La Escritora de Historias

Isabel Petrus


Cuento


Las tenía de todos los tamaños, de todas las medidas, de todos los sabores, de todos los colores.

Lo suyo era visceral, total: amaba escribir historias, y hacía de ello su vida misma. Pasaba las horas ante su máquina de escribir, y se olvidaba, al hacerlo, de hablar, de comer, de dormir. Cuando sentía nacer una historia en su interior, nada era capaz de detener el impulso que la llevaba a agarrar su máquina, y llenar aquel folio blanco que era como una tentación, como un pecado.

Había empezado como un juego, y acabó siendo más fuerte que la vida misma. Y arrancaba chispas a su máquina de escribir, mientras su imaginación volaba por libre, descubriendo mundos, inventando realidades que, hasta que ella aparecía, se escondían muchas veces detrás de la realidad misma. Y lo que escribía era tan obvio, tan real, tan cierto, que nadie dudaba de que su vida era rica y densa, interesante, como sus mismas historias. Nadie podía escribir con tal intensidad, convenciendo tanto, sin ser parte real de lo contado.

Cuando ella hablaba de amor, una imaginaba las más ardientes historias, los más densos romances, los besos más apasionados, los más agotadores clímax. No podía ser de otro modo. Y, quienes la leían, sentían envidia de sus vivencias, e intentaban imitarla, igualar lo que ella explicaba:

«Sus ojos la subyugaban. Y ella se dejaba hipnotizar. Sus caricias, ¡ah, sus caricias!. Y el placer inmenso se extendía en oleadas, mientras besaba su cuello, y sus manos recorrían su cuerpo, sin darle un momento de reposo...».

¿Cómo no creer que era la mejor amante del mundo? Se preguntaba más de una, mientras suspiraba resignada, mirando al manta de su marido, que nunca la llevaba a estas colas de placer, ni le hacía sentir algo parecido, y que se limitaba a darse la vuelta, en la cama, tras musitar un:

—¿Te ha gustado?— que hacía mucho tiempo ya que no merecía más respuesta que el silencio. Y a dormir, claro.

Describía paisajes, viajes, aventuras, que hacían soñar. Debía, forzosamente, conocer medio mundo, quien lo pintaba con palabras tan vivas, con colores tan bellos.

«...y el mar rompía, dulce, sobre la arena. El sol caía, lentamente, en el horizonte, y la quietud y la calma ganaban, poco a poco, la playa. Los últimos bañistas, rezagados, pasaban, con sus bolsas y sus sombrillas a cuestas, dispuestos a volver a casa. Mientras, toda la belleza y el color dorado de los atardeceres del Mediterráneo se fundían, lentamente, en la playa de Son Bou, en la remota isla de Menorca. Nada rompería la calma del momento, hasta la mañana siguiente, cuando las hamacas, las sombrillas, la gente, irrumpiera de nuevo, con su olor a bronceador, su piel roja y requemada, su prisa en quemar al sol sus vacaciones...».

¡Ah! ¿Cómo dudarlo? Esta escritora de historias había viajado mucho, conocía las puestas de sol en Menorca, los amaneceres en Ibiza, las tormentas de arena del desierto y el bullicio salvaje de las grandes ciudades... Que envidia despertaba en sus lectoras, que conocían solamente sus lugares de cada día, y el repelido paisaje de su lugar de vacaciones de todos los años, con abuelos, niños...

¿La riqueza? ¿El lujo? ¿La fama? Debía de haberlo experimentado todo, si no, era imposible describir estos ambientes, hablar como ella hablaba de palacios, bailes, teatros y actividades sociales.

«Refulgía toda ella, envuelta en joyas exclusivas de Cartier. Su cuerpo era una exhibición de buen gusto, llevada a la exasperación por un traje de seda y gasa verde de Saint Laurent. Bailaba, sin que se notase casi su movimiento, en el salón inmenso de la Embajada, y se dejaba tentar por uno u otro bailarín, sin hacer caso seriamente a ninguno, sonriendo apenas, para atender sus pretensiones. Luego, la cena de gala, dispuesta para cien personas, en una sala donde la plata de los cubiertos, el cristal de los platos, con su brillo, realzaban la belleza y el fulgor de las invitadas...».

¿Quién podía ser luego feliz, en su pisito de ochenta metros cuadrados, que costaba tanto pagar, mes a mes, al banco? ¿Quién podía conformarse con las fiestas de la Asociación de Vecinos, o las tapitas de la tasca de la esquina? ¿Quién no haría rechinar los dientes, viendo que había tanta injusticia en el mundo? Unas, bailes de gala, romances con príncipes, vidas de princesas... Y otras, fregoteando la cocina, llevando los niños al colegio, haciendo la compra... Imaginar, simplemente, que la autora había vivido lodo esto, para explicárselo a ellas, era para partirse de envidia, para volverse verde, vamos.

Y así, seguían todas sus historias. Y así seguían todas sus lectoras, semana a semana, tragándose embelesadas, medio roídas ya por la envidia, pero impacientes por leer de nuevo, por encontrar un romance mejor que el anterior, un ambiente más lujoso, un amante con los ojos más azules o el coche más potente...

Y así, la escritora de historias se pasaba la vida, inventando aquello que sus lectoras querían, y sabiendo de antemano que nunca podrían juzgar la verdad de sus cuentos, pues ninguna de ellas tendría ocasión nunca de cambiar el marido que le había tocado en suerte por el maravilloso amante de ojos azules, coche descapotable, y cuenta millonaria. Tampoco nadie, era lógico, iba a invitarlas a un baile de gala en la embajada, ni a llevarlas de vacaciones a Menorca.

Por tanto, ella podía lanzarse, sin miedo, a inventar lo que quisiera: los más bellos paisajes, los más dulces encuentros, los más apasionados romances. Todo lo que la vida, al fin, debería dar sin regatear, pero que, inevitablemente, reservaba para muy pocos.

Y escribía y escribía sin cesar. Aunque sólo fuera para evitar quedarse a solas con su vida real. Una vida de soledad desde el principio, de soledad sin paliativos. Ni novios, ni amantes, ni maridos, hubo en su vida. Y lo que le pagaban por sus novelas rosa no daba para mucho: con un poco de suerte, sobrevivía mes a mes. Claro que no tenía grandes ambiciones, apenas salía de casa, y podía escribir con el batín y las zapatillas: total, nadie la visitaba, ni la conocía, y, además, escribía con seudónimo. Menuda vergüenza le daría, si la señora del segundo piso, o la esposa del comerciante de la esquina, que comentaban con pasión su última novela, y hablaban de la maravillosa escritora, hubiesen sabido que era ella, esta mujer de cincuenta años, vida gris, normal, y que vivía sólo para inventar, para escribir historias...

En fin, mejor olvidarlo, y lanzarse a por otra: por ejemplo, la princesa raptada de su cuna, bellísima, de ojos azules y maravilloso pelo rubio, a la que descubrirá el duque encantador, cual cenicienta revivida... ¡Ah! ya podía imaginar el ambiente, las casas maravillosas que describiría, los vestidos de fábula...

Y sobre todo, tenía que acordarse de llamar de nuevo al fontanero: el calentador no funcionaba, y la calefacción estaba apenas a medio gas, y una se helaba, pensó mientras se envolvía en su batín más astroso, pero también el más calentito, y buscaba sus zapatillas desgastadas, pero cómodas, y... y ponía un nuevo folio en la máquina. Y escribía sobre mundos maravillosos una vez más.


Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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