La Dulce Mô

Isabel Petrus


Cuento


Fue un autentico follón.

Empezaron las llamadas al Ayuntamiento a las diez de la mañana. Y se repetían en la comisaría de policía, en la policía municipal.

Mô, la dulce Mô, la sirenita que adornaba el puerto de Mahón, había desaparecido. Quedó sólo la base de la estatua, este cubo verdoso, que le daba soporte. Pero, ¿dónde estaba Mô?

El rumor se hizo clamor en el Mercado. La gente hablaba de ello en la calle. Todo el mundo se extrañaba de su ausencia. Nadie sabía qué había pasado. Todo eran rumores, supuestos. Pero nadie conocía la verdad.

Había rumores para todos los gustos: que si una gamberrada, que si la habían tirado al fondo del mar, que si alguien se la había llevado como recuerdo.

Y pasaban las horas y Mô no aparecía. Se pensó en buscarla en el agua, se visitó a los gamberros habituales, ya fichados, que otras veces con sus actos vandálicos habían sublevado al pueblo de Mahón. Pero no la encontraban.

El Alcalde hizo de ello un tema personal. Él, en contra de la opinión de muchos, y con la de otros muchos a favor, fue el que decidió, en su día, colocarla junto al agua, en el puerto. Pero ahora, su idea, su creación, se había esfumado.

Lo tomó como algo personal, y se empeñó en que se la buscara día y noche. Pero Mô no aparecía.

Y no ha vuelto a aparecer. Yo, como tantos, como muchos, busque mi propia versión de la historia. Y creo que es la más real, pues muchos datos la confirman. Incluso, lo hable con el pintor Neé que la amaba en silencio, y me da la razón, incluso sabe algo que yo no sé, que se guarda para sí. No me extraña que Mô, la dulce Mô, lo eligiera de confidente.

Sé, por su expresión, que a Mô le encantaba su protagonismo, cuando la colocaron en el puerto. La gente, unos para bien, otros para mal, bajaba a verla, a diario. Oía los comentarios, a favor y en contra, y se sentía en la cresta de la ola: era la protagonista. Ya saben, todas las sirenas son iguales: un poco presumidillas, y muy tiernas, les encanta que les hagan caso. Y Mô no era una excepción.

Se sentía atraída por el color azul del mar y del ciclo, y dejaba pasar sus horas, viendo el ir y venir de barcos, de gente, el movimiento eterno del puerto. Pero cuando dejó de ser novedad, cuando la gente dejó de mirarla. Mô empezó a escuchar, a pensar. Y se dio cuenta de que la habían colocado al revés, que estaba de espaldas al mundo y al bullicio que cada noche se organizaba en el puerto.

Notó que la vida vivía detrás de ella, que la música y el ambiente estaban a su espalda. Se dio cuenta de que la gente usaba también el puerto por la noche, para evadirse de sus ansias, para olvidarse de su cada día.

Y deseó ser parte de ellos, ser como ellos. Deseó vivir, y no limitarse a ver pasar la vida.

Lo habló con el pintor Neé, que estaba en el secreto. Le hablaba de cómo deseaba bailar, pasear. Le dijo que la cabeza se le iba, que las ideas se escapaban de ella, pero no podía moverse. La habían hecho grácil, etérea, pero inmóvil.

El pintor Neé le llevaba sus cuadros, para que los viera. Sus flores más hermosas, en todas las tonalidades de azul, que alegran el ánimo y calman los corazones. Pero no lograba nada: la sirenita seguía mustia, triste. Probó luego con sus flores multicolores, con rojos llameantes, y naranjas muy vivos, convencido como estaba, de que era un buen remedio para las tristezas: al fin, sus flores habían alegrado a Carmen, a Ana, a Isabel, y a tantas otras amigas. Incluso, y aunque sentía algo de celos, el pintor Neé le llevó una mañana a su amigo, el escribidor, el poeta. Pero nada. Ni la poesía que compuso para ella, ni el artículo que le dedicó en el «Menorca», lograron animarla.

Y la situación llegó al paroxismo, cuando una mañana, en su habitual visita, el pintor descubrió una lágrima furtiva, que se deslizaba lentamente por la cara de Mô. Además, no podía dejar de notarse que, cada vez, el color de la sirenita era más verdoso, más apagado. Y esto, en las sirenas varadas en tierra, es muy peligroso. Y le prometió encontrar una solución. Se convirtió en un investigador de mitologías, leía y buscaba sin cesar el remedio para su amiga, que languidecía de pena, y se apagaba un poco más cada día.

Y un día me comentó su problema: había prometido algo que no podía cumplir. ¿Cómo podía ayudar a su amiga, cómo liberarla?

A mí me gusta coleccionar quimeras, perseguir sueños. Y pensar que lodo lo imposible es realizable. Y entonces, lógico, podía ayudarles a encontrar una solución. Y la encontramos.

Las sirenas, y el tiempo y lo vivido nos han dado la razón, pueden conseguir un deseo. Han de desearlo mucho, en cuerpo y alma. Ha de ser tan importante como para decidir renunciar a sí mismas, por lograrlo. Y Mô reunía estas condiciones. Sabía que el coste era alto: dejaría de ser lo que era, la sirena del puerto de Mahón, para lograr su deseo. Pero le pareció justo, le pareció bien: un precio razonable.

Quizá ustedes me dirán que es absurdo, que es muy caro dejar de ser uno mismo, para perseguir un sueño. Pero yo no hice esta ley. Y además, es imprescindible poner orden en el mundo de las sirenas: calculen, con la cantidad que hay, pululando en nuestros mares, que se pasaran el tiempo cambiando de estado, siendo y dejando de ser lo que son. Pero como el dios que las creó era un dios comprensivo, y las sabía tan hermosas pero tan enamoradizas, tan vulnerables, les dio esta única oportunidad.

Y Mô la usó. Sabía que tardaría días, que debía pensar exclusivamente en su deseo, para lograrlo. Como no podía distraerse con charlas, ni mirar otra cosa que su propia fuerza de voluntad, pidió al pintor Neé que dejara de visitarla. Con dolor, él renunció a sus mañanas en el puerto, pero la vigilaba desde arriba, desde el mirador. E, incluso de lejos, comprobaba poco a poco sus progresos.

Mô tenía los ojos cerrados con obstinación, no dejaba que nada la distrajera. Y, poquito a poco, como me iba confirmando el pintor, la sirenita se iba dando la vuelta, la piel de su cola se volvía, muy despacio, traslúcida, y se le caían las escamas, lentamente. Pero sólo lo sabíamos nosotros. Y Mô.

Y una noche, seguramente, lo logró. Porque no hemos sabido nada más de ella. Quizá el pintor, como digo, sepa algo que yo desconozco. Pero él es amigo de sus amigas, y no traicionará nunca la confianza de quien le cuente sus secretos. Si Mô ha hablado otra vez con él, no ha querido decírmelo.

Pero estoy casi segura de que no se ha alejado mucho. Le encanta el bullicio, la gente, el ruido del puerto. ¿Y cómo va a vivir una ex sirena lejos del mar? Seguro, seguro, que anda por ahí, entre esta gente joven que cada noche se pierde en el bullicio, en el ruido. Seguro que, alguna vez, debe mirar, un poco melancólica, este sitio que dejó para siempre.

Voy a decirles otro de mis secretos, por si les sirve. Las sirenas que renuncian a serlo, mantienen, para siempre, los ojos verdes, y tienen un resplandor del mismo color, que las envuelve, cuando bailan a ritmo muy rápido. Es tenue, apenas un aura, un visto y no visto. Pero les puede servir para reconocerla. Además, cuando aman, se vuelven traslúcidas, casi transparentes. Esto no se lo conté nunca a Mô, ni al pintor Neé. Lo guarde como un secreto personal, para reconocerla algún día, si se hacía realidad su sueño.

Por favor, no se lo digan al Alcalde. Podría dedicar sus días y sus noches a buscarla, y obligarla, luego, a volver a su sitio. Al fin, él casi la inventó, y se siente responsable de ella.


Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 3 veces.