como lo hemos visto, muertos de hambre, comiendo hierbas y raíces por no haber otra cosa. Y de esto poco que en nuestra historia hemos dicho y diremos hasta el fin de ella podrá cualquier discreto sacar los innumerables y nunca jamás bien ni aun medianamente encarecidos trabajos que los españoles en el descubrimiento, conquista y población del nuevo mundo han padecido tan sin provecho de ellos ni de sus hijos, que por ser yo uno de ellos, podré testificar bien esto.

Fin de mayo volvió el río a su madre habiendo recogido sus aguas que tan largamente había derramado y extendido por aquellos campos. Y, luego que la tierra se pudo hollar, volvieron los caciques a sacar en campaña la gente de guerra que habían apercibido y salieron determinados de dar con brevedad ejecución a su empresa y mal propósito. Lo cual, sabido por el buen capitán general Anilco, fue, como solía, a visitar al gobernador y en secreto, de parte de su cacique y suya, le dio muy particular cuenta de todo lo que Quigualtanqui y sus aliados tenían ordenado en daño de los españoles, y dijo cómo tal día venidero cada curaca, de por sí aparte, le enviaría sus embajadores, y que lo hacían porque no sospechase la liga y traición de ellos si viniesen todos juntos. Y, para mayor prueba de que le decía verdad y que sabía el secreto de los caciques, relató lo que cada embajador había de decir en su embajada y la dádiva y presente que en señal de su amistad había de traer, y que unos vendrían por la mañana y otros a medio día y otros a la tarde, y que estas embajadas habían de durar cuatro días, que era el plazo que los caciques confederados habían puesto y señalado para acabar de juntar la gente y acometer los españoles. Y la intención que traían era matarlos a todos y, cuando no pudiesen salir con esta empresa, a lo menos quemarles los navíos porque no se fuesen de su tierra, que después pensaban acabarlos a la larga con guerra continua que les darían.

Habiendo dicho el general Anilco lo que pertenecía al aviso de la traición de los curacas, dijo: «Señor, mi cacique y señor Anilco ofrece a vuestra señoría ocho mil hombres de guerra, gente escogida y temida de todos los de su comarca, con que vuestra señoría resista y ofenda a sus enemigos. Y yo ofrezco mi persona para venir con ellos y morir en vuestro servicio. También dice mi señor que si vuestra señoría quisiese retirarse a su tierra, que desde luego se la ofrece para todo lo que a vuestro servicio convenga, y muy encarecidamente suplica a vuestra señoría acepte su ánimo y su estado y señorío, y de todo use como de cosa suya propia. Y podrá vuestra señoría creerme que, si va al estado de mi señor Anilco, estará seguro que no osen sus enemigos ofenderle y, entretanto, podrá vuestra señoría ordenar lo que mejor le estuviese».

Capítulo V. El castigo que a los embajadores de la liga se les dio y las diligencias que los españoles les hicieron hasta que se embarcaron

El gobernador, habiendo oído al capitán general Anilco el aviso de la traición de los caciques y los ofrecimientos que de parte de su cacique y suya le hacía, agradeció mucho lo uno y lo otro, y con palabras muy amorosas le dijo que, porque adelante en lo por venir no quedase su curaca Anilco malquisto y enemistado con los demás curacas e indios de la comarca, por haber favorecido tan al descubierto a los castellanos, no aceptaba el socorro de la gente de guerra, y también porque, habiendo de salirse por el río abajo tan en breve como pensaba salir, no era menester hacer guerra a los contrarios, y que, por las mismas causas, tampoco aceptaba la buena compañía de su persona para capitán general, aunque conocía el mucho valor de ella y de cuánto momento fuera su favor y ayuda para los españoles si hubieran de conquistar por guerra a los enemigos; que, habiéndose de ir, no quería dejarlo odioso y enemistado con sus vecinos, ni quería que supiesen cosa alguna del aviso que les había dado de la liga, y por la misma razón rehusaba el retirarse a su tierra porque por entonces no le convenía hacer asiento en aquel reino. Mas ya que no podía admitir los efectos de los ofrecimientos que su cacique y él le hacían, a lo menos recibía los buenos deseos de ambos para acordarse de ellos y de la obligación en que sus palabras y obras a él, y a toda la nación española, habían puesto. Y procurarían pagársela, si en algún tiempo se ofreciesen ocasiones, y que la misma cuenta y memoria tendría el rey de Castilla, su señor, emperador y cabeza que era de todos los reyes y señores y príncipes cristianos, el cual sabría lo que por los castellanos, sus vasallos y criados, habían hecho, y lo mandarían poner escrito en memoria para la gratificar Su Majestad o los reyes sus descendientes, y que esta prenda y promesa les dejaba a ellos y a sus hijos y sucesores en pago del beneficio que les había hecho. Con estas palabras despidió el gobernador al capitán Anilco y quedó apercibido para el suceso venidero habiéndolo consultado con sus capitanes y soldados más principales.

Cuatro días después del aviso, que fue a los primeros de junio del año mil y quinientos y cuarenta y tres, vinieron los embajadores de los caciques de la liga por la misma orden y manera que Anilco había dicho, unos por la mañana, otros a mediodía y otros a la tarde, y trajeron los mismos recaudos de palabra y las propias dádivas que Anilco había dado por seña de la traición de ellos.

Lo cual, visto por el gobernador, mandó que los prendiesen y pusiesen cada uno de por sí aparte para examinarlos en su liga y conjuración, y, llegando al hecho, los indios no la negaron, antes muy llanamente confesaron todo lo que para matar los españoles y quemar los navíos tenían ordenado.

El general, porque el castigo que se había de hacer en los indios embajadores no fuese en tantos como sería si aguardasen a que viniesen todos, mandó que con brevedad lo ejecutasen en los que aquel día habían prendido, porque aquéllos diesen nuevas a los demás de cómo la traición de ellos era entendida y no enviasen más embajadores.

Acabado de tomarles la confesión, el mismo día que vinieron, ejecutaron en ellos el castigo de la maldad de sus caciques y la paga de su embajada. Fue cortar a treinta de ellos las manos derechas.

Los cuales acudían con tanta paciencia a recibir la pena que se les daba que apenas había quitado uno la mano cortada del tajón cuando otro la tenía puesta para que se la cortasen. Lo cual causaba lástima y compasión a los que lo miraban.

Con el castigo de los embajadores se deshizo la liga de sus curacas, porque dijeron que, pues los castellanos tenían noticia de su mal deseo, se recatarían y apercibirían para no ser ofendidos. Y así cada cacique se volvió a su tierra desdeñado de no haber ejecutado su mala intención, la cual guardaron todos en sus pechos para la mostrar en lo que adelante se ofreciese. Y, porque entendieron ser más poderosos en el agua que en tierra, ordenaron entre todos que cada uno apercibiese la más gente y canoas que pudiese para perseguir los españoles cuando se fuesen por el río abajo, donde pensaban matarlos todos.

El gobernador y sus capitanes, habiendo visto ser cierta la gran liga y conjuración que los curacas tenían hecha contra ellos, les pareció sería bien salir con brevedad de sus tierras antes que los enemigos ordenasen otra peor. Con este acuerdo, se dieron mucha más prisa que hasta entonces se habían dado para poner en perfección los bergantines, aunque hasta allí no habían andado ociosos.

Fueron siete los carabelones que nuestros españoles hicieron, y, porque no tenían bastante recaudo de clavazón para echarles cubierta entera, les cubrieron un pedazo a popa y otro a proa en que pudiesen echar el matalotaje; en medio llevaban unas tablas sueltas que hacían suelo y, quitando una de ellas, podían desaguar el agua que hubiesen hecho.

Con la misma diligencia que traían en hacer los navíos, recogieron el bastimento que les pareció ser menester y pidieron a los caciques amigos Anilco y Guachoya socorro de zara y las demás semillas y fruta seca que en sus tierras hubiese.

Atocinaron los puercos que hasta entonces, con todos los trabajos pasados, habían sustentado para criar, y todavía reservaron docena y media de ellos porque no tenían perdida la esperanza de poblar cerca de la mar si hallasen buena disposición. A cada uno de los caciques amigos dieron dos hembras y un macho para que criasen. La carne de los que mataron echaron en sal para el camino y con la manteca, en lugar de aceite, templaron la aspereza de la resina de los árboles con que breaban los bergantines, para que se hiciese suave y líquida, que pudiese correr.

Proveyeron de canoas para llevar los caballos que les habían quedado, que eran pocos más de treinta, las cuales canoas iban atadas de dos en dos para que los caballos llevasen las manos puestas en la una y los pies en la otra. Sin las canoas de los caballos, llevaba cada bergantín una por popa, que le sirviese de batel.

En este paso, dice Alonso de Carmona que, de cincuenta caballos que les habían quedado, mataron los veinte que por manqueras estaban más inútiles, y que, para los matar, los ataron una noche a sendos palos y los sangraron y dejaron desangrar hasta que murieron, y que esto se hizo con mucho dolor de sus dueños y lástima de todos por el buen servicio que les habían hecho; y que la carne la sancocharon y pusieron al sol para que se conservase, y así la guardaron para matalotaje de su navegación.

Habiendo concluido las cosas que hemos dicho, echaron los bergantines al agua día del gran precursor San Juan Bautista, y los cinco días que hay hasta la víspera de los príncipes de la Iglesia San Pedro y San Pablo se ocuparon en embarcar el matalotaje y los caballos y en empavesar los bergantines y las canoas con tablas y pieles de animales para defenderse de las flechas. Y, dos días antes que se embarcasen, despidieron al cacique Guachoya y al capitán general Anilco para que se fuesen a sus tierras, y les rogaron que fuesen amigos verdaderos, y ellos prometieron que lo serían. Y luego, el mismo día de los Apóstoles se embarcaron, habiendo ordenado que fuesen por capitanes de los siete bergantines los que nombraremos en el libro y capítulo siguiente.

LIBRO VI

Contiene la elección de los capitanes para la navegación; la multitud de las canoas contra los españoles; el orden y la manera de su pelear, que duró once días sin cesar; la muerte de cuarenta y ocho castellanos por el desatino de uno de ellos; la vuelta de los indios a sus casas; la llegada de los españoles a la mar; un reencuentro que tuvieron con los de la costa; los sucesos de cincuenta y cinco días de su navegación hasta llegar a Pánuco; las muchas pendencias que allí entre los mismos tuvieron y la causa por qué; la buena acogida que la imperial ciudad de México les hizo y cómo se derramaron por diversas partes del mundo. Contiene veinte y un capítulos.

Capítulo I. Eligen capitanes para las carabelas y embárcanse los españoles para su navegación

Luis de Moscoso de Alvarado se embarcó en la carabela capitana por gobernador y capitán general de todos, como lo era en tierra; Juan de Alvarado y Cristóbal Mosquera, hermanos del gobernador, por capitanes de la almiranta. A estos dos bergantines o carabelas llamaron por estos nombres: Capitana y Almiranta; a las demás llanamente las nombraron tercera, cuarta, quinta, sexta y séptima. El contador Juan de Añasco y el fator Viedma, por capitanes de la tercera carabela. El capitán Juan de Guzmán y el tesorero Juan Gaytán, por capitanes del cuarto bergantín. Los capitanes Arias Tinoco y Alonso Romo de Cardeñosa, del quinto. Pedro Calderón y Francisco Osorio fueron capitanes del sexto bergantín; Juan de Vega, natural de Badajoz, otras veces ya nombrado, y García Osorio se embarcaron en la séptima y última carabela por capitanes de ella. Todos estos caballeros eran nobles por sangre y famosos por sus hazañas, y como tales habían aprobado en los sucesos de esta jornada y descubrimiento. Nombráronse dos capitanes para cada bergantín porque cuando el uno saliese a hacer algún hecho en tierra quedase el otro en la carabela para el gobierno de ella.

Debajo del mando y gobierno de los capitanes ya nombrados se embarcaron con ellos trescientos y cincuenta españoles, antes menos que más, habiendo entrado en la tierra muy cerca de mil. Embarcaron consigo hasta veinte y cinco o treinta indios e indias que de lejas tierras habían traído en su servicio, y éstos solos habían escapado de la enfermedad y muerte que el invierno pasado habían tenido, que, siendo más de ochocientos, habían muerto los demás. Y estos treinta embarcaron y llevaron consigo los españoles porque no quisieron quedar con Guachoya ni Anilco por el amor que a sus amos tenían, y decían que querían más morir con ellos que vivir en tierras ajenas. Y los españoles no les hicieron fuerza para que se quedasen por parecerles mucha ingratitud no corresponder al amor que los indios les mostraban y gran crueldad desampararlos fuera de sus tierras.

El día propio de los Apóstoles, día tan solemne y regocijado para toda la cristiandad, aunque para estos castellanos triste y lamentable por lo que particularmente en él hicieron, que desampararon y dejaron perdido el fruto de tantos trabajos como en aquella tierra habían pasado y el premio y galardón de tan grandes hazañas como habían hecho, se hicieron a la vela al poner del sol y, sin que los indios enemigos les diesen pesadumbre alguna, navegaron a vela y remo toda aquella noche y el día y noche siguiente.

Cada bergantín llevaba siete remos por banda, en los cuales se remudaban para remar por sus horas todos los que iban dentro sin eceptar nadie, sino eran los capitanes. La distancia del río que las dos noches y el día navegaron nuestros españoles se entendió que fuese del distrito y término de la provincia de Guachoya, que, como atrás tocamos, era el río abajo y que, por haberse mostrado Guachoya amigo de los castellanos, no hubiesen querido los indios ofenderlos mientras iban por el paraje de su tierra, o que fuese alguna superstición y observancia de la creciente o menguante de la Luna, que iba cerca de la conjunción como la tenían los alemanes según lo escribe Julio César en sus Comentarios. No se sabe la causa cierta por qué no los hubiesen perseguido aquellas dos primeras noches y un día. Mas al segundo día amaneció sobre ellos una hermosísima flota de más de mil canoas que los curacas de la liga juntaron contra los españoles y, porque las de este Río Grande fueron las mayores y mejores que los nuestros en toda la Florida vieron, será bien dar aquí particular cuenta de ellas, porque ya de aquí adelante no tenemos batallas que contar que hubiesen pasado en tierra, sino en el agua.

Capítulo I. Maneras [de] balsas que los indios hacían para pasar los ríos

Canoa, en lengua de los indios de la isla Española y de toda su comarca, es lo mismo que barco o carabelón sin cubierta, que a todas las nombran de una misma manera, si no es en el Río Grande de Cartagena que, por ser las mayores, llaman piraguas. Los indios de todas las regiones del nuevo mundo, principalmente en las islas y tierras marítimas, las hacen según tienen la comodidad para ellas grandes o chicas. Buscan los árboles más gruesos que pueden hallar, danles la forma de una artesa y hácenlas de una pieza, porque no hallaron la invención tan prolija de hacer barco de tablas clavadas en sus costillas unas con otras, ni tuvieron hierro, ni supieron hacer clavos y menos tener fraguas, ni hacer oficio de calafates, ni buscar brea, ni estopa, velas, jarcias, gúmenas, áncoras y las demás cosas, tantas como son menester para la fábrica de los navíos. Solamente se aprovechan de lo que la naturaleza (en lo que ellos no alcanzaron con su ingenio) les mostraba con el dedo. Y así, para pasar los ríos y navegar por la mar, eso poco que por ella navegaban, donde no alcanzaban madera tan gruesa como la piden las canoas (esto es en todo el Perú y su costa), hacían balsas con maderos livianos, como higuera, que los indios decían la había en las provincias cercanas a Quito, y de allí la llevaban por orden de los incas a todos los ríos caudalosos del Perú, y, de cinco vigas atadas unas con otras, hacían las balsas. La viga de en medio era más larga que todas, luego las primeras colaterales eran menos largas, y las segundas menos porque así pudiesen romper el agua mejor que con la frente toda pareja. Yo pasé en algunas de ellas que todavía vivían del tiempo de los incas.

También las hacen de un haz rollizo de anea, del grueso del cuerpo de un caballo, el cual haz atan muy fuertemente y lo ponen muy ahusado, levantado por delante hacia arriba, como proa de barco, para que corte el agua, y ancho de los dos tercios atrás. En lo alto del haz hacen un poco de llano o mesa donde echan la carga o el hombre que han de pasar de una parte a otra del río, al cual mandan con grandísimo encarecimiento que en ninguna manera se menee de como lo ponen sobre la balsa, asido a las ataduras de ella, ni alce la cabeza como la lleva boca abajo, echada sobre la balsa, ni abra los ojos a mirar cosa alguna.

Pasando yo de esta manera un río caudaloso y de mucha corriente (que en los tales es donde los indios lo mandan, que en los mansos y de poca agua no se les da nada) por el demasiado encarecimiento que el indio barquero me hacía para que no abriese los ojos, que por ser yo muchacho me ponía unos miedos como que se hundiría la tierra o se caerían los cielos, me dio codicia de mirar por ver si veía algunas cosas de encantamiento o de la otra vida, y así, cuando sentí que íbamos en medio del río, alcé un poco la cabeza y miré el agua arriba, y verdaderamente me pareció que caíamos del cielo abajo, y esto fue por desvanecerse la cabeza por la grandísima corriente del río y por la furia con que la balsa iba cortando el agua, yendo al amor de ella, y me forzó a cerrar los ojos y a confesar que los indios tenían razón en mandar que no los abriesen. En estas balsas de anea no va más de un indio en cada una de ellas, el cual para navegar se pone caballero en lo último de la popa y, echándose de pechos sobre la balsa, va remando con pies y manos y encamina la balsa al amor del agua hasta ponerla de la otra parte del río.

En otras partes hacen balsas de calabazas enredadas y atadas unas con otras hasta hacer una tabla de ellas de vara y media en cuadro y de más y de menos. Échanle por delante un pretal como a silla de caballo, donde el indio barquero mete la cabeza y se echa a nado. Y sobre sí lleva nadando la balsa y la carga hasta pasar el río o la bahía, estero o brazo de mar y, si es necesario, lleva detrás uno o dos indios ayudantes que van nadando y empujando la balsa.

En otras partes donde los ríos, por su mucha corriente y ferocidad, no consienten que anden sobre ellos, y donde por los muchos riscos y peñas y ninguna playa no hay embarcaderos ni desembarcaderos, echan una maroma gruesa de una parte a otra del río y la atan a gruesos árboles o fuertes peñascos. En esta maroma anda corriente una canasta grande con una asa de madera como el brazo, que corre por la maroma. Es capaz de tres y cuatro personas, trae dos sogas, una a un lado y otra a otro, por las cuales tiran de la canasta para pasarla de la una ribera a la otra, y como la maroma sea larga, hace mucha vaga y caída en medio y es menester ir soltando la canasta poco a poco hasta el medio de la maroma que va bajando, y después, por la otra media que va hacia arriba, la tiran de aquella banda a fuerza de brazos, y para esto hay indios que tienen cargo de pasar los caminantes, y los mismos que van dentro de la canasta, asiéndose a la maroma, se van ayudando a bajar y a subir por ella. Yo me acuerdo haber pasado por ellas dos o tres veces, siendo muchacho de menos de diez años, y por los caminos me llevaban los indios a cuestas. Pasan los indios por esta manera de pasaje su ganado, con mucho trabajo, porque lo maniatan y echan dentro en la canasta, y lo mismo hacen del ganado menor de España, como son ovejas, cabras y puercos; empero, los animales mayores, como caballos, mulas y asnos y vacas, por la fortaleza y peso de ellos, no los pasan en las canastas sino que los llevan por otros pasos, como puentes o vados, porque esta manera de pasaje por la maroma en la canasta solamente es para gente de a pie y no la hay en caminos reales sino en los particulares que los indios tienen de unos pueblos a otros.

Estas son las maneras de pasar los ríos que los indios tuvieron en el Perú, sin las puentes que hacían de mimbre y de anea o juncos, como diremos en su propio lugar, si Dios se sirve de darnos vida.

Mas en toda la tierra de la Florida que estos nuestros españoles anduvieron, por la mucha comodidad que en ella hay de árboles grandes apropiados para canoas, no usaron los indios de otros instrumentos para pasar los ríos sino de ellas, aunque los españoles, como hemos visto, en algunas partes hicieron balsas.

Capítulo I. Del tamaño de las canoas, y la gala y orden que los indios sacaron en ellas

Volviendo, pues, al particular de nuestra historia, decimos que, entre las muchas canoas que en seguimiento de los españoles amanecieron el segundo día de su navegación, se vieron algunas de extraña grandeza que les causó admiración. Las que eran capitanas, y otras iguales a ellas, eran tan grandes que traían a veinte y cinco remos por banda y, sin los remeros, traían otros veinte y cinco y treinta soldados de guerra puestos por su orden de popa a proa. Por manera que había muchas canoas capaces de setenta y cinco y de ochenta hombres, que en ellas venían puestos de tal suerte que pudiesen pelear todos sin estorbarse unos a otros. Y los remeros también traían sus arcos y flechas para munición de las canoas, las cuales, con ser tan grandes, son hechas de una sola pieza, y es de advertir que haya árboles tan hermosos en aquella tierra.

Desde el tamaño que hemos dicho que eran las mayores, iban otras disminuyendo hasta las menores, que eran de catorce remos por banda y ningunas se hallaron en esta flota menores que éstas. Los remos en común son de una braza en largo, antes más que menos de tres cuartas en largo y una tercia en ancho, todo de una pieza, tan acepillados y pulidos, que, aunque fueran lanzas jinetas, no se pudieran pulir más. Cuando una canoa de éstas va de boga arrancada, lleva tanta velocidad que apenas se hará ventaja un caballo a todo correr.

Para bogar a una y en compás tienen aquellos indios hechos diversos cantares con diferentes tonadas, breves o largas, conforme a la prisa o espacio que se les ofrece en el remar. Lo que en estos cantares van diciendo son hazañas que sus pasados u otros capitanes extraños hicieron en la guerra, con cuya memoria y recordación se incitan a la batalla y al triunfo y victoria de ella.

De las canoas capitanas de esta armada y de las que eran de los hombres ricos y poderosos hay otra particularidad curiosa y extraña que contar, y es que cada una de por sí venía teñida de dentro y de fuera, hasta los remos, de un color solo, como digamos de azul o amarillo, blanco o rojo, verde o encarnado, morado o negro, o de otro color si lo hay más que los dichos. Y esto era conforme al blasón o a la afición del capitán, o del curaca, o hombre rico y poderoso cuya era la canoa. Y no solamente las canoas, mas también los remeros y remos y los soldados; hasta las plumas y las madejas que traen por tocado rodeados a la cabeza, y hasta los arcos y flechas, todo venía teñido de un color solo sin mezcla de otro, que, aunque fueran cuadrillas de caballeros que con mucha curiosidad quisieran hacer un juego de cañas, no pudieran salir con más primor que el que estos indios sacaron en sus canoas. Las cuales, como fuesen muchas y de tantos colores, y con el buen orden y concierto que traían, y como el río fuese muy ancho, que a todas partes podían extenderse sin salir de orden, hacían una hermosísima vista a los ojos.

Con esta belleza y grandeza siguieron los indios a los españoles el segundo día hasta las doce, sin darles pesadumbre alguna para que, sin ella, pudiesen ver y considerar mejor la hermosura y pujanza de su armada. Íbanse en pos de ellos bogando al son de sus cantares. Entre otras cosas que decían (según lo interpretaron los indios que los españoles consigo llevaban) era loar y engrandecer su esfuerzo y valentía y vituperar la pusilanimidad y cobardía de los castellanos, y decir que ya huían los cobardes de sus armas y fuerzas, y que los ladrones temían su justicia, y que no les valdría huir de la tierra, que todos morirían presto en el agua, y que, si en tierra habían de ser manjar de aves y perros, en el río les harían lo fuesen de peces y animales marinos, y así acabarían sus maldades y el enfado que daban a todo el mundo. Estas y otras cosas semejantes venían diciendo, y bogaban al son de ellas. Y al fin de cada cantar, daban grandísima grita y alarido.

Capítulo V. La manera de pelear que los indios tuvieron con los españoles por el río abajo

Habiendo reconocido los indios la armada de los españoles, pequeña en número mas grande en calidad y esfuerzo, la siguieron hasta medio día sin hacerle enojo alguno, y, pasada aquella hora, dividieron las canoas en tres tercios iguales, haciendo vanguardia, batalla y retaguardia. En las delanteras del primer tercio iban las del curaca Quigualtanqui, capitán general en agua y tierra de la liga de los caciques. No se supo de cierto que él viniese en ellas, mas los indios en los cantares que decían y en las voces sueltas que daban apellidaban muy a menudo su nombre.

Las canoas, divididas en los tres tercios, se arrimaron todas a la ribera de la mano derecha de como iban el río abajo. Las de la vanguardia, hechas un escuadrón largo y angosto, arremetieron con las carabelas de los castellanos, no para embestirlas, sino para pasar por delante, dejándolas a mano izquierda para poder tirar mejor sus flechas. De esta manera pasaron de una ribera a otra, cortando el río al sesgo, y echaron sobre las carabelas una lluvia de flechas, en tanta cantidad que los navíos de alto abajo quedaron cubiertos de ellas y heridos muchos españoles, que no les aprovechó la defensa de los paveses y rodelas que llevaban.

Habiendo pasado las primeras canoas y llegado a la ribera de la mano izquierda se volvieron luego por delante a la mano derecha a ponerse en el primer puesto. Entretanto, las canoas del segundo tercio arremetieron con los bergantines por la misma orden que las primeras, y habiendo descargado sus flechas y llegado a la orilla de la mano siniestra, se volvieron luego a la diestra y se pusieron delante de las canoas primeras.

Apenas habían acabado de pasar por los bergantines las canoas del segundo escuadrón cuando acometieron las del tercero por la misma forma y orden que las pasadas, y, habiendo echado otra lluvia de flechas, volvieron a la ribera de la mano derecha y se pusieron delante del segundo escuadrón.

A este tiempo, como las carabelas no dejasen de navegar, aunque los indios las molestaban, llegaron al paraje de las primeras canoas, las cuales, viéndolas en buen puesto, arremetieron segunda vez con ellas e hicieron lo mismo que la vez primera, y luego las segundas y terceras hicieron lo propio, volviendo siempre a ponerse en la ribera de la mano derecha después de haber descargado sus flechas.

En esta forma de un juego de cañas muy concertado, entrando a tirar sus flechas y saliendo a volverse a poner en el puesto, persiguieron los indios a los castellanos todo aquel día sin dejarles descansar un punto. La noche hicieron lo mismo, aunque no tan continuadamente como el día porque se contentaron con dar solos dos rebatos, uno a prima noche y otro al cuarto del alba.

Los españoles, al principio, cuando los indios les acometieron, no embargante que llevaban asidos por popa las canoas en que iban los caballos, pusieron gente en ellas para que las defendiesen, entendiendo que había de haber batalla de manos. Empero, viendo que no hacían efecto alguno porque los enemigos no querían llegar a golpe de espada sino asaetarlos de lejos con las flechas, y viendo que los cristianos que iban en las canoas recibían mucho daño por el poco reparo que llevaban, los recogieron a los bergantines dejando los caballos con la poca defensa de los paveses y cubiertas que con pieles de animales les habían hecho.

Con la batalla y pelea continua que el primer día y noche tuvieron los indios con los españoles, con esa misma, sin innovar cosa alguna ni mudar orden, los siguieron diez días continuos con sus noches, que por evitar prolijidad no los escribimos singularmente, y también porque no acaecieron particularidades más de las que dijimos del primer día. Sólo hay que decir que en este tiempo mataron con las flechas casi todos los caballos, que no quedaron más de ocho que acertaron a ir mejor reparados.

Los españoles, aunque heridos generalmente sin escapar alguno, se defendían de los indios con sus paveses y rodelas y les ofendían con algunas ballestas que llevaban, porque los arcabuces se habían gastado en clavos para los bergantines, y gastáronse todos porque, demás de la necesidad que a ello la falta de hierro les forzó, hicieron poco efecto en toda esta jornada y descubrimiento por la poca práctica y experiencia que nuestros arcabuceros entonces tenían, a que no ayudaba poco el mal recaudo que después de la batalla de Mauvila hallaron para hacer pólvora, porque en ella se les quemó cuanta habían llevado. Por estas razones, los indios no solamente no habían temido los arcabuces, mas antes los habían menospreciado y hecho burla de ellos, de cuya causa no los traían los nuestros.

Capítulo V. Lo que sucedió el onceno día de la navegación de los españoles

Pasados los diez días de la continua guerra y pelea que los indios tuvieron con los españoles, cesaron de ella y retiraron sus canoas de los bergantines poco más de media legua. Los nuestros pasaron adelante siguiendo su viaje y vieron cerca de la ribera un pueblo pequeño de hasta ochenta casas y, pareciéndoles que ya los indios los habían dejado y que debían de estar ya cerca de la mar, porque entendían haber caminado aquellos días más de doscientas leguas, porque siempre (aunque contrastando con los enemigos) habían navegado a vela y remo y el río no hacía vueltas en que pudiesen haberse detenido, por lo cual quisieron prevenirse de comida para la mar y echaron bando por los bergantines que todos los que quisiesen ir por maíz fuesen al pueblo con el caudillo que estaba elegido.

Saltaron en tierra cien soldados y sacaron los ocho caballos que habían quedado para que se refrescasen y para pelear en ellos si fuese menester.

Los indios del pueblo, viendo que los españoles iban a él, lo desampararon y, tocando arma y pidiendo socorro con mucha grita y alarido, huyeron por los campos. Los nuestros, habiendo caminado a toda diligencia, llegaron a las casas, que estaban como dos tiros de arcabuz del río, y hallaron en ellas mucho maíz y copia de fruta seca de diversas maneras, y gran cantidad de gamuza blanca y teñida de todas colores, y muchas mantas de diversas pieles muy bien aderezadas, entre las cuales hallaron un listón de martas finísimas de ocho varas en largo y cuatro tercias en ancho, y por lo ancho estaba doblado y hacía dos haces y venía a tener el ancho de la seda. Todo él estaba a trechos guarnecido con sartas de perlas y de aljófar, cada cosa de por sí hechas manojitos como borlas y puestas por mucha orden. Entendiose que servía de estandarte o de otra insignia para sus fiestas, regocijos y bailes porque para ornamento de una persona no lo era, ni para aderezo de cama ni aposento. Esta pieza hubo Gonzalo Silvestre, que fue el caudillo de los que salieron a tierra, y con ella, y con todo el maíz, fruta y gamuza que pudieron llevar a cuestas, se volvieron a prisa a los bergantines, de donde los llamaban las trompetas con gran instancia, porque los indios, así los de las canoas como los que había por los campos, con la grita que los del pueblo levantaron, se habían apellidado y venían corriendo al socorro y, porque los de tierra eran pocos, habían salido muchos de las canoas para juntarse con ellos y reforzar el número y el ánimo para la batalla.

De esta manera acudieron por agua y tierra los enemigos con gran ímpetu y ferocidad a defender el pueblo y ofender los españoles, los cuales, con la misma prisa que habían llevado por tierra, se embarcaron en sus canoas y, con ella misma, fueron hasta llegar a los bergantines. Fueles forzoso desamparar los caballos, porque por la prisa y furia de los indios no les fue posible embarcarlos, so pena que los atajaran y perecieran todos. Y aun así corrieron tanto riesgo que, si los indios del río o de la tierra se hubieran adelantado cien pasos más, era imposible embarcarse alguno de ellos en los bergantines, mas Dios les socorrió y libró de la muerte de aquel día.

Los enemigos, viendo que los españoles se habían puesto en salvo, convirtieron su furia contra los caballos que en tierra dejaron, y, quitándoles las jáquimas y cabestros porque no les estorbasen al correr, y las sillas porque no les defendiesen las flechas, los dejaron ir por el campo y luego, como si fueran venados, los flecharon con grandísima fiesta y regocijo, y echaron a cada caballo cuantas más flechas pudieron hasta que los vieron caídos.

Así acabaron de perecer este día los caballos que para este descubrimiento y conquista de la Florida habían entrado en ella, que fueron trescientos y cincuenta, que en ninguna jornada de las que hasta hoy se han hecho en el nuevo mundo se han visto tantos caballos juntos y tan buenos.

Los castellanos, de ver flechar sus caballos y de no poderlos socorrer, sintieron grandísimo dolor, y como si fueran hijos los lloraron, mas viéndose libres de otro tanto, dieron gracias a Dios y siguieron su viaje. Sucedió esto el doceno día de la navegación de los nuestros.

Capítulo I. Llegan los indios casi a rendir una carabela, y el desatino de un español desvanecido

Habiendo experimentado los indios que por mucho perseguir a los españoles no conseguían lo que deseaban, que era matarlos todos, antes les hacían navegar con más orden y concierto sin apartarse unos de otros, usaron de un ardid de guerra. Y fue que se alejaron de los bergantines o carabelas con esperanza que, descuidándolos, podría ser que se desmandasen unas de otras y diesen ocasión a que las desbaratasen hallándolas divididas cada una de por sí. Con esta astucia se quedaron el río arriba, dando a entender que dejaban libres las carabelas, las cuales navegaban con próspero viento. Yendo, pues, así en su viaje, se apartó una de ellas, sin propósito alguno, y salió de la orden que todas llevaban y se quedó atrás menos de cien pasos.

Los indios, viendo que no les había salido vano el ardid y engaño, no quisieron perder la ocasión que se les ofrecía, y así, a toda furia, arremetieron de todas partes con la carabela y abordaron con ella para la rendir y tomar a manos.

Las otras seis que iban delante, reconociendo el descuido de la compañera, amainaron las velas, y a toda diligencia volvieron con los remos a socorrerla, y aunque era poca la distancia, en ser contra la corriente del río, arribaron con mucha dificultad y trabajo, y, cuando llegaron al bergantín hallaron los castellanos que iban dentro tan apretados por la inundación de los indios que sobre ellos habían cargado que se defendían a golpe de espada y no podían acudir a tantas partes como era menester, por donde los enemigos entraban en la carabela, de los cuales había algunos ya dentro y otros muchos estaban asidos de ella. Mas con la llegada de los nuestros se retiraron afuera, llevándose consigo la canoa que la carabela traía por popa con cinco cochinas de las que habían reservado para criar [si] poblasen en alguna parte. Este fue el suceso del día decimotercio de la navegación de los españoles, los cuales, atribuyendo a la misericordia de Dios el no habérseles perdido la carabela, se apercibieron y encomendaron de nuevo unos a otros que, para no verse en afrenta y peligro semejante, tuviesen todos cuidado de no desmandarse ni salir de orden. Con ella navegaron otros dos días, y los indios iban siempre en pos de ellos, menos de un cuarto de legua, aguardando a que hubiese en los nuestros algún desconcierto para gozar de él.

Bien recatados y con gran vigilancia navegaban nuestros españoles, viendo cuán a la mira venían los indios para no perder ocasión en que les pudiesen ofender, mas por mucha diligencia que pusieron no les bastó para que el decimosexto día de su navegación no les sucediese una desgracia y pérdida de mucha lástima y dolor, y tanto más de llorar cuando la causa fue más desatinada y disparada y menos ocasionada de peligro que los forzase o necesitase a poner en riesgo de perder las vidas, como las perdieron cuarenta y ocho hombres de los mejores y más valientes que en el armada iban. Mas al desatino de un temerario no hay gobierno que baste a resistir, porque destruye más un loco que edifican cien cuerdos. Y porque se entienda mejor el mal suceso de los nuestros, se me permita contarlo a la larga cómo pasó y quién fue la causa de tanto mal y daño.

Entre los españoles de esa armada venía uno natural de Villanueva de Barcarrota, llamado Esteban Añez, hombre rústico, el cual metió en la Florida un caballo que, aunque villano de talle, era fuerte y recio, que por serlo tanto, o porque alguna flecha no le alcanzó por buen lugar, que es lo más cierto, había servido hasta el fin de la jornada y fue uno de los pocos que los castellanos embarcaron en los bergantines para esta navegación que vamos contando.

Pues como Esteban Añez hubiese andado siempre a caballo y se hubiese hallado en muchos de los trances pasados, aunque en ellos no había hecho cosa notable, había cobrado opinión de valiente y estaba en esta reputación, con la cual, ayudado de su naturaleza rústica y villana, andaba desvanecido y loco. Para confirmación de su locura salió de su carabela y entró en la canoa que llevaba por popa, diciendo ir a hablar al gobernador que iba delante. Salieron con él otros cinco españoles que había engañado diciéndoles que todos seis habían de hacer una hazaña, la más notable y famosa de cuantas se hubiesen hecho en todo aquel descubrimiento, y fueron fáciles de persuadir porque todos eran mozos. Y entre ellos fue un caballero de edad de veinte años, hijo natural de don Carlos Enríquez, que falleció en la batalla de Mauvila. Tenía el mismo nombre del padre y era gentil hombre de persona y hermoso de rostro cuanto lo podía ser hombre humano, y que en tan tierna edad, así en el esfuerzo de las armas como en la virtud de su vida y costumbres había mostrado de ser hijo de tal padre. Este caballero y otros cuatro, por la codicia de ganar la honra que Esteban Añez les prometía, entraron con él en la canoa y, con el achaque de hablar al gobernador, se apartaron de la carabela. Viéndose alejados de ella, arremetieron a los indios diciendo a grandes voces: «A ellos, que huyen».

El gobernador y los demás capitanes, viendo el desatino de aquellos seis españoles, mandaron a los trompetas tocasen a toda prisa a recoger y con señas y voces les decían mirasen el peligro en que iban y se volviesen a su carabela. Mas Esteban Añez mostró tanta mayor obstinación en su locura y desatino cuanto mayores voces le daban los suyos y no quiso volver, antes hacía señas a las carabelas que le siguiesen todas.

El gobernador, vista la inobediencia de aquel desatinado, mandó que en las canoas que los bergantines llevaban por popa, fuesen treinta o cuarenta españoles por aquel hombre, con determinación de mandarlo ahorcar luego que lo trajesen. Empero mejor fuera remitir el castigo a los indios, que ellos curaran su locura, como se la curaron, y no enviar a perder otros muchos que se perdieron por un perdido.

Capítulo I. Matan los indios cuarenta y ocho españoles por el desconcierto de uno de ellos

En oyendo el mandato del gobernador, saltaron aprisa en tres canoas cuarenta y seis españoles para volver a Esteban Añez, y uno de ellos fue el capitán Juan de Guzmán, que era amicísimo de andar en una canoa y regirla por su mano. Y, aunque todos los soldados de su carabela le rogaron que se quedase, no lo pudieron acabar con él, antes, enfadado de sus importunidades, particularmente de las de Gonzalo Silvestre que, como más su amigo, era el que más le resistía que no fuese y le ofrecía que él iría en su lugar, le respondió con enojo diciendo: «Siempre me habéis contradicho y contradecís el gusto que tengo de andar en canoas pronosticándome por ello algún mal suceso. Pues por sólo eso he de ir y vos os habéis de quedar, que no quiero que váis conmigo». Con estas palabras se arrojó en la canoa, y en pos de él otro caballero gran amigo suyo llamado Juan de Vega, natural de Badajoz, primo hermano de Juan de Vega, el capitán de una de las carabelas.

Los indios, que siempre habían seguido las carabelas en escuadrón formado con sus canoas, las cuales eran tantas que cubrían el río de una ribera a otra y en un cuarto de legua atrás no se parecía el agua, viendo la primera canoa de Esteban Añez que iba a ellos y en pos de ella las tres que le seguían, no pasaron de donde iban, antes, con mucho concierto y mansedumbre ciaron todas hacia atrás por apartar las canoas españolas de sus bergantines, los cuales, habiendo amainado las velas, forcejeaban con los remos, aunque con mucho trabajo por ser contra corriente, por arribar a sus canoas para las socorrer.

Esteban Añez, ciego en su desatino, viendo ciar los indios, en lugar de recatarse cobró mayor ánimo en su temeridad y dio más prisa a su canoa por llegar a las contrarias, dando mayores voces que antes, diciendo: «Que huyen, que huyen, a ellos, que huyen». Con lo cual obligó a las otras tres canoas que iban en pos de él a que se diesen más prisa por le detener o socorrer, si pudiesen.

Los enemigos, viendo cerca de sí los castellanos, abrieron su escuadrón por medio en forma de luna nueva, ciando siempre hacia atrás por dar ánimo y lugar a que los cristianos entrasen y se metiesen en medio de ellos. Y, cuando vieron que estaban ya tan adentro, que no podían volver a salir aunque quisieran, arremetieron las canoas del cuerno derecho y dieron en las cuatro de los cristianos con tanto ímpetu y furor que, tomándolas atravesadas, las volcaron y derribaron al agua todos cuantos iban dentro, y, como tanta multitud de canoas pasase por cima de ellos, ahogaron todos los españoles, y, si alguno acertó a descubrirse nadando, lo mataron a flechazos y a golpes que les dieron con los remos en las cabezas.

De esta manera, sin poder hacer defensa alguna, perecieron miserablemente aquel día cuarenta y ocho españoles de los que habían ido en las cuatro canoas que, de cincuenta y dos que fueron, no escaparon más de cuatro. El uno fue Pedro Morón, mestizo, natural de la isla de Cuba, de quien atrás hicimos mención que era grandísimo nadador y muy diestro en traer y gobernar una canoa, como nacido y criado en ellas, el cual con su destreza y esfuerzo, aunque había caído en el agua, pudo cobrar su canoa y librarse en ella, sacando consigo otros tres, y entre ellos un valentísimo soldado llamado Álvaro Nieto (de quien al principio de esta jornada dijimos hubiera muerto por desgracia a Juan Ortiz, intérprete, habiendo ido por él al pueblo de Mucozo con el capitán Baltasar de Gallegos), el cual, viéndose en la necesidad presente, como tan buen soldado que era, peleó solo en su canoa, si se puede decir, contra toda la armada de los indios; a imitación del famoso Horacio en la puente y del valiente centurión Sceva en Dirachio, y detuvo los enemigos entre tanto que Pedro Morón gobernaba la canoa para sacarla a salvamento. Mas no les valiera nada el esfuerzo y valentía de uno ni la diligencia y destreza del otro, si no hallaran cerca de sí la carabela del animoso capitán Juan de Guzmán, la cual, como su capitán hubiese ido a la refriega, con el amor que sus soldados le tenían, había hecho con los remos mayor fuerza que las otras para le socorrer, si pudieran, y así iba delante de todas y pudo recoger y librar de muerte los dos valientes compañeros Pedro Morón y Álvaro Nieto, que venían con muchas heridas, aunque no mortales, y con ellos los otros dos españoles.

Asimismo recogió aquella carabela al pobre Juan Terrón, de quien atrás se dijo el menosprecio que había hecho de las buenas perlas que traían, el cual pudo, nadando, llegar a la carabela. Mas antes que entrase dentro, sobre el mismo bordo de ella, expiró en brazos de los que le habían dado las manos para subirlo encima. Traía hincadas en la cabeza, rostro, pescuezo, hombros y espaldas más de cincuenta flechas.

Juan Coles dice que se halló en este desatinado trance y que murieron en él casi sesenta hombres con el capitán Juan de Guzmán, y que él iba en una de las tres canoas, la cual dice que era de cuarenta y tantos pies de largo y más de cuatro de hueco, y que escapó con dos heridas de dos flechas que le pasaron la cota que llevaba. Todas son palabras suyas.

Este fin tan triste y costoso para él y para sus compañeros tuvo la vana arrogancia y presunción que Esteban Añez se había atribuido de valiente, que causó la muerte tan inútil y desgraciada de otros cuarenta y ocho españoles mejores que él, que los más de ellos eran nobles y, en efecto, más valientes que él y como tales se habían ofrecido al socorro de un temerario.

El gobernador, lo mejor que pudo, recogió sus carabelas y poniéndolas en orden volvió a su viaje bien lastimado de la pérdida de los suyos.

Todos los trances más notables que hemos dicho de la navegación de estos siete bergantines los refiere Alonso de Carmona en su Peregrinación. Particularmente dice el peligro que dijimos en que el bergantín se vio de perderse, y añade que lo tuvieron los indios ganado hasta la cubierta de popa y que, al echarlos del bergantín con el socorro, mataron a cuchilladas treinta de ellos, y que los demás se echaron al agua y los recogieron las canoas. Cuenta cómo desampararon los caballos por la prisa que les dieron al embarcarse. Dice la muerte del capitán Juan de Guzmán y la de Juan Terrón, y que fue al borde de la carabela, aunque no lo nombra. Y al fin dice que los siguieron hasta dejarlos en la mar.

Huelgo de presentar estos dos testigos de vista siempre que se me ofrecen en sus relaciones porque se hallaron en la misma jornada y cada uno dice en ellas poco más de lo que yo he dicho y diré de ellos, porque escribieron muy poco, no más de las cosas más notables que por ellos pasaron de que pudieron tener memoria, y así en todo lo que no hago mención de ellos, con ser tanto, no hablan palabra.

Capítulo I. Los indios se vuelven a sus casas y los españoles navegan hasta reconocer la mar

Los indios, después del buen lance que en su favor hicieron, que fue a los diez y seis día de navegación de los españoles, los siguieron todo aquel día y noche siguiente dándoles siempre grita y algazara como triunfando de ellos con su hazaña victoriosa. Y al salir del sol del día diez y siete, habiéndole adorado y hecho una solemne salva con grandísimo estruendo de voces y alaridos, y con música de trompetas, y tambores, pífanos y caracoles y otros instrumentos de ruido, y habiéndole dado gracias como a su dios por el vencimiento que en sus enemigos habían hecho, se retiraron y volvieron a sus tierras por parecerles que se habían alejado mucho de ellas, porque, a lo que se entendió, habían seguido y perseguido a nuestros españoles cuatrocientas leguas del río con la pelea y rebatos continuos que les daban de día y de noche, nombrando siempre en sus cantares, y fuera de ellos, en sus gritas y alaridos, a su capitán general Quigualtanqui y no a otro cacique alguno, como que decían que sólo aquel gran príncipe era el que les hacía toda aquella guerra. Por lo cual, cuando estos españoles llegaron después a México e hicieron relación a don Antonio de Mendoza, visorrey que era entonces de aquel reino, y a don Francisco de Mendoza, su hijo, que fue después generalísimo de las galeras de España, y les dieron cuenta de los sucesos de este infeliz descubrimiento, y particularmente cuando contaban los trances que habían pasado en este Río Grande y brava persecución que con el nombre de aquel famoso indio los suyos les habían hecho, don Francisco de Mendoza, siempre en las tales pláticas y fuera de ellas, y dondequiera que se topaba con algún capitán o soldado de cuenta, por vía de donaire, aunque sentencioso, les decía: «Verdaderamente, señores, que debía de ser hombre de bien Quigualtanqui». Y con este dicho refrescaba de nuevo las grandezas del indio, [y] eternizaba su nombre.

Nuestros españoles, cuando vieron que los indios les habían dejado, entendieron que estaban ya cerca del mar y que por eso se hubiesen retirado y vuéltose a sus casas. Y el río iba ya por aquel paraje tan ancho que de en medio de él no se descubría tierra a una mano ni a otra; solamente se veían a las riberas unos juncales muy altos, que parecían montes de grandes árboles, o lo eran propiamente.

Tendría en aquel puesto el río, a lo que la vista podía juzgar, más de quince leguas de ancho, y con todo esto no osaban los nuestros acercarse a sus riberas ni apartarse de en medio de la corriente por no dar en algunas ciénagas o bajíos donde se perdiesen, y no sabían si estaban ya en la mar o si todavía navegaban por el río.

Con esta duda navegaron tres días a vela y remo con buen viento que les hacía, que fueron el diecisiete, y dieciocho, y diecinueve de su navegación. Y, al amanecer día veinte, reconocieron enteramente la mar en que hallaron a mano izquierda de como iban grandísima cantidad de madera de la que el río con sus crecientes llevaba a la mar, la cual estaba amontonada una sobre otra de tal manera que parecía una gran isla.

Media legua adelante de donde estaba la madera estaba una isla despoblada que juzgaron los nuestros debía ser la que ordinariamente los ríos grandes hacen cuando entran en la mar, y con esto se certificaron que estaban ya en ella. Y como no supiesen en qué paraje ni la distancia que había de allí a tierra de cristianos, acordaron requerir sus bergantines o carabelones antes de entrar en la mar, y así los descargaron con mucha diligencia, y pusieron lo que traían sobre la isla de madera para les dar carena, si la hubiesen menester, o requerir las junturas, si en ellas hubiese algo que remendar. Atocinaron nueve o diez cochinas que todavía traían vivas. En estas cosas gastaron tres días, aunque es verdad que más los gastaron en descansar del trabajo pasado y tomar vigor y fuerzas para el venidero que en aderezar los carabelones, porque en ellos hubo muy poco que hacer y la mayor necesidad que nuestros castellanos tenían era de dormir, porque, con la continua vigilia que de día y de noche los indios les habían hecho pasar, venían muy fatigados de sueño, y así durmieron aquellos tres días como cuerpos muertos.

Cuántas fuesen las leguas que nuestros españoles navegaron por el río abajo, que en diez y nueve días naturales y más una noche que les duró la navegación hasta la mar, donde al presente quedaban, no se pudo saber precisamente, porque con la pelea continua que con los indios tenían no les quedaba lugar para tantear las leguas que navegaban. Empero, viéndose libres de enemigos, lo platicaron entonces entre ellos, y después en México en presencia de personas que tenían experiencia de la navegación de mar y ríos, y hubo muchas opiniones y porfías, porque unos decían que caminaron entre día y noche a veinte leguas, otros a treinta, otros a cuarenta, y otros a más y otros a menos. Mas en lo que todos los más convinieron fue que se diese a cada noche y día, uno con otro, veinte y cinco leguas, porque siempre navegaron a vela y remo y nunca les faltó viento ni el río tenía vueltas en que pudiesen haberse detenido.

Conforme a esta cuenta, hallaban haber navegado nuestros españoles, desde donde se embarcaron hasta la mar, pocas menos de quinientas leguas. En este tanteo podrá cada uno, conforme a su parecer, dar las leguas que quisiere, con advertencia y presupuesto que, sin lo que el viento les ayudaba, hacían los nuestros lo que podían con los remos por pasar adelante y salir de tierra de enemigos que tanta ansia tenían por matarlos.

Juan Coles dice que fueron setecientas leguas, y debió poner la opinión de los que daban a cada veinte y cuatro horas de tiempo treinta y cinco leguas de navegación.

Capítulo X. Número de las leguas que los españoles entraron la tierra adentro

Algunos habrá que se admiren de ver que nuestros españoles hubiesen entrado la tierra tan adentro como se ha dicho, y quizá pondrán duda en ello, a los cuales decimos que no se admiren, que mucho más adentro estuvieron, porque llegaron a las primeras fuentes del nacimiento de este Río Grande. Y después donde se embarcaron en la provincia de Aminoya, cerca de la de Guachoya, tenía diez y nueve brazas de hondo y un cuarto de legua de ancho, como se dijo cuando lo sondaron para echar en él el cuerpo del gobernador y adelantado Hernando de Soto. Y los que presumían entender algo de cosmografía decían que de donde se embarcaron hasta el nacimiento del río había trescientas leguas, y otros decían muchas más, que yo pongo la opinión más limitada, de manera que le daban ochocientas leguas de corriente hasta la mar, y todas éstas entraron estos españoles la tierra adentro.

Cuando Dios fuese servido que se gane aquella tierra, verán por este río lo que los nuestros se alejaron de la mar, que por ahora yo no puedo verificar más esta relación de como la escribo. Y aún ha sido mucho haber sacado en limpio esto poco, al cabo de tantos años que ha que pasó y por gente que su fin no era de andar demarcando la tierra, aunque la andaban descubriendo, sino buscar oro y plata. Por lo cual se me podrá admitir en este lugar el descargo que en otras he dado de las faltas que esta historia lleva en lo que toca a la cosmografía, que yo quisiera haberla escrito muy cumplidamente para dar mayor y mejor noticia de aquella tierra, porque mi principal intento en este mi trabajo, que no me ha sido pequeño, no ha sido otro sino dar relación al rey mi señor y a la república de España de lo que tan cerca de ella los mismos españoles tienen descubierto, para que no dejen perder lo que sus antecesores trabajaron, sino que se esfuercen y animen a ganar y poblar un reino tan grande y tan fértil: lo principal, por el aumento de la Fe Católica, pues hay donde tan largamente se puede sembrar y en gente que, por los pocos abusos y ceremonias que tienen que dejar en su gentilidad, está dispuesta para la recibir con facilidad. A la cual predicación están obligados los españoles más que las otras naciones católicas, pues Dios, por su misericordia, los eligió para que predicasen su evangelio en el nuevo mundo y son ya señores de él, y les sería gran afrenta y vituperio que otras gentes les ganasen por la mano, aunque fuese para el mismo oficio de predicar. Cuanto más que, estando, como están, casi todas las naciones nuestras comarcanas inficionadas con las abominables herejías de estos infelices tiempos, es mucho de temer no la siembren en aquella gente tan sencilla procurando hacer asiento entre ellos como ya lo han intentado. Lo cual sería a cuenta y cargo de la nación española, que, habiéndoles dado Jesu Cristo Nuestro Señor y la Iglesia Romana, esposa suya, madre y señora nuestra, la semilla de la verdad y la facultad y poder de la sembrar, como lo han hecho y hacen de ciento y diez años a esta parte en todo lo más y mejor del nuevo orbe, que ahora, por su descuido y por haberse echado a dormir, sembrarse el enemigo cizaña en este gran reino de la Florida, parte tan principal del nuevo mundo, que es suyo.

Demás de lo que a la religión conviene, deben los españoles de hoy más, por su propia honra y provecho, esforzarse a la conquista de este imperio donde hay tierras tan largas y anchas, tan fértiles y tan acomodadas para la vida humana como las hemos visto. Y las minas de oro y plata que tanto se desean, no es posible sino que buscándolas de asiento se hallen, que, pues en ninguna provincia de las del nuevo mundo han faltado, tampoco faltaran en ésta. Y, entre tanto que ellas se descubren, se puede gozar de la riqueza de las perlas tantas, tan gruesas y hermosas como las hemos referido, y del criar de la seda, para cuyo beneficio hemos visto tanta cantidad de morales, y para sembrar y curar toda suerte de ganados no se puede desear más abundancia de pastos y fertilidad de tierra que la que ésta tiene.

Por todo lo cual supliquemos al Señor ponga ánimos a los españoles para que por esta parte no se descuiden ni aflojen en sus buenas andanzas, pues por todas las demás partes del nuevo mundo cada día descubren y conquistan nuevos reinos y provincias más dificultosas de ganar que las de la Florida, para cuya entrada y conquista tienen desde España la navegación fácil, que un mismo navío puede hacer al año dos viajes, y para caballos tienen toda la tierra de México, donde los hay muchos y muy buenos, y para el socorro, si lo hubiesen menester, se les podía dar de las islas de Cuba y Santo Domingo y sus comarcanas, y de la Nueva España y de Tierra Firme, que, habiendo la comodidad de aquel Río Grande, tan capaz de cualquier armada, con facilidad podrán subir por él siempre que quisiesen. De mí sé decir que si, conforme el ánimo y deseo, hubiera dado el Señor la posibilidad, holgara gastarla juntamente con la vida en esta heroica empresa. Mas ella se debe de guardar para algún bien afortunado, que tal será el que la hiciese, y entonces se verificarían las faltas de mi historia, de que he pedido perdón muchas veces. Y con esto volvamos a ella, que, por el afecto y deseo de verla acabada, ni huyo al trabajo que me es insoportable, ni perdono a la flaca salud, que anda ya muy gastada, ni la deseo ya para otra cosa, porque España, a quien debo tanto, no quede sin esta relación, si yo faltase antes de sacarla a luz.

Capítulo X. De una batalla que los españoles tuvieron con los indios de la costa

Tres días estuvieron los españoles en requerir, como dijimos, sus carabelas y en recrear sus cuerpos, que la mayor necesidad que tenían era de satisfacer al sueño que los había traído muy fatigados. Al último de ellos, después de medio día, vieron salir de unos juncales siete canoas que fueron hacia ellos. En la primera venía un indio grande como un filisteo y negro como un etíope, bien diferente en color y aspecto de los que la tierra adentro habían dejado.

La causa de ser los indios tan negros en la costa es el agua salada en que andan siempre pescando, que, por la esterilidad de la tierra, se valen de la pesquería para mantenerse. También ayuda para ponerlos prietos el calor del sol, que en la costa es más intenso que la tierra adentro. El indio, puesto en la proa de su canoa, con una voz gruesa y soberbia dijo a los castellanos: «Ladrones, vagamundos, holgazanes sin honra ni vergüenza, que andáis por esta ribera inquietando los naturales de ella, luego al punto os partid de este lugar por una de aquellas bocas de este río si no queréis que os mate a todos y queme vuestros navíos. Y mirad que no os halle aquí esta noche, que no escapará hombre de vosotros a vida».

Pudieron entender lo que el indio dijo por los ademanes que con los brazos y cuerpo hizo, señalando las dos bocas del Río Grande que hacían la isla que hemos dicho que estaba por delante, y por muchas palabras que los indios criados de los españoles declararon. Y con esto que dijo, sin aguardar respuesta, se volvió a los juncales.

En este paso añade Juan Coles estas palabras, que, sin las dichas, dijo más el indio: «Si nosotros tuviéramos canoas grandes como vosotros (quiso decir navíos) os siguiéramos hasta vuestra tierra y la ganáramos, que también somos hombres como vosotros».

Los españoles, habiendo considerado las palabras del indio y la soberbia que en ellas y en su aspecto había mostrado y viendo que de cuando en cuando asomaban canoas por entre los juncos, como que acechaban, y se volvían a meter en ellos, acordaron sería bien darles a entender que no les temían porque no tomasen ánimo y viniesen a flecharlos y a echar fuego sobre las carabelas, lo cual pudieran hacer mejor de noche que de día, como gente que para acometer y huir a su salvo sabía bien la mar y la tierra y los castellanos la ignoraban.

Con este acuerdo entraron cien hombres en cinco canoas que les habían quedado para servicio de los bergantines y, llevando por caudillos a Gonzalo Silvestre y Álvaro Nieto, fueron a buscarlos y los hallaron tras un juncal en gran número apercibidos con más de sesenta canoas pequeñas que habían juntado contra los nuestros. Los cuales, aunque vieron tanto número de indios y canoas, no desmayaron, antes, con todo buen ánimo y esfuerzo, embistieron con ellos y, de su buena dicha, del primer encuentro volcaron tres canoas e hirieron muchos indios y mataron diez o doce, porque llevaban veinte y dos ballesteros y tres flecheros, el uno de ellos era español que desde niño, hasta edad de veinte años, se había criado en Inglaterra y el otro era natural inglés, los cuales, como ejercitados en las armas de aquel reino y diestros en el arco y flechas, no habían querido usar en todo este descubrimiento de otras armas sino de ellas, y así las llevaban entonces. El otro flechero era un indio, criado que había sido del capitán Juan de Guzmán, que, luego que entró en la Florida, lo había preso, el cual se había aficionado tanto a su amo y a los españoles, que como uno de ellos había peleado siempre con su arco y flechas contra los suyos mismos.

Con la maña y destreza de los tiradores y con el esfuerzo de toda la cuadrilla desbarataron las canoas de los enemigos y los hicieron huir. Mas los nuestros no salieron de la batalla tan libres que no quedasen heridos los más y entre ellos los dos capitanes. Un español salió herido de una arma que los castellanos llaman en Indias tiradera, que más propiamente la llamaremos bohordo porque se tira con amiento de palo o de cuerda, la cual arma no habían visto nuestros españoles en todo lo que por la Florida, hasta aquel día, habían andado. En el Perú la usan mucho los indios. Es una arma de una braza en largo, de un junco macizo, aunque fofo por de dentro, de que también hacen flechas. Échanles por casquillos puntas de cuernas de venado, labradas en toda perfección, de cuatro esquinas, o arpones de madera de palma, o de otros palos, que les hay fuertes y pesados como hierro, y para que el junco de la flecha, o bohordo, al dar el golpe no hienda con el arpón, le echan un trancahilo por donde recibe el casquillo o arpón, y otro por el otro cabo, que los ballesteros en los virotes llaman batalla, donde reciben la cuerda del arco, o el amiento con que lo tiran. El amiento es de palo, de dos tercias en largo, con el cual tiran el bohordo con grandísima pujanza, que se ha visto pasar un hombre armado con una cota. Esta arma fue en el Perú la más temida de los españoles que otra cualquiera que los indios tuviesen, porque las flechas no fueron tan bravas como las de la Florida.

El bohordo o tiradera con que hirieron a nuestro español, de quien íbamos hablando, tenía tres arpones en lugar de uno, como los tres dedos más largos de la mano. El arpón de en medio era una cuarta más largo que los de los lados, y así pasó en el muslo de una banda a otra; y los colaterales quedaron clavados en medio de él y para sacarlos forzosamente fue menester hacer gran carnicería en el muslo del pobre español, porque eran arpones y no puntas lisas. Y de tal manera fue la carnicería, que antes que le curasen expiró, no sabiendo el triste de quién más se quejar, si del enemigo que le había herido o de los amigos que le habían apresurado la muerte.

Capítulo I. Hacen a la vela los españoles, y el suceso de los primeros veinte y tres días de su navegación

Pues aún no hemos salido del Río Grande, de cuyas canoas hemos dicho largo en los capítulos pasados, será bien decir aquí la destreza y maña que los naturales de toda la tierra de la Florida tienen para volver a poner en su punto una canoa cuando en las batallas navales, o en sus pesquerías, o como quiera que sea, se les trastorna lo de abajo arriba, que se nos olvidó de decirlo en su lugar. Y así que, como ellos sean grandísimos nadadores, la toman entre doce o trece indios, más o menos, según el grandor de la canoa, y la vuelven a enderezar bocayuso, y así sale llena de agua. Todos los indios a una dan un vaivén a la canoa y, como el agua al ir de la canoa se recoge a aquella banda, en continente la hurtan con el vaivén a la contraria, y cae el agua fuera, de manera que a dos vaivenes de éstos no le queda gota de agua a la canoa y los indios se vuelven a entrar dentro. Todo lo cual hacen con tanta presteza y facilidad que apenas les ha zozobrado la canoa cuando la tienen vuelta a poner en su punto, de que los nuestros se admiraban grandemente porque por mucho que ellos lo procuraron nunca se amañaron a hacerlo.

Entretanto que los cien españoles fueron en las canoas a pelear con los indios, los que quedaron embarcaron en las carabelas lo que de ellas habían sacado, y pudiéronlo hacer sin ayuda de las canoas porque los bergantines estaban arrimados a la madera, que dijimos estaba hecha isla, la cual no hacía otro movimiento más que alzarse con la creciente de la mar y bajarse con la menguante de ella.

Los españoles que habían ido a la refriega se volvieron a los suyos habiendo vencido y echado los enemigos de los juncales, mas, con recelo que tuvieron no volviesen de noche y les echasen fuego o hiciesen otro daño alguno, se embarcaron todos en los carabelones y se fueron a la isla despoblada que estaba a la boca del Río Grande, y surgieron en ella y saltaron en tierra y la pasearon toda, mas no hallaron cosa digna de ser contada.

Aquella noche durmieron en las carabelas sobre los ferros, y, luego que amaneció, acordaron hacerse a la vela y encaminar su viaje al poniente para ir en demanda de la costa de México, llevando siempre a mano derecha la tierra de la Florida sin alejarse de ella. Al levantar de las anclas se les quebró una gúmena que, como era hecha de remiendos, fue menester poco para que se quebrase. El ancla quedó perdida, porque no le habían echado boya, y, como les era necesaria, no quisieron irse sin ella. Echáronse al agua los mejores nadadores que había, mas por mucho que trabajaron para la hallar no les valió su diligencia hasta las tres de la tarde, y la hallaron al cabo de nueve o diez horas que habían andado hechos buzos.

A aquella hora se hicieron a la vela sin osar engolfarse, porque no sabían dónde estaban ni hacia qué parte podían encaminar para atravesar a las islas de Santo Domingo o Cuba, porque no tenían carta de marear ni aguja ni astrolabio para tomar el altura del sol ni ballestilla para la del norte. Sólo entendían que, siguiendo siempre la costa hacia el poniente, aunque fuese a la larga, habían de llegar a la costa y tierra de México. Con esta determinación navegaron toda aquella tarde y la noche siguiente y el día segundo hasta cerca de puesto el sol. Y en toda aquella distancia hallaron agua dulce del Río Grande y se admiraron los nuestros que tan adentro en la mar la hallasen dulce.

En este paso dice Alonso de Carmona estas palabras que son sacadas a la letra: «Y así fuimos navegando la costa en la mano a poco más o menos, porque los aderezos de la navegación nos los quemaron los indios o se nos quemaron cuando pusimos fuego a Mabila. Y el capitán Juan de Añasco era un hombre muy curioso y tomó el astrolabio y guardolo, que como era de metal no se hizo mucho daño, y de un pergamino de cuero de venado hizo una carta de marear y de una regla hizo una ballestilla, y por ella nos íbamos rigiendo. Y visto los marineros y otros con ellos que no era hombre de la mar ni en su vida se embarcó sino para esta jornada, mofaban de él; y sabido cómo mofaban de él, los echó a la mar, excepto el astrolabio. Y de otro bergantín que venía atrás los tomaron porque la carta y la ballestilla iba atado todo. Y así caminamos, o navegamos, por mejor decir, siete y ocho días, y con temporal nos recogimos a una caleta». Hasta aquí es de Alonso Carmona.

Otros quince días continuos navegaron nuestros castellanos con buen tiempo que les hizo para su viaje, sin ofrecérseles cosa que sea de contar, salvo que en estos quince días saltaron en tierra a tomar agua cinco veces, que, como no tenían vasijas grandes en que la llevar sino ollas y cántaros pequeños, gastábaseles presto, y ésta fue una de las principales causas, con las de la falta de instrumentos de navegar, para que no osasen atravesar a las islas ni alejarse de la tierra firme, porque de tres a tres días habían menester tomar agua. Cuando no hallaban río o fuente de donde la tomar, cavaban la tierra diez o doce pasos de la mar y a menos de una vara en hondo hallaban agua muy dulce y en mucha cantidad, y de esta manera nunca les faltó agua en todo su viaje.

Al fin de los quince días de navegación llegaron adonde había cuatro o cinco isletas no lejos de tierra firme. Hallaron innumerables pájaros marinos que en ellas criaban y tenían sus nidos en el suelo, y eran tantos y tan juntos que no hallaban los nuestros dónde poner los pies. Cuando volvieron a los bergantines fueron cargados de huevos y de pájaros nuevos, y estaban tan gordos que no se podían comer, y así ellos como los huevos sabían mucho a marisco.

Otro día siguiente llegaron a surgir para tomar agua en una playa muy graciosa de tierra limpia, sin juncales. Solamente había en ella arboleda de muchos y muy grandes árboles apartados unos de otros, que hacían un monte claro y hermoso a la vista sin matas ni maleza de monte bajo.

Algunos españoles saltaron en tierra a mariscar por la ribera y hallaron en ella unas planchas de betún negro, casi como pez, que la mar, entre sus horruras, echaba de sí. Deben de ser de alguna fuente de aquel licor que entre en la mar o que nazca en ella. Las planchas eran de a ocho libras, y de a diez, y de a doce y catorce, y hallábanse en cantidad.

Viendo los castellanos el socorro que la buena dicha les ofrecía a su necesidad, porque los carabelones iban ya haciendo agua y temían no la hiciesen adelante en más cantidad de manera que se perdiesen, y como no sabían lo que les quedaba por navegar ni tenían otra esperanza para llegar a tierra de cristianos sino el socorro de los bergantines, acordaron repararlos, pues tenían con qué y buena playa donde los sacar a tierra.

Con esta determinación pasaron ocho días en aquel puesto, y cada un día descargaban un bergantín y lo sacaban a tierra a fuerza de brazos, y lo breaban, y a la tarde lo volvían a echar a la mar. Y para que el betún corriese, que era sequeroso, le echaron la grosura del poco tocino que para comer llevaban, teniendo por mejor emplearlo en los navíos que en su propia sustancia, porque entendían estaba en ellos el remedio de sus vidas.

Capítulo I. Prosigue la navegación hasta los cincuenta y tres días de ella, y de una tormenta que les dio

En los ocho días que los nuestros se ocuparon en dar carena a sus navíos vinieron tres veces ocho indios a ellos y, llegando muy pacíficamente, les dieron mazorcas de maíz o zara que traían en cantidad. Y los españoles les dieron asimismo de las gamuzas que traían, y, con haber toda esta afabilidad entre ellos, no les preguntaron qué tierra fuese aquélla ni cómo se llamase aquella provincia, porque no llevaban otro deseo sino de llegar a tierra de México, de cuya causa no nos fue posible saber qué región fuese aquélla. Los indios vinieron todas tres veces con sus arcos y flechas y se mostraron muy afables, y siempre fueron los mismos.

Pasados los ocho días que tardaron en brear los carabelones, salieron nuestros castellanos de aquella fresca ribera y playa apacible y siguieron su viaje llevando siempre cuidado de ir tierra a tierra porque algún viento norte, que los hay en aquella costa muy furiosos, no los engolfase en alta mar, y también lo hacían porque, como hemos visto, tenían necesidad de tomar agua cada tres días.

Donde hallaban buena disposición se ponían a pescar porque, después que aderezaron los carabelones y gastaron el tocino, no llevaban sino maíz, sin otra cosa alguna que comer, y la necesidad les forzaba a que unos pescasen en el agua con sus anzuelos y otros saltasen en tierra a buscar marisco, y siempre traían algo de provecho. También les obligaba a descansar pescando el mucho trabajo que llevaban en remar, porque siempre que la mar sufría los remos, se remudaban en ellos todos los que iban en los carabelones, salvo los capitanes. Doce o trece días gastaron en veces en las pesquerías, porque donde les iba bien de pescado se detenían dos y tres días.

Así navegaron estos españoles muchas leguas (mas no podemos decir cuántas), con grandísimo deseo de tomar el río de Palmas, que, según lo que habían navegado, les parecía que no estaban lejos de él. Y esta esperanza la daban y certificaban los que se jactaban de cosmógrafos y grandes marineros, mas en hecho de verdad, el que de ellos más sabía no sabía en qué mar ni por cuál región navegaban, salvo que les parecía, y era así lo cierto, que, siguiendo siempre aquel viaje, al cabo, si la mar no se los tragase, llegarían a tierra de México, y esta certidumbre era la que los esforzaba para sufrir y pasar el excesivo trabajo que llevaban.

Cincuenta y tres días eran pasados que nuestros españoles habían salido del Río Grande a la mar y navegado por ella los treinta de ellos y ocupádose los veinte y tres en reparar los bergantines y en descansar en las pesquerías que hacían, cuando, al fin de ellos, se levantó después de medio día el viento norte con la ferocidad y pujanza que en aquella costa más que en otra parte suele correr, el cual los echaba la mar adentro, que era lo que siempre habían temido.

Las cinco carabelas, y entre ellas la del gobernador, que iban juntas, habiendo reconocido la tormenta antes que llegase, se arrimaron a tierra y así, tocando en ella con los remos, navegaron buscando algún abrigo donde guarecerse del mal temporal. Las otras dos, que eran la del tesorero Juan Gaytán, que por muerte del buen Juan de Guzmán había quedado solo capitán de ella, y la de los capitanes Juan de Alvarado y Cristóbal Mosquera, que no habían conocido el tiempo tan bien como las otras cinco, iban algo alejadas de tierra, por el cual descuido pasaron toda aquella noche bravísima tormenta, que por horas les crecía el viento y su braveza de manera que iban con el Credo en la boca. Y la carabela del tesorero tuvo mayor peligro que la otra porque el árbol mayor, con un golpe de viento, se les desencajó y salió fuera de un mortero de palo en que iba encajado en la quilla, y con mucho trabajo y dificultad lo volvieron a él. Así anduvieron las dos carabelas contrastando toda la noche y forcejeando contra el temporal por no alejarse de tierra. Y cuando amaneció (que entendían los nuestros se aplacara el viento con el día), se les mostró entonces más furioso y bravo, y, sin aflojar cosa alguna de su furia, los trajo ahogando hasta medio día. A esta hora vieron las dos carabelas cómo las otras cinco subían por un estero o río arriba y que iban ya metidas en salvo y libres de aquella tormenta en que ellas quedaban, con lo cual se esforzaron a porfiar de nuevo contra el viento, por ver si pudiesen arribar donde las otras iban, mas, por mucho que lo trabajaron, no fue posible porque el viento era proa y recísimo, de manera que ninguna diligencia les aprovechó para tomar el río, antes con la porfía se metían en mayor peligro, que muchas veces se vieron zozobradas las carabelas, y todavía, con todo este peligro, porfiaron contra la tormenta hasta las tres de la tarde, mas, viendo que no solamente perdían el trabajo sino que aumentaban el peligro, acordaron sería menos malo dejarse correr la costa adelante, donde podría ser que hallasen algún remedio. Con este acuerdo volvieron las proas al poniente y corrieron a la bolina sin querérseles aplacar el viento cosa alguna.

Nuestros españoles andaban desnudos en cueros, no más de con los pañetes, porque el agua de las olas que caían en las carabelas era tanta que las traía medio anegadas. Unos acudían a marear las velas, otros a echar el agua fuera, que, como los bergantines no tenían cubierta, se quedaba dentro toda la que las olas echaban, y andaban en ella los nuestros a medios muslos.

Capítulo I. De una brava tormenta que corrieron dos carabelas y cómo dieron al través en tierra

Veinte y cinco o veinte y seis horas había que las dos carabelas corrían la tormenta que hemos dicho sin que ella se aplacase cosa alguna, antes a los que la pasaban les parecía que crecía por horas. Y todo este tiempo anduvieron nuestros españoles resistiendo las olas y el viento, sin dormir ni comer tan sólo un bocado porque el temor de la muerte que llevaban tan eminente les ahuyentaba la hambre y el sueño, cuando, cerca de ponerse el sol, vieron tierra por delante, la cual se descubría de dos maneras. La que se descubría por delante y volvía a mano derecha de como los nuestros iban era costa blanca y parecía ser de arena, porque con el viento recio que hacía veían mudarse muchos cerros de ella de una parte a otra con facilidad y presteza. La costa que volvía a mano izquierda de los nuestros se mostraba negra como la pez. Entonces un mozo que se decía Francisco, de edad de veinte años, que iba en la carabela de los capitanes Juan de Alvarado y Francisco Mosquera, les dijo: «Señores, yo conozco esta costa, que he navegado por ella dos veces sirviendo de paje a un navío, aunque no conozco la tierra ni sé cuya es. Aquella costa negra que parece a nuestra mano izquierda es tierra de pedernal y costa brava, y corre muy larga hasta llegar a la Veracruz. En toda ella no hay puerto ni abrigo que nos pueda socorrer, sino peña tajada y navajas de pedernal donde, si damos al través, moriremos todos hechos pedazos entre las ondas y las peñas. La otra tierra que parece por delante y vuelve a nuestra mano derecha es costa de arena y por eso parece blanca. Toda ella es limpia y mansa, por lo cual conviene que antes que el día nos falte y la noche cierre, procuremos dar en la costa blanca, porque, si el viento nos aparta de ella y nos echa sobre la negra, no nos queda esperanza de escapar con las vidas».

Los capitanes Juan de Alvarado y Francisco Mosquera mandaron que luego se diese aviso a la carabela del capitán Juan Gaytán de la relación del mozo Francisco para que previniesen al peligro venidero, mas las olas andaban tan altas que no consentían que los de las carabelas se hablasen ni aun se viesen. Empero, como quiera que les fue posible, pudieron entenderse por señas y por voces dadas a trechos, una ahora y otra después, como las carabelas acertaban a descubrirse sobre las ondas para que se pudiesen ver y hablar de la una a la otra, y, de común consentimiento de ambas, acordaron zabordar en la costa blanca. Sólo el tesorero Juan Gaytán, haciendo oficio de tesorero más que no de capitán, lo contradijo diciendo que no era bien perder la carabela que valía dineros. A las cuales palabras saltaron los soldados y todos a una dijeron: «¿Qué más tenéis vos en ella que cualquiera de nosotros? Antes tenéis menos, o nada, porque, presumiendo de tesorero de emperador, no quisisteis cortar la madera, ni labrarla, ni hacer carbón para las herrerías, ni ayudar en ellas a batir el hierro para la clavazón, ni hacer oficio de calafate, ni otra cosa alguna de momento, que todo el trabajo que nosotros pasábamos os excusabais con el oficio real. Pues siendo esto así, ¿qué perdéis vos en que se pierda la carabela? ¿Será mejor que se pierdan cincuenta hombres que vamos en ella?» Y no faltó quien dijese: «Mal haya quien te dio esa cuchillada por el pescuezo porque no lo cortó a cercén».

Habiéndose dicho estas palabras con mucha libertad, porque no se replicasen otras ni el capitán presumiese mandar en aquel caso, arremetieron los más principales soldados a marear las velas, y un portugués llamado Domingos de Acosta echó mano del gobernalle o timón, y todos enderezaron la proa del navío a tierra y se apercibieron de sus espadas y rodelas para lo que en ella se les ofreciese, y, dando bordos a una mano y a otra por no decaer sobre la costa negra, con mucho peligro y trabajo dieron en la costa blanca poco antes que el sol se pusiese.

Porque hicimos mención de la cuchillada del tesorero Juan Gaytán será bien, aunque no es de nuestra historia, contar aquí el suceso como fue. Para lo cual es de saber que nuestro Juan Gaytán era sobrino del capitán Juan Gaytán, aquel que por las maravillosas hazañas que con su espada y capa en todas partes hizo mereció que por excelencia le dijesen en proverbio: «Espada y capa de Juan Gaytán». Este su sobrino se halló en la guerra de Túnez cuando el emperador nuestro señor, año de mil y quinientos y treinta y cinco, se la quitó al turco Barbarroja y se la dio al moro Muley Hacen que era amigo. Sobre la partija de la presa que en aquel saco hubo, Juan Gaytán se acuchilló con otro soldado español, cuya espada no debía ser menos buena que la de su tío, el cual le dio una gran cuchillada en el pescuezo, de que estuvo para morir, que después de sano le quedó dos dedos de hondo en señal de ella. Uno de los que se hallaron a meter paz en la pendencia reprehendió al que le había herido diciendo que lo había hecho mal en haber maltratado así al sobrino del capitán Juan Gaytán, que fuera razón haberle respetado por el nombre de su tío. A lo cual el soldado, no arrepentido de su hecho, respondió diciendo: «Ende mal, porque no era sobrino del rey de Francia, que tanto más me holgara yo de haberlo herido o muerto, porque tanto más honra y fama fuera para mí». Esto contaba el mismo tesorero Juan Gaytán por dicho gracioso del que le había herido.

Capítulo V. Lo que ordenaron los capitanes y soldados de las dos carabelas

Volviendo a nuestro cuento, es así que el capitán Juan Gaytán, sintiendo que la carabela había tocado en tierra, o por el enojo que tenía de la contradicción que los soldados le habían hecho, o por presumir de tener experiencia, que en semejantes peligros era menos peligroso saltar a la mar por la popa que por otra parte alguna del navío, se arrojó por ella al agua y, al salir arriba, tocó con las espaldas en el timón, y, como iba desnudo, se hirió y lastimó en ellas malamente. Todos los demás soldados quedaron en la carabela, la cual del primer golpe que dio en tierra, como las olas fuesen tan grandes, cuando la resaca volvió a la mar quedó más de diez pasos fuera del agua, mas, volviendo las olas a la combatir, la trastornaron a una banda. Los que iban dentro saltaron luego al agua, que para andar en ella no les estorbaba la ropa. Unos acudieron por un lado y otros por otro a enderezar la carabela y tenerla derecha, porque con los golpes de las olas no se anegase. Otros entendieron en descargar el maíz y echar fuera la carga que traía. Otros la llevaron a tierra. Con esta diligencia en brevísimo tiempo la descargaron toda y, como quedase liviana, y con la ayuda de los golpes que las olas en ella daban, fácilmente la pusieron en seco llevándola casi en peso y la apuntalaron para la volver al agua si adelante fuese menester.

Lo mismo que pasó en la carabela del tesorero Juan Gaytán pasó en la de los capitanes Juan de Alvarado y Cristóbal Mosquera, la cual dio en la costa apartada de la otra como dos tiros de arcabuz, y con la misma diligencia y presteza que a la compañera, la descargaron y sacaron a tierra. Y los capitanes y soldados de los dos bergantines, viéndose libres de la tormenta y peligros del mar, se enviaron luego a visitar los unos a los otros y a saber cómo les hubiese sucedido en el naufragio. El mensajero de la una salió al mismo punto que el de la otra, como si hubieran hecho señas, y se toparon en medio del camino y, trocando los recaudos de la demanda y respuesta, se volvió cada cual a los suyos con la buena relación de todos, de que los unos y los otros hubieron mucho regocijo y dieron gracias a Dios que los hubiese librado de tanto trabajo y peligro. Mas el no saber qué hubiese sido del gobernador y de los demás compañeros les daba nueva congoja y cuidado, por ser cosecha propia de la naturaleza humana que apenas hayamos salido de una miseria cuando nos hallemos en otra.

Para tratar lo que les conviniese hacer en aquella necesidad se juntaron luego los tres capitanes y los soldados más principales de ambas carabelas, y entre todos acordaron sería bien que luego aquella noche fuese algún soldado diligente a saber del gobernador y de las carabelas que habían visto subir por el estero o río, y a darle cuenta del suceso de los dos bergantines. Mas, considerando el mucho trabajo que con la tormenta de la mar habían pasado y que en más de veinte y ocho horas que había que la tormenta se levantó no habían comido ni dormido y que, después que salieron de la mar, aún no habían descansado siquiera media hora, no osaban nombrar alguno que fuese, porque les parecía gran crueldad elegirlo para nuevo trabajo y no menor temeridad enviarlo a que tan manifiestamente pereciese en el viaje, porque había de caminar aquella misma noche trece o catorce leguas que al parecer de ellos había desde allí hasta donde habían visto subir las carabelas, y había de ir por tierra que no conocía ni sabía si por el camino había otros ríos o esteros, o si estaba segura de enemigos, porque, como se ha dicho, no sabían en qué región estaban.

A la confusión de nuestros capitanes y soldados, y a las dificultades de los trabajos y peligros propuestos, venció el generoso y esforzado ánimo de Gonzalo Cuadrado Jaramillo, de quien hicimos particular mención el día de la gran batalla de Mauvila, el cual, poniéndose delante de sus compañeros, dijo: «No embargante los trabajos pasados ni los que de presente con el eminente riesgo de la vida se ofrecen, me ofrezco a hacer este viaje por el amor que al general tengo, porque soy de su patria, y por sacaros de la perplejidad en que estáis, y protesto caminar toda esta noche y no parar hasta amanecer mañana con el gobernador o morir en la demanda. Si hay otro que quiera ir conmigo y, no lo habiendo, digo que iré solo».

Los capitanes y soldados holgaron mucho de ver este buen ánimo, al cual quiso semejar el de otro valiente castellano llamado Francisco Muñoz, natural de Burgos, el cual, saliendo de entre los suyos y poniéndose al lado de Gonzalo Cuadrado Jaramillo, dijo que a vivir o a morir quería acompañarle en aquel viaje. Luego al mismo punto, sin dilación alguna, les dieron unas alforjuelas con un poco de maíz y tocino, lo uno y lo otro mal cocido, porque aún no habían tenido tiempo para cocerlo bien. Con este buen regalo y apercibidos con sus espadas y rodelas y descalzos, como hemos dicho que andaban todos, salieron a una hora de la noche estos dos animosos soldados y caminaron toda ella llevando por guía la orilla de la mar porque no sabían otro camino, donde los dejaremos por decir lo que entre tanto hicieron sus compañeros.

Los cuales, luego que los despacharon se volvieron a sus carabelas y en ellas durmieron con centinelas puestas, porque no sabían si estaban en tierra de enemigos o de amigos. Y, luego que amaneció, volviéndose a juntar, eligieron tres cabos de escuadra que con cada veinte hombres fuesen por diversas partes a descubrir y saber qué tierra fuese aquélla. Llamámoslos cabos de escuadra y no capitanes por la poca gente que llevaban. El uno de ellos se llamaba Antonio de Porras, el cual fue por la costa adelante al mediodía; y el otro, que había nombre Alonso Calvete, fue por la misma costa hacia el norte, y Gonzalo Silvestre fue la tierra adentro al poniente. Todos fueron con orden que no se alejasen mucho porque los que quedaban pudiesen socorrerles si lo hubiesen menester. Cada uno de ellos fue con mucho deseo de traer buenas nuevas por su parte.

Capítulo V. Lo que sucedió a los tres capitanes exploradores

Los caudillos que fueron a una mano y a otra de la costa, habiendo cada cual de ellos caminado por ella más de una legua, se volvieron a los suyos, y los unos trajeron un medio plato de barro blanco de lo muy fino que se labra en Talavera, y los otros una escudilla quebrada del barro dorado y pintado que se labra en Malasa, y dijeron que no habían hallado otra cosa y que eran muy buenas señales y muestras de estar en tierra de españoles, porque aquel barro, el uno y el otro, era de España, y que era prueba de lo que decían. Con lo cual se regocijaron mucho todos los nuestros e hicieron gran fiesta teniendo las señales por ciertas y dichosas conforme al deseo de ellos.

A Gonzalo Silvestre y a su cuadrilla que fue la tierra adentro les sucedió mejor, que, habiéndose alejado de la mar poco más de un cuarto de legua y habiendo traspuesto un cerrillo, vieron una laguna de agua dulce que bajaba más de una legua. Andaban en ella cuatro o cinco canoas de indios pescando y porque los indios no los viesen y tocasen arma se encubrieron con unos árboles y caminaron por ellos un cuarto de legua por par de la laguna hechos ala como que buscasen liebres. Yendo así mirando con mucho cuidado y atención a una parte y a otra, vieron dos indios por delante (espacio de dos tiros de arcabuz de donde iban), que estaban cogiendo fruta debajo de un árbol grande llamado guayabo en lengua de la isla Española y savintu en la mía del Perú.

Como los españoles los viesen, pasando la palabra de unos a otros, se echaron en el suelo por no ser descubiertos y dieron orden que, yendo en cerco unos por una parte y otros por otra, fuesen como lagartos arrastrándose por el suelo y cercasen los indios de manera que no se les fuesen y que los que quedasen atrás no se levantasen de tierra hasta que los delanteros hubiesen rodeado los indios.

Con este aviso fueron todos pecho por tierra y los delanteros caminaron a gatas casi tres tiros de arcabuz por tomar la delantera a los indios. Y cada uno de los españoles llevaba puesta su honra en que no se fuese la caza por su parte. Cuando los tuvieron cercados se levantaron todos a un tiempo y arremetieron con ellos, y por mucha diligencia que hicieron se les fue uno, que se echó al agua y escapó nadando.

El indio que quedó preso daba grandes voces repitiendo muchas veces esta palabra brezos. Los españoles, por darse prisa a volver a los suyos antes que acudiesen indios a quitarles el preso, no atendían a lo que el indio decía, sino a salir presto de aquel lugar, y con toda prisa tomaron dos cestillas de guayabas que los indios habían cogido y un poco de zara que hallaron en una choza y un pavo de los de tierra de México, que en el Perú no los había, y un gallo y dos gallinas de las de España y un poco de conserva hecha de unas pencas de un árbol llamado maguey, que son como pencas de cardo, del cual árbol hacen los indios de la Nueva España muchas cosas, como vino, vinagre, miel y arrope, de un cierto licor dulce que las hojas, quitado el tronco, echan a cierto tiempo del año, y las pencas tiernas, cocidas y puestas al sol, son sabrosas de comer y asemejan en la vista al calabazate, aunque no tienen que ver con él en bondad. De las mismas pencas, que son como las del cardo, sazonadas en su árbol, hacen los indios cáñamo, y es muy recio y bueno, y del palo del maguey, que en cada pie no nace más de uno, a semejanza de las cañahejas de España, que así es la madera fofa aunque la corteza es dura, se sirven para enmaderar sus casas donde hay falta de otra mejor madera.

Todo lo que hemos dicho que hallaron los castellanos en la choza llevaron consigo, y el indio preso bien asido porque no se les huyese. Al cual, por señas y por palabras españolas, preguntaban diciendo: «¿Qué tierra es ésta y cómo se llama?» El indio por los ademanes que le hacían como a un mudo entendía qué le preguntaban, mas por las palabras no entendía qué era lo que le preguntaban y, no sabiendo qué responder, repetía la palabra brezos, y muchas veces, pronunciando mal, decía bredos.

Los españoles, como no respondía a propósito, le decían: «Válgate el diablo, perro, ¿para qué queremos bledos?» El indio quería decir que era vasallo de un español llamado Cristóbal de Brezos y como con la turbación no acertase a decir Cristóbal y dijese unas veces brezos y otras bredos no podían entenderle los castellanos, y así se lo llevaron dándole prisa antes que se lo quitasen, para después preguntarle despacio lo que querían saber de él.

A propósito del preguntar de los españoles y del mal responder del indio (porque no se entendían los unos a los otros), habíamos puesto en este lugar la deducción del nombre Perú, que, no lo teniendo aquellos indios en su lenguaje, se causó de otro paso semejantísimo a éste, y por haberse detenido la impresión de este libro más de lo que yo imaginé, lo quité de este lugar y lo pasé al suyo propio, donde se hallará muy a la larga con otros muchos nombres puestos a caso, porque ya en aquella historia, con el favor divino, este año de seiscientos y dos, estamos en el postrer cuarto de ella y esperamos saldrá presto.

Capítulo I. Saben los españoles que están en tierra de México

Gonzalo Silvestre y los veinte compañeros de su cuadrilla, con el indio que habían preso, caminaron aprisa haciéndole preguntas mal entendidas por el indio y sus respuestas peor interpretadas por los españoles. Y así anduvieron hasta que llegaron a la costa donde los demás compañeros estaban haciendo gran fiesta y regocijo con los pedazos de plato y escudilla que los otros exploradores habían traído. Mas como luego viesen el pavo y las gallinas y la fruta y el demás recaudo que Gonzalo Silvestre y los suyos llevaban no se pudieron contener a no hacer extremos de alegría dando saltos y brincos como locos. Y para mayor contento de todos sucedió que el cirujano que les había curado había estado en México y sabía algo de la leguna mexicana, y en ella habló al indio diciendo: «¿Qué son éstas?», y eran unas tijeras que tenía en la mano.

El indio, que habiendo reconocido que eran españoles estaba ya más en sí, respondió en español «tiselas». Con esta palabra, aunque mal pronunciada, acabaron de certificarse los nuestros que estaban en tierra de México, y con el regocijo de entenderlo así a porfía abrazaban y daban paz en el rostro a Gonzalo Silvestre y a los de su cuadrilla, y en brazos los levantaban en alto hasta ponerlos sobre sus hombros y traerlos paseando, diciéndoles grandezas y loores sin tiento ni cuenta, como si a cada uno de ellos le hubieran traído el señorío de México y de todo su imperio.

Pasada la fiesta solemne y solemnísima de su regocijo, preguntaron con más quietud y más de propósito al indio qué tierra fuese aquélla y qué río o estero por el que había entrado el gobernador con las cinco carabelas.

El indio dijo: «Esta tierra es de la ciudad de Pánuco y vuestro capitán general entró en el río de Pánuco, que entra en la mar doce leguas de aquí, y otras doce el río arriba está la ciudad, y por tierra hay de aquí a ella diez leguas. Y yo soy vasallo de un vecino de Pánuco llamado Cristóbal de Brezos. Una legua de aquí, poco más, está un indio señor de vasallos que sabe leer y escribir, que desde su niñez se crió con el clérigo que nos enseña la doctrina cristiana. Si queréis que vaya a llamarle, yo iré por él, que sé que vendrá luego, el cual os informará de todo lo que más quisiereis saber».

Los españoles holgaron de haber oído la buena razón del indio y le regalaron y dieron dádivas de lo que traían, y luego lo despacharon para el cacique y le avisaron les trajese o enviase recado de papel y tinta para escribir.

El indio se dio tanta prisa e hizo tan buena diligencia en su viaje, que en menos de cuatro horas volvió con el curaca, el cual, como supiese que navíos de españoles habían dado al través en su tierra, quiso visitarlos personalmente y llevarles algún regalo, y así trajo ocho indios cargados con gallinas de las de España, y con pan de maíz, y con fruta y pescado, y con tinta y papel, porque él se preciaba de saber leer y escribir y lo estimaba en mucho.

Todo lo que traía presentó a los españoles y con mucho amor les ofreció su persona y casa. Los nuestros le agradecieron su visita y regalos y en recompensa le dieron de las gamuzas que traían, y luego despacharon al gobernador un indio con una carta en que le daban cuenta de todo lo por ellos hasta entonces sucedido, y le pedían orden para adelante.

El cacique se estuvo todo el día con los españoles haciéndoles preguntas de los casos y aventuras acaecidas en su descubrimiento, holgando mucho de los oír, admirado de los ver tan negros, secos y rotos, que en sus personas y hábito mostraban bien los trabajos que habían pasado. Ya cerca de la noche se volvió a su casa y, en seis días que los españoles estuvieron en aquella playa, los visitó cada día trayéndoles siempre regalos de lo que en su tierra había.

Capítulo I. Júntanse los españoles en Pánuco. Nacen crueles pendencias entre ellos y la causa por qué

Gonzalo Cuadrado Jaramillo y su compañero Francisco Muñoz, que dejamos caminando por la costa, no pararon en toda la noche y al amanecer llegaron a la boca del río de Pánuco, donde supieron que el gobernador y sus cinco carabelas habían entrado a salvamento y subían por el río arriba. Alentados con esta buena nueva, no quisieron parar a descansar, antes, con haber caminado aquella noche doce leguas sin descansar, se dieron más prisa en su viaje y caminaron otras tres leguas y llegaron a las ocho de la mañana donde el gobernador y los suyos estaban con mucha pena y tristeza del temor que tenían no se hubiesen anegado las dos carabelas que habían quedado en la gran tormenta de la mar, la cual no había cesado aún, ni se aplacó en otros cinco días después.

Mas con la presencia y relación de los dos buenos compañeros trocaron la pena y congoja en contento y alegría, dando gracias a Dios que los hubiese librado de muerte. Y el día siguiente recibieron la carta que el indio les llevó, a la cual respondió el gobernador que, habiendo descansado lo que bien les estuviese, se fuesen a la ciudad de Pánuco, donde los esperaba para que entre todos se diese orden en sus vidas.

Pasados ocho días después del naufragio se juntaron todos nuestros españoles con su gobernador en Pánuco, y eran casi trescientos. Los cuales fueron muy bien recibidos de los vecinos y moradores de aquella ciudad que, aunque pobres, les hicieron toda la cortesía y buen hospedaje que les fue posible, porque entre ellos había caballeros muy nobles que se dolieron de verlos tan desfigurados, negros, flacos y secos, descalzos y desnudos, que no llevaban otros vestidos sino de gamuza y cueros de vaca, de pieles de osos y leones y de otras salvajinas, que más parecían fieras y brutos animales que hombres humanos.

El corregidor dio luego aviso al visorrey don Antonio de Mendoza, que residía en México, sesenta leguas de Pánuco, de cómo habían salido de la Florida casi trescientos españoles de mil que en ella habían entrado con el adelantado Hernando de Soto. El visorrey envió a mandar al corregidor que los regalase y tratase como a su propia persona y, cuando estuviesen para caminar, les diese todo buen aviamiento y se los enviase a México.

En pos de este recaudo envió camisas y alpargatas y cuatro acémilas cargadas de conservas y otros regalos y medicinas de enfermos para nuestros españoles, entendiendo que iban dolientes, mas ellos llevaban sobra de salud y falta de todo lo demás necesario a la vida humana.

En este lugar dice la relación de Juan Coles, y la de Alonso de Carmona, que la Cofradía de la Caridad de México envió estos regalos por orden del visorrey.

Es de saber ahora que como el general Luis de Moscoso de Alvarado y sus capitanes y soldados se hallasen juntos y hubiesen descansado de diez o doce días en aquella ciudad, y los más discretos y advertidos hubiesen considerado con atención la vivienda de los moradores de ella, que entonces era harto miserable porque no tenían minas de oro ni plata ni otras riquezas que lo valiesen, sino un comer tasado de lo que la tierra daba y un criar algunos pocos caballos para los vender a los que de otras partes fuesen a comprarlos, y que los más de ellos vestían mantas de algodón, que pocos traían ropa de Castilla, y que los vecinos más ricos y principales señores de vasallos no tenían más caudal del que hemos dicho, con algunos principios de criar ganado en muy poca cantidad, y que se ocupaban en plantar morales para criar seda y en poner otros árboles frutales de España para gozar de sus frutos el tiempo adelante, y que conforme a lo dicho era el demás menaje y aparato de casa, y que las casas en que vivían todas eran pobres y humildes y las más de ellas de paja; en suma notaron que todo cuanto en el pueblo habían visto no era más que un principio de poblar y cultivar miserablemente una tierra que con muchos quilates no era tan buena como la que ellos habían dejado y desamparado y que, en lugar de las mantas de algodón que los vecinos de Pánuco vestían, podían ellos vestir de muy finas gamuzas de muchas y diversas colores como al presente las traían, y podían traer capas de martas y de otras muy lindas y galanas pellejinas que, como hemos dicho, las había hermosísimas en la Florida, y que no tenían necesidad de plantar morales para criar seda pues los habían hallado en tanta cantidad, como se ha visto, con la demás arboleda de nogales de tres maneras, ciruelos, encinas y roble, y la abundancia de uvas que hallaban por los campos.

A este comparar de unas cosas a otras se acrecentaba la memoria de las muchas y buenas provincias que habían descubierto, que solamente en las que se han nombrado son cuarenta, sin las olvidadas y otras cuyos nombres no habían procurado saber. Acordábaseles la fertilidad y abundancia de todas ellas, la buena disposición que tenían para producir las mieses, semillas y legumbres que de España les llevasen y la comodidad de pastos, dehesas, montes y ríos que tenían para criar y multiplicar los ganados que quisiesen echarles.

Últimamente traían a la memoria la mucha riqueza de perlas y aljófar que habían despreciado y las grandezas en que se habían visto, porque cada uno de ellos había presumido ser señor de una gran provincia. Cotejando, pues, ahora aquellas abundancias y señoríos con las miserias y poquedades presentes, hablaban unos con otros sus imaginaciones y tristes pensamientos y, con gran dolor de corazón y lástima que de sí propios tenían, decían: «¿No pudiéramos nosotros vivir en la Florida como viven estos españoles en Pánuco? ¿No eran mejores las tierras que dejamos que éstas en que estamos? ¿Donde, si quisiéramos parar y poblar, estuviéramos más ricos que estos nuestros huéspedes? ¿Por ventura tienen ellos más minas de oro y plata que nosotros hallamos ni las riquezas que despreciamos? ¿Es bien que hayamos venido a recibir limosna y hospedaje de otros más pobres que nosotros pudiendo nosotros hospedar a todos los de España? ¿Es justo ni decente a nuestra honra que de señores de vasallos que pudiéramos ser hayamos venido a mendigar? ¿No fue mejor haber muerto allí que vivir aquí?»

Con estas palabras y otras semejantes, nacidas del dolor del bien que habían perdido, se encendieron unos contra otros en tanto furor y saña que, desesperados del pesar de haber desamparado la Florida, donde tantas riquezas pudieran tener, dieron en acuchillarse unos con otros con rabia y deseo de matarse. Y la mayor ira y rencor que cobraron fue contra los oficiales de la Hacienda Real y contra los capitanes y soldados nobles y no nobles naturales de Sevilla, porque éstos habían sido los que, después de la muerte de Hernando de Soto, más habían instado en que dejasen la Florida y saliesen de ella, y los que más habían porfiado y forzado a Luis de Moscoso a hacer aquel largo viaje que hicieron hasta la provincia de los Vaqueros, en el cual camino, como entonces se vio, padecieron tantas incomodidades y trabajos que murieron la tercia parte de ellos y de los caballos, la cual falta causó la última perdición de todos ellos porque los necesitó y forzó a que con brevedad se saliesen de la tierra y no pudiesen esperar ni pedir el socorro que el adelantado Hernando de Soto pensaba pedir enviando los dos bergantines que había propuesto enviar por el Río Grande abajo a dar noticia a México y a las islas de Cuba y Santo Domingo y Tierra Firme de lo que había descubierto en la Florida para que le enviaran socorro para poblar la tierra. El cual socorro, por la capacidad que el Río Grande tiene para entrar y salir por él cualquier navío y armada, se les pudiera haber dado con mucha facilidad.

Todo lo cual, bien mirado y considerado por los que habían sido de parecer contrario, que llevando adelante los propósitos del gobernador Hernando de Soto asentasen y poblasen en la Florida, viendo ahora por experiencia la razón que entonces tuvieron de quedarse y la que al presente tenían de indignarse contra los oficiales y contra los de su valía, se encendieron en tanto furor que, habiéndoles perdido el respeto, andaban a cuchilladas tras ellos de tal manera que hubo muertos y heridos, y los capitanes y oficiales reales no osaban salir de sus posadas, y los soldados andaban tan sañudos unos contra otros, que todos los de la ciudad no podían apaciguarlos. Estos y otros efectos se causan de las determinaciones hechas sin prudencia ni consejo.

Capítulo I. Cómo los españoles fueron a México y de la buena acogida que aquella insigne ciudad les hizo

El corregidor de Pánuco, viendo tanta discordia entre nuestros españoles y que de día en día iba creciendo sin poderla remediar, dio cuenta de ello al visorrey don Antonio de Mendoza, el cual mandó que con brevedad los enviase a México en cuadrillas de diez en diez y de veinte en veinte, advirtiendo que los que fuesen en una cuadrilla fuesen todos de un bando, y no contrarios, porque no se matasen por el camino.

Con esta orden y mandato salieron de Pánuco al fin de los veinte y cinco días que habían entrado en ella. Por los caminos salían a verlos así castellanos como indios en grandísimo concurso y se admiraban de ver españoles a pie, vestidos de pieles de animales y descalzos en piernas, porque los mejor librados de ellos habían medrado poco más que los alpargates que les dieron en limosna. Espantábanse de verlos tan negros y desfigurados, y decían que bien mostraban en su aspecto los trabajos, hambre, miserias y persecuciones que habían padecido. Las cuales cosas ya la fama, haciendo su oficio, con grandes voces las había pregonado por todo el reino, por lo cual indios y españoles, con mucho amor y grandes caricias, los hospedaban, servían y regalaban por el camino hasta que en sus cuadrillas, como iban, entraron en la famosísima ciudad de México, la que por sus grandezas y excelencias tiene hoy el nombre y monarquía de ser la mejor de todas las del mundo. En ella fueron recibidos y hospedados así del visorrey como de los demás vecinos, caballeros y hombres ricos de la ciudad, con tanto aplauso que los llevaban de cinco en cinco y de seis en seis a sus casas, a porfía unos de otros, y los regalaban como si fueran sus propios hijos.

Juan Coles dice en este paso que un caballero principal vecino de México llamado Jaramillo llevó a su casa diez y ocho hombres, todos de Extremadura, y que los vistió de paño veinticuatreno de Segovia, y que a cada uno les dio cama de colchones, sábanas y frazadas y almohadas, peine y escobilla, y todo lo demás necesario para un soldado; y que toda la ciudad se doliese mucho de verlos venir vestidos de gamuzas y cueros de vaca, y que les hicieron esta honra y caridad por los muchos trabajos que supieron habían pasado en la Florida, y, por el contrario, no quisieron hacer merced alguna a los que habían ido con el capitán Juan Vázquez Coronado, vecino de México, a descubrir las siete ciudades, porque sin necesidad alguna se habían vuelto a México sin querer poblar, los cuales habían salido poco antes que los nuestros. Todas estas palabras son de la relación de Juan Coles, natural de Zafra, y con ella confirma en todo la de Alonso de Carmona, y añade que entre los que llevó Jaramillo a su casa llevó un deudo suyo. Debió de ser nuestro Gonzalo Cuadrado Jaramillo.

Y porque se vea cuán conformes van estos testigos de vista en muchos pasos de sus relaciones, me pareció poner aquí las palabras de Alonso de Carmona, como he puesto las de Juan Coles, que son éstas: «Ya tengo dicho que salimos de Pánuco en camaradas de a quince y de a veinte soldados, y así entramos en la gran ciudad de México. Y no entramos en un día sino en cuatro, porque entraba cada camarada de por sí. Y fue tanta la caridad que en aquella ciudad nos hicieron, que no lo sabré aquí explicar, porque, en entrando que entraba la camarada de los soldados, salían luego aquellos vecinos a la plaza, y el que más aína llegaba lo tenía a gran dicha, porque todos querían hacer el uno más que el otro, y así los llevaban a su casa y les daban a cada uno su cama y luego mandaban traer el paño que les bastase para vestirlos de veinticuatreno negro de Segovia, y los vestían, y les daban todo lo demás necesario, que eran camisas dobladas, jubones, gorras, sombreros, cuchillos, tijeras, paños de tocar y bonetes, hasta peines con que se peinasen. Y después de haberles vestido, los sacaban consigo un domingo a misa y, después de haber comido con ellos, les decían: “Hermanos, la tierra es larga, donde podréis aprovecharos. Cada uno busque su remedio”. Estaba allí un vecino extremeño que se llamaba Jaramillo. Este salió a la plaza y halló una camarada de veinte soldados, y en ellos venía un deudo suyo, y lo hizo con todos muy bien, que ninguno le hizo ventaja. Todos los de mi camarada determinamos de ir a besar las manos al visorrey don Antonio de Mendoza y, aunque otros vecinos nos llevaban a sus casas, no quisimos ir con ellos. El cual, después de haberle besado las manos, mandó que nos diesen de comer, y nos aposentaron en una sala grande, y a cada uno dieron su cama de colchones, sábanas, almohadas y frazadas, y todo esto nuevo. Y mandó que no saliésemos de allí hasta que nos vistiesen y, después de vestidos, le besamos las manos y salimos de su casa agradeciéndole la merced y caridad que nos había hecho. Y nos fuimos todos al Perú, no tanto por sus riquezas como por alteraciones que en él había, cuando Gonzalo Pizarro empezó a hacerse gobernador y señor de la tierra». Con esto acabó Alonso de Carmona la relación de su peregrinación, y todas éstas son palabras suyas sacadas a la letra.

El visorrey, como tan buen príncipe, a todos los nuestros que iban a comer a su mesa los asentaba con mucho amor sin hacer diferencia alguna del capitán al soldado, ni del caballero al que no lo era, porque decía que, pues todos habían sido iguales en las hazañas y trabajos, también lo debían ser en la poca honra que él les hacía. Y no solamente los honró en su mesa y en su casa, mas por toda la ciudad mandó apregonar que ninguna otra justicia, sino él, conociese de los casos que entre los nuestros acaeciesen. Y esto hizo, además de quererlos honrar y favorecer, porque supo que un alcalde ordinario había preso y puesto en la cárcel pública a dos soldados de la Florida que se habían acuchillado por las pendencias que entre todos ellos en Pánuco nacieron. Las cuales se volvieron a encender en México con mayores humos y fuegos de ira y rencor por la mucha estima que vieron hacer a los caballeros y hombres principales y ricos de aquella ciudad de las cosas que de la Florida sacaron, como eran las gamuzas finas de todas colores, porque es verdad que, luego que las vieron, hicieron de ellas calzas y jubones muy galanos.

Asimismo estimaron en mucho las pocas perlas y algunas sartas de aljófar que habían traído, porque eran de mucho precio y valor. Mas cuando vieron las mantas de martas y de las otras pellejinas que los nuestros llevaron, las estimaron sobre todo, y, aunque por haber servido de colchones y frazadas, a falta de otra ropa, estaban resinosas y llenas de la brea de los navíos y sucias del polvo y lodo que habían recibido de que las habían hollado y arrastrado por el suelo, las hicieron lavar y limpiar porque eran en extremos buenas, y con ellas aforraban el mejor vestido que tenían y las sacaban a plaza por gala y presea muy rica. Y el que no podía alcanzar aforro entero de capa o sayo se contentaba con un collar de martas o de otra pellejina, la cual traía descubierta con la lechuguilla de la camisa por cosa de mucho valor y estima. Todo lo cual era para los nuestros causa de mayor desesperación, dolor y rabia, viendo que hombres tan principales y ricos hiciesen tanto caudal de lo que ellos habían menospreciado. Acordábaseles que sin consideración alguna hubiesen desamparado tierras que tanto trabajo les había costado el descubrirlas y donde en tanta abundancia había aquellas cosas y otras tan buenas. Traían a la memoria las palabras que el gobernador Hernando de Soto les dijo en Quiguate acerca del motín que en Mauvila se había tratado de irse a México desamparando la Florida, que, entre otras, les dijo: «¿A qué queréis ir a México? ¿A mostrar la poquedad y vileza de vuestros ánimos que, pudiendo ser señores de un reino tan grande, donde tantas y tan hermosas provincias habéis descubierto y hollado, hubiésedes tenido por mejor (desamparándolas por vuestra pusilanimidad y cobardía) iros a posar a casa extraña y comer a mesa ajena pudiéndola tener propia para hospedar y hacer bien a otros muchos?» Las cuales palabras parece fueron pronóstico muy cierto de la pena y dolor que al presente les atormentaba, por lo cual se mataban a cuchilladas sin respeto ni memoria de la compañía y hermandad que unos con otros habían tenido. Y en estas pendencias hubo en México también, como en Pánuco, algunos muertos y muchos heridos.

El visorrey los aplacaba con toda suavidad y blandura viendo que tenían sobra de razón, y para les consolar les prometía y daba su palabra de hacer la misma conquista si ellos quisiesen volver a ella. Y es verdad que, habiendo oído las buenas calidades del reino de la Florida, deseó hacer aquella jornada, y así a muchos capitanes y soldados de los nuestros dio renta de dineros y ayudas de costa y oficios y cargos en que se entretuviesen u ocupasen entre tanto que se apercibiese la jornada. Muchos lo recibieron y muchos no quisieron por no obligarse a volver a tierra que habían aborrecido, y también porque tenían puestos los ojos en el Perú, como parece por el cuento siguiente que pasó en aquellos mismos días y fue así. Un soldado llamado Diego de Tapia, que yo después conocí en el Perú, donde en las guerras contra Gonzalo Pizarro, don Sebastián de Castilla y Francisco Hernández Girón sirvió muy bien a Su Majestad, mientras le hacían de vestir andaba por la ciudad de México vestido todo de pellejos como había salido de la Florida, y como un ciudadano rico le viese en aquel hábito y él fuese pequeño de cuerpo, pareciéndole que debía ser de los muy desechados, le dijo: «Hermano, yo tengo una estancia de ganado cerca de la ciudad, donde si queréis servirme podréis pasar la vida con quietud y reposo, y daros he salario competente». Diego de Tapia, con un semblante de león, o de oso, cuya piel por ventura traería vestida, respondió diciendo: «Yo voy ahora al Perú, donde pienso tener más de veinte estancias. Si queréis iros conmigo sirviéndome, yo os acomodaré en una de ellas de manera que volváis rico en muy breve tiempo». El ciudadano de México se retiró sin hablar más palabra, por parecerle que a pocas más no libraría bien de su demanda.

Capítulo X. Dan cuenta al visorrey de los casos más notables que en la Florida sucedieron

Entre los vecinos y caballeros principales de México que llevaron a los nuestros a hospedar a sus casas acertó el fator Gonzalo de Salazar, de quien al principio de esta historia hicimos mención, a llevar a Gonzalo Silvestre, y hablando con él de muchas cosas acaecidas en este descubrimiento, vinieron a tratar del principio de su navegación y lo que les acaeció la primera noche de ella cuando salieron de San Lúcar: de cómo se vieron los dos generales en peligro de ser hundidos. En este discurso vino a saber el fator que era Gonzalo Silvestre el que había mandado tirar los dos cañonazos que a su nao tiraron por haberse adelantado de la armada y puéstose a barlovento de la capitana, como largamente lo tratamos en el primer libro de esta historia, por lo cual de allí adelante le hizo más honra diciendo que lo había hecho como buen soldado, aunque también dijo que holgara ver al gobernador Hernando de Soto para le hablar sobre lo que aquella noche había pasado.

Después supo el fator de otros soldados la buena suerte que Gonzalo Silvestre había hecho en la provincia de Tula, del indio que partió por la cintura de una cuchillada y, viendo la espada, que era antigua, de las que ahora llamamos viejas, se la pidió para ponerla en su recámara por joya de mucha estima. Y, cuando supo que el listón o pendón de martas finas guarnecido de perlas y aljófar que dijimos había ganado en el pueblo donde tomaron comida viniendo por el Río Grande abajo, donde desampararon los caballos por la prisa que los indios les dieron, lo había dado en Pánuco a su huésped en recompensa del hospedaje que le había hecho, le pesó diciendo que, por sólo tener en su recámara una cosa tan curiosa como era el pendón, le diera mil y quinientos pesos por él, porque en efecto era el fator curiosísimo de cosas semejantes.

Por otra parte, toda la ciudad de México en común, y el visorrey y su hijo don Francisco de Mendoza en particular, holgaban mucho de oír los sucesos del descubrimiento, y así pedían se los contasen sucesivamente. Admiráronse cuando oyeron contar los tormentos tantos y tan crueles que a Juan Ortiz había dado su amo Hirrihigua y de la generosidad y excelencias de ánimo del buen Mucozo, de la terrible soberbia y braveza de Vitachuco, de la constancia y fortaleza de sus cuatro capitanes y de los tres mozos hijos de señores de vasallos que sacaron casi ahogados de la laguna. Notaron la fiereza y lo indomables que se mostraron los indios de la provincia de Apalache, la huida de su cacique tullido y los casos extraños que en trances de armas en aquella provincia acaecieron, con la muy trabajosa jornada que al ir y volver a ella los treinta caballeros hicieron.

Maravilláronse de la gran riqueza del templo de Cofachiqui, de sus grandezas y suntuosidad y abundancia de diversas armas, con la multitud de perlas y aljófar que en él hallaron y la hambre que antes de llegar a él pasaron en los desiertos. Holgáronse de oír la cortesía, discreción y hermosura de la señora de aquella provincia Cofachiqui, y de los comedimientos y grandezas, y el ofrecer su estado el curaca Coza para asiento de los españoles. Espantáronse de la disposición de gigante que el cacique Tascaluza tenía y de la de su hijo, semejante a la de su padre, y de la sangrienta y porfiada batalla de Mauvila y de la repentina de Chicaza, y de la mortandad de hombres y caballos que estas dos batallas hubo, y de la del fuerte de Alibamo. Gustaron de las leyes contra las adúlteras. Dioles pena la necesidad de la sal que los nuestros pasaron y la horrible muerte que la falta de ella les causaba, y la muy larga e inútil peregrinación que hicieron por la discordia secreta que entre los españoles se levantó, de cuya causa dejaron de poblar. Estimaron en mucho la adoración que a la cruz se le hizo en la provincia de Casquin y el apacible y regalado invierno que tuvieron en Utiangue. Abominaron la monstruosa fealdad que los de Tula artificiosamente en sus cabezas y rostros hacen, y la fiereza de sus ánimos y condición semejante a la de sus figuras.

Dioles mucho dolor la muerte del gobernador Hernando de Soto. Hubieron lástima de los dos entierros que le hicieron, y, en contrario, holgaban mucho de oír sus hazañas, su ánimo invencible, su prontitud para las armas y rebatos, su paciencia en los trabajos, su esfuerzo y valentía en pelear, su discreción, consejo y prudencia en la paz y en la guerra. Y, cuando dijeron al visorrey la intención que la muerte le atajó de enviar dos bergantines por el Río Grande abajo a pedir socorro a su excelencia y cómo (por lo que ellos vieron navegando hasta la mar) se le pudiera haber dado con mucha facilidad, lo sintió grandemente y culpó mucho al general y capitanes que habían quedado que no hubiesen proseguido y llevado adelante los propósitos del gobernador Hernando de Soto, pues eran en tanto provecho y honra de todos ellos, y afirmaba con grandes juramentos que él mismo fuera el socorro hasta la boca del Río Grande, porque fuera más en breve y mejor aviado, y todos los caballeros y gente principal de la ciudad de México decían lo mismo.

También holgaba el visorrey de oír la hermosura y buena disposición que en común los naturales de la Florida tienen, el esfuerzo y valentía de los indios, la ferocidad y destreza que en tirar sus arcos y flechas muestran, los tiros tan extraños y admirables que con ellas hicieron, la temeridad de ánimo que muchos de ellos en singular mostraron y la que todos en común tienen, la guerra perpetua que unos a otros se hacen, el punto de honra que en muchos de los caciques hallaron, la fidelidad del capitán general Anilco, el desafío que hizo el cacique de Guachoya, la liga de Quigualtanqui con los diez caciques con él conjurados, el castigo que a sus embajadores se les dio, el trabajo que los nuestros pasaron en hacer los siete bergantines, la brava creciente del Río Grande, el embarcarse los españoles, la multitud y hermosura de canoas que sobre ellos amanecieron, la cruel persecución que les hicieron hasta echarlos fuera de todos sus confines.

Quiso asimismo el visorrey saber particularmente las calidades de la tierra de la Florida. Holgó mucho oír que hubiese en ella tanta abundancia de árboles frutales de los de España, como ciruelos de muchas maneras, nogales de tres suertes —y la una suerte de ellas con nueces tan aceitosas que, apretada la medula entre los dedos, corría aceite por ellos—, tanta cantidad de bellotas de encina y roble, la hermosura y muchedumbre de los morales, la fertilidad de las parrizas con las muchas y muy buenas uvas que llevan. Finalmente holgaba mucho de oír el visorrey la grandeza de aquel reino, la comodidad que tiene para criar toda suerte de ganado y la fertilidad de la tierra para las mieses, semillas, frutas y legumbres, para las cuales cosas crecía el deseo del visorrey de hacer la conquista, mas, por mucho que lo trabajó, no pudo acabar con la gente que había salido de la Florida que se quedase en México para volver a ella, antes, dentro de pocos días que en ella habían entrado, se derramaron por muchas partes, como luego veremos.

Capítulo X. Nuestros españoles se derramaron por diversas partes del mundo, y lo que Gómez Arias y Diego Maldonado trabajaron por saber nuevas de Hernando de Soto

El contador Juan de Añasco y el tesorero Juan Gaytán y los capitanes Baltasar de Gallegos y Alonso Romo de Cardeñosa y Arias Tinoco y Pedro Calderón y otros de menos cuenta se volvieron a España, eligiendo por mejor venir pobres a ella que no quedar en las Indias, por el odio que les habían cobrado, así por el trabajo que en ellas habían pasado como por lo que de sus haciendas habían perdido, habiendo sido los más de ellos causa que lo uno y lo otro se perdiese sin provecho alguno. Gómez Suárez de Figueroa se volvió a la casa y hacienda de Vasco Porcallo de Figueroa y de la Cerda, su padre.

Otros que fueron más discretos se metieron en religión con el buen ejemplo que Gonzalo Cuadrado Jaramillo les dio, que fue el primero que entró en ella. El cual quiso ilustrar su nobleza y sus hazañas pasadas con hacerse verdadero soldado y caballero de Jesu Cristo Nuestro Señor, asentándose debajo de la bandera y estandarte de un maese de campo y general como el seráfico padre San Francisco, en cuya orden y profesión acabó, habiendo mostrado por la obra que en las religiones se adquiere la verdadera nobleza y la suma valentía que Dios estima y gratifica. Por el cual hecho, que por haber sido de Gonzalo Cuadrado, fue mucho más mirado y notado que si fuera de otro alguno, hicieron lo mismo otros muchos españoles de los nuestros, entrando en diversas religiones por honrar toda la vida pasada con buen fin.

Otros, y fueron los menos, se quedaron en la Nueva España, y uno de ellos fue Luis de Moscoso de Alvarado, que se casó en México con una mujer principal y rica deuda suya.

Los más se fueron al Perú, donde, en todo lo que se ofreció en las guerras contra Gonzalo Pizarro y don Sebastián de Castilla y Francisco Hernández Girón, aprobaron en servicio de la corona de España como hombres que habían pasado por los trabajos que hemos dicho, y es así verdad que, en respecto de los que en efecto pasaron, no hemos contado la décima parte de ellos.

En el Perú conocí muchos de estos caballeros y soldados, que fueron muy estimados y ganaron mucha hacienda, mas no sé que alguno de ellos hubiese alcanzado a tener indios de repartimiento como los pudieran tener en la Florida.

Y porque para acabar nuestra historia, que mediante el favor del Hacedor del Cielo nos vemos ya al fin de ella, no nos queda por decir más de lo que los capitanes Diego Maldonado y Gómez Arias hicieron después que el gobernador Hernando de Soto los envió a La Habana con orden de lo que aquel verano y el otoño siguiente habían de hacer, como en su lugar se dijo. Será bien decir aquí lo que estos dos buenos caballeros, en cumplimiento de lo que se les mandó y de propia obligación, trabajaron, por que la generosidad de sus ánimos y la lealtad que a su capitán general tuvieron no quede en olvido, sino que se ponga en memoria para que a ellos les sea honra y a los venideros ejemplo.

El capitán Diego Maldonado, como atrás dejamos dicho, fue con los dos bergantines que traía a su cargo a La Habana a visitar a doña Isabel de Bobadilla, mujer del gobernador Hernando de Soto, y había de volver con Gómez Arias, que poco antes había hecho la misma jornada. Y entre los dos capitanes habían de llevar los dos bergantines y la carabela y los demás navíos que en La Habana pudiesen comprar y cargar de bastimentos, armas y municiones, y llevarles para el otoño venidero, que era del año mil y quinientos y cuarenta, al puerto de Achusi, que el mismo Diego Maldonado había descubierto, donde el gobernador Hernando de Soto había de salir, habiendo dado un gran cerco descubriendo la tierra adentro. Lo cual no tuvo lugar por la discordia y motín secreto que el gobernador alcanzó a saber que los suyos tramaban, de cuya causa huyó de la mar y se metió la tierra adentro, por donde vinieron todos a perderse.

Pues ahora es de saber que, habiéndose juntado Gómez Arias y Diego Maldonado en La Habana y cumplido con la visita de doña Isabel de Bobadilla y enviado por todas aquellas islas relación de lo que en la Florida habían descubierto y de lo que el gobernador pedía para empezar a poblar la tierra, compraron tres navíos y los cargaron de comida, armas y municiones, y de becerros, cabras, potros y yeguas y ovejas, trigo y cebada y legumbres, para principio de poder criar y plantar. También cargaron la carabela y los dos bergantines y, si tuvieran otros dos navíos más, hubiera carguío para todos, porque los moradores de las islas de Cuba y Santo Domingo y Jamaica, por la buena relación que de la Florida habían oído y por el amor que al gobernador tenían y por su propio interés, se habían esforzado a socorrerle con lo más que habían podido. Con las cuales cosas fueron Diego Maldonado y Gómez Arias al puerto de Achusi al plazo señalado y, no hallando en él al gobernador, salieron los dos capitanes en los bergantines, cada uno por su cabo, y costearon la costa a una mano y a otra, a ver si salían por alguna parte al oriente o al poniente, y, dondequiera que llegaban, dejaban señales en los árboles y cartas escritas metidas en huecos de ellos con la relación de lo que habían hecho y pensaban hacer el verano siguiente. Y cuando ya el rigor del invierno no les permitió navegar se volvieron a La Habana con nuevas tristes de no las haber habido del gobernador. Mas no por eso dejaron el verano del año mil y quinientos y cuarenta y uno de volver a la costa de la Florida y correrla toda hasta llegar a tierra de México y al Nombre de Dios y, por la banda del oriente, hasta la tierra de Bacallaos, a ver si por alguna vía o manera pudiesen haber nuevas del gobernador Hernando de Soto, y no las pudiendo haber se volvieron el invierno a La Habana.

Luego, el verano siguiente del año cuarenta y dos, salieron en la misma demanda y, habiendo gastado casi siete meses en hacer las propias diligencias y forzados del tiempo, se volvieron a invernar a La Habana. De donde, luego que asomó la primavera del año cuarenta y tres, aunque los tres años pasados no habían tenido nueva alguna, volvieron a salir, porfiando en su empresa y demanda con determinación de no desistir de ella hasta morir o saber nuevas del gobernador, porque no podían creer que la tierra los hubiese consumido todos, sino que algunos habían de salir por alguna parte. En la cual porfía anduvieron todo aquel verano y los pasados, sufriendo los trabajos e incomodidades que se pueden imaginar, que por excusar prolijidad no las contamos en particular.

Capítulo I. Prosigue la peregrinación de Gómez Arias y Diego Maldonado

Andando, pues, con esta congoja y cuidado, llegaron a la Veracruz mediado octubre del mismo año cuarenta y tres, donde supieron que sus compañeros habían salido de la Florida y que eran menos de trescientos los que habían escapado, y que el gobernador Hernando de Soto había fallecido en ella con todos los demás que faltaban para cerca de mil que habían entrado en aquel reino. Supieron en particular todo el mal suceso que la jornada había tenido. Con estas nuevas tristes y lamentables volvieron a La Habana aquellos dos buenos y leales caballeros y se las dieron a doña Isabel de Bobadilla, la cual, como a la pena y congoja que tres años continuos había tenido de no haber sabido de su marido se le acrecentase nuevo dolor de su muerte y del mal suceso de la conquista, de la destrucción y pérdida de su hacienda, de la caída de su estado y ruina de su casa, falleció poco después que lo supo.

Esta tragedia, digna de ser llorada por la pérdida de tantos y tan excesivos trabajos de la nación española sin provecho y aumento de su patria, fue el proceso y fin del descubrimiento de la Florida que el adelantado Hernando de Soto hizo con tanto gasto de su hacienda, con tanto número de caballeros nobles y soldados valientes, que, como otras veces hemos dicho, para ninguna otra conquista de cuantas hasta hoy en el nuevo mundo se han hecho se ha juntado tan hermosa y lucida banda de gente, ni tan bien armada y arreada, ni tantos caballos como para ésta se juntaron. Todo lo cual se consumió y perdió sin fruto alguno por dos causas: la primera, por la discordia que entre ellos nació, por la cual no poblaron al principio, y la segunda, por la temprana muerte del gobernador, que, si viviera dos años más, remediara el daño pasado con el socorro que pidiera y se le pudiera dar por el Río Grande, como él lo tenía trazado.

Con lo cual pudiera ser que hubiera dado principio a un imperio que fuera posible competir hoy con la Nueva España y con el Perú, porque en la grandeza de la tierra y fertilidad de ella, y en la disposición que tiene para plantar y criar, no es inferior a ninguna de las otras, antes se cree que les hace ventaja, pues en riqueza ya vimos la cantidad increíble de perlas y aljófar que en sola una provincia o en un templo se hallaron, con las martas y otros ricos aforros que pertenecen solamente para reyes y grandes príncipes, sin las demás grandezas que largamente hemos referido.

Las minas de oro y plata pudiera ser, y no lo dudo, que buscándolas de espacio se hubieran hallado, porque ni México ni el Perú, cuando se ganaron, tenían las que hoy tienen, que las del cerro de Potosí se descubrieron catorce años después que los gobernadores don Francisco Pizarro y don Diego de Almagro empezaron su empresan de la conquista del Perú. Y así se pudiera haber hecho en la Florida, y entre tanto pudieran gozar de las demás riquezas que, como hemos visto, tiene, pues no en todas partes hay oro ni plata y en todas viven las gentes.

Por lo cual muchas y muchas veces suplicaré al rey nuestro señor y a la nación española no permitan que tierra tan buena y hollada por los suyos y tomada posesión de ella esté fuera de su imperio y señorío, sino que se esfuercen a la conquistar y poblar para plantar en ella la Fe Católica que profesan, como lo han hecho los de su misma nación en los demás reinos y provincias del nuevo mundo que han conquistado y poblado, y para que España goce de este reino como los demás, y para que él no quede sin la luz de la doctrina evangélica, que es lo principal que debemos desear, y sin los demás beneficios que se le pueden hacer, así en mejorarle su vida moral como en perfeccionarle con las artes y ciencias que hoy en España florecen, para las cuales los naturales de aquella tierra tienen mucha capacidad, pues sin doctrina alguna más de con el dictamen natural, han hecho y dicho cosas tan buenas como las hemos visto y oído, que muchas veces me pesó hallarlas en el discurso de la historia tan políticas, tan magníficas y excelentes, porque no se sospechase que eran ficciones mías y no cosecha de la tierra, de lo cual me es testigo Dios Nuestro Señor, que no solamente no he añadido cosa alguna a la relación que se me dio, antes confieso con vergüenza y confusión mía no haber llegado a significar las hazañas como me las recitaron que pasaron en efecto, de que pido perdón a todo aquel reino y a los que leyesen este libro.

Y esto baste para que se dé el crédito que se debe a quien, sin pretensión de interés ni esperanza de gratificación de reyes ni grandes señores ni de otra persona alguna más que el de haber dicho la verdad, tomó el trabajo de escribir esta historia vagando de tierra en tierra con falta de salud y sobra de incomodidades, sólo por dar con ella relación de lo que hay descubierto en aquel gran reino, para que se aumente y extienda nuestra Santa Fe Católica y la corona de España, que son mi primera y segunda intención, que, como lleven estas dos, tendrán seguro el favor divino los que fueren a la conquista, la cual Nuestro Señor encamine para la gloria y honra de su nombre, para que la multitud de ánimas que en aquel reino viven sin la verdad de su doctrina se reduzcan a ella y no perezcan, y a mí me dé su favor y amparo para que de hoy más emplee lo que de la vida me queda en escribir la historia de los incas, reyes que fueron del Perú, el origen y principio de ellos, su idolatría y sacrificios, leyes y costumbres, en suma, toda su república como ella fue antes que los españoles ganaran aquel imperio. De todo lo cual está ya la mayor parte puesta en el telar. Diré de los incas y, de todo lo propuesto, lo que a mi madre y a sus tías y parientes ancianos y a toda la demás gente común de la patria les oí y lo que yo de aquellas antigüedades alcancé a ver, que aún no eran consumidas todas en mis niñeces, que todavía vivían algunas sombras de ellas. Asimismo diré del descubrimiento y conquista del Perú lo que a mi padre y a sus contemporáneos que lo ganaron les oí, y de esta misma relación diré el levantamiento general de los indios contra los españoles y las guerras civiles que sobre la partija hubo entre Pizarros y Almagros, que así se nombraron aquellos bandos que para destrucción de todos ellos, y en castigo de sí propios, levantaron contra sí mismos.

Y de las rebeliones que después en el Perú pasaron diré brevemente lo que oí a los que en ellas de la una parte y de la otra se hallaron, y lo que yo vi, que, aunque muchacho, conocí a Gonzalo Pizarro y a su maese de campo Francisco de Carvajal y a todos sus capitanes, y a don Sebastián de Castilla y a Francisco Hernández Girón, y tengo noticia de las cosas más notables que los visorreyes, después acá, han hecho en el gobierno de aquel imperio.

Capítulo I. Del número de los cristianos seglares y religiosos que en la Florida han muerto hasta el año de mil y quinientos y sesenta y ocho

Habiendo hecho larga mención de la muerte del gobernador Hernando de Soto y de otros caballeros principales, como son el gran caballero y capitán Andrés de Vasconcelos, español portugués, y del buen Nuño Tovar, extremeño, y de otros muchos soldados nobles y valientes que en esta jornada murieron, como largamente se podrá haber notado por la historia, me pareció que sería cosa indigna no hacer memoria de los sacerdotes, clérigos y religiosos que con ellos fallecieron, de los que entonces fueron a la Florida y de los que después acá han ido a predicar la fe de la Santa Madre Iglesia Romana, que es razón que no queden en olvido, pues así los capitanes y soldados como los sacerdotes y religiosos murieron en servicio de Cristo Nuestro Señor, pues los unos y los otros fueron con un mismo celo de predicar su santo evangelio, los caballeros para compeler con sus armas a los infieles a que se sujetasen y entrasen a oír y obedecer la doctrina cristiana, y los sacerdotes y religiosos para les obligar y forzar con su buena vida y ejemplo a que les creyesen e imitasen en su cristiandad y religión.

Y, hablando primero los seglares, decimos que el primer cristiano que murió en esta demanda fue Juan Ponce de León, primer descubridor de la Florida, caballero natural de León, que en sus niñeces fue paje de Pedro Núñez de Guzmán, señor de Toral. Murieron asimismo todos los que con él fueron, que, según salieron heridos de mano de los indios, no escapó ninguno. No se pudo averiguar el número de ellos más de que pasaron de ochenta hombres. Luego fue Lucas Vázquez de Ayllón, que también murió a manos de los floridos con más de doscientos y veinte cristianos que llevó consigo. Después de Lucas Vázquez de Ayllón fue Pánfilo de Narváez con cuatrocientos españoles, de los cuales no escaparon más de cuatro. Los demás murieron, de ellos a manos de los enemigos y de ellos ahogados en la mar, y los que escaparon de la mar murieron de pura hambre. Diez años después de Pánfilo de Narváez fue a la Florida el adelantado Hernando de Soto y llevó mil españoles de todas las provincias de España; fallecieron más de los setecientos de ellos. De manera que pasan de mil y cuatrocientos cristianos los que hasta aquel año han muerto en aquella tierra con sus caudillos.

Ahora resta decir de los sacerdotes y religiosos que han muerto en ella, y de los que se tiene noticia son de los que fueron con Hernando de Soto y de los que después acá han ido, porque de los que fueron con Juan Ponce de León ni de los que fueron con Lucas Vázquez de Ayllón ni con Pánfilo de Narváez no hay memoria en sus historias como si no fueran. Con Hernando de Soto fueron doce sacerdotes, como dijimos al principio de esta historia, capítulo sexto. Los ocho eran clérigos y los cuatro frailes. Los cuatro clérigos de los ocho murieron el primer año que entraron en la Florida, y por esto no retuvo la memoria los nombres de ellos. Dionisio de París, francés natural de la gran ciudad de París, y Diego de Bañuelos, natural de la ciudad de Córdoba, ambos clérigos, y fray Francisco de la Rocha, fraile de la advocación de la Santísima Trinidad, natural de Badajoz, murieron de enfermedad en vida del gobernador Hernando de Soto, que, como no tenían médico ni botica, si la naturaleza no curaba al que caía enfermo, no tenía remedio por arte humana. Los otros cinco, que son Rodrigo de Gallegos, natural de Sevilla, y Francisco del Pozo, natural de Córdoba, clérigos sacerdotes, y fray Juan de Torres, natural de Sevilla, de la orden del seráfico padre San Francisco, y fray Juan Gallegos, natural de Sevilla, y Fray Luis de Soto, natural de Villanueva de Barcarrota, ambos de la orden del divino Santo Domingo, y todos ellos de buena vida y ejemplo, murieron después del fallecimiento del adelantado Hernando de Soto en aquellos grandes trabajos que a ida y vuelta de aquel largo y mal acertado camino que para salir a tierra de México hicieron y en los que padecieron hasta que se embarcaron, que, aunque por ser sacerdotes los regalaban todo lo que podían (donde había tanta falta de regalos cuanto sobra de trabajo), no pudieron escapar con la vida y así quedaron todos en aquel reino. Los cuales, demás de su santidad y sacerdocio, eran todos hombres nobles, y mientras vivieron hicieron su oficio muy como religiosos confesando y animando a bien morir a los que fallecían, y doctrinando y bautizando a los indios que permanecían en el servicio de los españoles.

Después, el año de mil y quinientos y cuarenta y nueve, fueron a la Florida cinco frailes de la religión de Santo Domingo. Hízoles la costa el emperador Carlos Quinto, rey de España, porque se ofrecieron a ir a predicar a aquellos gentiles el evangelio sin llevar gente de guerra, sino ellos solos, por no escandalizar aquellos bárbaros. Mas ellos, que lo estaban ya de las jornadas pasadas, no quisieron oír la doctrina de los religiosos, antes, luego que los tres de ellos saltaron en tierra, los mataron con rabia y crueldad. Entre los cuales murió el buen padre fray Luis Cancer de Barbastro, que iba por caudillo de los suyos y había pedido con gran instancia al emperador aquella jornada con deseo del aumento de la Fe Católica, y así murió por ella como verdadero hijo de la orden de los predicadores. No supe de qué patria era ni los nombres de los compañeros, que holgara poner aquí lo uno y lo otro. El año mil y quinientos y sesenta y seis pasaron a la Florida con el mismo celo que los ya dichos, tres religiosos de la santa Compañía de Jesús. El que iba por superior era el maestro Pedro Martínez, natural del famoso reino de Aragón, famoso en todo el mundo que, siendo tan pequeño en términos, haya sido tan grande en valor y esfuerzo de sus hijos, que hayan hecho tan grandes hazañas como las que cuentan sus historias y las ajenas, fue natural de una aldea de Teruel. Luego que salió en tierra le mataron los indios. Dos compañeros que llevaba, el uno sacerdote, llamado Juan Rogel, y el otro hermano, llamado Francisco Villa Real, se retiraron a La Habana bien lastimados de no poder cumplir los deseos que llevaban de predicar y enseñar la doctrina cristiana a aquellos gentiles.

El año de quinientos y sesenta y ocho fueron a la Florida ocho religiosos de la misma Compañía, dos sacerdotes y seis hermanos. El que iba por superior se llamaba Bautista de Segura, natural de Toledo, y el otro sacerdote se decía Luis de Quirós, natural de Jerez de la Frontera. La patria de los seis hermanos no supe, cuyos nombres son los que se siguen: Juan Bautista Méndez, Gabriel de Solís, Antonio Zavallos, Cristóbal Redondo, Gabriel Gómez, Pedro de Linares, los cuales llevaron en su compañía un indio señor de vasallos natural de la Florida. De cómo vino a España será bien que demos cuenta. Es así que el adelantado Pedro Meléndez fue a la Florida tres veces desde el año de quinientos y sesenta y tres hasta el año de sesenta y ocho, a echar de aquella costa ciertos corsarios franceses que pretendían asentar y poblar en ella. Del segundo viaje de aquéllos trajo siete indios floridos que vinieron de buena amistad. Venían en el mismo traje que hemos dicho que andan en su tierra; traían sus arcos y flechas de lo muy primo, que ellos hacen para su mayor ornato y gala. Pasando los indios por una de las aldeas de Córdoba, que los llevaban a Madrid para que los viera la majestad del rey don Felipe Segundo, el autor que me dio la relación de esta historia, que vivía en ella, sabiendo que pasaban indios de la Florida, salió al campo a verlos y les preguntó de qué provincia eran y, para que viesen que había estado en aquel reino, les dijo si eran de Vitachuco o de Apalache o de Mauvila o de Chicaza, o de otras donde tuvieron grandes batallas. Los indios, viendo que aquel español era de los que fueron con el gobernador Hernando de Soto le miraron con malos ojos y le dijeron: «¿Dejando vosotros esas provincias tan mal paradas como las dejasteis queréis que os demos nuevas de ellas?» Y no quisieron responderle más. Y hablando unos con otros dijeron (según dijo el intérprete que con ellos iba): «De mejor gana le diéramos sendos flechazos que las nuevas que nos pide». Diciendo esto (por dar a entender el deseo que tenían de tirárselas y la destreza con que se las tiraran), dos de ellos tiraron al aire por alto sendas flechas con tanta pujanza que las perdieron de vista. Contándome esto mi autor me decía que se espantaba de que no se las hubiesen tirado a él, según son locos y atrevidos aquellos indios, principalmente en cosa de armas y valentía. Aquellos siete indios se bautizaron acá y los seis murieron en breve tiempo. El que quedó era señor de vasallos; pidió licencia para volverse a su tierra; hizo grandes promesas que haría como buen cristiano en la conversión de sus vasallos a la Fe Católica y de los demás indios de todo aquel reino. Por esto lo admitieron los religiosos en su compañía, entendiendo que les había de ayudar como lo había prometido. Así fueron hasta la Florida y entraron la tierra adentro muchas leguas; pasaron grandes ciénagas y pantanos; no quisieron llevar soldados por no escandalizar los indios con las armas. Cuando el cacique los tuvo en su tierra, donde le pareció que bastaba matarlos a su salvo, les dijo que le esperasen allí, que él iba cuatro o cinco leguas adelante a disponer los indios de aquella provincia para que con gusto y amistad oyesen la doctrina cristiana, que él volvería dentro de ocho días. Los religiosos le esperaron quince días y cuando vieron que no volvía le enviaron al padre Luis de Quirós y a uno de los hermanos al pueblo donde había dicho que iba. El don Luis con otros muchos de los suyos, viéndolos delante de sí, como traidor apóstata, sin hablarles palabra, los mató con gran rabia y crueldad y, antes que los otros religiosos supiesen la muerte de sus compañeros y se fuesen a alguna otra provincia de las comarcanas a valerse, dieron el día siguiente sobre ellos con gran ímpetu y furor, como si fuera un escuadrón de soldados armados. Los cuales, sintiendo el ruido de los indios y viendo las armas que traían en las manos, se pusieron de rodillas para recibir la muerte que les diesen por predicar la fe de Cristo Nuestro Señor. Los infieles se la dieron cruelísimamente. Así acabaron la vida presente, como buenos religiosos, para gozar de la eterna. Los indios, habiéndolos muerto, abrieron una arca que llevaban con libros de la Santa Scriptura y con breviarios y misales y ornamentos para decir misa. Cada uno tomó de los ornamentos lo que le pareció y se lo puso como se le antojó, haciendo burla y menosprecio de aquella majestad y riqueza, teniéndola por pobreza y vileza. Tres de los indios, mientras los otros andaban saltando y bailando con los ornamentos puestos, sacaron un crucifijo que en el arca iba y, estándolo mirando, se cayeron muertos súbitamente. Los demás, echando por tierra los ornamentos que se habían vestido, huyeron todos. Lo cual también lo escribe el padre maestro Pedro de Ribadeneyra.

De manera que estos diez y ocho sacerdotes, los diez de las cuatro religiones que hemos nombrado, y los ocho clérigos, y los seis hermanos de la Santa Compañía, que por todos son veinte y cuatro, son los que hasta el año de mil y quinientos y sesenta y ocho han muerto en la Florida por predicar el santo evangelio, sin los mil y cuatrocientos seglares españoles que en cuatro jornadas fueron a aquella tierra, cuya sangre, espero en Dios, que está clamando y pidiendo no venganza como la de Abel, sino misericordia como la de Cristo Nuestro Señor, para que aquellos gentiles vengan en conocimiento de su eterna majestad, debajo de la obediencia de nuestra madre la Santa Iglesia Romana. Y así es de creer y esperar que tierra que tantas veces ha sido regada con tanta sangre de cristianos haya de fructificar conforme al riego de la sangre católica que en ella se ha derramado. La gloria y honra se dé a Dios Nuestro Señor, Padre, Hijo y Spíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero. Amén.


Publicado el 16 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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