Historia de Desamor

Isabel Petrus


Cuento


I
II
III

I

Él le dijo:

—Quiero amarte ahora.

Y ella se olvidó de todo.

Se dejó amar, en los atardeceres lentos, en las noches perdidas, en todos los momentos que robaron a la normalidad, a la vida.

Descubrieron, eso sí, que la vida eran los escasos momentos que pasaban juntos, que el resto del tiempo era sólo esto: tiempo, para vivir lo más deprisa posible, entre uno y otro encuentro.

Ella aprendió, de nuevo, a enamorarse. Y se enamoró de sus defectos, de sus escasas virtudes, de sus ausencias largas. Aprendió a valorar el poco tiempo de que disponían, a vivir una doble vida entre estos espacios que llenaban su felicidad, y la vida normal, que, hasta entonces, le pareció lógica, y, desde entonces, vacía y sin sentido. Lo terrible era volver a casa. Esta casa que había aceptado hasta ahora como propia, y que se volvió, de repente, extraña, una prisión para su tiempo.

Sus cosas no eran ya sus cosas, y hasta el ángel de lo más querido se le fue difuminando, perdiendo valor, en las esperas.

Él le decía:

—Te quiero ahora.

Y ella quería lo que el quería, en el mismo momento, en el mismo segundo.

Por él se volvió arriesgada, valiente, inconsciente casi, por complacerle. Descubrió que el amor era mucho más que lo que había conocido hasta entonces. El amor era perderse despacio, amarse poco a poco, encontrarse de nuevo, con el corazón en la boca.

El amor, para ella, pasó a ser mucho más que sudor de dos cuerpos, mucho más que complacencia rápida. Descubrió que se puede amar con los ojos, en la distancia.

Descubrió el placer de compartir su presencia, aunque estuviesen lejos, sin hablar. Descubrió que el amor más dulce es el amor robado, prohibido, inconsciente.

Aprendió a amar despacio, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Pero el reloj era su peor enemigo.

Se volvió bella. En sus ojos había siempre la esperanza de un sueño, que asomaba, inquieto, y la volvía deseable. Su cuerpo se adaptó a las caricias robadas, y se hizo noble, deseado. Su cara era el reflejo fiel de la felicidad que la embargaba de continuo, y que se le notaba en la sonrisa fácil, como ausente, con la que se dejaba poseer y enamorar.

Sus días y sus noches giraban alrededor de un reloj que no era un reloj normal: tenía dos horas de amor por dos días de ausencia, y esto, incluso, llegó a parecerle normal, lógico.

Y se acostumbró a vivir así, de espaldas a la realidad, de espaldas al mundo. Pero todo, o casi todo, era perfecto, de esta forma.

II

Él había conocido otras mujeres, otros mundos. Pero hacía tiempo que su vida se movía, despacio, a un paso escaso de la normalidad, demasiado rutinario para gustarle.

Durante mucho tiempo, se había acostumbrado a guardar sus sueños, y sus recuerdos, para sí mismo. Pero esto, en él, no era normal. Prefería, sin duda, la atracción de lo desconocido, el riesgo, que le hacía descubrir mundos nuevos.

Se enamoró, si puede llamarse a esto amor, de su risa. De su boca, que le sonaba a promesas, de sus ojos, que eran un espejo sin fondo donde mirarse a sí mismo.

Hubo varios encuentros, anteriores, en los que la mutua atracción fue algo palpable, algo que se podía tocar con las manos del alma. Algo que encandiló sus sueños, y fue tomando cuerpo en sus madrugadas.

Y sintió, un día, que toda ella le decía sin palabras:

—Quiero amarte ahora.

Y él lo dijo en voz alta, seguro de que era un deseo compartido, algo lógico, normal, deseable. Y, por tanto, inevitable.

Y ella se dejó amar, y amó, como él esperaba.

Fue como un sueño. Aprendió a sentir, a engañar, para amarla.

Y la perseguía en la solitaria madrugada de sus sueños, la deseaba entre la rutina normal de su trabajo, la imaginaba como la tenía a ratos, mientras discutía proyectos, trabajos, logros. Y la llamaba entonces, y le decía:

—Te quiero ahora.

Porque sabía que ella también le quería. Con la misma prisa, con la misma urgencia. Con las mismas ganas de perderse para siempre y pensar que esto, lo imposible, no tenía final.

Lo peor era siempre la vuelta a casa, a la normalidad, a la rutina. Pero lo superaba. A fin de cuentas, para él, no era nada nuevo compartir la vida con los sueños.

III

Poco a poco, con la costumbre, con la facilidad, se fue volviendo todo rutina. Sus cuerpos dejaron de ser novedad, de ser atracción. Repelían los mismos gestos. Hacían las mismas cosas. El amor llegó a ser sólo una costumbre, un rito. Y el riesgo, sin duda, demasiado alto para lo que lograban. Hubo, antes de llegar al hastío, demasiadas esperas sin justificar, demasiadas ausencias sin motivo.

Ella empezó a odiar las horas vacías, sin su llamada. Él empezó a pensar más en sus proyectos, a fijarse, aunque fuese con descuido, en otra boca que no era su boca, en otra cara que no era la suya. Incluso, despertó una noche deseando tener tiempo para otra mujer que le quitaba, esta noche, el sueño.

Empezó el tiempo de las excusas, que, en los amantes, no tiene razón de ser: estas cosas, sin sinceridad, no valen la pena. El pecado ha de arrebatar el alma, cuando se vuelve costumbre, no merece ya la pena jugarse la vida, no compensa.

Ella empezó a pensar que quizá su amor no era el mejor amor del mundo, ni el único. Empezó a ver sus defectos, y dejó, poco a poco, de amarlos. Él se dio cuenta también, de que a veces había un rictus amargo detrás de su sonrisa, y de que ella también quería compartir sus tristezas, y no solamente esta alegría que le había regalado hasta entonces.

De repente, comenzaron los dos a valorar más lo que ya tenían, lo que habían tenido antes de conocerse.

Poco a poco, y a la vez, creyeron que quizá se habían equivocado.

No dijeron nada, al principio. Pero sus caricias se hicieron más rápidas, más escasas. Su deseo se hizo más urgente, por encima de las palabras, de la mutua soledad en compañía. Sus citas fueron cada vez más distantes.

Un día, él dejó de llamarla. Y, despacio, ella dejó de esperar sus llamadas. Terminó todo, casi con la misma rapidez que había empezado.

Dicen que, ahora, él tiene una amante rubia, que le alegra, de nuevo, los anocheceres. A veces, todavía, sueña con el sabor de ella, pero intenta no acordarse demasiado.

Ella lo recuerda a menudo, especialmente en las tardes de invierno, en las que la lluvia borda con nostalgias el alma. Pero también intenta que no le llene las noches ni los días.

A veces, y no lo saben, recuerdan los dos al mismo tiempo.

Y les parece oír, a la vez, la voz del otro, que repite:

—Quiero amarte ahora.

Y sonríen, en su soledad que es ahora más intensa. Saben que es, solamente, un sueño. Esto ya pasó, ya es historia. Se dicen, a la vez, para consolarse. Y se olvidan, lo más rápido posible, de la nostalgia.

Porque, a veces, todavía, estos recuerdos les hacen daño, les provocan un anhelo casi olvidado, y les hacen desear, al mismo tiempo, lo que antes, juntos, tuvieron.


Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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