Manuel Lozada, el Tigre de Alica

Ireneo Paz Flores


Novela



I. Indios Garroteros

—¡Atención, muchachos! —dijo el que hacía de jefe de la gavilla a los ocho hombres que le rodeaban, sentados sobre la yerba a la orilla del río de Santiago—. Allí viene ya Pascual y parece que trae algo para nosotros.

Todos miraron en la dirección que el que había hablado les indicaba, viendo efectivamente aparecer sobre la colina un grupo de seis hombres conduciendo en el centro de ellos a otro decentemente vestido, mientras que uno de los mismos bandoleros traía de la brida su caballo, del que lo habían hecho desmontarse, según la costumbre.

Cuando este último grupo llegó adonde estaba el primero, todos se levantaron, y el que hacía de jefe se adelantó a examinar al prisionero.

Después que lo hubo contemplado un poco, dijo con aire despreciativo:

—Lo que es éste no nos ha de traer gran cosa.

—No traigo nada, en efecto —contestó el preso—, pues sólo venía con el fin de hablar al jefe de estos hombres, como lo he manifestado a los que me salieron en el camino.

—Sí —dijo Pascual—, luego que nos vio, se dirigió a nosotros, y dijo: «Vengo a hacer un trato con el jefe de ustedes, ¿dónde puedo encontrarlo?». Nosotros le dijimos que aquí, pues que al cabo si trae intenciones, podemos matarlo.

—¿Y dinero? ¿Y alhajas? —preguntó el jefecillo.

—No traje nada, ignorando en qué manos caería, y viniendo expresamente a hablar con el jefe de la partida para proponerle un negocio.

El indito, jefe de los ladrones, se quedó mirando otra vez fijamente a su interlocutor, y luego le dijo:

—¿Un negocio? Dígamelo pues.

—Desearía que nadie pudiera oírnos.

El capitán, que era muy desconfiado, hizo que se le registrara escrupulosamente por si tenía oculta alguna arma, empuñó por su parte una daga y le dijo:

—Véngase para acá.

Al mismo tiempo, dirigiéndose a Pascual, agregó:

—Que estén listos los muchachos.

Y entonces se fue a una peña que distaba como veinte pasos en donde se sentó, haciendo que el otro estuviera de pie a cuatro pasos de distancia.

—Aquí, en donde estamos, nadie puede oír lo que usted me diga.

—Pues bien, señor… ¿cuál es el nombre de usted?

—¿Para qué quiere saberlo? —le preguntó con la misma desconfianza.

—Para nada, para hablarle por su nombre; pero no me lo diga, si no le conviene.

—Me llamo Manuel Lozada.

—Está bien, señor don Manuel, yo vengo enviado por una rica casa de Tepic para proponerle que se ponga a su disposición en los asuntos de los contrabandos.

»Eso le dejará a usted y a los suyos más provecho que desvalijar arrieros y caminantes que no cargan por lo general más que lo muy preciso.

Lozada no comprendió o fingió no comprender, y preguntó:

—¿Qué contrabandos son ésos?

—Son unos cargamentos de mercancías que unas veces entran por los puertos permitidos, de acuerdo con los empleados, y otras veces por cualquier punto de la costa, y los cuales tienen que ser defendidos de los celadores o de cualquiera otra fuerza pública que pretenda capturarlos.

—¿Y qué es lo que se gana?

—Se puede ganar en cada cargamento de ésos, según su importancia y según el trabajo que cueste defenderlos; dos, tres, cinco, diez y hasta veinte mil pesos.

Los ojillos del bandido brillaron de codicia, y exclamó:

—¡Tanto así!

—En un año bueno y caminando con fortuna pueden ganar ustedes de cincuenta a cien mil pesos.

—¡Virgen purísima!, ¡cuánto dinero…! ¿Y ustedes que ganan?

—Cuando ustedes lleguen a recibir cien mil pesos, la casa se habrá embolsado más de un millón.

—Bueno, pero esos guardas de San Blas tienen pistolas y carabinas, y son muchos…

—No son tantos los celadores y tienen que dividir su atención en una gran zona, de tal modo que nunca pueden salir todos reunidos, y además, a las armas de ellos se pueden oponer otras mejores.

—¿Cuántos hombres tiene usted?

—Tengo veinte, pero a la hora que quiera tendré otros tantos.

—No se necesitan más que treinta o cuarenta bien armados.

—Nosotros no tenemos más que tres mosquetes, cinco pistolas, de las cuales tres están descompuestas, y algunos puñales y palos.

—Se les mandarán cuarenta pistolas y cuarenta rifles ingleses.

Lozada se restregó las manos y preguntó palpitante:

—¿De veras?

—Hoy es lunes: el jueves estarán aquí las armas si nos convenimos.

—Por convenidos.

—¿Sabe usted firmar?

—No.

—No importa, ¿tiene usted palabra de honor?

—Soy cumplido, y la prueba de que sé cumplir lo que ofrezco, la daré a usted, diciéndole de corrido como estoy aquí. Vivía con mi madre en un jacal, teníamos dos vacas, dos becerros y nuestras gallinas, cuando un vecino llamado Simón aprovechando una noche en que habíamos ido a una boda, nos robó las vacas, los becerros, las gallinas y el poco dinerito que teníamos en una olla. Cuando regresamos y pude averiguar quién había sido el ladrón, dije a mi madre: «¡Éste me la pagará!». Durante dos años no volvió a aparecer Simón y nosotros vivimos con mucha miseria; pero al fin, creyendo que se nos había olvidado aquello, volvió; ya era yo hombre, me armé de un cuchillo, lo estuve espiando, y al fin me lo encontré en un sendero en que lo cosí a puñaladas, creo que le di cincuenta. Simón tenía parientes y uno de ellos autoridad; comenzaron a figurarse que yo era el que lo había matado. Me armaron una trampa de la que me escapé, luego quisieron mandarme en cuerda a Tepic, pero no pudieron porque primero me les escondí, y luego me les fugué después de que me habían cogido matando a otro pariente de Simón, lo cual me hizo buscar algunos amigos que quisieran acompañarme a robar en el camino para mantener a mi madre y también para ya no pasar más hambres, una vez que nos habían quitado nuestras tierritas y todo cuanto teníamos. Ésa es mi historia.

—Breve y expresiva por cierto. Pues bien, una vez que usted tiene palabra, señor don Manuel…

Lozada se pavoneó por las dos cosas; porque se le concedía que tuviera palabra y porque se le llamara señor don Manuel, de modo que nada deseaba más en aquellos momentos sino que se le pusiera a prueba para ir más allá de lo que se le pidiera.

—Una vez que usted tiene palabra —repitió el empleado de la casa rica—, el jueves se encontrará aquí, en este mismo sitio, para recibir las armas, tal vez yo mismo vendré con ellas y con las primeras instrucciones.

—Pero ¿sobre qué cosa tengo que dar la palabra?

—Sobre todo esto:

»Primero, que siempre estará usted dispuesto a obedecer ciegamente las órdenes que le mande la casa.

»Segundo, que en caso de que sea necesario defender con las armas los intereses que van a confiársele, lo haga con toda decisión y arrojo, procurando que nunca, por descuido, obtenga el triunfo el enemigo.

»Tercero, que siempre respetará y hará que se respete el contenido de las cargas, y que en caso de que por cualquier evento tenga que separarlas del camino y ocultarlas, en ningún caso hablará de extravíos sino que empeñará su palabra de devolverlas intactas.

»Cuarto y último, que en caso de que usted o alguno de los suyos sea aprehendido, jamás pronuncien el nombre de la casa, ni confiesen, aunque los amenacen con fusilarlos, que tienen ninguna clase de relación con ella».

—Arreglado, y si es preciso hacer un juramento…

—Me basta con su palabra, señor don Manuel. ¿Está usted conforme?

—Conforme. Ahora me toca a mí.

—Es justo: usted también ha de querer una garantía de que se cumpla por nuestra parte los compromisos.

—¿De qué modo me asegura usted que vienen las armas el jueves, y que no viene en su lugar una fuerza encargada de cogemos a todos, una vez que yo sé que ya se está tratando de eso?

—Ustedes pueden vigilar el camino desde aquellos picachos, con sólo poner allí un vigía, pero para que usted esté más cierto de nuestra formalidad, voy a darle una prueba. ¿Me dice usted que no sabe leer?

—No.

—Pero ¿hay aquí alguno que sepa?

—Pascual —gritó Lozada—, ven acá.

Vino Pascual, y el dependiente de la casa rica sacó de entre unos papeles de la bolsa, que los bandidos habían visto con desprecio, uno de cierta forma particular con figuras impresas y con números escritos.

—¿Sabe usted lo que es esto? —le preguntó a Pascual.

—No, señor.

—Pues esto se llama un vale al portador de dos mil pesos, pagadero al contado y sin reclamo en onzas de oro o en pesos fuertes, como lo prefiera el interesado. ¿Comprende usted ahora?

Pascual recogió el papelito, lo miró contra la luz, lo volteó al revés y al derecho, y devolviéndolo, dijo al fin:

—Sí, tengo idea de que estos papeles son contraseñas que se dan en las tiendas para el dinero.

—Con este vale —continuó diciendo el dependiente—, puede presentarse cualquier enviado a la casa y recibirá el dinero sin que se le haga la menor observación. Aquí lo tiene usted, amigo don Manuel. Esto es en cuenta de las futuras utilidades.

Lozada tomó el papelito, y aunque tenía ojos pequeños y poco expresivos, se le abrieron de tal suerte, que parecían querer salírsele de las órbitas. Quiso decir muchas gracias, pero apenas pudo decir suspirando con fuerza:

—Todo está ya bien.

No había qué ofrecer a aquel generoso emisario más que un poco de mezcal y tortas frías rellenas de picadillo, y eso se lo brindó de buena gana. Dio un sorbo, cogió una gorda, montó a caballo y se despidió de todos aquellos caballeros, que se quedaron con la boca abierta, sin comprender bien a bien lo que pasaba.

La lucha que siguió después en el interior de Lozada, fue de las más terribles. ¿Cómo haría para cobrar aquellos dos mil pesos? Si él mismo se resolvía a ir, ¿no sería fácil que lo conociera alguno y que lo aprehendieran? ¿Quién le daba seguridad de que el papelito llamado vale al portador no fuera una celada que le pusieran las mismas gentes del gobierno? ¿No hubiera sido mejor haber detenido a aquel individuo en rehenes mientras se cobraba el dinero? ¿En caso de no ir él mismo, de quién se valdría entre todos aquellos pillos, que no le hiciera una jugada, alzándose con el santo y la limosna? Pascual era el que más muestras de adhesión le había dado, el que le servía mejor, el más inteligente; pero precisamente por eso, ¿no sería capaz de apoderarse del dinero, de las armas y de todo el negocio proclamándose jefe de la gavilla? ¿Dejaría perder aquellos dos mil pesos que eran los primeros que le caían, los primeros que iba a ver juntos, los que le iban a servir de pie veterano para su futura grandeza, porque tenía ambiciones grandes y se soñaba jefe hasta de unos doscientos bandoleros?

—¡Yo mismo voy! —dijo al fin, vencido por la codicia, y escogió a dos de los más infelices, de los más adictos, para que lo acompañaran—. Éstos no hablarán, ni pensarán en matarme para cogerse el dinero —había dicho también.

Y fue y se presentó en el almacén, entregó el cheque al cajero que ya tenía instrucciones, quien ni siquiera alzó la cabeza para mirarlo, sino que le contó su dinero parte en oro y parte en plata, según quiso el interesado. Y Lozada volvió a su campamento en un mal caballejo y seguido de sus dos hombres de a pie, sin que nadie le molestara.

Cuando el jueves siguiente recibió las armas, que le fueron llevadas con toda puntualidad al punto convenido, no pudo menos de exclamar:

—Vaya, se conoce que estoy tratando con gente honrada.

A la vez el dinero le había servido para enviar a buscar caballos, monturas y provisiones.

Seguramente que el dinero también tiene un olor muy pronunciado, porque desde muy lejos vinieron los indios más robustos y más famosos a alistarse bajo sus banderas, y ya a los pocos días empezó a sonar el nombre del bandido hasta Guadalajara y Mazatlán, en donde decían a los pasajeros:

—¡Mucho cuidado con la gavilla de Manuel Lozada!

II. ¡Viva la religión!

Pasaron algunos años, la gavilla prosperó tanto, esto es, adquirió tal prestigio en el Nayarit, que ya todos los indios de la comarca querían pertenecer a ella, porque los que la habían formado primitivamente estaban ricos, según ellos mismos informaban, con pocos peligros y con fatigas verdaderamente insignificantes, viéndose por lo mismo Lozada en la necesidad o de negarles trabajo o de encomendarles que formaran otras pequeñas gavillas dependientes de la principal, que fueran a operar en remotas regiones. No sólo el mismo capitán, que se había propuesto no tener arriba de cincuenta hombres, así por no hacer mucho bulto como por la dificultad de mandarlos, se vio precisado a mantener cien y hasta doscientos sobre las armas para caer con ellos, en las largas temporadas en que no tenía que hacer, sobre las haciendas, fábricas y poblaciones en las cuales se hacían destrozos consiguientes, tales como los saqueos, los asesinatos y los estupros y violaciones. Principalmente cuando en algún punto se les resistía, cometían desmanes espantosos. Si la resistencia era débil, procuraban matar de preferencia a los que habían resistido; pero si era vigorosa, dando por resultado que los bandidos fueran rechazados, con seguridad volvían más tarde con mayores fuerzas y procuraban caer de sorpresa, a la media noche por ejemplo, cuando eran menos esperados, y todo era entregado al pillaje, a la muerte, al incendio y a la destrucción. Cuando ejercían estos actos de venganza, eran insaciables, y no perdonaban la vida a las mujeres ni a los niños, entregándose la gavilla desde el jefe abajo al desenfreno más salvaje. No habiendo quién les fuera a la mano, ni quién pretendiera dominar sus instintos brutales, y antes bien, viendo que el mismo capitán saciaba así sus apetitos camales como su sed de sangre con natural ferocidad, cada cual procuraba exceder en crueldad y lubricidad a los otros, alumbrando las llamas del incendio cuando ya todos estaban borrachos, las escenas más espantosas, más infernales, desenlanzándose a veces la orgía en combates sangrientos, en que ellos mismos, unos a otros se herían, disputándose entre sí las presas cuando ya no había a quien matar.

A la sombra de la gavilla de ladrones y contrabandistas que mandaba Lozada, y que era la que más llamaba la atención de las autoridades que se sucedían en Tepic con rapidez, según las frecuentes convulsiones políticas que el país experimentó entonces, se levantaron otras pequeñas, que obraban por su cuenta, procurando también engrandecerse con el pillaje, de tal modo que el comercio llegó a paralizarse, porque no había cargamentos que pasaran por los extensos contornos de la Sierra de Alica que no fueran robados, ni había comerciante que no fuera desvalijado, ni había negociación grande o pequeña que no sufriera asaltos o que no estuviera amenazada de sufrirlos, puesto que muy rara vez podían auxiliarse mutuamente o esperar protección de las fuerzas públicas de los partidos beligerantes, que también estaban viviendo sobre la propiedad, aunque en algunos casos dando recibos de lo que consumían para que fuera o no reconocida la deuda por la facción que quedara triunfante.

Ahora vamos a salir de esas generalidades para entrar en la relación de los hechos, y comenzaremos por decir que en el año de 1853 había en el pueblicillo de Atonalisco dos famosos ladrones de animales que se llamaban Ramón Núñez y Ramón Galván: el primero era ya hombre maduro, casi viejo, en tanto que el segundo apenas contaba unos veinticinco años, siendo ágil, robusto, audaz, malicioso y valiente. Habían robado juntos una partida de corderos, el segundo no estuvo satisfecho del reparto, reclamó al viejo que hacía de jefe y negándose éste a satisfacer las pretensiones de Galván, fue asesinado mientras se encontraba durmiendo. Ramón Núñez tenía un hijo de dieciocho años, llamado Práxedis, el cual fue a recoger el cadáver de su padre, y después de enterrarlo montó a caballo y pasando por la casa de Galván, quien estaba a la puerta departiendo muy tranquilo con varios amigos y compañeros le dijo al pasar:

—¿Con que tú mataste a mi padre?

—Sí, yo lo maté, porque no podía aguantarlo, ¿y qué?

—Ahora nada, porque me voy de aquí.

—Sí, es mejor que te vayas, porque si te quedaras también a ti…

Núñez entonces le hizo una señal con la mano y metió espuelas a su caballo, diciéndole al partir:

—Me voy, pero ¡tú me la pagarás!

Galván contestó con una carcajada.

Desde ese momento se puso en campaña uno de los peores bandidos que hubo en el Cantón de Tepic: el llamado Práxedis Núñez.

Con el afán de hacerse de elementos superiores a los que tenía Ramón Galván para encontrarse en posibilidad de combatirlo y acabarlo, reunió la gente más mala y más desalmada que pudo, dando con ella golpes audaces y terribles, en que procuraba dar pruebas de mayor salvajismo que Lozada, hasta el grado de que éste mismo llegó a alarmarse, mandándole decir que fuera más moderado en sus excursiones, si no quería ver que la actitud defensiva que tenían muchos pueblos de los alrededores se convirtiera en ofensiva, lo cual no podía menos de suceder si les llegaban los clamores de tantos asesinatos.

Entonces Práxedis Núñez concibió una idea llena de audacia para aquellos tiempos, que llevó a efecto, presentándose personalmente a Lozada. No pudo menos que quedar sorprendido al ver que había en el campamento del bandido más de treinta caballos muy buenos, y que casi todos los jefes tenían pistola al cinto, algunos espadas, y todos magníficos rifles ingleses.

En cuanto a vestidos, no había diferencia ninguna entre unos y otros: el mismo Lozada vestía con calzón blanco de manta, teniendo las faldas de la camisa de fuera. En lo único que se distinguía, según le informaron, era en el sombrero lleno de galones, y cuando montaba a caballo, en una silla llena de plata, y en una chaqueta de cuero toda bordada que solía ponerse como distintivo.

—¿Dónde está el comandante? —preguntó Práxedis al indio que le estaba proporcionando tales noticias.

—Allí —dijo señalándole una especie de tienda formada con un palo y una frazada roja.

—Yo soy Práxedis Núñez —dijo al presentársele.

Lozada se levantó y se puso en guardia porque sabía que estaba delante de él uno de los más feroces bandidos de la comarca.

—¿Qué buscas aquí? —le preguntó luego.

—Recibí un recado tuyo —contestó Núñez siguiendo el tuteo que no fue muy del gusto de Lozada.

—Sí; te mandé decir que no hagas tantas barbaridades, porque en cualquier día se vienen las tropas del gobierno y ayudadas por los pueblos nos acaban a todos.

—No es tanto lo que he hecho, sino que Ramón Galván no me puede ver y es el que ha de haber venido a decirte que estoy asolando los pueblos.

—Todos los días recibo quejas contra ti, y algunas espantosas, y todos los días me ruegan que caiga sobre ti y te acabe, ofreciéndome de varios pueblos que me mandarán en cambio de ese servicio, caballos, semillas, armas y hasta dinero.

—¿Es cierto eso que me dices?

—Sí, y aun te advierto que no es nada difícil que si no te andas con cuidado te entreguen a las autoridades de Tepic.

—Para evitar esas habladas me he venido con el ánimo hecho de servir contigo.

—Yo no te necesito aquí: ya tengo gente sobrada.

—Manuel, admíteme contigo y te serviré como ninguno.

—No puedo.

—Pues qué, ¿ya te entiendes con Ramón Galván?

—Tampoco a ése lo quiero aquí; yo no quiero jefes que vengan a mandarme, sino soldados que me obedezcan ciegamente.

—Yo te obedeceré ciegamente.

—No quiero, te repito que no quiero.

—Pero entonces, ¿no hemos de ser ni amigos?

—Amigos sí, y como amigo es como te he mandado decir que te alejes de mi terreno y que no metas tanto escándalo. Pasan de cien las gentes a quienes has robado en tres meses y pasan de cincuenta los muertos que has hecho con tu propia mano.

—No en tres meses, sino en siete.

—Pues bueno, en siete.

—Yo te ofrezco hacer en adelante cuanto me digas, pues quiero ser tu subordinado aunque no esté contigo. Te juro por los huesos de mi padre que está en el cielo y por ese Sol que nos alumbra, que siempre te obedeceré y vendré a servirte como el último de los tuyos cuando me necesites. Yo no descansaré hasta probarte algún día que sé ser muy mal enemigo pero muy buen amigo, y yo soy amigo tuyo hasta dar la vida por ti cuando se ofrezca.

—Está bien —le contestó Lozada, tendiéndole la mano.

Y como el mejor signo de amistad entre los indios es algo de munificencia, metió la mano al seno en donde le colgaba una bolsa de cuero, sacó de ella una onza y entregándola a Núñez, agregó:

—Toma esto para tu viaje.

Quedó desde luego firmada la alianza entre ambos personajes.

Entre tanto, Lozada permanecía inactivo en su campamento situado en lo que pudiéramos llamar la boca de la sierra, esperando con ansiedad algunas instrucciones de Tepic que ya le tenían anunciadas. Sabía muy vagamente que en Tepic se había pronunciado un don José María Espino, que después había entrado allí con tropas un jefe de los liberales llamado don Santos Degollado, que éste había expulsado del Cantón a don Eustaquio Barrón y a don Guillermo Forbes; pero en la estrechez de su inteligencia y de sus conocimientos, no podía explicarse lo que todo aquello significaba. Lo que más temía por el momento era que aquellas fuerzas que sabía que eran numerosas fueran a tener la mala inspiración de echársele encima una vez que se averiguara que él era encargado de custodiar los numerosos contrabandos que entraban a Tepic casi todas las semanas.

Habían pasado cinco días desde su conferencia con Práxedis, cuando recibió un papelito en que se le avisaba que por la tarde llegaría la persona que estaba aguardando. Desde luego dictó sus medidas para que tal persona fuera encontrada en el camino y acompañada a su presencia con toda clase de consideraciones. Era el mismo dependiente que había ajustado los tratados anteriores.

—¿Cómo vamos, don Manuel? —le dijo tendiéndole la mano al bandido—, ¿qué hay por aquí de nuevo?

—Por aquí nada, sino que hace más de quince días espero que me digan lo que he de hacer.

—A eso vengo, a decirle lo que tiene que hacer de orden de la casa.

—Pues ya sabe que no tiene más que mandarme.

—Es el caso que todo el país está conmovido, porque después del triunfo de los liberales contra Santa Anna, han dado una Constitución en que atacan la religión católica apostólica romana de nuestros mayores y se necesita defender a todo trance nuestra religión.

Lozada abrió los ojos, quiso comprender y dijo:

—Eso pasará por allá por México.

—Eso ha venido a Guadalajara, a Tepic y a todas partes. Después que estuvo por acá Degollado y cometió tropelías con los comerciantes extranjeros, será separado del gobierno de Jalisco y llamado a México a responder de su conducta, según está arreglado por influencias superiores y para ese tiempo que será muy en breve usted tendrá que dar el grito de ¡viva la religión!

—¡Ah!, ¿yo tengo que dar ese grito? No me cuesta nada, lo daré ahora mismo si usted quiere, tanto más cuanto que yo soy muy devoto de la virgen de Guadalupe.

—Usted va a tener que mezclarse en la política: va a tener que dar color político.

No fue muy fácil que entendiera esto Lozada, y entonces el dependiente tuvo que darle una explicación muy detallada de los partidos que se disputaban el poder, de los pretextos que alegaban para hacerse la guerra y de lo importante que era declararse por uno de ellos para no ser hostilizado por ambos y antes bien apoyarse en el que era más fuerte, más popular y más rico que era el de la religión, por el cual había declarado abiertamente sus simpatías la casa que le protegía y a cuyas órdenes estaba.

—¡Ah!, pues si la casa quiere que yo defienda la religión, yo la puedo defender desde mañana mismo.

Al dependiente se le olvidó darle instrucciones sobre la manera en que había de hacer su pronunciamiento, así como la fecha más oportuna, por lo cual Lozada que no había sido pronunciado nunca sino simple ladrón, ignorando las fórmulas, sólo dijo a los suyos que gritaran ¡viva la religión! en la primera función de armas que tuvieran y así fue como un mes después no teniendo a mano ningún enemigo, se resolvió dar un ataque con 200 hombres a la hacienda de Puga el día 20 de septiembre de 1857 que fue el día designado para el pronunciamiento.

Las gentes de la hacienda se hacían cruces oyendo aquellos desaforados gritos de ¡viva la religión!, y más cuando fueron acompañados del saqueo, de los asesinatos y de la borrachera, así es que los que sobrevivieron se preguntaban después: ¿qué religión es la que estos bandidos proclaman?

Lozada que empezaba a comprender su papel, escribió aquella misma noche a la casa que protegía:

«¡Ya estoy pronunciado por la religión!».

III. La primera campaña

Si Lozada se había hecho de gran nombradía en Sinaloa y Jalisco como bandido célebre en los años anteriores, los excesos espantosos que se verificaron en la hacienda de Puga al grito de ¡viva la religión! tuvieron resonancia en toda la República al grado de que hasta un periódico conservador de la época, se expresó así de su correligionario:

«En cuatro años, más de mil habitantes de los cien mil a que asciende la población del Cantón de Tepic han sido asesinados; más de dos mil familias saqueadas, la mayor parte de las haciendas y ranchos de ganado robados diariamente; en fin, no han tenido seguridad algunas las propiedades todas del Cantón, y casi no hay rancho, ni hacienda, ni pueblo que no haya sufrido, pues las mismas ricas haciendas que entraron en transacciones con los bandidos, tuvieron acaso más que sufrir por su alianza, por los subsidios de maíz y bestias que les facilitaban. De las poblaciones importantes del Cantón, Santiago y San Blas, han caído en poder de los ladrones; San Blas por dos veces; Santa María del Oro ha sido asaltado una vez, abandonado otra. Compostela y Jala han sido asaltados, y las otras poblaciones, inclusive la ciudad de Tepic han vivido en constante alarma. De las fincas rústicas, sólo las de Puga y Mojarras y la fábrica de Bellavista se han armado para resistir a los bandidos, y de ellas Puga ha caído en su poder una vez y Mojarras tres veces. Los ladrones han recorrido en todas direcciones el extenso Cantón, y sólo en la fábrica de Bellavista y en otras siete poblaciones no han podido entrar, extendiendo fuera de él sus depredaciones hasta los Cantones de Colotlan, Ahualulco y Autlan, y hasta los Estados de Zacatecas y Sinaloa. Sin remontamos más que hasta el año 1855, son tristes testimonios de estos asertos el completo saqueo del mineral de Hostotipaquillo, en el Cantón de Ahualulco, y el robo y el horrible asesinato del respetable español don Francisco del Hoyo y de sus hijos en la hacienda de San Antonio, del Estado de Zacatecas. Esa sangre inocente, infamemente derramada por Lozada y sus bandidos, es una gota en comparación con los torrentes de sangre con que han inundado el Cantón de Tepic».

El general Anastasio Parrodi que gobernaba en Guadalajara, por haberse ido ya a México el general don Santos Degollado, en virtud de las altas influencias puestas en juego, no obstante ser hombre calmoso, se puso colérico luego que recibió la noticia de las atrocidades hechas por la gente de Lozada, llamó al general Juan N. Rocha, y le dijo:

—¿Conoce usted la Sierra del Nayarit?

—Muy poco, excelentísimo señor.

—Pues busque usted alguno que la conozca para que lo acompañe, porque deseo que vaya usted con su cuerpo y con algo de artillería y caballería a aniquilar al bandido Lozada y a su gavilla.

—¿Cuándo debo partir, mi general?

—Hoy mismo. La comisaría pondrá a su disposición los recursos necesarios y usted eligirá las fuerzas de artillería y caballería que han de completar su brigada.

El cuerpo de infantería que mandaba Rocha tenía seiscientas plazas, más que suficientes para dar buena cuenta de un grupo de bandidos que a lo sumo podía contar unos trescientos hombres, así es que sólo agregó a ellos tres piezas de montaña y un escuadrón de ciento veinte dragones de la mejor caballería que había en la plaza. Con esa fuerza salió aquella tarde misma a quedarse en Zapopan, y después siguió haciendo jomadas cortas sin ser molestado por nadie, hasta entrar en Tepic el 6 de octubre.

Una vez sobre el terreno vio Rocha que la operación no era tan sencilla como se lo había figurado, puesto que, para perseguir a Lozada, tenía que meterse a la sierra, y una vez allí, no encontraría más que peñas desnudas en que alojar a sus tropas y desiertas barrancas y mesetas pedregosas y estériles, en que si acaso, apenas hallaría un mezquino pasto para la caballada, pero ni un grano de maíz, ni una gallina para sus soldados, además de que todo aquello era de por sí miserable en toda clase de elementos, lo poco que había estaba ya destruido por los bandoleros, y si acaso quedaba algo de sembrados y de animales, era tan lejos que, ni después de andar doce días, se podía encontrar ni un charco de agua, ni un cereal en medio de aquellas salvajes montañas.

Los informes, los estudios del terreno sobre los planos, todo lo persuadió de que necesitaba para emprender aquella campaña llevar hasta el agua que habían de beber los soldados y los caballos.

Lo escribió así el general Rocha al general Parrodi, y hubo necesidad de que fueran modificadas todas las instrucciones que antes habían dictado, por lo cual, el jefe de la expedición obrando muy activamente, apenas pudo emprender sus operaciones después de doce días que empleó en preparativos, tiempo más que suficiente para que Lozada tuviera informes detallados del ataque que se proyectaba, y consejos muy oportunos respecto de lo que había de hacer para salir airoso de aquellas escaramuzas.

Hasta entonces la gavilla había caminado con la más grande fortuna: no había sufrido más que la resistencia pasiva de las haciendas que estaban fortificadas; que unas veces las hacía caer el jefe en su poder por medio de la astucia, y otras veces las abandonaba cuando tropezaba con la menor dificultad. Sucede que los bandidos, por valerosos que sean, por más que cuenten con hombre y armas, y tengan toda clase de superioridades sobre los atacados, cuando éstos se defienden con resolución, siempre huyen despavoridos. Sucede también que los ladrones llevando como llevan la íntima convicción de que cometen un delito por el cual merecen la pena de muerte, se asustan de cualquier ataque, o de cualquier resistencia, desmoralizándose fácilmente. Así fue como en los años anteriores Lozada sólo atacó poblaciones inermes, y siempre por sorpresa y con toda ventaja. En los contrabandos fue más afortunado, porque nunca hubo fuerzas de consideración que lo persiguieran, y los pobres guardas de la Aduana más bien se ocultaban de él antes que tratar de impedir sus fechorías.

Por lo mismo, a la primera noticia que se le dio de que habían llegado fuerzas considerables de Guadalajara con el propósito de atacarlo en sus madrigueras, vio juntársele el cielo con la tierra. Aquél fue el primer susto serio que tuvo en su vida.

A la sazón, no tenía ninguna organización militar, no era su tropa más que una gran banda con un solo capitán, e incidentalmente solía dar comisiones a los indios que consideraba más avisados entre los que lo rodeaban para que fueran con treinta o cincuenta a dar tal o cual golpe, pero concluido aquello quedaban los jefes de ocasión, iguales a los demás.

De manera que lo primero que se le ocurrió o le aconsejaron en Tepic, fue darse una organización militar, para cuyo efecto nombró su segundo a Pascual Topete. A un tal Nava, que había dado grandes muestras de arrojo y de astucia, lo nombró jefe de la caballería con unos quince caballos, que no había quien supiera montarlos. La infantería fue compuesta de veinte pelotones de a veinticinco hombres bien armados y municionados. Cada soldado cargaba además de su fusil, dos sacos, uno repleto de parque y otro de bastimentos, que se componían de gordas, chiles y pinole.

Dictadas estas disposiciones, se retiró a los lugares más escarpados, después de pasadas las colinas más suaves de la entrada de la sierra, colocando a sus hombres en grupos, detrás de las peñas, dominando los únicos senderos que por allí eran poco practicables; aquello no necesitaba fortificarse, ni se le ocurrió hacerlo, porque todo estaba naturalmente forticado. Por de pronto no discurrió aprovecharse de las mismas ventajas del terreno, dando orden a sus pelotones de que tiraran sobre el enemigo luego que apareciera, retirándose a las montañas más escarpadas que siempre tenían a la espalda, en el caso de que la tropa siguiera avanzando. Temía, sobre todo, que los cañones de Rocha dispararan, porque era seguro que al primer cañonazo sus hombres se desbandarían como palomas. Así, su plan era huir, siempre huir, sin disputar para nada el terreno.

Si Lozada tenía un terror invencible a las tropas organizadas y principalmente a la artillería, Rocha temblaba al pensar en las fragosidades del terreno en donde sus tropas iban a ser fusiladas por enemigos invisibles y al pensar también en las privaciones que iban a tener y en los trabajos que iban a pasar en sitios en que, según le habían dicho, no había ni yerbas. Llevaba, según creía, suficientes víveres, pero ¿qué habría de carbón, de agua, de abrigo y de tantas otras cosas indispensables? Le pasó lo que ha sido tan frecuente en nuestras guerras: se da orden a un subalterno de que vaya a ocupar un punto habiendo en el intermedio un gran río, y lo primero que se olvida es llevar el puente o los materiales para hacerlo y hasta en el momento de ver el obstáculo se viene en conocimiento de que no hay manera de ponerse al otro lado del gran río.

Todo lo que habían dicho a Rocha no era nada en comparación de la realidad: al encontrarse en el terreno montañoso se vio como en frente del infinito, en un desierto sin límites: ni una gente a quién preguntar, ni una choza que demostrara que había por allí sitios habitados, ni un árbol, ni un animal, ni un hilo de agua cualquiera, ni menos un lugar fortificado, como deseaba, sobre el cual pudiera emprender sus operaciones militares. Siguió adelante con infinitas precauciones para no caer en una emboscada y hasta que ya había andado dos días y dos noches por aquel inextricable laberinto, pudo observar hasta con placer que había sido tiroteado su campamento.

—¡Vaya! —dijo—, mañana tendremos combate. —Y nombró las tres columnas que habían de dar el asalto a la posición que suponía tenía ocupada el enemigo.

A la mañana siguiente no se vio más que cerros y más cerros que se elevaban unos a mayor altura que otros a medida que se avanzaba, presentándose siempre más escarpados y más imponentes los que se aparecían delante después de haber logrado trepar a los primeros. No obstante el silencio que siguió reinando, sus columnas marcharon en zig-zag paralelos y hasta cuando iban llegando a la cumbre recibieron algunos tiros de fusil viendo en seguida correr a unos diez indios que abandonaron la posición ocultándose con las peñas.

Rocha se daba a todos los diablos, pero le parecía ridículo retroceder sin haber empeñado ningún combate, sin llevarse aunque fuera un par de prisioneros que acreditaran siquiera que había visto al enemigo.

Al día siguiente una circunstancia casual le proporcionó esta oportunidad que tanto deseaba. Un oficial subalterno que iba a la vanguardia, que era joven, arrojado y aventurero, divisó por la noche una lucecilla en el fondo de la barranca próxima. Se puso al frente de los 25 hombres que formaban la avanzada y bajo su sola inspiración se dirigió cautelosamente en dirección de la luz, perdiendo dos hombres que se le despeñaron en tal peligroso descenso. Cualquiera otro se hubiera desanimado con este accidente lo mismo que con las dificultades que se le presentaban en un terreno tan accidentado, pero él siguió adelante creyendo que si daba un golpe de mano se le perdonaría su imprudencia.

Tenía cuatro horas de aquella penosa marcha cuando empezó a percibir voces de unos diez o doce individuos que estaban alrededor de la lumbre asando carne. Entonces dictó sus medidas en voz muy queda para que se siguiese la marcha con el mayor silencio, previniendo que no se dispararan las armas sino en el caso de que se les hiciera viva resistencia. El sólo les gritaría: «¡Ríndanse!», al mismo tiempo que todos estuvieran sobre ellos apuntándoles.

Se hizo como lo había dispuesto: el terreno era ya plano, la oscuridad era profunda y pudo formar un semicírculo con su tropa que se acercó poco a poco sin ser sentida adonde estaban los indios.

Por todos no eran más que quince hombres con algunos que estaban acostados.

Cuando Esparza, era el nombre del oficial, estuvo ya a unas cuantas varas en que fácilmente podía ser visto con los reflejos de la lumbre, empuñó la pistola amartillada y dijo dando un salto y poniéndola al pecho del que estaba más cerca:

—Ríndanse ustedes o los matamos.

Fue tal la sorpresa que recibieron, que ninguno trató de defenderse, las armas estaban tiradas, tenían que hacer un movimiento para levantarlas y ninguno quiso hacerlo por temor a ser fusilado. Solamente dos de los que estaban acostados y que por fortuna para ellos estaban un poco más lejos, pudieron huir agazapándose, casi sin ser notados, pues si algunos de los soldados los vieron no quisieron hacerles fuego.

Doce fueron los hombres que quedaron prisioneros y a todos se les ataron las manos a la espalda con las correas de los fusiles, dejándose atado solamente a uno de ellos de una mano y un pie llevando los extremos de las correas dos soldados, el cual debía servirles de guía para regresar, según les había ofrecido.

—¿Y en dónde está Lozada? —preguntó Esparza a este guía que era el único que había querido hablar.

—Ya debe ir lejos —contestó—, porque fue uno de los tres que corrieron.

Ya se comprende que Esparza se estiró los cabellos de cólera.

La vuelta fue ya fácil porque iban bien conducidos por el guía.

Esparza llegó a su campamento en la madrugada, dio cuenta de lo ocurrido y se lo desaprobó Rocha porque era muy apegado a la disciplina; pero no obstante, escribió luego pidiendo un ascenso para aquel astuto oficial.

Los once hombres que no hablaron fueron fusilados, y al guía se le puso en libertad para que fuera a decir a Lozada lo que había sucedido con sus compañeros.

En el mismo día regresó el indio manifestando de parte de Lozada que deseaba terminar aquella guerra y que se sometería al supremo gobierno siempre que se le otorgara un indulto en toda forma.

Dos dificultades se presentaron: Rocha no se consideraba con facultades para indultar, ni Lozada sabía escribir para firmar su sumisión y ambos tuvieron que conformarse con dejar aquel negocio confiado a la palabra.

Rocha regresó a Guadalajara en donde se le necesitaba con urgencia y Lozada continuó poco después haciendo sus mismas fechorías.

IV. Una mujer varonil

Práxedis Núñez comprendió con ojo perspicaz que no era de las autoridades de Tepic, que ya no tenían predominio alguno en el interior de la sierra del Nayarit, de quienes tenía que cuidarse principalmente, sino de Manuel Lozada, que según los vuelos que iba tomando, protegido como estaba por una casa poderosa, lo cual no era ya para nadie un misterio, por ella predestinado o extender su poder, él era ya el amo, y por eso había acudido a rendirle pleito homenaje. Habiéndole tendido aquel la mano, sin gozar por eso de privilegio para que no lo asesinara cuando le conviniera, al menos podía servirse de él como un aliado y tal vez las circunstancias se encargarían de llegar a ponerles en el caso de auxiliarse mutuamente. Así es que llegó muy satisfecho al lugar en que lo esperaba Domingo Navarro con su gente que se componía de cuarenta hombres, todos de a pie pero armados con buenos fusiles.

—Vamos a Atonalisco por unos días solamente —le dijo a su segundo que era muy joven y a quien distinguía porque era hermano de su novia Dolores Navarro.

—¿Arreglaste alguna cosa? —le preguntó su presunto cuñado.

—Estuve con Lozada y me ofreció su protección, pero a condición de que no escandalicemos mucho para no llamar la atención de las fuerzas del gobierno.

—¿Y él?

—Lozada está protegido por gente rica y ya no se ocupa mucho de los negocios pequeños.

—Nada menos que hace ocho días una partida suya asaltó a unos arrieros que pasaron por San Lionel quitándoles cuanto llevaban.

—De todas maneras, es necesario darle gusto, ya que nada nos cuesta irnos a descansar unos días en Atonalisco.

—Pues vamos adonde dispongas —le contestó Navarro con tono zumbón.

Y como no tenían nada que arreglar para moverse, se pusieron desde luego en marcha para el pueblecillo, adonde llegaron al día siguiente.

Dolores Navarro era una indita primorosa: sus facciones eran todas correctas, que no obstante su color moreno, resaltaba por encima de él su gran belleza. Tenía ojos muy grandes, muy negros y muy expresivos; boca pequeña y graciosa con labios finos y encendidos, que al abrirse enseñaban una dentadura soberbia; el óvalo de su cara era insinuante y atractivo y a todo se agregaba una abundante cabellera que le bañaba las espaldas, viéndose fresca, rozagante, limpia, como si a todas horas acabara de salir del baño. Vestía generalmente unas enaguas encamadas y una camisa siempre muy blanca, rodeándole el seno con sus negros bordados, los cuales aparecían medio cubiertos con su rebozo de algodón.

No obstante vivir rodeada de bandidos, todos la habían respetado hasta entonces, y la costumbre por su parte había hecho que no les tuviera repugnancia, considerando como cosa muy natural que casi todos los del pueblo fueran ladrones. Así fue que cuando Práxedis llegó a la humilde casita en que vivía Dolores con su madre y otro hermano pequeño, ella salió a recibirle, tendiéndole los brazos y agasajándole como si llegara de una campaña gloriosa.

—¡Qué sorpresa nos das, hombre! No te esperábamos.

—Ya sabes que no me puedo pasar muchos días sin verte —le contestó el bandido, cogiéndole brutalmente las mejillas y besándoselas.

—¿Has tenido muchos peligros, no te ha pasado nada desagradable?

—Ya te contaré, ya te contaré, ahora vamos entrando para saludar a tu madre.

—¡Qué gusto va a recibir, porque te quiere mucho!

Y cogidos de la mano entraron a la cocinita con techo de zacate, que estaba en el rincón del corral, en donde la vieja, que no lo era mucho todavía, preparaba un sencillo almuerzo.

—Aquí está Práxedis —le gritó la muchacha.

—Que entre, que entre, aunque sea aquí, porque tengo ganas de verlo.

Práxedis entró teniendo que agacharse, porque apenas cabía por la puertecilla, y después de haber abrazado a la madre de Lola, se sentó casi en cuclillas sobre una gruesa batea que puso boca abajo. La muchacha se sentó en el suelo poniéndole un codo sobre las piernas, y sin dejar de verlo.

—¿No te parece, madre, que viene más fornido y más buen mozo?

—Buen mozo siempre lo ha sido, pero en efecto, me parece más grande y más gordo.

Práxedis se sonrió y les dijo:

—No he de haber cambiado mucho en dos meses que hace que no nos vemos.

—¿Y has hecho dinero? —le preguntó la madre al tiempo que echaba los frijoles en la cazuela.

—Apenas el necesario para mantener a mi gente. Lo que tengo ya, es una gran cantidad de animales que no podré vender sino cuando venga alguna tropa a Tepic, y eso por segundas manos, porque tengo allí muchos enemigos.

—Y a propósito de enemigos, ¿no sabes que Galván ha jurado tu muerte?

—Como yo he jurado la suya: estamos pagados.

—Y figúrate —agregó la muchacha—, dizque ya supo que somos novios y dizque ha ofrecido venir a robarme.

Práxedis cambió de color, instintivamente llevó la mano a la pistola, y dijo con tono colérico:

—En eso he pensado muchas veces… es lo que siempre me tiene inquieto… ¡Oh!, si ese tal se atreviera a hacerme una jugada…

—¿Pero crees que nosotras nos dejaríamos?

—¿Y qué pueden ustedes solas contra la fuerza…? Yo creo que deben irse muy pronto de aquí.

—Después hablaremos de eso, ahora sosiégate y toma un taco con nosotras.

Práxedis comió, pero estuvo sombrío. Salió después a ver a su gente y a decir que le ensillaran su caballo y lo llevaran al oscurecer a la casita de las Navarro.

Tenía presentimientos, pero además de los presentimientos, al llegar al pueblo le habían dicho que Galván se había dejado ver el día anterior a cosa de cinco leguas con una fuerza considerable.

Apenas hacía media hora que le habían traído el caballo y lo había atado él mismo en una tranca del corral, cuando percibió con el oído fino del bandolero, un rumor lejano. En esos momentos estaba con Dolores sentado en el batiente de la puerta de la casita, le tenía cogida una mano y se la soltó levantándose como movido por un resorte.

—¿Qué tienes? —le preguntó ella tranquila.

—¿No has oído, Lola?

—¿Qué?

—Pisadas de muchos caballos.

—Aprensiones tuyas; han de ser las vacas que vuelven al corral.

Apenas acababa de decir esto Dolores, cuando se oyeron muy cerca tiros de mosquete.

—¡Es Galván! —gritó Práxedis, corriendo adonde estaba su caballo.

Cuando salió a la puerta, Navarro ya estaba allí con diez hombres, a los cuales efectivamente había hecho retroceder el mayor número de la fuerza que traía Galván.

—Ustedes sálganse por el corral brincando la cerca —dijo Práxedis apresuradamente a las mujeres—, nos veremos dentro de un rato por el arroyo, pero caminen hasta lo más lejos que puedan ir. Nosotros los entretendremos aquí un tiempo.

Y luego con la sangre fría que tuvo siempre a la hora del peligro, dijo a los suyos:

—Un tiro solamente y luego a hacemos de la esquina. Síganme.

En efecto, cada uno de los suyos disparó su arma contra el grupo que se les echaba encima y se ampararon luego de un paredón desde donde siguieron haciendo fuego, aun impidiendo que los de Galván llegaran a la casita de las Navarro.

Después de varios esfuerzos inútiles en que la gavilla de Galván tuvo que sufrir mucho, pues recibió el fuego a quemarropa, éste suspendió el fuego mientras hacía que parte de su fuerza rodeara el terreno para coger a Práxedis por la retaguardia. Entonces éste abandonó el campo protegido por la oscuridad.

Cuando Galván perdió la pista a sus enemigos, volvió a la casita y dijo a cuatro de los suyos:

—Sáquenme de allí a Dolores.

A poco volvieron diciéndole:

—No hay nadie: se la han llevado.

Pronunció Galván una atroz insolencia y luego agregó:

—Se me escapó de entre las manos a mí, pero no se escapará de la trampa que le pongan los tepiqueños.

Y mandó como un pequeño desahogo dado a su cólera que se fusilaran tres prisioneros que había hecho de los de Práxedis durante las escaramuzas.

Éste, al día siguiente, escoltó a su novia y a la madre de ésta hasta ponerlas en el camino de Tepic. Vaciando en el rebozo de la última una víbora de cuero llena de onzas de oro que llevaba, le dijo:

—Ustedes sólo estarán bien en Tepic por ahora: no tengan cuidado, que yo les mandaré dinero para que no les falte nada.

Hubo las resistencias de costumbre, cedieron las mujeres, se despidieron, y en seguida Práxedis se hizo a un lado del camino solamente para pasar allí la noche, porque estaba rendido de fatiga.

Muy de madrugada, al incorporarse en su lecho con sobresalto, porque había creído percibir en sueños algún rumor de gente, cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue un grupo como de sesenta soldados que tenían las armas embrazadas. El oficial se adelantó y le dijo poniéndole en el pecho la espada:

—¿Es usted Práxedis Núñez?

—¿A qué he de negarlo? Yo soy.

—Y aunque lo negara, la denuncia que tengo en este papel me da el santo y seña.

Galván era el que lo había denunciado como lo comprendió Práxedis mordiéndose los puños de rabia.

Se le montó en un mal caballo, bien atados los brazos a la espalda, y se le llevó en medio de la escolta hasta la cárcel de Tepic, sin que pudiera hacer la menor tentativa para escaparse.

Pasaba esto el año de 1859.

Los habitantes de Tepic se estremecieron de gozo, considerando que el ejemplar tan necesario que iba a hacerse, contribuiría a que terminara el bandidaje que los tenía tan azorados. Todos pedían a una voz la muerte de Práxedis Núñez. Unos exigían que se le matara desde luego sin formación de causa y otros que se le juzgara brevemente en un consejo militar. Ejercía la autoridad un hombre escrupuloso y mandó que se le instruyera causa en toda forma.

Entonces llovieron al juez del proceso las pruebas testimoniales, siendo acusado Núñez de treinta asesinatos y de más de cincuenta robos en despoblado así como de otros tantos asaltos a mano armada de fincas, lo mismo que de los correspondientes incendios.

Casi todo lo que habían hecho Lozada y Galván le fue atribuido a Práxedis Núñez; se le condenó a muerte y se le puso en capilla con aplauso de toda la población que suspiraba por un ejemplar para escarmiento de los demás bandidos.

La única que velaba era Dolores y era la única que sin derramar una lágrima rondaba día y noche por cerca de la cárcel.

—Oye, Lucifer —dijo a uno de los soldados con quien había hecho amistad, llamándolo aparte—, ¿es cierto que Práxedis está encapillado?

—Mañana lo fusilan —contestó Lucifer.

—Toma este dinero —le dijo prontamente Dolores— para que les compres cuanto vino quieran a todos los de la guardia, pero tú no bebas ni una gota; toma para ti estas dos onzas de oro.

—¿Son buenas?

—Sí, son buenas. ¿A qué horas entras de centinela?

—A las doce.

—A esa hora estará allí cerca mi hermano con caballos, de los cuales uno es tuyo para que también te vengas con nosotros.

—¿Y a Práxedis quién le habla?

—Tú mismo le dices que se salga por el postigo: no tengas miedo de que te oigan, pues si les das mucho vino todos estarán a esas horas dormidos.

Lucifer vaciló.

—Te ofrezco otras dos onzas si sacas con bien a Práxedis.

—Trato hecho —dijo Lucifer resueltamente—, lo sacaré.

A las once y tres cuartos Dolores se acercó de puntillas al cuerpo de guardia: todos dormían: sólo un soldado se acercó a ella y le hizo una señal poniéndose un dedo en los labios. A las doce se relevaron los centinelas. Media hora después salían dos hombres descalzos y de puntillas por entre los soldados. Uno de ellos dio un beso a Lola. Era Práxedis Núñez librado por ella de la muerte.

V. El Cuartel General

Hemos dicho que lo primero que hizo Lozada luego que se vio libre de las tropas organizadas y adquirió la certidumbre de que en Tepic no había ni doscientos hombres que pudieran destacársele, fue faltar a su palabra respecto a la sumisión convenida, pero no realizada. Si bien permaneció unas semanas en aparente inacción pensando en lo ventajoso que era la disciplina y lo bien que con ella podrían defenderse aquellas inaccesibles montañas, ni disolvió toda su gente, ni llegó a formarse la resolución de deponer las armas. Lejos de eso, comisionó a Pascual Topete para que fuera a decir a sus amigos de Tepic que tenía necesidad de una persona que supiera algo de milicia, y llamó a su lado a todos aquellos indios de la sierra que tenían reputación de ágiles, de astutos y de valientes, haciendo nombramientos y dándoles sueldos militares.

Uno de los que se le presentaron entonces, fue Andrés Rosales, que había sido soldado y que medio sabía leer y escribir.

—¿Qué graduación militar voy a tener aquí? —le preguntó.

—Pues te haré capitán —le contestó Lozada.

—¿Y usted, qué cosa es?

—Yo… soy el jefe.

—Bueno: todos los jefes son generales, coroneles, o comandantes…

—Pues seré comandante.

—¿Y por quién ha sido hecho el nombramiento?

—Por nadie todavía, pero estoy aguardando que me lo mande el gobierno.

—Bueno. Para cuando se pueda es necesario también pedir los demás despachos de los que manden la tropa, porque sólo valen cuando los da el gobierno.

Lozada entonces se conformó con la necesidad que había tanto de tener él un nombramiento reconocido, como de arreglar su gente militarmente.

Como resultado de sus gestiones, se le presentaron allí don Carlos Rivas y don Fernando García de la Cadena, que se llamaba general, los cuales extendieron a don Manuel Lozada (que desde aquel día comenzó a ser Don) un nombramiento provisional de teniente coronel. En cambio de ese servicio prestó al primero unos cuatrocientos indios, una verdadera chusma, pero bien armada y municionada, con la cual marchó a sofocar un pronunciamiento que en favor de la libertad habían verificado varios vecinos de Ixtlan. Don Carlos Rivas atacó a los pronunciados (que se hicieron fuertes en el pueblo más por miedo a los lozadeños que porque tuvieran elementos para combatir) el día 26 de octubre de 1858 y fue rechazado; pero al día siguiente recibió refuerzos y continuó el ataque con más vigor, hasta que los sitiados enarbolaron bandera blanca, saliendo una comisión a pedir garantías. Estos comisionados fueron aprehendidos y fusilados, lo cual obligó a los de la plaza a seguir defendiéndose hasta el día 27 a las doce del día en que se rindieron, siendo fusilados sin ninguna formalidad los señores Pedro Martínez, José M. Magaña, Agustín Bonilla, Ignacio Zamorano, Francisco Robles y don Práxedis Arcadio. Mediante un rescate de dos mil pesos cada uno, se salvaron don Juan Francisco Azcárate y don Vicente Sancho Venegas. El pueblo fue entregado al saqueo, y cuando los indios de Lozada se embriagaron, no habiendo quien pusiera coto a sus desmanes, se entregaron a excesos de barbarie que recordaban después de muchos años con terror los que sobrevivieron al desastre. Baste decir que todo lo dejaron convertido en ruinas, y principalmente a las mujeres.

Ya en el año de 59, que fue cuando se escapó Práxedis Núñez de la cárcel de Tepic, Lozada tenía unos mil quinientos fusiles, dos cañones y no menos de ochocientos hombres que vivían del botín que cogían en los pueblos y haciendas donde se presentaban, ya fuera de paz o ya fuera de guerra, pues tenían la creencia de que todo lo ajeno les pertenecía.

En ese tiempo le había mandado Miramón desde Guadalajara su despacho de coronel y comandante general de la Sierra de Alica, de manera que ya sus robos y asesinatos estaban legalizados por el jefe de un partido político militante. Por otra parte, sus relaciones estrechas con personas ilustradas como don Carlos Rivas y don Fernando G. de la Cadena, le habían hecho limarse un poco en los asuntos públicos que se debatían entre los conservadores y los liberales, así como también adquirir ligeras nociones de militarismo para dar aunque fuera una mediana organización a sus tropas, contando a la vez con una docena de capitanes, antes de gavillas de ladrones, y ahora de compañías de soldados armados de fusil, que con su sombrero de petate y con su calzón recogido hasta las ingles, sabían marchar por donde se les ordenaba haciendo buena cara al peligro.

Así fue como en junio de 1859 ya pudo atreverse a bajar Lozada de la sierra con su gente y hostilizar a los liberales que ocupaban la plaza de Tepic sosteniendo frecuentes y reñidas escaramuzas. Los liberales que la ocupaban eran don Antonio Rosales y don Ramón Corona pertenecientes a la Brigada de don Plácido Vega y el comandante militar del Distrito era don Santiago Aguilar, quien comunicó el 23 de junio que Lozada había sido derrotado, retirándose con las chusmas que le quedaban a la hacienda de San Cayetano. Pero los liberales tuvieron que evacuar la plaza el 28, retirándose rumbo al Rosario, porque el general reaccionario don Leonardo Márquez estaba ya muy cerca con doble número de tropas. Este jefe ocupó a Tepic el 29 de junio por la tarde, y lo primero que hizo fue enviar una comisión a Lozada previniéndole que se presentara en el Cuartel General a recibir órdenes.

Aquí fueron los apuros de El Tigre de Alica.

—Vaya usted, don Manuel —le decían sus capitanes—, ¿qué dirá el señor general Márquez si no lo obedece?

—Que diga lo que quiera —contestó Lozada con firmeza—, yo no sé ni hablar, ni sé como he de presentármele. Y luego…

En su interior, eran sus crímenes los que le llenaban de desconfianza contra todo lo que oliera a autoridad, y se preguntaba a sí mismo si una vez estando en poder de Márquez, ¿no le vendrían a éste tentaciones de fusilarlo para dar gusto a tantas gentes como de seguro se le quejarían de sus muchos crímenes?

Así fue que contestó al general Márquez que las órdenes que tuviera que comunicarle se las mandara por conducto de don Carlos Rivas que era persona de toda su confianza.

Márquez, sin embargo, tenía vivísimos deseos de conocer a aquel hombre feroz, que le ganaba en malos instintos y en hechos perversos, lo cual era mucho decir, y le propuso tener con él una entrevista fuera de la población.

Lozada tampoco accedió.

Entonces Cadena le dijo a Márquez:

—Lozada es un indillo de los más insignificantes: no tiene ni buena constitución, ni buena figura, ni fisonomía inteligente, ni siquiera alza la vista para hablar con las personas que no son de su raza; además, no ha querido hasta ahora vestirse porque la ropa le estorba y usa sólo calzón blanco, con la camisa de fuera.

Márquez se quedó estupefacto.

—¿Y ese hombre es coronel y ha sido nombrado comandante militar de la Sierra de Alica? —preguntó.

—Tiene el arte de dominar a los suyos, goza de gran prestigio como astuto, tiene el valor resignado y pasivo de todos los indígenas, es sobrio y resiste las mayores fatigas sin comer ni dormir, pareciendo positivamente una fiera de las montañas.

Márquez se conformó con estos informes y mandó regalar a Lozada un caballo, una pistola, algunas otras armas y unas cargas de parque, recomendándole que atacara con brío y destruyera a cuentas fuerzas liberales se le presentaran, debiendo tener en perspectiva por el buen cumplimiento de aquellas instrucciones los honores militares que fueran compatibles con sus méritos, con el agregado de los beneficios espirituales que le acordaran los pastores de la Iglesia.

Márquez regresó a Guadalajara en donde era urgente su presencia, y Lozada quedó como señor y dueño del Cantón de Tepic con facultades amplias para dirigir allí la guerra y la política.

Esta nueva posición lo embarazó de pronto y aun estuvo a punto de cederla a los personajes de Tepic, que se habían puesto a sus órdenes; pero Rosales, Galván, Nava, Topete y demás capitanes que estaban a su lado le hicieron presente que era necesario conservarla, dándole como razón toral que si la autoridad era la que había de perseguirlos y juzgarlos por sus hechos anteriores, ejerciendo ellos la autoridad no habría en lo sucesivo quién pudiera perseguirlos en todo el Cantón.

—¡Es verdad! —exclamó Lozada convencido—; pero entonces necesitamos establecer un Cuartel General y traemos algunos plumarios para que contesten las cartas y hagan el demás trabajo que se necesite, porque lo que es en Tepic yo no he de encerrarme.

Naturalmente suspicaz y desconfiado como todos los indios, creía que estableciéndose en Tepic, cualquier día se vería atacado por fuerzas regulares que le obligarían a huir, lo cual sería de mal efecto y además quién sabe si a alguno se le antojara darle un veneno o meterle un puñal… En fin, que no podía vivir tranquilo y feliz sino en sus madrigueras.

Entonces se acordó establecer el Cuartel General en el pueblecillo de San Luis, de cuyos suburbios era él originario, lugar un poco estratégico, siendo como el principio de la Sierra y desde donde podía dominarse la llanura. Allí había organizado sus principales expediciones y sin ser sentido lo mismo había caído a los caminos y haciendas de Ahuacatlan, que a los de Santiago y Compostela, extendiéndose sus correrías hasta más allá de Navarrete, cuando se había tratado de algún contrabando importante.

Además, Lozada tenía ya caudales cuyo monto no conocía, que enterraba hoy aquí y más allá otras veces con muchos trabajos y precauciones, que necesitaba ya poner en un lugar seguro, lo mismo que las armas y municiones sobrantes. Se resolvió, pues, que su estancia sería San Luis, que más tarde se llamó San Luis de Lozada, escogiendo un gran terreno en el cual bajo su dirección se levantó una casa de adobe con dos pisos para ocupar él el superior y dejar el de abajo para las oficinas y habitaciones de sus gentes de confianza, cuya casa quedó terminada en pocas semanas, una vez que contaba con el trabajo gratuito de sus soldados.

Hasta entonces esos soldados no habían tenido paga, como no la tuvieron tampoco en lo sucesivo, manteniéndose a sus expensas de un modo frugalísimo. Cuando fueron sólo ladrones, sin tomar parte en la política, cada cual era dueño de lo que se cogía, a no ser una alhaja valiosa, un caballo bueno o algún objeto que llamara la atención, en cuyo caso se los recogía Lozada; ahora que ya eran soldados se les daba rancho compuesto de las reses y de los granos que se quitaban a las haciendas, a las cuales se les impuso la obligación de contribuir proporcionalmente al sostenimiento de las tropas. Cada soldado tenía, sin embargo, la orden de llevar siempre consigo un saco de totopo o maíz molido para el caso en que tuviera que hacerse una marcha imprevista.

Lozada luego que se afirmó en la necesidad que existía de cargar y ejercer aquella comandancia con que se le había brindado, tuvo la precaución de mandar emisarios a todos los pueblos de la Sierra para que dijeran de viva voz a sus habitantes que estaban obligados, bajo pena de muerte, a presentarse en el Cuartel General al primer llamamiento que se les hiciera, llevando sus armas los que las tuvieran y cada uno su bastimento para la campaña. De esta manera se proponía levantar un ejército a la hora que se ofreciera: hasta después fue dando a cada pueblo su organización militar.

Una vez hechos los aprestos aconsejados por su instinto natural para dar brillo a su comandancia y cuando observó que ya tenía un buen número de papeles que se le dirigían de todas partes, sin encontrar que hacer con ellos, mandó que le remitieran de Tepic los empleados correspondientes para manejar las oficinas del Cuartel General, llegándole a consecuencia del pedido al día siguiente un secretario, dos escribientes y un curandero.

El secretario era don Miguel de Oseguera, persona de unos treinta años, de mediana instrucción, pero muy sagaz y muy conocedor de todos los recursos del Cantón, así como de sus habitantes, por la práctica que había tenido en las oficinas.

—A mí me envían como su secretario —dijo a Lozada.

Lozada se quedó viéndolo por debajo del sombrero de palma que tenía encasquetado, con su desconfianza de costumbre, y le preguntó:

—¿Y qué tiene que hacer conmigo el dichoso secretario?

—Tiene que acordar con usted los negocios que se ofrezcan, guardando sobre todos ellos el secreto indispensable. Señor don Manuel —agregó luego con despejo—, confíe en mí como en su padre mismo y no le pesará.

Inútil es decir que poco tiempo le bastó a Oseguera para hacerse de las confianzas de Lozada, dando un impulso tal a todos los ramos y principalmente a la organización hacendaría y militar del Cantón, que quedó encantado el caudillo con tanta sabiduría.

¿Qué más? Oceguera fue el primero que consiguió que Lozada se pusiera chaqueta y pantalones, que se enseñara a escribir algunas letras del alfabeto, que se acostara en cama y que comiera con tenedor.

VI. Arroyos de sangre

Lozada se llenó de soberbia con aquel rápido encumbramiento que le había proporcionado su generoso compañero, de quien recibía y a quien le daba ese título y el de amigo en la correspondencia que continuaron cultivando, y de tal modo tomó a lo serio su nueva investidura nuestro terrible personaje, que obligaba a los correos que le llegaban a que le hablaran de rodillas, a sus soldados que le besaran la mano y a sus capitanes a que le dieran tratamiento de señoría y aun de excelencia.

En esos momentos en que tan orgulloso estaba, esto es, el 6 de septiembre de 1859, cuando don Leonardo Márquez aún permanecía en Guadalajara apoderándose de unos seiscientos mil pesos que le causaron muchos dolores de cabeza, sucedió que el abogado y general don Esteban Coronado, procedente de Sinaloa, se apoderó a su vez a viva fuerza de Tepic con mil doscientas blusas coloradas, derrotando igual número de soldados pertenecientes a tropas de línea y lozadeñas que mandaban jefes tan bizarros de la reacción como el general Moreno y el coronel don Juan de Argüelles, quienes apenas lograron escaparse para la sierra dejando más de trescientos prisioneros y entre ellos dos jefes de graduación que fueron fusilados, según la costumbre.

Lozada creyó que era llegado el momento de corresponder a las distinciones que se le habían hecho, y lo primero que hizo, después de recoger los dispersos de la tropa con que había reforzado antes a la guarnición de Tepic, fue mandar que se interceptara tanto el camino de Sinaloa como el de Guadalajara para aislar al enemigo, apostándose él mismo en Sanguangüey a retaguardia de otras partidas que había situado en San Cayetano en actitud completamente hostil para la plaza.

Coronado, que por su parte era tan altivo como valiente, y que además estaba engreído con su reciente victoria, juzgó que aquellos movimientos de las chusmas lozadeñas eran temerarios, puesto que nunca podían contener el menor ímpetu de sus fuerzas aguerridas y disciplinadas, y para tener despejado el terreno por de pronto, se conformó con mandar a uno de sus jefes de batallón más distinguidos, al coronel Ignacio Martínez Valenzuela, que además de ser un cumplido militar, fino y agradable en su trato, era un guapo mozo, con mucho partido entre el bello sexo, y un alegre y espiritual camarada: un patriota en suma, que por todas sus brillantes cualidades parecía predestinado a hacer una gran figura en el porvenir. Llevaba este jefe de segundo al entonces teniente coronel don Ramón Corona como conocedor del terreno e iban mandando entre los dos unos quinientos hombres, infantería y caballería y tres obuses de montaña.

El general Coronado dijo a Valenzuela:

—Coronel: Los indios de Lozada les tiemblan a las blusas encarnadas. Con esa fuerza que usted lleva basta y sobra para ahuyentar al enemigo aunque cuente con dos mil o más hombres. El objeto que usted lleva es tener expedita la comunicación con nuestros amigos de Jalisco, que usted sabe nos esperan con ansia. Ese objeto ha traído Rojas, proteger nuestro paso y llevarnos para concurrir el asedio de Guadalajara; pero nosotros no podremos arrancarnos de aquí mientras no nos organicemos mejor y mientras sobre todo, no veamos despejar la incógnita de Sinaloa. Aquí necesitamos sostenernos un poco de tiempo todavía para acudir adonde sea más necesaria nuestra presencia. Estoy cierto de que los indios se dispersarán luego que usted salga al camino y entonces se situará en San Leonel ejerciendo la mayor vigilancia en ambos caminos y sin cesar de ponerme diariamente al corriente de sus operaciones. En cualquier caso imprevisto se aconsejará de Corona que conoce a palmo el terreno y la guerra de estos indios.

—Descuide usted, mi general —contestó el intrépido Valenzuela—, todo se hará a la medida de sus deseos.

Coronado se quedó naturalmente muy tranquilo, con la plena confianza de que el arrogante Valenzuela cumpliría con aquella misión que le parecía tan sencilla. ¿Qué esfuerzo había de costarle dispersar a aquellas chusmas indisciplinadas y semi-salvajes?

Según la táctica de los lozadeños, luego que observaron aquella salida de tropas se hicieron a un lado del camino cargándose hacia las alturas de la sierra, lo cual hizo entender al jefe de la expedición que huían para no volver más y así lo participó a Coronado, quien le repitió la orden de que se situara en San Leonel; pero Lozada no se dormía, había hecho que fueran contados los hombres y elementos del enemigo, reunió a dos mil de los suyos que hizo aproximar con toda cautela, y cuando juzgó el momento propicio destacó partidas con el objeto aparente de recoger ganado, ocultando el grueso de sus fuerzas en el rancho de la Labor. El ardid dio el resultado que se había propuesto. El enemigo se lanzó en persecución de las partidas para ir a caer exactamente en la emboscada, siendo Corona el único que se libró de ella por haberse pasado de largo hasta Tepic con parte de las fuerzas.

Valenzuela era brioso y no le faltaba sangre fría, organizó sus mermadas tropas del mejor modo que le fue posible y aun logró romper el cerco de hierro que se le puso por aquellos enemigos que no volvían nunca la cara cuando reconocían su superioridad; pero no se le dejó ni un momento de reposo en la retirada: perdió primero sus tres cañones, luego vio caer uno tras otro sus oficiales, disminuir hasta una quinta parte sus hombres, y por fin se encontró de tal modo rodeado que quiso, como último recurso, atrevesarse con su misma espada el corazón en el momento en que fue hecho prisionero. Le vio un solo momento la faz a Lozada, cuando éste se acercó y dijo a los suyos:

—Fusílenlo luego.

—¡Bandido! —pudo apenas murmurar Valenzuela cuando cayó atravesado de varios tiros, siendo en seguida despedazado por un centenar de lozadeños que fueron a mojar sus armas en la generosa sangre del vencido.

Cuando el combate cesó, el Sol estaba cayendo ya a plomo y hacía reverberar las armas, los charcos de sangre y las blusas rojas regadas en una legua de terreno.

La persecución siguió contra los que se habían ocultado entre las peñas, entre los arbustos o en los jacales, los cuales eran sacados arrastrando y en seguida despedazados.

Coronado se estremeció de horror al tener noticia del desgraciado fin que había tenido el intrépido, el generoso, el noble Valenzuela, lo mismo que los oficiales que lo acompañaban, algunos de los cuales fueron fusilados y colgados.

Rojas, comprendiendo bien las consecuencias que podía tener aquel desastre, fue luego a ver a Coronado y le dijo:

—General, vámonos saliendo de aquí.

—¡Cómo! ¿Usted me propone que abandone esta plaza teniendo elementos para defenderla?

—Yo sé lo que le digo: esos indios se alzan mucho cuando obtienen un triunfo. Si a Valenzuela lo derrotaron dos mil, sobre Tepic vendrán cuatro o cinco mil que nos atacarán como demonios. ¡Vámonos!

—Yo aquí los espero.

—Entonces… como yo vine solo a llevármelo y usted no se va…

—¿Qué?

—Tendré que irme yo.

—Obre usted como le parezca.

Rojas tomó estas expresiones al pie de la letra, alistó su brigada, se proveyó a la fuerza de lo que necesitaba y salió aquella misma tarde para el sur de Jalisco evitando un mal encuentro con Lozada.

Según lo había previsto Rojas, El Tigre de Alica envalentonado por el fácil triunfo que le había hecho dueño de tres piezas de artillería, de cuatrocientos fusiles y muchas cargas de parque, al día siguiente se puso en marcha sobre la plaza de Tepic con setecientos indios más que bajaron de la sierra al olor del pillaje, dando orden a otros ochocientos que había diseminados en los caminos para que se reconcentraran, presentándose el 31 con todas sus chusmas a la vista de la población.

Coronado tenía setecientos hombres escasos: el pueblo tepiqueño, o porque estuviera dominado por las influencias conservadoras que eran las ideas que se atribuían a Lozada, o más bien por el terror que inspiraba ese monstruo, del cual no había que esperar más que represalias espantosas si llegaba a entrar en la plaza, se mostró indiferente para con el jefe liberal que se preparaba a defender los intereses comunes y éste tuvo que atenerse a sus propios elementos confiando en que podría oponer con ventaja a las chusmas su táctica militar.

El l.° de noviembre dando aullidos salvajes atacaron los lozadeños divididos en grandes trozos, la plaza de Tepic, con un arrojo extraordinario, pero la metralla de seis piezas de artillería los hizo pedazos y esto los aplacó un poco sin que cesaran los tiroteos. Entonces el intrépido Coronado se desprendió del Cuartel General para practicar un reconocimiento con objeto de organizar una salida acompañado sólo de su Estado Mayor y cayó en una emboscada que le pusieron los indios en las últimas casas, en cuya escaramuza perdió dos caballos, quedando herido gravemente en una pierna. A pesar de la herida siguió batiéndose solo con sus oficiales, abriéndose paso por entre el enemigo que lo tuvo cercado por todas partes. Cuando llegó a su casa perdió el conocimiento.

Fue atendido por el doctor Cuesta, el cual declaró que si se le amputaba la pierna podría quedar bueno en un mes, y que si se curaba la herida no podría levantarse antes de seis meses. Coronado dijo entonces:

—Que se haga la amputación. Esa pierna le hará falta al general, pero su tiempo es de la Patria.

La operación no dio el resultado que se esperaba. El valiente general pereció después de haberla sufrido con tanta resignación como heroicidad.

Su cadáver fue depositado con la pompa posible en la capilla de los Dolores.

La plaza no sólo continuaba asediada, sino que era atacada a todas horas por las turbas furiosas que llegaban hasta los débiles parapetos que se habían improvisado, y desde donde eran rechazadas a fuerza de metralla, y en medio de los fuegos tomó el mando de la guarnición el coronel Fernando Cordero, jefe del Batallón de Chihuahua, que no era ni con mucho del temple de Coronado.

Este jefe vio sombría la situación y pensó en un medio, que era ya imposible: en el de abrirse paso por entre las chusmas lozadeñas para regresar a Sinaloa.

Sus subalternos todos le expusieron que serían rodeados y despedazados por el enemigo en el largo trayecto que tenían que recorrer y que muy felices se considerarían con poder llegar al río de Santiago en donde infaliblemente serían acabados. La opinión que prevaleció fue la de que debían continuar el plan del general Coronado que había consistido en sostenerse mientras llegaban los refuerzos de Sinaloa o Jalisco que se habían pedido.

¡Vana esperanza! Ni uno ni otro Estado mandaría el menor auxilio en aquellas circunstancias. De don Plácido Vega no había que esperar nada, porque además de ser lento para todas sus disposiciones, nada deseaba tanto como el mal éxito de Coronado, porque lo había temido como rival peligroso. De los jefes liberales de Jalisco, mucho menos, porque a más de que bastante que hacer tenían con las huestes conservadoras que habían adquirido en todo el país grandes ventajas en aquellos días, debían estar disgustados con las fuerzas de Coronado que no habían continuado la marcha que estaba convenida, no obstante haberles mandado para expeditarla a la brigada Rojas.

La situación por lo mismo siguió siendo muy comprometida.

Lozada supo que había muerto Coronado; reunió luego a los comandantes y les dijo lleno de feroz alegría:

—Ahora es tiempo de almorzárnoslos.

—¿Hemos de atacar todos a un tiempo? —le preguntó Rosales.

—Todos a un tiempo.

—Mi coronel —le dijo Nava—, dejaremos una reserva.

—¿Y para qué es la reserva?

—Para proteger la retirada.

—Nosotros no vamos a retirarnos, sino a entrar.

—Pues entonces haga su mercé lo que guste.

Y su mercé mandó que cada comandante se pusiera a la cabeza de trescientos o cuatrocientos hombres y que todos a la vez se metieran por las calles que más les gustaran.

El ataque del día 4 por lo mismo fue brutal pero desordenado, y ese desorden salvó a los de la plaza que pudieron hacer un blanco seguro en los pelotones que desembocaron por las calles a pecho descubierto.

Éstas quedaron sembradas de cadáveres.

Un jefe inteligente hubiera hecho una salida sobre aquellas masas que se retiraban atropelladamente como habían entrado, pero Cordero no tenía tamaños de primer jefe, estaba acobardado y lo único que estudiaba era la forma de salvar el pellejo. Ésta se le presentó proponiendo por sí y ante sí una capitulación que Lozada aceptó gustoso porque ya estaba su gente volviéndose en grandes grupos a la sierra; pero aprovechándose de las circunstancias dictó sus condiciones.

Se permitiría a Cordero llevar sólo una escolta de cincuenta hombres. Todos los demás quedarían como prisioneros de guerra, esto es, como víctimas para el matadero.

En cambio, podían seguir al jefe capitulado las familias que quisieran, y muchas fueron las que lo siguieron.

Las armas, pertrechos y bagajes serían recibidos por una comisión que bajaría del cerro del San Juan.

Todo fue aceptado por Cordero, que lo que quería era salir cuanto antes de aquella ratonera, y después de la entrega acordada hizo su salida en medio de la gritería de los indios que hacían su entrada tirando los sombreros al aire y regocijándose ya con el atracón de sangre y de saqueo que iban a darse.

Cordero, que lo que quería era salvar la vida, ni esto consiguió, porque llegando a Sinaloa, lo mandó fusilar don Plácido Vega en castigo de su desgraciada capitulación, en tanto que los lozadeños se entregaban en Tepic al pillaje, que era de rigor, sacando de las casas, después de ser robadas, a los que en ellas se habían escondido huyendo de la muerte.

Lozada, por su parte, después de haber escogido para sí los mejores caballos, las mejores armas, los equipajes, las alhajas y el dinero, escogió también doscientos y tantos prisioneros que mandó bien escoltados para San Luis, que era en donde celebraba sus pacíficas carnicerías.

Dejó a sus amigos Cadena y Rivas la encomienda de establecer las autoridades, y él se fue al día siguiente a presenciar las atrocidades que debían cometerse con sus víctimas. Para economizar pólvora, mandó degollarlas, y sus miembros fueron arrojados a la gran fosa que había mandado hacer para reunir en ella a sus enemigos.

VII. Los triunfos de Lozada

Hemos dejado a Práxedis Núñez despidiéndose de su Lola en los momentos de salir milagrosamente de la cárcel en donde estaba encapillado para morir al siguiente día. A esa joven debió la vida, y reconociéndolo así él, hubiera querido llevársela consigo, pero ella le dijo:

—Vete pronto, pronto: después me buscarás o yo te buscaré.

Práxedis montó en uno de los caballos que se le tenían dispuestos, en otro montó Lucifer, el soldado; Navarro ya estaba montado lo mismo que el mozo que había tenido los caballos de la brida. Navarro dijo luego:

—No hay que paramos, o nos hacen una descarga.

—No hay quién —replicó Lucifer—, todos están durmiendo.

No obstante esa seguridad, Práxedis se puso al frente de la pequeña caravana, y salieron los cuatro de Tepic sin que nadie los molestara.

Por la mañana no se hablaba de otra cosa en la población sino de la atrevida fuga del bandido, que de seguro iba a seguir cometiendo sus travesuras de costumbre.

La autoridad, que fue la última que supo lo que había pasado, mandó que se le siguiera a eso de las ocho de la mañana, cuando el prófugo estaba a diez leguas de distancia.

De la misma manera, la noticia de la milagrosa fuga de Práxedis Núñez se difundió por toda la Sierra sorprendiendo más que a nadie a Galván que ya contaba con tener aquel enemigo menos, que no era nada despreciable. Sin embargo, estaba al lado de Lozada, contaba con su apoyo, aun le había hecho compadre suyo y de pronto nada podía temer de aquel que debía sentirse contra él sediento de venganza.

El primer pensamiento de Práxedis tan pronto como estuvo en la Sierra fuera de toda persecución que le pudieran hacer las autoridades de Tepic, fue dirigirse a San Luis, en donde estaba a la sazón Lozada, pero luego que estuvo cerca adquirió la noticia de que se encontraba allí también Ramón Galván con mando de fuerza, y entonces desistió de tal pensamiento, enviando a Navarro para que participara en su nombre a don Manuel que se encontraba libre y que estaba a sus órdenes.

Navarro pasó muchos trabajos para poderse acercar a don Manuel, que ya entonces comenzaba a hacerse algo invisible, aun para los mismos suyos, lleno de desconfianzas, como vivía perpetuamente, cuyas desconfianzas se traducían por miedo a los envidiosos, a los que apetecieran apoderarse de su fortuna y a sus enemigos; pero al fin logró ser recibido y le dijo:

—Vengo de parte de Práxedis.

—¿De manera que es cierto que se escapó de la cárcel?

—Sí, mi coronel, en la noche víspera del día en que iba a ser fusilado.

—¿Y cómo estuvo eso?

Navarro le contó algunos pormenores.

—Me alegro, hombre, dile que me alegro mucho. Y ¿ahora qué piensa hacer?

—Quería venir a prestar sus servicios con su mercé, pero supo que aquí estaba Galván y pensó que no podían parar en bien.

—¿De modo que siguen siendo enemigos?

—Ahora más que nunca, porque además de que Galván intentó robarle a su novia, fue quien lo denunció para que lo cogieran.

—Galván dice que no es cierto.

—A Práxedis se lo dijo luego luego el oficial que lo aprehendió y lo mismo se lo volvieron a repetir los jueces.

—Yo tengo que componer eso —murmuró Lozada—, porque no me gusta que haya pleitos entre los amigos.

Después de reflexionar un poco, agregó:

—Dile a Práxedis que está bien; que no se quede por ahora ni en Atonalisco, ni por aquí cerca, hasta que lo llame.

—Está bien, mi coronel. ¿Y puedo asegurarle también que su mercé sigue siendo su amigo y que cuenta con su protección?

—Sí, sí, me gusta mucho Práxedis, y siento que esté enemistado con Galván, pero ya acabará eso. Dile que queda libre para sostenerse como pueda mientras viene al servicio de las armas.

Navarro se fue, encontró a Núñez en el fondo de una barranca por donde corre el río de Alica en aquel lugar, y le dijo el resultado de su misión. Práxedis lo oyó cabizbajo, y sólo dijo:

—Galván ha de conseguir hacerle mala sangre contra mí. Vámonos, pues, adonde podamos estar con seguridad.

Y se fue hasta la sierra de las Palomas, distante doce leguas de San Luis; allí organizó una gavilla de quince hombres de a pie, con la cual hizo correrías hasta cerca de Bolaños, dominando todos los caminos que están bajo la parte oriental de las cordilleras, en los cuales desvalijó a los pasajeros, cayendo de cuando en cuando a los ranchos, hasta reponer en más del triple su deteriorada fortuna, en dos años de campaña vandálica.

Dejemos ahora al buen bandido Núñez en su lucrativo ejercicio, que no hubiera sido tan malo, si no lo hubiera acompañado con la sangre de cincuenta víctimas inocentes que sacrificó en esos dos años, según sus biógrafos, y volvamos a Lozada, que después de su permanencia en Tepic, en donde recibió las calurosas felicitaciones que desde Guadalajara le envió Márquez por su victoria, recomendándole que atendiera a la mejor organización de sus fuerzas para que pudiera acudir con ellas a llenarlas de laureles en el interior y otras cosas que el caudillo de Alica no comprendió muy bien, salió con tres mil hombres mal vestidos pero bien armados, llevando artillería y abundancia de pertrechos de guerra.

¿Adónde iba el coronel-bandido con aquellos grandes trenes, que sin haberlo pensado jamás se le habían venido a las manos? Pues iba nada menos que a conquistar Sinaloa, para cuya gran hazaña le habían estado animando vivamente, tanto Márquez que todavía no era arrebatado por Miramón de Guadalajara, como sus parciales, o más bien puede decirse sus subalternos Rivas y Cadena, que estaban a su lado viendo seguramente el provecho que podía quedarles con aquel formidable apoyo.

Lozada era sin duda el jefe de todas las hordas salvajes, pero aquellos, como más civilizados le servían de consejeros, y siempre que se ofrecía tomaban parte en los combates aunque figurando en escala secundaria, pues el que estaba gozando de nombre y de prestigio en el partido clerical, era El Tigre de Alica, como lo llamaban ya en esas fechas los boletines de los revolucionarios.

Emprendió la marcha aquel abigarrado ejército en los primeros días del año de 60 y se detuvo unos días en Santiago Ixcuintla, proveyéndose de víveres y haciendo otros preparativos.

Lozada, con sus instintos naturales de bandido, mostraba grandes recelos al separarse de sus madrigueras, que por primera vez abandonaba para recorrer una gran distancia, y en cada legua que hacía de camino oponía alguna resistencia.

—Mejor es esperarlos acá —decía a Rivas y Cadena—, ellos vendrán y los batiremos en terreno conocido.

—No, no —insistía Cadena, secundado por Rivas—, son los momentos de aprovechar los triunfos que hemos obtenido. Es necesario que no les demos reposo como ellos hacen cuando triunfan.

Y siguieron su marcha, aunque muy lentamente, de tal modo que se les pasó el resto de enero antes de llegar a Acaponeta, faltándoles sólo tres leguas para estar en el límite del Cantón.

Lozada comprendió que el menor revés haría que todos sus indios se volvieran desbandados para la sierra y se rehusaba a seguir adelante, cuando una circunstancia vino a decidirlo en pro del proyecto de invadir Sinaloa.

Había retrocedido Lozada dos leguas de Acaponeta al saber que los constitucionalistas avanzaban, cuando uno de sus exploradores vino a decirle que había entrado allí un fuerza de poco más de doscientos hombres y que todavía el resto de la columna al mando de Corona y Rosales venía demasiado lejos, por lo que convino y con razón, en que se le ofrecía oportunidad de adquirir un fácil triunfo y de batir al enemigo en detalle.

Entonces ya no vaciló y mandó que mil hombres rodearan la posición yendo a cortar la retirada más adelante al enemigo, saliendo él con los dos mil hombres restantes a las dos de la mañana.

Cuando amaneció ya estaba encima del capitán Guerrero que con algo más de doscientos hombres ocupaba descuidadamente la población.

El capitán Guerrero era valiente e hizo una vigorosa resistencia, pero en dos horas de un porfiado ataque tuvo que ceder al número quedando destruido completamente. Los pocos que pudieron escapar de la plaza cayeron en poder de la fuerza que había ido a cortar la retirada pereciendo todos acuchillados por los lozadeños.

Entonces don Manuel ya no vaciló más y dio la orden de que se prosiguiera la marcha precipitadamente para ir a sorprender a Ramón Corona y Antonio Rosales que venían por el mismo camino con una fuerza reducida, a lo más de unos 600 hombres.

Corona, luego que supo que tenían encima al enemigo en número cinco veces superior al de los soldados que ellos contaban, propuso la retirada, que tal vez habría sido más conveniente; pero Rosales que era poseedor de un valor temerario, dijo con tono resuelto que si Corona lo abandonaba él esperaría a las chusmas de Lozada, con sus 300 hombres, tomando desde luego sus medidas para defenderse en Escuinapa, población perteneciente ya al Estado de Sinaloa que era el punto en que ambos coroneles se encontraban y entonces Corona tuvo que ceder ante aquel empeño, pero con repugnancia.

La actitud resuelta de aquel puñado de hombres, sobre todo por encontrarse en terreno que absolutamente no conocía, impuso un poco a Lozada y dijo a Rivas y a Cadena:

—Cuando estos quieren resistir aquí, es porque cuentan con que les puede venir algún auxilio.

—No les puede venir ninguno —exclamó Rivas—, desde aquí a Mazatlán, yo lo sé bien, no hay ninguna fuerza de liberales.

—¡Están perdidos! —dijo por su parte Cadena—, y en todo caso podemos mandar nuestra caballería a inspeccionar el terreno mientras atacamos y siempre tendremos tiempo para retirarnos.

Entonces Lozada dio sus órdenes para que se emprendiera el ataque. Esto pasaba el día 7 de febrero de 1860.

Pero los de Escuinapa juzgaron más conveniente salirse de la población, tanto por no exponer ésta al saqueo, como para estar más expeditos en sus movimientos, sobre todo, sabiendo que una fuerza de caballería se había desprendido para ir a cortarles la comunicación con el Rosario, y entonces escogieron para librar el combate la llanura que tenían a su derecha, desde donde podrían en caso necesario, emprender ordenadamente la retirada.

Era la primera batalla campal que se le ofrecía a Lozada y no dejó de considerarse atrojado, por lo que ocurrió al general Cadena diciéndole:

—Y ahora, ¿qué hacemos?

—Pues ahora los atacamos —le contestó el consejero.

Y como ni él ni Rivas tenían los suficientes conocimientos militares para ordenar una batalla, ni menos con aquella clase de gente, convinieron en dividirla en tres trozos, de manera que Lozada atacara por el centro con el mayor número y ellos por los flancos, formando una especie de media luna con los pelotones para envolver al enemigo.

Los lozadeños, contra lo que sus jefes se esperaban, supieron pelear con arrojo en campo raso, lanzándose con ímpetu sobre el poco bulto que presentaban los constitucionalistas. Éstos, sin amedrentarse, viéndose rodeados por tres mil hombres que les despachaban una granizada de balas, resistieron el empuje a pie firme, primero contestando el fuego que se les hacía en línea, y después cuando ya estaban más acosados, en cuadro impenetrable, recibiendo a los asaltantes con la bayoneta calada.

Los lozadeños se vieron precisados a retroceder sufriendo un fuego graneado por la espalda. Lozada, lo mismo que todos sus oficiales a porfía, evitaron con grandes esfuerzos que se desbandaran, pero mientras los organizaban como podían par dar una segunda carga, Rosales y Corona empezaron a retirarse con toda calma rechazando con vigor todos los ataques que se les libraron mientras duró la luz del día.

Sufrieron la pérdida de la avanzada que mandaba el capitán Guerrero y ellos en su pequeña tropa tuvieron algunas bajas de oficiales y tropa, pero no fueron derrotados, que, al serlo, no hubiera quedado uno solo para referirlo. De todas maneras, Lozada ya aleccionado tan bien en la materia, dio un parte diciendo que había alcanzado un triunfo espléndido sobre los bandidos liberales acaudillados por los fascinerosos cabecillas Corona y Rosales.

VIII. Incidentes

Después de la acción llamada de Escuinapa, los lozadeños se desquitaron de la falta de botín entrando a la población para tomarse todo lo que encontraran contra la voluntad de sus dueños, aunque usando de una moderación relativa, porque don Manuel tenía cierto escrúpulo por tratarse de otros dominios que no eran los suyos, pues le parecía en su fuero interno que sólo estaba investido de facultades para disponer de cuanto se encontrara dentro de su comandancia que estaba circunscrita al Cantón de Tepic.

Veremos luego que la moderación de que quería dar muestras la quebrantó más tarde.

Después de haber visto los tres jefes principales de las hordas de la sierra que sólo seiscientos soldados habían contenido el ímpetu de sus tres mil hombres, convinieron en que era empresa ardua, mientras no tuvieran mejor disciplina y fueran en mayor número, hacer la conquista de Sinaloa por entonces, y resolvieron no seguir adelante, y antes bien se prepararon para contramarchar luego que tuvieron la noticia de que Ogazón había entrado a Colima y que desde allí había destacado al coronel Rojas con una brigada en persecución del general Calatayud que había tomado el rumbo de Autlan, sin duda con la mira de refugiarse en Tepic con los pocos elementos que le quedaban.

Tal noticia se siguió propagando y no tardaron en recibir un correo especial que se la confirmaba.

Pero Lozada quiso vengarse de aquel fracaso de los suyos, aunque fuera en las personas pacíficas de Escuinapa, mandando que éstas le entregaran una suma en efectivo y algunos efectos.

Los vecinos principales se habían salido con anticipación y los que quedaban procuraron ponerse en salvo, así es que no quedaron más que las mujeres, los ancianos y los niños. Escogió quince de estos y se los llevó pie a tierra entre las chusmas.

Naturalmente los padres y hermanos de las víctimas tuvieron que apresurarse a ir a rescatarlas desoyendo las súplicas de la población que en masa se oponía, asegurándoles que iban a exponerse a una muerte segura; pero ¿podían abandonar en poder de aquella fiera a sus padres, esposas e hijos? Además, siempre tenían alguna esperanza, aunque muy remota, de poder salir con bien de aquel sacrificio. Salieron pues de allí unos veinte hombres cargados de dádivas para tratar por ese medio de ablandar al jefe de la sierra.

¡Vano intento! Lozada luego que los vio dijo:

—Ya sabía yo que ellos solitos habían de venir.

Luego con voz seca agregó:

—Quítenles todo lo que traigan y póngalos presos.

¿Quería decir aquello que las familias enteras iban a ser sacrificadas? Bien podía ser, pero en todo caso estaban ya todos juntos y se daban ánimo unos a otros poniendo en Dios su última esperanza. Cuando estuvo Lozada cerca de Tepic torció para San Luis llevándose mil hombres, disponiendo que el resto quedara de guarnición y que se le llamara luego que se tuvieran noticias ciertas del avance de los liberales. Con él se fueron también para la sierra los treinta y cinco presos, de los cuales no se volvió a tener jamás ninguna noticia. ¿Qué había hecho con ellos?

Por ese tiempo se esparció un siniestro rumor en los alrededores. Se dijo que en el interior de la sierra existía un abismo sin fondo, una caverna profunda, desde cuya cima se habían arrojado peñascos sin que llegara a oírse la caída, que estrecha arriba iba ensanchándose en medio de la más profunda oscuridad, yendo a comunicarse con barrancas insondables; se agregaba que una infinidad de personas que habían desaparecido, allí habían ido a dar, y que uno de los festejos que se daba a sí mismo Lozada era el de ocuparse en mandar vendar a las víctimas y arrojarlas él mismo al foso empujándolos con el cabo de una lanza.

Esto pudo ser una conseja porque no ha habido después, que tantas personas han podido recorrer la sierra en los últimos veinte años, quien dé noticia de tal abismo, aunque hay otros muchos por donde si se despeñara a una persona no se volvería a encontrar de ella ni el polvo. Lo cierto fue que durante los treinta años en que Lozada dominó allí como señor absoluto se vio llevar a la sierra a muchas personas que nunca volvieron y testigos presenciales afirman que llegaba la crueldad de aquel monstruo hasta mandar despellejar a los prisioneros, arrancarles las cabelleras y los ojos y causarles mil géneros de mutilaciones. Con quienes más se ensañaba y a quienes castigaba con tormentos atroces, para los cuales tenía prodigiosa inventiva, era para los que se le delataban como espías y se aprehendía como correos o comisionados del enemigo. Estos generalmente morían a su vista mandándolos mutilar miembro por miembro.

En aquel entonces eran Galván y Rosales los jefes en quienes Lozada tenía mayor confianza, los había hecho tenientes coroneles, y eran en realidad los que mandaban las fuerzas que habían marchado para Tepic. A ellos les había dicho aquel al separarse:

—Si ven algo que no convenga, se vienen para la sierra y dejan solos a García de la Cadena y a Rivas.

Por lo que se ve, si éstos tenían influencia en el ánimo de Lozada, era bajo ciertos respectos, porque confiaba del todo más en los suyos, en los que eran de su terreno y de su raza.

Al saber Núñez que se había andado últimamente con su gavilla casi a un vista de la columna lozadeña, que Galván marchaba para Tepic, tembló por Dolores, que ya ni allí podría tener ninguna seguridad.

—¿Qué haremos con tu hermana? —dijo a Navarro.

—Si quieres iré a traértela y te casas con ella para que se le quiten a Galván todas las tentaciones.

—Ahora no se puede todavía: ni hay un pueblo en que podamos hacer tranquilamente los festejos del matrimonio, ni tengo el dinero que deseo darle, ni la suficiente confianza en el coronel a quien quiero convidar de padrino.

—Pues Galván no dejará de buscarla y si la encuentra…

Práxedis cambió de color, apretó los dientes con rabia y dijo con voz ronca:

—Sería capaz de irlo a matar entre los mismos suyos.

—Dispon lo que te parezca, hermano —le dijo Domingo estrechándole la mano para calmarlo—, yo lo que hago es seguirte.

—Tú lo has dicho: vamos allá.

—¿A Tepic?

—Allá mismo, pues ¿en qué lugar es donde hago falta si no es donde está Dolores en peligro?

—¿No sería mejor que la escribieras diciéndole que se viniera?

—¿Y si no se viene?… ¿y si la ven?… ¿y si la carta llega tarde?… ¿pero crees tú, agregó con desesperación, que yo podré vivir con esas ansias?…¡En marcha! ¡En marcha!

El soldado Lucifer que andaba siempre con Práxedis y que le había servido mucho enseñándole sus pocos conocimientos militares en orden a la disciplina, dijo que él tenía miedo de volver a Tepic.

—Pero si ya no mandan allí las gentes que mandaban antes.

—Allí me conocen mucho, y siempre puede haber quien les diga a los que mandan ahora que me fusilen y… yo siempre no voy.

Entonces se convino en que se volviera parte de la gavilla a Palomas y que Práxedis con Navarro y otros tres de los que mejor sabían montar a caballo se dirigieran a Tepic, procurando entrar aquella noche. Al fin entre tantas gentes como iban y venían de la sierra pasarían inadvertidos.

En efecto, los destacamentos de observación se habían colocado hasta San Leonel por el camino de Guadalajara y las diversas veredas que comunicaban con la sierra estaban completamente expeditas, así es que lo único que hicieron fue inclinarse un poco a la derecha en sentido paralelo al camino de San Blas. De este modo entraron a las nueve de la noche sin que nadie fijara en ellos la atención: bien podían ser unos de tantos bandidos que entraban en Tepic y salían como Pedro por su casa.

Los cinco hombres llegaron a la casa que ocupaban la familia de Domingo Navarro, pues Práxedis había dicho:

—Es necesario no separarnos para que salgamos juntos defendiéndonos si nos atacan.

Tocaron a la puerta que no se abrió sino después de muchas precauciones, y cuando conocieron los de adentro la voz de Domingo.

—¡Virgen Santísima! —exclamó Lola—. ¿Ustedes aquí?

—Sí —dijo Práxedis—, ya no puedo estar con tranquilidad en ninguna parte sabiendo que tú corres peligro.

—Ya fuimos mi madre y yo a ver a don Carlos y a don Andrés y nos ofrecieron que se nos respetaría; pero como pudiera no ser, tengo esta pistola para defenderme y este puñal para matarme en el último caso.

Enseñó las dos armas que llevaba escondidas.

Práxedis no pudo menos que abrazarla conmovido y por cierto que era lo único que podía conmover a tan feroz bandolero.

—Ahora —dijo Práxedis—, como debes considerar, no podemos amanecer aquí mañana y tenemos que volver a salir de Tepic esta misma noche.

—Podrían estar ocultos aquí todo el día.

—Alguien puede haber visto que entramos y avisarle a Galván.

—No lo creas: Galván ha de estar a estas horas jugando y emborrachándose.

—¿No sabe, pues, dónde vives?

—Creo que todavía no, si es que no se lo ha dicho Rosales.

—Rosales se lo dijo ya, no te quepa duda.

—En ese caso también le habrá dicho que no se pare por aquí, según lo ofrecido.

—Galván no obedece a nadie y menos a Rosales.

—En ese caso, dispon lo que tú quieras.

—Me parece que lo mejor es que te vengas con nosotros.

—¿Y adónde?

—A tu casa de Atonalisco: yo estaré mientras cuidándote sin apartarme mucho de los alrededores. Sólo viéndote allí estaré tranquilo.

—¿Y no sería mejor que nos esperaras en el camino para no salir todos juntos?

—En el camino esperaremos mañana a tu madre y a tu hermanito, pero ahora tú te vas con nosotros.

—Como quieras, Práxedis, yo no tengo más voluntad que la tuya.

Sonaron en esto tres golpes a la puerta.

—No se muevan —exclamó Dolores—, yo voy a ver quién es.

Práxedis y los suyos echaron mano a las pistolas.

Lola se asomó por la ventanita que estaba resguardada por una reja de fierro. Vio a un hombre solo en la puerta, y pudo reconocer a Galván.

—¿Qué se ofrece? —preguntó con voz entera.

—¿Eres Dolores Navarro?

—Soy la misma.

—Pues ábreme la puerta.

—No puedo.

—Ya dizque me ordenaron que no me metiera contigo, porque fuiste a quejarte; pero yo vengo a decirte que si no te sales conmigo, te mato.

—Tengo mi novio: Práxedis se va a casar conmigo, de modo que lo que puede usted hacer es dejarme en paz.

—Voto a … —exclamó Galván dirigiéndose a la ventana.

—No se acerque porque tengo con qué defenderme —dijo Dolores, enseñándole el cañón de su pistola.

—Ya verás si puedes defenderte ahora que vuelva con mis soldados.

Galván se alejó tambaleándose a la vez que Práxedis abría la puerta para lanzarse sobre él pistola en mano.

Navarro y los otros lo abrazaron conteniéndolo:

—¿No ves que nos comprometes a todos?

Por más pronto que quiso alistarse Dolores no pudo tardar menos de media hora, sobre todo, habiendo obligado a sus huéspedes a cenar alguna cosa.

Cuando salía la caravana, Galván desembocó en la esquina con seis hombres.

—¿Quién vive? —gritó, dirigiéndose tranquilamente al grupo montado.

—Práxedis Núñez —contestó éste disparándole un tiro de su pistola e iniciando a la vez la retirada al galope.

La bala le tiró el sombrero a Galván, rozándole los cabellos.

Cuando éste y los suyos que estaban a pie, salieron de su sorpresa y les dispararon en medio de la oscuridad, aquéllos ya iban lejos.

Este incidente no llamó mucho la atención porque todas las noches había tiros en las calles de Tepic.

IX. Combates

Había acontecido según antes hemos reseñado, que el general Ogazón tomó la plaza de Colima derrotando a las fuerzas reaccionarias, y destacó desde allí al coronel Rojas, que era uno de sus jefes predilectos, para que con una fuerte sección de caballería tratara de impedir que el general Calatayud con los restos salvados de la ciudad ocupada entrara a Guadalajara, operación que practicó aquél haciendo que el grupo conservador fuera a buscar un refugio en Tepic. Como Rojas en los asuntos de la guerra hacía de ordinario más bien lo que quería que lo que se le mandaba y como tenía cuentas pendientes con Lozada y demás cabecillas de la Sierra de Alica con quienes había medido muchas veces sus armas, prefirió pasarse de largo con pretexto de la persecución de Calatayud, a quedarse en los puntos que se le habían designado para desarrollar maniobras militares, por lo que en Tepic se difundió la alarma consiguiente, creyéndose que era un ejército el que se aproximaba procedente de Colima, y no unos 600 hombres de caballería que eran los que aquel guerrillero llevaba, aunque eso sí, bien armados y municionados.

Lozada, que tuvo oportunamente aviso de que se aproximaba aquel, que entre todos sus enemigos era el que más deseaba aniquilar, salió inmediatamente de sus madrigueras y con su natural perspicacia arregló un plan de combate que, según creía, iba a asegurarle el éxito más completo sobre Rojas. Por supuesto que pronto se supo que no era un ejército temible el que se aproximaba, sino una simple partida más o menos numerosa de pura caballería, mandada por Rojas, a la cual se consideraba lo más fácil vencer una vez que habían sentido antes el empuje de las armas lozadeñas jefes de tanto mérito y prestigio como Valenzuela y Coronado, así como habían tomado la huida ante ellas Rosales y Corona. ¿Qué valía ahora el guerrillero Rojas ante las fogueadas y victoriosas huestes de la Sierra de Alica, que contaban ya con doce tenientes coroneles, cincuenta capitanes y una infinidad de oficiales y sargentos, con diez y seis piezas de artillería, cuatro mil fusiles y pertrechos bastantes para estar combatiendo seis meses seguidos? En dos veces anteriores, seguramente, ese mismo Rojas había penetrado a la sierra con sus guerrillas, había obligado a huir a los lozadeños, había hecho rehusar a Lozada en persona un combate singular o una batalla a campo raso en el punto que él eligiera; pero también seguramente en esta ocasión aquellos seiscientos guerrilleros iban a ser envueltos y destrozados, sin que quedara uno solo que pudiera llevar la noticia de la feroz derrota que se les esperaba, por lo mismo que habían cambiado las circunstancias.

Esto había manifestado don Manuel muy gozoso a sus capitanes, y el mismo día que salió con mil quinientos hombres a poner la emboscada, dijo a sus oficiales delante de la tropa, para que lo fueran repitiendo a cada soldado:

—Mi propósito ahora es acabar con Rojas y con todos los suyos, vengando la sangre de los nuestros que ha derramado. Espero que todos obedezcan mis órdenes ciegamente y aquel que no lo haga o que retroceda delante del enemigo será en el acto castigado con la pena de muerte, y si no se pudiera ejecutar desde luego, se le tendrá presente para formarle consejo de guerra y fusilarlo después. Los que trae Rojas son pocos y muy inferiores soldados a los de Coronado y Valenzuela que supimos vencer en igual combate. Ahora nosotros somos tres por cada uno de los que vienen con Rojas que no son más que quinientos o seiscientos, con los caballos cansados y sin artillería, de manera que espero que los acabemos a todos, sin darle cuartel a nadie: quiero que ni a uno sólo se le perdone la vida y antes bien que todo aquel que encuentre un herido lo acabe de rematar de mi orden. Al que mate a Rojas le doy de premio cien pesos y mi pistola con guarniciones de plata.

Por supuesto que Lozada no necesitaba hacer a su gente esa clase de recomendaciones, sabiendo todos que con los vencidos no se usaba nunca la misericordia.

Después de tomar las precauciones de mandar gente que cuidara los caminos para que no dejaran pasar a nadie que pudiera avisar de su movimiento, marchó con su gente a situarse en un punto ventajoso llamado la Cumbre, en el camino que traía Rojas y por donde indispensablemente tenía que pasar. No había que hacer otra cosa sino dejarle subir la cuesta, vencida la cual tenía que llegar la caballada destroncada, y una vez en el terreno escabroso donde le sería imposible maniobrar, se precipitarían las columnas atacándolo por los flancos y por la retaguardia, empujándolo para las barrancas en donde estaba la principal emboscada con los cañones. De allí ya no saldría ninguno. El plan era tan sencillo como inevitable.

Lozada no contaba sin embargo con la huéspeda, esto es, no contaba con que tenía que habérselas con un hombre infinitamente perspicaz y que venía marchando con toda clase de precauciones desde que sabía que pisaba un terreno en donde hormigueaban los enemigos arteros, cobardes y por lo mismo muy hechos a aprevecharse de las ventajas del número y de terreno y que no se mostraban, sino en el caso de considerarse con gran superioridad. Así es que aunque hiciera sus marchas más lentas, no daba un paso sin que sus exploradores fueran haciendo minuciosos reconocimientos. Antes de subir las cuestas daba reposo a los caballos y luego hacía que los soldados los llevaran de la brida para contar con ellos en cualquier momento. En los lugares montuosos cincuenta hombres de a pie de descubierta iban registrando todos los escondrijos, y tales exploradores iban dirigidos por gente lista y conocedora del terreno. Por lo que, como buenos sabuesos, antes de que ellos mismos fueran advertidos por los lozadeños, pudieron dar aviso oportuno de que el enemigo estaba posesionado de la Cumbre. Sus ojos, su oído, su olfato, todos sus sentidos sabían ponerlos en juego para descubrir el peligro y nunca ni en esta vez se habían equivocado.

Hizo alto Rojas resguardándose tras los recodos del camino, mandando que por secciones se diera un pienso a los caballos y que la descubierta se quedara pecho a tierra sobre el mismo camino, con orden de dejar acercar al enemigo, si avanzaba, hasta poderle hacer una descarga a quemarropa. Él estaría vigilante para acudir en el momento preciso.

Sucedió lo que Rojas había previsto: que ya habían descubierto la llegada de su columna desde algún punto dominante, que habían extrañado su tardanza, que se les creyera descuidados y que quisieran aprovechar el momento de atacarlos allí mismo dándoles una sorpresa.

Lozada, impaciente y deseoso de ver él mismo la posición que ocupaba Rojas, se adelantó con la vanguardia, ésta recibió la descarga a quemarropa, casi al mismo tiempo apareció Rojas con sus galeanos, y los lozadeños se pusieron en fuga, habiendo sido los sorprendidos, no tanto por la descarga y la súbita aparición del enemigo, como porque vieron caer a Lozada y a otros jefes que le acompañaban, también montados, a los cuales les mataron los caballos.

En grandes apuros se vio don Manuel y a no ser porque sabía andar mejor a pie que a caballo y a que conocía el terreno como a sus manos, pudo escapar de que lo lancearan, salvándose con mejor suerte que otros muchos que fueron alcanzados, probando con las espaldas el hierro de sus vencedores.

Lozada no pudo reunir, sino hasta en Tepic sus dispersos, y como prontamente volvió a completar allí dos mil hombres, dijo a sus capitanes lleno de la mayor confianza:

—Vamos dejando entrar a Rojas a Tepic, y aquí lo acabaremos.

Pero Rojas, viendo que se le dejaba la plaza sola se pasó de largo, diciendo a la vez a los suyos:

—Lozada quiere que nos encerremos en Tepic, pero ya ocuparemos esta plaza cuando lleguen las tropas que deben venir de Sinaloa. Me ha escrito don Plácido Vega que vienen en marcha dos mil hombres.

Y entonces continuó adelante posesionándose de un punto ventajoso llamado Barranca Blanca luego que advirtió que era seguido por el enemigo. Esto pasaba el 15 de abril de 1860. Al día siguiente se presentaron las turbas de Lozada y en esta vez se les vio llegar dando gritos amenazadores y como resueltos a morir o a vencer.

Estaban pues frente a frente los dos bandidos más famosos y los enemigos más terribles y más dispuestos a hacerse añicos. Lozada contaba indudablemente con más número de fuerzas y con mejores elementos de guerra, pero los soldados de Rojas habían probado su valor en cien combates y a más de ser aguerridos les unía el peligro común sabiendo que pisaban un terreno lleno de enemigos en donde el menor desbandamiento costaría la vida a todos, y estaban por lo mismo compactos y resueltos.

Las instrucciones de Rojas por consiguiente se limitaron a recomendarles que no dispararan sino cuando los tuvieran muy cerca, seguro de que una vez conteniendo a los lozadeños en su primer impulso, que siempre era terrible, la derrota se seguiría inmediatamente.

Rojas mandó que cuatrocientos hombres echaran pie a tierra y se parapetaran en las peñas; los cuatrocientos caballos fueron encadenados y echados a la retaguardia, cubiertos con los paredones. Doscientos hombres quedaron montados para flanquear al enemigo en el momento oportuno.

Los lozadeños, dando aullidos feroces, se precipitaron en masa sobre las posiciones de Rojas, haciendo un estrépito infernal con sus armas y con su vocería. Los rojeños los dejaron aproximarse y cuando estuvieron a cincuenta varas les hicieron un fuego escalonado y sostenido, que les hizo muchísimas bajas, pero eran muchos y casi no las advirtieron, hasta encontrarse más cerca y verse acribillados por todos lados a la vez que los doscientos galeanos, mandados por el mismo Rojas, salieron por la derecha y empezaron a hacerles por su flanco izquierdo una carnicería espantosa. Lozada peleaba a pie en calzón blanco, se encontró con Rojas, y éste sin conocerlo le dio una lanzada que le echó a tierra, costando muchos trabajos a los suyos llevárselo en brazos.

Esto bastó para que se pusieran en fuga con todo y sus capitanes, dándoseles todavía un alcance de más de dos leguas. Ni Rojas, ni los suyos supieron, sino mucho después, que Lozada había sido herido.

Con semejante escarmiento, Lozada tuvo que volverse a sus madrigueras para curarse, y Rojas pudo continuar su marcha más tranquilo, seguro de que lo dejarían en paz por algunas semanas mientras llegaban las fuerzas de Sinaloa para continuar la campaña en toda forma sobre la Sierra de Alica.

Aquí debemos hacer notar que si Rojas cometió la temeridad de meterse con seiscientos hombres entre un enemigo ocho veces superior, fue porque contaba seguramente con tropas de Sinaloa que había ofrecido enviar don Plácido Vega, y las cuales en dos buques estuvieron en San Blas sin que llegaran a desembarcar, mientras Rojas estuvo a punto de ser despedazado.

Rojas ignorando que Lozada hubiera sido herido en algunos de los reñidos combates que a tarde y mañana se libraron en Barranca Blanca, temió que con nuevas tropas volviera a la carga, y en la imposibilidad de incorporarse a las tropas de Jalisco con el reducido número de caballería con que contaba, siguió para Santiago Ixcuintla, y despachó como tres correos, urgiendo a don Plácido Vega para que mandase las fuerzas que había ofrecido para el sitio de Guadalajara.

El caudillo de Sinaloa, siempre lento en sus movimientos, contestó que iban en marcha ya, pero no se movieron de Mazatlán sino hasta el 21 de abril, seis días después de aquel en que Rojas tanto las había necesitado.

En principios de junio supo Rojas que se estaba organizando una nueva expedición en Tepic para atacarlo con tres mil hombres de infantería, caballería y artillería, pero supo a la vez que Márquez de León avanzaba también por el Rosario con la vanguardia del ejército de Sinaloa que se había de componer de unos cuatro mil hombres. Entonces vio el cielo abierto, pues que solo o acompañado ya podía batirse teniendo una retirada segura.

El que se presentó a la vista el 9 de mayo fue el general Calatayud con sus restos de Colima y con más de mil hombres que le había mandado facilitar Lozada guiados por sus mejores jefes. Rojas lo esperó a pie firme en Santiago, dando frecuentes avisos a Márquez de León para que apresurara sus marchas. Éste ya venía cerca y se presentó en acción cuando Rojas había rechazado dos veces a Calatayud con todos sus lozadeños que habían atacado denodadamente, con ansias de vengar la derrota anterior en que se había derramado la sangre de su mismo jefe, que estaba, a la sazón, curándose de una lanzada según dijimos, en su casa de San Luis.

Con el auxilio de las tropas de Sinaloa, Rojas que se encontraba ya a punto de retirarse, porque los ataques se volvían más porfiados a cada momento, obtuvo una victoria fácil lanceando a más de doscientos hombres del enemigo que quedaron en el campo entre los cuales se contaron sesenta jefes y oficiales. Se dijo entonces que el mismo Calatayud se había volado la tapa de los sesos por no caer en poder del enemigo.

Rojas volvió a Tepic y desde la hacienda de Tetitlan, cerca de Ahuacatlán, avisó al general en jefe que ya iba en camino con su sección y que le seguían las tropas de Sinaloa.

Los lozadeños habían quedado escarmentados y vengada un poco la generosa sangre de Coronado y Valenzuela.

X. La chamusquina

Fueron infinitas las precauciones que se tomaron tanto en Tepic como en la Sierra para que no llegara a saberse que Lozada había sido herido de gravedad en el combate de Barranca Blanca.

Como lo dijimos en otra parte, lo sacaron arrastrando los indios adictos del lugar del combate, mientras que otros dando tregua al miedo hacían frente al enemigo para proteger la retirada de los que se remudaban en la tarea de estirarlo: así, con grandes apuros y trabajos, lograron llegar al monte: después ya se le pudo formar una camilla al herido y en ella llegó hasta San Luis, haciéndosele en el camino las curaciones que pudieron hacérsele, dada la gran repugnancia que aquel caudillo tenía a los médicos, figurándose que ésos eran los que algún día tendrían que matarlo por encargo de sus enemigos.

Se tuvo mucho cuidado para que no entraran a Tepic ninguno de los soldados que habían visto herido a Lozada, los cuales fueron llevados a San Luis y acuartelados en los corrales, en donde se les rodeó de centinelas para que ninguno saliera a contar lo que pasaba. Y con el fin además de que no se advirtiera la falta del jefe, se ordenaron varias expediciones militares sin objeto, y así fue como el mismo Rojas, hasta dos meses después, vino a saber por simples rumores que entre aquellos a quienes había herido personalmente con su lanza, se encontraba nada menos que El Tigre de Alica, que anduvo peleando pie a tierra con su fusil como cualquier soldado, cuya noticia le produjo una muy natural satisfacción.

Después de la derrota y muerte de Calatayud y del paso de las fuerzas liberales por el Cantón de Tepic, que fueron muy flojamente hostilizadas, se entró en un gran período de inacción, en cuanto a las armas, aunque no en cuanto al cobro de los derechos aduanales de San Blas y de las contribuciones que tanto a los comerciantes como a los hacendados se les cobraba por conducto de los agentes de Lozada que a nadie le perdonaban el tributo con pretexto de estar sosteniendo la tranquilidad del Cantón. Este período de descanso para Tepic, en que tan ocupados andaban los liberales con sus operaciones de la guerra en otros lugares del interior, vino como de molde a Lozada que pudo curarse de su grave herida sin ningún género de inquietudes.

Durante su enfermedad sólo estuvo acompañado de su secretario el señor Oceguera que le daba cuenta de los negocios en las pocas horas en que no estaba colérico, y entonces en lo general los resolvía en el sentido más extravagante. Por fortuna el secretario tenía buen sentido, y como era el único conducto por donde a la vez se abría paso la voluntad del tirano, aquél mitigaba los acuerdos o retardaba su cumplimiento evitando bajo su responsabilidad muchas injusticias y crueldades. Cuando Lozada sentía los dolores de la herida, que tenían que tocarle con pinzas para que no diera un balazo al mismo curandero, se desquitaba mandando fusilar a los mismos suyos de quienes recibía cualquier queja. En estos ratos de curación en que tantos dolores sufría, preguntaba:

—¿No se ha cogido ningún correo, no ha habido prisioneros, no hay ninguno por allí a quien mandar matar?

Y tenían por fuerza que contestarle que había alguno, porque si no, declaraba víctima al primero que se le ponía en la cabeza y en este punto sí no había medio de que se le engañara porque exigía que se llevara una parte que él designaba del cadáver, la cual debía estar aún caliente.

Así se pasaron los siete meses restantes del año de 1860, sin que los aliados de la reacción en Tepic sirvieran a ésta de nada, una vez que la habían visto sucumbir en Guadalajara y en la capital de la República, sin ayudarle ni con un buen deseo. Lo que les importaba era estar mandando allí y allí mandaron durante todo este tiempo como señores absolutos.

Al triunfo de la causa constitucional en la República, don Pedro Ogazón gobernador de Jalisco, mandó algunas fuerzas que establecieran las autoridades de Tepic. Los lozadeños se retiraron a la sierra sin combatir y así estuvieron hasta enero de 61 en que se presentó el mismo Ogazón con objeto de tomar algunas medidas para reducir a los rebeldes a la obediencia. Lozada estaba ya completamente restablecido y a la vez algo medroso, así por lo que le había pasado, como porque ahora veía que si presentaba formal resistencia, con facilidad podían concertarse los Estados limítrofes para atacarlo por todos lados y aun destacarle el gobierno general un ejército considerable una vez que se veía libre ya de Miramón y de los principales reaccionarios, así es que desde luego manifestó a los jefes que le rodeaban, que él estaba dispuesto a someterse al gobierno si éste le otorgaba suficientes garantías. Los jefes no estuvieron conformes en esta resolución, pero entonces los consejeros de Lozada que lo conocían mucho y sabían a qué atenerse, hicieron presente a dichos jefes que lo dejaran obrar como quisiera, seguros de que no había de poder cumplir después ningún compromiso. Por otra parte, el mismo Lozada siempre que se formaba el intento de vivir en paz después de visitar sus tesoros, encontraba que podía aun aumentarlos con poco trabajo, se decía en su interior que era mejor mandar que ser mandado, y le entraba la sospecha de que una vez sin armas y sin soldados fácilmente se le podía coger más tarde o más temprano por las autoridades y hacérselas pagar todas juntas, y entonces su resolución no vacilaba sino que era firmísima respecto a no cumplir nada de cuanto ofreciera en el sentido de someterse a algún gobierno.

De todas maneras, lo primero que había que hacer de pronto era entenderse de algún modo con Ogazón siquiera para dar largas al asunto: a la primera indicación que aquél mandó hacerle, convino en entrar en pláticas por medio de comisionados.

Lozada propuso retener sus armas y una fuerza del número que él juzgara conveniente para conservar el orden en la sierra, de la cual él seguiría siendo el comandante militar, se le reconocería con su carácter de general, cuyo grado había recibido del gobierno de Miramón, se le pagaría su sueldo y se le ministraría una cantidad para el sostenimiento de sus soldados.

Ogazón dijo a los comisionados de Lozada que lo único que podría hacer era olvidar los crímenes que había cometido, otorgándole amplias garantías, siempre que reconociera lisa y llanamente al gobierno y se comprometiera a respetar a las autoridades que se restablecieran en Tepic.

Lozada siguió imponiendo condiciones, sin que Ogazón aceptara ninguna, aunque al fin tuvo éste que conformarse con una promesa de sumisión al gobierno y de retraimiento militar por parte del señor de Alica, promesa que ambos estaban seguros de que no había de cumplirse.

En ese concepto, Ogazón que no tenía fuerzas suficientes para hacerse respetar, ni elementos para abrir una campaña en regla, tuvo que conformarse con esos mentidos ofrecimientos, dejando algunas autoridades y varias fuerzas que pocos días después tuvieron que seguirlo, porque no sólo no se encontraron seguras en Tepic sino que a cada momento temían ser asesinadas. En efecto, Lozada que no quería vecinos molestos, les significó con sus hostilidades que perecerían si no se retiraban, y naturalmente, no esperaron la segunda intimidación.

Entonces el gobernador de Jalisco, que no podía conformarse con que hubiera otro gobierno dentro del suyo, ni que se le pudiera echar en cara que tuviera aquella berruga en Tepic, cuando contaba con elementos para quitársela, comisionó a Rojas para que fuera a abrir otra campaña; primero, porque no podía seguir solapando más las grandes fechorías de este guerrillero inquieto, y segundo, porque él era quien conocía mejor las montañas de Nayarit y la clase de guerra que allí podía hacerse, abrigando con seguridad dicho gobernador el pensamiento íntimo de que cualquiera de los dos bandoleros que concluyera en aquella lucha, era una ganancia para el Estado.

En esta virtud, hizo sus aprestos el coronel Antonio Rojas, seguro de que iba a ganar el generalato en aquella difícil campaña, y se movió con algo más de mil hombres de Guadalajara, infantería, caballería y cuatro piezas de montaña, llegando a Tepic el 4 de marzo de 1861. Descansó allí dos días produciendo el terror consiguiente en los habitantes de Tepic, que siempre estaban entre Scila y Caribdis, se proveyó de cuanto creía necesitar para emprender aquella terrible guerra de encrucijadas, y el día 6 se puso en marcha, comenzando a batirse desde el 7 en que empezó a encontrarse con las primeras partidas del enemigo.

Lozada estaba que no cabía en sí de gozo; él mismo había ido a pie a inspeccionar el campamento enemigo y había quedado complacidísimo de dos cosas: una, de que fuera Rojas, su más mortal enemigo el que tuviera el mando de aquella columna, que no volvería, en su concepto a salir de la sierra; otra, de que podía verse muy claro que aquellas eran poquísimas tropas para que pudieran decidirse a flanquear sus posiciones, las cuales nunca tomarían, por floja que fuera la resistencia que se les hiciera. Ya conocía Lozada algo la guerra, y más la guerra entre aquellos vericuetos. Desde luego concibió el plan de irse retirando poco a poco para hacer creer a Rojas que iba adquiriendo ventajas, hasta los puntos que señaló de antemano para que allí se le rodeara por todas partes, de modo que ninguno de los enemigos lograra escaparse. Su gran expectativa, su gran deseo, su gran alboroto, no consistía esencialmente en matar a Rojas vengándose de la lanceada que le había dado, sino en matarlos a todos, a todos absolutamente, de manera que no escapara ninguno. En esto hacía consistir su suprema felicidad. ¡Aquél iba a ser el gran golpe!

Rojas por su parte vio bien que Lozada no le oponía grandes masas y empezó a desconfiar, pero su desconfianza no fue tan lejos que no siguiera adelante fusilando a cuantos prisioneros caían en sus manos todos los días en los frecuentes combates que se libraban. Así logró llegar hasta el escarpado cerro de las Cuchillas en donde encontró una resistencia más formal después de haber recorrido catorce leguas de montaña por intrincados laberintos. Tras cinco días de asaltos sangrientos, derrotó a triple número de combatientes, esparciendo entre ellos el terror, no sólo por los estragos que les hizo, sino por las matanzas que verificó en los prisioneros, siguiendo después al enemigo desorganizado hasta detenerse en las profundidades del río Alica para dar descanso a la tropa, reconocer el terreno y combinar sus operaciones.

—¡Ya están cogidos! —dijo Lozada a los suyos, lleno de alborozo—. Esta noche, cuando yo lance un cohete desde aquel cerro, todos hacen a la vez lo que les tengo dicho.

El plan de Lozada no podía ser más infernal como luego veremos.

Creyendo Rojas que el enemigo positivamente se había desbandado y que ya no volvería a la carga en tres o cuatro días, según las noticias que le trajeron sus exploradores, se confirmó en su determinación de permitir el descanso a sus soldados, dejando sólo las guardias, avanzadas y centinelas que eran precisas en campaña.

A eso de las doce de la noche se elevó un cohete, se percibió luego un rumor y se vieron a poco algunas hogueras lejanas. Los que observaron esto, en el campo de Rojas, no le dieron gran importancia, puesto que los lozadeños nunca peleaban de noche, y dejaron transcurrir las horas que faltaban mientras que amanecía para ir a reconocer aquellos rumbos.

Mucho antes de que brillara en el zenit el lucero del alba, las hogueras aquellas que habían aparecido tan pequeñas al principio, se habían agrandado extraordinariamente e iluminaban con luz rojiza todo el horizonte.

El oficial de vigilancia se decidió por fin a despertar a Rojas que estaba profundamente dormido y lo hizo partícipe de sus temores.

—¿Qué es eso? —preguntó Rojas, restregándose los ojos, porque tanta luz empezó a deslumbrarle.

—Señor —le contestó el oficial—, al principio me pareció que el enemigo ponía fogatas para engañarnos y podemos desvelar; pero ahora creo que ha incendiado los pastos.

Rojas comprendió al punto lo horrible de la situación y gritó con fuerza:

—¡Arriba todo el mundo!

La tropa se despertó azorada y todos pudieron ver al punto que estaban completamente cercados por el fuego.

—Nada de atropellamientos —exclamó Rojas dirigiéndose a los oficiales—, la caballería abre paso a la infantería y el que se salvó, se salvó.

En unos cuantos minutos estuvieron todos listos para precipitarse a luchar con las llamas. Todos preferían perecer allí a caer en poder de los lozadeños. Ninguno vaciló en esa resolución.

Hacía poco viento por fortuna y las llamas eran débiles. Se escogió el tramo que parecía tener menor extensión y por allí se precipitaron los mil hombres de que se componía la brigada. Más de cien quedaron allí tendidos quemados por el pasto o por las explosiones de la pólvora. Al salir a terreno escampado fueron perseguidos a balazos que les disparaban a quemarropa los lozadeños, que más bien parecían fieras que hombres; pero al fin Rojas pudo llegar a Tepic con 500 hombres muy destrozados.

XI. Pacto falso y pacto verdadero

Todo Jalisco se estremeció de indignación cuando supo que Lozada después de haber faltado la cuarta o quinta vez a sus compromisos, había destruido de aquel modo salvaje a casi la mitad de la columna de Rojas. Y lo peor era que no había perecido éste ni ninguno de sus galeanos, sino los pobres soldados de los cuerpos de línea, que eran en su mayor parte los que habían quedado en la sierra envueltos por las llamas. Aquello no podía quedar así. Era necesario castigar severamente el bandidaje de la Sierra de Alica. ¡Pues qué!, ¿un simple ladrón de camino real había de ser más poderoso que todo el gobierno de Jalisco que podía poner ocho mil hombres sobre las armas y pedir además el auxilio de fuerza federal? La opinión pública se impuso de tal manera, que el gobernador Ogazón se consideró obligado a emprender una formal campaña contra Lozada y empezó desde luego a hacer sus preparativos, no siéndole posible por las mil dificultades que se opusieron, salir tan pronto como todos querían, sino hasta cinco meses después del fracaso sufrido por Rojas. Éste, por otra parte, quedó bien disculpado, pues demasiado hizo con entrar al frente de mil hombres adonde había más de cuatro mil indios parapetados tras de las peñas, en un terreno en que nada les faltaba a ellos y en que no dejaban ni un grano de maíz para el enemigo.

En esa fecha ya se iban convenciendo todos de que no había campaña más difícil que la de la Sierra de Alica, en donde no se tenía que conquistar más que inmensas serranías desnudas y en que se debía luchar con un enemigo que ya observaba la táctica de hacerse invisible y de multiplicarse a la hora conveniente. Por todas esas circunstancias el general don Pedro Ogazón, que ya conocía bien la clase de gente con que tenía que habérselas y el terreno ingrato en que iba a meter sus tropas, creyó prepararse bien para la campaña llevando cerca de 5000 hombres bien equipados y las acémilas suficientes para los víveres y las pasturas que era necesario llevar cargando, una vez que los indios incendiaban los pastos y cada cerro que abandonaban estaba todavía más desnudo y más triste y más peñascoso que los anteriores.

Con esos elementos que a todos parecieron suficientes, emprendió Ogazón aquella memorable campaña, llegando a Tepic a fines de noviembre, en donde fue saludado con ruidoso júbilo, teniéndose ya, como se tenía, una fe inmensa en que el poder del terrible cacique de la Sierra de Alica iba a quedar aplastado para siempre.

En las lomas de la Cruz que se divisan desde Tepic, cuya ciudad está recostada al pie, se pasó una lucida revista al ejército, compuesto, como hemos dicho, de cinco mil hombres de las tres armas, sin estar incluida la sección que al mando del coronel Corona se encontraba desde antes haciendo maniobras militares por el rumbo de Santiago sin ningún objeto.

Ogazón que era un gran carácter, pero que con todo y eso nunca fue un gran militar, dividió el ejército en dos columnas, una confiada a Rojas que debía penetrar en la sierra por el itinerario conocido de Tepetates, Aguacapan y las Golondrinas y la segunda al mando de Corona que por el flanco izquierdo y tomando por Santiago, debía de entrar también a la sierra por Aguacaliente para reunirse en el paso de Golondrinas con la primera, lo mismo que si ambas columnas hubieran hecho juntas el trayecto menos escabroso de la sierra. Como se ve, el movimiento no era nada militar, puesto que un enemigo hábil podía cargar toda la gente sobre una de las dos columnas, que llegaron a estar divididas por inmensas montañas en que era de todo punto imposible que pudieran protegerse; pero no fue esto lo peor como podrá irse viendo más adelante.

Lozada, según la táctica que le había dado mejores resultados, se mantuvo a la defensiva, colocando en cada encrucijada, en cada subida pedregosa, en cada cerro que tenía que encumbrarse, algunas partidas que entretuvieran a las columnas expedicionarias y que hicieran embarazosa su marcha, haciéndoles consumir las municiones y los víveres. Sólo defendió con algún vigor el paso de los Otates y la subida del cerro llamado Toro Macho en que rodando nada más enormes peñascos, hicieron los indios terribles destrozos en la columna que mandaba Corona, el cual en vano se empeñó en dar un asalto imposible, sin sujetar sus operaciones a ninguna regla de combate. Entonces los mismos soldados, viéndose acribillados a balazos, con grandes peñas por delante que les era imposible franquear porque no había escalas ni existía el menor sendero por donde pudieran subir, tomaron el partido de desbordarse por las laderas, precipitándose no pocos a las barrancas en donde se estrellaron contra las rocas. Aquél fue un desastre de los más completos.

Los que quedaron de la averiada columna se replegaron como pudieron a otro cerro, en donde los conocedores de la posición que ocupaba el enemigo, aconsejaron que en vez de atacarla de frente se salvara rodeándola, como se practicó en la noche siguiente con la mayor facilidad, cosa que hacía que los oficiales se dijeran unos a otros:

—Y bien, ¿por qué no se practicó esta operación desde un principio?

Era que por lo general los jefes expedicionarios hacían alarde de despreciar a los indios, sin quererse convencer nunca de que detrás de sus peñas y en sus puntos dominantes se convertían en un enemigo invencible.

Era una gran temeridad, inaudita torpeza, querer irles quitando una a una sus posiciones, sin intentar voltearlas dejando incomunicadas entre sí a las partidas más numerosas.

La campaña continuó trabajosísima, resultando que después de quince días de avance, de combates y de privaciones, la columna que mandaba Corona estaba apenas a siete leguas de Tepic y tres a lo sumo dentro de la sierra, incomunicada con el resto de las fuerzas, porque los indios habían sabido hacer lo que no se les había ocurrido a los jefes civilizados que mandaban las tropas de línea.

Era el 26 de diciembre y acababan las tropas que llevaba Corona de hacer heroicos esfuerzos para conquistar la formidable posición de Toro Macho, cuando resonó en el campamento este grito fatídico que allí tenía un distintivo doblemente aterrorizador:

—¡No hay que comer! ¡Se acabaron las provisiones!

—¡Cómo! —exclamaban los oficiales en todos los tonos—, ¿es posible que sabiéndose que veníamos no por semanas, sino por meses a luchar con un enemigo porfiado que destruye todos los elementos y nos abandona los montes quemados, se haya penetrado aquí con provisiones sólo para quince días?

Pero la realidad, la horrible realidad que se había escapado antes al jefe de la columna, estaba allí descarnada y triste: ¡no había provisiones!

Pero en cambio, Rojas debía tenerlas, no había más que incorporarse con él una vez que allí estaba detrás de aquellos dos cerros, a unas tres leguas cuando más y una vez que llegaran allí les sobraría a todos que comer y que beber; no había que hacer otra cosa sino desalojar de aquellas alturas al enemigo y luego llegar adonde estaba el banquete.

Pero el hambre no aguarda y todos los soldados empezaron a murmurar primero y después a gritar que ellos no pelearían si no se les daba de comer.

Entonces el jefe mandó hacer grandes lumbradas y que en ellas fuesen asados los caballos y las mulas que pudieran considerarse como sobrantes.

¡Comer carne de mula! Esto era algo fuerte, pero más fuerte era la necesidad, y los sodados comieron en esa tarde carne de mula, ¿qué comerían al día siguiente?

Sin embargo, pudieron aún sostenerse cuatro días luchando con los tenaces indios que los hostilizaban a todas horas; y batiéndose y subiendo cuestas y escalando peñascones y comiendo carne de mula, pudieron llegar al Paso de las Golondrinas, lugar de la cita, pero todavía ni allí encontraron los alimentos ni el descanso, porque no había nadie y tuvieron que andar aún dos leguas de pesadísimo camino para verificar la incorporación prevista en Aguacapan, aldehuela destruida ya y del todo insignificante.

Era el día 30 de diciembre, por la tarde llegó el general Ogazón con la reserva y todos esperaban que lo acompañara un gran cargamento de vituallas; pero ¡oh desengaño terrible!, apenas contaba con unas cuantas raciones que mal alimentarían al ejército durante una semana.

Ogazón tranquilizó a los que le hicieron observar que aquello era insuficiente, diciéndoles:

—He dejado escoltas en Tepic y en todo el camino encargadas de traemos los víveres suficientes.

Entonces fue cuando Práxedis Núñez vio llegada su hora de hacerse el más interesante a Lozada por sus servicios. Viéndose libre de toda persecución y de todo cuidado, se declaró dueño de los ranchos de Santa Rosa, de Palomas, Zoyacoautla, Higueras, Peñasquillo y la Silla, se apoderó de los caballos y armas que allí había, aumentó su gavilla a más de doscientos hombres y fue a emboscarse en la Laguna de los Chiles, donde estuvo asaltando no solamente los convoyes de víveres, sino asesinando a los vivanderos, correos y caravanas poco numerosas que por allí transitaban, en la creencia de que estaría bien custodiado el camino con destacamentos. Al efecto, se valió de una estratagema que le dio buenos resultados: vistió a unos doce exploradores con blusas y pantalones encamados, y éstos hacían que los convoyes cayeran en las emboscadas. Cuando terminó esta horrible faena que se impuso en servicio de Lozada, pudieron cerciorarse los emisarios de éste de que más de doscientas víctimas estaban colgadas en los árboles entre los Chiles y el río de Alica.

¡Horrible hecatombe que le valió el nombramiento de comandante militar de Atonalisco que era el sueño dorado de Práxedis!

Ogazón, tranquilo con las disposiciones que había tomado anticipadamente de situar escoltas en Puga, Pochotitan, Aguacaliente y otros puntos para el seguro tránsito de los víveres, esperaba todos los días que éstos llegaran y prosiguió internándose en la Sierra, observando, sin embargo, con cierta preocupación que se le presentara tan poca resistencia, pues apenas le disputaban algunos pasos escabrosos por pelotones de indios, hasta que supo de un modo que no le dejó lugar a dudas que todos los convoyes habían sido capturados, y entonces, retrocediendo al punto de partida, que había sido Golondrinas, ordenó, con profundo desagrado de todos por el deplorable éxito de aquella campaña, la vuelta a Tepic, que se empezó a operar en medio de la rechifla de los indios lozadeños que no cesaban de salir a tirotearlo.

Aquello no podía quedar así, era fuerza escarmentarlos, tal cosa se decidió, cuando en la contramarcha encontraron en la Laguna de Pochotitan un buen acopio de provisiones que acababa de llegar de Puga, y Rojas fue el encargado de dar una carga que puso a muchos enemigos fuera de combate; pero entonces Lozada aconsejado por ios suyos, pidió celebrar las paces. Nada deseaba más Ogazón, supuesto que era llamado con urgencia porque ya se anunciaba la guerra de intervención francesa, y en la misma Laguna de Pochotitan se firmó un convenio en 24 de enero de 1862. Aquello no era nada, no era más que una salida de pie de banco, un pretexto con apariencias de arreglos para salir lo menos mal posible de una situación comprometida.

En esos momentos llegó don Plácido Vega a Tepic con tropas de refresco; pero aquello no tenía remedio, los convenios estaban firmados y Ogazón tenía absoluta necesidad de volverse a Guadalajara.

Entonces Vega y Ogazón celebraron un segundo convenio. Ogazón se llevaría a su costa para el interior los mil hombres de contingente que daba Sinaloa para la guerra extranjera y Vega se comprometía a mantener la guarnición de Tepic que quedaba a las órdenes de Corona y dejar también allí mismo un batallón de Sinaloa que mandaba don Ramón Félix Buelna. Esas dos fuerzas bastarían para sostener a las autoridades del Cantón, dado el supuesto de que Lozada respetara las paces que se habían firmado.

El gobernador de Jalisco se marchó con sus tropas, cuyos claros habían venido a llenar un poco los mil hombres de Sinaloa y el gobernador de este último estado, don Plácido Vega, se quedó en Tepic haciendo política.

Vio en Lozada un instrumento aprovechable para sus miras ulteriores y trabajó asiduamente en captarse su amistad y su confianza. Al efecto, se valió de las personas que tuvieran mayor influencia cerca de El Tigre de Alica para que lo comprometieran a aceptar una recepción que estaba organizándole.

Lozada, después de muchas negativas, se prestó a ir, pero bajo dos condiciones, que serían: poder llevar consigo algunas fuerzas y que no estuviera Corona en la población.

Don Plácido le contestó que todo era aceptado, que lo que quería era darle testimonios personales del alto concepto en que lo tenía, de las simpatías que le profesaba y de que por su parte estaba resuelto a celebrar con él eterna alianza de amistad.

Lozada no tuvo ya que hacer otra cosa sino designar el día de su entrada triunfal en Tepic.

A todos pareció como un sueño aquello.

Vega mandó levantar arcos de flores, regar las calles, poner colgaduras en las casas, formar valla a los soldados y disparar 21 cañonazos. ¡Honores de Presidente de la República a un bandido!

Entonces los habitantes de Tepic, aquellos oprimidos que dos meses antes habían cantado un ¡Hossana! a Ogazón creyendo que iba a libertarlos del monstruo, temblaron delante del presente y del porvenir.

Después de los banquetes y las fiestas en que Lozada se presentó con chaqueta, calzoneras y banda de general, a la hora de la despedida y estando enteramente solos Lozada y Vega, le dijo éste al primero:

—Este abrazo es de alianza verdadera: si usted y yo nos entendemos y reunimos nuestros elementos, podemos, el día que queramos o hacernos de toda la República o proclamar la República de Occidente.

Lozada abrió desmesuradamente los ojos, sintió despertar en el fondo de su alma una ambición envuelta en densos nubarrones que no logró despejar de pronto su obtusa inteligencia, y contestó:

—Usted me manda cuanto quiera: yo lo sigo.

—¿De veras?

—Se lo ofrezco bajo juramento.

Así quedó sellado entre aquellos dos hombres el pacto del porvenir.

XII. La política de Lozada

La casa de don Manuel Lozada en San Luis había sufrido ciertas transformaciones. Al principio no había allí más que mesas de palo blanco, sillas de tule y petates que servían de camas tanto al jefe como a los capitanes. Ahora ya se veía un despacho con cuatro escritorios, una salita de muebles acojinados, tres recámaras con camas de latón, algunos cuadros en que había santos, batallas y mujeres desnudas, todo revuelto, y una pieza con una mesa redonda cubierta con tapete verde destinada al juego de cartas a que el cacique se había hecho muy afecto y sobre la cual se jugaron muchas onzas de oro que acababan siempre por ir a sus bolsillos a la buena o a la mala, pues cuando Lozada perdía se enojaba y recogía todo el dinero. Se dieron entonces varios casos de que mandara llamar a los jugadores que pasaban por Tepic, y que, después que le habían ganado, o los matara allí mismo o los mandara alcanzar en el camino para que se les asesinara y les quitaran el dinero.

Estaba a la vez hablando con su secretario el teniente coronel don Miguel Oceguera, quien tenía al mismo tiempo el mando de un cuerpo de caballería.

—Señor —le dijo Oceguera—, en cumplimiento de lo acordado he despedido a la mayor parte de la gente para que se vaya a sembrar, quedando aquí sólo doscientos hombres conforme al mandato de Su Excelencia.

—Está bien. ¿Y los comandantes?

—Los comandantes se han ido a sus puntos con la orden de estar listos para el momento en que se les llame.

—¿Qué noticias hay de Tepic?

—Las mismas: allí están Buelna y Corona, que no se llevan muy bien, porque cada cual quiere disponer de las contribuciones y de los productos de la Aduana de San Blas.

—Necesitamos poner un comandante en San Blas para que cobre las entradas de la Aduana.

—Eso mismo se me había ocurrido, pero entonces se dirá que faltamos a los convenios.

—Pero los convenios sólo fueron para quitarnos de encima a Ogazón y para dar tiempo a la gente de que fuera a sembrar.

—Lo sé, señor, y por eso mismo se les ha dejado libres San Blas, Tepic y Santiago a los enemigos, porque de otra manera tendrían que empezar luego luego las hostilidades.

—Entonces no hay más sino aguantamos otro poco… ¡Canastos! —exclamó a poco, echando una gorda—, todavía no tengo un mes de este reposo y ya me estoy aburriendo. Buena simpleza hice con firmar ese tratado con Ogazón.

—Él mismo se ha ido con la seguridad de que no puede cumplirse.

—Porque ahora, según dicen los periódicos, va a comenzar la guerra extranjera y nosotros tenemos que ponemos de uno u otro lado.

—Así es, sí, señor.

—¿Y qué dicen los nuestros?

—Dicen lo mismo, que debemos esperar a ver lo que hacen los señores obispos y los generales Márquez y Miramón.

—Yo, la verdad, si no fuera porque don Benito Juárez y todos los suyos son tan enemigos míos, me pondría en contra de los extranjeros.

—Nosotros estamos unidos con el partido conservador y creo que tenemos que seguir su suerte.

—Pero como ahora también estoy unido con don Plácido Vega, que me parece que es más aventajado que los otros, tengo que oír su opinión.

—Quiere decir que de todas maneras tenemos que esperar a que se despeje bien el horizonte para sabernos acomodar.

—Nos conformaremos entonces con hacer el papel de ratas aturdidas.

Vino a interrumpir la conversación un ayudante de calzón blanco, quien dijo que estaba allí el comandante Práxedis Núñez.

—Que entre —contestó Lozada.

Entró Práxedis, se retiró Oceguera al otro extremo de la pieza para ocuparse en sus papeles y Lozada le tendió la mano al recién venido, sin levantarse.

—¿Qué hay por Atonalisco? —le preguntó.

—Una boda —le contestó desde luego Práxedis—, que Su Excelencia tiene que apadrinar, si es de su gusto.

—¡Una boda! ¿Y quién es el que se casa?

—Yo.

—¿Tú te casas al fin con Lola Navarro?

—Sí, señor.

—Como decían que era ya tu querida.

—No señor: ella se ha hecho respetar del mismo Galván que hizo todo lo que pudo para quitármela, y hoy quiere ser mi mujer.

—¿Y cuándo es la boda?

—Estamos hoy a martes: el domingo.

—Al fin nada tengo que hacer, iré a la boda.

Práxedis salió muy contento porque iba a merecer tan grande honor, y Lozada, aunque le repugnaba que sus comandantes tuvieran familia, también se quedó satisfecho con el convite: Práxedis, desde los últimos servicios que le había prestado, era de sus predilectos. En realidad, si no hubiera impedido la llegada de los víveres al ejército, aquél hubiera podido ocupar toda la sierra sin género de duda.

El sábado salió Lozada de San Luis llevando a su secretario y a más de cincuenta personas de acompañamiento y llegó por la noche al pueblecillo de Atonalisco, capital de gran señorío de Práxedis Núñez. Por supuesto que éste había mandado llevar de Tepic una buena música y un cargamento de comestibles y bebestibles. Hasta cajas de champagne se abrieron por primera vez en aquel villorrio, bien que una botella entera se perdía en cada copa, cuya espuma se desbordaba con todo y líquido, porque no sabían aún los indios cómo se había de servir.

La novia se engalanó el domingo muy temprano con un zagalejo y una enagua de raso encarnado, se puso una camisa finísima, toda bordada con seda negra, un rebozo de hilo de bolita y zapatos de raso que le fueron llevados por docenas.

La música acompañó a los novios a la capilla con los padrinos: detrás de ellos iba toda la comitiva, el cura dijo una misa, una plática, echó la bendición a los desposados y volvieron todos a la casa en donde siguió una fiesta continuada de todo el día en que no se quedó uno solo sin emborracharse. Pero como estaba allí Lozada a quien miraban los indios en general, con el más alto respeto, no hubo pleitos, sino abrazos, esto es, todos los concurrentes tomaron del cariñoso.

Se les sirvió comida a unas quinientas personas, esto es, al pueblo entero y a los convidados que asistieron desde muy largas distancias, viéndose allí inditas muy bellas y muy bien vestidas.

Lozada escogió cuatro de ellas para que se fueran a acompañarlo en su soledad de San Luis, y las familias se consideraron muy honradas por aquella gran distinción de que las había hecho objeto el Cacique de la Sierra.

Por la noche hubo un gran mariachi en la placita. Esto es, toda la concurrencia se reunió allí debajo de una amplía enramada en donde se puso una gran tarima hueca para el baile.

Alrededor de la tarima estaban sentados en cuclillas los concurrentes pasándose sin cesar de mano en mano las botellas de vino, alcanzando la preferencia el aguardiente de caña de Puga y cuando tocaba la música se levantaban indistintamente hombres y mujeres, se subían a la tarima hasta llenarla y empezaban a dar talonazos, sin moverse de un lugar, que se oían a una legua de distancia. De cuando en cuando se cantaban algunos versos de pie quebrado hechos en honor de los novios.

Práxedis Núñez no obstante haber bebido con todos mezclando toda clase de aguardientes, logró mantenerse firme para estar atendiendo a su padrino hasta que éste le dijo a eso de las cuatro de la mañana:

—Llévate a tu novia, yo sabré también acomodarme.

Al día siguiente se repitió igualmente la fiesta y la misma continuó tres días más con muy cortas variaciones.

Cuando Lozada se despidió de Lola le dio unas onzas de oro diciéndole:

—Cuida mucho a Práxedis que es el más valiente y el más útil de todos mis comandantes.

A Domingo Navarro le hizo reconocer allí mismo como capitán del ejército de la Sierra.

Ya el que era allí capitán tenía carta blanca para cogerse lo ajeno. Los que no habían llegado a capitanes eran condenados a muerte por el robo más insignificante que se les encontrara dentro del territorio. Fuera de allí el saqueo era siempre libre.

Núñez se quedó en sus glorias disfrutando del amor de Lola que le quería con toda su alma y principalmente satisfecho de llamarse ahijado de Lozada, con cuyo apoyo ya nada tenía que temer del poderoso rival Galván, que contaba a su vez con todos los otros comandantes.

Sucedió que paralizado el trabajo en las haciendas y ranchos por las continuas guerras y desfallecido el comercio por la inseguridad de los caminos, invadió la miseria todo el Distrito y se organizaron una infinidad de gavillas protegidas por los jefes que se decidieron a asolar más toda la comarca. El mismo Lozada se alarmó, reunió en junta a todos sus jefes y oficiales y con acuerdo de ellos promulgó una ley imponiendo la muerte inmediata a todos los ladrones y asesinos, sin consideración de personas.

La sangre corrió a torrentes y sin embargo los crímenes continuaron porque podían más el hambre y la desmoralización.

En esas circunstancias, cuando habían pasado cuatro meses desde el convenio de Ogazón ratificado por Lozada el l.° de febrero de 1862, esto es, a mediados del mes de mayo se presentó en San Luis un llamado general don Miguel García Vargas acompañado de don Carlos Rivas y que decía llevar una comisión de don Leonardo Márquez y del directorio intervencionista.

Las circunstancias no podían ser más favorables para los comisionados, porque Lozada mismo no se creía seguro en medio del desorden que reinaba en la Sierra, él no era hombre para sacar un real de su tesoro con que socorrer a la gente y lo que más deseaba era recibir algunas instrucciones de sus correligionarios.

El comisionado le dijo que en aquel momento estaba ya invadido todo el país por tropas extranjeras que venían a fundar un imperio mexicano sostenido por el clero y el partido conservador, que tenían que presentarse unidos para que las potencias aliadas no fueran a creer que se les había engañado; que en ese concepto todos esperaban y especialmente el general Márquez, que Lozada no permanecería impasible ante el sacrificio que reclamaba la patria y que antes bien se apresuraría a tomar una actitud resuelta en favor del imperio.

Lozada les contestó que no podía celebrar desde luego ningún compromiso, que iba a convocar una reunión de jefes, porque siempre obraba de acuerdo con ellos y que a los ocho días les mandaría una resolución que podían los comisionados ir a esperar en la hacienda de Puga.

Lo que hacía vacilar a Lozada no eran sus comandantes que ya sabía habían de seguirle por donde él fuera, sino don Plácido Vega de quien recibía cartas con muy buena letra, en que le decía que tal vez ya se iba a presentar la oportunidad de poner a la obra sus planes de engrandecimiento y que a la vez se ocupaba en organizar y armar unos ocho mil hombres, seguro de que Lozada podría presentar otros tantos con los cuales se independizarían de toda tutela.

—¿Qué hacemos, pues? —preguntó a su secretario.

—No me gusta ni lo de don Plácido ni lo del imperio —le contestó don Miguel—; lo de don Plácido no me gusta porque no se pueden poner ustedes solos, aunque levanten veinte mil hombres, contra los liberales, contra los conservadores y contra los extranjeros. Lo de ligamos a éstos tampoco me gusta porque han de querer conquistarnos y hacernos esclavos. Con los indios menos que con nadie se aliarán de buena fe los extranjeros.

—En cuanto a buena fe yo tampoco la tendré nunca para servirles a ellos; por lo que hemos de ver es qué cosa nos conviene más, don Plácido o los conservadores con su imperio.

—Yo creo que ni el uno ni los otros por ahora.

—Entonces…

—Entonces lo más sencillo es pronunciarse aquí sin dar ningún color y cuando más contra las autoridades de Tepic.

Esta proposición fue del gusto de Lozada y la aprobó, mandando decir en consecuencia a los comisionados de Márquez que el día 1.° de junio haría su movimiento.

De la misma manera escribió a don Plácido diciéndole que ya iba a moverse para tener lista la gente que se necesitaba según sus cartas.

Mandó a sus comandantes que estuvieran con toda su gente para el 31 de mayo en San Luis reuniéndola con todo sigilo, y el día 1.° de junio, por primera vez formuló un acta de pronunciamiento que no necesitaba, diciendo en ella que declaraba nulo el convenio ajustado con Ogazón y que no reconocería más autoridades en el Cantón de Tepic que las que él nombrara.

Una vez pronunciado marchó sobre Tepic con tres mil trescientos hombres.

Sorprendió a la guarnición que apenas pudo presentarle una floja resistencia, fusiló a todas las autoridades que pudo haber a las manos y permitió a sus soldados que se proveyeran de cuanto necesitaran en donde quisieran, con cuyo permiso, durante aquella noche, se bebieron cuanto vino encontraron en las casas de comercio, entregándose después a los excesos de costumbre.

—¿En dónde está Corona? —preguntó Lozada a los prisioneros.

Todos le contestaron que andaba fuera con su escolta.

—Es lástima —les contestó—, porque si lo hubiera cogido a él no me ocuparía de fusilar a ustedes.

Corona estaba en Jacocoltan con cien hombres; reunió trescientos dispersos y doscientos nacionales de Santiago; con todos los que pudo presentarse el día 7 frente a Tepic. Salió a batirlo el general Fernando García de la Cadena con cuatrocientos indios, pero fue éste derrotado, retirándose aquél poco después para organizarse porque tenía pocas municiones.

—Bueno —dijo Lozada que entendía a su modo los compromisos—, Corona es subalterno de don Plácido, de modo que lo que quieren es que me haga intervencionista. ¡Ya les pesará!

XIII. Lozada imperialista

Práxedis Núñez había sido de los primeros en presentarse al Cuartel General con 400 hombres organizados y mantenidos por él, lo mismo que había sido de los primeros en penetrar a las calles de Tepic y en asaltar con denuedo a las descuidadas tropas de Buelna en los cuarteles, dando muerte por su mano a cuantos les vio la cara de enemigos. Quería demostrar a Lozada dos cosas: primero, que tenía tanto o más vigor que antes por más que estuviera en la luna de miel, y segundo, que su agradecimiento para con él era tan grande que quería probárselo con los actos de salvajismo que pudieran serle más agradables como era el de la destrucción del contrario de un modo que se difundiera por todas partes el espanto.

Lo que no sabía ni podía figurarse Práxedis Núñez era que en aquellos momentos Galván que se había quedado organizando las reservas por orden de Lozada, se había dirigido con una escolta de cien hombres sobre Atonalisco para ejercer una de aquellas venganzas que eran tan comunes entre los bandidos.

El feroz Ramón Galván llegó al oscurecer al pueblo, cercó la casa de Práxedis Núñez con toda la fuerza y él penetró en ella acompañado de cuatro hombres por si encontraba adentro alguna resistencia. Lola lo que menos esperaba era aquella irrupción y además no estaba armada como en otras veces, lo que hizo fue luchar, luchar, con todas sus fuerzas hasta agotarlas acabando por caer rendida ante el poder de aquellos cinco salvajes que casi tuvieron que estrangularla para rendirla.

Estuvo allí Galván toda esa noche y todo el día siguiente, saliendo hasta la media noche de Atonalisco dejando que sus soldados trataran al pobre pueblo como país conquistado: no dejó que se tomara sin embargo de la casa de Práxedis para no dar lugar a que éste lo acusara de ladrón con Lozada. Todo lo demás, no habiendo robo ni asesinato de por medio, era considerado como pecado venial en los tribunales del señor general Lozada.

Ya se comprende la justa rabia que debió de apoderarse de Práxedis luego que supo las infames villanías que había cometido Galván en su casa. Fue a quejarse con don Manuel; pero ya Galván había estado con él y le había dicho:

—Le hice una travesurilla al comandante Núñez en desquite de todas las que él me ha hecho.

Le contó cuál había sido y los dos se rieron a carcajadas.

Práxedis pidió permiso para retirarse a su comandancia y Lozada se lo concedió, diciéndole:

—Cuidado con cometer desórdenes, porque todos los comandantes están contra ti y hasta quieren matarte. Yo sólo te defiendo contra todos, no me obligues a negarte mi protección.

—¡Eso nunca! —le dijo Práxedis asiéndole la mano que la mojó con sus lágrimas.

Entonces fue a Atonalisco, entró a su casa, cogió a su mujer de las muñecas de las manos con furor y le dijo:

—¿Por qué no te defendiste?

—Me defendí hasta que ya no tuve fuerzas.

—¡Miserable! ¿Y la pistola?

—Llegaron de repente y me sujetaron entre cuatro hombres que traía el bandido Galván.

Práxedis la soltó, pero le dijo con amargura:

—Tú no puedes ya ser mi mujer, Dolores.

—Pero ¿qué culpa tengo yo, Práxedis?

Tan terrible confesión le exasperó tanto que sacó su pistola y ciego de ira, disparó sobre la infeliz cinco tiros dejándola muerta.

Entonces se volvió a Tepic, a dar cuenta de lo que había hecho.

—Está bien —le dijo Lozada—, si quieres cásate con otra y yo seré otra vez tu padrino.

Práxedis no se hizo el sordo: desde el día siguiente se echó a la calle a buscar una novia y no se pasó mucho tiempo sin que contrajera nuevas nupcias con Juliana Oria.

La pobre Dolores que le había salvado la vida y que tanto le había amado, fue sepultada para siempre en los abismos del olvido.

Pero en cambio, Núñez fascinó de tal modo a Lozada, ora con sus halagos, ora con sus atrevimientos, que llegó a ser el más consentido de sus comandantes, ofreciéndole que en la primera campaña formal que tuvieran lo haría coronel.

Es preciso hacer observar que en aquel ejército los títulos eran puramente honoríficos, ya porque todos los jefes peleaban como soldados cuando se ofrecía, ya porque ellos se pagaban por su propia mano, no habiendo más caja que la del general en jefe, de la cual rarísimas veces salía el dinero una vez entrado.

Más tarde, algunos militares que lograron por cortas temporadas ser admitidos en aquellas filas, introdujeron cierta organización y ya hubo un pagador que cargaba algún dinero bajo la vigilancia de don Manuel que en punco a monedas era más desconfiado que en todo lo restante.

Quedaron, pues, frente a frente, Lozada y Corona, los dos enemigos más irreconciliables y más deseosos de pulverizarse. Hasta entonces Corona no había ido a hacer aquella campaña, sino como subalterno; pero había visto caer a sus amigos y parientes a su lado, había jurado en el seno de las familias agraviadas de Tepic, vengar a las víctimas que había hecho el bandidaje, era además joven y deseaba con ahínco lograr lo que no habían logrado generales de nota, como tantos que se habían estrellado ante aquella clase de enemigos, y se propuso hacer él solo lo que no habían podido hacer los demás.

Don Plácido Vega convino en ministrarle algunos recursos, pero haciéndole entender que su misión quedaba reducida a cuidar el camino para proteger en su oportunidad el paso del contingente que enviaría Sinaloa para la guerra extranjera.

Corona, sin embargo, empleó aquellos recursos y los que pudo proporcionarse en la Aduana de San Blas y en los pueblos, en aumentar su fuerza, y cuando ya pudo contar con dos mil hombres, se dirigió sobre Tepic, ordenando el 19 de octubre un asalto que resultó desgraciadísimo por no haber sabido emplear ninguna táctica militar. Él era bisoño, bisoños eran también los soldados que dieron la carga y aunque los de la plaza eran indios indisciplinados, estaban detrás de las trincheras, tenían artillería y muchas municiones y pudieron hacer destrozos en las columnas que les fueron lanzadas. Es cierto que algunos jefes de los de Corona pudieron llegar hasta la plaza, pero allí perecieron sin ser sostenidos por las demás columnas que fueron fácilmente rechazadas.

Don Plácido Vega en su papel de duplicidad que estaba desempeñando, había escrito a Lozada que nada tenía que temer de Corona, adjuntándole copia de las instrucciones que le había dado para que sólo cuidara el camino, así es que cuando tuvo noticia de aquel desgraciado combate, hizo una gran mohína, reprendió severamente a Corona por haber atacado sin su orden y no pudiendo destituirle del mando, porque pertenecía a Jalisco, le hizo saber que ya no seguiría enviándole recursos.

Esta contrariedad quedó compensada en el mes siguiente en que don Manuel Doblado que había llegado a Guadalajara a hacerse cargo de la situación por orden de Juárez, mandó a Corona algunos elementos y el despacho de general de Brigada.

Corona entonces se rehízo un poco de la terrible derrota que antes había sufrido, pero ya no pudo contar ni con hombres, ni con armas, ni con dinero suficiente para desafiar el inmenso poder de Lozada que podía armar hasta seis mil hombres, y se limitó a la pequeña guerra en que más bien que combates sostuvo escaramuzas con los lozadeños. En una de ellas fue cuando don Ángel Martínez, que siempre anduvo a su lado como uno de sus más adictos compañeros, le salvó la vida en un arroyo cercano al río de Santiago en donde fueron sorprendidos cuando se estaba bañando la tropa.

Martínez se dirigió en esa vez adonde estaba Corona, vacilante sobre el partido que tomaría ante aquel conflicto, y cogiéndolo con ambas manos lo montó en su caballo en la silla y él se subió en las ancas con la cara vuelta hacia atrás y con dos pistolas que llevaba logró contener al enemigo, mientras así montados en el mismo caballo detuvieron a los dispersos fuera del arroyo y rechazaron a más de cien hombres que los perseguían.

En esas escaramuzas en que no tomaba parte Lozada sino sus comandantes, los prisioneros que se hacían se los llevaban a San Luis en donde acostumbraba vivir más que en Tepic, a cuya población le desconfiaba mucho y entonces el Señor de la comarca pasaba a verlos en el corral que les servía de cárcel y los diezmaba, para que los otros tuvieran esperanzas de salvación, después los quintaba y al último seguía con el resto mandando matar de uno en uno o lo hacía él mismo, siendo ésta una de sus diversiones favoritas.

No una sino varias personas que estuvieron en esta época en San Luis acompañando a Lozada, refirieron al autor de esta relación en el año de 1888 en que estuvo recorriendo la Sierra de Alica, que durante las campañas de Corona en el Cantón de Tepic el jefe de los indios ahorcó, fusiló, lanceó o mató a pistoletazos a más de quinientos prisioneros que mandó echar a una barranca cerca de San Luis en donde están las osamentas cubiertas con capas de basura y de tierra con que aquella inmensa sepultura se mandó cegar.

Corona había establecido su Cuartel General en Santiago Ixcuintla, defendido de una sorpresa por el río, cuyas corrientes en algunas épocas del año son impetuosas y en todo tiempo ofrece dificultades para vadearse; pero estaba de continuo espiado por las gentes del comandante Agatón Martínez que era el encargado de hostilizarlo por ser nativo de allí mismo y pudo saber aquel jefe lozadeño con oportunidad que el coronel enemigo había salido con una escolta para la puerta del Palmar, a mediados de febrero, y aprovechó bien esta circunstancia, cayendo sobre la guarnición en la madrugada del 21, causándole bastantes estragos, por más que los defensores lograron rehacerse y verificar una resistencia desesperada. Más de cuarenta prisioneros fueron llevados a San Luis para que Lozada los juzgara, los sentenciara y los ejecutara, según la costumbre.

Corona volvió a Santiago con nuevos recursos y todavía se sostuvo durante todo el mes de marzo y parte de abril haciendo algunas cortas expediciones que no le dieron el menor resultado lisonjero, resolviéndose por último a pasar para Guadalajara, no sin vencer enormes dificultades, con el fin de arreglar cerca del gobierno de Jalisco la manera de hacer una campaña fructuosa sobre los bandidos de la Sierra de Alica, más empeñado que nunca en volver con fuerzas considerables para exterminarlos.

El gobernador Ogazón que había vuelto a tomar las riendas del poder después de la fuga de Doblado, quien se consideró impotente para afrontar aquella situación que era peliagudísima, el gobernador Ogazón, repetimos, apenas podía sostenerse contra las numerosas gavillas de ladrones que acaudillaban Bueyes Pintos, Pajaritos y otros que lo asediaban en las mismas goteras de la capital del Estado: de consiguiente, no pudo impartir ninguna protección a Corona y antes bien lo invitó a que se detuviera para que tomara parte en el contingente que iba a organizarse para concurrir a la defensa del territorio mexicano invadido ya en ese tiempo por el ejército francés.

Esta circunstancia hizo que Lozada se quedara en el Cantón de Tepic como señor absoluto, haciendo que sus comandantes se desbordaran por todas las poblaciones y haciendas para recoger cuanto pudiera servirle para el sostén y aumento de su ejército. Entonces fue cuando se dijo que tenía solamente como armamento sobrante en la Sierra cincuenta piezas de artillería y más de diez mil fusiles.

Los acontecimientos se precipitaron: los franceses entraron a Puebla después de un asedio prolongado en que las tropas mexicanas hicieron prodigios, defendiendo palmo a palmo las trincheras contra un ejército más numeroso, más instruido, y mejor armado y municionado, hasta agotar todas las provisiones de boca y guerra, terminando con romper las armas y disolverse: ocuparon también los invasores la capital que les fue abandonada por el gobierno, y ya en los últimos meses de 1863 que es la época a que nos referimos, se desbordaron para el interior, destacando entre otras una división al mando de general Douay para Guadalajara.

En Tepic, que estaban muy a la mira de estos acontecimientos, sin dejar de mantener una continuada correspondencia con los regentes del Imperio y con los caudillos principales del partido intervencionista, luego que supieron que el ejército francés iba a llegar a Guadalajara mandaron comisionados a Bazaine, los que llevaron una escolta de 600 hombres bien montados, queriendo en este caso entenderse con la cabeza del nuevo gobierno. Fuera por instinto, por los rumores que habían llegado de que Bazaine era el verdadero jefe de todos o porque les conviniera hacer alarde de que la alianza de ellos importaba nada menos que contar con el único núcleo de fuerzas poderoso que había en el país, convinieron en que era el momento oportuno de presentar sus elementos.

Don Carlos Rivas pudo llegar a Guadalajara, no sin sostener terribles luchas con las guerrillas de Rojas y Simón Gutiérrez que le salieron al paso, lo mismo que a la vuelta en que ya llegó a Tepic bastante destrozado.

—¿Qué hubo pues? —le preguntó Lozada.

—Los franceses aceptan nuestro concurso, pero a condición de que las tropas se organicen y no haya desórdenes.

—¡Hum! —murmuró Lozada.

—Pero en cambio, Miramón que ha de venir a ser el principal apoyo del emperador Maximiliano, no sólo nos acepta con entusiasmo, sino que nos ruega que le ayudemos, ofreciendo a Vuestra Excelencia para cuando el gobierno esté establecido la banda de general de División.

Lozada se puso contentísimo, y a poco preguntó:

—Nosostros, ¿de quién hemos de recibir órdenes?

—Nos tenemos que conservar independientes de unos y otros, y sólo en el caso de que nos avisen ayudaremos a hacer la conquista de Sinaloa.

—Bueno, ¿y qué grado tengo con los franceses?

—También el de general, sólo que cuando haya que reunirse con ellos, cualquiera de los comandantes ejercerá el mando.

—Eso ya lo veremos, lo que interesa es que nos reconozcan.

—Pues reconocidos lo estamos por unos y por otros.

—Es decir, que yo, ahora, ¿qué soy?

—Vuestra Excelencia es imperialista, y no sólo esto, sino que el general Miramón apenas llegado a Guadalajara me ofreció que induciría al emperador Maximiliano a hacemos una visita cuando llegue a México.

Lozada se entusiasmó tanto, que salió y gritó ante el puñado de indios que allí había:

—Muchachos: ¡viva el Imperio!, ¡viva Maximiliano I!

XIV. Los aliados

Después de haberse festejado en todos los dominios de Lozada la proclamación del imperio y de mandarse a la Regencia las actas que habían de figurar en el expediente de popularidad fraguado en favor del pobre Archiduque, cosas todas que para los indios no tenían la menor significación, pues el mismo cacique que los mandaba no poseía la inteligencia bastante para comprender en qué especie de lío lo habían metido, se procedió a querer dar una organización más militar a las tropas a fin de que estuvieran listas para entrar en campaña.

Rosales y Nava, que eran entre los comandantes de Lozada los menos cerrados de cacumen, en cierta vez en que lo encontraron solo en su alojamiento de Tepic, aprovecharon la ocasión para que el primero pudiera decirle:

—Y oiga, mi general, ¿de qué vamos nosotros a defender a los franceses? ¿Qué nos va ni qué nos viene con que venga a mandar a México ese príncipe don Maximiliano que no conocemos?

—Ya otros me lo han preguntado también y les he contestado lo que me ha dicho don Carlos que les diga: que eso es lo que nos conviene.

—¿Y por qué nos conviene? —preguntó a su vez Nava.

—Pues nos conviene porque del lado de los franceses y de Maximiliano se han ido los señores obispos y todos los padres, así como los generales Márquez y Miramón, que son nuestros amos naturales.

Los dos comandantes se quedaron de pronto meditabundos; pero Rosales dijo a poco:

—De todas maneras, los franceses vienen matando mexicanos, y si nosotros les ayudamos…

—Nosotros no les ayudaremos a matar mexicanos —contestó Lozada—, sino liberales.

—Yo creía que a nosotros nos tocaría defender nuestro terreno y pelear con los que vinieran a buscarnos el bulto, ya de unos o ya de otros; esto es, que a nosotros nos toca estar contra todo gobierno.

—Eso lo veremos después, según nos traten. Por ahora nosotros tenemos que seguir a nuestro partido, formado por todos esos que dicen que se llaman los conservadores.

—¿Y qué es lo que nos han dado los conservadores? Las armas que tenemos nosotros las hemos quitado; el dinero, los caballos y lo demás con que nos hemos mantenido y nos seguiremos manteniendo nos lo dan los pueblos, de modo que ¿qué?…

—Que ellos nos han reconocido nuestros títulos y nos han dado otros, y nos han ofrecido darnos más… Yo le diré a don Carlos que les explique todo y entre tanto acá para nosotros ya sabemos que ni don Carlos ni ninguno nos importa una charamusca y que cuando queramos haremos lo que nos convenga como siempre.

—Yo lo decía porque los indios de la sierra resisten mucho para ir tierra adentro.

—Pos eso es lo que quiero, que se les vaya quitando el temor para cuando tengamos que ir a libertar a los otros indios que dizque están por ahí de esclavos. Díganles eso: que los otros indios nos necesitan.

Se convencerían o no los comandantes, pero como la orden persistió de que alistaran a sus fuerzas para salir en número de tres mil soldados a las órdenes de Rivas, Cadena, Montenegro y García que eran los jefes agregados que estaban en el empeño de que se emprendieran operaciones militares sobre los liberales de Jalisco, no pudieron hacer otra cosa que ir a alistar la gente aunque fuera refunfuñando.

Y por lo que refunfuñaban más, era porque aquellos jefes a pesar de sus ínfulas, siempre eran desgraciados en la guerra, contaban ya un gran número de derrotas y la última había sido nada menos en septiembre del año anterior en la formidable hacienda de San Felipe en donde tenían dos mil hombres, y con ochocientos los desalojó el general don Isidoro Ortiz, haciéndoles cuarenta muertos y doce prisioneros que fueron fusilados.

Estaba pues preparándose una expedición militar que habían de llevar otra vez los generales agregados al bajalato tepiqueño al interior de Jalisco para proteger a don Remigio Tovar y a otros guerrilleros imperialistas que merodeaban con poca fortuna, pues que no les dejaban levantar cabeza a los liberales, cuando llegaron tres correos extraordinarios uno después de otro, con pliegos en que se le decía a Lozada de orden del general en jefe de los franceses que con el mayor número de tropas que pudiera poner sobre las armas, se pusiera inmediatamente en marcha para Sinaloa a fin de proteger el desembarco de las tropas de ocupación en Mazatlán al mando del comandante L. Kengrist, suceso que debía verificarse del 12 al 15 de noviembre del año en curso, que era el de 1864.

Todos los comandantes de Lozada se impusieron de aquella noticia con verdadero entusiasmo, pues así como sentían grandísima repugnancia para internarse en Jalisco, donde siempre habían sufrido tan rudos golpes, principalmente porque aquél era terreno desconocido para ellos, así experimentaban gran placer siempre que las expediciones eran para el Norte, por más que no hubieran llegado todavía a pasar de Escuinapa. Sobre todo, por Sinaloa varios miles de vecinos del Distrito andaban huyendo de sus tropelías, habiéndose armado millares de ellos para combatirlos y nada deseaban tanto como darles una furiosa escarmentada.

Brevemente diremos antes de volver a encontrarnos con los personajes que hemos mencionado, que el general don Plácido Vega dejando aburridísimos de sus despilfarros y de su insolente tiranía a sus gobernados de Sinaloa, en donde usó procedimientos muy semejantes a los de Lozada, quiso ir mandando el contingente del Estado, con el cual desembarcó en Acapulco y pudo llegar por primera vez oportunamente al teatro de la guerra, renunciando a poco el mando de tropas para aceptar el encargo de Juárez de dirigirse con fuertes sumas a San Francisco para comprar armamento que nunca llegó a la República, ni tampoco el general volvió a figurar en la guerra intervencionista.

El general Corona por su parte tampoco pudo volver a Tepic por falta de elementos, sino que salió con la 4a División que mandaba el general Arteaga al evacuarse la plaza de Guadalajara para que entraran los franceses; y después al estallar la traición de Uraga en Zapotlán, se dirigió por la sierra de Durango a Sinaloa, en donde se puso de acuerdo con Rosales para derribar el gobierno que había dejado allí don Plácido Vega, lo cual efectuaron, de manera que ellos eran allí los dueños de la situación en los momentos en que aquel Estado iba a sufrir la invasión de los franceses en combinación con el ejército de Lozada.

Después de dicho esto volveremos otra vez a Lozada que iba ya en marcha con sus huestes, en que bien podían contarse más de cuatro mil hombres de infantería y caballería con veinte cañones de distintos calibres. En esta vez las tropas lozadeñas, aunque siempre podrían llamarse chusmas al lado de cualquier ejército regular, ya se veía que tenían mejor organización y que iban haciendo sus marchas divididas en brigadas escalonadas, sin hacer los destrozos de costumbre en las poblaciones, con el buen propósito de que no los tuvieran los franceses por malos aliados.

El día 13 en el momento en que los franceses estaban bombardeando la plaza de Mazatlán, sin duda por equivocación, pues que Corona y Rosales la habían evacuado, el primero en la noche del día anterior, y el segundo en la madrugada, las tropas lozadeñas se encontraban ya a una legua de distancia del puerto organizando las columnas para entrar en combate. Una comisión se presentó al terrible don Manuel para informarle que el enemigo último salido de la plaza iba por allí cerca con rumbo al Haval.

—¿Quién es el jefe? ¿Qué fuerzas lleva? —preguntó Lozada.

—El jefe es Rosales y va con una fuerza de 300 hombres.

Entonces Lozada desprendió su caballería que constaba de unos 800 hombres al mando de Práxedis Núñez para que les diera alcance. Éste se verificó en el Haval en donde los liberales fueron sorprendidos a balazos de carabina a los gritos de «¡viva Lozada!, ¡viva el Imperio!», viéndoseles de pronto desconcertados.

Pero había allí dos jefes valientes, serenos y audaces, Rosales y Granados, y éstos organizaron unos cien hombres con los cuales se hicieron fuertes en las casas, logrando rechazar al enemigo, que ya les había hecho algunos muertos y prisioneros. La derrota se convirtió en victoria, porque le hicieron al enemigo bastantes muertos y heridos, quitándoles armas y caballos.

La fuerza liberal pudo continuar más tarde su marcha para ir a incorporarse con el grueso de ella, que al mando de Corona esperaba en el Quelite, ignorando tal vez lo que pasaba.

Lozada entró a Mazatlán el día 14, no permitiéndosele que lo acompañaran sino quinientos hombres, sus generales agregados y su Estado Mayor. Por más que se procuró que las gentes de Lozada entraran limpias y en orden, los jefes franceses no dejaron de sorprenderse a la vista de aquellos aliados.

Don Carlos Rivas se encargó de hacer la presentación al comandante de la plaza monsieur Munier.

—El señor general don Manuel Lozada.

—El señor teniente coronel don Miguel Oceguera, su secretario.

—Los señores coroneles Nava y Galván.

Y siguió nombrando coroneles, comandantes e individuos del Estado Mayor, indígenas puros en su mayor parte y nada pulcros en el lenguaje ni correctos en el vestido, contemplándolos el jefe francés estupefacto.

—¿Con que este caballero es el general Lozada? —preguntó después de haber visto a todos, fijándose en la catadura del cabecilla.

—Sí, señor —le contestó don Carlos—, éste es el denodado general Excelentísimo señor don Manuel Lozada.

—¿Y qué idioma habla?

—Habla el español además de su idioma nativo.

—Bueno, pues que tome su alojamiento y espere las órdenes que debe transmitirle el jefe de la escuadra, que es aquí nuestro superior.

Y siguió despachando sus asuntos sin hacer ya el menor caso de aquel enjambre abigarrado de militares.

Esos asuntos fueron los de convocar la Junta de cajón para que se proclamara emperador a Maximiliano, la requisición de caballos y armas, la expedición de decretos sobre estado de sitio y pasaportes, el nombramiento de autoridades y la proclama correspondiente, explicando el cambio político que se estaba verificando. Es oportuno agregar que en esa proclama no se olvidó decir que había ayudado a destruir a los opresores el ejército del señor general Lozada.

Le llamaba general, no obstante haberle hecho saber previamente que quedaba a las órdenes de un comandante.

Muy pronto quedó convencido el jefe de la escuadra de que le servirían de muy poco aquellos auxiliares, cuando eran además multiplicadas las quejas que recibía de su mala conducta, y entonces ordenó a Lozada que le dejara sólo a un tal Tapia, que le pareció un poco más fino, con trescientos infantes y doscientos caballos, los cuales le sobrarían luego que estuvieran mejor organizados para pacificar el Departamento al lado de los franceses. Ya lo llamaría con su ejército en el caso de que más adelante lo necesitara.

Lozada entonces por primera y última vez consintió en embarcarse en un vapor, acompañado de su Estado Mayor para ir a desembarcar en San Blas, disponiendo que las tropas en secciones de poco más de mil hombres contramarcharan para Tepic, escalonadas, a fin de hacerles menos difícil la subsistencia.

La despedida fue naturalmente desabrida y mucho más cuando Lozada con su perspicacia natural había comprendido que no les caía nada bien a los franceses y que lo veían con el desvío con que se ve a un ser inferior.

Cuando iba ya navegando en medio de sus gentes, les dijo:

—Estos franchutes parece que no nos tienen en nada; pero ya verán ustedes como sin nosotros los van a volver bolas los de Corona y Martínez, que saben pelear, porque son tepiqueños.

Y no sabía que a la vez eran destrozados quinientos de los suyos que habían quedado de destacamento en el Rosario, en los cuales el jefe liberal Anacleto Correa hizo una carnicería espantosa.

En cambio, los lozadeños que estaban en Concordia cogieron al paso al jefe político de Rosario, que había salido de Cacalotan en busca de Corona, con unos quince hombres de escolta, a todos los cuales los convirtieron en menudos pedazos junto a las tapias del cementerio. Ese desgraciado jefe político que tuvo tan mala suerte se llamaba don Miguel Figueroa.

Las tropas lozadeñas en su prolongada retirada siguieron sosteniendo frecuentes combates, en que si bien ellos tuvieron la peor parte, no dejaron de hacer muchas bajas en las filas liberales, cebándose con furor en los que por cualquier circunstancia llegaban a caer en sus manos.

Los dos jefes franceses el de la Marina y el de la Plaza se restregaban las manos cada vez que recibían noticias de una matanza, y exclamaban:

—Que se acaben, nada importa, al fin que unos y otros pertenecen al país conquistado.

Lozada fue recibido por los suyos con gran alborozo en San Blas y por todo el camino se le tributaron grandes agasajos hasta llegar a Tepic en donde se le hicieron los honores de triunfador.

Cuando se vio libre de los festejos, se fue a San Luis a visitar su tesoro, por el cual había pasado grandes inquietudes. El sótano estaba intacto. Después de haberse estado seis horas encerrado contemplando su oro, plata y joyas de diversos valores, agregó cincuenta onzas que sacó del bolsillo suspirando.

Aquella campaña tan trabajosa no había sido nada productiva.

XV. ¡Mar de sangre!

Un año largo permaneció Lozada en la más completa inacción, gobernando según su mal saber y entender todo el Cantón de Tepic, del cual sacaba cuanto quería así como de la Aduana de San Blas que estaba a su cargo, teniendo para ello el pretexto de la manutención de sus fuerzas, no obstante que como de costumbre, estaban en su mayor parte disueltas. Era dicho caudillo una carga bien pesada para el Imperio, pero había que contentar sus pretensiones hasta donde fuese posible porque era a la vez un aliado que se consideraba útil tanto para que no dejara extender a los liberales en sus operaciones por aquellos rumbos, como para que pudieran refugiarse allí los imperialistas que fueran derrotados. Hasta ya entrado el mes de marzo de 1865 recibió órdenes apremiantes de los comandantes militares de Mazatlán y Guadalajara para que escogiera tres mil hombres de los más aguerridos y de los mejor armados de infantería y caballería con objeto de dirigirse a Sinaloa para expedicionar en combinación con las columnas francesas que iban ya a moverse contra las fuerzas liberales que habían obtenido varios triunfos y que desplegaban tal audacia que no cesaban de asediar a Mazatlán, no obstante haberse arrasado todos los pueblos de donde recibían provisiones. No se les había dejado más que un páramo en cuarenta leguas a la redonda y en ese páramo sin embargo estaban operando con increíble audacia. Era necesario pues destruirlos echándoles encima siete mil hombres, que eran los que iban a completarse para emprender sobre ellos una campaña decisiva.

Práxedis Núñez seguía siendo el niño mimado de Lozada y a él fue a quien primero hizo que le leyera el secretario Oceguera las comunicaciones.

—¡Hum! —dijo Práxedis—, ¿pues no nos echaron de Sinaloa porque dizque no les servíamos para nada?

—Ahora han visto ya que sin nosotros se los están comiendo vivos —le contestó Lozada.

—Y qué dice de eso mi general, ¿hemos de ir?

—Para eso he dicho a Oceguera que te lea eso, para que tú des tu parecer.

—Por una parte es bueno ir para que les probemos que valemos mucho; pero por otra ¡quién sabe!

—Al cabo nos dan tiempo para pensarlo, porque quieren que salgamos de aquí el día 15 del entrante.

—Pero habrá que decirles si salimos o no.

—Ya he dicho a Oceguera les conteste que estamos listos y que cuando sea tiempo nos repitan las órdenes. De esa manera podremos poco a poco reunir a la gente.

—Está bien, entonces me iré yo a mi comandancia de Atonalisco para llamar a los míos.

—¿Cuántos vas a juntar tú?

—De quinientos a seiscientos, todos de pelea.

—Pues será bueno que los juntes como para el 8 de abril y yo te avisaré cuando han de bajar.

—¿Entonces puedo estarme otros tres días en Tepic?

—Sí.

Práxedis saludó y se fue.

Quedó pues decidido así, entre querer y no querer, que la expedición se organizaría a fin de estar lista para cuando se recibiera el aviso definitivo de los comandantes franceses.

Práxedis Núñez, como todos los bandidos que había evocado la Sierra de Alica, íbamos a decir, el averno, tenía todos los vicios; pero el que lo dominaba más que todos era el de la lujuria.

Tenía una cuñada joven, graciosa, espiritual y honrada, de la cual se había prendado en sus excursiones a Tepic, en donde ella vivía modestamente con su familia.

Vestía con decencia, tenía maneras delicadas y su conversación demostraba que había recibido buena educación. Era el polo opuesto de Práxedis y por consiguiente, aunque le manifestaba cariño por ser de la familia, veía con horror sus indelicadezas y sus crímenes.

—Vamos a entrar otra vez en campaña —le dijo Práxedis sentándose cerca de la ventana donde ella estaba cosiendo.

—¿Tienes que marchar?

—Sí, salgo pasado mañana a organizar las tropas.

—Pues Dios te saque con bien, hermano, yo por tu mujer y por todos nosotros mejor te quisiera ver pacífico trabajando.

—¿Te quieres venir conmigo a Atonalisco?

—No, ¿qué voy a hacer?

—Ya sabes que sin ti no puedo vivir.

—Hombre, por Dios, cállate, ¿qué diría mi hermana si te oyera?

—Ya le he dicho que me equivoqué cuando me casé con ella y que a ti es a la única mujer que quiero.

—Pues yo aunque tú no estuvieras casado no podría quererte.

—¿Por qué?

—Porque ya sabes que estoy comprometida, que tengo novio.

—¿Quién es?, ¿cómo se llama?

—No puedo decírtelo.

—Ya lo conozco, es ese joto de Eustaquio Cárdenas. Puedes creer que has firmado su sentencia de muerte si no me correspondes.

—Práxedis, yo te quiero bien: no me hagas que te aborrezca.

—Ya te lo digo: si mañana no me dices que sí, pasado mañana lo mato.

Ricarda no creyó aquellas amenazas, omitió prevenir a su novio del peligro que corría por delicadeza, se rehusó terminantemente a las pretensiones de Núñez y el joven Eustaquio fue asesinado vilmente en la calle por el bandido quien se fue en el acto para Atonalisco a fin de evitar alguna represión de sus superiores, o tener que dar explicaciones a los jueces lozadeños.

Todavía no se borraba la impresión de aquel horrible suceso, cuando se cometió el rapto de Ricarda Oria por una banda de forajidos acaudillados por Eugenio Vergara que fungía como capitán en las fuerzas de Núñez. La joven opuso una resistencia tenaz, pero sus gritos fueron ahogados, hizo Vergara que la acomodaran en la silla del caballo que montaba, la sujetó fuertemente entre los brazos y echó a correr camino de Atonalisco adonde llegó al día siguiente con su preciosa carga.

—¿No te lo dije que habías de ser mía? —le dijo Núñez luego que le fue entregada.

—¡Infame!, ¡infame! —exclamó la joven.

El bandido mandó que la encerraran en la habitación que tenía dispuesta para satisfacer sus apetitos criminales.

La sociedad de Tepic se estremeció de indignación, todo el mundo decía en voz baja que aquello era terrible y cada cual tembló por la tranquilidad de su hogar y por el honor de su familia, y aunque llegaron las quejas a oídos de Lozada, que hacía alardes de moralidad desde que era aliado de los franceses, se conformó con exclamar:

—¡Ah, qué Práxedis!

Se repitieron las órdenes para que la expedición sobre Sinaloa se efectuara, pero recomendando el mayor sigilo a fin de sorprender y destruir las par tidas de liberales que ocupaban algunos pueblos desde Guajicori: así lo hizo Lozada mandando interceptar los caminos previamente con aquellas partidas para que nadie diera aviso. De esta manera logró caer de súbito sobre el general Perfecto Guzmán que estaba en el mismo Guajicori, al cual le hizo muchos muertos y heridos, fusilando en el acto a los ocho infelices que cayeron prisioneros. El pueblo fue incendiado, así como el rancho del Torete, en donde terminó la refriega.

Al día siguiente cayó Lozada también de improviso sobre el pueblo de Moloya en el cual estaba el hospital militar de los republicanos: murió el capitán Antonio Urbina, se dispersaron los diez soldados del destacamento y fue ocupada la casa en donde estaban treinta y cinco enfermos en sus camas, unos curándose las amputaciones, otros con la fiebre y todos imposibilitados de moverse, una vez que no se encontraban allí más que los moribundos.

—¿Qué hacemos con ésos? —le preguntó Galván.

—Matarlos a todos.

—Son los heridos graves y todos están ya muriéndose.

—De todas maneras, son enemigos y se matan.

¡Y entró la turba y los acuchillaron a todos sin perdonar a los curanderos, ni a un muchacho de trece años que había ido allí a ver a su padre!

Al día siguiente se sorprendió otra pequeña fuerza de los republicanos en las Estancias, que también fue destrozada lo mismo que lo fue la que mandaba Camilo Isiordia en los ranchos del Rincón, haciéndole quince prisioneros, que fueron inmolados sin misericordia.

Llegó Lozada con sus huestes al Rosario, allí supo que el jefe Gutiérrez estaba en Mataton con cien hombres, y le destacó quinientos hombres montados para destrozarlo; pero ya no fue ese republicano sorprendido porque había cundido la alarma y antes bien uniendo sus fuerzas con otra de ciento cincuenta dragones mandados por Ángel Martínez, hicieron frente ya reunidas, a las lozadeñas en Moloya, desde donde las fueron acuchillando hasta el Rosario, poniéndoles fuera de combate más de doscientos indios.

Allí se encontraron con el grueso de las fuerzas de Lozada, y tuvieron que volverse dejándolo dueño del campo.

Pero como los franceses habían salido también de Mazatlán en virtud de la combinación, los combates se multiplicaron, los republicanos se sintieron al fin en gran inferioridad y tuvieron que huir el bulto como pudieron, yéndose para el rumbo de Culiacán, adonde los imperialistas a pesar de contar con un cuerpo de ejército de más de seis mil hombres no se atrevieron a seguirlos.

Así concluyó por de pronto esta campaña.

Como a Lozada no se le dejó entrar en Mazatlán y todos los pueblos y ranchos estaban convertidos ya en cenizas, tuvo por conveniente volverse para sus madrigueras, no sin dejar los puntos que tocaba, como si hubiera pasado por allí la langosta. Ya no había en una extensión de muchas leguas ni casas, ni habitantes, ni ganados, ni siembras, ni nada, más que una prolongada y triste desolación, ni solía verse otra cosa a derecha e izquierda de los caminos que cruces toscas de madera que indicaban los lugares de las hecatombes.

Lozada, sin embargo, al regresar a Tepic quiso llamar la atención del mundo entero, dando engrandecimiento a sus dominios y ofreció toda clase de garantías, principalmente al comercio que quería tomara gran impulso, estando casi nulificados por la guerra los demás puertos del Pacífico. A ese fin hizo saber a los Estados limítrofes que San Blas estaba expedito para que entraran toda clase de mercancías y que existía de ellas un buen depósito en la cabecera del Cantón, adonde podían acudir con toda libertad los comerciantes, seguros de que serían escoltados ellos y sus cargas, a la vez que sus personas e intereses serían bien garantizados por el Cuartel General y las autoridades civiles y militares que de él dependían.

En virtud de ese ofrecimiento y de otras franquicias que estableció para que los caminos se vieran otra vez transitados por las gentes de negocios, empezaron a caer a Tepic uno que otro comerciante de los pueblos de Jalisco, de Zacatecas y Durango, y de la última ciudad de este nombre llegaron cinco a la vez con un atajo de mulas y con ocho o diez mozos bien montados y armados.

Supo Lozada que eran personas de importancia y que podían servir para hacer buena propaganda a su regreso en las poblaciones y los invitó a pasar unos días en San Luis, en donde les regaló el primer día opíparamente, esto es, opíparamente al estilo del país, haciendo que se les sirviera una mesa de platos llenos de carne asada, de gallina y guajolote en mole y en pipián, de chiles rellenos, frijoles, quesos frescos y pescados de los muy buenos que hay por allí, tanto en las corrientes como en los esteros, llevándolos por la tarde a ver los alrededores a caballo. Al siguiente día también se les trató muy bien y por la noche los invitó a jugar albures, dejándose ganar unos doscientos o trescientos pesos, y por fin, al tercer día después de otros agasajos los despidió dándoles una pequeña escolta de tres hombres, pero diciéndoles que con uno bastaba que fuera reconocido para que pudieran ir hasta los límites del Cantón completamente seguros.

Los comerciantes habían adelantado sus cargas, así es que ya no tuvieron que volver a Tepic, sino que fueron a tomar el camino del pie de la sierra con dirección a Durango, pasando por Atonalisco. Allí Práxedis Núñez devolvió la escolta de Lozada y se ofreció a acompañar él mismo a los viajeros con unos 25 hombres.

—Pero, señor coronel —le dijo el que hacía cabeza—, ¿cómo va usted a molestarse? Nosotros no podemos consentir en que usted personalmente nos acompañe.

—No tengo ningún quehacer y me sirve de diversión. Voy de todos modos.

Ya en el camino los cinco comerciantes, que también habían adelantado a los mozos, para que fueran con la carga, se hacían lenguas ponderando el buen trato que les había dado don Manuel, al cual pintaban todos como un monstruo, no siendo en realidad sino un finísimo caballero.

Práxedis ios dejó hablar, aprobando con la cabeza, hasta llegar a un lugar montuoso en que a una señal suya fueron los cinco a la vez heridos por la espalda. Una vez que los acabaron de matar, mandó que fueran echados los cadáveres a un barranco después de despojarlos de cuanto llevaban.

—Ahora si es preciso fusilar a Práxedis —exclamó Lozada cuando se le dio noticia de aquella iniquidad.

Pero casi al mismo tiempo se le presentó Práxedis, quien arrodillándose y besándole las manos le dijo:

—Señor general, eran espías de Corona, se lo dijeron ellos mismos a Braulio Ávila que está allí para testificarlo, al cual quisieron sonsacar con dinero y por eso he mandado que les dieran muerte. Ahora fusíleme Vuestra Excelencia.

Don Manuel abrazó a Núñéz y le mandó regalar el mejor de sus caballos en signo de agradecimiento.

XVI. La neutralidad

En el mes de febrero de 1866, a los nueve meses justos de los grandes descalabros que habían causado los franceses a los republicanos de Sinaloa, con el eficaz auxilio de Lozada, hasta el punto de haber asegurado en documentos oficiales el prefecto de Mazatlán que la pacificación del Estado estaba asegurada, ese mismo puesto se veía otra vez asediado por numerosas partidas que mandaban Ángel Martínez, Adolfo Palacio, Jorge Granados, Guerra, Tolentino, Parra y todos los demás militares y guerrilleros que obedecían al general Corona, formando tales partidas un número como de tres mil hombres muy bien armados y municionados, merced a un buque lleno de pertrechos intervencionistas que había caído en sus manos, por astutas combinaciones, y merced también a las victorias que habían obtenido en otros rumbos, así como a los auxilios que les había mandado el cónsul mexicano Godoy desde San Francisco, pues que don Plácido Vega, encargado por Juárez de la compra del armamento no daba señales de vida por aquel entonces.

Bajo tales circunstancias fue cuando se pensó en darles otra batida más formal y decisiva que la primera, contando con que entraría en las maniobras militares el general Lozada, no obstante que parecía haberse ido muy disgustado la última vez porque no se le había dejado entrar a Mazatlán, ni mandar en jefe las columnas expedicionarias en el interior de Sinaloa.

Con objeto de hacer que Lozada cobrara confianza y concurriera a las operaciones militares, para las cuales no se le suministraban recursos, supuesto que tenía los del Cantón y los del puerto de San Blas, se creó una plaza ad honorem para don Carlos Rivas, la de comandante general del Departamento, en cuya plaza no tenía más quehacer que firmar una que otra comunicación, sin poder salir a campaña ni organizar expedición alguna, grande ni pequeña, una vez que todo lo de la guerra estaba a cargo de los franceses.

Así, pues, don Carlos suplicó a Lozada en lo particular, y le ordenó oficialmente, que se alistara para concurrir a una nueva campaña sobre Sinaloa en combinación con fuerzas francesas expedicionarias.

Lozada contestó a la carta confidencial diciéndole que él era su amigo y podía mandarle cuanto quisiera, que por ser él quien se lo ordenaba concurriría a la combinación y siempre seguiría atendiendo en todo y por todo sus menores indicaciones; pero en la contestación oficial, que fue seca, le dijo que iba a cumplir su orden bajo la inteligencia de que no se subalternaría a ningún extranjero y de que él mandaría siempre su columna lo mismo que a los jefes de menor graduación que combatieran a su lado.

Tal orgullo, y más tratándose de un hombre oscuro, que no sabía leer ni escribir, y que había comenzado su carrera mandando una gavilla de salteadores, no pudo menos que hacer sonreír a los mandarines franceses, reservándose a obrar, por supuesto, como mejor les conviniera en su oportunidad.

Arregladas, pues, las fechas de los movimientos, que era lo principal para abrir la campaña, salió Lozada de Tepic con cerca de cuatro mil hombres, haciendo, como siempre, sus marchas con la mayor reserva, de tal modo, que sorprendió nuevamente al general Perfecto Guzmán en Guajicori el 24 de marzo. Este buen don Perfecto, obrando en contradicción con su nombre, pues que estaba allí para cuidar a los republicanos de la presencia de Lozada, tenía siempre la imperfección de dejarse sorprender estando de avanzada.

Fusiló Lozada a los prisioneros y a los heridos y siguió adelante.

Entró a la ciudad de Rosario el día 29 y no encontrando allí a las tropas francesas, según esperaba, ni instrucciones ningunas sobre la combinación, prosiguió la marcha, y entró en Aguacaliente el 31, en donde ya supo que la columna francotraidora compuesta de setecientos hombres había salido de Mazatlán el día anterior: la mandaba el teniente coronel Roig: éste ordenó a Lozada que se le incorporara en Siqueros, pero don Manuel sin constestarle siquiera, torció para Concordia.

—Yo no necesito de los franceses —dijo a Oceguera—, ni para entrar a Mazatlán, ni para tener donde quiera un encuentro con los juaristas.

Y el caso fue que a poco ya empezó a verse muy apurado porque las fuerzas republicanas mandadas por Corona y que se interpusieron entre ambas columnas para evitar su reunión, se presentaron luego al frente de Concordia en actitud hostil.

He aquí lo que pasó, según los partes rendidos por los jefes, y según lo referido al autor por testigos presenciales.

Los lozadeños estuvieron entrando al pueblo de Concordia en pelotones desde la una de la tarde; pero se esperó a que se reunieran todos y tomaran posiciones para atacarlos. A las cinco de la tarde se presentó Corona en las lomas y allí formó tres columnas de cerca de cuatrocientos hombres cada una y mandadas por los jefes Rubí, Parra y Gutiérrez, quedando Corona con una reserva. Al coronel Crespo lo destinó a vigilar a los franceses en Siqueros y a simularles ataques, pero casi resultó inútil el ardid porque aquéllos no se movieron de sus puntos en auxilio de Lozada y se limitaron a contestar el tiroteo muy flojamente.

La reunión completa de los republicanos que no se pudo hacer frente al enemigo, la organización de las columnas y la distribución del parque, fueron causa de que se perdiera un tiempo precioso, y así fue que el asalto comenzó a las seis de la tarde. Esto es, no se dejó más que un cuarto de hora, media hora a lo más, en perspectiva de luz para el combate. Hasta a los mismos soldados se les oía decir:

—Es seguro que nos vamos a hacer bolas.

Lozada había tenido bastante tiempo para prevenirse, y en tal concepto, ocupó las alturas con infantería y atrincheró las calles, tomando la buena medida de sacar fuera de la población la caballería para cargar con ella por la retaguardia al enemigo cuando fuera oportuno. Él mismo se puso al frente de su fuerza montada por dos razones: primera, para estar más libre de manera de poder escaparse, si era necesario, y segunda, porque cuando estaba lejos de sus terrenos no le gustaba pelear a pie sino a caballo.

Con lo que sí recibieron cierta sorpresa los lozadeños, fue con el ataque que se les dio casi al cerrar la noche, pues los preparativos que hacían era en la creencia de que el combate se verificaría con la primera luz del día siguiente.

Las tres columnas nombradas por Corona se precipitaron sobre la plaza de Concordia, dos de ellas combatiendo con arrojo temerario, aunque la tercera que mandaba el coronel Eulogio Parra se pasó de largo para el punto llamado Jacobo, por una de dos causas: o por haber entendido mal las órdenes o por insubordinación, cosa que era muy frecuente entonces en que se desconocía completamente la disciplina militar. Es más que probable que Parra dijera para su capote:

—Yo no soy tan estúpido de ir a entregar mi gente a estas horas en que la próxima oscuridad hará que nos matemos unos con otros.

Y quiso ante todas las cosas mantener intactas sus fuerzas para hacerse valer.

Las dos columnas que mandaban Gutiérrez y Rubí, que fueron las que se batieron con bizarría, no sólo arrollaron los obstáculos que se les opusieron, sino que llegaron a las dos plazas que tiene en el centro la población; pero allí recibieron un nutrido fuego de las tropas de Rosales y Nava que estaban posesionadas de las alturas, a la vez que Lozada en persona al frente de su caballería y del escuadrón Núñez atacó a las columnas de Corona por la retaguardia.

Lo particular de este caso estuvo en que la columna de caballería de Lozada fue rechazada por los mismos suyos que le hicieron un fuego vivísimo desde las azoteas. Vuelto este jefe a los suburbios, se encontró con Oseguera que era ayudante, secretario y jefe de una batería de cañones, al cual le dijo:

—Pronto vaya usted con un obús y la infantería de Puga hacia el norte para batir al enemigo por el flanco.

—Sí, mi general —gritó Oseguera, y fue a cumplir las órdenes, quedando completamente cortado de los suyos.

Pero esto nadie lo sabía, porque eran ya las nueve de la noche y todos estaban fusilándose unos a otros, sin saber cuáles eran los amigos y cuáles los enemigos. Los únicos que se mantenían firmes eran los de arriba, que hacían fuego para donde quiera que veían hacer disparos.

Lozada tomó otro rumbo, se encontró con una caballería enemiga que huyó espantada creyendo que aquél era un auxilio que les llegaba de Mazatlán a los de la plaza. Entonces el jefe imperialista, ya encontró una calle despejada por donde dirigirse al centro de la población, pero por más esfuerzos que hizo no logró hacer que los suyos lo reconocieran en la oscuridad de la noche.

El asalto se prolongaba sin orden ni concierto, es decir, no era asalto aquello sino una confusión de que nadie podía dar cuenta exacta.

El general Corona se había quedado a poca distancia con la reserva, sin decidirse a avanzar, porque no sabía cuáles eran los puntos que ocupaban los suyos, ni cuáles aquellos en que se sostenía el enemigo, pues observaba que los fuegos eran cruzados por todas partes y que parecía haber pequeños combates, tanto adentro como en las orillas de la población. Mandó dos ayudantes y no volvieron porque cayeron en poder de la caballería lozadeña que rondaba por las afueras sin poder entrar a la plaza.

Si el general Corona estaba probablemente arrepentido de haber ordenado un ataque tan descabellado, Lozada no estaba menos inquieto viéndose cortado y considerando que Oseguera y su artillería habrían caído tal vez en poder del enemigo. Veía que los de las alturas se sostenían, pero temía que se les acabara el parque o que se desmoralizaran viendo que no recibían ningún auxilio. Por otra parte, sabía que Corona estaba allí cerca con 400 hombres de refresco y que con la menor carga decidiría a su favor aquella jornada. Así fue que su plan, por de pronto, fue ordenar la retirada, pero salvando todas sus fuerzas, y se dirigió en seguida al norte en donde estaba Oseguera, teniendo cuidado de mandarle avisar que iba a acercarse para que no le hicieran fuego. Su temor era que hubiera caído aquel jefe en poder de los republicanos, pero sucedió que de milagro se había salvado, no obstante encontrarse en completo aislamiento.

Entonces Oseguera le dijo lleno de alborozo:

—Gracias a Dios, mi general, que llega tan a tiempo: acabo de rechazar una columna enemiga y ha caído muerto el jefe de ella, general Gutiérrez y un coronel que lo acompañaba. Es el momento de cargar.

El coronel muerto era Onofre Campaña.

Lozada, tras esa noticia, ya no tuvo más que hacer un empuje para poner en fuga a los liberales que dejaban escapar la más fácil de las victorias. Allí mismo triunfan de seguro si se han batido también las fuerzas de Parra y Corona, pero con plena seguridad si el asalto se aplaza para la nueva aurora, como estaba indicado, una vez que era del todo irracional un ataque nocturno.

Lozada confesó en su parte que se había visto en grandes aprietos, que había quedado bastante destrozado; pero como también supo al día siguiente que el enemigo iba en total dispersión, agregó sentenciosamente: «Por lo expuesto, comprenderá V. E. que todo el grueso de las fuerzas enemigas que manda Corona, han sido batidas y derrotadas y que sólo resta saber aprovechar el triunfo, persiguiendo tenazmente a los dispersos, para que no se vuelvan a organizar nuevamente».

El hecho, sin embargo, fue que quedaron todavía algunas fuerzas organizadas y que hostilizaron a los franceses que volvieron a entrar a Mazatlán hasta cerca de los muros de la plaza, sin que Lozada pudiera ni siquiera prestarles en su retirada el menor auxilio: antes bien, después de dar algún reposo de pocos días a sus fuerzas, comenzó a retirarse otra vez para sus terrenos, disgustadísimo porque lo habían dejado abandonado a su suerte en Concordia y por haberle querido subalternar a un jefe de inferior graduación. De este último se vengó en sus partes, llamándose a sí mismo general en jefe de la División de operaciones sobre Sinaloa.

Luego que se supo en Mazatlán que Lozada contramarchaba, se le mandaron correos tras correos, diciéndole que se detuviera para continuar la campaña, pero el nuevo general de División contestó enfáticamente. «Se me han agotado las municiones, y sería necesario que me las repusieran, soy general de División reconocido por el Imperio, y sería también necesario que la plaza con su guarnición se pusiera a mis órdenes», y como no se le dio gusto en esto, continuó retirándose, viniendo a suceder que el 18 de junio, dos meses después de su victoriosa expedición, fuera derrotada la guarnición que tenía en Santiago, al mando de sus jefes Agatón Martínez y José Tapia, por el tantas veces derrotado general Perfecto Guzmán.

El día 8 de julio se presentó repentinamente en Tepic el general Carlos Rivas, comandante general del departamento de Sinaloa, que había desembarcado en San Blas y llamó a Lozada que estaba en San Luis para que tuvieran una conferencia importante en Tepic.

—¿Qué hay? —le preguntó Lozada que había acudido luego a la cita.

—Hay lo que menos pudiéramos figuramos: el ejército francés se retira dejando solo al emperador Maximiliano.

Lozada se quedó de una pieza, y por más que fuera su ignorancia sobre las cosas públicas, no pudo menos que exclamar:

—Pero Maximiliano solo no podrá defenderse contra los juaristas.

—Claro que no, y comenzando por Sinaloa que está todo en poder del enemigo, menos Mazatlán, que ocupará también luego que salgan los franceses, se pondrá ya en actitud de invadir Durango y Jalisco.

—¿Y usted don Carlos, que es el comandante general del Departamento…?

—Ya no soy nada: yo había aceptado ese cargo que fue puramente fantástico, como te dije en su oportunidad, para sostener nuestra situación en Tepic; pero ya lo renuncié una vez que no tiene objeto.

—¿Y qué opina usted don Carlos que hagamos ahora?

—Esperar a ver lo qué sucede: no podemos romper nuestros compromisos con el Imperio, porque nos quedamos en el aire; no podemos tampoco exponer nuestros elementos ayudándole, de manera que creo debemos permanecer neutrales.

—¿Y qué es eso?

—Declarar que no nos metemos ni con unos ni con otros hasta poder ver con toda claridad lo que sucede.

—Está bien.

Lozada fue y dijo a Oseguera que le redactara una proclama respecto de aquello que llamaba don Carlos la neutralidad y apareció el documento el 18 de julio de 1866 en que dijo que ya había hecho entrega de todos sus elementos de guerra (que nadie recibió) y que se retiraba a la vida privada para atender a sus negocios: además daba muchos consejos a sus subordinados, entre los que no se omitía el de prevenirles bajo las más severas penas que estuvieran listos para reunirse cuando los llamara, quedando, como siempre sujetos a su obediencia.

La neutralidad de Lozada, por más que no tuviera ninguna significación para los republicanos, aterró a los imperialistas, que perdían, aunque no fuese más que aparentemente, un poderoso aliado.

XVII. El castillo de naipes

Triunfó la República, y en los meses que siguieron de lucha hasta el fusilamiento de Maximiliano, Lozada permaneció dentro de la neutralidad que se había propuesto, disponiendo a su antojo del Cantón de Tepic, de sus rentas y de sus habitantes, pues aunque puso a otros hombres como autoridades, simulando que él no se metía en nada, todos le obedecían, y él, por su parte, seguía viviendo en San Luis rodeado de su secretario, empleados y Estado Mayor, esto es, seguía allí establecido el Cuartel General, y concurrían con frecuencia sus comandantes a quienes ya había hecho coroneles y hasta generales, a recibir órdenes suyas.

En el momento en que volvemos a presentar a nuestro héroe con los lectores, lo encontraremos en su cama convaleciente ya de las heridas causadas por un cohete de dinamita que le estalló en las manos un día en que pescaba en un estero por medio de ese reprobado sistema, habiendo además perdido el ojo derecho en aquel accidente. El general don Plácido Vega acababa de sentarse en una silla que estaba cerca de la cabecera.

—¿Y cómo ha amanecido usted ahora, general? —le preguntó Vega, sonriéndole muy cariñoso.

—Ahora estoy bien: ya puede, amigo don Plácido, contarme eso.

Don Plácido se acarició su profusa barba, fina como la seda, dio a sus grandes ojos la expresión de bondad que acostumbraba y con voz tan dulce como el murmullo de un arroyuelo —seános permitida esa frase poética en medio de tantas tan descarnadas como hemos dicho, porque en realidad don Plácido sabía hacer su acento más tenue que una música—, comenzó a hablar así:

—General: desde que conocí y traté a usted en Tepic, me formé la idea de que no había otro hombre más apto para las grandes empresas, supuesto que por su solo esfuerzo, desde la más humilde esfera ha llegado a general de División, y guiado por ese juicio tan verdadero, fue como solicité la liga entre nosotros, liga que por circunstancias completamente extraordinarias no ha podido aún dar sus frutos. Vino la guerra extranjera y como usted formó la alianza que creyó conveniente, yo consideré caballeroso separarme de la escena para no tener que combatirlo, hice enojo formal, como usted lo supo, cuando vino Corona a combatirlo sin tener órdenes mías, y permanecí en San Francisco de California tres años, en espera del desenlace de los acontecimientos. Las armas y pertrechos de guerra que desembarqué en Topolobampo eran para nosotros, usted lo comprende bien, porque a no haber sido así, las hubiera traído antes y no cuando el gobierno de Juárez ya no las necesitaba; pero por la más grande de las fatalidades llegué cuando todavía no marchaba Corona para el interior, y cayeron en su poder precisamente en los momentos en que más le aprovecharon, una vez que ya pudo completar con ellas el ejército que llamó de Occidente, y con el que pudo marchar al interior de la República. Para desviar las sospechas que comenzaban a llover sobre mí, tuve que ir a presentarme a Juárez en Chihuahua; mis enemigos habían trabajado en su ánimo; me recibió mal, de lo que yo me alegré, porque eso me dejaba en más libertad para realizar nuestros planes; aproveché en la travesía la oportunidad para desprenderme del gobierno que se iba para San Luis a esperar el resultado del sitio de Querétaro, me vine por la sierra de Durango, de incógnito, y antes de llegar a Sinaloa, quise venir aquí con dos objetos: primero, el de verlo, saludarlo y ponerme a sus órdenes; y segundo, aunque sé que usted no tiene más que una palabra, con el de preguntarle si no ha cambiado de parecer respecto de nuestro compromiso.

Lozada se volvió a verlo con el ojo que no tenía vendado, y le dijo muy despacio, como hombre que tuviera mucho trabajo para hablar, aparentando por supuesto una gran debilidad:

—Don Plácido: con este mal que tengo, que me hace muchas veces renegar de la vida… con todo lo que ha pasado… con ese diablo de guerra tan sin provecho como la que por cuatro veces fui a hacer a Sinaloa ayudando a los franceses, en que perdí tantos oficiales y tantos soldados… con las noticias que han llegado y con las que todavía pueden llegar, no tengo cabeza para nada. Lo único que puedo decirle ahora es, que se quede aquí o en Tepic, donde más le guste, y estará libre de persecuciones, teniendo con nosotros cuanto necesite.

—Gracias, general, no esperaba menos de un amigo tan hombre como usted, y acepto con regocijo la hospitalidad que me ofrece, tanto porque aquí estaré más tranquilo que en ninguna otra parte, como porque podré vigilar que se haga bien su curación, pues en curaciones de heridas y quemaduras entiendo yo mucho; y principalmente, porque para cuando se recobre del todo, será mejor que hablemos de viva voz de nuestros proyectos, y no escribirnos, como tendría que suceder si yo fuera a ocultarme en cualquier rincón de Sinaloa, como pensaba. Además, ahora que Juárez está triunfante, no será difícil que se piense en emprender algo contra usted, y me agradaría ayudarle peleando bajo sus superiores órdenes.

El resto de la conversación fue ya muy cordial, porque don Plácido que era muy perspicaz conocía el terreno que pisaba, adivinó que ya otros habían incrustado ideas desfavorables en la dura cabeza de Lozada y se propuso irlas borrando a fuerza de astucia, a fuerza de palabras melosas y hasta de pequeñas humillaciones. Así fue que oyó con atención los pormenores de la pesca y del cohete de dinamita que había causado a don Manuel la desgracia de perder una mano y un ojo, haciéndole entender que él iba a proponerse suplir aquellas dos terribles pérdidas, con su asiduidad. En caso de una campaña peligrosa allí estaba él para afrontarla con su experiencia de los hombres, de las armas y de la táctica militar.

Lozada acabó por abrir bien el ojo bueno, fijarle una mirada de niño mimado y decirle:

—Bueno, don Plácido, usted y yo juntos valemos mucho pues.

En los días siguientes don Plácido no abandonó ni de día ni de noche la cabecera del enfermo, y cuando éste se levantó lo acompañó a dar pequeños paseos fuera del pueblo, a pie y a caballo, hablándole siempre de sus planes de conquista y de la República de Occidente.

El general Vega era lento, de una lentitud desesperante para todo aquello en que se metía, pero tenaz y machacón, así es que después de algunos meses de paciente trabajo, se hizo el alma de Lozada, más que el alma, su absoluto dominador; así daba allí órdenes a los comandantes, como recibía a personas extrañas que jamás hubieran pensado en atreverse a pisar los dominios de El Tigre de Alica. De esa manera organizó sin que éste lo supiera el año de 70 una expedición pirática al puerto de Guaymas, mandada por uno de sus edecanes, llamado Fortino Vizcaíno, el cual extrajo de allí, cayendo de sorpresa con gente armada, setenta mil pesos, mucho armamento y cargas de efectos que pudieron llegar a San Luis sin el menor entorpecimiento.

Juárez absorto en las revoluciones promovidas por el descontento que sembraron tanto la convocatoria para las elecciones que fue muy impolítica, como la disolución del ejército que fue más impolítica todavía; y absorto principalmente ante las amenazas de los grupos oposicionistas que minaban su poder en la capital, no hizo gran caso de Lozada, contentándose con nombrar, de acuerdo con éste, como jefe político de Tepic, a un señor San Román, que sin duda era muy buena persona, pero que era también más lozadeño que juarista. Así fue como todos los enemigos de Juárez, de todos los matices, tuvieron un refugio seguro durante su administración en el Cantón de Tepic, sin que el jefe político pudiera evitar que se reunieran ni que conspiraran, ni que acumularan elementos allí, bajo la pena de muerte que le habría aplicado sin consideración el señor de aquella tierra. Lo más que se le permitía era que cultivara relaciones oficiales con Juárez y que le dijera algo de lo que pasaba.

Don Plácido Vega, con el golpe dado a Guaymas astuta y sigilosamente, subió muchas toesas de estatura ante Lozada que murmuró al recibir el gran botín de aquel pillaje puesto a sus pies:

—Ninguno de los míos hizo jamás una hazaña semejante.

Juárez murió al año siguiente: la noticia se solemnizó con repiques y cohetes en Tepic, San Luis y todos los pueblos del Cantón por orden de Lozada, no tanto porque éste tuviera nada que sentir de aquel presidente, supuesto que había tolerado tan gran poder en frente del suyo, cuanto porque se creía que era un enemigo personal de don Plácido Vega y se creía también que con el sucesor Lerdo de Tejada podían celebrarse favorables transacciones que permitieran a Vega volver a dominar en Sinaloa y tal vez extenderse a Sonora, cuyos estados necesitaba tener en sus manos para proclamar la soñada República de Occidente que ya estaba seguro de llegar a presidir en días no lejanos.

Una circunstancia que nadie esperaba vino a dar un sesgo completamente distinto a los acontecimientos.

Práxedis Núñez seguía ejerciendo su cargo de comandante militar de Atonalisco, pero como no recibía haberes para su fuerza y como además era bandido hasta la médula de los huesos, hacía frecuentes incursiones en que no sólo robaba sino que cometía terribles asesinatos, escogiendo sus víctimas entre los parientes o allegados de Galván, a quien seguía viendo como su mayor enemigo, hasta que éste puso de acuerdo a Nava y a otros jefes lozadeños para que sin consultar a Lozada reunieran su gente y fueran a atacarlo en sus madrigueras. Se reunieron más de dos mil hombres y rodearon el pueblo, pero Núñez a fuerza de arrojo logró escaparse, abriéndose paso con 150 hombres entre sus enemigos, yendo a presentarse a las autoridades nuevamente puestas a la sazón en Tepic por Corona. Este general reconoció a Núñez como teniente coronel de ejército, ofreciéndole que pronto lo nombraría coronel y comandante militar del Cantón de Tepic.

Estos sucesos despertaron los adormecidos recelos de los jefes de la Sierra del Alica, los cuales así como estuvieron conformes en que la conducta criminal de Núñez era insoportable, también consideraron la actitud de Galván, Nava y demás jefes como una rebelión. El primer impulso que sintió Lozada fue el de llamarlos a todos y mandarlos fusilar. Don Plácido fue el que lo contuvo diciéndole:

—General: lo que ellos han hecho proviene de que están deseosos de combatir, y no teniendo enemigo al frente, se pelean unos con otros.

—Pero mañana se pronunciarán contra mí como se han pronunciado contra Núñez.

—Entonces lo que debemos hacer es ponerlos en movimiento. Tenemos ya como unos veinte mil fusiles, sesenta piezas de artillería y oficialidad suficiente para un ejército de treinta mil hombres. Los pueblos de Sinaloa y Jalisco están avisados de que hemos de ir a salvarlos y nos esperan con ansia para ayudamos. Cuando estemos en Guadalajara, tendremos cien mil hombres y el gobierno mismo vendrá haciéndonos proposiciones para que nos quedemos tranquilos en el Occidente, por tal de no ver invadida toda la República. ¿Qué esperamos, pues?

—¿De modo que ya no hay necesidad de que usted vaya a Sinaloa?

—Ya no hay tiempo más que de armamos y darles un golpe por sorpresa. Si nos esperamos más, ellos nos madrugan.

—Entonces arréglelo todo, don Plácido, pero en secreto.

—Tan en secreto que sólo usted y yo sabremos hasta el momento de ponernos en marcha lo que vamos a hacer.

Los dos meses que siguieron los emplearon don Plácido Vega y Lozada en pasar revista a sus elementos y materiales de guerra, en mandar comisionados de confianza, tanto a los pueblos de la Sierra como a los de fuera de ella, a los primeros para llamarlos a las armas y a los segundos para prevenirles que estuvieran listos con objeto de hacer un levantamiento general cuando se les advirtiera. Preparaba, pues, don Plácido dos golpes a la vez: uno, la proclamación de la República de Occidente; otro, la guerra de castas haciendo levantarse contra los blancos a cinco millones de indios.

De repente, y cuando todos, en efecto, estaban más descuidados, se vieron descender como un alud las hordas feroces de la Sierra de Alica en número de quince a veinte mil hombres que se habían reunido echando mano de todos los recursos y de todas las amenazas.

El grueso principal tomó el camino de Guadalajara al mando de Vega y Lozada y tres o cuatro mil hombres el de Sinaloa y el de Durango, devastando otra vez las sementeras que apenas comenzaban a reponerse después de las recientes luchas.

Ya se comprenderán las angustias de los habitantes de los pueblos ante aquella sorpresa y ya se comprenderán también los destrozos que iban haciendo aquellos bandidos por donde pasaban, dejando sembrados el espanto y la desolación.

La guarnición de Guadalajara apenas se componía de unos 1500 hombres mal municionados, al mando de Corona, y con ellos salió al encuentro de Lozada, dejando una escasa fuerza de seguridad reforzada con algunos centenares de paisanos que ocuparon las alturas. Todas las familias estaban temblando, principalmente cuando se presentó en los suburbios de la ciudad una gran fuerza de caballería con don Plácido Vega a la cabeza, quien hizo la intimidación al gobierno para que se rindiera. Éste se preparaba a defenderse, cuando se tuvo la noticia de que el grueso de las fuerzas de Lozada había sido batido y dispersado a dos leguas de Guadalajara en un punto llamado «La Mojonera», el 28 de enero de 1873.

Con tropas tan escasas no era posible hacer a tan gran ejército de bandidos una persecución en forma, pero en su retirada fueron también hostilizados por los vecinos honrados de los pueblos, de manera que perdieron artillería, pertrechos de guerra, armamento, caballos y mulas en gran cantidad, volviendo a la Sierra muy escarmentados, a la vez que el otro cuerpo de ejército mandado sobre Sinaloa, también recibía una soberana derrota.

Así fue como comenzó a eclipsarse el astro reluciente del Nayarit.

XVIII. El tesoro

Llegaron a San Luis don Plácido Vega, Lozada y Galván con unos doscientos hombres de caballería, y el resto de la fuerza en pelotones entraron por diversos puntos de la Sierra para irse a sus pueblos y casuchas diseminadas en los cerros y en las barrancas, tan desalentados todos, que claramente daban a entender que con dificultad se podría contar con ellos para otra campaña. Habían dejado más de mil compañeros entre muertos y dispersos, muchos de los cuales eran matados por partidas de rancheros que se levantaban por todas partes para hostilizar a los lozadeños, y por lo menos para el rumbo de Guadalajara juraban que no volverían.

Otra parte de las fuerzas que iban mandando Nava, Rosales, Agatón Martínez y demás jefecillos, que parecía tener mejor organización militar, llegó a Tepic en número como de dos mil hombres, en cumplimiento de las órdenes que habían recibido sobre la marcha. Ninguno de estos comandantes estaba subalternado a otro, esto es, cada cual mandaba su fuerza, y se reunieron en el Hotel de la Bola de Oro, para acordar alguna cosa, o mejor dicho, para reflexionar sobre la situación.

Nava era uno de los más formales, y dijo:

—Yo desaprobé esa expedición cuando tuve noticias ciertas de ella en el camino, al descubrirme sus planes don Manuel…

—Que no son más que los planes de don Plácido —interrumpió Rosales.

—Sí, don Plácido es ahora el que lo arregla, o mejor, el que lo desarregla todo. Yo dije a don Manuel: nuestros indios no son para pelear con fuerzas de línea en campo raso. Así como en la Sierra cada uno vale por diez, en campo abierto se necesitan diez indios para cercar a un soldado de línea y todavía éste tiene otros recursos de táctica militar que nosotros no conocemos.

—Lo que habíamos de hacer era librar a don Manuel de este don Plácido, que es su mala sombra.

—Era lo que yo quería proponer a ustedes. Vamos, y le decimos a don Manuel: o sigue usted con nosotros, sus antiguos y leales compañeros de armas, o lo dejamos con don Plácido y nosotros nos vamos adonde Dios nos ayude. No nos ha de faltar un pedazo de tierra donde establecernos en cualquier parte.

—Eso, eso. Usted, don Domingo, va y le dice en nombre de todos nosotros que si ha de seguir con don Plácido, todos nos le vamos.

—Si yo voy a San Luis y le digo esto, me fusila.

—Pues entonces, ¿cómo hacemos?

—Llegamos allí con nuestra gente, aunque no nos haya llamado. Entonces saldrá muy enojado a reclamarnos y allí, en el campo, en cualquier punto que se nos presente, le digo delante de todos nuestra determinación, para que ustedes me sostengan.

Y una vez convenido esto, a los pocos días emprendieron la marcha, sucediendo todo como se lo habían figurado, pudiendo Nava, apenas con medias palabras, decir al general cuáles eran los sentimientos de todos los comandantes.

Lozada se puso lívido de cólera, y grandes esfuerzos hizo para contenerse en aquel momento; pero la mirada que fijó en Nava fue terrible, de modo que éste pudiera comprender la suerte que le deparaba. Luego que transcurrieron algunos momentos, dijo:

—Siempre, cuando se sufren derrotas los jefes están descontentos, lo mismo que cuando se triunfa hay unión y alegría. Si en vez de haber llevado a Guadalajara tantos correlones, hubiéramos ido con los que tan bien se supieron batir en Concordia, no estaríamos todavía ahora acobardados porque mil y pico de hombres, esto es, un puñado de soldados de línea desbarataron todo nuestro ejército, ni echaríamos la culpa a don Plácido Vega de nuestras propias torpezas, cuando él era el que tendría que quejarse de que lo dejamos allá abandonado; a pesar de lo que, vino cubriendo nuestra retarguardia y logrando impedir que la dispersión fuera más grande.

—Señor general —objetó Rosales—, cada uno de nosotros hemos hecho lo que se nos ha mandado.

—Todos hemos cumplido con nuestro deber —agregó Nava, viéndose apoyado.

—Yo no culpo a ninguno, sin embargo de que las desgracias en la guerra no vienen porque sí; yo lo que digo es, que no hay razón para que nos queramos desquitar con don Plácido Vega por la pérdida de una acción que él no ha dirigido.

—Yo creí que acá nos podíamos entender mejor nosotros solos.

—Mientras estuvimos solos nunca pudimos juntar mi dirigir más de quinientos hombres y fue necesario que vinieran a enseñamos el modo de formar tropas don Carlos Rivas y otros amigos a quienes debemos lo que hoy somos. A don Plácido le debemos más aún, porque nos ha traído dinero, armas y buenos oficiales que en poco tiempo dieron a nuestros soldados la instrucción que tienen los de línea. Lo que es a don Plácido lo tengo por amigo fiel y lo sostengo.

—Está bien, señor general, estamos a sus órdenes.

—Por ahora se vuelven a Tepic y se reparten luego en las haciendas inmediatas, mientras llega Corona que ya viene en camino para atacarnos en combinación con tropas de Sinaloa. Sin presentarle acción se retirarán luego que se aviste y antes de entrar a la Sierra recibirán órdenes sobre los puntos que deben ocupar y defender.

—Los soldados vienen cansados y quisiéramos que descansaran dos días en San Luis —le dijo Rosales.

—A San Luis no entrarán —contestó Lozada dirigiéndole una mirada preñada de desconfianzas.

—Entonces, ¿descansarán en el Arroyo?

—En donde quieran. No se olviden de mandar cuidar los caminos y de retirarse luego que se acerquen a Tepic las primeras fuerzas del gobierno.

Después de esta escena en que casi nada faltó para que los comandantes de Lozada se le rebelaran, pues que a poco se arrepintieron de no haberlo hecho, Nava dijo:

—Yo no estoy ya bien con el general.

—Ni yo tampoco —murmuró Rosales.

Los demás comandantes salvaron su opinión porque no sabían que hacer de sí mismos, cuando les faltara el apoyo de Lozada.

Pocos días después empezaron a llegar las tropas federales de la 4a División: Práxedis Núñez venía a la vanguardia mandando un cuerpo de caballería.

El 28 de febrero encontrándose ya Corona en la Sierra con más de tres mil hombres, recibió allí a 25 caciques de diferentes pueblos que acudieron a rendirle pleito homenaje. Se sometían al gobierno en su nombre propio y en el de los pueblos que representaban, jurándole que no obedecerían más a Lozada, sino al gobierno, contando con que éste les impartiría su protección.

La campaña iba haciéndose con lentitud, sin embargo de que Lozada y los suyos presentaban poca resistencia. Era que Práxedis Núñez se había ofrecido a conquistar a todos los comandantes de la Sierra sin necesidad de mucho derramamiento de sangre.

Una vez entabladas las negociaciones, Domingo Nava se pasó a las filas de Corona el 18 de marzo y poco después defeccionó también Andrés Rosales, arrastrando a otros jefecillos de menor importancia.

El imperio de Lozada comenzaba, pues, a desmoronarse.

Práxedis Núñez, que conocía bien todos los vericuetos de la Sierra, que mantenía inteligencias con los indios, y que quería, sobre todo, tomar una venganza sangrienta de Galván, pidió y obtuvo que se le dejara penetrar con mil hombres escogidos hasta Guaynamota si era necesario, lo cual le fue concedido por Corona, teniendo en cuenta que se arriesgaba muy poco en el lance. En esa virtud llevó a su gente por senderos que él sólo conocía y sorprendió a Lozada con muy pocos indios en las Guácimas.

Luego que Lozada se vio completamente cercado y que no le era posible huir, echó mano de su pistola para defenderse.

A la vez y con toda prontitud Núñez se adelantó preguntándole en voz alta:

—¿No está aquí Galván?

—No —contestó Lozada.

—Entonces usted puede escaparse solo, general, por allí donde están los míos quienes tienen orden de no hacerle daño.

A la vez le señaló la hondonada de la izquierda, en donde, en efecto, había sólo unos cuantos soldados.

—Te lo agradezco, Práxedis —le contestó Lozada—, no olvidaré este servicio.

Y sin atender a sus compañeros ni a las cargas que dejaba abandonadas, huyó por el punto que le señaló Práxedis.

La escena la presenciaron las demás tropas desde las alturas que ocupaban, pero sin comprender lo que pasaba por la gran distancia en que relativamente se encontraban. De los cincuenta indios que estaban con Lozada, treinta se escaparon como pudieron y veinte quedaron prisioneros, junto con un gran botín de dinero y varios efectos que tomó Núñez para sí, dejando las armas y lo de menos valor para el Cuartel General, al cual rindió un parte compuesto para el caso.

La campaña tuvo que suspenderse porque Lozada se había retirado a los puntos más inaccesibles de la Sierra en donde no se consideró ya oportuno seguirlo, porque escasearon los víveres y por algunas otras circunstancias, hasta que con nuevos y mejores elementos se hizo cargo de ella el general don José Ceballos. Este jefe era muy poco conocedor del terreno, pero tenía buenas dotes militares, y sobre todo, supo oír con paciencia los consejos y los informes de Núñez, Nava y Rosales, dándoles casi la dirección de las operaciones; así es que éstas pudieron ya desarrollarse en toda regla.

Lozada, por su parte, había tenido un respiro para rehacerse y ayudado eficazmente por Galván y por los pocos comandantes que le permanecían fieles, pudo organizar más de dos mil hombres para disputar al enemigo el terreno palmo a palmo desde la entrada de la Sierra.

Lo primero que hizo fue trasladar sus depósitos a Guaynamota que está completamente en el fondo de la Sierra, a unas cuarenta leguas de Tepic, destruyendo todo lo que no pudo llevarse de San Luis por falta de acémilas. De la misma manera mandó retirar los ganados y las gentes a grandes distancias dejando convertido en un páramo el terreno que había de conquistar el enemigo.

Ceballos, bien provisto de instrumentos de zapa, de puentes, de víveres y de municiones de guerra, emprendió la campaña dividiendo su ejército en dos columnas. Él tomó el mando de la que debía entrar por Puga, fuerte de tres mil hombres, mandando a vanguardia a los comandantes que habían sido de Lozada para que le despejaran el terreno a derecha e izquierda y la otra columna la fue mandando el general Tolentino paralelamente por la izquierda, pero a una gran distancia, señalándose a Guaynamota como punto de reunión.

Los primeros combates fueron simples escaramuzas y aunque no hubo pocas dificultades que vencer, pudieron avanzar ambas columnas hasta diez leguas, trepando por montañas que cada vez parecían crecer y hacerse más escabrosas. De allí para adelante se encontraron ya fortificaciones hechas en forma que no pocas veces tuvieron que tomar calando bayoneta. Cada desfiladero, cada encrucijada, cada cuesta, cada uno de aquellos senderos mal trazados entre las peñas, estaban siempre defendidos por los indios que tras de parapetos hacían un blanco seguro en los asaltantes causándoles pérdidas espantosas. Luego que ya se veían débiles abandonaban aquel punto y se replegaban a otro que siempre estaba más alto, más escabroso y más bien fortificado. Algunas veces se encontraban los de Ceballos una cuchilla fortificada, defendida a lo más por seis hombres, con los que sobraba para hacer una vigorosa resistencia. Esas cuchillas como las llamada Espinazo del Diablo en el camino de Durango a Sinaloa, son, sin embargo, más angostas y menos practicables que aquélla. Aquí los soldados con un abismo a la derecha y otro a la izquierda tenían que avanzar sobre el filo de la montaña, viendo a sus compañeros que iban por delante caer heridos rodando hasta profundidades que parecen no tener fondo.

Cuando se presentaba un obstáculo de éstos, había que sacrificar veinte o treinta hombres o hacer inmensos rodeos, que muchas veces eran más costosos.

De esta manera pudieron llegar ante la formidable posición de Guaynamota adonde nunca habían llegado las fuerzas federales. La entrada del pueblo escabrosísima y rodeada de precipicios, estaba llena de parapetos a una legua de distancia defendidos por más de mil hombres. Otros mil lo menos ocupaban la subida del mismo cerro y otras partidas defendían los desfiladeros del flanco izquierdo enemigo por donde debía aparecer Tolentino.

Don Plácido Vega y Lozada salieron de una gran sala que parecía una troje, en donde habían tomado alojamiento en frente de la plaza, y vinieron a conversar solos en ésta debajo de las frondosas guácimas que la sombreaban.

—Creo —dijo don Plácido a Lozada con el aire de misterio que acostumbraba—, que debemos aprovechar esta noche oscura para esconder aquello.

—¿Cree usted que logrará echarnos también de aquí el enemigo?

—Ahora viene haciendo una campaña en toda forma y creo que apenas tenemos municiones para unos diez días de combates si no son muy reñidos.

—El peligro principal lo veo yo en la columna que viene por la Mesa del Tonati y ésa puede tardar unos tres días.

—Pues yo opino, general, porque aseguremos esas cajas esta misma noche.

Lozada hizo una señal afirmativa, llamó a uno de los suyos, al que dijo unas palabras al oído, y echó a andar acompañado de don Plácido con dirección al arroyo que está al norte de la población. Subieron por un sendero que les era familiar cosa de media legua, seguidos de tres hombres que llevaban unas cajas que parecían bastante pesadas y torciendo a la derecha les dijo Lozada que las dejaran en tierra.

—Llévate a esos —le dijo al hombre a quién había hablado primero.

Luego dirigiéndose a don Plácido, agregó:

—Ahora nosotros haremos el pozo en otro lugar para enterrar eso.

Lozada que llevaba ya dos barretas, dio una a don Plácido y lo encaminó a otro sitio algo distante, en donde cavaron un hoyo como de dos varas. Cuando estuvo concluido llevaron los cajones, los echaron allí y los cubrieron con tierra y piedras encima llevándose lejos el material sobrante.

—¡Son cuatro millones! —dijo Lozada suspirando.

A las dos de la mañana regresaron de aquella expedición al Cuartel General.

XIX. El tigre en la trampa

Lozada se recostó un poco en su catre de campaña, pero no pudo conciliar el sueño: si algo contribuía al insomnio el estar oyendo de cuando en cuando algunos cañonazos que disparaba el enemigo con sus piezas ligeras, más le preocupaba el haber dejado abandonado su tesoro, que según había dicho a don Plácido, se componía de oro, joyas y vales sobre el Banco de Londres. Pensaba él: si alguno los había seguido y había visto en donde estaba enterrado, si los mismos que lo habían acompañado a pesar de ser de toda su confianza no habían resistido a la curiosidad y se habían vuelto a presenciar la operación, y por último, si los pocos comandantes fieles que le quedaban llegaban a confabularse, ¿no podrían mandarlo asesinar allí mismo sobre su cama, puesto que todo lo consideraban perdido? Así es que no sólo no durmió, sino que cualquier pequeño ruido que oyera le causaba grandes sobresaltos y varias veces se incorporó y echó mano de su pistola.

Luego que amaneció fue a dar un vistazo a las posiciones que ocupaba su gente y encontró que todo se hallaba en el mismo estado. El enemigo se veía en todas las alturas de los cerros inmediatos y los suyos se encontraban en buenas disposiciones para el combate. Les mandó repartir raciones y aguardiente, lo cual era muy raro; les mandó dar cincuenta centavos por plaza, lo cual era más raro todavía; y regresando a Guaynamota, mandó que se plantara su tienda de campaña sobre la falda del cerro que dominaba la población, esto es, en el mismo sitio donde había depositado la noche anterior sus riquezas. Al menos, mientras pudiera sostenerse allí, las estaría él vigilando personalmente.

Don Plácido puso su tienda al lado de la de Lozada y comprendiendo la desconfianza de que éste estaba poseído, trató de tranquilizarlo diciéndole:

—Creo que no podrá entrar aquí el enemigo: he examinado bien nuestras posiciones y me parece que son intomables por la fuerza. Sólo una traición las pondría en poder del enemigo y por fortuna ya no hay aquí traidores; pero si por un caso imprevisto, por una verdadera desgracia llega a arrojamos de aquí el ejército del gobierno, yo le juro, señor general, que siempre guardaré el mayor secreto sobre lo que hemos hecho la noche anterior. Sólo en caso de muerte de usted me consideraré desligado de este juramento.

Lozada sacudió la cabeza y estuvo un momento sin responder, seguramente pensando lo que diría, que fue esto:

—Don Plácido, yo sé bien que usted y Galván son ya mis únicos amigos; y respecto de usted, estoy seguro de que no abusará de ese secreto; pero temo a todos los demás y temo más a los traidores que están ya con el enemigo, porque ellos conocen bien todo esto, conocen a mi gente, y tal vez se están ocupando ya en comprármela y por eso no siguen atacando como en los días anteriores. Mejor quisiera verlos pelear con furor que con esa calma con que están.

—Es porque no pueden avanzar. Necesitarían ser pájaros para salvar los abismos que tienen delante.

Lozada se sonrió y le dijo en tono de consulta:

—¿No le parece que estamos aquí mejor que en ninguna parte? Porque conforme a lo que a mí se me alcanza, si llegaran los que trae Ceballos a flanquear nuestros fuertes o darles un asalto, podremos prestarles auxilio con nuestras reservas y aun en el caso de ser rechazados replegarnos aquí, en donde también el terreno se presta para hacer una buena defensa. Si por el otro lado avanza la columna de Tolentino, venciendo las resistencias que se le presentan, acudiremos igualmente muy pronto a cerrarle el paso, ¿no le parece?

Don Plácido comprendió en el acto el pensamiento de Lozada que era el de no abandonar allí su tesoro y se apresuró a contestarle:

—Siempre he creído, general, que éste es el punto más estratégico que tiene la Sierra.

Así se pasaron cuatro días más sin que hubiera ningún incidente notable.

Al quinto recibieron aviso los jefes de que el enemigo se movía, y en efecto, procuró acercarse practicando algunos reconocimientos. Lozada que acudió a las posiciones vio a Práxedis Núñez a la vanguardia y dijo:

—Ése, ese bribón es el que me ha hecho más mal, porque a su ejemplo se fueron los otros, y si cae en mis manos no podré matarlo.

—¿Por qué?

—Usted sabe, don Plácido, que me dejó escapar cuando ya me tenía cogido, de modo que le debo la vida.

—Sí, pero se quedó con un gran botín.

—Entregándome también hubiera tenido el mismo botín y quién sabe si algún premio que le diera el gobierno.

—Es verdad —contestó don Plácido, y luego agregó sonriendo—, él hará, sin embargo, por no caer en nuestro poder, aunque de antemano cuente con la generosidad de usted.

Siguieron los reconocimientos, se trabaron algunos pequeños combates y al día siguiente apareció muy próxima ya, sobre un picacho que parecía inaccesible, una batería de montaña que dominaba los parapetos principales. Hubo que abandonarlos después de una débil resistencia.

El séptimo día al amanecer observaron los lozadeños que el enemigo, favorecido por la oscuridad de la noche, había venido a levantar parapetos a muy corta distancia de los que ellos tenían y fue tal su desmoralización que empezaron a tirar los fusiles y a desbandarse.

Los que venían por delante eran los mismos indios de Lozada que obedecían ahora a Núñez, a Nava y a Rosales, que conocían el terreno, que estaban acostumbrados a trepar por todas partes y que habían logrado aproximarse, protegidos ahora para el combate con la artillería que también había avanzado. Por eso los defensores de la entrada dificilísima de Guaynamota, habían abandonado sus posiciones viendo que no podrían sostenerlas contra un ataque rápido y simultáneo.

La primera noticia que tuvieron de este fracaso Lozada y Galván, fue llevada por los dispersos.

Dos horas más tarde vieron entrar al enemigo por las callejuelas de Guaynamota y detenerse en la plaza después de haber reconocido la población en todos sentidos. Los que estaban allí de los suyos se habían replegado por sí mismos al cerro, dejando abandonadas las carga del parque, el armamento de reserva, alguna artillería de montaña, y las mulas y los caballos.

Nadie pensaba que el desastre sería tan repentino, y no se había cuidado más que de poner el tesoro en seguridad. Todo lo demás que constituía los grandes depósitos de materiales de guerra de Lozada que antes ocupaban unas piezas subterráneas en San Luis, estaban ya en poder del enemigo.

Apenas se reunió lo que podía llamarse la vanguardia del ejército del gobierno, que venía atacando, compuesta de los cuerpos que mandaban los comandantes que antes habían sido lozadeños y algunos otros piquetes de fuerza federal, siguieron para el cerro por el Arroyo, diciendo entonces Núñez:

—Vengánse por aquí, yo conozco muy bien este mentado cerro de Guaynamota.

Ochocientos hombres desaparecieron detrás de las enormes piedras que cubren el barranco por donde desciende el arroyo de la montaña. Media hora después se vio la misma gente extendida a derecha e izquierda por las lomas.

Allí, junto a las tiendas donde estaba el Cuartel General, apareció Galván con doscientos hombres para disputar el paso a Núñez, que siempre iba a la vanguardia.

—¡Traidor! —le gritó Galván—. Todos moriremos aquí, pero tú por delante.

Y avanzó disparándole a pocos pasos su pistola.

Núñez tuvo tiempo de cubrirse con sus hombres, y a la vez disparó sobre Galván, hiriéndole en el pecho.

En seguida, sin hacer caso de las balas que le llovían, fue al mismo lugar en que estaba caído Galván y le dijo disparándole otro tiro en la frente:

—Al fin me las pagas todas juntas.

El verdadero cerro de Guaynamota queda atrás de las lomas donde se verificaba el combate, y están divididas de aquél por una barranca profunda. Lozada al ocupar las lomas que dominan la población no había pensado en que tendría la necesidad de retirarse, y se encontró de pronto sin salida. La decisión de Galván que contuvo con su gente al enemigo, le dio tiempo para pensar en la manera de escaparse, y la encontró, aunque con peligro de desquebrajarse, dejándose ir a la barranca por la parte menos elevada y menos pendiente. Nadie lo vio irse por allí y se le buscó entre los muertos. El mismo Núñéz saqueó las tiendas de campaña, incendiándolas enseguida.

¿Qué se había hecho entre tanto don Plácido Vega?

Don Plácido Vega que tenía la costumbre de no dormir nunca en el mismo sitio o de levantarse y cambiarlo a media noche, se había bajado a las dos de la mañana a la población, y por presentimiento había mandado ensillar su caballo previniendo a sus ayudantes y cinco mozos armados que le servían de escolta que estuvieran listos. Cuando empezaron a llegar los dispersos y comprendió lo que pasaba, se salió por la parte oriente de la población, conducido por un guía inteligente de que se había provisto con anticipación. Éste lo sacó de aquella sierra y de la de Palomas que cruzó después para no volver a ellas jamás.

Después diremos cómo le costó la vida el conocimiento que tenía de aquel secreto de Lozada respecto del tesoro.

El general Ceballos llegó a Guaynamota, dando ahí por concluida aquella campaña, una vez que Lozada y don Plácido habían desaparecido ya sin llevar un solo soldado y perdiendo todos sus elementos de guerra, y regresó de allí a pocos días con su ejército a Tepic, dejando a los comandantes Núñez, Rosales y Nava para que siguieran buscando a aquellos cabecillas.

Tolentino no estuvo con sus fuerzas a tiempo, o porque no recibió órdenes oportunas, o porque su marcha fue lenta, pero su presencia en el flanco derecho de Lozada sirvió mucho para que éste acabara de desconcertarse.

El célebre bandido, poco antes tan poderoso, se vio pues repentinamente en el fondo de una barranca, aturdido por los golpes de la caída, y sin saber qué partido tomar. Lo primero que había que hacer era ponerse en salvo, y al efecto, abandonó sus ropas que podían denunciarlo, se vistió de calzón blanco y sombrero de petate, como antes, y echó a andar trabajosamente para el jacal más próximo en demanda de abrigo. Estuvo curándose durante ocho días las abolladuras, sin alejarse mucho del lugar en que estaba su tesoro, cuyo pensamiento no le abandonaba, y empezó a hacer excursiones nocturnas, sin ser acompañado de nadie, para trasladarlo a un lugar seguro. No estaba conforme con que otro participara de su secreto, y ya lo conocía muy bien don Plácido Vega y quizá los otros tres que lo habían acompañado por el arroyo de Guaynamota; si no sabían a punto fijo cuál era el lugar en que se había depositado, sí se lo sospechaban, lo podían contar a otros, se supondrían cuando menos que por allí estaban cerca las preciosas cajas, y era preciso quitarlas hasta del alcance de las sospechas. Ya se supondrá de cuánta paciencia necesitó aquel hombre para practicar aquel trabajo con todo género de precauciones, teniendo que hacerlo solo y burlando la persecución de que veía bien era objeto, pues que en ningún día dejó de percibir partidas más o menos numerosas que recorrían los senderos y registraban los cerros y las barrancas y hasta cada una de las peñas de las cercanías.

Los comandantes que estaban ya al servicio del gobierno y que le buscaban con tesón, estaban desesperados de que nadie pudiera darles la menor noticia de Lozada. Era que se pasaba oculto los días en las cuevas o en los jacales abandonados, y que sólo de noche se atrevía a hacer sus correrías, mientras se estuvo ocupando en la traslación de su tesoro.

Después de esto pensó en que podía haber dejado algunas huellas que descubrieran el depósito y fuera por este temor o porque era esencialmente avaro y no quería alejarse de aquello que constituía su mayor pasión, no quiso separarse de los alrededores, y lo que hizo fue empezar a llamar con todo sigilo a las gentes que le eran más afectas, entre las que estaban su querida, su ayudante Margarito López, que también tenía una querida muy inteligente y muy astuta a la cual había comunicado antes lo de los cajones, y otras diez o doce personas más, con las cuales contaba para volver a levantarse.

La querida de Margarito que se llamaba Josefa Flores, dijo un día al primero:

—Me has de llevar al lugar en donde pusieron el tesoro.

—Sólo don Plácido Vega se quedó con don Manuel, así es que son los dos únicos que lo saben.

—Entonces esperaremos a que muera don Manuel para encargarnos de arrancar el secreto a don Plácido, haciéndole una proposición.

—No morirá mi jefe porque yo lo defenderé a todo trance —dijo Margarito a Josefa como resentido de aquella suposición.

—Eso ya lo veremos —contestó ella encogiéndose de hombros.

Y como al día siguiente debían pernoctar en el fondo de una barranca donde estaba una gruta en que cabían hombres y caballos, ella desapareció para ir a dar aviso a la primera fuerza enemiga que encontrara.

Andrés Rosales estaba cerca y recibió el aviso.

Fue entonces a asomarse al borde del barranco y divisó cerca de la cueva unas ropas tendidas.

—Allí es —le dijo Josefa.

—Está bien, no se me escaparán —contestó Rosales.

E inmediatamente bajó, y al oscurecer aprehendió a Lozada, muriendo Margarito en la refriega.


Publicado el 6 de abril de 2018 por Edu Robsy.
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