La Bruja de la Calle de la Plana

Isabel Petrus


Cuento


Ella, no podía evitarlo, se definiría siempre en pelirrojo.

No había ningún signo exterior que la explicara tan bien, ni nadie dudaba a la hora de explicar como era:

—Sí, la pelirroja, esta niña con gafas, la hija del barbero...

Y acabó siendo, por definición, la pelirroja. Y esto, indudablemente, imprime carácter. Se puede ser muchas cosas en la vida, unas más importantes, otras menos. Tener los ojos azules, o ser alta, redondita, lista, o desgarbada. Pero todo esto, en menor o mayor medida, abunda. No pasa lo mismo con las pelirrojas: hay pocas, son escogidas, normalmente tienen un genio endiablado, y siempre, siempre, son algo brujas.

En su familia, y desde siempre, había un pelirrojo o una pelirroja en cada generación. No se repetían. Afortunadamente. Ya era un problema para todos liarse con una sola, como para andar repitiendo la experiencia al mismo tiempo. Y todos los pelirrojos de su familia tenían una vida diferente. No mejor, ni peor. Pero sí distinta. Marcada por la buena o la mala suerte, pero encontrando siempre la manera de no perderse, de capear el temporal, de sortear los escollos. Normalmente, eran aquellos de los que se contaba su historia en las largas tardes de los domingos de invierno, porque siempre habían vivido cosas que los habían hecho desgraciados, o terriblemente felices. Nunca fueron medianías, nunca se casaron y tuvieron hijos y después comieron perdices, como les pasaba a la inmensa mayoría de los mortales. Algo fallaba siempre, fuese el marido, la mujer, los hijos, o las sufridas perdices, símbolo de la felicidad de los cuentos, por algún lado se rompía la historia, para bien o para mal.

Y ella no iba a ser menos, estaba segura. En su fuero interno, en la tranquilidad tremenda que te da la sabiduría de los pocos años, sabía, sin lugar a dudas, que era una elegida. No se puede tener un pelo así, sin que algún dios te haya tocado con su mano. Claro que hay dioses de muchas clases, incluso dioses nocivos, y alguno, acaba siendo sólo un dios menor. Pero dioses al fin, con capacidades desconocidas por los hombres. Y esto la hacía soñar.

Estaba convencida también de que descendía en línea directa de alguna bruja quemada en la Edad Media, por pelirroja. Lo contaba, y su historia era tenebrosa. Hacía estremecerse de miedo a su hermana Gary, a su prima Juani. Y a quien quisiera escucharla, claro. No se negaba a cualquier público dispuesto. Pues tenía un gran defecto: era tremendamente presumida, y convencida como estaba de que era especial, tenía prisa por convencer a todos de que su vida, sin duda, sería diferente.

Esperaba convocar a los dioses protectores con sus historias, esperaba que la levantaran al vuelo, y se la llevaran de allí, del barrio que la sumía en la medianía, de la vulgaridad del vivir de cada día, que la agarraba, estaba segura, por los pies y le impedía volar.

Porque, hablemos claro, ¿qué hacía una bruja como ella, dotada de poderes especiales, tocada por la mano de un dios, viviendo en un sitio como este? Pero estaba segura de que tarde o temprano llegaría su momento glorioso, aquel en que se reconocerían sus méritos, aquel momento, al fin, en que podría volar sola, y despegar, salir de su entorno y volar para siempre.

No sabía todavía lo que haría con su vida, pero tenía algo muy claro: sería algo grande, célebre. En los atardeceres de verano, cuando el día se mostraba interminable, nada decidido a fundirse con la noche, ella soñaba, sentada en el portal, mientras sus amigas jugaban a los juegos de siempre, aquellos de los que las piedras de la calle de la Plana sabían los nombres, los sabores, incluso las trampas.

Se quedaba absorta, ensimismada, mientras Ani, Montse, Orieta corrían de lado a lado, buscando el hierro protector de los pestillos de las puertas, de los cerrojos de las ventanas, que les impedirían perder turno en el juego, y ella volaba, sin alas, en busca de su destino seguro.

Sería ministra, escritora, descubridora de maravillas, desfacedora de entuertos. Conocería los más bellos lugares, las más interesantes personas. Y la reconocerían a ella como extraordinaria. Se comería el mundo, estaba segura.

A veces, sus destinos cambiaban, según el último libro que caía en sus manos. Podía ser una piloto de aviones aventurera, o una genial diseñadora de modelos carísimos, que dejarían a sus clientas con la boca abierta. Descubriría tierras ignotas, o vencería una epidemia imparable con sus tratamientos médicos. Normalmente, podía pasar cualquier cosa, menos las que encerraban en sus historias las soluciones que dependían del buen hacer de una hada madrina. Ya se sabe: las hadas madrinas y las brujas, aunque sean buenas, no se llevan bien. Además, ella dejaba estas soluciones fáciles, junto con los príncipes encantados, para las pobres de espíritu, para las que esperaban que la solución les llegara de fuera, de forma milagrosa. Porque ella estaba convencida de que el milagro suyo era un milagro de cada día, algo que llevaba dentro, que formaba parte de ella misma, y que se manifestaba, sin duda, en este pelo rojo que la hacía diferente de las demás.

Para vivir, sólo necesitaba su imaginación, un buen libro y un rincón tranquilo en el que su soledad creara el mejor ambiente.

Descubrió pronto que si deseaba algo con mucha, mucha fuerza, lo conseguía. Lo probó un par de veces, y dio resultado. La primera, con el molinillo de café.

Era una lata, para cualquiera, moler el café con este molinillo de madera, pesado, aburrido, con el que dabas vueltas y vueltas, y nunca quedaba suficientemente fino. A ella le parecía que sí, que estaba bien. Pero su madre comprobaba siempre que no, que quedaban trozos de granos, que todavía debía seguir. Claro, pronto encontró el truco de esconderse para no hacerlo. Pero el mismo truco descubrieron sus dos hermanos, y le dolía luego la conciencia, cuando veía a su madre, agobiada ya por demasiadas horas de trabajo, insistir, dale que dale, dando vueltas al dichoso molinillo. Se le ocurrió entonces la posibilidad de que cayera del cielo un aparatito eléctrico, uno de estos que se usaban en casa de tía Toñi, y que resolvía el pesado problema.

En aquel tiempo, el café se compraba a granel en la tienda de Es Pla des Monestir, y no en las bolsas ya molidas que se compran ahora en el supermercado. En Vicent de sa Creu d’en Ramis tenía fama de vender el mejor café, y el mejor aceite de Mahón. Era una excursión mensual, el ir a comprar estos artículos. El aceite de colza no había enturbiado todavía el panorama español, y era una maravilla ver cómo salía el aceite, medido con una manivela, como formando parte de una magia no descubierta. Pero volvamos al tema. Intentó buscar soluciones alternativas al molinillo. Y empezó a pensar seriamente en ello. Por la noche, en la cama, con los ojos apretados con fuerza, se concentraba en buscar soluciones. Llegó a la conclusión de que no necesitaba encontrar la forma de hacer el milagro: el milagro se haría solo, ya pondrían los ciclos la manera. Ella sólo debía concentrarse en desear el nuevo artilugio, en imaginarlo hasta su más íntimo detalle. Desde luego, no había que pensar en comprarlo: la economía familiar no daba para estos gastos fuera de presupuesto, y sería una locura imaginar que un dinero necesario para cosas más imprescindibles, se destinara a algo así.

Blanco. Sería blanco. Lo decidió la tercera noche que se pasó deseándolo con fuerza. Y su tapa sería de un color achocolatado, transparente, para comprobar lo bien molido que estaba el café, sin destaparlo. Y el pulsador negro, claro. No se detuvo a pensar en si había visto algo así en algún lugar, o si lo inventaba mientras pensaba en él. Se concentró, exclusivamente, en desearlo. En imaginarlo sobre la mesa de la cocina. En verlo como propio.

Y sucedió el milagro, claro. No podía ser de otro modo. No se imaginaba siquiera un posible fracaso.

El sábado siguiente añadió a la compra encargada por su madre un vaso de leche de almendras Solís. Hay que decir que fue su billete de lotería premiada. Lo compró como una golosina, sabiendo que se salía de presupuesto. Y pumba. Fue llegar a casa, y leer atentamente la etiqueta. Promoción: para dar a conocer el nuevo producto, se ofrecía la posibilidad de que en el reverso de la etiqueta apareciera el premio de un electrodoméstico. Era el sueño de cualquier ama de casa, claro. Los primeros sesenta pillaron a todo el mundo con la ilusión del enchufe, y con unas economías familiares, especialmente en este barrio, que no daban para alegrías eléctricas.

Casi no necesitó ni mirar la etiqueta para saber lo que decía.

—Mira, mamá. El molinillo de café.

—Tonta. ¿Cómo va a tocamos a nosotros? Con la cantidad de frascos que se venderán, y las pocas etiquetas premiadas que habrá...

Pero sí, sí. Ésta era, no podía ser de otra forma, la etiqueta premiada. Y el premio, no podía ser otro que el molinillo, dichoso trastito, pedido hasta el aburrimiento. Menuda sorpresa. Todavía lo recuerda, allí, sobre la mesa de la cocina, blanco, por supuesto. Y con la tapa oscura, casi transparente. Y el pulsador negro. Como en sus deseos. Formó parle de los aparatos domésticos, durante mucho tiempo, hasta que fue sustituido por otro, más moderno, comprado, por lo que no tenía ni la mitad del valor que tuvo el primero.

Y no fue esta la única vez en que puso a prueba sus poderes. Otra vez... aunque ésta es todavía demasiado dolorosa como para recordarla. Era algo en lo que se jugaba mucho. Los problemas, idiotas problemas, llamaban a la puerta de casa, y se derrumbaba la fortaleza familiar. El agobio podía provocar una ruptura, y nadie parecía encontrar solución. Y la solución apareció de repente, casi sin sentir, cuando ya nadie la esperaba. Y ella sabía, sólo ella, de qué forma llegó. Fue también el resultado de alguna noche en vela, de apretar con fuerza los ojos cerrados, de desear hasta entumecerse el cerebro una cosa, con desesperación. Y llegaron, claro, como digo, las soluciones. Y todo volvió a la normalidad.

Nunca habló de ello. Nunca dijo ni explicó que ella sabía cómo se había solucionado todo. ¿Para qué? No valía la pena entrar en detalles. Lo importante era lo logrado. Pero le cogió miedo al sistema. Se convenció de que podía ser peligroso. Descubrió que manejar así las cosas era algo que podía ser terrible, a la larga, para ella y para los demás. Hubo un momento de ruptura entre lo que era, y lo que tenía miedo de ser. Y dejó de desear, decidió que no pediría nada más.

Claro que coincidió, más o menos, con el corte de su melena. Su pelo se convirtió en una vulgar melena de paje, adocenada, nada sugerente para ningún dios.

Todavía, tras el paso de tantos años, recordaba cómo caían los mechones de su pelo, en la peluquería de Luisa.

—Es más cómodo —decía mamá—. No se te enredará tanto el pelo, podrás peinarlo más fácilmente.

Y era verdad, claro. Quién iba a dudarlo. Pero estaba segura de que desaparecía mucho más que su pelo en la aventura.

Se olvidó de desear. No se dejó crecer el pelo en mucho tiempo. Dejó de considerarse especial, algún tipo de bruja buena. Se adocenó, definitivamente.

Y nunca más le pasó nada extraordinario. Con los años, se casó y descasó, tuvo hijos, luchó a brazo partido con la vida. Los problemas llegaron a poder con ella, y los resolvió poco a poco, como todo el mundo hacía, sin misterios. Salió a su tiempo de la calle de la Plana, y sólo volvió a ella para las visitas llenas de nostalgia. Pero no salió volando, ni en volandas. Fue la vida la que la sacó, y la dejó en otros sitios que no fueron, forzosamente, mejores. Todo lo que le pasó, desde entonces, rozaba tanto la normalidad, que le hizo olvidar, con el tiempo, que alguna vez había sido, en secreto, la bruja de la calle de la Plana.

Incluso ahora, cuando alguna cana aparece ya entre su melena pelirroja, larga otra vez, pero sin poderes visibles, duda. Duda de si lo que recuerda fue verdad, o sólo un sueño. Pero sabe, en el fondo sabe que le encantó ser, alguna vez, esta bruja pelirroja que iba a comerse el mundo.


Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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